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domingo, 28 de diciembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XXXI




De las sabrosos razonamientos que pasaron entre 
Don Quijote y Sancho Panza su escudero, con otros sucesos.


Todo esto no me descontenta; prosigue adelante, dijo Don Quijote. Llegaste. ¿Y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo prisionero. No la hallé, respondió Sancho, sino aechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa. Pues haz cuenta, dijo Don Quijote, que los granos de aquel trigo eran granos de perlas tocados de sus manos.

Y si miraste, amigo, ¿el trigo era candeal o trechel? No era sino rubión, respondió Sancho. Pues yo te aseguro, dijo Don Quijote, que aechado por sus manos hizo pan candeal sin duda alguna. Pero, pasa adelante. Cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta? O ¿qué hizo? Cuando yo se la iba a dar, respondió Sancho, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: "Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está." ¡Discreta señora!, dijo Don Quijote. Eso debió de ser por leella despacio y recrearse con ella.

Adelante, Sancho; y en tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo, no se te quede en el tintero una mínima. Ella no me preguntó nada, dijo Sancho; mas yo le dije de la manera que vuestra merced por su servicio quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles, ni sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna. En decir que maldecía mi fortuna, dijiste mal, dijo Don Quijote, porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.

Tan alta es, respondió Sancho, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto. Pues cómo, Sancho, dijo Don Quijote, ¿haste medido tú con ella? Medíme en esta manera, respondió Sancho, que llegando a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos, que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo. Pues es verdad, replicó Don Quijote, que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones de gracias del alma.

Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre, digo un tuho o tufo, como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero? Lo que sé decir, dijo Sancho, es que sentí un olorcillo algo hombruno, y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio estaba sudada y algo correosa. No sería eso, respondió Don Quijote, sino que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a tí mismo, porque yo sé bien lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.



Todo puede ser, respondió Sancho, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me parecio que salía de su merced de la señora Dulcinea, pero no hay de qué maravillarse, que un diablo se parece a otro. Y bien, prosiguió Don Quijote, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino; ¿qué hizo cuando leyó la carta? La carta, dijo Sancho, no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir, antes la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tenía, y de la penitencia extraordinaria que por su causa quedaba haciendo.

Y finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de escribirle; y que así le suplicaba y mandaba que, vista la presente, saliese de aquellos matorrales, y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Riose mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced "el Caballero de la Triste Figura". Preguntéle se había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien.

También le pregunté por los galeotes; mas díjome que no había visto hasta entonces ninguno. Todo va bien hasta agora, dijo Don Quijote; pero dime, ¿qué joya fue la que te dió al despedirte, por las nuevas que de mí llevaste?... Porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los escuderos, doncellas, o enanos que les llevan nuevas de sus damas a ellos, o a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento de su recado.

Bien puede ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debía de ser en los tiempos pasados, que ahora solo se debe acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dió mi señora Dulcinea por las bardas de un corral cuando della me despedí: y aún por más señas, era el queso ovejuno. Es liberal en extremo, dijo Don Quijote; y si no te dio joya de oro, sin duda debió ser porque no la tendría allí a mano para dártela; pero buenas son mangas después de pascua: yo la veré y se satisfará todo.

¿Sabes de qué estoy maravillado Sancho? De que me parece que fuiste y viniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir de aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas; por lo cual me doy a entender que aquel sabio nigromante, que tiene cuenta con mis cosas, y es mi amigo, porque por fuerza le hay y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caballero andante, digo que este tal te debió de ayudar a caminar sin que tú lo sintieses; que hay sabio destos que coge a un caballero andante durmiendo en su cama, y sin saber cómo o en qué manera, amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció.

Y si no fuese por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros andantes unos a otros, como se socorren a cada paso, que acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con algún endriago, o con algún fiero vestiglo, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y está ya a punto de muerte, y cuando menos se cate, asoma por acullá encima de una nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes se hallaba en Inglaterra, que le favorece y libra de la muerte, y a la noche se halla en su posada cenando muy a su sabor, y suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas; y todo esto se hace por industria y sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos valerosos caballeros.



Así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del Toboso, pues como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en volandillas sin que tú lo sintieses. Así sería, dijo Sancho, porque a buena fe que andaba Rocinante como si fuera asno de gitano con azogue en los oídos.

Y cómo se llevaba azogue, dijo Don Quijote, y aún una legión de demonios, que es gente que camina y hace caminar, sin cansarse, todo aquello que se les antoja. Pero dejando esto aparte, ¿qué te parece a ti que debo yo hacer ahora acerca de lo que mi señora me manda que la vaya a ver? Que aunque yo veo que estoy obligado a cumplir su mandamiento, veome tambien imposibilitado del don que he prometido a la princesa que con nosotros viene, y fuérzame la ley de caballería a cumplir mi palabra antes que mi gusto.

Por una parte me acosa y fatiga el deseo de ver a mi señora, por otra me incita y llama la prometida fe y la gloria que he de alcanzar en esta empresa; pero lo que pienso hacer, será caminar apriesa y llegar presto donde está este gigante y en llegando le cortaré la cabeza, y pondré a la princesa pacíficamente en su estado, y al punto daré la vuelta a ver a la luz que mis sentidos alumbra; a la cual daré tales disculpas, que ella venga a tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en aumento de su gloria y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzaré por las armas en esta vida, todo me viene del favor que ella me da, y de ser yo suyo.

¡Ay!, dijo Sancho. ¡Y cómo está vuestra merced lastimado de esos cascos! Pues dígame, señor, ¿piensa vuestra merced caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan rico y tan principal casamiento como éste, donde le dan en dote un reino que a buena verdad que he oído decir que tiene más de veinte mil leguas de contorno, y que es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es mayor que Portugal y Castilla juntos? Calle, por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y cásese luego en el primer lugar que haya cura; y si no ahí está nuestro licenciado que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que éste que le doy le viene de molde, que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoje no se venga.

Mira, Sancho, respondió Don Quijote, si el consejo que me das de que me case es porque sea luego rey en matando al gigante, y tenga comodo para hacerte mercedes y darte lo prometido, hágote saber que sin casarme podré cumplir tu deseo muy fácilmente, porque yo sacaré de adahala, antes de entrar en la batalla, que saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de dar una parte del reino para que la pueda dar a quien yo quisiere; y en dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a ti? Eso está claro, respondió Sancho; pero mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque si no me contentare la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos, y hacer dellos lo que ya he dicho. Y vuestra merced no se cure de ir por agora a ver a mi señora Dulcinea, sino váyase a matar al gigante, y concluyamos este negocio, que por Dios que se me asienta que ha de ser de mucha honra y de mucho provecho.

