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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 29 de marzo de 2018

Plinio - Los nacionales (Últimas noches)



En Los nacionales, García Pavón recrea las vividuras que le dejó el final de la guerra en Tomelloso, y primeros años de la posguerra en Madrid, donde residió como estudiante. En Los nacionales, una vez más, dentro de la mejor tradición literaria española —que no quiere decir arcaizante— sabe entreverar su humor y doloroso sentir; el relato realista de tan difícil capítulo de nuestra historia, y el estremecimiento poético que surge en los mejores trozos de su prosa. Y todo ello, como siempre, visto con ojos desapasionados, aunque heridos, y expresado con el rico y plástico lenguaje que domina en toda su obra.


Los últimos días de marzo del año 1939 fueron templados, pero al cerrar la noche, las calles se quedaban solas y seguro que caladas de ojos acechadores. Si afinabas el oído, se entreoían los aparatos de radio de la vecindad. En muchas casas, todavía con miedo, se escuchaban los últimos partes de guerra de las emisoras franquistas. En los edificios ocupados por los partidos políticos y los sindicatos, estaban las luces encendidas hasta muy tarde. Luces velatorias para recoger papeles y discutir la actitud última. En la U.G.T., instalada en la casa de la señora más rica del pueblo —tres fachadas más hacia la plaza que la nuestra—, estaban los miradores abiertos de par en par y sus luces se proyectaban en las casas fronteras. En los trenes llegaban los milicianos derrotados, con maletas de madera, y los «monos» sucios. Se les veía calle abajo, pegados a la pared, con la valija al hombro, haciendo regates por el cansancio. … Estábamos en la frontera de un miedo que se iba y otro que llegaba. Aquellas últimas noches de la guerra, tan templadas, nos sentábamos unos cuantos amigos y vecinos en el borde de la acera, junto a la puerta de mi casa. 

Hablábamos en voz baja de los últimos acontecimientos. Algunos, por sus razones o dolores, se frotaban las manos de gusto. Yo, por la historia republicana de mi familia y mis propias convicciones contra toda dictadura, los escuchaba melancólico. Abelardo el marmolista, que a los pocos meses de acabar la guerra sería Jefe Local de Falange, a eso de la una, en mangas de camisa, se levantaba de la cama, se asomaba al balcón, miraba hacia uno y otro lado, bebía un trago del botijo puesto al fresco, y se volvía a las sábanas. Un poco antes solía asomarse a su ventana de la Pensión Marquina el maestro Pedro. Con las diez o doce palabras de ruso que sabía, fue intérprete de los aviadores soviéticos, que tuvieron sus escuadrillas junto al Parque. Desde el alto recuadro de luz, decía alguna indirecta satisfactoria sobre el avance de los nacionales, y luego: —¡Hasta mañana «tovarisquis»! … Y en los ratos que callábamos, se oían los acordes de la danza macabra de no recuerdo quién que tocaba al piano don Luis Quirós, «el republicano honrado». Su casa estaba en la calle de Belén, casi a la vuelta de la esquina de la nuestra, más allá de la de Marcelino.

Tenía el piano en su despacho, en la planta baja, y tocaba todas las noches con la ventana abierta y la persiana caída. El piano era negro. Tenía retratos encima, y unos candelabros con velas encendidas, única luz de la habitación porque apagaba las bombillas. Algunas noches que nos asomamos tras la persiana, lo vimos sentado en la banqueta, de espaldas totalmente a la ventana, y con el pelo, medio melena entrecana, sobre el cuello sport de la camisa. Durante toda la vida tocó piezas de zarzuela, y de Chopin, pero en las últimas semanas, desde que las cosas se pusieron tan torcidas, al acabar sus conciertos nocturnos y solitarios, interpretaba una danza macabra, ya digo… A ratos, dejaba las teclas y daba paseos por la habitación con las manos atrás y la barbilla inclinada. Pero al cabo, no fallaba, volvía a la música agorera. … Pero aquella noche, dos antes del último parte de guerra, se me quedó grabada para siempre. Apenas nos sentamos en el bordillo de la acera, se abrió bruscamente la ventana de la Pensión Marquina, y el maestro Pedro, en mangas de camisa, empezó a dar ¡vivas! a Franco, y luego, con el brazo en alto, a cantar el himno de la Falange. Asustados, por la puerta entreabierta de la calle, subimos a la pensión.

Llamamos en su cuarto, y lleno de miedo, creyendo tal vez que fueran los soldados de Etapas, nos abrió en calzoncillos. Estaba Pedro completamente borracho, con los ojos desorbitados y el flequillo en la nariz. La habitación llena de paquetes de periódicos muy bien atados. Pretendimos tranquilizarlo, pero estaba nerviosísimo. Daba puntapiés a los paquetes de periódicos republicanos, y repetía a grito pelado lo de ¡viva Franco! ¡viva Franco! Cerramos la ventana, y con cien esfuerzos, conseguimos meterlo en la cama. Uno de los amigos le puso entre los dedos un rosario que encontró en el cajón de la mesilla, le caló un gorro de dormir que asomaba entre las sábanas, y con cara quijotil y el rosario entre manos, lo dejamos apoyado en dos altas almohadas. Volvimos al bordillo de la acera, junto a mi puerta, y comentamos largamente el extravío nacionalista y alcohólico del maestro. La paz seguía en la calle. La Plaza totalmente desierta, y las luces de los miradores de la casa donde estaba la U.G.T., proyectadas en la fachada de enfrente… Sólo nos llegaban en los momentos de silencio los compases espaciados de la danza macabra que una vez más tocaba don Luis Quirós… Aquella noche ultimísima de marzo, me pareció que la tocaba con más fuerza que nunca, y no sé qué vibraciones adioseras. 

Tanto, que mis amigos hicieron chistes sobre él y la oportunidad de la danza para su situación. Yo, repasaba mentalmente cosas de su vida: su lema cuando se presentó a las elecciones municipales: «¡Votad a Quirós, el republicano honrado!». El libro que dedicó a la memoria de Blasco Ibáñez, impreso con letras azules. Y los versos quevedescos que publicó en un programa de festejos satirizando a los guarros que hacían aguas en la trasera de la iglesia, junto al pretil. El día 14 de abril lo vi entrar en el Ayuntamiento con su chalina, sombrero ancho y los brazos abiertos como para abrazar a la República que, pensaba yo, bajaría a recibirlo por aquella escalera de mármol tan pulido. En los inviernos llevaba capa.

Y muchas veces, desde el balcón de casa, lo vi hablar con mi padre en la esquina de la confitería, accionando mucho con sus brazos cortos… Seguro que aquella noche que digo, a papá, también desvelado, debían llegarle los lejanos acordes de la última danza macabra que tocaba su amigo Quirós. … Y cuando nos disponíamos a ir a dormir, en uno de los balcones fronteros, pero recién pasada la calle del Monte, precisamente donde estaba la Cruz Roja, encima de la peluquería de Canuto, se oyó a alguien hablar en voz alta. La persiana echada impedía ver a los dialogantes… mejor al monologante, pero yo bien que lo conocí. Era Vergara, el que antes de la guerra fue camarero del Bar Medina y luego mandamás de la C.N.T. Pequeño y delgado, lo recordaba con la chaquetilla blanca sirviendo en la terraza del bar cañas de cerveza; y luego de «mono», con el fusil al hombro que le venía larguísimo, las cartucheras colgonas y el brazalete rojo y negro de su sindicato. Después, avanzada la guerra, lo perdí de vista. Debió irse al frente… Pero desde dos o tres días antes de aquella noche que cuento, lo sorprendí algunas veces asomado al balcón de la Cruz Roja, con la cara muy pálida y canas en las sienes. Nos callamos, para poder oír lo que decía —casi voceaba— con voz tensa y defensiva: —«Yo no he hecho nada malo. He tenido mis ideas como todo el mundo y he procurado defenderlas honradamente, dentro del clima propio de una guerra civil… que no iniciamos nosotros. 

Nada me pueden hacer… Y por eso me quedo en mi pueblo». Mis amigos, en voz baja, comentaron sarcásticamente las palabras de Vergara: —«Qué infeliz. Y que no ha hecho nada. Verás la que le espera». —«Yo he sido un cenetista honrado —seguía— que sólo luché por la justicia social, por el bien de los trabajadores, y cualquier medida contra mí sería una injusticia». No sé por qué me lo imaginaba con la chaquetilla blanca de camarero, con la bandeja en la mano llena de cervezas, y echando muy serio aquel discurso a un corro de señoritos cachondos sentados en la terraza del Bar Medina, el que estuvo donde luego La Madrileña. —«Yo he luchado por el bien de mi país y de los de mi clase. Si hemos perdido la guerra, no es delito. Cada cual en su bando hizo lo que pudo para ganarla. Tan españoles éramos los de aquí como los del otro bando. Nada pueden hacerme. Por eso no me voy, me quedo en el pueblo». —Mejor, así no habrá que buscarte, chato —dijo mi amigo, el gordo, frotándose las manos. Los escuchadores de Vergara, los que fueren, no le respondían, o sus respuestas no llegaban a nosotros. De rato en rato hacía un silencio, hasta que volvía a tomar la palabra para convencerles… o convencerse a sí mismo de que no debía marcharse. En uno de sus silencios, se asomó al balcón, con un jersey oscuro, y escupió a la calle. Cuando marcharon mis amigos, estuve un rato asomado a la ventana de mi alcoba, pero ya no lo oí más. Yo no había hablado nunca con Vergara. Era casi un niño cuando empezó la guerra, y él, hombre hecho y derecho, no debía conocerme. Durante el tiempo de la guerra que estuvo en el pueblo, lo veía de lejos, siempre pensando en sus cosas, o dialogando muy de prisa y con ademanes enérgicos. De pronto me llegó la idea de bajar, cruzarme a la Cruz Roja, y aconsejarle que se marchase del pueblo y de España, como estaban haciendo otros, según tenia oído… Pero no me atreví.

No me haría caso, tan obseso como parecía por su monólogo. —«Tú, chaval, vete a dormir. ¿Qué sabes de eso?» —podría decirme. Como es frecuente, decidí lo más cómodo. Decírselo a mi padre, que sí lo conocía, para que lo visitase y le quitara de la cabeza la idea de quedarse. Aún había tiempo. Pero al día siguiente, cuando me desperté, papá ya se había marchado a la fábrica. Me asomé a la ventana, y el balcón de la Cruz Roja estaba cerrado. Por las calles, ya se veían ir y venir gentes muy de derechas, sonriendo, hablando en voz baja en las esquinas y puertas entreabiertas. Cuando papá vino a comer se lo conté todo. —Son unos ilusos… Somos. Lo fuimos siempre. Ya no hay tiempo para nada. A estas horas, las tropas nacionales están entrando en Madrid. Del mismo tema hablé esta mañana con Luis Quirós. Tampoco ha querido marcharse. Se ha creído lo de la justicia de Franco. Dos días después, a eso de las nueve, por la ventana entreabierta de mi cuarto oí llantos de mujeres. Me tiré de la cama y empujé la persiana. Unos hombres con camisas azules y fusiles en ristre sacaban a empujones a Vergara de la Cruz Roja. Echaron a andar. Vergara iba entre los cuatro que lo llevaban muy de prisa, y con unos fusiles manejados de cualquier manera, como palos. Unos cuantos que formaban corrillo en la esquina de Compte, le dijeron no sé qué chuladas al verlo pasar. Él, con el jersey oscuro, las manos en los bolsillos de los pantalones y mirando al frente, no se inmutó. … Minutos después, era don Luis Quirós el que en mangas de camisa y despeinado, pasaba ante la misma esquina entre otros cuatro nacionales. Los del corrillo de la esquina le dijeron otra chulería.

En los días inmediatos, echaron a la familia de Vergara de la Cruz Roja. Ya enlutada, vi salir a su mujer con maletas viejas y unas botas altas en las manos. La misma semana, también de luto, en el coche de un amigo, la familia de Luis Quirós dejó su casa para siempre, camino de Argamasilla donde tenían parientes.



viernes, 23 de marzo de 2018

El hospital de los dormidos - El último dormido... por ahora



Plinio ahora, solo en su despacho, miraba por la ventana, abierta por el calor, a pesar de andar ya el sol por detrás de los caballetes. Y miraba a la puerta del Juzgado, como podía mirar a la de la ferretería de Peinado, cuando vio que llegaban corriendillo un sacristán y el padre García, seguido de tres mujeres lloriqueando y haciendo ausiones muy de tablado. Al llegar el grupo ante la puerta del Juzgado metió Plinio la cara entre las rejas de su ventana, pero no consiguió entender de qué se lamentaban. Decidió esperar a ver lo que pasaba, pero a los pocos segundos Maleza abrió la puerta del despacho con mucho brío. —¡Jefe! —¿Qué pasa, Maleza? —Que se ha muerto don Manuel, el cura.
—¿Ahora mismo? —Sí, confesando… ¿Qué le habrán dicho? —¿A quién confesaba? —A María Rosa, la de Ignacio. —¿Ésa tan beatilla y tan hermosa de ojos? —Ésa misma, la que tiene los ojos tan tristes, pero tan hermosos y negros como usted dice. —Menudo susto se habrá llevado la pobre. —Por lo visto, ella venga decirle pecados y más pecados y como don Manuel ni suspiraba, se escamó, metió la cara por el ventanillo donde confiesan los machos y lo vio con la cabeza apoyada en el respaldo del confesionario, las manos juntas sobre el pecho y la boca abierta de par en par. —Se pasaba las tardes que no tenía faena espiritual dando paseíllos ahí, en la glorieta. Nunca lo olvidaré. Iba y venía bajo los árboles con pasos de reloj, siempre iguales. —Y con la calva tan gorda y brillante, inclinada, siempre mirando al suelo, como a ver si encontraba algo o en espera de que le cagase un pájaro. ¿No va usted a verlo? —Esperaré que pase primero el Juzgado, no vayan a pensarse que me meto donde no me llaman. —Imagínese usted que lo ha matao la María Rosa de un pecadazo que le ha soltao por la rejilla… O como es tan ucedista, que le ha dicho que Suárez ha presentado la dimisión, según me han dicho hace un momento. —También lo he oído yo… Y podría ser eso. Porque la María Rosa un pecadazo… ¡Pobrecilla! Ésa es de las que duermen con los brazos en cruz por si se le acerca un mosquito perverso. —Ya salen, jefe. Venga. Plinio se caló la gorra del uniforme y salieron a la plaza. Debía haber mucha gente dentro de la iglesia, porque entraban personas y personas. Esperaron a que los del Juzgado cruzaran la plaza. A ver si entraban muy delante de ellos. Dentro de la iglesia no había tanta gente como esperaban. Y todos estaban en la nave que da al Pretil, rodeando un confesionario que hay muy cerca de la puerta de aquella parte. El forense entró casi junto a Plinio. Debía venir del Casino y se adelantó a toda prisa para emparejarse con los del Juzgado. Plinio oyó llorar. Miró. Era María Rosa, sentada en el pico del asiento de un banco, con la cara entre las manos y rodeada de unas cuantas mujeres. Todas las luces de aquella nave estaban encendidas. El juez, después de abrir la compuerta y de asomarse un momento al confesionario, cedió el sitio al médico. De pronto se vio mucha luz dentro del confesionario, porque el alguacil, por orden del médico, había encendido una linterna y enchufaba al muerto. Como la gente, al alumbrar, abrió paso a Plinio, éste, casi sin darse cuenta, se vio junto al juez y al secretario, en la misma entrada del mueble depositario de pecados. Allí estaba el padre Manuel, con la cabeza recostada en el fondo del confesionario. Colgándole un poco la calva color ébano, la boca y los ojos muy abiertos y las manos bien cruzadas sobre el pecho, como si las hubiera juntado en el momento del dolor. El médico lo auscultaba aunque no cabía duda de su muerte… Sobre la sotana negra, ya parecían sus manos blanquísimas y frías. Plinio se fijó en el diente de oro del cura, que brillaba mucho a la luz temblona de la linterna. Después de cambiar unas palabras el médico y el juez, éste pidió al alguacil y a otros religiosos que había allí, que sacaran el cuerpo muerto de don Manuel del confesionario. El padre García tuvo la buena idea de que lo sacaran en silleta, de modo que, ya fuera del confesionario, seguía con la cabeza hacia atrás y las manos apretadas contra el pecho. Intentaron entre el alguacil y el sacristán llevarlo en vilo hasta la sacristía, pero pesaba demasiado. Era imposible, lo sentaron en el banco en que estaba María Rosa y el juez mandó que le trajeran una camilla de la Cruz Roja, que está tan próxima. Así las cosas, entraron llorando las dos hermanas de don Manuel, a quienes llegó la triste noticia estando de compras. Y deslumbradas al entrar por tantas luces, a las que estaban desacostumbradas, de momento no dieron en que fuera su hermano el que estaba sentado entre la gente y se fueron derechas al confesionario. 

