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domingo, 30 de noviembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XXIII





De lo que sucedió al famoso Don Quijote en Sierra Morena, 
que fue una de las más famosas aventuras que en esta 
verdadera historia se cuentan.


Viéndose tan mal parado Don Quijote, dijo a su escudero: siempre Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en el mar: si hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho, paciencia y escarmentar para desde aquí adelante. Así escarmentará vuestra merced, respondió Sancho, como yo soy turco; pero pues dice que si me hubiera creído, se hubiera excusado este daño, créame ahora y se excusará otro mayor, porque le hago saber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da a ella, por cuantos caballeros andantes hay, dos maravedís, y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban por los oídos.

Naturalmente eres cobarde, Sancho, dijo Don Quijote; pero por que no digas que soy contumaz, y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de ser con una condición, que jamás en vida ni en muerte has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora te desmiento, y digo que mientes, y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres. Y no me repliques más, que en solo pensar que me aparto y retiro de algún peligro, especialmente deste que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy para quedarme y para aguardar aquí solo no solamente a la Santa Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de las doce tribus de Israel, y a los siete Macabeos y a Cástor y a Polux, y aún a todos los hermanos y hermandades que hay en el mundo. Señor, respondió Sancho, que el retirarse no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse todo en un día, y sepa que aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen gobierno. Así que no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante si puede, o si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.

Subió Don Quijote sin replicarle más palabra, y guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atraversarla toda, e ir a salir al Viso o a Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase. Animóle a esto el haber visto que de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron y buscaron los galeotes.

Aquella noche llegaron a la mitad de las entrañas de Sierra Morena, adonde le pareció a Sancho pasar aquella noche y aún algunos días, a lo menos todos aquellos que durase el matalotaje que llevaba, y así hicieron noche entre dos peñas y entre muchos alcornoques: pero la suerte fatal, que según la opinión de los que no tienen lumbre de la verdadera fe, todo lo guía, guisa y compone a su modo, ordenó que Ginés de Pasamonte, el famoso embustero y ladrón, que de la cadena por virtud y locura de Don Quijote se había escapado, llevado del miedo de la Santa Hermandad, de quien con justa razón temía, acordó de esconderse en aquellas montañas, y llevóle su suerte y su miedo a la misma parte donde había llevado a Don Quijote y Sancho Panza a hora y tiempo que los pudo conocer, y a punto que los dejó dormir. Y como siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad sea ocasión de acudir a lo que no se debe, y el remedio presente venza a lo porvenir, Ginés ni era agradecido ni bien intencionado, acordó de hurtar el asno a Sancho Panza, no curándose de Rocinante, por ser prenda tan mala para empeñada como para vendida. Dormía Sancho Panza, hurtóle su jumento, y antes que amaneciese se halló bien lejos de poder ser hallado.


Salió la aurora alegrando la tierra, y entristeciendo a Sancho Panza, porque halló menos su rucio, el cual viéndose sin él comenzó a hacer el más triste y doloroso llanto del mundo, y fue de manera que Don Quijote despertó a las voces, y oyó que en ellas decía: ¡Oh hijo de mis entrañas, nacido en mi misma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas, y finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con ventiséis maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa! Don Quijote que vió el llanto y supo la causa, consoló a Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que tuviese paciencia, prometiéndole de darle una cédula de cambio para que le diesen tres en su casa, de cinco que había dejado en ella. Consolóse Sancho con esto y limpio sus lágrimas, templó sus sollozos y agradeció a Don Quijote la merced que le hacía, el cual, como entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba. Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. Iba pensando en estas cosas tan embebecido y transportado en ellas, que de ninguna otra se acordaba, ni Sancho llevaba otro cuidado (después que le pareció que caminaba por parte segura), sino de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían quedado, y así iba tras su amo, cargado con todo aquello que había de llevar el rucio, sacando de un costal, y embaulando en su panza; y no se le diera por hallar otra aventura, entre tanto que iba de aquella manera, un ardite.

En esto alzó los ojos, y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dió priesa a llegar a ayudarle si fuese menester, y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo y deshechos; mas pesaba tanto, que fue necesario que Sancho ayudase a tomarlos, y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía. Hízolo con mucha presteza Sancho, y aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda, y otras cosas de lienzo no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro, y así como los vio dijo: Bendito sea todo el cielo que nos ha deparado una aventura que sea de provecho. Y buscando más, halló un librillo de memoria ricamente guarnecido. Este le pidió Don Quijote, mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él. Besóle las manos Sancho por la merced, y desvalijando a la valija de su lencería la puso en el costal de la dispensa. Todo lo cual, visto por Don Quijote, dijo: Paréceme, Sancho (y no es posible que sea otra cosa), que algún caminante descaminado debió de pasar por esta sierra, y salteándole malandrines le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte. No puede ser eso, respondió Sancho, porque si fueran ladrones no se dejaran aquí este dinero. Verdad dices, dijo Don Quijote, y así no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas espérate, veremos si en este librito de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que deseamos. Abrióle, y lo primero que halló en él escrito como en borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que leyendo alto, porque Sancho también lo oyese, vio que decía de esta manera:

O le falta al amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.

Pero si amor es dios, es argumento,
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel; pues ¿quién ordena
el terrible dolor que adoro y siento?

Si digo que sois vos, Fili, no acierto,
que tanto mal en tanto bien no cabe,
ni me viene el cielo esta ruina.

Presto habré de morir, que es lo más cierto
que al mal de quien la causa no sabe,
milagro es acertar la medicina.

