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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 18 de marzo de 2018

El hospital de los dormidos - Tras los reflejos de la bandolina



Como Don Lotario continuaba en Alicante con la familia, seguro que aburrido de ver el mismo meneo de mar todos los días y sin tener que hablar de cosas «entrañables», como dicen los políticos —menos mal que volvía el domingo—, Plinio, con sus pasos lentorros y sin ganas especiales de nada más que del café y los churros, se fue a la buñolería de la Rocío a poner el codo sobre el mostrador y a esperar que le hablase del artículo 151, y de la autonomía de su Andalucía, de la que faltaba casi toda su vida. Como ya habían pasado las ferias y marcharon los forasteros y emigrantes, la churrería quedó con la parroquia habitual del pueblo y de la hora. La Rocío había empapelado las paredes con un papel rosa acrílico que daba dentera y, sin venir a cuento por el color y la grasa del lugar, había colgado un retrato del rey don Juan Carlos, que como molesto por tanto humo de aceite churrero, aunque con mucho disimulo, parecía encoger un poquito la nariz de Borbón joven. Y es que a la Rocío, aburrida de todo por tantos años y repeticiones, le había dado ahora por la política, que nunca fue cosa de su faldriquera, y a cada paso sacaba el tema del Rey, de Suárez, de la Reina, «esa señora que aguanta más que nadie»; y hasta de «Manolito Fraga, el de los arrechuchos», como ella lo llamaba. Como siempre, la Rocío simuló no ver a Plinio y cuando pasaba cinco minutos con el codo tirante, le puso el café con leche, los buñuelos aceitosos, humeantes, y al lado un Lanza, el diario de la provincia, muy bien doblado; y se volvió junto a la rosca, sin chorrear el menor hilo de risa, ni palabra. Plinio apartó suavemente el periódico y empezó a buñuelear (que don Lotario churreteaba, a la hora del desayuno, se entiende, y Plinio buñuleaba en la misma ingestión). La Rocío miró varias veces desde lejos, y como vio que ni se molestaba en hojear el Lanza, sin poder contenerse soltó navaja y buñuelos, se le acercó, abrió el diario por donde ponía «Provincia», luego lo dobló y le señaló con el dedo aceitoso un recuadro que decía: «Largas y reídas siestas en varios pueblos de la provincia». Como Plinio sin gafas no atinaba a leer letras, por grandes que fueran, les echó un ojeo inútil y, con sus calmas chichas, continuó el desayuno. La Rocío, nerviosa, culeaba, manoteaba y le echaba ojos, pero sabía que el Jefe hasta que no acabase su desayuno, se sacudiese la guerrera y reliara el «caldo» no había nada que hacer. Cuando concluyó todo esto y algo más: mirar al reloj, calarse las gafas, arrinconarse bien sujeto el cigarro en el vértice derecho de los labios (conforme se mira a la boca), tomó entre manos el diario Lanza y empezó a leer el recuadro de «las siestas», que decía así: «Desde hace algunos días, en varios pueblos de la provincia —Almagro, Alcázar, Socuéllamos, Campo de Criptana, Argamasilla de Alba y sobre todo en Tomelloso—, que sepamos hasta ahora, con frecuencia aparecen tumbados en el campo, en calles poco concurridas y hasta sobre remolques, señores ya mayores, de los cincuenta a los setenta años, completamente dormidos, incluso gustosamente dormidos —porque algunos, según nuestros corresponsales, se sonríen—, bien arreglados y vestidos, y que en tan cómoda situación permanecen hasta cinco o seis horas sin que luego, cuando consiguen despertarse, sepan o digan el motivo de tal privación, pues sólo de ello se trata, ya que no se ha podido apreciar en ellos ninguna anormalidad patológica, ni nada anormal en el contorno, que aclare la causa de su larga y risueña siesta. »Parece que es en Tomelloso donde hasta ahora se han dado más casos y los de allí, con su buen humor manchego, sobre las posibles causas de tan lindos sueños, dicen que se debe a una droga llamada “sexta”, inventada en El Toboso; o a la eficacia somnífera de los últimos seriales de la televisión… Esperamos que nuestro Manuel González, Plinio, el mejor policía de toda La Mancha, sepa descubrir el somnífero, que suministrado con no sabemos qué bebida o companaje, proporciona tan públicas siestas a nuestros adultos y silenciosos paisanos…». Plinio, con meneo de boca entre irónico y escéptico, cortó el cuarto de hoja del periódico y se lo metió en el bolsillo de arriba de la guerrera (el de la izquierda según se mira). —¿Sabía usted, Manuel, que también en otros pueblos aparecían dormidos? —No. ¿Y tú sabías algo de los dormidos antes de leer este periódico? —Algo había oído, pero casi como chiste y no hice caso. —Como de chiste es. —Lo verdaderamente raro es adivinar qué hacían los dormidos cuando les llegó el sueño. —Y a lo mejor no lo saben. —O que están experimentando alguna prueba científica con ellos. —¡Ay, qué Rocío esta! Una prueba científica con ellos y los dejan tirados en la calle… Y además sin pedirles permiso para la prueba. —Pues nada, Manuel, ya tiene usted más señas para buscar al malhechor. —¿Malhechor el que nos hace dormir cinco o seis horas tranquilamente, aunque sea tumbados en una reguera? —Bueno, usted me entiende. —Lo nuestro es apresar a los hacedores de malhechuras, pero a los que hacen roncar y reír, ¿para qué? —Hombre, pero cuando en un pueblo tan aburrido como éste, ocurren cosas tan raras, hay que averiguar el motivo para darle gusto al personal y para que no se aburra el propio Manuel. —Y sobre todo para que te diviertas tú, que eres tan bacina de todo. Para mí ya es igual que un tío se duerma sólo o lo duerma un perro lamiéndole los párpados. —¡Ay!, qué Manuel este, y que lamiéndole los párpados… y eso de que usted no es bacín se lo cuenta a un guardia. Quiero decir a otro… Lo que pasa es que usted, como todo: lleva la bacinería con mucho disimulo y categoría. Y podrá tenerle sin cuidado si se va a casar la Aurora o si la Engracia la preñó el Antonio tumbá en la cama o sobre la alfalfa, pero que cada pocos días aparezca en la provincia un dormido, eso seguro que lo lleva usted más en cuenta que los rayos del vientre. Cuando Manuel, sonriendo, iba a sacar las monedas, saltó la Rocío: —No, Manuel, hoy le invito yo, aprovechando que no hay nadie mirando. —Pero Rocío, que ya me has invitado dos veces en lo que va de agosto. —Si yo, Manuel, por el gusto de tenerlo ahí con los codos revolando, lo invitaría a todas horas. —Es que la cosa está muy descompensada, Rocío, porque yo no te puedo invitar a la cárcel o al Juzgado, que son mis productos. —¡Ay, Dios mío, y qué hombre este!

***

Plinio, así que llegó al Ayuntamiento, releyó el Lanza y rápido llamó a Argamasilla, cuyo jefe de la G. M. A. (Guardia Municipal de Argamasilla), García, era viejo amigo suyo, además de compañero y discípulo. —Oye, perdona la molestia, pero ¿has leído el Lanza de esta mañana? —Sí. —¿Y el recuadrete donde dice que en vuestro pueblo ha aparecido un tío dormido y abandonado en la calle? —Sí, la otra mañana apareció uno de los López Altos, el padre de la nuera del que fue alcalde, el año que vinieron los de la División Azul. —Chico, yo no recuerdo tanta ficha, ¿qué edad tendrá? —Unos sesenta y cinco. —¿Es el primero? —¿El primero qué? —El primer dormido que aparece en Argamasilla. —Sí. —¿Dónde estaba echado? —En el asiento trasero de su coche y parado cerca de la gasolinera. —¿Entonces lo trajeron en su propio auto? —Las señas son mortales. —¿Cuánto tardó en despertarse y dónde? —Lo llevaron a su casa entre unos cuantos y se despertó —según dicen— unas horas después, muy extrañado de verse en su cama. —¿Y no sabía de dónde lo trajeron? —Dijo que él, nada más comer, tomó café en un bar y marchó a Tomelloso a hacer no sé qué y no recuerda más. —¿Y el del bar que ha dicho? —Que sí, que se tomó un café cortado y que después se marchó en el coche. —Perdona, pero ahora voy a hacerte una pregunta un poco tonta… —Tú dirás, Manuel, aunque viniendo de ti nunca será tonta. —Gracias, García. ¿Recuerdas si llevaba el pelo untado de fijador, brillantina o algo de brillo? —Qué astuto eres, Manuel. La verdad es que yo no caí en la cuenta. Nunca me fijo en los pelos de los hombres. Pero su mujer, sí. Y se extrañó mucho porque era la primera vez en su vida que le veía lustre en el pelo. —¿Y se sabe si contó algo más a los amigos? —No, no me llegó nada. Él es hombre muy suyo y de sus cosas. —Bueno, García, muchas gracias por la información y ten cuidado no vayan a dejarte dormido por ahí en un remolque. —O en una moto de esas grandes de ahora, matapaisanos. —Motos matapaisanos. Eso está bien. Lo diré por aquí. Plinio colgó el teléfono, se sacudió la ceniza con aire de suficiencia y salió hacia la calle. —Bueno, Maleza, vuelvo en seguida.