Ya junto al muerto, cada una a su lado, empezaron a besarle las manos fijas, blancas y cruzadas, con lloros tan recios que jamás se habrían oído en aquella primera parroquia del pueblo. El juez, con pasos lentos y seguido de Maleza y de Plinio, se aproximó a María Rosa, que seguía en la punta del banco, tapándose la cara con ambas manos y con las rodillas muy juntas, para no dejar el menor resquicio, por si había algún ojo indiscreto. Sí, ahora la gente hacía tres corros: uno alrededor del muerto, otro de sus hermanas plañendo y el confesionario vacío, y el tercero, en torno a María Rosa. —María Rosa —le dijo el juez—, vaya susto que te habrás llevado. La chica se destapó la cara y le llegaron las luces vivas de la nave hasta los ojos negros, cuajados de lágrimas. —Lo de menos es el susto. ¡Qué lástima! Pobre padre. —Perdóname la pregunta, pero no tengo más remedio —dijo el juez. —Dígame, dígame. —¿Se confesó alguien con él antes que tú? —No. Lo esperé sentada en este mismo banco hasta que llegó a las cinco en punto. —¿Y te pareció normal? —Del todo. Empezó la confesión como siempre, con su voz y bondad de toda la vida. —¿Y luego qué notaste? —Oí un golpe, pero pensé que distraído se hubiera dado un codazo o un rodillazo con el confesionario. Ni se me pasó por la cabeza otra cosa. Ni siquiera abrí los ojos. —¿Cómo? —Sí… Cosas mías. Siempre confieso con los ojos cerrados… Para concentrarme más… Luego me di cuenta que aunque los hubiera abierto era igual. Como esta nave está siempre tan oscura y por la tarde, sin velas, apenas se ve nada… Lo que ya me extrañó un poco es que pasé un buen rato hablando, sin que me hiciera preguntas o diera consejos… Que él era muy consejero. Y tuve la sensación, ¿sabe usted?, de que mi voz sonaba a hueco. —¿Y qué hiciste? —Como no lo veía ni notaba que se moviera dentro del confesionario, acerqué mucho el oído a la celosía y lo llamé: «¡Padre Manuel! ¡Padre Manuel!», cada vez con más fuerza, pero seguía sin contestarme. Fue entonces cuando me levanté, me asomé a la parte de los hombres y lo vi como dormido sobre el fondo. «¡Padre Manuel! ¡Padre Manuel!». Y ya, nerviosa de verdad, como tampoco me contestaba, metí la mano para moverle el brazo y noté que lo tenía duro…, y la mano, echando frío. María Rosa comenzó a llorar otra vez, tapándose la cara, sin olvidarse de cerrar mucho las piernas. El alguacil y Maleza llegaron con la camilla de la Cruz Roja. María Rosa se destapó un poco los ojos, a ver qué pasaba. Entre varios, y con mucho cuidado, pusieron al muerto pegado a la camilla y empezaron a volcar poco a poco el cuerpo ensotanado de don Manuel para que no cayera de golpe. Por fin, así de lado, con las piernas dobladas, de sentado, y las manos cruzadas sobre el pecho, quedó sobre la camilla con la falda de la sotana —que don Manuel fue el último sotanista de pueblo— colgando por ambos lados. Las dos hermanas se arrodillaron a cada lado y llorandillo competían en darle besos sobre las manos frías y cruzadas. María Rosa se acercó ahora a la camilla y continuó su llanto junto a las dos hermanas, como si fuera una más. Suavemente, el párroco las apartó, y entre cuatro se llevaron la camilla con el cuerpo, nave adelante, camino de la sacristía y detrás fue todo el personal, como a velatorio. Dos horas después estaba instalada la capilla ardiente en el mismo altar mayor, por cierto que el pobre don Manuel quedó en la caja en una postura muy fea, ya que no pudieron estirarle las piernas y hubo que ponerlo de perfil en una caja anchísima, como en cuclillas; las manos empuñándose el pecho, como quedó cuando le dio el infarto. Y la cabeza muy echada hacia atrás. Durante toda la tarde desfiló ante el muerto medio pueblo, más por bacinear que por amor, y luego, hasta las tres o las cuatro de la mañana, velatorio más o menos bostezado.

***

La hora se sabía muy bien Manuel González, alias Plinio, porque cuando sonó el teléfono de su casa eran las cinco en punto de la mañana en el reloj de su mesilla de noche. Estaba Plinio en el mejor de los sueños, junto a la Gregoria… aunque separados como buenos jubilados matrimoniales, en las horas nocturnas. (Luego contó Plinio que cuando sonó el teléfono estaba soñando con que Justo el Navajero tocaba el clarinete, tan bien como lo tocaba, pegado a su oreja). —¡Manuel! ¡Manuel! —le gritó la Gregoria. Desde que Manuel, sobresaltado, se sentó en la cama, hasta que supo que la causa de aquel corte de sueño fue por el timbre del teléfono y no por el clarinete del Navajero, pasó un buen rato. Manuel se abrochó el pantalón del pijama para no llegar al auricular con el cuerpo bajo al aire, se calzó las zapatillas sin talón y echó hacia el pasillo donde estaba el aparato negro y quieto, pero sonando como una pancilla metálica. —¿Quién es? —gritó casi agresivo y sujetándose con la mano izquierda el pantalón. —Manuel, soy el número Ramiro, Ramiro el bajo, que siempre hago guardia de noche, porque de día vendo en la plaza… —Ya. Sigue.
—Sigo, ¡leche!…, ¿por dónde iba? … Que le llamo porque acaban de denunciar que ha aparecido uno de esos dormidos que a usted le gustan tanto, pero depositado en el mismo portalillo de la puerta de la iglesia que da al Pretil. Sí, tumbado todo lo largo que es sobre el poyete de piedra y con la bragueta completamente abierta y abultadísima, con perdón. —No me digas. ¿Cuándo? —Hace un rato que ha venido a decírmelo Tomás Torres. Cuando el hombre, después de acompañar un rato al padre muerto, salía para su casa por aquella puerta para llegar antes, usted me entiende, y cuando ya no quedaba casi nadie de velatorio, notó que pisaba una cosa alta y blanda, así como una barriga, usted me entiende, y le echó el mechero a la cosa, pensando si sería otro muerto, que hay días que mueren dos o más, y se encontró con el hijo mayor de Bocasebo, que dormía sonriente al tiempo que se metía el dedo como jugando a buscar el bicho, por los pantalones desabotonados. —¿Cuál es el hijo mayor de Bocasebo, que tiene siete? —El que se casó con la Repizcá, el de las pecas en el cuello. —Ya sé quién dices, aunque nunca me fijé en sus pecas en semejante parte. —… Y como sé que usted anda muy aplicado en este caso de los dormidos, me he dicho: aunque le despierte se lo digo. ¿A que he hecho bien, jefe? —Gracias, Ramiro, te lo agradezco mucho. Y voy en seguida para allá a ver si le descubro en el cuello las pecas que dices. —Es que son en el cuello de atrás, jefe, en la garganta nada. Y no tiene nada que agradecerme, bien sabe Dios que lo he hecho con mucho gusto. —¿Lo habéis movido? —No, señor jefe, allí sigue en su poyete de piedra. Espero sus órdenes.
—¿Lo ha visto gente? —Muy poca. Ya ve usted las horas. Todo el mundo está dormido en su cama y no en las piedras… El pueblo entero está en el ronquío. —Pues que te echen una mano los compañeros. Pídele de mi parte permiso al párroco y metedlo ahí en la sacristía. Voy rápido. —… Pero una pregunta: ¿le abrochamos la bragueta para que no se le vea el bulto? Lo digo como estamos en la iglesia y demás… —Sí, abróchasela antes de entrarlo. —En un descuido haré eso que no hice nunca. ¿Avisamos a la familia o a alguien? —No… Ya irá él solo cuando se despierte. Hasta ahora mismo entonces. Lo que tarde en echarme agua en los ojos. Plinio colgó el auricular y volvió a la alcoba rápido sin soltarse la cintura de los pantalones del pijama, que le venían tan anchos, con ambas manos. Y mientras se vestía el uniforme le contó a la Gregoria lo del nuevo dormido. La Gregoria, que ya impacientá estaba sentada en la cama, lo escuchó haciendo guiños de despabilada mientras se recogía el pelo y dijo al fin: —Te hago corriendo el café.
—Eres muy buena, Gregoria. —A buenas horas, mangas verdes. Ya con todas las prendas encima, se tomó la taza de tres tragos, encendió el pito y se echó a la calle, todavía nochera, y, aunque preñada de agosto, sintió refrior. —Que lo despiertes bien, Manuel. —Y que yo no me duerma. Eso de que así que hay un acontecimiento «sonao» pongan al dormido cerca del lugar, como cuando las bodas falladas, por no folladas, del ingeniero…, iba pensando Plinio con ambas manos en los bolsillos del pantalón, y mirando al suelo con mucho cuidado para no tropezar con tantos altos y bajos como hay ante cada portada para el paso de los tractores, y con tan poca luz. Por la calle de Socuéllamos no se veía una sombra, ni boina, ni raja de luz tras las ventanas.

Sólo la sombra de Plinio bajo las luces altas y el ascua de su cigarro nervioseado. Esperando en la esquina de la plaza, frente a la relojería y fotografería de Isaac Vega, estaba Ramiro, el guardia, esperándolo también, con morrete de fresquillo y los párpados medio plegados. —Coño, no me levantaba a estas horas desde que se puso de parto mi hija Alfonsa —le dijo Plinio con tonillo de saludo. —Ni yo, aunque haga tantas guardias, desde que me dolió la apéndice. Estaba la plaza sola total, el cielo con su chisporroteo de estrellas y algún meneo de las ramas de los árboles por la inquietud de los pajarillos. Sin más decires, Plinio y Ramiro echaron hacia el Pretil, con el taconeo que les devolvía el cemento en aquel silencio. Pasaron ante el Casino de San Fernando y la puerta principal de la parroquia, doblaron el Pretil y ya estaban en la entradilla, entre la puerta de la calle y las laterales que daban paso a la iglesia. Cuidado, jefe, no lo pise, que lo he dejado aquí. He preferido no entrarlo hasta que viniera usted —dijo Ramiro echándole la linterna al hijo de Bocasebo—. Y el tío no deja de sonreírse, como si le hicieran cosquillejas. —¿Y eso de la bragueta que decías? —Se la he abrochado con mucho tiento para evitar alzadas y toqueteo. A Tomás Torres, que seguía allí para ayudar a lo que fuera, le dijo Plinio: —¿Llegaste a pisarlo, Tomás? —Poco, pero si estiro un poco más el pinrel lo desbarrigo o me habría roto el casco. —Bueno, ¿por qué no lo habéis llevado a la sacristía, Ramiro? —Y Plinio clavó al dormido los ojos en las pecas del cuello para recordarlas. —Por dos artículos: primero porque ya se habían llevado la camilla de la Cruz Roja y no podíamos con él; y segundo, porque como no pasaba ya nadie por aquí a estas horas, pensé que era mejor que lo viera usted en su estado. —Bueno, vamos con él a la sacristía a ver si se despierta. —¿Se le ha caído algo de los bolsillos? —Nada caído, jefe. —Pues llama al otro que está de guardia para que nos ayude a meterlo en la sacristía hasta que amanezca, a ver si se aclara algo. Cuando vinieron los policías, y con la ayuda de Tomás Torres, lo cogieron en brazos y por la nave de la derecha, muy pegados a las capillas y confesionarios, lo llevaron hasta la sacristía, sin que los vieran las pocas personas que allí había, entre ellas María Rosa, que rezaban sobre los reclinatorios muy pegados al catafalco del cura. Ya en la sacristía dejaron al dormido sobre un sofá ancho. —A éste lo ha dormido alguien dándole por la embocadura, jefe —dijo Tomás Torres. —¿Por la embocadura? —Sí, digo dándole de beber algo. —Sepa Dios qué, porque ahora, fíjate, está besando esa estola colgada en la cajonería, como llaman los curas a ese armario donde cuelgan todas las investiduras, y que le estaba rozando la mano. —Es verdad, y antes también ha besado mi mano y sonreído como si le diera gustillo. —Qué raro es todo esto, Santo Dios… Pero marchaos, que yo me quedaré con él, a ver si despierta y dice algo. —A la orden, jefe. Y Plinio se sentó en el único banco de madera vacío, pues en el otro, puesto ahora no sabía por qué junto a la cajonería, dormía el Bocasebo con aquel gesto tan apañado. 

Plinio, ya solo, echó un vistazo a las puertas de la sacristía: la de la izquierda que lleva a la nave central y que también conduce a los servicios, en el más puro sentido del plural; la de la derecha, que lleva al altar mayor, y la del archivo. Y todavía la puerta que sale a la calle de Veracruz. Se fijó en la fotografía grande de una imagen de la Virgen, en el armario empotrado y en la mesa de despacho del centro, todo bajo una sola luz, pobrilla, pobrilla. Cuando transcurrió un rato sin novedad y Plinio ya se sabía la sacristía, se le ocurrió acercarse al sofá y pasarle la mano por el pelo a Bocasebo, a ver si se le notaba algo de bandolina, pues con tan poca luz no se le advertía brillo alguno. Pero Bocasebo, al sentir la mano sobre la cabeza, se la tomó a Plinio y se la llevó a la boca —y lo que fue peor— también sobre las narices, un tanto goteronas y empezó a besársela con un hambre que Plinio se sintió como atacado por un maricón. Después de breve forcejeo, le quitó la mano como pudo, se secó las babas y los mocos y quedó con los ojos fijísimos en el pecoso Bocasebo, que sí mostraba brillos de bandolina y que le parecía estar más inquieto que los demás dormidos de los días anteriores. Poca gente debía estar velando al cadáver de don Manuel ya a aquellas horas, porque en la sacristía no aparecía nadie. Como en su vida había hecho Manuel un servicio en semejante lugar, se echó una sonrisa a sí mismo y se dio unas vueltas por todo lo largo de la sacristía para ver de cerca tantos aparejos de iglesia. Se paró ante un cuadro muy grande de Cristo pintado al óleo, que estaba pasada la puerta del archivo. Mirándolo estaba sin apenas poder distinguir nada por la poca luz que allí había, cuando oyó que se abría la puerta. Volvió la cabeza y la gran sorpresa: era el Bocasebo, ya levantado, que miraba hacia uno y otro lado, confundido de encontrarse en semejante parte, como les pasaba a todos los dormidos cuando conseguían hacerse vivos. El pecoso ni reparó en el guardia y lo miraba todo rascándose el pelo; por cierto que algo debió notarse en él, puesto que después se miró y se olió las yemas de los dedos. Como para mejor comprobar el recién despierto que estaba en su ser, se buscó el paquete de cigarrillos, encendió, chupó con gustísimo, echó el humo por todos los agujeros y le asomó en la cara un regusto muy grande, según el parecer de Plinio. Había una tranquilidad en sus ojos, como si siguiese adormilado… Y el caso era que la viveza con que chupaba el cigarro, no estaba a tono con el aire un tanto traspuesto que digo. Por fin, Bocasebo se puso de pie con ese ritmo un poco sonámbulo, dejó caer el cigarrillo sobre una escupidera y echó a andar con cautela hacia la puerta por donde salen los curas a decir misa. Se asomó con cuidado, hizo un gesto de lenta extrañeza al ver el catafalco de don Manuel allí entre velas y, después de mirarse el reloj de pulsera, pasó cerca del cadáver sin mirarlo, con aquel aire sonámbulo, y sin mirar a la María Rosa, a dos monjas y a un cura que rezaban en reclinatorios próximos. Bajó la escalerilla mirando mucho los escalones del altar como si temiera caerse y marchó hacia la puerta de la iglesia donde lo depositaron, o se depositó él, la del Pretil. Plinio, cuando lo vio ir hacia la calle, cruzó también el altar mayor, aunque muy pegado a un lateral, ante la sorpresa de los rezadores, y fue a la misma puerta del Pretil. Desde el poyete de piedra, Plinio lo vio avanzar hacia la plaza y no apareció en ella hasta que el despertado se cruzó a la esquina de los Paulones. Tendría ya Bocasebo unos cuarenta años de edad, pero a Plinio le parecía mucho más joven, por el corte de cuerpo y el aire de sus pasos, aunque de medio dormido. No cabía duda que iba calle de la Feria adelante. Plinio lo siguió desde lejos, pues no era fácil que se le perdiera, porque todo estaba solitario. Siempre tan prudente, prefirió no seguirlo por la misma acera, y se cruzó dándole vuelta a la plaza, sin perderlo de vista, a la acera de correos y sin despegarse de la pared, pues tenía la sensación de que Bocasebo, el pecoso, andaba no muy seguro de saber hacia dónde iba, aunque no a su casa, porque todos los Bocasebos vivieron siempre en la Carrera de San Jerónimo (de Tomelloso, se entiende).