Por esa trova, dijo Sancho, no se puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo. ¿Qué hilo está aquí? dijo Don Quijote. Paréceme, dijo Sancho, que vuestra merced nombró ahí hilo. No dije sino Fili, respondió Don Quijote, y este sin duda es el nombre de la dama de quien se queja el autor de este soneto, y a fe que debe ser razonable poeta, o yo sé poco del arte. ¿Luego también, dijo Sancho, se le entiende a vuestra merced de trovas? Y más de lo que tú piensas, respondió Don Quijote; y veráslo cuando lleves una carta escrita en verso de arriba a abajo a mi señora Dulcinea del Toboso, porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos, que estas dos habilidades, o gracias por mejor decir, son anejas a los enamorados andantes; verdad es que las coplas de los pasados caballeros tienen más de espíritu que de primor.

Lea más vuestra merced, dijo Sancho, que ya hallará algo que nos satisfaga. Volvió la hoja Don Quijote, y dijo: Esto es prosa, y parece carta. ¿Carta misiva, señor? preguntó Sancho. En el principio no parece sino de amores, respondió Don Quijote. Pues lea vuestra merced alto, dijo Sancho, que gusto mucho destas cosas de amores. Que me place, dijo Don Quijote, y leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía de esta manera: "tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata! por quien tiene más, no por quien vale más que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas ajenas, ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras; por ella entendí que eras angel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos; porque tu quedes arrepentida de lo que hiciste, y yo no tome venganza de lo que no deseo."


Acabando de leer la carta, dijo Don Quijote: Menos por esta que por los versos se puede sacar más de que quien la escribió es algún desdeñado amante. Y hojeando casi todo el librito, halló otros versos y cartas, que algunos pudo leer y otros no, pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solemnizados los unos y llorados los otros. En tanto que Don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta sin dejar rincón en toda ella ni en el cojín que no buscase, escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no quedase nada por diligencia ni mal recado; tal golosina había despertado en él los hallados escudos, que pasaban de ciento, y aunque no halló más de lo hallado, dio por bien empleados los vueltos de la manta, el vomitar del brevaje, las bendiciones de las estacas, las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y del asno, y toda la hambre, la sed y el cansancio que había pasado en servicio de su buen señor, pareciéndole más que rebien pagado con la merced recibida de la entrega del hallazgo.

Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber quien fuese el dueño de la maleta, conjeturando por el soneto y la carta, por el dinero en oro, y por las tan buenas camisas, que debía de ser algún principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber conducido a algún desesperado término; pero como por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna extraña aventura.

Yendo, pues, con esta pensamiento, vio que por cima de una montañuela, que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre de risco en risco y de mata en mata con extraña ligereza: figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rebultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa ninguna; los muslos cubrían unos calzones, al parecer de terciopelo leonado; mas tan hechos pedazos que por muchas partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta, y aunque pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó el Caballero de la Triste Figura; y no lo procuró aunque no pudo seguille, porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por aquellas asperezas, y más siendo él de suyo pasicorto y flemático. Luego imagino Don Quijote que aquel era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en sí de buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas hasta hallarle; y así mandó a Sancho que atajase por la una parte de la montaña, que él iría por la otra, y podría ser que topasen con esta diligencia con aquel hombre, que con tanta priesa se les había quitado de delante. No podré hacer eso, respondió Sancho, porque en apartándome de vuestra merced luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones; y sírvale esto que digo de aviso para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia. Así será, dijo el de la Triste Figura, y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar aunque te falte el ánimo del cuerpo; vente ahora tras mí poco a poco, como pudieres, y haz de los ojos lanternas, rodearemos esta serrezuela, quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el cual sin duda no es otro que el dueño de este nuestro hallazgo. A lo que Sancho respondió: Harto mejor sería no buscarle, porque si le hallamos, y acaso fuere el dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir, y así fuera mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe, hasta que por otra vía menos curiosa y diligente pareciera su verdadero señor, y quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco.

Engáñaste en eso, Sancho, respondió Don Quijote, que ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño,, y le tenemos casi delante, estamos obligados a buscalle y volvérselo; y cuando no lo buscásemos, la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea, nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me quitará si le hallo. Y así picó a Rocinante, y siguióle Sancho a pié y cargado, merced a Ginesillo de Pasamonte; y habiendo rodeado a parte de la montaña, hallaron en un arroyo caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que huía era dueño de la mula y del cojín.

Estándola mirando oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a deshora a su siniestra mano aparecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas por cima de la montaña pareció el cabrero que las guardaba que era un hombre anciano. Diole voces Don Quijote, y rogóle que bajase donde estaban. El respondió a gritos que quién les había traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos, y otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y en llegando adonde Don Quijote estaba, dijo: Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa hondonada, pues a buena fe ha seis meses que está en ese lugar. Díganme, ¿han topado por ahí a su dueño? No hemos topado a nadie, respondió Don Quijote, sino a un cojín y a una maletilla, que no lejos de este lugar hallamos. También la hallé yo, repondió el cabrero; mas nunca la quise alzar, ni llegar a ella, temeroso de algún desmán y de que no me la pidiesen por de hurto; que es diablo sotil, y debajo de los pies se levanta al hombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no. Eso mesmo es lo que yo digo, respondió Sancho, que también la hallé yo, y quise llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé y allí se queda como se estaba, que no quiero perro con cencerro.