Dígote, Sancho, dijo Don Quijote, que estás en lo cierto, y que habré de tomar tu consejo en cuanto el ir antes con la princesa que a ver a Dulcinea. Y avísote que no digas nada a nadie, ni a los que con nosotros vienen, de lo que aquí hemos departido y tratado, que pues Dulcinea es tan recatada que no quiere que se sepan sus pensamientos, no será bien que yo ni otro por mí los descubra. Pues si eso es así, dijo Sancho, ¿cómo hace vuestra merced que todos los que vence por su brazo se vayan a presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto firmar de su nombre, que la quierer bien y que es su enamorado? Y siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos? ¡Oh, que necio y qué simple que eres!, dijo Don Quijote. ¿Tú no ves, Sancho, que eso redunda en su mayor ensalzamiento? Porque has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se extiendan más sus pensamientos que a servilla, por ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos, sino que ella se contente de aceptarlos por sus caballeros. Con esa manera de amor, dijo Sancho, he oído yo predicar que se ha de amar a nuestro Señor por sí solo, sin que nos mueva esperanzas de gloria o temor de pena, aunque yo lo querría amar y servir por lo que pudiese. Válate el diablo por villano, dijo Don Quijote, ¡y qué de discreciones dices a las veces! No me parece sino que has estudiado. Pues a fe mía que no se leer, respondió Sancho.



En esto dió voces maese Nicolás que esperasen un poco, que querían detenerse a beber en una fuente que allí estaba. Detúvose Don Quijote con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto, y temía no le cogiese su amo a palabras, porque puesto que él sabía que Dulcinea eran una labradora del Toboso, no la había visto en toda su vida. Habíase en este tiempo vestido Cardenio los vestidos que Dorotea traía cuando la hallaron, que aunque no eran muy buenos, hacían mucha ventaja a los que dejaba. Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se acomodó en la venta satisfacieron, aunque poco, la mucha hambre que todos traían.

Estando en esto, acertó a pasar por allí un muchacho que iba de camino, el cual, poniendose a mirar con mucha atención a los que en la fuente estaban, de allí a poco arremetió a Don Quijote, y abrazándole por las piernas, comenzó a llorar muy de propósito, diciendo: ¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel mozo Andrés, que quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado.

Reconocióle Don Quijote, y asiéndole por la mano se volvió a los que allí estaban, y dijo: Porque vean vuestras mercedes cuán de importancia es haber caballeros andantes en el mundo, que desfagan los tuertos y agravios que en él viven, sepan vuestras mercedes que los días pasados, pasando yo por un bosque, oí unos gritos y unas voces muy lastimeras, como de persona afligida y menesterosa. Acudí luego, llevado de mi obligación, hacia la parte donde me pareció que las lamentables voces sonaban, y hallé atado a una encina a este muchacho que ahora está delante, de lo que me huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará mentir en nada.

Digo que estaba atado a la encina, desnudo del medio cuerpo arriba; y estábale abriendo a azotes con las riendas de una yegua un villano, que después supe que era amo suyo, y así como yo le vi le pregunté la causa de tan atroz vapulamiento. Respondió el zafio que le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían más de ladrón que de simple; a lo cual este niño dijo: "Señor, no me azota sino porque le pido mi salario". El amo replicó no sé qué arengas, y disculpas, las cuales, aunque de mí fueron oídas, no fueron admitidas. En resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al villano de que le llevaría consigo y le pagaría un real sobre otro, y aún sahumados. ¿No es verdad todo esto, hijo Andrés? ¿No notaste con cuánto imperio se lo mandé y con cuánta humildad prometió de hacer todo cuanto yo le impuse y notifiqué y quise? Responde, no te turbes ni dudes en nada, di lo que pasó a estos señores, porque se vea y considere ser del provecho que digo haber caballeros andantes por los caminos.

Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad, respondió el muchacho; pero el fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina. ¿Cómo al revés? replicó Don Quijote. ¿Luego no te pago el villano? No sólo no me pagó, respondió el muchacho; así como vuestra merced traspuso el bosque y quedamos solos, me volvió a atar a la mesma encina, y me dió de nuevo tantos azotes, que quedé hecho un San Bartolomé desollado. Y a cada azote que me daba me decía un donaire y chufleta acerca de hacer burla de vuestra merced, que a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decía.

En efecto, él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo; de todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debía; mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.

El daño estuvo, dijo Don Quijote, en irme yo de allí, que no me había de ir hasta dejarte pagado, porque bien debía yo de saber por luengas experiencias que no hay villano que guarde palabra que diere, si él ve que no le está bien guardallas; pero ya te acuerdas, Andrés, que juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena. Así es verdad, dijo Andrés; pero no aprovechó nada. Ahora verás si aprovecha, dijo Don Quijote. Y diciendo esto, se levantó muy apriesa y mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comían.

Preguntóle Dorotea qué era lo que lo que hacer quería. El le respondió que quería ir a buscar al villano y castigalle de tan mal término, y hacer pagado a Andrés hasta el último maravedí, a despecho y pesar de cuantos villanos hubiesen en el mundo. A lo que ella le respondió que advirtiese que no podía, conforme al don prometido, entremeterse en ninguna empresa hasta acabar la suya, y que pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino. Así es verdad, respondió Don Quijote; y es forzoso que Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como vos señora, decís, que yo le torno a jurar y a prometer de nuevo, de no parar hasta hacerle vengado y pagado. No me creo desos juramentos, dijo Andrés; más quisiera tener ahora con qué llegar a Sevilla que todas las venganzas del mundo. Deme, si tiene algo ahí algo que coma y lleve, y quédese con Dios su merced y todos los caballeros andantes, que tan bien andantes sean ellos para consigo como lo han sido para conmigo.

Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan y otro de queso, y dándoselo al mozo, le dijo: Toma, hermano Andrés, que a todos nos alcanza parte de vuestra desgracia. ¿Pues qué parte os alcanza a vos?, pregunto Andrés. Esta parte de queso y pan que os doy, respondió Sancho, que Dios sabe si me ha de faltar o no; porque os hago saber, amigo, que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y a la mala ventura, y aún a otras cosas que se sienten mejor que se dicen. Andrés asió de su pan y queso, y viendo que nadie le daba otra cosa, abajó su cabeza y tomó el camino en las manos, como suele decirse.

Bien es verdad que al partirse dijo a Don Quijote: Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia, que no será tanta que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo. Ibase a levantar Don Quijote para castigalle, mas él se puso a correr de modo que ninguno se atrevió a seguillo. Quedó corridísimo Don Quijote del cuento de Andrés, y fue menester que los demás tuviesen mucha cuenta con no reirse, por no acaballe de correr del todo.





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miércoles, 24 de diciembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XXX




Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, 
con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo.


hubo bien acabado el cura cuando Sancho dijo: Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue mi amo, y no porque yo lo dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos. Majadero, dijo a esta sazón Don Quijote, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias: sólo les toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías: yo topé con un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, e hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga, y a quien mal le ha parecido (salvo la santa dignidad del señor licenciado y su honrada persona), digo que sabe poco de achaque de caballería, y que miente como un hi de puta y mal nacido, y esto lo haré conocer con mi espada, donde más largamente se contiene. Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el morrión, porque la bacía de Mambrino, llevaba colgada del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que le hicieron los galeotes.

Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el menguado humor de Don Quijote, y que todos hacían burla dél, sino Sancho Panza, no quiso ser para menos y viéndole tan enojado, le dijo: Señor caballero, miémbresele a vuestra merced el don que me prometido, y que conforme a él no puede entremeterse en otra aventura por urgente que sea. Sosiéguese vuestra merced el pecho, que si el señor licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido librados los galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aún se mordiera tres veces la lengua antes que haber dicho palabra que en desprecio de vuestra merced redundara. Eso juro yo bien, dijo el cura, y aún me hubiera quitado un bigote. Yo callaré, señora mía, dijo Don Quijote, y reprimiré la justa cólera que ya en mi pecho se había levantado e iré quieto y pacífico hasta tanto que os cumpla el don prometido, pero en pago deste buen deseo os suplico me digais, si no se os hace mal, ¿cuál es la vuestra cuita, y cuántas, quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida satisfacción y entera venganza? Eso haré yo de buena gana, respondió Dorotea, si es que no os enfada oir lástimas y desgracias. No enfadará, señora mía, respondió Don Quijote. A lo que respondió Dorotea: Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos.

No hubo dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver cómo fingía su historia la discreta Dorotea, y lo mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo; y ella, después de haberse puesto bien en la silla, y prevenídose con toser y hacer otros ademanes, con mucho donaire comenzó a decir desta manera:

"Primeramente quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a mi llaman..." Y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el nombre que el cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que separaba, y dijo: "No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe y empache contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces quitan la memoria a los que maltratan de tal manera, que aún de sus mismos nombres no se le acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran reino Micomicón, y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir ahora fácilmente a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere". Así es la verdad, respondió la doncella, y desde aquí adelante creo que no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi verdadera historia; la cual es que:



"El rey mi padre, que se llamaba Tinacrio el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica, y alcanzó por su ciencia, que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había de morir primero que él, y que de allí a poco tiempo él también había de pasar desta vida, y yo había de quedar huérfana de padre y madre, pero decía él que le fatigaba tanto esto, cuanto le ponía en confusión saber por cosa muy cierta que un descomunal gigante, señor de una grande ínsula que casi alinda con nuestro reino, llamado Pandadilando de la Fosca Vista
(porque es cosa averiguada, que aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al revés como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno, y por poner miedo y espanto a los que mira), que supo digo, que este gigante, en sabiendo mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino, y me lo había de quitar todo sin dejarme una pequeña aldea donde me recogiese; pero que podía excusar toda esa ruina y desgracia si yo me quisiese casar con él; mas a lo que él entendía, jamás pensaba que me vendría a mí en voluntad de hacer tan desigual casamiento; y digo en esto la pura verdad, porque jamás me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante, ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese. Dijo también mi padre que después que él fuese muerto, y viese yo que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa, porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el reino, si quería excusar la muerte y total destrucción de mis buenos y leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de la endiablada fuerza del gigante, sino que luego con algunos de los míos me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males, hallando un caballero andante, cuya fama en este tiempo se extendería por todo este reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote, o don Gigote".

Don Quijote, diría dijo a esta sazón Sancho Panza, o por otro nombre, el Caballero de la Triste Figura. Así es la verdad, dijo Dorotea. Dijo más, que había de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo, o por allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos cabellos a manera de cerdas.

En oyendo esto Don Quijote, dijo a su escudero: Ten aquí, Sancho hijo, ayúdame a desnudar, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey dejó profetizado. Pues ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse?, dijo Dorotea. Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo, respondió Don Quijote. No hay para qué desnudarse, dijo Sancho, que yo sé que tiene vuestra merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es señal de ser hombre fuerte. Eso basta, dijo Dorotea, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas cosas, y que esté en el hombro o que esté en el espinazo, importa poco; basta que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo es una misma carne: y sin duda acertó mi padre en todo, y yo he acertado en encomendarme al señor Don Quijote, que él es quien mi padre dijo, pues las señales del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene, no sólo en España, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado Osuna, cuando oí decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mismo que venía a buscar. Pues ¿cómo desembarco vuestra merced en Osuna, señora mía, preguntó Don Quijote, si no es puerto de mar? Mas antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la mano y dijo: Debe de querer decir la señora princesa que, después que desembarcó en Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna. Eso quise decir, dijo Dorotea.

Y esto lleva camino, dijo el cura, y prosiga vuestra merced adelante. No hay que proseguir, respondió Dorotea, sino que, finalmente, mi suerte ha sido tan buena en hallar al señor Don Quijote, que ya me cuento y tengo por reina y señora de todo mi reino, pues él por su cortesía y magnificencia me ha prometido el don de irse conmigo donde quiera yo que yo le llevare, que no será a parte que a ponerle delante de Pandafilando de la Fosca Vista, para que le mate y me restituya lo que tan contra razón me tiene usurpado: que todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre, el cual también dejó dicho y escrito en letras caldeas o griegas, que yo no las sé leer, que si este caballero de la profecía, después de haber degollado al gigante, quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna por su legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi persona.



¿Qué te parece Sancho amigo? dijo a este punto Don Quijote. ¿No oyes lo que pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar, y reina con quien casar. Eso juro yo, dijo Sancho, para el puto que no se casare en abriendo el gaznatico al señor Pandahilado: pues monta que es mala la reina, así se me vuelvan las pulgas de la cama. Y diciendo esto, dió dos zapatetas en el aire con muestras de grandísimo contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese las manos para besárselas en señal que la recibía por su reina y señora. ¿Quién no había de reír de los circunstantes viendo la locura del amo y la simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió de hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien que se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras, que renovó las risas en todos.

Esta, señores, prosiguió Dorotea, es mi historia. Sólo resta por deciros que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino, no me ha quedado sino solo este bien barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas a tierra como por milagro, así es todo milagro y misterio el discurso de mi vida, como lo habéis notado; y si en alguna cosa he andado demasiado, o no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor licenciado dijo al principio de mi cuento; que los trabajos continuos y extraordinarios quitan la memoria al que los padece. Esa no me quitarán a mí, oh alta y valerosa señora, dijo Don Quijote, cuantos yo pasase en serviros, por grandes y no vistos que sean, y así de nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro a quien pienso, con el ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos desta, no quiero decir buena espada, merced a Ginés de Pasamonte, que me llevó la mía. Esto dijo entre dientes, y prosiguió diciendo: Y después de habérsela tajado, y puéstoos en pacífica posesión de vuestro estado, quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo que más en talante os viniere, porque mientras que yo tuviere ocupada la memoria, cautiva la voluntad, y perdida el entendimiento por aquella... y no digo más, no es posible que yo arrostre, ni por pienso, el casarme aunque fuese con el ave fénix.

Parecióle tan mal a Sancho lo que últimamente su amo dijo acerca de no querer casarse, que con grande enojo, alzando la voz, dijo: Voto a mí, que no tiene vuestra merced, señor Don Quijote, cabal juicio, pues como, ¿es posible que pone vuestra merced en duda el casarse con tan alta princesa como aquesta? ¿Piensa que le ha de ofrecer la fortuna tras de cada cantillo semejante ventura como la que ahora se le ofrece? ¿Es por dicha más hermosa mi señora Dulcinea? No por cierto, ni aun con la mitad, y aún estoy por decir que no llega a su zapato de la que está delante. Así noramala alcanzaré yo el condado que espero, si vuestra merced se anda a pedir cotufas en el golfo. Cásese, cásese luego, encomiéndole a Satanás, y tome ese reino que se le viene a las manos de vobis vobis, y en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego siquiera se lo lleve el diablo todo.

Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho, y sin decille esta boca es mía, le dio dos palos, que dio con él en tierra, y si no fuera porque Dorotea le dió voces que no le diera más, sin duda le quitara allí la vida. ¿Pensáiis, le dijo al cabo de rato, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis, bellaco, descomulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis vos, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino, y cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués (que todo esto doy ya por hecho, y por cosa pasada en cosa juzgada), sino es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus fazañas? Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¿Oh, hi de puta, bellaco, y como sois desagradecido, que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo?

No estaba tan mal trecho Sancho que no oyese todo cuanto su amo le decía, levantándose con un poco de presteza, se fue a poner detrás del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo a su amo: Dígame, señor, si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta gran princesa claro está que no será el reino suyo, y no siéndolo, ¿qué mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo. Cásese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea, que reyes debe de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de hermosura no me entremeto, que en verdad, si va a decirla, que entrambas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la señora Dulcinea. ¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo? dijo Don Quijote. ¿Pues no acabas de traerme ahora un recado de su parte? Digo que no la he visto tan despacio, dijo Sancho, que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto; pero así a bulto me parece bien. Ahora te disculpo, dijo Don Quijote, y perdóname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hombres. Ya yo lo veo, respondió Sancho, y así en mí la gana de hablar siempre es primer movimiento, y no puedo dejar de decir por una vez siquiera lo que me viene a la lengua. Con todo eso, dijo Don Quijote, mira, Sancho, lo que hablas, porque tantas veces va el cántaro a la fuente... y no te digo más.



Ahora bien, respondió Sancho: Dios está en el cielo, que ve las trampas y será juez de quien hace más mal, yo en no hablar bien, o vuestra merced en obrallo. No haya más, dijo Dorotea; corred, Sancho, y besad la mano a vuestro señor, y pedidle perdón, y de aquí adelante andad más atentado en vuestras alabanzas y vituperios, y no digais mal de aquesa señora Toboso, a quien yo no conozco sino es para servilla, y tened confianza en Dios, que no os ha de faltar un estado donde viváis como un príncipe.

Fue Sancho cabizbajo, y pidió la mano a su señor, y se la dio con reposado continente; y después que se la hubo besado le echó la bendición y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así Sancho, y apartáronse los dos algo adelante, y díjole Don Quijote: Después que viniste, no he tenido lugar ni espacio para preguntarte muchas cosas de particularidad acerca de la embajada que llevaste y de la respuesta que trujiste; y ahora, pues, la fortuna nos ha concedido tiempo y lugar, no me niegues tú la ventura que puedes darme con tan buenas nuevas. Pregunte vuestra merced lo que quisiere, respondió Sancho, que a todo daré tan buena salida como tuve la entrada: pero suplico a vuestra merced, señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo. ¿Por qué lo dices, Sancho? dijo Don Quijote. Dígolo, respondió, porque estos palos de agora más fueron por la pendencia que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que dije contra mi señora Dulcinea, a quien amo y reverencio como a una reliquia, aunque en ella no la haya, sólo por ser cosa de vuestra merced. No tornes a esas pláticas, Sancho por tu vida, dijo Don Quijote, que me dan pesadumbre. Ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele decirse, a pecado nuevo penitencia nueva.

Mientras esto pasaba, vieron venir por el camino donde ellos iban a un hombre, caballero sobre un jumento, y cuando llegó cerca les pareció que era gitano; pero Sancho Panza, que do quiera que veía asnos se le iban los ojos y el alma, apenas hubo visto al hombre, cuando conoció que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del gitano sacó el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio sobre que Pasamonte venía, el cual por no ser conocido, y por vender el asno, se había puesto en traje de gitano, cuya lengua y otras muchas sabía muy bien hablar como si fueran naturales suyas.

Viole Sancho y conocióle, y apenas le hubo visto y conocido, cuando a grandes voces le dijo: ¡Ah, ladrón Ginesillo, deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo; huye puto; auséntate ladrón, y desampara lo que no es tuyo! No fuera menester tantas palabras ni baldones, porque a la primera saltó Ginés, y tomando un trote que parecía carrera, en un punto se ausentó y alejó de todos. Sancho llegó a su rucio, y abrazándole le dijo: ¿Cómo has estado bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío? Y con esto le besaba y acariciaba como si fuera persona. El asno callaba y se dejaba besar y acariciar de Sancho, sin responderle palabra alguna. Llegaron todos, diéronle el parabien del hallazgo del rucio, especialmente Don Quijote, el cual dijo que no por eso anulaba la póliza de los tres pollinos. Sancho se lo agradeció.

En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo el cura a Dorotea que había andado muy discreta, así en el cuento como en la brevedad dél, y en la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías. Ella dijo que muchos ratos se había entretenido en leellos; pero que no sabía ella dónde eran las provincias ni puertos de mar, y que así había dicho a tiento que se había desembarcado en Osuna. Yo lo entendí así, dijo el cura, y por esto acudí luego a decir lo que dije, con que se acomodó todo. Pero ¿no es cosa extraña ver con cuanta facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus libros? Sí es, dijo Cardenio, y tan rara y nunca vista, que yo no sé si queriendo inventarla y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar en ella. Pues otra cosa hay en ello, dijo el cura, que fuera de las simplicidades que este buen hidalgo dice tocante a su locura, si le tratan de las cosas, discurre con bonísimas razones, y muestra tener entendimiento claro y apacible en todo; de manera que como no le toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento.

En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió Don Quijote con la suya, y dijo a Sancho: Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y cuándo hallastes a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la trasladó? y todo aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes por no quitármele. Señor, respondió Sancho, si se va a decir la verdad, la carta no me trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna. Así es como tú dices, dijo Don Quijote, porque el librillo de memoria donde yo la escribí, le hallé en mi poder a cabo de dos días de tu partida, lo cual me causó grandísima pena por no saber lo que habías tú de hacer cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volverías desde el lugar donde la echaras de menos. Así fuera, respondió Sancho, si no la hubiera yo tomado en la memoria cuando vuestra merced me la leyó, de manera que se la dije a un sacrista que me la trasladó del entendimiento tan punto por punto, que dijo que en todos los días de su vida, aunque había leído muchas cartas de descomunión, no había visto ni leído tan linda carta como aquella. ¿Y tiénesla todavía en la memoria, Sancho? dijo Don Quijote. No, señor, respondió Sancho, porque después que la dije, como vi que no había de ser de más provecho, di en olvidalla; y si algo se me acuerda, es aquello del "sobadaja", digo del "soberana señora", y lo último: "vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura"; y en medio destas dos cosas le puse más de trescientas almas, vidas, y ojos míos.



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domingo, 21 de diciembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XXIX






Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar 
a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia 
en que se había puesto.


Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia. Mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchasteis, las palabras que oisteis, y las lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante para mostrarse en mayor abundancia; y considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio de ella. Sólo os ruego (lo que con facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré pasar la vida, sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de ser hallada de los que me buscan, que aunque sé que el mucho amor que mis padres me tienen me asegura que seré de ellos bien recibida, es tanta la vergüenza que me ocupa sólo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo de parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser vista, que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío ajeno de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.

Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia, y aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio diciendo: En fin, señora, ¿que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo? Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuan de poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido, y así le dijo: ¿Y quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque yo hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado.