Plinio tanto quería no ser notado, que a pesar de las ganas de refumar, no encendió. Además se quitó la gorra de plato y se la pegó con ambas manos en la riñonera para ofrecer menos su perfil, si al pecoso le daba por torcer el cuello. Todavía le faltaba a Plinio un buen trecho para llegar a casa de Castillo, cuando vio que su seguido se cruzaba de acera, justo al llegar frente a la calle Mayor. Al verlo sintió un pálpito muy grande y tanto miedo de ser visto que se pegó a la pared cuanto pudo. Bocasebo, de pronto, como despabilado, había acelerado el paso. De modo que hasta que el dormido o medio dormido quedó en palillo de sombra, Plinio avanzaba con pasos de pisapunto y sin arrastrar los pies… «Éste va a la colonia de las ingles, tan fijo como hay gargueros», se dijo el guardia. Ya por el final de la calle Mayor, las luces quedaban muy separadas. «… Mal sitio. Por aquí, como me descuide, se lo traga la tiniebla». Aceleró el paso. Ya en la parte misma de la gitanería, la oscuridad era piconera. Menos mal que en seguida, en las casas prohibidas, tan relimpias y renuevas, sí que había una luz sobre cada puerta, para que el que llegase cachondo pudiese apuntar bien con los ojos, no equivocarse y dejarse el ansia en el Canal del Príncipe. Durante unos segundos, Bocasebo se lo tragaron del todo las sombras de las casas gitanas, pero pronto reapareció tan telendo, con menos aire de dormitado, y empezó a desfilar ante las puertas de las casas, como si supiera muy bien a la que iba. Y así pasó ante las puertas de la Toledo, de la Olga, de las Pichelas, de la Leónides, de la Mari Paz, hasta que se clavó delante de una de las últimas, la de la Mora y, levantando el brazo con mucha cansinería, como si otra vez estuviera adormiscado —Plinio se fijó muy bien—, apretó el botón del timbre. Amañanar, lo que se dice amañanar, no, pero el cielo empezaba a empavonarse un poco. Se veían los bultos más cerca y con más perfiles. Las putimozas que no estuvieran de dormida con el macho de la noche, y sintiendo los pelos de los muslos en las nalgas, estarían dormidas de verdad por su cuenta y el culo más frío, porque el del cuello pecoso, después de esperar dos buenos ratos, tuvo que timbrear por vez tercera y tan sostenida que el repique del timbre, aunque encerrado, y bastante lejos, lo oyó Plinio. Abrieron al fin, pero el Bocasebo no entró. La que le abrió ¿sería la misma Mora? y en camisón azul, que bien se la veía por la puerta entornada discutir con el trasnochador. A lo mejor a aquellas horas, aunque es raro en tales sitios, no querían abrir. Plinio aguardó, y hasta le llegaron recortes de voces. A ver qué pasaba…, y pasara lo que pasara, sin saber qué camino tomar, o con qué pretexto dar él la gorra a aquellas horas en semejante sitio. Y en aquel momento —Plinio se había acercado mucho más— vio perfectamente que el ex dormido se sacaba la cartera del bolsillo interior y ofrecía un montón de papeles verdes a la Mora y que después de unas palabras más y una sonrisa de raja, tomó la oferta y lo dejó pasar. Fue ahora Cuando Plinio, ya sin temor de ser visto, sacó el «caldo» tan deseado en aquella larga madrugada y empezó a chupetear y a echar humo, con toda el alma, mientras pensaba de esta manera: «… A éste, la Mora no lo dejaba pasar a hacer uso del colgante, porque no hay ninguna con las ingles desalquiladas. Pero como se ha puesto tan terco y ha soltado hojas, le va a procurar lo que pueda o lo que quiera.

Depende de los billetazos que haya liberado. De modo que uno lo que va hacer, hasta que consuma el “caldo”, es aguardar aquí tranquilo y cuando haya pasado tiempo de bragueta suficiente, llamar, entrar y empezar las averiguaciones». Por el comienzo de la colilla del cigarro estaba, que brillaba en la noche como pizca de estrella, cuando observó por una ventana que se encendían las luces de la habitación de la izquierda del chaletito. Estuvo así como cuatro o cinco minutos encendida, hasta que las rejas de la ventana volvieron a quedar negras.
«Ya se han ensabanado, seguro. Pues voy antes que se vuelva a dormir la del camisón, sea la Mora o la lugarteniente, y empiece el trabajo riñonero». Tiró el cigarro, lo pisó. Notó que pasó un cuervo siseando, con la sombra de sus alas más negras que el cielo, algo clarioncillo ya, se cruzó hacia la puerta de la casa de la Mora, y cuando llevaba el índice al botón del timbre, Plinio con la otra mano se rascó la nuca, a la vez que pensaba: «A ver qué digo yo ahora». Sonó el timbre muy en lo hondo de la casa y esperó: «Supongo que no le habrá dado tiempo de quitarse el camisón, a la que abrió la puerta». Y aguardó. Pero nada, ni paso. Con el dedo más decidido volvió a tocar dos minutos después. —¿Quién es? —oyó que le gritaban tras una persiana. Manuel iba a contestar desde la puerta, pero fue hacia la persiana sin decir palabra, y con paso bien aplomado. Asomó por fin la cabeza de la mujer que antes abrió al pecoso, como supuso Plinio. Lo reconoció en seguida la Mora, y con voz melosa: —Buenas noches…, quiero decir buenos días tenga usted, Manuel. ¿Le puedo servir en algo? —Ábreme y ya lo sabrás. —¿Pues qué pasa? —Nada grave. Abre. —No faltaba más. Un momentico. Plinio volvió hasta enfrentarse con la puerta de la calle. En seguida vio por las rendijas que habían encendido las luces… Y a poco le abrió la puerta, pero con una bata color sangre de toro y no azul como antes. —Adelante, Manuel. Pasó hasta un entre medio-patio y medio-recibidor, también muy bien puesto, con fotografías grandes y enmarcadas de artistas del baile y del cante y cada cual debajo de unas lámparas con bombillas en forma de zanahoria. —Siéntese aquí, Manuel, si viene de asiento —le dijo la Mora señalándole un sofá largo y muy bien tapizado con terciopelo color celeste, de colcha. —Muchas gracias, que sí vengo de asiento. Y se dejó caer en el sofá, mientras la Mora lo miraba intentando adivinar. —¿Quiere usted un café, Manuel? —Muchas gracias. —Pues usted dirá… a estas horas. —Siéntate aquí, a mi lado. —No faltaba más.
—Y perdona si te he despertado. —Me había despertado otro que llegó un momento antes que usted. —¿Quién? —El hijo de Bocasebo. —¿El de las pecas en el cuello? —En el cuello y en todo el cuerpo, oiga usted, porque me han dicho las chicas, que conforme le caen cuerpo abajo, se le amontonan las pecas de tal manera al llegar a semejante parte, usted me entiende, que todo se convierte en peca sola. Es decir, todos sus bajos tienen el color de nuez de las pecas. —¿Por los muslos y piernas también? —No, por lo visto traspasadas las ingles ya empiezan sus carnes a clarearse de nuevo. —Qué cosa más rara. ¿Y a qué ha venido a estas horas Bocasebo? —Pues ya se puede usted imaginar. —¿De dormida? —No sé si de dormida o de ocupación. No creo que tenga fuerzas para lo último, pero debe estar con el eje nervioso, porque hoy es la segunda vez que viene. —¿Y a qué hora estuvo la primera? —preguntó Plinio eufórico. —A la caída de la tarde o así. —¿Y a qué hora se fue? —¡Ah!, no sé. No lo vi salir. —¿Y varía mucho de hembra? —Suele cambiar bastante. Pero hoy lo está haciendo por segunda vez con la misma. —¿Y quién es ella? —¿Tanto le interesa? —Sí. —Con la Remedios, una catalana que está muy buena. —¿Una catalana aquí? Eso no es corriente. —Pero, Manuel, putas hay en todos los estados autonómicos. —Sí, pero como pilla tan lejos… —Ésta, según cuenta ella misma, es que no para muchos meses en ninguna parte de España. —¿Por qué? —Debe ser porque le gusta mucho cambiar. —¿Tardará en salir? —No creo. Ella estaba muerta de sueño y lo largará en cuanto pueda. ¿Quiere que le traiga ya un cafetillo para suavizarle la espera? —¿Y por qué sabes tú que voy a esperarlo? —Hombre, Manuel, eso está tirao. —Pues tráeme el cafetillo, pero mediado de leche. —¿Como se los pone la Rocío? —¿Cómo sabes tú que me los pone así? —Hombre, eso lo sabe toda la provincia. ¿Le hacen unas magdalenas? —Unas soletillas mejor. —Tengo por casualidad. —Pero a ver lo que me cobras. —Pues nada, Manuel. No faltaba más. Esta casa es suya. Plinio, solo bajo la lamparilla, comenzaba a cabecear con buenos golpes de barbilla, cuando llegó la Mora con café y las soletillas. 

Y ya cuando estaba comisqueando a gusto le preguntó: —¿Me permite usted, Manuel, una pregunta? —Según la que sea. —¿Por qué busca usted a Bocasebo, el de los cojones de peca, como le llaman aquí? ¿Es que ha hecho algo malo? —Eso es cosa mía. —Usted disimule… Si quiere usted que llame a alguna chica para que lo distraiga mientras acaban ésos… —No, que las pobres estarán durmiendo. Acuéstate tú, si quieres, que yo espero solo tan a gusto. —No faltaba más, Manuel, que yo ésta no me la pierdo. —¿Nuestros ocupados están en la alcoba particular de la Reme esa o en una para el trabajo? —Están en la alcoba donde la Reme duerme de verdad. —Entonces a ver si se van a dormir de verdad los dos y me tienen aquí hasta la hora de ir a la escuela. —No creo. La Reme no duerme con los de pago. De todas formas voy a hacer oído. Y sin añadir palabra se levantó telenda, fue hacia la última puerta del pasillo de enfrente y puso la cara bien pegada a la madera. Al ratillo volvió con la cara de extrañeza. —No se oye quejido, colchonear, ni suspiros. —¿No te digo? Se habrán dormido. —¿Y qué hacemos? —Vamos a esperar un poquillo. Y si tardan, actúo. —Yo no puedo estar aquí hasta que amañane, Manuel. —Pues vamos ya a echar un ojeo. —Hombre, Manuel, parece feo. Y a lo mejor han cerrado por dentro. —Claro, Mora, para que no los sorprendan pecando. Qué cosas dices. Bueno, me echo otro pito…, en el buen sentido, y si no salen, actúo. —Como usted quiera, que al fin y al cabo es la autoridad.

Entre los últimos tragos, chupadas y algún paseíllo, pasó una media hora hasta que Plinio dijo, ya impaciente: —Vamos a ver qué pasa. Ya ha estado bien —y echó a andar por el pasillo seguido de la Mora. Ya ante la puerta, Plinio le cedió la manivela: —Abre a ver. La Mora se adelantó, tomó la manivela y la ladeó con mucho tiento. Se asomaron. La habitación estaba a oscuras total. Plinio echó de menos la linterna de don Lotario y encendió su mechero. Sobre la cama de matrimonio, ancha y elegantona, le pareció que sólo dormía la Reme hecha un burujo. Movió el mechero de un lado para otro. No había duda de que sólo estaba la mujer. La Mora, por su cuenta, encendió la lámpara de la mesilla, dorada y con pájaros surrealistas pintados en la pantalla. —¿Pero dónde está Bocasebo? —le preguntó a la Mora Plinio extrañadísimo. —¡Ah! —dijo (mejor expresado, no dijo, sino que aparentó decir, encogiéndose de hombros). La Reme, al oír hablar, más que al encenderse la luz, empezó a despertarse con cien parpadeos. Por fin abrió los ojos del todo y al ver a quienes la contemplaban, y sobre todo a Plinio, de un salto de culo se incorporó en la cama. —¿Pero qué pasa? —¿Dónde está tu pareja? —le preguntó Plinio con gesto muy severo. —¿Mi pareja? —Sí, mujer, el último, el de las pecas. —¡Ah! Yo qué sé. Cuando cumplió se fue a su casa. —¿Que se fue? —dijo Plinio extrañadísimo—. Acababa de entrar cuando llegué yo. Y no le he visto salir.

Como no lo haya hecho por la ventana del cuarto… —No, claro que no… Salió por esta puerta. —Que te digo que no y ya ha estado bien. Y levántate, que hablemos en serio. La Reme, con poquísimas ganas, se sentó en la cama, se echó encima la bata que tenía sobre la colcha y, al ponerse de pie, Plinio, sin poderlo remediar, sintió una nerviada por toda la espalda y parte de sus vueltas. Aquella talla de cuerpo, y sobre todo aquel culo, almohadón magistral, rítmico de curvas, de honduras y seguro que de gestos verdes y pedos luminosos, era el que le había descrito Salustio con aquella encendida expresión de ojos, de manos volatinas y como pellizcadoras de molletes etéreos. ¡Qué buenísimo apaño de culo y de cintura! Y la Reme, levantada, hasta en el momento simplón de ponerse la bata, movió el cuerpo de aquella manera tan rica. —¿Tú saliste a despedirle, Reme? —le preguntó la Mora. —No, jefa, yo estaba caída de sueño y le dije adiós a medio labio. —¿Pues no has dicho que lo viste salir por esta puerta? —casi le gritó Plinio, aunque sin quitarle los ojos. —No sentí que saliera por otro sitio. Y le oí casi entre sueños. A lo mejor, al verlo a usted, si vino siguiéndolo, como parece, salió escondiéndose —dijo ella muy inclinada ahora sobre sus muslos mientras se calzaba las zapatillas. —Oye, Mora, enciende la luz del techo —sólo estaba encendida la de la mesilla. —Sí, Manuel. Y con cara de no saber por qué le mandaban aquello fue al interruptor que estaba junto a la puerta. Cuando encendió la luz de neón, que dejó el dormitorio de un azul clarísimo, Plinio, con una rigidez inesperada se acercó a la Reme y empezó a mirarle la melena. Ella le sacaba la cabeza de alta al jefe de la G. M. T. —Agacha un poco la cabeza que te vea mejor el pelo. —¿Pero qué pasa? —¿Qué te echas en el pelo, Reme? —Qué cosas, jefe, ¿usted qué cree? —Bandolina, como las antiguas. —Qué vista, jefe. Pero muy poquita. Así con la punta de los dedos. No quiero que se me ponga duro el moño como a nuestras abuelas. —¿El moño…, hermosísima? —se le escapó a Plinio.
—Es un decir. —¿Es que en Cataluña también se echaban antiguamente bandolina? —Claro. Como en todos sitios, al menos las de mi familia. —Vaya, vaya. ¿Y dónde la tienes? —¿El qué? —La bandolina. —Aquí, jefe, en el tocador. ¿Dónde la voy a tener? —¿Y a quién más le echas bandolina? La Reme quedó mirando fijamente a los ojos de Plinio. Se puso muy seria y poco a poco, arruga a arruga, empezó a llorar. Y luego, así llorando como desesperada, se tiró sobre la cama boca abajo. En cada gimoteo Plinio sentía como si aquel culo, nalgas arriba, en un rock gratísimo lo incitara, y hubo un momento en el que tuvo que contener la respiración para no hacer una cosa fea, y de un cabezazo brusco quitó los ojos de aquellos dos lugares medioluneros, que también besaba el aire al compás del gimoteo. 