Decidme, buen hombre, dijo Don Quijote, ¿sabéis vos quién sea dueño destas prendas? Lo que sabré yo decir, dijo el cabrero, es que habrá al pie de seis meses poco más a menos, que llegó a una majada de pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura, caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes: preguntónos que cuál parte desta sierra era la más aspera y escondida. Dijímosle que era donde ahora estamos, y es así la verdad, porque si entrais media legua más adelante, quizá no acertareis a salir, y estoy maravillado de cómo habeis podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar encamine: digo pues, que en oyendo nuestra respuesta el mancebo volvió las riendas, y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa con que le víamos caminar y volverse hacia la sierra: y desde entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a uno de nuestros pastores, y sin decille nada se allegó a él y le dió muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato, y le quitó cuanto pan y queso en ella traía, y con extraña ligereza, hecho esto se volvió a entrar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido y el rostro desfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le conocimos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos dieron a entender que era el que buscábamos.


Saludónos cortésmente, y en pocas y muy buena razones nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era; mas nunca lo podimos acabar con él. Pedímosle también que cuando hubiese menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo llevaríamos, y que si esto tampoco fuese de su gusto, que a lo menos saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de pedillo de ahí adelante por amor de Dios sin dar molestia alguna a nadie.

En cuanto a lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchádole habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole como le habíamos visto la vez primera, y cual le veíamos entonces, porque, como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona, que puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era tanta que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad; y estando en lo mejor de su plática paró y enmudecióse, clavó los ojos en el suelo en un buen espacio en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo, porque por lo que hacía abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos, apretando los labios y encarnando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le había sobrevenido; mas él nos dió a entender presto ser verdad lo que pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo donde se había echado, y arremetió con el primero que halló junto a sí con tal denuedo y rabia, que si no le quitáramos le matara a puñadas y bocados, y todo esto hacía diciendo: "Ah fementido Fernando, aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste; estas manos te sacarán el corazón donde albergan y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el engaño" : y a éstas añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando, y a tacharle de traidor y fementido.

Quitámosele, pues, con no poca pesadumbre, y él sin decir más palabra se apartó de nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jardines y malezas, de modo que nos imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos que la locura le venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber hecho una mala obra tan pesada, cuanto lo mostraba el término a que le había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces, que han sido muchas, que él a salido al camino, unas a pedir a los pastores le den de lo que llevan para comer, y otras a quitárselo por fuerza, porque cuando está con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen grado no lo admite, sino que lo toma a puñadas, y cuando está en su seso lo pide por amor de Dios, cortés y comedidamente; y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas: y en verdad os digo, señores, prosiguió el cabrero, que ayer determinamos yo y otros cuatros zagales, los dos criados y los dos amigos míos, de buscalle hasta tanto que le hallemos, y después de hallado, ya por fuerza, ya por grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí a ocho leguas, y le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quién es, cuando esté en su seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su desgracia. Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis preguntado, y entended que el dueño de las prendas que hallasteis es el mesmo que visteis pasar con tanta ligereza como desnudez.

Que ya le había dicho Don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra; el cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdichado loco, y propuso en sí lo mesmo que ya tenía pensado de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba porque en aquel mismo instante pareció por entre una quebrada de una sierra, que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado, sólo que llegando cerca vió Don Quijote que un coleto hecho pedazos que sobre sí traía, era de ámbar, por donde acabó de entender qué persona que tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.

En llegando el mancebo a ellos los saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las saludes con no menos comedimiento, y apeándose de Rocinante con gentil continente y donaire, le fue a abrazar, y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos lo hubiera conocido. El otro, a quien podemos llamar el Roto de la Mala Figura, como a Don Quijote el de la Triste, después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y puestas sus manos en los hombros de Don Quijote, le estuvo mirando como que quería ver si le conocía, no menos admirado quizá de ver la figura, talle y armas de Don Quijote, que Don Quijote lo estaba de verle a él. En resolución, el primero que habló después del abrazamiento fué el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.


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miércoles, 26 de noviembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XXII




De la libertad que dio Don Quijote 
a muchos desdichados que mal de su grado 
los llevaban donde no quisieran ir.


nta Cide Hamete Ben-Engeli autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia, que después que entre el famoso Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza su escudero pasaron aquellas razones que en fin del capítulo veintiuno quedan referidas, que Don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaban venían hasta doce hombres a pie ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo con escopetas de rueda, y los de a pie con dardos y espadas, y que así como Sancho Panza los vio dijo: Esta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. ¿Cómo gente forzada? preguntó Don Quijote. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente? No digo eso, respondió Sancho, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza. En resolución, replicó Don Quijote, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza y no de su voluntad. Así es, dijo Sancho. Pues desa manera, dijo su amo, aquí encaja la ejecución de mi oficio, desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables. Advierta vuestra merced, dijo Sancho, que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.

Llegó en esto la cadena de los galeotes, y Don Quijote con muy corteses razones pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa o causas por qué llevaban aquella gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de su majestad, que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber. Con todo eso, replicó Don Quijote, querría saber de cada uno de ellos en particular la causa de su desgracia. Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones para moverlos a que le dijesen lo que deseaba, que el otro de a caballo le dijo: Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados no es tiempo este de detenerlos a sacarlas ni a leellas. Vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mismos, que ellos lo dirán si quisieren; que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.

Con esta licencia, que Don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. El respondió que por enamorado iba de aquella manera. ¿Por eso no más? replicó Don Quijote. Pues si por enamorados echan a galeras, días ha que yo pudiera estar bogando en ellas. No son los amores como vuestra merced piensa, dijo el galeote, que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente, que a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta ahora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento, concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres años de gurapas, y acabóse la obra. ¿Qué son gurapas? preguntó Don Quijote. Gurapas son galeras, respondió el galeote, el cual era un mozo de hasta edad de venticuatro años, y dijo que era natural de Piedrahita.