***

Y con sus pasos calmos echó Plinio camino de la perfumería de Cornejo… Pero no le duró la pausa, porque al pasar frente a la calle de don Eliseo, más que oír, notó un vozarrón en las costillas espalderas: —¡Plinio! ¡Para el carro!, que te quiero contar «mi circunstancia» de hoy. Era Braulio, el filósofo, con una camisa gris, los brazos al aire y zaragüelles ceñidos, de ciclista. —¿Qué te pasa, Braulio, que tanto manoteas y me has movido el riñón con ese grito? —Que estoy de parto, ajeno y etéreo. —Explícate, solterón. —Digo ajeno, porque la que está en el trance ahí, unas casas más abajo, es mi cuñada Teresa, la hija de Rodero, aquél que decían que tenía el ombligo bizco. ¿Lo recuerdas? —Pero qué cosas dices, Braulio, cómo la Teresa va a parir si jamás se le echó hombre encima y ya no sabe en qué almanaque dejó los cincuenta años. —Pues para que veas. Ahí la tienes, empuñándose la panza, a ver si le sale el heredero… Claro que el médico ha dicho, y por eso he venido yo, Manuel, que debe tratarse de un parto histérico. —¿Un parto histórico? ¿Es que van a parir otra vez a doña María Guerrero? —Histérico y no histórico, Manuel, que te estás desescolarizando. —¡Ah, no te había oído bien!… Vamos, un parto de cabeza. —Eso es, mental o «local», de loca. —Jodo, ¿pero ella había tenido alguna otra vez partos de éstos, de boca? —Su hermana dice que sí. Que a los cuarenta años o así, una tarde, cuando comía uvas sentada en una pedriza, dijo de pronto que había roto aguas. Y de verdad que se le quedó la braga hecha un charco. Pero parto, parto, como ahora con esos gritos de discoteca, nunca. —Será la menopausia. —Sí, la última sed de pita que llega a las mujeres, sobre todo vírgenes, las deszambomba. —¿Y qué vais a hacer? —Esperar a ver si se le pasa y se queda vencía. Pero lleva así desde que se metió la luna. —¿Y ha venido comadrona y todo? —Como es amiga y vecina, la hemos llamado y, claro, ha dicho que de parto ni pestaña. Que no tiene un dedo de panza, el coño cerradico y como dormido. —¿Entonces todo es de garganta? —Histérico total… Si entra alguien en el cuarto se agarra a los barrotes de la cama y empieza a rumbear con la barriga y a dar gritos de víctima. Pero así que nos salimos, ya sin público oyente, se queda calladica la muy tuna. Para pensar el nombre que le va a poner al vientomesino. —¿Por qué le dices vientomesino? —Coño, Manuel, cómo estás hoy de lento, porque debe ser una cría de aire y no sabemos los meses que lleva creyéndose así. —Anda con Braulio. Siempre igual. ¿Y nunca quiso casarse? —No sé si fue ella la que no quiso casarse o que nunca tuvo pretendientes… Cada día la gente tiene más imaginación y se casa menos. —Ya estás con el matrimonio, tu otra cencerrada, junto a la de los muertos. —¿Yo, Manuel?… Pues escucha esto que es la primera vez que lo digo… Ya he encontrado mi novia ideal. —¿Y cómo se llama? —Pistola Parabellum, nada menos. —Pistola… Ya me extrañaba que dijeras algo cuerdo. Y menos a la hora de hablar de tu boda. —Pues sí, me casaré, pero no con una mozanca, con los molletes escocíos de tanto lavarse en el bidet o como se diga, y con los ojos siempre de par en par de tanto mirarle los cuartos al marido. Me casaré, pero con una pistola del 9 largo Parabellum o con un revólver niquelado, de los que llevaba su antecesor León Hormiga, pero bien limpio y cubierto con un trajecillo de gasa, velito blanco y unas florecillas de azahar alrededor de la culata. —¿Y luego darle un tiro al cura? —No, a nadie. Un tiro es una forma ronca de decir «sí» o «no». —¡Ah! —No, llevármela a la iglesia debajo del brazo y con mucho mimo, tenerla así durante toda la ceremonia, acariciándole con el pernio del sobaco la culata y con los dedos enguantados el tubo del cañón, mientras toque el órgano la marcha nupcial y después de la ceremonia, de los parabienes y el convite, en un taxi alquilado, con coronas de flores en las ventanillas, llevármela a casa. —¿Para tirártela? —Todavía no. Para atarla al cabecero dorado de la cama, con una cinta muy ancha de seda y tenerla allí todas las noches, hasta que llegado el primer amanecer, en que me encuentre harto de este nublado diario que es la vida, haga por fin el amor con la Parabellum, besándole mucho mucho la punta del cañón y acariciándole el clítoris negro del gatillo en el momento que me esté muriendo de gusto, apretarle y dejarme la montera blandona de los sesos pegada en la viga de aire de mi alcoba… Y en la definitiva puñeta, a tantísimo majareta con las cabezas vehementes como culos hay por el mundo… Ésa será una novia de verdad, sobre todo si la tienes con las balas bien limpias, y perfumada, entre los ramillos de azahar. —Tú, Braulio, también dándole siempre a lo del suicidio ideal, pero como en el fondo quieres durar más que la campana grande, ni te pellizcas la planta del pie más duro. Y antes de suicidarte serías capaz de acostarte quince o veinte mil amaneceres con cualquier amortajada y con los pelos de la ingle ya almidonados. —Que no me conoces bien, jefe, que no me entiendes. Que entre tía amortajada y esposa viva, me quedo con la de los pelos almidonados, aunque me hiele. Yo ni mujer, ni suegras, ni cuñadas, ni na. La pistola metía en el camisoncillo blanco colgado sobre la cama, y a pasearme solo y callado por la habitación, sin que nadie te dé la murga de los cuartos, o de destaparte el ombligo a cada nada. —Desde luego, Braulio, que hay multitud de tíos que con el cerebro más maganto que tú, llevan años y años en Leganés. —Yo no estoy loco, jefe. Yo es que tengo imaginación. Imaginación, esa virtud tan rara en la humanidad. Sí, la imaginación es más escasa que la picha. —Hombre, Braulio, pichas hay de todos los tamaños. —Protesto, jefe. Todas son de dedo más o menos. No hay picha que puede asomar por el cuello de la camisa, ni por la boca del pantalón. Dedo arriba, dedo abajo, la mayor no excede un puño a la más chica… Pues sí, la imaginación del bípedo excede en altura menos que su pija. Segurísimo. —En fin, sigo por donde iba. —Pero hombre, Manuel, pasa un momentillo a oír a mi parienta quejarse del daño que le hace la nada entre las piernas. —Voy a la perfumería de Cornejo a un recado de nada y en seguida vuelvo y la oímos. —La oímos y la vemos. Mira que como por escépticos nos dé un fetazo en el bigote… —Eres catral. Ahora vuelvo. —Aquí te espero pensando en mi novia Parabellum. —Pero no te vayas a poner cachondo. —Si mis oídos se figuraran el tiro, seguro.