La Mora, con cara de vencida al ver el llanto y la derrota de la Reme, tomó a Plinio de un brazo y le dijo: —Venga usted aquí fuera, que hablemos un momento. Plinio la miró sin comprender del todo, al menos de momento, y agachada la cabeza se fue tras ella, que apagó las luces y tiró de la puerta dejando a la Reme en su llanto boca abajo. La Mora, sin soltar el brazo de Plinio lo llevó hasta el sofá de fuera, donde antes estuvieron. —¿Qué pasa? —¡Ay, señor! Unos por mucho y otros por poco… Aquí al revés, mejor dicho, que la pobre Reme es muy desgraciada… En ninguna parte la quieren… No calienta el nido en ningún pueblo o capital. A los pocos meses tiene que salir pitando. Por eso siendo catalana cayó aquí y ahora está para marcharse a Sevilla. —¿Tan buena como está? —Tal vez por eso. —Pero será una mina. —No lo sabe usted bien. Hay tíos, como hoy Bocasebo, que vienen dos veces en un día. Pero el trabajo que me da y los líos que me trae no se los puede usted imaginar. —Ya… ¿Y por qué se echa bandolina? —¡Ah!, rarezas de ella… Que buena está, ¡pero rara también! —Pero bueno, ¿qué es lo que pasa de verdad? —Yo no se lo puedo explicar bien, porque ella tampoco lo sabe a ciencia cierta… estoy segura… Pero raro es el día que no tengo que acompañarla en su coche para dejar por ahí a «sus muertos», como ella les llama. —Un momento —dijo Plinio levantándose impetuoso y yendo otra vez a la habitación donde estaba la Reme. Abrió con su llave. La Reme había vuelto a encender la luz de la mesilla y, aunque con quejidos más bajos y ya tapada, seguía llorando. La Mora, sin encomendarse a nadie entró, corrió una cortina que había muy pegada a la pared, frente a la cama, y apareció una puerta. La Mora tiró de la manivela y abrió de golpe. Encendió una luz interior que había tras la cortina, se vio una especie de armario empotrado, mejor diría de habitación pequeñísima, porque toda era de tabiques, y sobre uno de los tres divanes estrechos que dentro había, cubierto con una manta, que en aquel momento besuqueaba entre sueños, estaba Bocasebo, vestido muy malamente, sin corbata, despeinado y sin brillantina en el pelo, descalzo y solo, con los calcetines torcidos. Plinio lo miró y remiró muy bien, sin cara de alegría ni de sorpresa. —Y dentro de un rato, si no hubiera venido usted, entre las dos, en el coche de ella, lo hubiéramos tenido que llevar por ahí para no almacenar aquí «muertos de gusto». —¿Pero eso le pasa a todos los que la montan? —No. Sólo a uno de cada ocho o diez. —¿Y los que aparecen así dormidos de gusto en otros pueblos de la provincia? —Pues que nos enteramos que son de allí, por su documentación o la de su coche, y los llevamos para no amontonar en Tomelloso demasiados dormíos. —¿En el suyo o en el coche de ella? —Vamos en los dos, cada una en uno, para luego podernos volver. —Ya. —Pero bueno, Manuel, esto ya está terminado. La Reme se largará mañana o pasado. Esto ya ha estado bien. —Explícame más detalles. —Si no hay nada más. —Ya lo sé, pero tengo mucha curiosidad por conocer esto bien, pues nunca he visto nada igual. —Pues que se lo explique ella, que le gusta mucho explicarlo. —¿Cuándo? —Ahora. Si está despierta nos está escuchando y seguro que viendo. —¿Y a éste lo dejáis aquí toda la noche liado en la manta? —¡Ea! Ya hasta mañana no podemos hacer la excursión… Además, sabiéndolo usted ya… La Mora corrió las cortinas, echaron una ojeada hacia la Reme, que aparentaba dormidísima, apagó la luz, salieron y cerró la puerta con mucho cuidado. —Ni hablar de dormida —le dijo la Mora a Plinio cuando salieron—. Me la conozco como si la hubiera dormido toda la vida en mis brazos. —Venga…, cuéntame, por favor. —¿Pero qué quiere usted que le cuente? —Por ejemplo, ¿cuándo llegó? —No hace un año todavía. El mes que viene lo hará. Sí. —¿Me das otro café si no te importa? —dijo Plinio con la boca seca. —Al contao. —¿Y cuál fue el primero en caer y que te dio la pista? —Espere usted que le traiga el café. Ya clareaba por los cristales del montante y las ventanas, y Plinio sintió el primer refrior de aquel largo verano. Tardó un buen rato la Mora en traer el café, tanto que Plinio volvió a tener tiempo de dar otras cabezadas, aunque sin olvidar al Bocasebo entre la manta y metido en aquel cuchitril. Cuando ya Plinio, sentado otra vez junto a la Mora comenzaba a cabecear, de pronto se abrió la puerta de la alcoba de trabajo y apareció la Reme muy arreglada y con un maletón en la mano. —¿Pero dónde vas? —Me voy a mi nuevo destino, a Sevilla. Después de lo de esta noche no aguanto más aquí. Me ha llegado la hora. Como en todos los sitios. —Pues anda…, Manuel es un hombre discreto que no va a ir diciendo nada por ahí. —Me es igual. —Venga, mujer, siéntate un momento y cuéntamelo todo. —¿Para hacer una ficha? —O una novela. Quién sabe. Al dejar la maleta y sentarse en el sofá, Plinio volvió a admirarse del rítmico curveteo de todas sus circunferencias. —Venga, pregunte. —Los dejo solos para que puedan hablar a sus anchas —dijo la Mora levantándose. Plinio miró hacia la Mora, como consultándole. Y ella le meneó la cabeza carigrafiándole que a la Reme le parecía muy bien que se fuera. —Gracias, Mora, por su fineza —le dijo Manuel a la encargada mirándole la espalda de la bata color sangre de toro. Y luego a la Reme: —Cuéntame, hermosura. —Cuento. Y las que va a escuchar serán las últimas palabras que diga en Tomelloso. Dentro de un rato lo borro del mapa. La Reme, como pensando por dónde empezar, quedó mirándose las dos manos casi juntas sobre las cuestas parejas de sus muslos subidos. Plinio esperó, cuchereó el café de la taza y volvió a raspearle todo el cuerpo con los ojos. —… Todas mis desgracias, Manuel —empezó la Reme mirando muy fijamente al guardia a los ojos—, vienen de una cosa que da risa. —Venga, dime qué cosa, que no me río. —¡Ay!, que no. Verá cómo sí se ríe. —Todas tus desgracias vienen… —De que yo les doy demasiado gusto a los hombres. —No me jodas. —Pues jodido queda. —¿Porque estás muy buena… como puede verse? —No lo sé, le prometo que no lo sé. —¿Entonces, porque eres cachondísima? —Tampoco. 

Yo, la mayor parte de las veces lo hago, como todas las del oficio, por deber, echándole teatro a la cosa y sin pizca de gusto. Poniendo las posiciones, las caras y dando los gritillos que pone y da uno cuando se corre de verdad… Eso sí, palabra que lo hago tan bien, que raro es el jinete que sabe cuándo me muero de gusto o me muero de aburrimiento… Ahora mismo me acosté con Bocasebo, como me podía haber acostado con una caja de esponjas a estreno… y él lo pasó como en la gloria. —¿Entonces les basta verte en cueros para sentir tanto gusto? —Le doy mi palabra, guardia, que no lo sé. Llevó veinte años, que se dice pronto, intentando averiguar por qué se lo pasan tan bien conmigo… y no lo sé porque cada vez creo que es por una cosa. Mejor dicho, he podido experimentar que es por todas, según como les pille el cuerpo. —Bueno —le preguntó Plinio, ahora poniendo cara como de que ya sabía lo que le iba a contestar—, ¿qué les pasa cuando les da tanto gusto a tus parroquianos? —Nada, que les noto yo que les da mucho, mucho, muchísimo gusto. —¿Nada más? —Déjeme acabar… Tanto gusto que algunos se me quedan dormidos por cuatro o cinco horas… o más, y tengo que quitármelos de en medio como sea, porque hubo días que junté tres tíos dormidos bajo la cama, o en el armariete que usted ha visto, que ya me preparan en todos sitios. Y , claro, con razón las dueñas o las encargadas se cabrean mucho… En fin, «los dormidos», que según sé, usted ya ha visto varios… —¿Y se te quedan dormidos nada más acabar el acto? —No Plinio, y perdón por decirle el apodo, a mí, nada más acabar el acto se me quedan dormidos casi todos, por no decir todos, todos, pero a los diez, quince o veinte minutos resucitan. Pero hay otros, afortunadamente los menos, que usted sabe, que sin saber por qué, no se hacen vivos en un cuarto de día. —¿Y dices que no es porque les hagas algo especial? —Les hago lo que a todos poco más o menos… No, no es cuestión de caricia alta o baja, larga o corta, es cuestión de cómo les pille el cuerpo o pillen el mío, que también pudiera ser… Que clientes tengo a pares que, haciéndome o haciéndoles lo mismo, unas veces duermen cinco minutos y otros toda una siesta. —¿Quiénes se duermen más, los jóvenes o los mayores? —Ya jóvenes vienen pocos a estos sitios. Casi siempre madurones y viejos ansiosos… Aunque yo no sé nada de medicina, no sé si consistirá algo en la edad de la vejiga, de los chilindrines o de los capullos a punto de jubilación… Por eso, jefe, cuando se despiertan por ahí, todos se callan, porque son casados, padres y hasta abuelos. Y nadie, por gilitortas que sea, va a contar por ahí que se ha dormido encima del vientre de una…, si es que lo ha hecho al estilo cartaginés. Y que lo han tenido que dejar dormido en una era. —Otra pregunta antes de seguir: ¿y por qué luego dejas a los dormidos en sitios tan llamativos? —Eso, si es de noche, para que los encuentren en seguida y no se mueran al sereno de frío o atropellados por algún auto… Anoche, sin ir más lejos, nos enteramos que en la iglesia había un cura de cuerpo presente, pues dejándolo allí seguro que encontraban al pobre Bocasebo al contao, y no le daba tiempo ni al resfriado. —Otra pregunta. —Venga, jefe. —¿Y luego por qué los peinas con bandolina? —Sabía que me lo iba a preguntar usted —y empezó a reír culeando con mucho campaneo sobre el sofá, hasta el punto que Plinio creyó un momento que sus manos, aunque en situación de reserva, se le iban sin poderlo remediar a aquellos cibantos tan vivos y balagueros—. Es que, Manuel, me da lástima dejar a mis dormidos tirados por ahí, con el pelo suelto, con las crenchas hasta la boca. Comprendo que es una manía, pero no lo puedo remediar, y antes de depositarlos en la cama dura del campo o de la calle, saco el frasco de la bandolina, que siempre lo cojo cuando llevo «muerto» y ya en el suelo lo peino y lo repeino. —¿Y por qué con bandolina precisamente? —Pues ¿qué quiere que le diga? Porque le tengo afición. Mi madre y mi abuela siempre se la echaron y me parece que no puede haber peinado perfecto sin bandolina… Yo misma, aunque muy poquita, ésa es la verdad, por no parecer carroza, siempre me echo unas gotillas, como le he dicho. —¿Sólo en el pelo de la cabeza? — preguntó el guardia con astucia de pálpito. —Claro. ¿Dónde quiere usted que me la eche también?, ¿en las barbas del horcate, como dicen aquí en su pueblo? —Pensaba —dijo Manuel un poco corrido— si podría ser la bandolina echada en cualquier parte la causante del sueño. —Qué imaginación, Manuel. Con razón dicen que es usted el más listo de la provincia. Mis machos —dijo ahora con orgullo— no se duermen por lamer, oler o tentar bandolina. Se duermen por el calambre real o fabricado de este cuerpo que Dios me dio. Y se pegó una manotada en la nalga lateral derecha, la que miraba al guardia, a la vez que le echó unos ojos aguanosos y tan brillantísimos, que eran más pinzadores que sus nalgas de cielo. Plinio, por fin, sacudiendo la cabeza, se deshizo de la mirada y del objetivo nalga y, como cabreado consigo mismo, de un tirón se sacó el paquete de «caldos», relió y prendió el cigarro. —¿Qué hora es ya? —dijo mirándose al reloj—. Más de las ocho. ¿Dónde está el teléfono en este hotel de tantas estrellas? —Ahí a la vuelta del pasillo, a la derecha. ¿Alguna urgencia? —Sí, algo del servicio. —¿No irá usted a detenerme por dormir a casados honrados? Plinio, riéndose, fue hacia el teléfono al tiempo que le decía: —Lo tuyo no es delito. Es gusto. Y esto todavía no se castiga. Plinio llamó a don Lotario, que tardó muy poco en ponerse al teléfono y le pidió por favor que viniese por él. Que tenía muchas cosas que contarle y además se encontraba en un gracioso peligro. Cuando volvió al tresillo, la Reme, ya de pie y mirándose a un espejo de mano, se coloreaba la cara y meneaba el cuerpo al son de una cancioncilla. —Yo me voy para Sevilla, Manuel, a dormir andaluces. Si quiere usted lo llevo hacia el centro. —Muchas gracias. Márchate si quieres, si has ajustado las cuentas con el ama, que yo espero a alguien para otra cosa. —Nada de ajuste. Todas las cuentas están en orden. Aquí no hay fallo, señor que pasa, salario al bolsillo… Me ha sido usted siempre muy simpático, por lo poco que le he visto y lo mucho que he oído decir de usted. Déjeme que me despida con un abrazo —dijo casi abalanzándose a Plinio con los dos brazos abiertos y los ojos hechos soles. A Plinio mal le dio tiempo a apartar el cigarro para no quemarla, y se sintió de pronto abrazadísimo de aquella estatura, con la cara metida entre sus dos pechos morenos y casi suspirantes. Luego notó que le apretaba mucho mucho en los riñones, hasta pegarlo totalmente a su coraza de carne dura, valiente y caliente, y empezó a sentirse besado y chupado por toda la cara y toda la boca, los ojos, las orejas y los abajos del cuello.

***

Cuando sonó el timbrazo enérgico y sostenido de la puerta y abrió los ojos, le costó unos segundos darse cuenta que estaba tumbado sobre el sofá del tresillo, y la Mora, riéndose, pasaba ante él, camino de la puerta de la calle, cuyo timbre volvía a sonar con campanilla histérica. Reaccionó rápido. Se puso bien derecho. Se miró si habían desabrochado y se palpó el pelo rápido por si tenía bandolina debajo de la gorra… Pero no, estaban bien secos los aladares y no digamos la calva. —Aquí tiene usted a su amigo don Lotario —dijo la Mora al entrar junto a don Lotario mal disimulando la risa. —A tus órdenes, Manuel, ¿pasa algo? —No, que hiciese usted el favor de venir a por mí como le dije. No me encuentro con ganas de ir a pie hasta la plaza. Y al tiempo le cuento completa la historia de los dormidos. —Que ahora ya la sabe como nadie… porque la Reme se la ha contado toda. —Es verdad. ¿Se marchó ya a su Sevilla? —Sí, hace lo menos una hora. —¿Una hora?… —Como lo oye. —Muy bien, Mora. Pues muchas gracias por todo. Has sido muy amable.
—No faltaba más. El amable ha sido usted. —Buenos días. ¿Vamos, don Lotario, o prefiere usted un café? —No, lo tomamos ya en casa de la Rocío. Cuando pusieron el coche en marcha, don Lotario miró a Plinio como diciéndole: «Venga, empieza a soltar». Pero Plinio se hizo el ausente, y ya un ratillo después de arrancar el coche, calle de Mayor abajo, dijo Manuel: —Luego hablaremos de eso. Ahora lo que me apetece es que hagamos la apuesta prometida de ver quién sabe más palabras de cosas de carros. —¡Ay, qué Manuel este, con las que me sale ahora! Pues venga, empieza tú. —Ceño, bocín, arquillos… Siga usted, que haga memoria. —Cubo, escalera, gatos, galga… —Pues sí que empieza usted bien. —¿Por qué? —Por lo de la galga, y sé lo que me digo. Sigo yo: laíllos, mozos, limones, palometa, la puente… y… —Pero hombre, Manuel, ¿ya te cortas?: pezón, pezonera. —Joder, otra vez. ¡Vaya mañana! —¿Pero qué te pasa? —Nada. Sigo: riostra, rodete, seras. —Ya todo eso está tirao: tendales, varales, villorta. —Claro, y galera, visera y tablillas…



domingo, 18 de marzo de 2018

El hospital de los dormidos - Tras los reflejos de la bandolina



Como Don Lotario continuaba en Alicante con la familia, seguro que aburrido de ver el mismo meneo de mar todos los días y sin tener que hablar de cosas «entrañables», como dicen los políticos —menos mal que volvía el domingo—, Plinio, con sus pasos lentorros y sin ganas especiales de nada más que del café y los churros, se fue a la buñolería de la Rocío a poner el codo sobre el mostrador y a esperar que le hablase del artículo 151, y de la autonomía de su Andalucía, de la que faltaba casi toda su vida. Como ya habían pasado las ferias y marcharon los forasteros y emigrantes, la churrería quedó con la parroquia habitual del pueblo y de la hora. La Rocío había empapelado las paredes con un papel rosa acrílico que daba dentera y, sin venir a cuento por el color y la grasa del lugar, había colgado un retrato del rey don Juan Carlos, que como molesto por tanto humo de aceite churrero, aunque con mucho disimulo, parecía encoger un poquito la nariz de Borbón joven. Y es que a la Rocío, aburrida de todo por tantos años y repeticiones, le había dado ahora por la política, que nunca fue cosa de su faldriquera, y a cada paso sacaba el tema del Rey, de Suárez, de la Reina, «esa señora que aguanta más que nadie»; y hasta de «Manolito Fraga, el de los arrechuchos», como ella lo llamaba. Como siempre, la Rocío simuló no ver a Plinio y cuando pasaba cinco minutos con el codo tirante, le puso el café con leche, los buñuelos aceitosos, humeantes, y al lado un Lanza, el diario de la provincia, muy bien doblado; y se volvió junto a la rosca, sin chorrear el menor hilo de risa, ni palabra. Plinio apartó suavemente el periódico y empezó a buñuelear (que don Lotario churreteaba, a la hora del desayuno, se entiende, y Plinio buñuleaba en la misma ingestión). La Rocío miró varias veces desde lejos, y como vio que ni se molestaba en hojear el Lanza, sin poder contenerse soltó navaja y buñuelos, se le acercó, abrió el diario por donde ponía «Provincia», luego lo dobló y le señaló con el dedo aceitoso un recuadro que decía: «Largas y reídas siestas en varios pueblos de la provincia». Como Plinio sin gafas no atinaba a leer letras, por grandes que fueran, les echó un ojeo inútil y, con sus calmas chichas, continuó el desayuno. La Rocío, nerviosa, culeaba, manoteaba y le echaba ojos, pero sabía que el Jefe hasta que no acabase su desayuno, se sacudiese la guerrera y reliara el «caldo» no había nada que hacer. Cuando concluyó todo esto y algo más: mirar al reloj, calarse las gafas, arrinconarse bien sujeto el cigarro en el vértice derecho de los labios (conforme se mira a la boca), tomó entre manos el diario Lanza y empezó a leer el recuadro de «las siestas», que decía así: «Desde hace algunos días, en varios pueblos de la provincia —Almagro, Alcázar, Socuéllamos, Campo de Criptana, Argamasilla de Alba y sobre todo en Tomelloso—, que sepamos hasta ahora, con frecuencia aparecen tumbados en el campo, en calles poco concurridas y hasta sobre remolques, señores ya mayores, de los cincuenta a los setenta años, completamente dormidos, incluso gustosamente dormidos —porque algunos, según nuestros corresponsales, se sonríen—, bien arreglados y vestidos, y que en tan cómoda situación permanecen hasta cinco o seis horas sin que luego, cuando consiguen despertarse, sepan o digan el motivo de tal privación, pues sólo de ello se trata, ya que no se ha podido apreciar en ellos ninguna anormalidad patológica, ni nada anormal en el contorno, que aclare la causa de su larga y risueña siesta. »Parece que es en Tomelloso donde hasta ahora se han dado más casos y los de allí, con su buen humor manchego, sobre las posibles causas de tan lindos sueños, dicen que se debe a una droga llamada “sexta”, inventada en El Toboso; o a la eficacia somnífera de los últimos seriales de la televisión… Esperamos que nuestro Manuel González, Plinio, el mejor policía de toda La Mancha, sepa descubrir el somnífero, que suministrado con no sabemos qué bebida o companaje, proporciona tan públicas siestas a nuestros adultos y silenciosos paisanos…». Plinio, con meneo de boca entre irónico y escéptico, cortó el cuarto de hoja del periódico y se lo metió en el bolsillo de arriba de la guerrera (el de la izquierda según se mira). —¿Sabía usted, Manuel, que también en otros pueblos aparecían dormidos? —No. ¿Y tú sabías algo de los dormidos antes de leer este periódico? —Algo había oído, pero casi como chiste y no hice caso. —Como de chiste es. —Lo verdaderamente raro es adivinar qué hacían los dormidos cuando les llegó el sueño. —Y a lo mejor no lo saben. —O que están experimentando alguna prueba científica con ellos. —¡Ay, qué Rocío esta! Una prueba científica con ellos y los dejan tirados en la calle… Y además sin pedirles permiso para la prueba. —Pues nada, Manuel, ya tiene usted más señas para buscar al malhechor. —¿Malhechor el que nos hace dormir cinco o seis horas tranquilamente, aunque sea tumbados en una reguera? —Bueno, usted me entiende. —Lo nuestro es apresar a los hacedores de malhechuras, pero a los que hacen roncar y reír, ¿para qué? —Hombre, pero cuando en un pueblo tan aburrido como éste, ocurren cosas tan raras, hay que averiguar el motivo para darle gusto al personal y para que no se aburra el propio Manuel. —Y sobre todo para que te diviertas tú, que eres tan bacina de todo. Para mí ya es igual que un tío se duerma sólo o lo duerma un perro lamiéndole los párpados. —¡Ay!, qué Manuel este, y que lamiéndole los párpados… y eso de que usted no es bacín se lo cuenta a un guardia. Quiero decir a otro… Lo que pasa es que usted, como todo: lleva la bacinería con mucho disimulo y categoría. Y podrá tenerle sin cuidado si se va a casar la Aurora o si la Engracia la preñó el Antonio tumbá en la cama o sobre la alfalfa, pero que cada pocos días aparezca en la provincia un dormido, eso seguro que lo lleva usted más en cuenta que los rayos del vientre. Cuando Manuel, sonriendo, iba a sacar las monedas, saltó la Rocío: —No, Manuel, hoy le invito yo, aprovechando que no hay nadie mirando. —Pero Rocío, que ya me has invitado dos veces en lo que va de agosto. —Si yo, Manuel, por el gusto de tenerlo ahí con los codos revolando, lo invitaría a todas horas. —Es que la cosa está muy descompensada, Rocío, porque yo no te puedo invitar a la cárcel o al Juzgado, que son mis productos. —¡Ay, Dios mío, y qué hombre este!