Soy, respondió Cardenio, aquel sin ventura, que según vos, señora, habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposo. Soy el desdichado Cardenio, a quien en mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis, me ha traído a que me veáis cual me veis, roto, desnudo, falto de todo humano consuelo, y lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Dorotea, soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que aguardó a oir el "sí" que de ser su esposa pronunció Luscinda.

Yo soy el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo al alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y así dejé la casa y la paciencia, y una carta que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme a estas soledades con intención de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía; mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres, que nosotros pensamos; porque presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernando por ser mía, ni don Fernando con ella por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser y no se ha enajenado ni deshecho; y pues este consuelo tenemos, nacido de no muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos, señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que yo os juro por fe de caballero y de cristiano, de no desampararos hasta veros en poder de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser caballero, y poder con justo título desafiarle en razón de la sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo por acudir en la tierra a los vuestros.



Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y por no saber qué gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para besárselos; mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por entrambos y aprobó el buen discurso de Cardenio, y sobretodo, les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden como buscar a don Fernando, o como llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron y aceptaron la merced que se les ofrecía.

El barbero, que a todo había estado suspenso y callado, hizo también su buena plática, y se ofreció con no menos voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servilles. Contó asímismo con brevedad la causa que allí los había traído, con la extrañeza de la locura de Don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, la pendencia que Don Quijote había tenido, y contóla a los demás; mas no supo decir por qué causa fue su cuestión. En esto oyeron voces y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a voces. Saliéronle al encuentro, y preguntándole por Don Quijote, les dijo como le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo, y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar, y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura, fasta que hubiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia; y que si aquello pasaba adelante, corría peligro no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podía ser. Por eso, que mirasen lo que se había de hacer para sacarle de allí.

El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de allí mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado para remedio de Don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa: a lo cual dijo Dorotea, que ella haría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que le dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros.

Pues no es menester más, dijo el cura, sino que luego se ponga por obra, que sin duda la buena suerte se muestra en favor mío, pues tan sin pensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para vuestro remedio, y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester. Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica, y una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y otras joyas con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran señora parecía. Todo aquello y más dijo que había sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión de haberle menester. A todos contentó en extremo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba; pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle (como era así verdad) que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura; y así preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.

Esta hermosa señora, respondió el cura, Sancho hermano, como quien no dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho, y a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta princesa. Dichosa buscada y dichoso hallazgo, dijo a esta sazón Sancho Panza, y más si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio, y enderece ese tuerto matando a ese hi de puta de ese gigante que vuestra merced dice, que sí matara si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno.



Pero una cosa quiero suplicar a vuestra merced entre otras, señor licenciado, y es porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitado de recibir órdenes arzobispales, y vendrá con facilidad a su imperio, y yo al fin de mis deseos: que yo he mirado bien en ello, y hallo por mi cuenta que no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la Iglesia, teniendo como tengo mujer e hijos, sería nunca acabar. Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así no la llamo por su nombre.

Llámase, respondió el cura, la princesa Micomicona, porque llamándose su reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así. No hay duda en eso, respondió Sancho, que yo he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Ubeda, y Diego de Valladolid, y esto mismo se debe usar allá en Guinea, tomar las reinas los nombres de sus reinos. Así debe de ser, dijo el cura, y en lo del casarse vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos: Con lo que quedó tan contento Sancho, cuando el cura, admirado de su simplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mismos disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había de venir a ser emperador.

Ya en esto se había puesto Dorotea sobre la mula del cura, y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey; y dijeron a Sancho que los guiase adonde Don Quijote estaba, al cual advirtieron que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerles consistía todo el toque de venir a ser emperador su amo, puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a Don Quijote la pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menester por entonces su presencia; y así los dejaron ir delante, y ellos lo fueron siguiendo a pie poco a poco. No dejo de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.

Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a Don Quijote entre unas intrincadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y así como Dorotea le vió y fue informada de Sancho que aquel era Don Quijote, dio el azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero; y en llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de Don Quijote, y aunque él pugnaba por levantarla, ella sin levantarse le habló en esta guisa:

De aquí no me levantaré, oh valeroso y esforzado caballero, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto: y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñas tierras viene al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas. No os responderé palabra, fermosa señora, respondió Don Quijote, ni oiré más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra. No me levantaré, señor, respondió la afligida doncella, si primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el don que pido. Yo vos le otorgo y concedo, respondió Don Quijote, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave. No será en daño ni en mengua de lo que decís, mi buen señor, replicó la dolorosa doncella.

Y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor, y muy de pasito le dijo: Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada; sólo es matar un gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía. Sea quien fuere, respondió Don Quijote, que yo haré lo que soy obligado, y lo que me dicta mi conciencia conforme a lo que profesado tengo, y volviéndose a la doncella, dijo: La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme quisiere. Pues el que pido es, dijo la doncella, que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de entremeter en otra aventura, ni demanda alguna, hasta darme venganza de un traidor que contra todo derecho divino y humano me tiene usurpado mi reino.

Digo que así lo otorgo, respondió Don Quijote, así podéis, señora, desde hoy más desechar la melancolía que os fatiga, y hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza, que con el ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os veréis pronto restituída en vuestro reino, y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y despecho de los follones que contradecirlo quisieren; y manos a la labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro.

La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por besarle las manos; mas Don Quijote que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó las armas que como trofeo de un árbol estaban pendientes, y requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor, el cual viéndose armado dijo: Vamos de aquí en nombre de Dios a favorecer esta gran señora.

Estábase el barbero aún de rodillas teniendo gran cuenta de disimular la risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran sin conseguir su buena intención; y viendo que ya el don estaba concedido, y la diligencia con que Don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se levantó y tomó de la mano a su señora, y entre los dos la subieron en una mula.

Luego subió Don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevaba con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino y muy a pique de ser emperador, porque sin duda alguna pensaba que se había de casar con aquella princesa, y ser por lo menos rey de Micomicón. Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros todos; a lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: ¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá mas que cargar con ellos y traerlos a España donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título, o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? No sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas, y para vender ocho o diez mil vasallos en dácame esas pajas: por Dios que que los he de volar chico con grande, o como pudiere, y que por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. Llegaos, que me mamo el dedo. Con esto andaba tan solícito y contento, que se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie.



Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban; y fue que con unas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba a Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía, y dióle un herreruelo negro, y él se quedó en calzas y en jubón... y quedó tan otro de lo que antes parecía Cardenio, que él mismo no se conociera aunque a un espejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie.

En efecto, ellos se pusieron en el llano a la salida de la sierra, y así como salió della Don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy despacio, dando señales de que le iba reconociendo, y al cabo de haberle una buena pieza estado mirando, se fue a él los brazos abiertos, y diciendo a voces: Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriota Don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quinta esencia de los caballeros andantes, y diciendo esto, tenía abrazada por la rodilla de la pierna izquierda a Don Quijote, el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer a aquel hombre, se le puso a mirar con atención, y al fin le conoció y quedó como espantado de verle e hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no lo consintió, por lo cual Don Quijote decía: Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie. Eso no consentiré yo en ningún modo, dijo el cura.