***

Cuando Plinio llegó, Cornejo estaba en la puerta de la tienda. —¿Esperas a algún viajante? —No, llevaba cinco minutos sin ver un cliente y salí a tomar un poco el aire. —Me perdonarás, pero vengo a hacerte una pregunta de marica. —Hable tranquilo, Manuel, que usted no es sospechoso. —Oye, los hombres de ahora, cuando se quieren fijar o abrillantar el pelo, como las mujeres antiguas, o los hombres de tango, ¿qué se echan? —Hay pocas cosas. Una especie de fijador que le llaman Patrico. —¿Y el fixol, y la brillantina, y todas aquellas guarrerías pasaron de moda? —Sí. —¿Y tú tienes algún cliente que te compre mucho Patrico? —No. No; lo vendo muy de cuando en cuando y a gente muy esparcida. —¿Y dónde se venden además estas cosas? —En las droguerías y algunas farmacias. —¿Y el Patrico deja el pelo muy aceitoso? —Un poco. —Bueno, bueno, pues muchas gracias, Cornejo. —No hay de qué. ¿Si quiere usted fijarse un poco? —Como no sea la piel sobre el cráneo… —Todavía le asoma pelo bajo la gorra. —Para asomar nada más, no para abrigarse con él. Plinio pilló alguna vuelta para no volver a encontrarse con Braulio y su paridora de suspiros. En la puerta del Ayuntamiento le aguardaba el cabo Maleza. —¿Qué hay, Maleza? —Dos cosas: Braulio, el filósofo, que vaya usted en seguida a casa de la cuñada de su hermano, porque está pariendo de verdad. Y García, el jefe de los colegas de Argamasilla, que llegará dentro de un rato a traerle unos pelos. —¿A traerme unos pelos? —Sí, por lo visto se los ha cortao a otro dormido que apareció después del que dijo Lanza. —Pues me quedo con los pelos. Aguardo al tripudo. ¿En qué viene? —Salió en la moto. —Estoy en el despacho. Son dos chupás. No a las dos chupadas, sino al pito y medio llegó García, el jefe de la G. M. A. —¿Se puede, Manuel? —¿Qué pelos son ésos que me ha dicho Maleza que traes? —¿Me siento?… Pues nada, que se me quedó aquello que me preguntó usted de si el dormido del periódico llevaba pegamento, o lo que fuera, en el pelo. Me dio por ahí. Se lo pregunté al jefe de Manzanares, luego al de Alcázar y al de Almagro, que para algo es usted el mejor policía de la zona castellanomanchega, pero no se habían fijado, hasta que hace un rato me llegó noticia de otro dormido, Calabria, que paraba en las afueras del pueblo, ya hacia Cinco Casas. Fui y, claro, lo primero que le miré y tanteé fue el pelo. Pero de fijador o brillantina, nada. Fíjese, está duro como el de las viejas antiguas — todavía hay algunas— que se echaban bandolina y se hacían ondas como canales de tejao… Y para que lo analice bien don Lotario, le corté este flequillo a Calabria. —Sí, pero tan duro, al menos este trozo, más que un embandolinado parece acartonado. ¿Y es que todavía se vende bandolina? —En Argamasilla me han despistado, pues me han dicho que allí ya nadie vende zaragatona. ¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?, me digo. —No sé… Pero vente conmigo a la farmacia de Menchen, que es amigo mío y le gustan mucho estas historias. Y sin añadir palabra, Plinio echó a andar llevándose detrás al de Argamasilla. Aunque la farmacia-droguería de Luis Menchen estaba muy apersonalada, al verlos aparecer se echó hacia ellos. —Oye, Luis, ¿qué tiene que ver la bandolina con la zaragatona? —¡Qué cosas tiene usted, Manuel! La bandolina es un cocimiento de semillas de zaragatona que da un líquido mucilaginoso… La gente suele llamar también bandolina sin deber a la semilla de zaragatona. —Y a lo que iba, Luis Menchen, ¿la bandolina cómo la hacían nuestras madres? —Pues echaban las semillas de zaragatona, que es la que nosotros vendemos todavía, en agua caliente y después de hervir un poco la tenían veinticuatro horas. Luego la colaban hasta dejar el líquido limpio, y venga de dárselo con un cepillo mayor que los dentales para fijarse o alisarse el moño. La mujer que ayudaba a despachar a Menchen, sacó un bote de cristal con las semillas oscuras de zaragatona y le echó unas pocas a Plinio en la mano. —Lo que pasa es que si a veces se pasaban en la proporción de zaragatona, la bandolina dejaba el pelo hecho un cartón. —¿Como le ha pasado a este cacho de flequillo? —dijo Plinio enseñando a Menchen el trozo del flequillo del argamasillero dormido. —Sí, señor. —¿Y todavía se vende bandolina? —preguntó Plinio a la dependienta enlutada. —Claro. —¿Pero mucha? —Mucha no, pero regularcillo, bueno. —¿Tenéis aquí algún cliente o alguna clienta muy fijo y abundón de zaragatona? Menchen miró a la dependienta. —Así, fija, fija y seguida, seguida, no recuerdo. —Pero haré memoria, jefe, porque si se lleva un buen puñao, tiene para rato. Plinio, después de darle unas vueltas entre los dedos al jirón de flequillo abandolinado del tripudo, se lo devolvió al guardia también tripudo, como allí llaman a los de Argamasilla. —Toma, que es de tu tierra. Y devuélveselo al dueño. —El Calabria estaba tan modorro que ni se enteró cuando se lo corté y, al fin y al cabo, Tomelloso es el área de los dormidos con el pelo brillante y usted, Manuel, el jefe mayor. —Pues dices bien, déjamelo para comprobar otros casos. Y tú, Luis y dependencia, estad atentos a ver quién de aquí en adelante se lleva zaragatona con frecuencia y en ciertas cantidades, para decírmelo. —Ya lo habéis oído —dijo Menchen a la dependencia, que todos estaban embobados con el trozo de flequillo duro. —Descuide, que no perderé nombre de comprador de zaragatona. Plinio se dedicó el resto de la mañana a recorrer las farmacias más antiguas del pueblo para hacer la recomendación. Pero encontró que sólo vendían zaragatona en las de don Luis, en la que fue de don Gerardo y en la de don Alberto Penadés. —Cuando mañana venga don Lotario y se encuentre que estoy haciendo investigaciones sobre la bandolina se va a cuartear de risa. En la historia de los policías del mundo, seguro, fijo, que ninguno anduvo jamás rastreando semejante hierba.