***

Plinio, así que llegó al Ayuntamiento, releyó el Lanza y rápido llamó a Argamasilla, cuyo jefe de la G. M. A. (Guardia Municipal de Argamasilla), García, era viejo amigo suyo, además de compañero y discípulo. —Oye, perdona la molestia, pero ¿has leído el Lanza de esta mañana? —Sí. —¿Y el recuadrete donde dice que en vuestro pueblo ha aparecido un tío dormido y abandonado en la calle? —Sí, la otra mañana apareció uno de los López Altos, el padre de la nuera del que fue alcalde, el año que vinieron los de la División Azul. —Chico, yo no recuerdo tanta ficha, ¿qué edad tendrá? —Unos sesenta y cinco. —¿Es el primero? —¿El primero qué? —El primer dormido que aparece en Argamasilla. —Sí. —¿Dónde estaba echado? —En el asiento trasero de su coche y parado cerca de la gasolinera. —¿Entonces lo trajeron en su propio auto? —Las señas son mortales. —¿Cuánto tardó en despertarse y dónde? —Lo llevaron a su casa entre unos cuantos y se despertó —según dicen— unas horas después, muy extrañado de verse en su cama. —¿Y no sabía de dónde lo trajeron? —Dijo que él, nada más comer, tomó café en un bar y marchó a Tomelloso a hacer no sé qué y no recuerda más. —¿Y el del bar que ha dicho? —Que sí, que se tomó un café cortado y que después se marchó en el coche. —Perdona, pero ahora voy a hacerte una pregunta un poco tonta… —Tú dirás, Manuel, aunque viniendo de ti nunca será tonta. —Gracias, García. ¿Recuerdas si llevaba el pelo untado de fijador, brillantina o algo de brillo? —Qué astuto eres, Manuel. La verdad es que yo no caí en la cuenta. Nunca me fijo en los pelos de los hombres. Pero su mujer, sí. Y se extrañó mucho porque era la primera vez en su vida que le veía lustre en el pelo. —¿Y se sabe si contó algo más a los amigos? —No, no me llegó nada. Él es hombre muy suyo y de sus cosas. —Bueno, García, muchas gracias por la información y ten cuidado no vayan a dejarte dormido por ahí en un remolque. —O en una moto de esas grandes de ahora, matapaisanos. —Motos matapaisanos. Eso está bien. Lo diré por aquí. Plinio colgó el teléfono, se sacudió la ceniza con aire de suficiencia y salió hacia la calle. —Bueno, Maleza, vuelvo en seguida.

***

Y con sus pasos calmos echó Plinio camino de la perfumería de Cornejo… Pero no le duró la pausa, porque al pasar frente a la calle de don Eliseo, más que oír, notó un vozarrón en las costillas espalderas: —¡Plinio! ¡Para el carro!, que te quiero contar «mi circunstancia» de hoy. Era Braulio, el filósofo, con una camisa gris, los brazos al aire y zaragüelles ceñidos, de ciclista. —¿Qué te pasa, Braulio, que tanto manoteas y me has movido el riñón con ese grito? —Que estoy de parto, ajeno y etéreo. —Explícate, solterón. —Digo ajeno, porque la que está en el trance ahí, unas casas más abajo, es mi cuñada Teresa, la hija de Rodero, aquél que decían que tenía el ombligo bizco. ¿Lo recuerdas? —Pero qué cosas dices, Braulio, cómo la Teresa va a parir si jamás se le echó hombre encima y ya no sabe en qué almanaque dejó los cincuenta años. —Pues para que veas. Ahí la tienes, empuñándose la panza, a ver si le sale el heredero… Claro que el médico ha dicho, y por eso he venido yo, Manuel, que debe tratarse de un parto histérico. —¿Un parto histórico? ¿Es que van a parir otra vez a doña María Guerrero? —Histérico y no histórico, Manuel, que te estás desescolarizando. —¡Ah, no te había oído bien!… Vamos, un parto de cabeza. —Eso es, mental o «local», de loca. —Jodo, ¿pero ella había tenido alguna otra vez partos de éstos, de boca? —Su hermana dice que sí. Que a los cuarenta años o así, una tarde, cuando comía uvas sentada en una pedriza, dijo de pronto que había roto aguas. Y de verdad que se le quedó la braga hecha un charco. Pero parto, parto, como ahora con esos gritos de discoteca, nunca. —Será la menopausia. —Sí, la última sed de pita que llega a las mujeres, sobre todo vírgenes, las deszambomba. —¿Y qué vais a hacer? —Esperar a ver si se le pasa y se queda vencía. Pero lleva así desde que se metió la luna. —¿Y ha venido comadrona y todo? —Como es amiga y vecina, la hemos llamado y, claro, ha dicho que de parto ni pestaña. Que no tiene un dedo de panza, el coño cerradico y como dormido. —¿Entonces todo es de garganta? —Histérico total… Si entra alguien en el cuarto se agarra a los barrotes de la cama y empieza a rumbear con la barriga y a dar gritos de víctima. Pero así que nos salimos, ya sin público oyente, se queda calladica la muy tuna. Para pensar el nombre que le va a poner al vientomesino. —¿Por qué le dices vientomesino? —Coño, Manuel, cómo estás hoy de lento, porque debe ser una cría de aire y no sabemos los meses que lleva creyéndose así. —Anda con Braulio. Siempre igual. ¿Y nunca quiso casarse? —No sé si fue ella la que no quiso casarse o que nunca tuvo pretendientes… Cada día la gente tiene más imaginación y se casa menos. —Ya estás con el matrimonio, tu otra cencerrada, junto a la de los muertos. —¿Yo, Manuel?… Pues escucha esto que es la primera vez que lo digo… Ya he encontrado mi novia ideal. —¿Y cómo se llama? —Pistola Parabellum, nada menos. —Pistola… Ya me extrañaba que dijeras algo cuerdo. Y menos a la hora de hablar de tu boda. —Pues sí, me casaré, pero no con una mozanca, con los molletes escocíos de tanto lavarse en el bidet o como se diga, y con los ojos siempre de par en par de tanto mirarle los cuartos al marido. Me casaré, pero con una pistola del 9 largo Parabellum o con un revólver niquelado, de los que llevaba su antecesor León Hormiga, pero bien limpio y cubierto con un trajecillo de gasa, velito blanco y unas florecillas de azahar alrededor de la culata. —¿Y luego darle un tiro al cura? —No, a nadie. Un tiro es una forma ronca de decir «sí» o «no». —¡Ah! —No, llevármela a la iglesia debajo del brazo y con mucho mimo, tenerla así durante toda la ceremonia, acariciándole con el pernio del sobaco la culata y con los dedos enguantados el tubo del cañón, mientras toque el órgano la marcha nupcial y después de la ceremonia, de los parabienes y el convite, en un taxi alquilado, con coronas de flores en las ventanillas, llevármela a casa. —¿Para tirártela? —Todavía no. Para atarla al cabecero dorado de la cama, con una cinta muy ancha de seda y tenerla allí todas las noches, hasta que llegado el primer amanecer, en que me encuentre harto de este nublado diario que es la vida, haga por fin el amor con la Parabellum, besándole mucho mucho la punta del cañón y acariciándole el clítoris negro del gatillo en el momento que me esté muriendo de gusto, apretarle y dejarme la montera blandona de los sesos pegada en la viga de aire de mi alcoba… Y en la definitiva puñeta, a tantísimo majareta con las cabezas vehementes como culos hay por el mundo… Ésa será una novia de verdad, sobre todo si la tienes con las balas bien limpias, y perfumada, entre los ramillos de azahar. —Tú, Braulio, también dándole siempre a lo del suicidio ideal, pero como en el fondo quieres durar más que la campana grande, ni te pellizcas la planta del pie más duro. Y antes de suicidarte serías capaz de acostarte quince o veinte mil amaneceres con cualquier amortajada y con los pelos de la ingle ya almidonados. —Que no me conoces bien, jefe, que no me entiendes. Que entre tía amortajada y esposa viva, me quedo con la de los pelos almidonados, aunque me hiele. Yo ni mujer, ni suegras, ni cuñadas, ni na. La pistola metía en el camisoncillo blanco colgado sobre la cama, y a pasearme solo y callado por la habitación, sin que nadie te dé la murga de los cuartos, o de destaparte el ombligo a cada nada. —Desde luego, Braulio, que hay multitud de tíos que con el cerebro más maganto que tú, llevan años y años en Leganés. —Yo no estoy loco, jefe. Yo es que tengo imaginación. Imaginación, esa virtud tan rara en la humanidad. Sí, la imaginación es más escasa que la picha. —Hombre, Braulio, pichas hay de todos los tamaños. —Protesto, jefe. Todas son de dedo más o menos. No hay picha que puede asomar por el cuello de la camisa, ni por la boca del pantalón. Dedo arriba, dedo abajo, la mayor no excede un puño a la más chica… Pues sí, la imaginación del bípedo excede en altura menos que su pija. Segurísimo. —En fin, sigo por donde iba. —Pero hombre, Manuel, pasa un momentillo a oír a mi parienta quejarse del daño que le hace la nada entre las piernas. —Voy a la perfumería de Cornejo a un recado de nada y en seguida vuelvo y la oímos. —La oímos y la vemos. Mira que como por escépticos nos dé un fetazo en el bigote… —Eres catral. Ahora vuelvo. —Aquí te espero pensando en mi novia Parabellum. —Pero no te vayas a poner cachondo. —Si mis oídos se figuraran el tiro, seguro.

***

Cuando Plinio llegó, Cornejo estaba en la puerta de la tienda. —¿Esperas a algún viajante? —No, llevaba cinco minutos sin ver un cliente y salí a tomar un poco el aire. —Me perdonarás, pero vengo a hacerte una pregunta de marica. —Hable tranquilo, Manuel, que usted no es sospechoso. —Oye, los hombres de ahora, cuando se quieren fijar o abrillantar el pelo, como las mujeres antiguas, o los hombres de tango, ¿qué se echan? —Hay pocas cosas. Una especie de fijador que le llaman Patrico. —¿Y el fixol, y la brillantina, y todas aquellas guarrerías pasaron de moda? —Sí. —¿Y tú tienes algún cliente que te compre mucho Patrico? —No. No; lo vendo muy de cuando en cuando y a gente muy esparcida. —¿Y dónde se venden además estas cosas? —En las droguerías y algunas farmacias. —¿Y el Patrico deja el pelo muy aceitoso? —Un poco. —Bueno, bueno, pues muchas gracias, Cornejo. —No hay de qué. ¿Si quiere usted fijarse un poco? —Como no sea la piel sobre el cráneo… —Todavía le asoma pelo bajo la gorra. —Para asomar nada más, no para abrigarse con él. Plinio pilló alguna vuelta para no volver a encontrarse con Braulio y su paridora de suspiros. En la puerta del Ayuntamiento le aguardaba el cabo Maleza. —¿Qué hay, Maleza? —Dos cosas: Braulio, el filósofo, que vaya usted en seguida a casa de la cuñada de su hermano, porque está pariendo de verdad. Y García, el jefe de los colegas de Argamasilla, que llegará dentro de un rato a traerle unos pelos. —¿A traerme unos pelos? —Sí, por lo visto se los ha cortao a otro dormido que apareció después del que dijo Lanza. —Pues me quedo con los pelos. Aguardo al tripudo. ¿En qué viene? —Salió en la moto. —Estoy en el despacho. Son dos chupás. No a las dos chupadas, sino al pito y medio llegó García, el jefe de la G. M. A. —¿Se puede, Manuel? —¿Qué pelos son ésos que me ha dicho Maleza que traes? —¿Me siento?… Pues nada, que se me quedó aquello que me preguntó usted de si el dormido del periódico llevaba pegamento, o lo que fuera, en el pelo. Me dio por ahí. Se lo pregunté al jefe de Manzanares, luego al de Alcázar y al de Almagro, que para algo es usted el mejor policía de la zona castellanomanchega, pero no se habían fijado, hasta que hace un rato me llegó noticia de otro dormido, Calabria, que paraba en las afueras del pueblo, ya hacia Cinco Casas. Fui y, claro, lo primero que le miré y tanteé fue el pelo. Pero de fijador o brillantina, nada. Fíjese, está duro como el de las viejas antiguas — todavía hay algunas— que se echaban bandolina y se hacían ondas como canales de tejao… Y para que lo analice bien don Lotario, le corté este flequillo a Calabria. —Sí, pero tan duro, al menos este trozo, más que un embandolinado parece acartonado. ¿Y es que todavía se vende bandolina? —En Argamasilla me han despistado, pues me han dicho que allí ya nadie vende zaragatona. ¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?, me digo. —No sé… Pero vente conmigo a la farmacia de Menchen, que es amigo mío y le gustan mucho estas historias. Y sin añadir palabra, Plinio echó a andar llevándose detrás al de Argamasilla. Aunque la farmacia-droguería de Luis Menchen estaba muy apersonalada, al verlos aparecer se echó hacia ellos. —Oye, Luis, ¿qué tiene que ver la bandolina con la zaragatona? —¡Qué cosas tiene usted, Manuel! La bandolina es un cocimiento de semillas de zaragatona que da un líquido mucilaginoso… La gente suele llamar también bandolina sin deber a la semilla de zaragatona. —Y a lo que iba, Luis Menchen, ¿la bandolina cómo la hacían nuestras madres? —Pues echaban las semillas de zaragatona, que es la que nosotros vendemos todavía, en agua caliente y después de hervir un poco la tenían veinticuatro horas. Luego la colaban hasta dejar el líquido limpio, y venga de dárselo con un cepillo mayor que los dentales para fijarse o alisarse el moño. La mujer que ayudaba a despachar a Menchen, sacó un bote de cristal con las semillas oscuras de zaragatona y le echó unas pocas a Plinio en la mano. —Lo que pasa es que si a veces se pasaban en la proporción de zaragatona, la bandolina dejaba el pelo hecho un cartón. —¿Como le ha pasado a este cacho de flequillo? —dijo Plinio enseñando a Menchen el trozo del flequillo del argamasillero dormido. —Sí, señor. —¿Y todavía se vende bandolina? —preguntó Plinio a la dependienta enlutada. —Claro. —¿Pero mucha? —Mucha no, pero regularcillo, bueno. —¿Tenéis aquí algún cliente o alguna clienta muy fijo y abundón de zaragatona? Menchen miró a la dependienta. —Así, fija, fija y seguida, seguida, no recuerdo. —Pero haré memoria, jefe, porque si se lleva un buen puñao, tiene para rato. Plinio, después de darle unas vueltas entre los dedos al jirón de flequillo abandolinado del tripudo, se lo devolvió al guardia también tripudo, como allí llaman a los de Argamasilla. —Toma, que es de tu tierra. Y devuélveselo al dueño. —El Calabria estaba tan modorro que ni se enteró cuando se lo corté y, al fin y al cabo, Tomelloso es el área de los dormidos con el pelo brillante y usted, Manuel, el jefe mayor. —Pues dices bien, déjamelo para comprobar otros casos. Y tú, Luis y dependencia, estad atentos a ver quién de aquí en adelante se lleva zaragatona con frecuencia y en ciertas cantidades, para decírmelo. —Ya lo habéis oído —dijo Menchen a la dependencia, que todos estaban embobados con el trozo de flequillo duro. —Descuide, que no perderé nombre de comprador de zaragatona. Plinio se dedicó el resto de la mañana a recorrer las farmacias más antiguas del pueblo para hacer la recomendación. Pero encontró que sólo vendían zaragatona en las de don Luis, en la que fue de don Gerardo y en la de don Alberto Penadés. —Cuando mañana venga don Lotario y se encuentre que estoy haciendo investigaciones sobre la bandolina se va a cuartear de risa. En la historia de los policías del mundo, seguro, fijo, que ninguno anduvo jamás rastreando semejante hierba.