Lo mismo preguntó Don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y melancólico; mas respondió por él el primero, y dijo: Este, señor, va por canario, digo que por músico y cantor. ¿Pues cómo? repitió Don Quijote. ¿Por músicos y cantores van también a galeras? Sí, señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. Antes he oído decir, dijo Don Quijote, que quien canta sus males espanta. Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda la vida. No lo entiendo, dijo Don Quijote. Mas uno de los guardas, le dijo: Señor caballero, cantar en el ansia, se dice entre esta gente non sancta confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y por haber confesado le condenaron por seis años a galeras amén de doscientos azotes que ya llevaba en las espaldas; y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van, le maltratan y aniquilan y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo para decir nones: porque dicen ellos, que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.


Y yo lo entiendo así, respondió Don Quijote, el cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual de pretesto y con mucho desenfado, respondió y dijo: Yo voy por cinco años a las señoras gurapas, por faltarme diez ducados. Yo daré veinte de muy buena gana, dijo Don Quijote, por libraros de esa pesadumbre. Eso me parece respondió el galeote, como quien tiene dineros en mitad del golfo, y se está muriendo de hambre sin tener adonde comprar lo que ha menester. Dígolo, porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano, y avivado el ingenio del procurador a manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover en Toledo, y no en este camino atraillado como galgo; pero Dios es grande, paciencia, y basta.

Pasó Don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho, el cual, oyéndose preguntar la causa por qué allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo: Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las acostumbradas vestido en pompa y a caballo.

Esto es, dijo Sancho Panza, a lo que a mí me parece, haber salido a la vergüenza. Así es, replicó el galeote, y la culpa por que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por tener así mismo sus puntas y collar de hechicero. A no haberle añadido esas puntas y collar, dijo Don Quijote, por solamente el alcahuete limpio no merecía el ir a bogar a galeras, sino a mandallas y a ser general dellas, porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida, y aún había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja; y desta manera se excusarían muchos males que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más o menos, pajecillos y truhanes de pocos años y de muy poca experiencia, que a la más necesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que importe, se les hielan las migas entre la boca y la mano, y no saben cual es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones por qué convenía hacer elección de los que en la república habían de tener tan necesario oficio; pero no es el lugar acomodado para ello, algún día lo diré a quien lo pueda proveer y remediar: sólo digo ahora, que la pena que me ha causado ver estas blancas canas, y este rostro venerable en tanta fatiga por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero, aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos, son algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.

Así es, dijo el buen viejo, y en verdad, señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa, en lo de alcahuete no lo pude negar; pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi intención era que todo el mundo se holgase, y viviese en paz y quietud sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir a donde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato: y aquí tornó a su llanto como de primero, y túvole Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno y se le dió de lismona.

Pasó adelante Don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado: Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías. Finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan intrincadamente, que no hay sumista que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, vine a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí, castigo es de mi culpa, mozo soy, dure la vida que con ella todo se alcanza, si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. Este iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino.

Tras todos estos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro; un poco venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie tan grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guarda amigo, o pie de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos.

Preguntó Don Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guardia, porque tenía aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que aunque le llevaban de aquella manera no iban seguros dél, sino que temían que se les había de huir. ¿Qué delitos puede tener, dijo Don Quijote, si no ha merecido más pena que echarle a las galeras? Va por diez años, replicó la guarda, que es como muerte civil. No se quiera saber más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.

Señor comisario, dijo entonces el galeote, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres, Ginés me llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice, y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco. Hable con menos tono, replicó el comisario, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar mal que le pese. Bien parece, respondió el galeote, que va el hombre como Dios es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.

¿Pues no te llaman así, embustero? dijo la guarda. Sí llaman, respondió Ginés; mas yo haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos lugares. Dice verdad, dijo el comisario, que él mismo ha escrito su historia, que no hay más que desear, y deja empeñado el libro en la cárcel en doscientos reales. Y le pienso desempeñar, dijo Ginés, aunque quedara en doscientos ducados. ¿Tan bueno es? dijo Don Quijote. Es tan bueno, dijo Ginés, que mal año para Lazarillo de Tormes, y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren; lo que le sé decir a voacé es que trata verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que les igualen.

¿Y cómo se intitula el libro? preguntó Don Quijote. "La vida de Ginés de Pasamonte", respondió él mismo. ¿Y está acabado? preguntó Don Quijote. ¿Cómo puede estar acabado, respondió él, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras. ¿Luego otra vez habéis estado en ellas? dijo Don Quijote. Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho, respondió Ginés; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay más sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho para lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro. Hábil pareces, dijo Don Quijote. Y desdichado, respondió Ginés, porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio. Persiguen a los bellacos, dijo el comisario. Ya le he dicho, señor comisario, respondió Pasamonte, que se vaya poco a poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde su majestad manda; sino, por vida de... basta, que podría ser que saliese algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta, y todo el mundo calle y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es mucho regodeo este.

Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus amenazas; mas Don Quijote se puso en medio, y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto suelta la lengua, y volviéndose a todos los de la cadena, dijo: De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad, y que podría ser que que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro, y finalmente, el torcido juicio del juez hubiesen sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria de manera que me está diciendo, persuadiendo y aún forzando, que muestre con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores; pero porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisarios sean servidos de desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres: cuanto más, señores guardas, añadió Don Quijote, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida en castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ellos. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros, y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.