***

Después de recorrerse las boticas más antiguas volvió a la calle de Galileo a ver por dónde iba el parto de Teresa, cuñada de Braulio e hija de aquél que tuvo el ombligo bizco. En la puerta encontró a Braulio entre un corrillo de gentes que lo escuchaban con la cara muy levantada. —¿Parió ya, Braulio? —Qué va. Además así que nos salimos de la habitación, como ya te dije, al verse sin público, deja de gritar. —¿Entonces sólo le tira del feto la compaña? —Debe. Y si no, vente y verás. Entraron Plinio y Braulio, quedó el público ahora sin tener a quién corear e hicieron oído tras la puerta de la alcoba.
—Nada, no se le oye ningún sonecillo, ni de la boca ni del tomate. Todo callado, pero fíjate. Y nada más empujar la puerta con poco disimulo, rompió la Teresa: —¡Ay!, ¡ay!, Señor, y qué dura va a ser esta asomada. —Pues venga, ¡haz fuerza, Teresa!, que ya debe estar el bautizable mirándote la barba de la ingle. —¡Ay!, ¡ay!, hijo de mis tripas, a ver si sales de una vez, aunque seas de la ETA. —Ya se lo está colocando —dijo Braulio volviendo a cerrar la puerta. Y se calló la tía.
—¿Y cuánto tiempo crees, Braulio, que va a estar gritando así? —Hasta que para. —¿No dices que no está preñada? —Es igual. Ya sabes cómo son las mujeres. Si ha dicho que pare, parirá, aunque sea por un zancajo y en todas las noches de su vida no haya recibido más que chocolate con churros. Cuando el sexto de una mujer tiene gana de algo, aunque sea de cantar, lo consigue. Mi madre decía que una chica de su tiempo que se empeñó en ser tiple, se quedó muda y a fuerza de terca consiguió cantar, pero con el coño, La rosa del azafrán. Y cuando tenía la casa llena de vecindad, de público, que es lo que ella quería, comenzaba la función. Se levantaba el refajo y su coño, ya al aire y sin menear el bigote, eso nunca, empezaba a dar voces, ronquillas pero muy bien entonadas. —No había oído eso en toda mi vida. —No fue aquí. Fue en La Mota del Cuervo. Y le hicieron un disco a la voz de su coño aquéllos de La voz de su amo. —Los hombres, sin embargo, por semejante parte no podemos cantar. —Pero silbar, sí, Manuel. En Argamasilla hubo un cura en los tiempos de Primo de Rivera que le gustaba tanto casar a las parejas, que en plena ceremonia se le ponía longa y por el agujerillo de la uretra silbaba por su cuenta la Marcha nupcial. —¿Qué no te inventarás tú achacándoselo a la Mota del Cuervo, a Argamasilla o a los Arenales de la Moscarda? —Ja, ja, ja, ja… Ahora que hablamos de los Arenales de la Moscarda. Allí nació uno con los testículos tan gordos y como pintados con pájaros de colores, que vivió toda la vida de enseñárselos al público, a peseta la sesión… ¡Aburrimiento! El mundo entero, hasta el de los chinos, está muerto de aburrimiento. Y sólo se anima cuando salen tíos como yo, que siempre tienen procesiones de tetas y molletes dentro del cerebelo… Y he llegado a la conclusión, Manuel, de que el personal se divierte más muerto que vivo, mirando fijo fijo allí a la bovedilla del nicho que mirando aquí las ferias. —¿Te imaginas, Manuel, lo que seria ver desfilar los cinco mil millones de habitantes que dicen tiene el mundo por la carretera de Argamasilla con el culo al viento? —¿Y por qué con el culo al aire? —Como símbolo de la gran monotonía que es la vida de los más, aparte de la miseria. ¡Cinco mil millones de culos molleteando por la carretera! Así es la vida, Manuel. ¡Así poco más o menos! ¿Y los muertos? Mucho más distraídos, seguro. El gusanillo que te empieza a comer el ojo derecho, el otro que se te meterá mañana por el testículo zurdo, el riñón que te explotará mañana de tan hinchado de la orina póstuma, todo eso debe distraer muchísimo… Y no te digo cuando a las vírgenes, como mi parienta Teresa, se le meta el gusano maestro por el canutero, tan despreciado toda la vida.
—Vas a conseguir lo que nadie, Braulio, ponerme mal cuerpo sólo con palabras. —No digas señoritadas… Hasta que luego, ya hecho esqueleto, sólo oigas los ruidetes de los huesos que se te desencajan solos, y también te lo pases estupendamente… «Ahora me suena la costilla derecha de abajo y atrás y ahora el dedo gordo del pie derecho, que ya se ha puesto el calcetín de piedra». —Eres el tío más fúnebre de España. —Toda la historia de España es un depósito forense… Aquí nunca nos hemos divertido con otra cosa. ¿Y las hay más amenas? ¿Tú has visto cosa más insípida que un norteamericano jugando al rugby todas las tardes y echando sonrisas de tabaco rubio? ¿O a los suizos preparándose para votar si hay que quitar o no el árbol que cae en la curva de la carretera? Donde se ponga una señora vieja, arrugada, sin más arreglo que la mantilla española y los brillantes puestos en el momento de cortarse las uñas renegridas y a la vez con esmalte coloradísimo de los pies…, que se quiten todas las diversiones del mundo… Y porque sólo digo la mitad de lo que pienso e imagino. ¡Si pregonase de micrófono en micrófono cómo de verdad yo veo la vida! —¿Por ejemplo? —… Las guerras nunca nacen de verdaderos enfrentamientos ideológicos, religiosos o militares, sino de la obsesión periódica que tiene el hombre de convertir en tierra a sus prójimos con el pretexto que sea… Para qué te voy a hablar de las guerras civiles españolas. El color de las banderas es el pretexto para poderse comer vivos a todos los hijos de suegra, compañeros de velorio, de confesionario o de burdel, dentro de la ley. Las gentes que entraron en el portal en espera del ventoso parto, bajaban la voz para oír algo de lo que le contaba Braulio a Plinio y le hacía reír tanto… O pensar, llevándose la palma a la bóveda de la cabeza sin quitarse la gorra. Pero no lo conseguían, porque Braulio no voceaba. Hablaba rozándole a Plinio las orejas con los gestos, las palabras, labiotazos y parpadeos. Al rato le llegó a Braulio el escobazo del silencio y se quedó con las cejas hechas pliegue, los ojos en un rincón y la cabeza caída. Plinio, como siempre que eso pasaba, se encogió de hombros, relió el cigarro y decidió volver a sus quehaceres. Le dijo adiós y el filósofo respondió con cabezada y se allegó a la puerta de la sedicente parturienta e hizo oído, pero la Teresa seguía callada. Plinio volvió a la calle, entre otras cosas, a despejarse un poco. A él, que era tan de la tierra, le gustaban mucho las fantasías pero, a veces, las de Braulio le sacaban la cabeza de tría.