***

Después de recorrerse las boticas más antiguas volvió a la calle de Galileo a ver por dónde iba el parto de Teresa, cuñada de Braulio e hija de aquél que tuvo el ombligo bizco. En la puerta encontró a Braulio entre un corrillo de gentes que lo escuchaban con la cara muy levantada. —¿Parió ya, Braulio? —Qué va. Además así que nos salimos de la habitación, como ya te dije, al verse sin público, deja de gritar. —¿Entonces sólo le tira del feto la compaña? —Debe. Y si no, vente y verás. Entraron Plinio y Braulio, quedó el público ahora sin tener a quién corear e hicieron oído tras la puerta de la alcoba.
—Nada, no se le oye ningún sonecillo, ni de la boca ni del tomate. Todo callado, pero fíjate. Y nada más empujar la puerta con poco disimulo, rompió la Teresa: —¡Ay!, ¡ay!, Señor, y qué dura va a ser esta asomada. —Pues venga, ¡haz fuerza, Teresa!, que ya debe estar el bautizable mirándote la barba de la ingle. —¡Ay!, ¡ay!, hijo de mis tripas, a ver si sales de una vez, aunque seas de la ETA. —Ya se lo está colocando —dijo Braulio volviendo a cerrar la puerta. Y se calló la tía.
—¿Y cuánto tiempo crees, Braulio, que va a estar gritando así? —Hasta que para. —¿No dices que no está preñada? —Es igual. Ya sabes cómo son las mujeres. Si ha dicho que pare, parirá, aunque sea por un zancajo y en todas las noches de su vida no haya recibido más que chocolate con churros. Cuando el sexto de una mujer tiene gana de algo, aunque sea de cantar, lo consigue. Mi madre decía que una chica de su tiempo que se empeñó en ser tiple, se quedó muda y a fuerza de terca consiguió cantar, pero con el coño, La rosa del azafrán. Y cuando tenía la casa llena de vecindad, de público, que es lo que ella quería, comenzaba la función. Se levantaba el refajo y su coño, ya al aire y sin menear el bigote, eso nunca, empezaba a dar voces, ronquillas pero muy bien entonadas. —No había oído eso en toda mi vida. —No fue aquí. Fue en La Mota del Cuervo. Y le hicieron un disco a la voz de su coño aquéllos de La voz de su amo. —Los hombres, sin embargo, por semejante parte no podemos cantar. —Pero silbar, sí, Manuel. En Argamasilla hubo un cura en los tiempos de Primo de Rivera que le gustaba tanto casar a las parejas, que en plena ceremonia se le ponía longa y por el agujerillo de la uretra silbaba por su cuenta la Marcha nupcial. —¿Qué no te inventarás tú achacándoselo a la Mota del Cuervo, a Argamasilla o a los Arenales de la Moscarda? —Ja, ja, ja, ja… Ahora que hablamos de los Arenales de la Moscarda. Allí nació uno con los testículos tan gordos y como pintados con pájaros de colores, que vivió toda la vida de enseñárselos al público, a peseta la sesión… ¡Aburrimiento! El mundo entero, hasta el de los chinos, está muerto de aburrimiento. Y sólo se anima cuando salen tíos como yo, que siempre tienen procesiones de tetas y molletes dentro del cerebelo… Y he llegado a la conclusión, Manuel, de que el personal se divierte más muerto que vivo, mirando fijo fijo allí a la bovedilla del nicho que mirando aquí las ferias. —¿Te imaginas, Manuel, lo que seria ver desfilar los cinco mil millones de habitantes que dicen tiene el mundo por la carretera de Argamasilla con el culo al viento? —¿Y por qué con el culo al aire? —Como símbolo de la gran monotonía que es la vida de los más, aparte de la miseria. ¡Cinco mil millones de culos molleteando por la carretera! Así es la vida, Manuel. ¡Así poco más o menos! ¿Y los muertos? Mucho más distraídos, seguro. El gusanillo que te empieza a comer el ojo derecho, el otro que se te meterá mañana por el testículo zurdo, el riñón que te explotará mañana de tan hinchado de la orina póstuma, todo eso debe distraer muchísimo… Y no te digo cuando a las vírgenes, como mi parienta Teresa, se le meta el gusano maestro por el canutero, tan despreciado toda la vida.
—Vas a conseguir lo que nadie, Braulio, ponerme mal cuerpo sólo con palabras. —No digas señoritadas… Hasta que luego, ya hecho esqueleto, sólo oigas los ruidetes de los huesos que se te desencajan solos, y también te lo pases estupendamente… «Ahora me suena la costilla derecha de abajo y atrás y ahora el dedo gordo del pie derecho, que ya se ha puesto el calcetín de piedra». —Eres el tío más fúnebre de España. —Toda la historia de España es un depósito forense… Aquí nunca nos hemos divertido con otra cosa. ¿Y las hay más amenas? ¿Tú has visto cosa más insípida que un norteamericano jugando al rugby todas las tardes y echando sonrisas de tabaco rubio? ¿O a los suizos preparándose para votar si hay que quitar o no el árbol que cae en la curva de la carretera? Donde se ponga una señora vieja, arrugada, sin más arreglo que la mantilla española y los brillantes puestos en el momento de cortarse las uñas renegridas y a la vez con esmalte coloradísimo de los pies…, que se quiten todas las diversiones del mundo… Y porque sólo digo la mitad de lo que pienso e imagino. ¡Si pregonase de micrófono en micrófono cómo de verdad yo veo la vida! —¿Por ejemplo? —… Las guerras nunca nacen de verdaderos enfrentamientos ideológicos, religiosos o militares, sino de la obsesión periódica que tiene el hombre de convertir en tierra a sus prójimos con el pretexto que sea… Para qué te voy a hablar de las guerras civiles españolas. El color de las banderas es el pretexto para poderse comer vivos a todos los hijos de suegra, compañeros de velorio, de confesionario o de burdel, dentro de la ley. Las gentes que entraron en el portal en espera del ventoso parto, bajaban la voz para oír algo de lo que le contaba Braulio a Plinio y le hacía reír tanto… O pensar, llevándose la palma a la bóveda de la cabeza sin quitarse la gorra. Pero no lo conseguían, porque Braulio no voceaba. Hablaba rozándole a Plinio las orejas con los gestos, las palabras, labiotazos y parpadeos. Al rato le llegó a Braulio el escobazo del silencio y se quedó con las cejas hechas pliegue, los ojos en un rincón y la cabeza caída. Plinio, como siempre que eso pasaba, se encogió de hombros, relió el cigarro y decidió volver a sus quehaceres. Le dijo adiós y el filósofo respondió con cabezada y se allegó a la puerta de la sedicente parturienta e hizo oído, pero la Teresa seguía callada. Plinio volvió a la calle, entre otras cosas, a despejarse un poco. A él, que era tan de la tierra, le gustaban mucho las fantasías pero, a veces, las de Braulio le sacaban la cabeza de tría.

***

Plinio estuvo a punto de pedirle a la Gregoria que hiciese un tarro de bandolina, como cuando era moza. Pero sabía demasiado cómo quedaba el pelo abandolinado para andarse a sus años con pruebas. Pasó la mañana del día siguiente y la primera parte de la tarde sin noticias de don Lotario, hasta que a la hora de salir de las escuelas, poco más o menos, vio por la ventana de su despacho que el veterinario veraneante detenía su cochecillo ante el Ayuntamiento. Lo vio entrar rápido y en seguida lo oyó nudillear en la puerta de su despacho. Escuchó con su nerviosismo cigarrero el menudo relato que le hizo Plinio de sus sospechas e investigaciones bandolinarias y cuando parecía la plática en un punto y aparte bastante largo, dijo don Lotario, sonriendo: —Tú, Manuel, siempre caes más en lo raro que en lo normal. ¡Mira que fijarte en el pelo de los dormidos también! —Es que casi todo lo que llega a nuestro oficio es anormal. —No, si llevas razón, pero que tú con tu astucia caes en lo que nadie de la profesión… Ahora a esperar que algún boticario nos diga qué gentes antiguas compran zaragatona para hacer el líquido mucilaginoso. —Desde que ha llegado usted de Alicante, don Lotario, lo noto poco entusiasmado. A lo mejor es que ha encontrado usted por ahí algún policía perfecto. —El único policía redondo que conozco, Manuel, eres tú, ya que te dejas llevar —y siempre llegas— por la ultrarrazón de tus pálpitos. —Ya estamos con los pálpitos. —Los pálpitos es cosa de genios y no las ideícas puestas una encima de otra, de los proseros y los listos. —No te digo, si va a resultar que yo soy un genio. El genio de Tomelloso. —Exactamente. De Tomelloso y de toda La Mancha. Porque tienes un tercer oído, una segunda nariz y un tercer ojo… —No siga usted, por favor. —Sigo porque quiero. Un tercer ojo que no tenemos los demás. Qué más ejemplo que ya vieses que el primer dormido y luego otros llevaban el pelo embandolinado. Los demás, con nuestros ojos normales, no nos dimos cuenta. —Pues a la vista estaba. Lo que ocurre es que no se paran, y yo sí, porque soy muy tranquilo de ojos, y no por los pálpitos y esas ocurrencias. Así estaban las cosas cuando llamaron en la puerta con los nudillos. —Adelante. Y apareció Salustio, el auxiliar de la farmacia que fue de don Gerardo. —¿Qué pasa, Salustio? —Que hace un rato me he acordado de dos que compran bastante zaragatona. Y por no ser personas corrientes, he pensado que podían interesarle más. —Venga, venga… ¿Y compran mucha? —Ella, que hay un «ella» y un «él», mejor dicho, un medio él, como una vez al mes, y «el medio él» compra más de luego en luego, aunque también continico. —¿Quién es ella? —Una puta para más señas. Sí, una puta guapetona, con el culo muy alto y comparsero, que enloquece al pueblo macho. —¿Y trabaja en casa pública o por su cuenta? —Creo que anda en una de esas casas de por el Canal, pero no sé en cuál, porque yo no las frecuento ni, claro, he preguntado nunca. —Pero será ya madurona, si se echa bandolina. —Pues no creo que llegue a los cuarenta años y está como un clavel de carne, con ritmo de mandoneón. —¿Y se bandolinea ella, te has fijado? —No me parece. ¿Y no la conocen con la buena presencia que tiene? —No caigo. —Ni yo. —Sí, hombres, si tiene el culo muy alzao y lo mueve con pedaleos cachondísimos. Cuando pasa por la acera no deja hombre con la cabeza quieta. Todas las gafas van a parar al mismo valle… Ah, y ahora que me acuerdo, ella, cuando la miran, se pone facilona y echa los ojos así muy derramaos —y la describía Salustio con tal regusto, que ponía los dientes punzones—. Ya lleva tiempo en el pueblo. —¿Como cuánto? —Cerca de un año, desde luego. Y tiene fama, porque con la propaganda que se hace por la calle es de las que tiene más «ocupaciones», según dicen. —¿Y quién le lleva la cuenta? —No sé. Yo lo he oído. —¿Y viste a estilo antiguo?… Lo digo como compra bandolina. —No, corriente total. Como todas las mujeres de ahora… Antes había como el uniforme de puta. Se las distinguía a la legua. Pero ahora, todas con esos pantalones tan ceñidos, que deben darles un escozor en las rajas que para qué —dijo como para sí, distraído. —¿Y tú qué sabes? —Me lo imagino. Usted verá. Uno es de la época de la enagua, que es tanto como decir del Somatén. —Bueno. ¿Y el otro cliente? El «casi hombre». —Ah, que ya se me había olvidao… Y ¡ay!, qué risa. Sí, ahora que caigo, también culea. Me refiero a ese rubio que llaman Culocampana. —¿A Lorencete el Baloncesto?, por otro nombre. —Ése mismo. El que anda culeteando tanto… Pero en serio que le da molletazos a todas las ventanas… Lo de Baloncesto es más de ahora. —¿Y se echa él la bandolina? —Pues mire usted, no me ha llamado la atención, porque como tiene el pelo tan jaro, de estropajo refinao… La verdad es que tampoco puse atención, pero así que vuelva a verlo le echo los párpados. —Me han dicho que anda por Madrid haciendo calle. —No sé. —Sí, hombre, si nos lo dijeron a los dos. ¿No recuerdas, Manuel? «¡Mueran las mujeres! ¡Abajo los coños!». —Es verdad. Que hace poco lo vio un paisano por el Paseo de Recoletos, en el momento de gritarle a una señora eso de «¡Mueran las mujeres! ¡Abajo los coños!». —¿Y ella qué hizo? —¿Pues qué iba a hacer, Salustio? Callarse y andar más deprisa, no fuera a quererle matar de verdad la parte dicha. —Qué raro, llevarse bandolina a Madrid. —Vaya usted a saber dónde se la echa —dijo Salustio riéndose de su propia ocurrencia. —Bueno, Salustio, pues muchas gracias por tus datos. Si te enteras de más ya sabes dónde estoy. —No faltaba menos, Manuel y compaña. Hasta más ver. Apenas marchó Salustio, saltó Manuel: —Ya estoy harto de despacho. ¿Y si nos vamos a estirar las piernas, don Lotario? —A estirar las piernas y a tomar un poco el aire, porque Salustio ha dejado el despacho cargado de culos. —Es verdad —coreó riéndose Manuel—, los dos compradores de bandolina que ha dicho hay que identificarlos por el culo… Y a todo esto, don Lotario, nada me ha contado de Alicante. —Lo que en todos sitios. A la gente sólo le gusta hacer lo que repiten los demás. En verano, enseñar las carnes y hacer como que se divierten, aunque estén pisándose unos a otros en la arena y orinándose en la misma ola. —¿Y todos jugando al bingo? —Claro, y es que perdiendo, como es seguro que se pierde, la gente disfruta mucho. —De modo que ¿ninguna novedad? —El invento de los veraneos ha sido un éxito, porque da ocasión a la gente a hacer las mismas tonterías, pero de manera muy apretada, con mucho calor, y oportunidad para luego decir que lo han pasado fenómeno en aquella torre horrible de apartamentos, con cientos de televisores encima, puestos en las mismas terrazas… Así que la gente tuvo más dinero y la posibilidad de hacer cosas diferentes, va a los mismos sitios, con los mismos coches, y viendo desnudas las mismas miserias. —Ha venido usted de un caído… Y me recuerda la sinfonía que me soltó ayer Braulio sobre la falta de imaginación de los humanos. —Es que hay menos hombres con imaginación que Braulios. —Eso está bien. Es lo que viene a decir él, aunque no se mentó.

***

Como Don Lotario estaba cansado por el viaje, acordaron no salir aquella noche y al día siguiente, por unas cosas y por otras, no se vieron hasta el café de la siesta. Cuando llegó el veterinario, Plinio hablaba con Antoñito, el profesor mercantil y se reían mucho los dos. —Pues sí que lo estáis pasando bien. —Por lo bien que lo vamos a pasar dentro de dos horas —dijo Antoñito mirándose el reloj. —Que esta tarde, a las seis, los tres nos vamos de guarras. —¿De putas, Manuel? —Sí, señor, de putas con «P» —dijo Antoñito saltando más deprisa. —¿Pero aficionadas o comerciales? —Comerciales, comerciales. —¿Y qué vamos a hacer allí?…, que uno no está ya con ánimos para esas cosas. —No se preocupe, don Lotario, que no va a necesitar los ánimos. Que usted y yo sólo vamos a ver si localizamos a ésa del culo volador que compra tanta bandolina. —¿Sabe Antoñito quién es? —Dice que recuerda tres o cuatro culos así de botadores en aquel barrio. A ver cuál de ellas es.
—Es verdad, ¿entonces hasta las seis? —dijo el joven. —A las seis en punto salimos calle Mayor adelante. Apenas marchó Antoñito, se precipitó don Lotario con sus manos interrogantes: —Oye, Manuel, ¿por qué viene Antoñito con nosotros? ¿Es que no podemos valernos solos? No entiendo. —Yo, don Lotario, como usted sabe, nunca fui perito en zorras, y menos ahora, que ya no sé los años que han pasado sin que tengamos algún servicio por aquellos acostaderos, y he pensado que sería bueno que nos guíe uno así, familiarizado con la actual república del empeine. Y… nadie mejor que Antoñito. Sé que es un poco especial, pero muy buena persona y me fío de él… Sabe todas las casas que hay, conoce al personal, sabe cuánto se paga por cada trago y puede hablar con ellas de corrido. En fin, el mejor guía, porque está en esas casas como en la propia. —Es que como no me dijiste nada… —Cómo iba a decirle, si no lo he visto hasta esta mañana, que es cuando me he planteado todo este trabajo. —Es que esta mañana, después de tantos días fuera se me ha juntado más que al Tostao. ¿Y le has contado toda la historia de los dormidos a Antoñito? —No. Sólo le he dicho que por nada importante, quiero saber si hay una culialta que se echa bandolina en el pelo. —¿Y a Culocampana lo vamos a ver también? —Primero a la puta. Luego nos enteraremos si el marica está en el pueblo, pues como va y viene tanto a Madrid, y a no sé cuántos puti-clubs que tiene por toda la provincia… —¿Y qué hace por ahí? —Seguro que pleita, no… Voy a telefonear a Maleza para que se dé una vuelta por su casa a ver si está en el pueblo —dijo Plinio sin hacer punto y tirando el paso hacia la cabina del teléfono. Don Lotario pidió su café y vaso de agua y empezó a enchacarse, riéndose para sus adentros, al imaginarse a él y a Plinio en las casas públicas buscando a una embandolinada con el culo de trapecio. Cuando volvió Plinio, don Lotario saltó de pronto y cayendo en la cuenta: —Por cierto, Manuel, que iremos a pie a los prostíbulos, porque tengo el coche en el taller. —Bueno, así nos damos un paseo higiénico y demostramos a todo el pueblo que trabajamos y no estamos aquí siempre echándole bostezos a los árboles. A las seis menos cuarto llamó Maleza para decir que el pelirrubio del culo metrónomo, en efecto, estaba fuera y vendría el jueves lo más tardar. —¿Ve usted? Lo que le dije. En Madrid andará. —¿Deseándole la muerte a todas las mujeres de España? —Él sabrá.