Donosa majadería, respondió el comisario: bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato: los forzados del rey que le dejemos, como si tuvieramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo. Vayase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres piés al gato. Vos sois el gato y el rato y el bellaco, respondió Don Quijote; y diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto, que sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo mal herido de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero volviendo sobre sí pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron a Don Quijote, que con mucho sosiego los aguardaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar la libertad, no la procuraran procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las guardas, ya por acudir a los galeotes que se desataban, ya por acometer a Don Quijote que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayudó Sancho por su parte a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y arremetió al comisario caído, le quitó la espada y escopeta, con la cual apuntando al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte, como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.

Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual a campana herida saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo a su amo y le rogó que luego de allí se partiesen y se emboscasen en la sierra, que estaba cerca. Bien está eso, dijo Don Quijote; pero yo sé lo que ahora conviene que se haga, y llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo: De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofenden es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia el que de mí habéis recibido; en pago del cual querría, y es mi voluntad, que cargados con esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vayáis a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar, y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad, y hecho esto os podréis ir donde quisieredes a la buena ventura.

Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo: Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra por no ser hallado de la Santa Hermandad, que sin duda alguna ha de salir en nuestra busca; lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de Ave-Marías y Credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, ésta es cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo y reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo a tomar nuestra cadena y a panernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo. Pues voto a tal, dijo Don Quijote ya puesto en cólera, don hijo de la puta, don Ginesillo de Parapillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo rabo entre piernas con toda la cadena a cuestas.

Pasamonte, que no era antes bien sufrido (estando ya enterado que Don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de querer darles libertad), viéndose tratar mal y de aquella manera, hizo del ojo a los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron a llover tantas y tantas piedras sobre Don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela, y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedriscos que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien Don Quijote, que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído cuando fue sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres o cuatro golpes en las espaldas, y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar si las grevas no lo estorbaran.

A Sancho le quitaron el gabán, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte con más cuidado de escaparse de la Hermandad que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote, el jumento cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras que le perseguían los oídos; Rocinante tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada: Sancho en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad; Don Quijote mohinísimo de verse tan mal parado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

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domingo, 23 de noviembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XXI




Que trata de la alta aventura y rica ganacia 
del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas 
a nuestro invencible caballero.


esto comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que entraran en el molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento Don Quijote por la pasada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro, y así, torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día antes.

De allí a poco descubrió Don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo: Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: donde una puerta se cierra otra se abre: dígolo, porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes, ni a la oscuridad de la noche: digo esto, porque si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.

Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, dijo Sancho, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de batanar y aporrear el sentido. Válate el diablo por hombre, replicó Don Quijote. ¿Qué va de yelmo a batanes? No sé nada, respondió Sancho; mas a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice. ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? dijo Don Quijote. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? Lo que veo y columbro, respondió Sancho, no es sino un hombre sobre un asno pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra. Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo Don Quijote: apártate a una parte y déjame con él a solas, verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deseado. Yo me tengo en cuidado en cuidado el apartarme, replicó Sancho; mas quiera Dios, tornó a decir, que orégano sea, y no batanes. Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis ni por pienso más eso de los batanes, dijo Don Quijote, que voto... y no digo más, que os batanée el alma. Calló Sancho con temor que su amo no cumpliese el voto que le había echado redondo como una bola.

Es pues, el caso, que el yelmo, y el caballo y caballero que Don Quijote veía, era esto que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que no tenía ni botica ni barbero, y el otro, que estaba junto a él, sí, y así el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azofar; y quiso la suerte que al tiempo que venía comenzó a llover, y por que no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, esta fue la ocasión que a Don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y mal andantes pensamientos: y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante, le enristró con el lanzón bajo llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo: Defiéndete, cautiva criatura, o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe.


El barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio para poder guardarse del golpe de la lanza, sino fue el dejarse caer del asno abajo, y no hubo tocado el suelo cuando se levantó más ligero que un gamo, y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se contentó Don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto, y que había imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se taraza y corta con los dientes aquello por lo que él por instinto natural sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándole en las manos, dijo: Por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de a ocho como un maravedí, y dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje, y como no se hallaba dijo: Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.

Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada no pudo tener la risa; mas vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della. ¿De qué te ríes, Sancho? dijo Don Quijote. Ríome, respondió él, de considerar la gran cabeza que tenía el pagano, dueño de este almete, que semeja sino una bacía de barbero pintiparada. ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo, por algún extraño accidente de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debía de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo esta, que parece bacía de barbero, como tú dices; pero sea lo que fuere, que para mí que la conozco no hace al caso su trasmutación, que yo la aderezaré en el primer lugar que haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja ni aún le llegue la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas. Y en este entre tanto la traeré como pudiere, que más vale elgo que no nada, cuanto más que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada.

Eso será, dijo Sancho, si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras. No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho, dijo Don Quijote, que yo tengo la receta en la memoria. También la tengo yo, respondió Sancho; pero si yo le hiciere ni le probare más en la vida, aquí sea mi hora; cuanto más que no pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido, ni de ferir a nadie. De lo de ser otra vez manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos llevare.

Mal cristiano eres, Sancho, dijo oyendo esto Don Quijote, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo? ¿Qué costilla quebrada? ¿Qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?... Que bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo, que a no entenderlo yo así, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Elena: la cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquel, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene. Y aquí dio un suspiro y le puso en las nubes, y dijo Sancho: Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de que calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se me quitarán de las espaldas.