***

Plinio estuvo a punto de pedirle a la Gregoria que hiciese un tarro de bandolina, como cuando era moza. Pero sabía demasiado cómo quedaba el pelo abandolinado para andarse a sus años con pruebas. Pasó la mañana del día siguiente y la primera parte de la tarde sin noticias de don Lotario, hasta que a la hora de salir de las escuelas, poco más o menos, vio por la ventana de su despacho que el veterinario veraneante detenía su cochecillo ante el Ayuntamiento. Lo vio entrar rápido y en seguida lo oyó nudillear en la puerta de su despacho. Escuchó con su nerviosismo cigarrero el menudo relato que le hizo Plinio de sus sospechas e investigaciones bandolinarias y cuando parecía la plática en un punto y aparte bastante largo, dijo don Lotario, sonriendo: —Tú, Manuel, siempre caes más en lo raro que en lo normal. ¡Mira que fijarte en el pelo de los dormidos también! —Es que casi todo lo que llega a nuestro oficio es anormal. —No, si llevas razón, pero que tú con tu astucia caes en lo que nadie de la profesión… Ahora a esperar que algún boticario nos diga qué gentes antiguas compran zaragatona para hacer el líquido mucilaginoso. —Desde que ha llegado usted de Alicante, don Lotario, lo noto poco entusiasmado. A lo mejor es que ha encontrado usted por ahí algún policía perfecto. —El único policía redondo que conozco, Manuel, eres tú, ya que te dejas llevar —y siempre llegas— por la ultrarrazón de tus pálpitos. —Ya estamos con los pálpitos. —Los pálpitos es cosa de genios y no las ideícas puestas una encima de otra, de los proseros y los listos. —No te digo, si va a resultar que yo soy un genio. El genio de Tomelloso. —Exactamente. De Tomelloso y de toda La Mancha. Porque tienes un tercer oído, una segunda nariz y un tercer ojo… —No siga usted, por favor. —Sigo porque quiero. Un tercer ojo que no tenemos los demás. Qué más ejemplo que ya vieses que el primer dormido y luego otros llevaban el pelo embandolinado. Los demás, con nuestros ojos normales, no nos dimos cuenta. —Pues a la vista estaba. Lo que ocurre es que no se paran, y yo sí, porque soy muy tranquilo de ojos, y no por los pálpitos y esas ocurrencias. Así estaban las cosas cuando llamaron en la puerta con los nudillos. —Adelante. Y apareció Salustio, el auxiliar de la farmacia que fue de don Gerardo. —¿Qué pasa, Salustio? —Que hace un rato me he acordado de dos que compran bastante zaragatona. Y por no ser personas corrientes, he pensado que podían interesarle más. —Venga, venga… ¿Y compran mucha? —Ella, que hay un «ella» y un «él», mejor dicho, un medio él, como una vez al mes, y «el medio él» compra más de luego en luego, aunque también continico. —¿Quién es ella? —Una puta para más señas. Sí, una puta guapetona, con el culo muy alto y comparsero, que enloquece al pueblo macho. —¿Y trabaja en casa pública o por su cuenta? —Creo que anda en una de esas casas de por el Canal, pero no sé en cuál, porque yo no las frecuento ni, claro, he preguntado nunca. —Pero será ya madurona, si se echa bandolina. —Pues no creo que llegue a los cuarenta años y está como un clavel de carne, con ritmo de mandoneón. —¿Y se bandolinea ella, te has fijado? —No me parece. ¿Y no la conocen con la buena presencia que tiene? —No caigo. —Ni yo. —Sí, hombres, si tiene el culo muy alzao y lo mueve con pedaleos cachondísimos. Cuando pasa por la acera no deja hombre con la cabeza quieta. Todas las gafas van a parar al mismo valle… Ah, y ahora que me acuerdo, ella, cuando la miran, se pone facilona y echa los ojos así muy derramaos —y la describía Salustio con tal regusto, que ponía los dientes punzones—. Ya lleva tiempo en el pueblo. —¿Como cuánto? —Cerca de un año, desde luego. Y tiene fama, porque con la propaganda que se hace por la calle es de las que tiene más «ocupaciones», según dicen. —¿Y quién le lleva la cuenta? —No sé. Yo lo he oído. —¿Y viste a estilo antiguo?… Lo digo como compra bandolina. —No, corriente total. Como todas las mujeres de ahora… Antes había como el uniforme de puta. Se las distinguía a la legua. Pero ahora, todas con esos pantalones tan ceñidos, que deben darles un escozor en las rajas que para qué —dijo como para sí, distraído. —¿Y tú qué sabes? —Me lo imagino. Usted verá. Uno es de la época de la enagua, que es tanto como decir del Somatén. —Bueno. ¿Y el otro cliente? El «casi hombre». —Ah, que ya se me había olvidao… Y ¡ay!, qué risa. Sí, ahora que caigo, también culea. Me refiero a ese rubio que llaman Culocampana. —¿A Lorencete el Baloncesto?, por otro nombre. —Ése mismo. El que anda culeteando tanto… Pero en serio que le da molletazos a todas las ventanas… Lo de Baloncesto es más de ahora. —¿Y se echa él la bandolina? —Pues mire usted, no me ha llamado la atención, porque como tiene el pelo tan jaro, de estropajo refinao… La verdad es que tampoco puse atención, pero así que vuelva a verlo le echo los párpados. —Me han dicho que anda por Madrid haciendo calle. —No sé. —Sí, hombre, si nos lo dijeron a los dos. ¿No recuerdas, Manuel? «¡Mueran las mujeres! ¡Abajo los coños!». —Es verdad. Que hace poco lo vio un paisano por el Paseo de Recoletos, en el momento de gritarle a una señora eso de «¡Mueran las mujeres! ¡Abajo los coños!». —¿Y ella qué hizo? —¿Pues qué iba a hacer, Salustio? Callarse y andar más deprisa, no fuera a quererle matar de verdad la parte dicha. —Qué raro, llevarse bandolina a Madrid. —Vaya usted a saber dónde se la echa —dijo Salustio riéndose de su propia ocurrencia. —Bueno, Salustio, pues muchas gracias por tus datos. Si te enteras de más ya sabes dónde estoy. —No faltaba menos, Manuel y compaña. Hasta más ver. Apenas marchó Salustio, saltó Manuel: —Ya estoy harto de despacho. ¿Y si nos vamos a estirar las piernas, don Lotario? —A estirar las piernas y a tomar un poco el aire, porque Salustio ha dejado el despacho cargado de culos. —Es verdad —coreó riéndose Manuel—, los dos compradores de bandolina que ha dicho hay que identificarlos por el culo… Y a todo esto, don Lotario, nada me ha contado de Alicante. —Lo que en todos sitios. A la gente sólo le gusta hacer lo que repiten los demás. En verano, enseñar las carnes y hacer como que se divierten, aunque estén pisándose unos a otros en la arena y orinándose en la misma ola. —¿Y todos jugando al bingo? —Claro, y es que perdiendo, como es seguro que se pierde, la gente disfruta mucho. —De modo que ¿ninguna novedad? —El invento de los veraneos ha sido un éxito, porque da ocasión a la gente a hacer las mismas tonterías, pero de manera muy apretada, con mucho calor, y oportunidad para luego decir que lo han pasado fenómeno en aquella torre horrible de apartamentos, con cientos de televisores encima, puestos en las mismas terrazas… Así que la gente tuvo más dinero y la posibilidad de hacer cosas diferentes, va a los mismos sitios, con los mismos coches, y viendo desnudas las mismas miserias. —Ha venido usted de un caído… Y me recuerda la sinfonía que me soltó ayer Braulio sobre la falta de imaginación de los humanos. —Es que hay menos hombres con imaginación que Braulios. —Eso está bien. Es lo que viene a decir él, aunque no se mentó.

***

Como Don Lotario estaba cansado por el viaje, acordaron no salir aquella noche y al día siguiente, por unas cosas y por otras, no se vieron hasta el café de la siesta. Cuando llegó el veterinario, Plinio hablaba con Antoñito, el profesor mercantil y se reían mucho los dos. —Pues sí que lo estáis pasando bien. —Por lo bien que lo vamos a pasar dentro de dos horas —dijo Antoñito mirándose el reloj. —Que esta tarde, a las seis, los tres nos vamos de guarras. —¿De putas, Manuel? —Sí, señor, de putas con «P» —dijo Antoñito saltando más deprisa. —¿Pero aficionadas o comerciales? —Comerciales, comerciales. —¿Y qué vamos a hacer allí?…, que uno no está ya con ánimos para esas cosas. —No se preocupe, don Lotario, que no va a necesitar los ánimos. Que usted y yo sólo vamos a ver si localizamos a ésa del culo volador que compra tanta bandolina. —¿Sabe Antoñito quién es? —Dice que recuerda tres o cuatro culos así de botadores en aquel barrio. A ver cuál de ellas es.
—Es verdad, ¿entonces hasta las seis? —dijo el joven. —A las seis en punto salimos calle Mayor adelante. Apenas marchó Antoñito, se precipitó don Lotario con sus manos interrogantes: —Oye, Manuel, ¿por qué viene Antoñito con nosotros? ¿Es que no podemos valernos solos? No entiendo. —Yo, don Lotario, como usted sabe, nunca fui perito en zorras, y menos ahora, que ya no sé los años que han pasado sin que tengamos algún servicio por aquellos acostaderos, y he pensado que sería bueno que nos guíe uno así, familiarizado con la actual república del empeine. Y… nadie mejor que Antoñito. Sé que es un poco especial, pero muy buena persona y me fío de él… Sabe todas las casas que hay, conoce al personal, sabe cuánto se paga por cada trago y puede hablar con ellas de corrido. En fin, el mejor guía, porque está en esas casas como en la propia. —Es que como no me dijiste nada… —Cómo iba a decirle, si no lo he visto hasta esta mañana, que es cuando me he planteado todo este trabajo. —Es que esta mañana, después de tantos días fuera se me ha juntado más que al Tostao. ¿Y le has contado toda la historia de los dormidos a Antoñito? —No. Sólo le he dicho que por nada importante, quiero saber si hay una culialta que se echa bandolina en el pelo. —¿Y a Culocampana lo vamos a ver también? —Primero a la puta. Luego nos enteraremos si el marica está en el pueblo, pues como va y viene tanto a Madrid, y a no sé cuántos puti-clubs que tiene por toda la provincia… —¿Y qué hace por ahí? —Seguro que pleita, no… Voy a telefonear a Maleza para que se dé una vuelta por su casa a ver si está en el pueblo —dijo Plinio sin hacer punto y tirando el paso hacia la cabina del teléfono. Don Lotario pidió su café y vaso de agua y empezó a enchacarse, riéndose para sus adentros, al imaginarse a él y a Plinio en las casas públicas buscando a una embandolinada con el culo de trapecio. Cuando volvió Plinio, don Lotario saltó de pronto y cayendo en la cuenta: —Por cierto, Manuel, que iremos a pie a los prostíbulos, porque tengo el coche en el taller. —Bueno, así nos damos un paseo higiénico y demostramos a todo el pueblo que trabajamos y no estamos aquí siempre echándole bostezos a los árboles. A las seis menos cuarto llamó Maleza para decir que el pelirrubio del culo metrónomo, en efecto, estaba fuera y vendría el jueves lo más tardar. —¿Ve usted? Lo que le dije. En Madrid andará. —¿Deseándole la muerte a todas las mujeres de España? —Él sabrá.