***

A las seis menos diez llegó Antoñito con una funda de plástico bajo el brazo. —¿Qué llevas ahí? —Discos. —¿Para dar un concierto? —No, yo a las chicas les regalo discos. Llevo unos cuantos. —¿A cambio de la ocupación? —No, por amistad y afición. —¿Y les gustan los discos? —Más que el codillo. Son muy modernos y tienen música de fondo. —¿Música de esa moderna que no se entiende nada? —¡Ay! don Lotario, que se quedó usted en el maestro Carrero.
—Cada uno es de la música con que nació. Es lo más difícil de quitarse de entre las orejas. Por la calle Mayor adelante, cada cual con las manos sobre sus riñones, y las de Antoñito entre los riñones y los discos, echaron a paso rasero y lentón. —Dos de los discos que llevo son para una amiga que es muy aficionada a la música «rock» y se los prometí hace unas siestas. —¿Y los oye mientras posa? —¡Ah!, no sé. Es una chica estupenda. Y Antoñito, callado, se adelantó unos pasos, ahora con las manos muy metidas en los bolsillos del chándal, los discos bajo el brazo y cara de ir pensando en la amiga. —¿Amiga de qué, Manuel? —Hombre, ya se lo puede usted imaginar. La gente de estos tiempos es muy especial. Quiero decir muy diferente de nosotros. —Desde luego. Eso de regalarle discos a las putas en este pueblo no lo ha hecho nadie. Se adelantó Antoñito: —Ya estamos en el barrio. Aquéllos son los cuarteles de ahora —dijo señalando hacia una fila de casas muy parejas, relimpias y apañadas como para veraneantes de secano. —Anda, casi pegadas a las casas de los gitanos y gitanas, morenas y sin bidets —dijo el veterinario señalando a las casas pobres y mal pintadas, vecinas a los prostíbulos. —Es que —se adelantó Plinio— los pobres de España casi siempre fueron morenos y sin bidets. Así andaban cuando pasó ante ellos Clavete en bicicleta y les voceó: —¿Van ustedes por aquí a entrar algún polvo… o a sacarlo para llevárselo a la cárcel? —Anda con Dios, gracioso, que te vas a morir haciéndole reír hasta a los notarios. —Nunca había oído eso de «sacar un polvo» —dijo Antoñito riéndose con la boca muy abierta y moviendo mucho los discos. En esto se abrió la puerta de una de las casas del centro y salieron dos hombres muy barrigones, andando despacio y charlando como de algo que acababa de ocurrirles. El que llevaba la voz en aquel momento, movía mucho las manos trazando curvas de pechos y traseros muy prósperos. —Manuel —le dio un codazo don Lotario. —¿Qué, Manuel? —¿No cree usted que ese gordo podría estar hablando de la del culo alto y balonero? —A culos y a tetas sí está refiriéndose, pero tanto como que sea de ése precisamente… —Es que lo traza con tanta redondez y altitud, que me recuerda el culo carcajero que nos marcó Salustio con aquella oratoria tan salivosa. —Tú, Antoñito, ¿conoces alguna con el culo tan alto y carcajero, como dice Manuel? —Ja, ja, ja. Lo de carcajero me gusta y lo de oratoria salivosa más. Ya me lo preguntó antes Manuel, aunque no dijo carcajero… Recuerdo varios así altos y alegres, pero ninguno especialmente… La verdad es que mi óptica de las dos canales maestras se va más a la de debajo del cuello que a la del riñón. —Óptica…, coito, vaya día —dijo Plinio a don Lotario gesticulando con mucha ayuda de párpados y narices, y siguió: —Es que, de verdad, parece muy ella la que está explicando… Mire, ahora señala como si fuera muy alta. —Desde luego, Manuel, estás obsesionado con el culo ese. ¡Cómo te ha impresionado el ballet del boticario! —Es verdad, pero es que Salustio lo explicó con tales puñados y lumbre que me lo ha dejado como fotografía caliente metida en la chinostra. —Sí, señor —dijo don Lotario en voz baja—, esto es un policía. Capaz de identificar a una por su culo, que sólo ha oído describir y nunca visto… «Tras las huellas del culo ignorado», podemos llamar entre nosotros este caso. Después de risotadas entre toses y humos de cigarro anduvieron unos pasos callados detrás de Antoñito, que seguía canturreando distraído y con los discos en el plástico. —Hace años que no venimos por aquí. —No tanto, Manuel. —Pero siempre en actos de servicio, no a arrastrar los uniformes por los colchones. —Desde luego. —¿Por dónde empezamos, Antoñito? —Por donde usted mande. —Empezamos por orden. Por la primera, que, si no me equivoco, es la Casa de la Olga. —De acuerdo. ¿Entonces llamo, Manuel? —dijo Antoñito arrimándose y con el dedo hacia el timbre. —Venga, llama. Al segundo golpe de botón abrió una mujer ya mayor y con cara de pocas visitas. —¿Está Olga? —¡Hombre, Plinio, bien venido a esta santa casa! —¡Ah!, creí que iba a decir casta casa. —Pues no crea, don Lotario, que castas y santas aquí no faltan, al menos de medio cuerpo para arriba. —¿Y solamente se peca con los bajos? —No se lo creerá usted, don Lotario, pero aquí tuvimos bastante tiempo una de Ronda, que antes de empezar a recibir rezaba el rosario entero sin dejarse cuenta… Y otra, a ésa yo no la conocí, que después del acto le echaba al cliente agua bendita en el berbiquí… Sobre la cama tenía la pililla del agua pía. —Sería con la mejor intención, para que no enfermase. —El catálogo de locuras es larguísimo. —Pero bueno, oye, ¿está Olga o no? —No, Manuel. Se fue de veraneo con sus sobrinas. —¿Pero está aquí alguna de ésas del culo majo que tú conoces? —le preguntó Plinio a Antoñito en voz baja. —No sé si habrá alguna. Sólo sé dónde vive una de las tres que recuerdo. La Rosales…, bueno, y creo que otra. Ya veremos. —Bueno, entonces vámonos… Hasta más ver, amiga… —¿La Rosales es ésa que también lleva un taxi? —Sí, la tía gana más con el taxi que con los pelos ajenos. —Antoñito, pues hay que hacer kilómetros para ganar tanto en un taxi como con el cariño, con la de clientes que hay aquí, paisanos y de los pueblos próximos —dijo don Lotario—. Y hablando de otra cosa, yo no recuerdo, Manuel, que el culo de la taxista que dice aquí Antoñito sea muy atractivo, ni ella tan espigada como ha contado el mancebo. —Ni yo tampoco, pero como aquí, Antoñito, dice que está de muy buen recibir… —Al menos, a mi gusto. Echaron a andar. —De modo que la Olga, de veraneo. Toma del frasco. —Sí, señor veterinario —dijo la encargada de la Casa de la Olga, que se había quedado con la puerta entreabierta —, todos los trabajadores tenemos derecho a vacaciones pagadas. —Pagadas, bañadas y jodidas.
—Qué cosas dice usted, don Lotario. ¿A dónde va ya la Olga con sus años? —Ahí en esa casa está la Rosales — dijo Antoñito—. ¿Llamo? —Venga, timbrea. Avanzaron unos pasos. —Timbreando… Salió una muchacha joven: —¿Sigue aquí la Rosales? —Claro que sigue. Pero en este momento está ocupada. Entraron. —¿La esperamos un rato, jefe? —Sí. Nos sentamos en ese tresillo tan majo y que nos traigan unas cervezas… Pagadas, claro. —No faltaba más. Como si quieren un «Voike» de los rojos. —No, no, cerveza de la blanca. —¿Has visto, Manuel, qué elegante está esto?, como el recibidor de un parador, con dibujos de don Quijote y Sancho para atraer turistas que vengan buscando las Maritornes de ahora. Y mira qué luces y qué suelos más señoritos. —Quién nos iba a decir que los cuartillejos del Tomelloso de hace cuarenta años se iban a convertir en estos elegantes hostales del pito. Volvió la chica con las cervezas. —Oye, ¿y cuánto cobráis ahora por ocupación? —Mil seiscientas pesetas todo incluido, señor veterinario. —Ya me imagino que no se permitirá dejarse nada fuera. —Oye, enséñame alguna habitación a ver cómo son ahora los «talleres». —Con mucho gusto, Manuel. Mire, mire ése de ahí enfrente, que está ahora vacío. Se asomaron todos menos Antoñito. —¡Qué barbaridad! —alzó la voz don Lotario—. Bidet color rosa, lavabo, tocador, camas de las finas, sin piecero, calefacción, alfombras…, sólo falta aire acondicionado. Me acuerdo cuando en los cuartillejos se lavaba uno en palangana de porcelana llena con agua del botijo, que sostenía ella, puesta de rodillas, a la altura de las ingles de uno. Los tres, menos Antoñito, que se había sentado con los discos sobre las piernas, dieron una vuelta por todo lo visible de la casa, elogiando las finuras y horteradas, hasta que volvieron a las cervezas, junto al guía. —Oye, la Rosales tarda mucho en acabar el suministro. —Depende. Como tiene el cuello tan alto y es tan fortachona a veces acaba pronto. Pocos la aguantan mucho rato. Destruye.
—¿Oye, y tú sabes si ella compra mucha zaragatona para hacer bandolina? —¿Ella, tan moderna, echándose bandolina? La primera vez que lo oigo. ¿Y por qué esa pregunta, Manuel? — dijo la muchacha con aire escolar. —Por nada. Porque alguna vez me había parecido verla por la calle con el pelo muy duro. Cuando ya habían terminado las primeras cervezas, cigarros y las ganas de hablar, se abrió una puerta y, apareció un tío muy gordo atándose el cinturón y con cara muy entomatada, y luego la Rosales, tan fortachona, con una bata que le llegaba a la espuela; guapa a la antigua, y el culo saludable, pero sin movimientos graciosos. Saludó muy fina a los visitantes de la policía y con familiaridad a Antoñito. Se sentó junto a ellos y Plinio le echó un reojo al pelo. —Aquí estoy para lo que pueda servirles. Como desde el primer momento les desencantó el culo de la taxista, sin ilusión alguna hablaron cuatro carajadas hasta consumir las cervezas y, después de hacerle unas preguntas sin norte a la Rosales, pagaron y se marcharon muy finos, dejando a las dos mujeres sin comprender para qué habían ido.
Ya en la calle dijo Antoñito. —Ahora nos toca ya la Casa de la Toledo. ¿Llamo? —Llama, disquero. Los recibieron dos chicas, una joven, muy mona, y otra guapa y bien hecha, con pantalones vaqueros y un tono y ademanes que no les recordaban, a Plinio y a don Lotario, las furcias de otros tiempos. —Venga, sacad unas copas —dijo Antoñito. Y se apartó un poco a hablar con la más delgada. —¿Qué toman? —Cerveza para todos —dijo Plinio. —Hay otras tres trabajando y las demás en el pueblo —les informó Antoñito en voz baja. Tomaron asiento y aguardaron las copas. También todo parecía muy presumido, con cuadros al óleo muy barnizados. Las dos chicas, con simpatía de oficio, mientras servían las copas, les rozaban con indirectas, pero sin resultado. Plinio se sonrió y don Lotario se azaró un poco y bajó la cabeza. Y Antoñito, impasible, sin soltar los discos. De vez en cuando salía alguna recién ocupada con su pareja y se sumaba al copeo de los justicias. Y pasaron el rato hablando de nadas. Las más jóvenes no debían saber quiénes eran aquellos señores maduros, y éstos comentaron entre sí y mirando a Antoñito, que no parecía tampoco muy animado en aquella casa. Y como si los hubiera oído, Antoñito les hizo con la cabeza señal de partir y, de acuerdo, don Lotario pagó presto, y presto salieron entre las caras prostíbulas de no comprender aquella visita. Ya en la calle, Plinio se acercó a Antoñito. —¿Es que no tienes trato con el equipo de esta casa? —No —dijo sin ganas de aclarar—. Luego, la otra que yo recuerdo con el culo más vistoso está en casa de la Mari Paz. ¿Vamos ahí? —Como tú digas. ¿Cuál es? —La tercera. —¡Ah!, de dónde ha salido ése que les explicaba a los amigos con tan buena oratoria cómo era un culo que acababa de ver, tocado o lo que fuera. —Exacto. —Pues vamos a la Mari Paz, a ver si tiene a la que buscamos. —¡Venga! —contestó Antoñito contento, llamando al timbre de la puerta. Como dio la casualidad que salía uno en el momento del timbrazo, la espera fue de segundo. Y nada más entrar, Antoñito se besoteó las mejillas con la que despedía al cliente. —Venga —le dijo ésta—, «que ya la tenías desazonada esperando los discos». Y Antoñito entró rápido, mientras la Mari Paz y otra que la seguía quedaron mirando al guardia y a su amigo sin saber qué pensar. —Venimos con Antoñito —dijo Plinio para evitarles sospechas. —Pasen, pasen. No faltaba más.
Aquel cuartel de colchones era el más majo de los que llevaban vistos: cuadros, tresillos, alfombras y una cristalería de muy buenas formas sobre la mesa. Por la puerta abierta de una de las habitaciones laterales vieron a Antoñito sentado en un sofá, enseñándole con mucho amor los discos a una morenilla delgada, que parecía bastante alta. Mari Paz les sacó cervezas a los municipales y habló de lo difícil que está la vida en agosto, cuando todas las pupilas quieren irse de veraneo. —Es que estas chicas ya necesitan el mar como el comer. Se van y, claro, los hombres que no veranean y que tanto necesitan lo otro, las pasan canutas (iba a decir putas) y no quiero decirles a ustedes la de dinero que perdemos. De pronto se asomó Antoñito, ya sin discos, y les dijo: —Ésa que les he dicho del culo vistoso está ocupada, pero sale en seguida. —¿Quién dices? —¿Quién va a ser? Mari Paz. La Migadulce, como me acaba de decir Emilia que la llamáis ahora. Mari Paz miró a Plinio con malicia: —Si todas fueran como ésa. No tiene hora sin ocupación.
—Es que estos señores querían conocerla. —Sí, Antoñito, veremos si pueden… Quiero decir si la dejan sus muchos deberes. En seguida se oyó música de disco. —Ya están éstos. Si la Emilia, por cada disco que se oye se pasara un hombre por la colcha, tendría el armario lleno de abrigos de visón. ¡Qué manía con los discos!, y todos se los trae Antoñito. En seguida, todos sentados en corro, empezaron a beber y a hablar, sobre todo ellas, pero con mucha naturalidad y corrección. «Si hablan como chicas del instituto o como dependientas finas» — pensaba don Lotario. Dos o tres veces que se refirieron al oficio le llamaron «trabajo» como si fueran auxiliares sanitarias o técnicas de boutique. Al cabo de un rato se abrió la puerta de una habitación y apareció una que pasó mal saludando y sin mirar. —Ahí tienen ustedes a la Migadulce —dijo la Mari Paz. —Sí, sí. Ésta es, Manuel, dijo Antoñito asomándose otra vez. —¿Qué pasa? —dijo la Migadulce, sorprendida al ver a Plinio y a don Lotario.
—Pues nada, hija, estos señores que querían conocerte. Don Lotario miró a Plinio de oreja y vio que tenía los ojos clavadísimos en aquel cuerpo alto que acababa de aparecer y cuyo culo todavía ignoraban. Tenía el pelo castaño muy bien peinado, blusa blanca de seda de manga corta y pantalón crema muy ancho de pernera, pero ajustadísimo. —Vuélvete, Leonor, vuélvete —le gritó Antoñito. Leonor o Migadulce, con gesto de cómica extrañeza, se dio dos vueltecitas como bailando. —¿Puede ser este culo, Manuel? Tenía un culo alto y pandereto, pero de gesticulaciones muy comedidas, las redondeces simétricas y el canalillo prometedor, pero en elegante. A Plinio no llegó a producirle la sensación que cuando se lo contó Salustio. Era demasiado perfecto y poco meneoso, si se comparaba con la imagen bestia que le dio el mancebo de botica. Éste era culo de ballet, juguetón, pero sin galope. —¿Qué le parece a usted, don Lotario? —dijo sin desenfrentar su entrecejo del entremollete cerámico de la coima. —Bonito, pero sin garra.
—Ya se lo he notado en la cara. Tiene tipo de salón más que de salto. —Está bien dicho. —Pues resignémonos, Manuel. Otro culo será. ¿Y de bandolina, le has visto algún destello? Dijo que no, con la cabeza nada más, pues seguía con el ojo en los bajos. —¿Y qué se les ofrece a los señores? —dijo Migadulce acercándose y dejando de hacer monadas. —Nada, mujer, que tomes una copa con nosotros. —No faltaba más. Mari Paz miró a Plinio como extrañada de tanto aparato con la Migadulce para sólo tomar una copa. —¿Qué le ha parecido, Manuel? — dijo Antoñito acercándose esposando a la caderita finita y alta de su amiga Emilia. —Muy bien, muy bien. Y ella le sonrió agradecida. Antoñito volvió a entrarse. Nerviosísimo. Plinio lo encontraba muy raro. Ya no se oye el disco, saltó de pronto la Mari Paz, que debía estar haciendo oído. Migadulce tenía una risa de chica muy contagiosa. Y hasta riendo se movía con aquel nerviosismo juvenil de sus curvas perfectas. Antes de que Migadulce acabase el whisky llamaron y entró un barbas ya entrecano que habló con la encargada. En seguida vino ésta y le dio un golpe en el hombro, y Migadulce, después de hacer un gesto de visita y parpadeando con mucho gusto y terciopelo, se despidió y fue hacia el barba gris. —Ya son casi las ocho —dijo Plinio al cerrar la boca después de bostezar—. Vámonos, que el de los discos no sale. —Qué va. Ése ahora, con su Emilia y con los discos está hasta que amañane. Pagaron la cuenta entre los dos justicias y salieron con ganas de pis a la calle. Todavía había sol. —Hemos perdido la tarde sin sacar nada en claro, don Lotario. —¿No dices que cuando no sabes dónde estás es cuando vas más derecho? —Es un decir… No le he notado nada de bandolina, y el culo como le dije, demasiado de figurín, para lo que había imaginado. —Pero bueno, Manuel, lo importante es la bandolina ¿no? —Ya, ya, pero ni tenemos pruebas de que sea la que compra la bandolina, porque lleve bandolina en su pelo, ni por identificación del culo. Poco después ante las casas de los gitanos vieron que entre dos bajaban un arado viejo y oxidado de un carro. —Mira, Manuel, un arao. —En eso pensaba, en el tiempo que hace que no veía un arao. —Y lo peor es que uno ya está olvidando el nombre de las piezas. —Es verdad. Muchas veces caigo en que he olvidado el nombre de las cosas, que me sabía muy bien, porque ya se ven poco. ¿Se acuerda usted de lo que era un dental? —Claro, hombre, el hierro donde se colocaba la reja. ¿Y el garabato? —Arado para una sola mula. ¿Y la lavija? —El hierro que sujeta los lavijeros del timón. —¿Y los orejeros? —¿Los orejeros?…, pues ¿ve usted?, ya no me acuerdo. —Has olvidado lo más fácil: el tubo de hierro con los dos salientes de madera para abrir el surco. ¿Y el pescuño? —… Yo tampoco llego ya al pescuño. Claro que a lo mejor no lo supe nunca. —Cómo no ibas a saber lo que era la cuña de hierro para presionar…, como si dijéramos entre la reja y la esteva. Pues prepárate bien esta noche, que mañana te examino yo a ti de las partes del carro. —El carro me lo sé todavía, porque estuve subido en ellos hasta que me fui al servicio. —Ya veremos, Manuel, ya veremos… Entonces, y de vuelta al tema, has dejado bien instruido a Antoñito para que averigüe si es la Migadulce la que compra la bandolina. —Sí; como le dije, le di precisas instrucciones antes de verlo a usted. —¿Y que le vas a dar por este trabajo? —Nada. Él lo hace por amistad y por el gusto de oír discos con la morenilla. —Otra cosa: no dirá la Policía Nacional que ahora nos han traído a Tomelloso, que les hacemos la competencia. Este tema de los dormidos embandolinados no es nacional. —Desde luego. Es puramente municipal…, por no decir de cimas y aburridos. —No digas esas cosas, Manuel. Verás cómo sacamos algo muy lucido. —Encima que no pasa nada en este pueblo —continuó Plinio como si tal cosa—, ahora, con la competencia de la Policía Nacional vamos a holgar más que los cabreros desde que se vende leche descremada, esterilizada, en polvo (en singular), y no sé cómo más. —Que os hagan a todos de tráfico. Como el sol caído hacía ya sombras muy raseras, sus cuerpos se veían negros sobre la acera andar a compás de manos, pues ahora, al volver, no se las embolsillaron. —Esta noche le tengo que contar a la Gregoria todo lo que hemos visto en las casas de la liga. Me dijo que me fijase muy bien para no olvidar nada. —Pues de lo que ella piensa poco le vas a poder contar, aparte del disqueo de Antoñito con la flacucha… Por cierto, que ésa debe tener las nalgas como cabezas de tachuela. —Por lo menos tristonas. Entraron en la cafetería del Casino de Tomelloso, que les caía enfrente mismo de la calle Mayor, pues impacientes por tomar el café de la merienda, no se encontraban con fuerzas para llegar hasta el San Fernando. Y se metieron entre la gente joven, que barreaba, bajo luces y cigarros, en toda aquella largura. Cuando ya bien a gusto salieron hacia la plaza se ofrecieron los dos a la vez un «caldo». —Gracias, Manuel. Ya que hemos sacado los dos paquetes, que cada cual fume del suyo. Nada más verlos llegar, Maleza, que estaba bien despatarrado ante la puerta del Ayuntamiento, les dijo con su ímpetu de siempre: —Esperen, jefes, que tengo un mensaje. —¿De quién? Pero el cabo se entró en el cuarto de guardia sin contestar. —Qué prisa tiene siempre. —Ya está ahí. Le entregó a Plinio un papel de farmacia, doblado. —¿De quién es? —De Salustio. Vino a verle con mucho acelero y como no estaba me dejó este papel fino. Plinio se montó las gafas y se centró bien debajo de la luz del portal del Ayuntamiento. Leyó con mucho menudeo de ojos y tranquilo, tranquilo, se guardó el papel sin decir cosa. —¿Qué dice que te has quedado tan remiso? —Pues dice, palabra por palabra: «La pupila que compra la bandolina, seguro, fijo, que se llama Socorro Clavero, alias la Migadulce y trabaja en la casa de la Mari Paz». —Pues resulta que no hemos perdido la tarde… Sólo el culo que tú creías. Pero el culo real de la chica es monísimo. —Sí, pero no inspira borrucherías. —Pero ni tú ni yo le hemos notado el menor brillo ni rigidez bandolinera en el pelo. Y mira que se lo hemos observado bien. Tanto tú como yo, tuvimos toda la tarde los ojos del culo al pelo y del pelo al culo. —… Bueno, pues que Antoñito se fije todos los días a ver qué hace con la bandolina… Y por otro lado esperar que regrese Culocampana para tener otro camino por donde investigar. —Otro camino, también cular… Es que no imagino cómo, tanto uno como otra, pueden ¿y para qué? dormir a tantos hombres. —¡Ah!, y yo menos. —En fin, dejémoslo para mañana. Y si no le parece mal, vámonos a casa. Yo estoy un poco harto de todo y la Gregoria estará impaciente porque le cuente nuestros pecados en las casas de las puticaras.