Estése vuestra grandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas y aventuras que en nuestra edad se han visto, que a mí, aunque indigno sacerdote, bastaráme subir en unas ancas de una destas mulas destos señores que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo, y aún haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que cabalga aquel famoso moro Muzaraque, que aun hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto. Aun eso no consiento, mi señor licenciado, respondió Don Quijote, y yo sé que mi señora la princesa será servida por mi amor de mandar a su escudero dé a vuestra merced la silla de su mula, que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre.

Sí sufre, a lo que yo creo, respondió la princesa, y también sé que no será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés y tan cristiano que no consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie pudiendo ir a caballo. Así es, respondió el barbero, y apeándose en un punto, convidó al cura con la silla y él la tomó sin hacerse mucho de rogar; y fue el mal que al subir a las ancas el barbero, la mula, que en efecto era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó un poco los cuartos traseros y dió coces en el aire, que a darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la venida de Don Quijote.

Con todo esto le sobresaltaron de manera que cayó en el suelo con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron, y como se vió sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a cubrirse el rostro con ambas manos, y a quejárse que le habían derribado las muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas sin quijadas y sin sangre lejos del rostro del escudero caído, dijo: Vive Dios, que es gran milagro éste; las barbas le ha derribado y arrancado del rostro como si las quitara a posta.

El cura vió el peligro que corría su invención de ser descubierta, acudió luego a las barbas y fuese con ellas donde yacía maese Nicolás dando aún voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se las puso murmurando sobre él algunas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verían; y cuando se las tuvo puestas se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de que se admiró Don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo, que él entendía que su virtud a más que a pegar barbas se debía de extender; pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que pues todo lo sanaba, a más que a barbas aprovechaba. Así es, dijo el cura, y prometió de enseñarsele en la primera ocasión. Concertáronse que por aquel entonces subiese el cura, y a trechos se fuesen los tres mudando hasta que llegasen a la venta, que estaría hasta dos leguas de allí.

Puestos los tres a caballo, es a saber: Don Quijote, la princesa y el cura, y los tres a pie Cardenio, el barbero y Sancho Panza, Don Quijote dijo a la doncella: Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere. Y antes que ella respondiese, dijo el licenciado: ¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría? ¿Es por ventura hacia el de Micomicón?...(...) Que si debe ser, o yo sé poco de reinos. Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí, y así dijo: Sí, señor; hacia ese reino es mi camino. Si es así, dijo el cura, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar con la buena ventura, y si hay viento próspero, mar tranquila y sin borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar a la vista de la gran laguna Meona, digo Meótides, que está poco más de cien jornadas más acá del reino de vuestra grandeza.

Vuestra merced está engañado, señor mío, dijo ella, porque no ha dos años que yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y con todo eso he llegado a ver lo que tanto deseaba, que es el señor Don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos así como puse los pies en España, y ellas me movieron a buscarle para encomendarme a su cortesía, y fiar mi justicia del valor de su invencible brazo.

No más, cesen mis alabanzas, dijo a esta sazón Don Quijote, porque soy enemigo de todo género de adulación, y aunque esta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, señora mía, que ahora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear en vuestro servicio hasta perder la vida; y así dejando esto para su tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué es la causa que le ha traído por estas partes tan solo, tan sin criados, y tan a la ligera, que me pone espanto.

A eso yo responderé con brevedad, respondió el cura, porque sabrá vuestra merced, señor Don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro barbero, íbamos a Sevilla a cobrar ciertos dineros que un pariente mío, que ha muchos años que pasó a Indias, me había enviado, y no tan pocos que no pasen de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y pasando ayer por estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores, y nos quitaron hasta las barbas, y de modo nos la quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas, y aún a este mancebo que aquí va (señalando a Cardenio) le pusieron como de nuevo; y es lo bueno que es pública fama por estos contornos, que los que nos saltearon son de unos galeotes que dicen que libertó casi en este mismo sitio un hombre tan valiente, que a pesar del comisario y de las guardas, los soltó a todos; y sin duda alguna él debía estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la miel; quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fue contra sus justos mandamientos.

Quiso, digo, quitar a las galeras sus pies, poner en alboroto la Santa Hermandad, que había muchos años que reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo. Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes, que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por ver lo que hacía o decía Don Quijote, al cual se le mudaba la color a cada palabra; y no osaba decir que él había sido el libertador de aquella buena gente. Estos, pues, dijo el cura, fueron los que nos robaron. Que Dios por su misericordia se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.




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miércoles, 17 de diciembre de 2014

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605 Miguel de Cervantes) CAPÍTULO XXVIII





Que trata de la nueva y agradable aventura 
que al cura y barbero sucedió en la misma sierra.


Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo caballero Don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación, como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora en esta nuestra edad necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que en parte no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que con tristes acentos decía de esta manera:

¡Ay Dios! ¿Si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada de este cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo? Si será, si la soledad que prometen estas sierras no miente. ¡Ay, desdichada! Y cuán más agradable compañía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males.

Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar a el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron sentado al pie de un fresno a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver entonces; y ellos llegaron con tanto silencio, que de él no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal, que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había.

Así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía, el cual traía puesto un capotillo pardo de dos aldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía asímismo unos calzones y polaina levantadas hasta la mitad de la pierna, que sin duda alguna de blanco alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego con un paño de tocar que sacó debajo de la montera se los limpió, y al querer quitársele alzó el rostro y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable, tal que Cardenio dijo al cura con voz baja: "Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina".

El mozo se quitó la montera, y sacudiendo la cabeza a una y otra parte se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda, que después afirmó que sóla la belleza de Luscinda podía contender con aquella. Los luengos y rubios cabellos, no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y tantos eran. En esto les sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido de pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve: todo lo cual en más admiración y en más deseo de saber quién era ponía a los tres que la miraban.



Por esto determinaron de mostrarse, y al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza, y apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacían, y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie, y sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto como de ropa, que junto a sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos, cuando no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo: lo cual visto por los tres salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo: "Deteneos, señora, quien quiera que seais, que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros. No hay para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni nosotros consentir". A todo esto ella no respondía palabra, atónita y confusa.

Llegaron, pues, a ella, y asiéndola por la mano, el cura prosiguió: "Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren, señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad como es ésta, en la cual ha sido ventura en hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo, puede fatigar tanto, ni llegar tan al extremo de serlo, mientras no acaba la vida, que rehuya de no escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía, o señor mío, o lo que vos quisiéreis ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado, y contadnos vuestra buena o mala suerte, que en nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias".

En tanto que el cura decía estas razones, estaba la disfrazada moza como embelesada mirándolos a todos, sin mover labio ni decir palabra alguna, bien así como rústico aldeano, que de improviso se le muestran cosas raras y de él jamás vistas; mas volviendo el cura a decirle otras razones al mismo efecto encaminadas, dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio y dijo:

"Pues que la soledad de estas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua, en balde sería fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me creyese, sería más por cortesía que por otra razón alguna. Presupuesto esto, digo, señores, que os agradezco el ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me ha puesto en obligación de satisfaceros en todo lo que me habéis pedido, puesto que temo que la relación que os hiciese de mis desdichas os ha de causar, al par de la compasión la pesadumbre, porque no habéis de hallar remedio para remediarlas ni consuelo para entretenerlas. Pero con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer, y viéndome moza, sola y en este traje, cosas todas juntas y cada una por sí que pueden echar por tierra cualquier honesto crédito, os habré de decir lo que quisiera callar si pudiera".

Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tan suelta lengua, con voz tan suave, que no menos las admiró su discreción que su hermosura. Y tornándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para que lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse más de rogar, calzándose con toda honestidad, y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra, y puestos los tres alrededor de ella, haciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que a los ojos se le venían, con voz reposada y clara comenzó la historia de su vida de esta manera:



"En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman grandes de España: éste tiene dos hijos, el mayor heredero de su estado y al parecer de sus buenas costumbres, y el menor no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de Galalón. Deste señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear, ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo, porque quizá nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres; bien es verdad que no son tan bajos que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos que a mí me quiten la imaginación que tengo de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante, y como suele decirse, cristianos viejos ranciosos, pero tan rancios, que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos y aún de caballeros, puesto que de la mayor riqueza y nobleza que ellos se preciaban, era de tenerme a mí por hija; y así, por no tener otra ni otro que los heredase, como por ser padres y aficionados, yo era una de las más regaladas hijas que padres jamás regalaron".

"Era el espejo en que se miraba el báculo de su vejez, y el sujeto a quien encaminaba, midiéndolos con el cielo, todos sus deseos, de los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no salían un punto, y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, así lo era de su hacienda: por mí se recibían y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los lagares de vino, el número del ganado mayor y menor; el de las colmenas; finalmente, de todo aquello de un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré a encarecerlo: los ratos que del día me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los mayorales o capataces, y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía el entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar el arpa, porque al experiencia me mostraba que la música compone los ánimos descompuestos alivia los trabajos que nacen del espíritu. Esta, pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual, si tan particularmente he contado, no ha sido por ostentación, ni por dar a entender que soy rica, sino porque se advierta cuan sin culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho, al infeliz en que ahora me hallo".

"Es, pues, el caso, que pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal, que al de un monasterio pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa, porque los días que iba a misa eran tan de mañana y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada, que apenas veían mis ojos más tierra de aquella donde ponía los pies, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad por mejor decir, a quien los de lince no pueden igualarse, me vieron puestos en solicitud de don Fernando, que este es el nombre del hijo menor del duque que os he contado".

No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó la color del rostro y comenzó a trasudar con tan grande alteración, que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando en cuando le venía; mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién ella era, la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguió su historia diciendo:

"Y no me hubieron bien visto, cuando, según él dijo después, quedó tan preso de mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones. Mas por acabar presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas, quiero pasar en silencio la diligencia que don Fernando hizo para declararme su voluntad: sobornó toda la gente de mi casa, dio y ofreció dádivas y mercedes a mis parientes; los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle; no dejaban dormir a nadie las músicas; los billetes, que sin saber cómo a mis manos venían, eran infinitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos, todo lo cual, no me ablandaba; pero me endurecía de manera, como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para reducirme a su voluntad hacía, las hiciera para el efecto contrario, no porque a mí me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese a demasía sus solicitudes, porque me daba un no sé qué de contento verme tan querida y estimada de un tan principal caballero; y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas, que en esto por feas que seamos las mujeres, me parece a mí que siempre nos da gusto el oir que nos llaman hermosas: pero a todo esto se oponía mi honestidad y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad de don Fernando, porque ya a él no se le daba nada de que todo el mundo la supiese".



"Decíanme mis padres que en sola mi virtud y bondad dejaban y depositaban su honra y fama, y que considerase la desigualdad que había entre mí y don Fernando, y que por aquí echaría de ver que sus pensamientos, aunque él dijese otra cosa, más se encaminaban a su gusto que a mi provecho, y que si yo quisiese poner en alguna manera algún inconveniente para que él dejase de su injusta pretensión, que ellos me casarían luego con quien yo más gustase, así de los más principales de nuestro lugar, como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo. Todos estos recatos míos, que él debía de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a la voluntad que me mostraba, la cual, si ella fuere como debía, no la supiérais vosotros ahora, porque hubiera faltado la ocasión de decírosla".

Finalmente, don Fernando supo que mis padres andaban por darme estado, por quitarle a él la esperanza de poseerme, o al menos porque yo tuviese más guardas para guardarme; y esta nueva o sospecha fue causa para que hiciese lo que ahora oiréis, y fue que una noche, estando yo en mi aposento con sóla compañía de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que por descuido mi honestidad no se viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio de estos recatos y prevenciones, y en la soledad de este silencio y encierro, me le hallé delante, cuya vista me turbó de manera que me quitó la de mis ojos y me enmudeció la lengua; y así no fui poderosa de dar voces, ni aun él creo que me las dejara dar, porque luego se llegó a mí, y tomándome entre sus brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme, según estaba turbada), comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es posible que tenga tanta habilidad la mentira, que las sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas".

"Hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras, y los suspiros su intención. Yo, pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada en casos semejantes, comencé no sé en qué modo a tener por verdaderas tantas falsedades; pero no de suerte que me moviesen a compasión menos que buena sus lágrimas y suspiros, así pasándoseme aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar mis perdidos espíritus, y con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije: Si como estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero, y el librarme de ellos se me asegurara con que hiciera o dijera cosa que fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacella o decilla como es posible dejar de haber sido lo que fue. Así que, si tú tienes ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos, como lo verás, si con hacerme fuerza, quisieres pasar adelante en ellos: tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mía, y en tanto me estimo yo villana y labradora, como tú señor y caballero. Conmigo no han de ser de ningún efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder engañarme, ni tus suspiros y lagrimas enternecerme; si alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, a su voluntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la suya no saliera: de modo que como quedara con honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entregara lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza procuras. Todo esto he dicho, porque no es pensar que de mí alcance cosa alguna el que no fuere mi legítimo esposo. Si no reparas más que en eso, bellísima Dorotea (que éste es el nombre de esta desdichada), dijo el desleal caballero, ves, aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos de esta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se esconde, y esta imagen de nuestra Señora que aquí tienes".

Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea tornó de nuevo a sus sobresaltos, y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión: pero no quiso interrumpir el cuento, por ver en qué venía a parar lo que él ya casi sabía; sólo dijo: "¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído decir del mismo, que quizá corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo vendrá en que te diga cosas que te espanten en mismo grado que te lastimen". Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su extraño y desastrado traje, y rogóle que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese luego, porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que a su parecer ninguno podía llegar que el que tenía acrecentase un punto.

"No le perdiera yo, señora, respondió Cardenio, en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino, y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni a ti te importa nada el saberlo. Sea lo que fuese, respondió Dorotea, lo que en mi cuento pasa, fue que tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio. Con palabras eficacísimas y juramentos extraordinarios me dio la palabra de ser mi marido puesto que antes que acabase de decirlas le dije que mirase bien lo que hacía, y que considerase el enojo que su padre había de recibir de verle casado con una villana vasalla suya; que no le cegase mi hermosura tal cual era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de su yerro, y que si algún bien me quería hacer por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo igual de que mi calidad pedía, porque nunca los tan desiguales casamientos se gozan ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan".

"Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras muchas de que no me acuerdo; pero no fueron parte para que él dejase de seguir su intento, bien así como el que no piensa pagar, que al concertar de la barata no repara en inconvenientes. Yo a esta sazón hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí misma: Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza: pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en este no dure más la voluntad que me muestra de cuando dure el cumplimiento de su deseo, que en fin para con Dios seré su esposa; y si quiero con desdenes despedirle, en término le veo, que no usando el que debe usará el de la fuerza, y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podrá dar el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto: porque ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis padres y a otros que este caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío?"



"Todas estas demandas y respuestas resolví en un instante en la imaginación, y sobre todo me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición, los juramentos de don Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y finalmente, su disposición y gentileza, que acompañaba con tantas muestras de verdadero amor, pudieran rendir a otro tan libre y recatado corazón que el mío. Llamé a mi criada para que en la tierra acompañase a los testigos del cielo. Tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos, añadió a los primeros nuevos Santos por testigos, echóse mil futuras maldiciones si no cumpliese lo que me prometía, volvió a humedecer sus ojos y a acrecentar sus suspiros, apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me había dejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo, y él acabó de ser traidor y fementido".

"El día que sucedió a la noche de mi desgracia, se venía aun no tan apriesa como yo pienso que don Fernando deseaba, porque después de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de donde se alcanzó. Digo esto, porque don Fernando dió priesa por partirse de mí, y por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que amaneciese se vió en la calle, y al despedirse de mí, aunque no con tan ahínco y vehemencia como cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe y de ser firmes y verdaderos sus juramentos, y para más confirmación de su palabra sacó un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En efecto él se fue, y yo quedé ni sé ni triste o alegre. Esto sé bien decir que quedé confusa y pensativa, y casi fuera de mí con el nuevo acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me acordó de reñir a mi doncella por la traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo aposento, porque aún no me determinaba si era bien o mal el que me había sucedido. Díjele al partir a don Fernando que por el mismo camino de aquella podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que cuando él quisiese aquel hecho se publicase; pero no vino otra alguna, sino fue la siguiente, ni yo pude verle en la calle, ni en la iglesia en más de un mes, que en vano me cansé en solicitarle, puesto que supe que estaba en la villa, y que los más días iba de caza, ejercicio de que él era muy aficionado".

"Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos y menguados, y bien sé que comencé a dudar en ellos y aún a descreer de la fe de don Fernando; y sí también que mi doncella oyó entonces las palabras que en reprensión de su atrevimiento antes no había oído; y sé que me fue forzoso tener en cuenta con mis lágrimas y con la compostura de mi rostro, por no dar ocasión a que mis padres me preguntasen que de qué andaba descontenta, y me obligasen a buscar mentiras que decilles; pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respetos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y salieron a plaza mis secretos pensamientos, y esto fue, porque de allí a pocos días se dijo en el lugar cómo en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo extremo, y de muy principales padres, aunque no tan rica que por la dote pudiera aspirar a tan noble casamiento. Díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron dignas de admiración".

Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, encarnar las cejas, y dejar de allí a poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas; mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento, diciendo: "Llegó esta triste nueva a mis oídos, y en lugar de helárseme el corazón en oirla, fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó poco para no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosía y traición que se me había hecho; mas templóse esta furia por entonces, con pensar de poner aquella misma noche por obra lo que puse, que fue ponerme en este hábito que me dió uno de los que llaman zagales en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad, donde entendí que mi enemigo estaba".



"El, después que hubo reprendido mi atrevimiento y afeado mi determinación, viéndome resuelta a mi parecer se ofreció a tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo: luego al momento encerré en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas y dinero por lo que podía suceder, y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta a mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de mi criado y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad a pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por hecho, a lo menos a decir a don Fernando me dijese con qué alma lo había hecho. Llegué en dos días y medio donde quería, y entrando por la ciudad pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y al primero a quien hice la pregunta me respondió más de lo que quisiera oír. Díjome la causa y todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan pública en al ciudad, que se hacen corrillos para contarla en toda ella: díjome que la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber ella dado el sí de ser su esposa, le había tomado un recio desmayo, y que llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese aire, le halló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio (que a lo que el hombre me dijo, era un caballero muy principal de la ciudad), y que si había dado el sí a don Fernando, fue por salir de la obediencia de sus padres".

"En resolución, tales razones dijo que contenía el papel, que daba a entender que ella había tenido intención de matarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones por que se había quitado la vida: todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaron no sé en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por don Fernando, pareciéndole que Luscinda le había burlado y escarnecido y tenido en poco, le arremetió a ella antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga que le hallaron la quiso dar de puñaladas, y lo hiciera si sus padres y los que le hallaron presentes no se lo estorbaran. Dijeron más, que luego se ausentó don Fernando y que Luscinda no había vuelto de su parasismo hasta otro día, que contó a sus padres cómo ella era verdadera esposa de aquel Cardenio que he dicho. Supe más, que el Cardenio, según decían, se halló presente a los desposorios, y que en viéndola desposada, lo cual él jamás pensó, se salió de la ciudad desesperado, dejándole primero escrita una carta donde se daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de como él se iba adonde gentes no lo viesen".

"Esto todo era público y notorio en toda la ciudad; y todos hablaban de ello, y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de su padre y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el juicio sus padres, y no sabían qué medio tomar para hallarla. Esto que supe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a don Fernando que hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba del todo cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que el cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, por atraerle a conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta de que era cristiano, y que estaba más obligado a su alma que a los respetos humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para entretener la vida que yo aborrezco".

"Estando, pues, en la ciudad sin saber qué hacerme, pues a don Fernando no hallaba, llegó a mis oídos un público pregón, donde se prometía grande hallazgo a quien me hallase, dando las señas de la edad y del mismo traje que traía, y oí decir decir que se decía que me había sacado de casa de mis padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán de caída andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi huida, sino añadir el con quién, siendo sujeto tan bajo y tan indigno de mis buenos pensamientos".

"Al punto que oí el pregón me salí de la ciudad con mi criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe que de fidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso desta montaña con el miedo de no ser hallados: pero como suele decirse que un mal llama a otro, y que al fin de una desgracia suele ser principio de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entonces fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su misma bellaquería antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión que a su parecer estos yermos le ofrecían, y con poca vergüenza y menor temor de Dios, ni respeto mío, me requirió de amores; y viendo que yo con feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas de sus propósitos, dejó aparte los ruegos de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó a usar de su fuerza, pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de mirar y favorecer a las puras intenciones, favoreció las mías, de manera que con mis pocas fuerzas y con poco trabajo di con él por un derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo, y luego con más ligereza que mi sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas montañas, sin llevar otro pensamiento ni otro designio que esconderme en ellas, y huir de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando".

"Con este deseo ha no sé cuantos meses que entré en ellas donde hallé a un ganadero que me llevó por su criado a un lugar que está en las entrañas de esta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que hora tan sin pensarlo me han descubierto; pero toda mi industria y toda mi solicitud fue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de que yo no era varón, y nació en él el mismo mal pensamiento que en mi criado; y como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé derrumbadero ni barranco de donde despeñar y despeñar al amo como le hallé para el criado; y así tuve por menor inconveniente dejarle y esconderme de nuevo entre estas asperezas, que probar con él mis fuerzas y mis repulsas. Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimento alguno, pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mi desventura, y me dé industria y favor para salir della, o para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria de esta triste, que tan sin culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en la suya y en las ajenas tierras".



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