***

A las seis menos diez llegó Antoñito con una funda de plástico bajo el brazo. —¿Qué llevas ahí? —Discos. —¿Para dar un concierto? —No, yo a las chicas les regalo discos. Llevo unos cuantos. —¿A cambio de la ocupación? —No, por amistad y afición. —¿Y les gustan los discos? —Más que el codillo. Son muy modernos y tienen música de fondo. —¿Música de esa moderna que no se entiende nada? —¡Ay! don Lotario, que se quedó usted en el maestro Carrero.
—Cada uno es de la música con que nació. Es lo más difícil de quitarse de entre las orejas. Por la calle Mayor adelante, cada cual con las manos sobre sus riñones, y las de Antoñito entre los riñones y los discos, echaron a paso rasero y lentón. —Dos de los discos que llevo son para una amiga que es muy aficionada a la música «rock» y se los prometí hace unas siestas. —¿Y los oye mientras posa? —¡Ah!, no sé. Es una chica estupenda. Y Antoñito, callado, se adelantó unos pasos, ahora con las manos muy metidas en los bolsillos del chándal, los discos bajo el brazo y cara de ir pensando en la amiga. —¿Amiga de qué, Manuel? —Hombre, ya se lo puede usted imaginar. La gente de estos tiempos es muy especial. Quiero decir muy diferente de nosotros. —Desde luego. Eso de regalarle discos a las putas en este pueblo no lo ha hecho nadie. Se adelantó Antoñito: —Ya estamos en el barrio. Aquéllos son los cuarteles de ahora —dijo señalando hacia una fila de casas muy parejas, relimpias y apañadas como para veraneantes de secano. —Anda, casi pegadas a las casas de los gitanos y gitanas, morenas y sin bidets —dijo el veterinario señalando a las casas pobres y mal pintadas, vecinas a los prostíbulos. —Es que —se adelantó Plinio— los pobres de España casi siempre fueron morenos y sin bidets. Así andaban cuando pasó ante ellos Clavete en bicicleta y les voceó: —¿Van ustedes por aquí a entrar algún polvo… o a sacarlo para llevárselo a la cárcel? —Anda con Dios, gracioso, que te vas a morir haciéndole reír hasta a los notarios. —Nunca había oído eso de «sacar un polvo» —dijo Antoñito riéndose con la boca muy abierta y moviendo mucho los discos. En esto se abrió la puerta de una de las casas del centro y salieron dos hombres muy barrigones, andando despacio y charlando como de algo que acababa de ocurrirles. El que llevaba la voz en aquel momento, movía mucho las manos trazando curvas de pechos y traseros muy prósperos. —Manuel —le dio un codazo don Lotario. —¿Qué, Manuel? —¿No cree usted que ese gordo podría estar hablando de la del culo alto y balonero? —A culos y a tetas sí está refiriéndose, pero tanto como que sea de ése precisamente… —Es que lo traza con tanta redondez y altitud, que me recuerda el culo carcajero que nos marcó Salustio con aquella oratoria tan salivosa. —Tú, Antoñito, ¿conoces alguna con el culo tan alto y carcajero, como dice Manuel? —Ja, ja, ja. Lo de carcajero me gusta y lo de oratoria salivosa más. Ya me lo preguntó antes Manuel, aunque no dijo carcajero… Recuerdo varios así altos y alegres, pero ninguno especialmente… La verdad es que mi óptica de las dos canales maestras se va más a la de debajo del cuello que a la del riñón. —Óptica…, coito, vaya día —dijo Plinio a don Lotario gesticulando con mucha ayuda de párpados y narices, y siguió: —Es que, de verdad, parece muy ella la que está explicando… Mire, ahora señala como si fuera muy alta. —Desde luego, Manuel, estás obsesionado con el culo ese. ¡Cómo te ha impresionado el ballet del boticario! —Es verdad, pero es que Salustio lo explicó con tales puñados y lumbre que me lo ha dejado como fotografía caliente metida en la chinostra. —Sí, señor —dijo don Lotario en voz baja—, esto es un policía. Capaz de identificar a una por su culo, que sólo ha oído describir y nunca visto… «Tras las huellas del culo ignorado», podemos llamar entre nosotros este caso. Después de risotadas entre toses y humos de cigarro anduvieron unos pasos callados detrás de Antoñito, que seguía canturreando distraído y con los discos en el plástico. —Hace años que no venimos por aquí. —No tanto, Manuel. —Pero siempre en actos de servicio, no a arrastrar los uniformes por los colchones. —Desde luego. —¿Por dónde empezamos, Antoñito? —Por donde usted mande. —Empezamos por orden. Por la primera, que, si no me equivoco, es la Casa de la Olga. —De acuerdo. ¿Entonces llamo, Manuel? —dijo Antoñito arrimándose y con el dedo hacia el timbre. —Venga, llama. Al segundo golpe de botón abrió una mujer ya mayor y con cara de pocas visitas. —¿Está Olga? —¡Hombre, Plinio, bien venido a esta santa casa! —¡Ah!, creí que iba a decir casta casa. —Pues no crea, don Lotario, que castas y santas aquí no faltan, al menos de medio cuerpo para arriba. —¿Y solamente se peca con los bajos? —No se lo creerá usted, don Lotario, pero aquí tuvimos bastante tiempo una de Ronda, que antes de empezar a recibir rezaba el rosario entero sin dejarse cuenta… Y otra, a ésa yo no la conocí, que después del acto le echaba al cliente agua bendita en el berbiquí… Sobre la cama tenía la pililla del agua pía. —Sería con la mejor intención, para que no enfermase. —El catálogo de locuras es larguísimo. —Pero bueno, oye, ¿está Olga o no? —No, Manuel. Se fue de veraneo con sus sobrinas. —¿Pero está aquí alguna de ésas del culo majo que tú conoces? —le preguntó Plinio a Antoñito en voz baja. —No sé si habrá alguna. Sólo sé dónde vive una de las tres que recuerdo. La Rosales…, bueno, y creo que otra. Ya veremos. —Bueno, entonces vámonos… Hasta más ver, amiga… —¿La Rosales es ésa que también lleva un taxi? —Sí, la tía gana más con el taxi que con los pelos ajenos. —Antoñito, pues hay que hacer kilómetros para ganar tanto en un taxi como con el cariño, con la de clientes que hay aquí, paisanos y de los pueblos próximos —dijo don Lotario—. Y hablando de otra cosa, yo no recuerdo, Manuel, que el culo de la taxista que dice aquí Antoñito sea muy atractivo, ni ella tan espigada como ha contado el mancebo. —Ni yo tampoco, pero como aquí, Antoñito, dice que está de muy buen recibir… —Al menos, a mi gusto. Echaron a andar. —De modo que la Olga, de veraneo. Toma del frasco. —Sí, señor veterinario —dijo la encargada de la Casa de la Olga, que se había quedado con la puerta entreabierta —, todos los trabajadores tenemos derecho a vacaciones pagadas. —Pagadas, bañadas y jodidas.
—Qué cosas dice usted, don Lotario. ¿A dónde va ya la Olga con sus años? —Ahí en esa casa está la Rosales — dijo Antoñito—. ¿Llamo? —Venga, timbrea. Avanzaron unos pasos. —Timbreando… Salió una muchacha joven: —¿Sigue aquí la Rosales? —Claro que sigue. Pero en este momento está ocupada. Entraron. —¿La esperamos un rato, jefe? —Sí. Nos sentamos en ese tresillo tan majo y que nos traigan unas cervezas… Pagadas, claro. —No faltaba más. Como si quieren un «Voike» de los rojos. —No, no, cerveza de la blanca. —¿Has visto, Manuel, qué elegante está esto?, como el recibidor de un parador, con dibujos de don Quijote y Sancho para atraer turistas que vengan buscando las Maritornes de ahora. Y mira qué luces y qué suelos más señoritos. —Quién nos iba a decir que los cuartillejos del Tomelloso de hace cuarenta años se iban a convertir en estos elegantes hostales del pito. Volvió la chica con las cervezas. —Oye, ¿y cuánto cobráis ahora por ocupación? —Mil seiscientas pesetas todo incluido, señor veterinario. —Ya me imagino que no se permitirá dejarse nada fuera. —Oye, enséñame alguna habitación a ver cómo son ahora los «talleres». —Con mucho gusto, Manuel. Mire, mire ése de ahí enfrente, que está ahora vacío. Se asomaron todos menos Antoñito. —¡Qué barbaridad! —alzó la voz don Lotario—. Bidet color rosa, lavabo, tocador, camas de las finas, sin piecero, calefacción, alfombras…, sólo falta aire acondicionado. Me acuerdo cuando en los cuartillejos se lavaba uno en palangana de porcelana llena con agua del botijo, que sostenía ella, puesta de rodillas, a la altura de las ingles de uno. Los tres, menos Antoñito, que se había sentado con los discos sobre las piernas, dieron una vuelta por todo lo visible de la casa, elogiando las finuras y horteradas, hasta que volvieron a las cervezas, junto al guía. —Oye, la Rosales tarda mucho en acabar el suministro. —Depende. Como tiene el cuello tan alto y es tan fortachona a veces acaba pronto. Pocos la aguantan mucho rato. Destruye.
—¿Oye, y tú sabes si ella compra mucha zaragatona para hacer bandolina? —¿Ella, tan moderna, echándose bandolina? La primera vez que lo oigo. ¿Y por qué esa pregunta, Manuel? — dijo la muchacha con aire escolar. —Por nada. Porque alguna vez me había parecido verla por la calle con el pelo muy duro. Cuando ya habían terminado las primeras cervezas, cigarros y las ganas de hablar, se abrió una puerta y, apareció un tío muy gordo atándose el cinturón y con cara muy entomatada, y luego la Rosales, tan fortachona, con una bata que le llegaba a la espuela; guapa a la antigua, y el culo saludable, pero sin movimientos graciosos. Saludó muy fina a los visitantes de la policía y con familiaridad a Antoñito. Se sentó junto a ellos y Plinio le echó un reojo al pelo. —Aquí estoy para lo que pueda servirles. Como desde el primer momento les desencantó el culo de la taxista, sin ilusión alguna hablaron cuatro carajadas hasta consumir las cervezas y, después de hacerle unas preguntas sin norte a la Rosales, pagaron y se marcharon muy finos, dejando a las dos mujeres sin comprender para qué habían ido.
Ya en la calle dijo Antoñito. —Ahora nos toca ya la Casa de la Toledo. ¿Llamo? —Llama, disquero. Los recibieron dos chicas, una joven, muy mona, y otra guapa y bien hecha, con pantalones vaqueros y un tono y ademanes que no les recordaban, a Plinio y a don Lotario, las furcias de otros tiempos. —Venga, sacad unas copas —dijo Antoñito. Y se apartó un poco a hablar con la más delgada. —¿Qué toman? —Cerveza para todos —dijo Plinio. —Hay otras tres trabajando y las demás en el pueblo —les informó Antoñito en voz baja. Tomaron asiento y aguardaron las copas. También todo parecía muy presumido, con cuadros al óleo muy barnizados. Las dos chicas, con simpatía de oficio, mientras servían las copas, les rozaban con indirectas, pero sin resultado. Plinio se sonrió y don Lotario se azaró un poco y bajó la cabeza. Y Antoñito, impasible, sin soltar los discos. De vez en cuando salía alguna recién ocupada con su pareja y se sumaba al copeo de los justicias. Y pasaron el rato hablando de nadas. Las más jóvenes no debían saber quiénes eran aquellos señores maduros, y éstos comentaron entre sí y mirando a Antoñito, que no parecía tampoco muy animado en aquella casa. Y como si los hubiera oído, Antoñito les hizo con la cabeza señal de partir y, de acuerdo, don Lotario pagó presto, y presto salieron entre las caras prostíbulas de no comprender aquella visita. Ya en la calle, Plinio se acercó a Antoñito. —¿Es que no tienes trato con el equipo de esta casa? —No —dijo sin ganas de aclarar—. Luego, la otra que yo recuerdo con el culo más vistoso está en casa de la Mari Paz. ¿Vamos ahí? —Como tú digas. ¿Cuál es? —La tercera. —¡Ah!, de dónde ha salido ése que les explicaba a los amigos con tan buena oratoria cómo era un culo que acababa de ver, tocado o lo que fuera. —Exacto. —Pues vamos a la Mari Paz, a ver si tiene a la que buscamos. —¡Venga! —contestó Antoñito contento, llamando al timbre de la puerta. Como dio la casualidad que salía uno en el momento del timbrazo, la espera fue de segundo. Y nada más entrar, Antoñito se besoteó las mejillas con la que despedía al cliente. —Venga —le dijo ésta—, «que ya la tenías desazonada esperando los discos». Y Antoñito entró rápido, mientras la Mari Paz y otra que la seguía quedaron mirando al guardia y a su amigo sin saber qué pensar. —Venimos con Antoñito —dijo Plinio para evitarles sospechas. —Pasen, pasen. No faltaba más.