***

Durante tres días no hubo otra novedad que la llegada de Antoñito a la hora de la cerveza para contarles sus observaciones en el barrio de las «putidoncellas», como decía Quevedo. Nada. Que su amiga la negrilarga, Emilia, había registrado mil veces el cuarto privado de la Migadulce, y ni bandolina, ni cosa pegajosa; que con el debido permiso de Emilia, se había acostado una tarde con la Migadulce para manosearle el pelo y comprobar si brillaba, untaba o estaba algo duro, y nada. —¿Y no has averiguado si por aquel barrio del putaco hay alguna otra con las características que tú sabes? (Plinio se pasó la mano por la cadera guiñando el ojo). —No, Manuel, pero descuide que yo sigo con los dos ojos alerta. —Con el ojo alerta y las preguntas que hagan falta cada vez que entregues los discos. —Sí, Manuel. Tranquilo. Pasados los tres días que digo ni volvió Antoñito, pero supieron que había regresado Culocampana. Fue un remedio, porque la murria ya les chorreaba por todos sitios. El cabo Maleza, tan aplicado para cumplir los encargos que le hiciera el jefe, nada más verlo llegar aquella mañana al Ayuntamiento se lo comunicó. —Jefe, ¿quiere usted que le avise o van ustedes? —Mejor que te enteres a qué bares suele ir y a qué hora, para que nos demos con él cuando venga a cuento. —Dentro de un rato se lo digo. —¿Tan pronto, Maleza? —Sí, porque tiene un compañero de meneos que es muy amiguete mío y en seguida me va a contar sus caminos. —A ver si te contagias. —Antes me convierto en sello matao. —Anda con Dios, sello matao, ¿de duro o de a dos? —Pronto vuelvo, jefe.
Plinio y don Lotario, cada cual con un periódico entre manos, gafas y con mucho meneo de hojas leyeron, miraron, o lo que fuera, hasta que, poco antes de la hora de la cerveza, volvió Maleza con su comunicado. —De los sitios donde va más por la hora y lo cerca, los más cómodos, son el bar Juanito y la cafetería del Casino de Tomelloso, que es donde toma las cañas de antes de comer… Debe ser, digo yo, porque a la juventud le ha dado por ir mucho a esos dos sitios. —¿Y a cuál va primero? ¿A qué no lo sabes? —Tirado, jefe. Al Juanito. Porque le cae primero, viniendo de donde viene. —Perfecto. Pues venga, don Lotario. Hoy las cervezas en el Juanito. —Al Juanito vamos. —¿Quieren ustedes que vaya yo delante para echar el olfato? —No merece la pena. Y los dos jefes echaron a andar con las piernas torpes de tanto asiento. Leyeron las carteleras de los cines. Miraron dos escaparates y antes que se les moteasen de polvo los zapatos ya estaban en el Juanito. Lo recorrieron y como todavía no estaba Culocampana se acodaron en la primera curva de la barra, conforme se entra, para verlo así que entrara. —¿Y así que lo veamos qué le vas a decir, Manuel? —¡Ah!, no sé. Lo que salga. —Lo digo para que no se escame. —Ya, ya. Casi no se podía hablar de la escandalá que traía el personal de la caña. —¿Tú no crees, Manuel, que la gente habla ahora más fuerte que en nuestros tiempos? —No sé qué le diga, don Lotario, porque los españoles siempre creen que cuanto más vocean más hombres y más graciosos o graciosas son. Cuanto más lloran al muerto más lo sienten y cuanto más gritan a la hora del engranaje creen que las da más gusto. —Sí, éste es un país muy voceador —dijo don Lotario mirando a la calle con desgana. —¿En qué piensa usted? —En Antoñito, el que nos hizo creer, sobre todo a ti, que era ingeniero en putas y se sabía el barrio como su casa, y resulta que a la hora de la verdad sólo le gusta llevarle discos a la delgadilla, para tirársela con fondo musical. —Pero para comprobar lo que le encargué se ha acostado con la Leonor y todo. —Con permiso de la otra y a cambio de algún disco nuevo. —¿Y hasta que no oyen los tres discos de costumbre por las dos caras no se apea de la negrilla? —¡Ah!, yo qué sé, don Lotario. —Pues si se monta durante los tres discos debe quedarse muy trabajao… Mira, Manuel ahí llega nuestro hombre, o lo que sea, con dos coquetillos, uno a cada lado. —¿Y son de aquí? —Ni idea. No me suenan. Culocampana entró decidido y moviendo el lumbar con mucho vuelo. Recorrieron el bar buscando una cuña de aire donde abocicarse, pero en seguida volvieron sin que nadie les dejase ver las chaquetas blancas. —Aquí tenéis un poco sitio si queréis —dijo Plinio empujando con bastante presión al veterinario. —Muchas gracias…, Manuel. —No faltaba más. —Aquí, dos amigos. Y aquí, don Lotario y el gran Plinio, muchachos. Y don Lotario, para adelantarse a Manuel como listo: —¿Qué queréis tomar? —Unos botellines de cerveza, don Lotario. Muy amable. —A ver si se va usted a pasar — dijo el jefe al veterinario en voz muy baja. Plinio y don Lotario siguieron la cháchara sin quitarle los ojos del pelo rubio y melenudo a Culocampana, que lo llevaba brillante y duro, desde la raya a las sienes, por tantas bandolinas. Los dos chicos llevaban el pelo sin untos. Plinio, en uno de los renglones del coloquio, se acercó mucho a la cabeza de Culocampana como con una curiosidad repentina y le dijo con tono muy natural: —¿Oye, pero qué te echas en el pelo, que lo llevas tan sólido y espejoso? Se rió el peinado y bajó los párpados con caída coquetona. —Parece mentira que no lo adivine usted, Manuel. Si es un licor de sus tiempos. —¿Un licor? —Quiero decir un líquido. —Fíjese usted, don Lotario —dijo pasándose la yema de un índice por las ondas duras y color almirez—. ¡Bandolina pura! De niño me acostumbré tanto a tocar y a oler —en lo poco que huele— el pelo embandolinado de mi madre, que ya toda la vida, en vez de brillantina, fijadores o lacas, me arreglo mi pelo con caldo de zaragatona. Lo tengo tan caidón que me molesta borloneándome por la frente y las orejas… Y además eso es un homenaje a mi pobrecita madre. —Hace tantos años que no he visto a alguien peinado con bandolina, que no la reconocía. Ni creí que todavía la vendiesen. —Pues sí, señor, que de todo lo que fue queda algo en esta vida, hasta boinas coloradas y mujeres con refajo. Y hablando de mujeres, muchas de la tercera y la «cuarta» edad se echan bandolina. —Pues no me he fijado. —Sí, Manuel, todavía hay mujeres con refajo, pantalones en vez de braga, y zaragatona. —¿Y qué eran los refajos? — preguntó uno de los chicos finos, que se reía mucho cuando hablaba Culocampana. —¡Ay!, hijo, que te lo explique tu abuela, que yo siempre los vi desde largo. La ropa de la mujer ¡es que la odio! —dijo súbito, sin poderse contener y dándole una manotada al aire. Plinio y don Lotario se miraron de reojo. Y Culocampana, como algo arrepentido de su histérico, pidió más botellines de cerveza. Todos quedaron en silencio hasta que volvieron a llenar los vasos. —¿Y así, de gente de tu edad, conoces a alguien que también se eche bandolina en el pelo? —No, Manuel —dijo con aire suspicaz—, soy el único tomellosero que se plancha el pelo con bandolina y se perfuma el cuerpo con almizcle. —Pues no hueles —dijo el mismo chico. —¡Ay!, hijo, eso hay que olerlo muy de cerca…, muy de cerca para saberlo… Y además de echármelo cuando me baño o me ducho, me lo echo también en los pies, que me los suelo lavar mucho, para no aburrirme. Sí, chicos, me los lavo en una palanganilla, porque me gusta mucho datilear en el agua caliente. ¡Uy, que regustinín! —y lanzó el «regustinín» con un grito tan de tía histérica, que a pesar del vocerío, varios barristas se volvieron a mirarlo, asombrados de que Plinio y don Lotario anduvieran allí con semejante compañía. Tanto que Culocampana, otra vez como arrepentido de su gritillo, pidió otros botellines de cerveza. Plinio y don Lotario se echaban reojos preocupados y el guardia pidió la cuenta. —Y ahora, Manuel y la compaña, paga el bandolinero, como me llamaba una persona que yo me sé. —No, perdona, pero tenemos una cita. Otro día será. Hasta luego… Nada más pisar el cemento de la calle, don Lotario empezó a carcajearse. —¡Ay, Manuel, qué mal se te dan los de la acera de enfrente! —Fatal. —Tú entre éstos no investigas nada. Te pones nerviosete. —Es verdad. —Desde luego, ¡qué tío! Se echa bandolina en el pelo hasta ponérselo como papel de barba, almizcle en no sé qué partes y dedilea en una palangana de agua caliente para no aburrirse. Y menos mal que no nos ha contado lo que se hace en otras partes del cuerpo las noches de luna. —Pero lo de la bandolina, Manuel, es para no recordar los olores de su madre. —¡Qué cosa más triste de puro cómica! —¿Y tú, Manuel, crees que éste es capaz de dormir a los que aparecen tumbados por ahí? ¿Cómo? ¿Para qué? —Desde luego, si fueran como los niñotes que lleva con él, podría dormirlos, aunque no sé cómo ni para qué… Pero tíos hechos y derechos como los que vimos dormidos, no creo que tengan nada que ver con su bandolina y demás blanduras. —A lo mejor es que por la nostalgia de su madre quiere hace una revolución nacional bandolinera y a todo el que puede lo duerme para hacerle participar de la bella bandolina. —… Y del almizcle y el lavoteo de pies en palangana de agua caliente. —¡Vaya aperitivo! Y es que así que se habla con gente que no conoces se te alarga el mundo… para mal. En toda la tarde no se le fue de la cabeza a Plinio la imagen de Culocampana, con tanto pelo rubio embandolinado, dando gritillos de picado de aguja o haciendo gestos de desprecio con mucho meneo de labios caprichosos y manotadillas de cariño tonto.