Pero dejando esto aparte, dígame vuestra merced que haremos de este caballo rucio rodado, que parece asno rodado que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó, que según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás, y para mis barbas si no es bueno el rucio. Nunca yo acostumbro, dijo Don Quijote, despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarles a pie; si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo, que en tal caso lícito es tomar el del vencido, como ganado en gguerra lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo o asno, o lo que tú quisieres que sea, que como su dueño nos vea alongados de aquí volverá por él. Dios sabe si quisiera llevarle, replicó Sancho, o por lo menos trocalle con este mío que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden a dejar trocar un asno por otro y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera. En eso no estoy muy cierto, respondió Don Quijote, y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema. Tan extrema es, respondió Sancho, que si fueran para mi misma persona no los hubiera menester más. Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio capparum, y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.

Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos; tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían puesto, y cortada la cólera, y aún la melancolía, subieron a caballo, y sin tomar determinado camino (por ser de muy caballeros andantes el no tomar ninguno cierto) se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aún la del asno, que siempre le seguía por donde quiera que guiaba en buen amor y compañía. Con todo esto volvieron al camino real, y siguieron por él a la ventura sin otro designio alguno.

Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo: Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él? Que después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se malograse. Dila, dijo Don Quijote, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo. Digo, pues, señor, respondió Sancho, que de algunos días a esta parte he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde ya que se venzan y acaben las más peligrosas, no hay quien las vea y sepa, y así se han de quedar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intención de vuestra merced, y de lo que ellas merecen; y así me parece que sería mejor (salvo el mejor parecer de vuestra merced) que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que visto esto del señor a quien serviremos, por fuerza nos ha de remunerar a cada cual según sus méritos; y allí no faltara quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced para perpetua memoria: de las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites escuderiles, aunque sé decir que si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglones. No dices mal, Sancho, respondió Don Quijote; mas antes que se llegue a este término es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando las aventuras, para que acabando algunas se cobre nombre y fama tal, que cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras, y que apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen dando voces, diciendo: este es el caballero del Sol, o de la Serpiente, o de otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas: este es, dirán, el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la gran fuerza, el que desencantó el gran Mameluco de Persia del largo encantamiento en que había estado casi novecientos años: así que de mano en mano irán pregonando sus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, aparecerá a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino; y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: "Ea, sus, salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recibir a la flor de la caballería que allí viene".

A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta su hija, que ha de ser una de las más hermosas y acabadas doncellas que en gran parte de lo descubierto de la tierra a duras penas se pueden hallar: sucederá tras esto luego en continente que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana; y sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intrincada red amorosa, y con gran cuita en sus coraqzones por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allí le llevarán sin duda a algún cuarto del palacio ricamente aderezado, donde habiéndole quitado las armas, le traerán un rico mantón de escarlata con que se cubra, y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farceto: venida la noche, cenará con el rey, reina, e infanta, donde nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circunstantes, y ella hará lo mesmo con la mesma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella.

Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que entre dos gigantes detrás del enano vienen con cierta aventura hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caballero del mundo: mandará luego el rey que todos los que están presentes la prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus pensamientos en tan alta parte: y lo bueno es, que este rey o príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero huésped le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia para ir a servirle en aquella guerra dicha.


Darásela el rey de muy buen talante, y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face: y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín en que cae el aposento donde ella duerme, por las cuales otras muchas veces la habrá fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fía. Suspirará él, desmayaráse ella, traerá agua la doncella, acuitaráse mucho, porque viene la mañana y no querría que fuesen descubiertos por la honra de su señora; finalmente la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces, y se las bañará en lágrimas: quedará concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále la princesa que se detenga lo menos que pudiere. Prometérselo ha él con mucho juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con tanto sentimiento, que estará poco para acabar la vida; vase desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor de la partida; madruga muy de mañana, vase a despedir del rey, y de la reina, y de la infanta, diciéndole (habiéndose despedido de los dos) que la señora infanta está mal dispuesta, y que no puede recibir visita. Piensa el caballero, que es de pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena: está la doncella medianera delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual la recibe con lágrimas, y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no: asegura la doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero sino en sujeto real y grave.

Consuélase con esto la cuitada, y procura consolarse por no dar mal indicio de sí a sus padres, y al cabo de dos días sale en público: ya se es ido el caballero: pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas. Vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios, no se la quiere dar el rey, porque no sabe quién es; pero con todo esto, o robada, o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa, y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe estar en el mapa. Muérese el padre, hareda la infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado. Casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será sin duda la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.

Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho; a eso me atengo, porque todo al pie de la letra ha de suceder por vuestra merced, llamándose "el caballero de la Triste Figura". No lo dudes, Sancho, replicó Don Quijote, del mismo modo y por los mismos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores. Sólo falta ahora mirar qué rey de los cristianos o los paganos tenga guerra, y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda a la corte.

También me falta otra cosa, que puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo como se podrá hallar que yo sea de linaje de reyes, o por lo menos primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer, si no está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos: así que por esta falta temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido: bien es verdad que soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de devengar quinientos sueldos: y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey: porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linaje en el mundo: unos que traen y derivan su descendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha desecho, y han acabado en punta como pirámides, y otros que tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores; de manera que está la diferencia en que unos fueron que ya no son, y otros son que ya no fueron, y podría ser yo destos, que de después de averiguado hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual se debera de contentar el rey mi suegro que hubiere de ser: y cuando no la infanta me ha de querer de manera, que a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de azacan, me ha de admitir por señor y por esposo: y si no, aquí entra el roballa y llevarla donde más gusto me diere, que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.