Aquel cuartel de colchones era el más majo de los que llevaban vistos: cuadros, tresillos, alfombras y una cristalería de muy buenas formas sobre la mesa. Por la puerta abierta de una de las habitaciones laterales vieron a Antoñito sentado en un sofá, enseñándole con mucho amor los discos a una morenilla delgada, que parecía bastante alta. Mari Paz les sacó cervezas a los municipales y habló de lo difícil que está la vida en agosto, cuando todas las pupilas quieren irse de veraneo. —Es que estas chicas ya necesitan el mar como el comer. Se van y, claro, los hombres que no veranean y que tanto necesitan lo otro, las pasan canutas (iba a decir putas) y no quiero decirles a ustedes la de dinero que perdemos. De pronto se asomó Antoñito, ya sin discos, y les dijo: —Ésa que les he dicho del culo vistoso está ocupada, pero sale en seguida. —¿Quién dices? —¿Quién va a ser? Mari Paz. La Migadulce, como me acaba de decir Emilia que la llamáis ahora. Mari Paz miró a Plinio con malicia: —Si todas fueran como ésa. No tiene hora sin ocupación.
—Es que estos señores querían conocerla. —Sí, Antoñito, veremos si pueden… Quiero decir si la dejan sus muchos deberes. En seguida se oyó música de disco. —Ya están éstos. Si la Emilia, por cada disco que se oye se pasara un hombre por la colcha, tendría el armario lleno de abrigos de visón. ¡Qué manía con los discos!, y todos se los trae Antoñito. En seguida, todos sentados en corro, empezaron a beber y a hablar, sobre todo ellas, pero con mucha naturalidad y corrección. «Si hablan como chicas del instituto o como dependientas finas» — pensaba don Lotario. Dos o tres veces que se refirieron al oficio le llamaron «trabajo» como si fueran auxiliares sanitarias o técnicas de boutique. Al cabo de un rato se abrió la puerta de una habitación y apareció una que pasó mal saludando y sin mirar. —Ahí tienen ustedes a la Migadulce —dijo la Mari Paz. —Sí, sí. Ésta es, Manuel, dijo Antoñito asomándose otra vez. —¿Qué pasa? —dijo la Migadulce, sorprendida al ver a Plinio y a don Lotario.
—Pues nada, hija, estos señores que querían conocerte. Don Lotario miró a Plinio de oreja y vio que tenía los ojos clavadísimos en aquel cuerpo alto que acababa de aparecer y cuyo culo todavía ignoraban. Tenía el pelo castaño muy bien peinado, blusa blanca de seda de manga corta y pantalón crema muy ancho de pernera, pero ajustadísimo. —Vuélvete, Leonor, vuélvete —le gritó Antoñito. Leonor o Migadulce, con gesto de cómica extrañeza, se dio dos vueltecitas como bailando. —¿Puede ser este culo, Manuel? Tenía un culo alto y pandereto, pero de gesticulaciones muy comedidas, las redondeces simétricas y el canalillo prometedor, pero en elegante. A Plinio no llegó a producirle la sensación que cuando se lo contó Salustio. Era demasiado perfecto y poco meneoso, si se comparaba con la imagen bestia que le dio el mancebo de botica. Éste era culo de ballet, juguetón, pero sin galope. —¿Qué le parece a usted, don Lotario? —dijo sin desenfrentar su entrecejo del entremollete cerámico de la coima. —Bonito, pero sin garra.
—Ya se lo he notado en la cara. Tiene tipo de salón más que de salto. —Está bien dicho. —Pues resignémonos, Manuel. Otro culo será. ¿Y de bandolina, le has visto algún destello? Dijo que no, con la cabeza nada más, pues seguía con el ojo en los bajos. —¿Y qué se les ofrece a los señores? —dijo Migadulce acercándose y dejando de hacer monadas. —Nada, mujer, que tomes una copa con nosotros. —No faltaba más. Mari Paz miró a Plinio como extrañada de tanto aparato con la Migadulce para sólo tomar una copa. —¿Qué le ha parecido, Manuel? — dijo Antoñito acercándose esposando a la caderita finita y alta de su amiga Emilia. —Muy bien, muy bien. Y ella le sonrió agradecida. Antoñito volvió a entrarse. Nerviosísimo. Plinio lo encontraba muy raro. Ya no se oye el disco, saltó de pronto la Mari Paz, que debía estar haciendo oído. Migadulce tenía una risa de chica muy contagiosa. Y hasta riendo se movía con aquel nerviosismo juvenil de sus curvas perfectas. Antes de que Migadulce acabase el whisky llamaron y entró un barbas ya entrecano que habló con la encargada. En seguida vino ésta y le dio un golpe en el hombro, y Migadulce, después de hacer un gesto de visita y parpadeando con mucho gusto y terciopelo, se despidió y fue hacia el barba gris. —Ya son casi las ocho —dijo Plinio al cerrar la boca después de bostezar—. Vámonos, que el de los discos no sale. —Qué va. Ése ahora, con su Emilia y con los discos está hasta que amañane. Pagaron la cuenta entre los dos justicias y salieron con ganas de pis a la calle. Todavía había sol. —Hemos perdido la tarde sin sacar nada en claro, don Lotario. —¿No dices que cuando no sabes dónde estás es cuando vas más derecho? —Es un decir… No le he notado nada de bandolina, y el culo como le dije, demasiado de figurín, para lo que había imaginado. —Pero bueno, Manuel, lo importante es la bandolina ¿no? —Ya, ya, pero ni tenemos pruebas de que sea la que compra la bandolina, porque lleve bandolina en su pelo, ni por identificación del culo. Poco después ante las casas de los gitanos vieron que entre dos bajaban un arado viejo y oxidado de un carro. —Mira, Manuel, un arao. —En eso pensaba, en el tiempo que hace que no veía un arao. —Y lo peor es que uno ya está olvidando el nombre de las piezas. —Es verdad. Muchas veces caigo en que he olvidado el nombre de las cosas, que me sabía muy bien, porque ya se ven poco. ¿Se acuerda usted de lo que era un dental? —Claro, hombre, el hierro donde se colocaba la reja. ¿Y el garabato? —Arado para una sola mula. ¿Y la lavija? —El hierro que sujeta los lavijeros del timón. —¿Y los orejeros? —¿Los orejeros?…, pues ¿ve usted?, ya no me acuerdo. —Has olvidado lo más fácil: el tubo de hierro con los dos salientes de madera para abrir el surco. ¿Y el pescuño? —… Yo tampoco llego ya al pescuño. Claro que a lo mejor no lo supe nunca. —Cómo no ibas a saber lo que era la cuña de hierro para presionar…, como si dijéramos entre la reja y la esteva. Pues prepárate bien esta noche, que mañana te examino yo a ti de las partes del carro. —El carro me lo sé todavía, porque estuve subido en ellos hasta que me fui al servicio. —Ya veremos, Manuel, ya veremos… Entonces, y de vuelta al tema, has dejado bien instruido a Antoñito para que averigüe si es la Migadulce la que compra la bandolina. —Sí; como le dije, le di precisas instrucciones antes de verlo a usted. —¿Y que le vas a dar por este trabajo? —Nada. Él lo hace por amistad y por el gusto de oír discos con la morenilla. —Otra cosa: no dirá la Policía Nacional que ahora nos han traído a Tomelloso, que les hacemos la competencia. Este tema de los dormidos embandolinados no es nacional. —Desde luego. Es puramente municipal…, por no decir de cimas y aburridos. —No digas esas cosas, Manuel. Verás cómo sacamos algo muy lucido. —Encima que no pasa nada en este pueblo —continuó Plinio como si tal cosa—, ahora, con la competencia de la Policía Nacional vamos a holgar más que los cabreros desde que se vende leche descremada, esterilizada, en polvo (en singular), y no sé cómo más. —Que os hagan a todos de tráfico. Como el sol caído hacía ya sombras muy raseras, sus cuerpos se veían negros sobre la acera andar a compás de manos, pues ahora, al volver, no se las embolsillaron. —Esta noche le tengo que contar a la Gregoria todo lo que hemos visto en las casas de la liga. Me dijo que me fijase muy bien para no olvidar nada. —Pues de lo que ella piensa poco le vas a poder contar, aparte del disqueo de Antoñito con la flacucha… Por cierto, que ésa debe tener las nalgas como cabezas de tachuela. —Por lo menos tristonas. Entraron en la cafetería del Casino de Tomelloso, que les caía enfrente mismo de la calle Mayor, pues impacientes por tomar el café de la merienda, no se encontraban con fuerzas para llegar hasta el San Fernando. Y se metieron entre la gente joven, que barreaba, bajo luces y cigarros, en toda aquella largura. Cuando ya bien a gusto salieron hacia la plaza se ofrecieron los dos a la vez un «caldo». —Gracias, Manuel. Ya que hemos sacado los dos paquetes, que cada cual fume del suyo. Nada más verlos llegar, Maleza, que estaba bien despatarrado ante la puerta del Ayuntamiento, les dijo con su ímpetu de siempre: —Esperen, jefes, que tengo un mensaje. —¿De quién? Pero el cabo se entró en el cuarto de guardia sin contestar. —Qué prisa tiene siempre. —Ya está ahí. Le entregó a Plinio un papel de farmacia, doblado. —¿De quién es? —De Salustio. Vino a verle con mucho acelero y como no estaba me dejó este papel fino. Plinio se montó las gafas y se centró bien debajo de la luz del portal del Ayuntamiento. Leyó con mucho menudeo de ojos y tranquilo, tranquilo, se guardó el papel sin decir cosa. —¿Qué dice que te has quedado tan remiso? —Pues dice, palabra por palabra: «La pupila que compra la bandolina, seguro, fijo, que se llama Socorro Clavero, alias la Migadulce y trabaja en la casa de la Mari Paz». —Pues resulta que no hemos perdido la tarde… Sólo el culo que tú creías. Pero el culo real de la chica es monísimo. —Sí, pero no inspira borrucherías. —Pero ni tú ni yo le hemos notado el menor brillo ni rigidez bandolinera en el pelo. Y mira que se lo hemos observado bien. Tanto tú como yo, tuvimos toda la tarde los ojos del culo al pelo y del pelo al culo. —… Bueno, pues que Antoñito se fije todos los días a ver qué hace con la bandolina… Y por otro lado esperar que regrese Culocampana para tener otro camino por donde investigar. —Otro camino, también cular… Es que no imagino cómo, tanto uno como otra, pueden ¿y para qué? dormir a tantos hombres. —¡Ah!, y yo menos. —En fin, dejémoslo para mañana. Y si no le parece mal, vámonos a casa. Yo estoy un poco harto de todo y la Gregoria estará impaciente porque le cuente nuestros pecados en las casas de las puticaras.

