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viernes, 5 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) El colegio de don Bartolomé



A las nueve de la mañana dejamos los abrigos, los tapabocas y las gorras en «el cuarto de las perchas» y con los libros bajo el brazo, ateridos de frío, entramos en el salón de estudio del «Colegio de la Reina Madre», primera y segunda enseñanza. Don Bartolomé, embutido en su gabán azul, junto a la estufa, leía el ABC (periódico monárquico liberal dinástico). A cada «buenos días», don Bartolomé levantaba los ojos del diario, como si pasara lista a golpe de párpados. Cada cual en nuestro asiento, sacábamos los libros y comenzábamos a estudiar. Sobre la estufa hervía una lata de agua para evitar el tufo (lección de física). A las nueve y media ya estábamos todos los que debíamos estar aquel día. Don Bartolomé seguía con el ABC. Su pelo, entrecano y tufoso, asomaba sobre las hojas del diario («Elecciones municipales en toda España. Ha comenzado la campaña electoral con gran animación…»). Cuando el murmullo subía de tono, bajaba el ABC y asomaba la boca de don Bartolomé, que decía con voz tonante, biliosa: —¡Silencio!

Tal vez don Bartolomé aprovechaba la operación para encender un cigarro sin cambiarle el papel ni ensalivarlo. Volvía a la lectura. El humo azul del cigarro y el humo gris de la lata que cocía sobre la estufa, se alzaban soñolientos ante la ventana del «estudio». La verdad es que el mejor silencio siempre era relativo. Un moscardoneo incesante era el concierto normal del «Colegio de la Reina Madre». Alguna vez sonaba un grito, una risotada, un ruido bufonesco. Don Bartolomé dejaba el periódico sobre las rodillas. Miraba hacia el lugar sospechoso. No preguntaba a nadie. Le bastaba con su vista de viejo dómine. Al fin, con el cigarro en la comisura y las manos atrás, iba derecho hacia el que rompió el relativo silencio. Se ponía delante. Quedaba quieto. En los ojos de don Bartolomé, una luz de ira. Se quedaba quieto, mirando, mirando. El alumno, con los puños apretados en la sien, parecía estudiar con mucha furia. (Temblaba). Don Bartolomé seguía quieto. (Éstos eran los verdaderos momentos de absoluto silencio en el «Colegio de la Reina Madre»). Había pasado demasiado tiempo. El alumno por fin levantaba los ojos hacia el profesor. Unos ojos suplicantes, llorosos. Entonces… don Bartolomé, rapidísimo, seguro, le daba uno, diez, veinte puñetazos en la cara. Luego, ya en plena rabia, le empujaba en los hombros, lo arremetía bajo el larguísimo pupitre hasta sacarlo por el otro lado y, a empellones, lo clavaba de rodillas sobre el suelo entarimado.

Don Bartolomé, impasible, con las manos entrelazadas y el cigarro en la boca, volvía a su silla, junto a la estufa. Tomaba el periódico. («El señor conde de Romanones ha declarado a los periodistas…»). Sólo se oían ahora en el salón los sollozos del alumno castigado, que lloraba tapándose la cara con el libro abierto, y el hervir del agua de la lata de la estufa. Las diez de la mañana. La hija de don Bartolomé entraba en el «estudio» con un plato de morcilla frita, un tenedor negruzco, un vaso de vino y un trozo de pan. Don Bartolomé dejaba el periódico, se sentaba junto a la mesa del profesor que había más allá, y comenzaba a engullir la morcilla frita. El humo de la morcilla acompañaba ahora al humo de la estufa. Un tufo blanco y picante, de cebolla, llegaba a nuestras narices.

Mientras don Bartolomé comía morcilla, sin ponerse servilleta, la hija, con las manos sobre la mesa, nos miraba uno a uno. —¡Qué buena está la tía! —Me la llevaba a mi catre sin lavarla, tal como está. —¡Qué tío más guarro! ¡Cómo come! El que estaba de rodillas hacía gestos a don Bartolomé, tapándose la cara con el libro. Todos reíamos por lo bajo. César, que estaba siempre junto a mí, pintaba en su cuaderno una mujer desnuda dándole de comer a un gorrino y debajo ponía los nombres de don Bartolomé y de su hija.

Cuando don Bartolomé concluía su desayuno, volvía junto a la estufa, prendía otro cigarro, y tornaba al ABC. La hija, al salir, quedó mirando a Antoñito, el castigado, y vio los gestos que hacía tras el libro. —¡Qué niñote eres! —le increpó. Don Bartolomé asomó los ojos por cima del periódico y, después de dudarlo un segundo, decidió seguir leyendo lo de las elecciones municipales en toda España. (Al fin y al cabo pagábamos ocho duros mensuales. Algo había que consentirnos). En cualquier momento ya empezaban las clases. Don Bartolomé, tras el papel, decía: —Geografía, primer curso. Empiece, Perales.

Perales se levantaba y empezaba a balbucear la lección. Con un ojo miraba al libro y con otro observaba si don Bartolomé bajaba el ABC. —Siga, Martínez. Martínez hacía lo mismo, pero además, con poco disimulo, gestos obscenos.

Luego, gramática segundo. Empiece, Sandoval. Siga López. Historia tercero. Empiece, Delgado. Siga, Sánchez. Agricultura de quinto. Empiece, Peláez. Siga, Ramírez, etc. A las doce, que ya había preguntado a la mitad de los cursos y concluido el ABC, nos mandaba al recreo.



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