Ahí entra también, dijo Sancho, lo que algunos desalmados dicen: no pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza, aunque mejor cuadra decir: más vale salto de mata que ruego de hombres buenos. Dígolo, porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregarle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y trasponella; pero está el daño que en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en esto de las mercedes, si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por legítima esposa. Eso no hay quien lo quite, dijo Don Quijote, como yo deseo, y tú, has menester, y ruin sea quien por ruin se tiene.

Sea por DIos, dijo Sancho, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta. Y aún te sobra, dijo Don Quijote, y cuando no lo fueras, no hacía nada al caso, porque siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza sin que la compres ni me sirvas con nada, poruqe en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese. Y montas, que no sabría yo autorizar el litado, dijo Sancho. Dictado has de decir que no litado, dijo su amo. Sea así, respondió Sancho Panza. Digo que le sabría bien acomodar, porque por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para ser prioste de la mesma cofradía. Pues ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas a uso de conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas. Bien parecerás, dijo Don Quijote; pero será menester que te rapes las barbas a menudo, que según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja cada dosíapor lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.

¿Qué hay más, dijo Sancho, sino tomar un barbero, y tenerle asalariado en casa? Y aún si fuera menester, le haré que ande tras mí como caballerizo de grande. Pues ¿cómo sabes tú, preguntó Don Quijote, que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos? Yo se lo diré, respondió Sancho. Los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro hombre, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que era su caballerizo, y era uso de grandes llevar tras sí a los tales. desde entonces lo sé tan bien, que nunca se me ha olvidado. Digo que tienes razón, dijo Don Quijote, y que así puedes tú llevar a tú barbero; que los usos no vinieron todos juntos ni se inventaron a una, y puedes tú ser el primer conde que lleve tras sí a su barbero; y aún es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo. Quédese eso del barbero a mi cargo, dijo SAncho, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde. Así será, respondió Don Quijote.



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miércoles, 19 de noviembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XX



De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro 
fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la acabó 
el valeroso D. Quijote de la Mancha.


No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que humedece, y así será bien que vayamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre. Parecióle bien el consejo a Don Quijote, y tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno después de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar sobre el prado arriba a tiento, porque la oscuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos pasos, cuando llegó a sus oídos un gran ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y parándose a escuchar hacia que parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho que naturalmente era medroso y de poco ánimo: digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua, pusieron pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote.

Era la noche, como se ha dicho, oscura, y ellos acertaron a estar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido de la agua con susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban; pero Don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo: Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro o la dorada, como suele llamarse; yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos; yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, los Olivante y Tirantes, Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron.

Bien notas, escudero fiel y leal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna, y aquel incesante golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas todas juntas, y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mismo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras; pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra; así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea, que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.

Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a decirle: Señor, yo no sé porque quiere vuestra merced acometer esta tan tenebrosa aventura; ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes: cuanto más que yo he oído muchas veces predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced muy bien conoce, que quien busca el peligro perece en él: así que no es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y basta lo que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo entre tantos enemigos como acompañaban al difunto; y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo de miedo dé mi ánima a quien quisiera llevarla.


Yo salí de mi tierra, y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la codicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que en pago y trueco della me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano: por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo a lo menos hasta la mañana, que a lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la bocina está encima de la cabeza, y hace la medianoche en la línea del brazo izquierdo.

¿Cómo puedes tú, Sancho, dijo Don Quijote, ver donde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan oscura que no parece en todo el cielo estrella alguna? Así es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo, puesto que por buen discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al día. Falte lo que faltare, respondió Don Quijote, que no se ha de decir por mí ahora, ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero; y así te ruego, Sancho, que calles, que DIos que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y tan hermosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud, y de consolar tu tristeza; lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.

Viendo, pues, Sancho, la última resolución de su amo, y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar hasta el día si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos piés a Rocinante, de manera que cuando Don Quijote se quiso partir no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo: Ea, señor, que el cielo conmovido de mis lágrimas y plegarias ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos quereis porfiar y espolear y dale, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.

Desesperábase con esto DOn Quijote, y por más que ponía las piernas al caballo, no le podía mover; y sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse, y esperar a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo sin duda que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho, y así le dijo: Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. No hay que llorar, respondió Sancho, que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear, y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día a punto de acometer esta tan desemejable aventura que le espera.

¿A qué llamas apear, o a qué dormir? dijo Don Quijote. ¿Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión. No se enoje vuestra merced, señor mío, respondió Sancho, que no lo dije por tanto. Y llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél un dedo; tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía alternativamente sonaban. Díjole Don Quijote qu contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía: Pero con todo eso yo me esforzaré a decir una historia, que si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias, y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo.


Erase que se era, el bien que viniera para todos sea, y el mal para quien lo fuere a buscar; y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Caton Zonzorino romano, que dice: "y el mal para quien lo fuere a buscar", que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos este donde tantos miedos nos sobresaltan. Sigue tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado.

Digo, pues, prosiguió Sancho, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralva, la cual pastora llamda Torralva era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico... Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dílo seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada. De la misma manera que yo lo cuento, respondió Sancho, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos. Di como quisieres, respondió Don Quijote, que pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.

Así que, señor mío de mi ánima, prosiguió Sancho, que como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralva la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo. ¿Luego conocístela tú? dijo Don Quijote. No la conocí yo, respondió Sancho, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien cuando lo contase a otro afirmar y jurar que lo había visto todo: así que yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en homecillo y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dió, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que por no verla se quiso ausentar de aquella tierra, e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralva que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, más que nunca le había querido. Esa es natural condición de mujeres, dijo Don Quijote, desdeñar a quien las quiere, y amar a quien las aborrece: pasa adelante, Sancho.

Sucedió, dijo Sancho, que le pastor puso por obra su determinación, y antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal: la Torralva, que lo supo, fue tras él, y seguíale a pie y descalza desde lejos con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralva venía ya muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas, mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco tan pequeño, que solamente podían caber en él una persona y una cabra, y con todo esto le habló y concertó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que llevaba.

Entró el pescador en el barco y pasó una cabra, volvió y pasó otra, tornó a volver y tornó a pasar otra: tenga vuestra merced cuenta con las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria se acabará el cuento, y no será posible contar más palabra dél: sigo, pues, y digo, que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver: con todo esto volvió por otra cabra, y otra y otra.


Haz cuenta que las pasó todas, dijo Don Quijote; no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año. ¿Cuántas han pasado hasta ahora? dijo Sancho. ¿Yo qué diablos sé? respondió Don Quijote. He ahí lo que yo dije que tuviese buena cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante. ¿Cómo puede ser eso? respondió Don Quijote. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado por extenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia? No, señor, en ninguna manera, respondió Sancho, porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mismo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento. ¿De modo, dijo Don Quijote, que ya la historia es acabada? Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho.

Dígote de verdad, respondió Don Quijote, que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla, ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben tener turbado el entendimiento. Todo puede ser, respondió Sancho; mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir, que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe norabuena donde quisiere, dijo Don Quijote, y veamos si se puede mover Rocinante.

Tornóle a mover las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto parece ser, o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural (que es lo que más se debe creer) a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no podía hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo; pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con lo cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y en quitándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos. Tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas.

Hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terible aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció, que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias fué tan desdichado, que al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y dijo: ¿Qué rumor es ése, Sancho? No sé, señor, respondió él. Alguna cosa nueva debe ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.

Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido y alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado; mas como Don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoso, dijo: Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. Sí tengo, respondió Sancho: ¿mas en que lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don Quijote.

Bien podrá ser, dijo Sancho; mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. Retírate tres o cuatro allá, amigo, dijo Don Quijote,todo esto sin quitarse los dedos de las narices; y desde aquí adelante ten más en cuenta con tu persona, y con lo que debes a la mía, que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba. Peor es meneallo, amigo Sancho, respondió Don Quijote.

En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones.


Como Rocinante se vió libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió y comenzó a dar manotadas, porque corbetas, con perdón suyo, no las sabía hacer. Viendo, pues, Don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura. Acabó en esto de descubrirse el alba, y de parecer distintamente las cosas, y vio Don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que eran castaños, que hacen la sombra muy oscura, sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar, y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días a lo más largo, como ya otra vez se lo había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días.

Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la paga de sus servicios no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes de que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad del tiempo que hubiese servido; pero que si DIos le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.

De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último trance y fin de aquel negocio.

Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien nacido, y por lo menos cristiano viejo: cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna, antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.

Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua.

Al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba.

Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y sosegándole Don Quijote, se fue llegándole poco a poco a las casas; encomendóse de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.

Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando al doblar de una punta pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche les había tenido; y eran (si no lo has, ¡oh lector! por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.

Cuando Don Quijote vió lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle Sancho, y vió que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho con muestras de estar corrido.

Miró también Don Quijote a Sancho, y vióle que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melancolía tanto con él, que a la vista de Sancho pudiese dejar de reirse, y como vió Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de apretarse las hijadas con los puños por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero, de lo cual ya se daba al diablo Don Quijote, y más cuando le oyó decir como por modo de fisga: Has de saber, ¡oh Sancho amigo! que yo no nací por querer del cielo en esta nuestra edad del hierro para resucitar en ella la dorada o de oro; yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos fechos. Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que Don Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes.

Viendo, pues, Don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojo en tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que si como los recibió en las espaldas los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos.

Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo: Sosiéguese vuestra merced, que por Dios que me burlo. Pues ¿por qué os burlais?No me burlo yo, respondió Don Quijote. Venid acá señor alegre: ¿paréceos a vos que como si estos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones, y saber cuales son los de los batanes o no? Y más que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos; si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.

No haya más, señor mío, replicó Sancho, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía; pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado desta: ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos el que yo tuve, que de vuestra merced ya yo sé que no lo conoce, ni sabe que es temor ni espanto.

No niego yo, respondió Don Quijote, que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas.

A lo menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza y dándome en las espaldas: gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme; pero vaya que todo saldrá en la colada, que yo he oído decir: ese te quiere bien, que te hace llorar; y más, que suelen los principales señores tras una mala palabra que dicen a un criado darle luego las calzas, aunque no sé lo que suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme.

Tal podría correr el dado, dijo Don Quijote, que todo lo que dices viniese a ser verdad, y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en manos del hombre, y está advertido de aquí en adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo, que en cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo, y en verdad que lo tengo a gran falta tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más: sí que Galadin, escudero de Amadís de Gaula, conde, fue de la Insula firme, y se le dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco.

Pues ¿qué diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sólo una vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande como maravillosa historia? De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado, y de caballero a escudero; así que desde hoy en adelante nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquiera manera que yo me enoje con vos ha de ser mal para el cántaro.

Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo, y si no llegaren, el salario a lo menos no se ha de perder, como ya os he dicho. Esta bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho; pero yo querría saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes, y fuese necesario acudir al de los salarios) cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaba por meses o por días, como peones de albañil.

No creo yo, respondió Don Quijote, que jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder, que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros de la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo; porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros.

Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced; mas bien puede estar seguro que de aquí adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle como a mi amo y señor natural.

Desa manera, replicó Don Quijote, vivirás sobre la haz de la tierra, porque después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen.


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