***

Durante tres días no hubo otra novedad que la llegada de Antoñito a la hora de la cerveza para contarles sus observaciones en el barrio de las «putidoncellas», como decía Quevedo. Nada. Que su amiga la negrilarga, Emilia, había registrado mil veces el cuarto privado de la Migadulce, y ni bandolina, ni cosa pegajosa; que con el debido permiso de Emilia, se había acostado una tarde con la Migadulce para manosearle el pelo y comprobar si brillaba, untaba o estaba algo duro, y nada. —¿Y no has averiguado si por aquel barrio del putaco hay alguna otra con las características que tú sabes? (Plinio se pasó la mano por la cadera guiñando el ojo). —No, Manuel, pero descuide que yo sigo con los dos ojos alerta. —Con el ojo alerta y las preguntas que hagan falta cada vez que entregues los discos. —Sí, Manuel. Tranquilo. Pasados los tres días que digo ni volvió Antoñito, pero supieron que había regresado Culocampana. Fue un remedio, porque la murria ya les chorreaba por todos sitios. El cabo Maleza, tan aplicado para cumplir los encargos que le hiciera el jefe, nada más verlo llegar aquella mañana al Ayuntamiento se lo comunicó. —Jefe, ¿quiere usted que le avise o van ustedes? —Mejor que te enteres a qué bares suele ir y a qué hora, para que nos demos con él cuando venga a cuento. —Dentro de un rato se lo digo. —¿Tan pronto, Maleza? —Sí, porque tiene un compañero de meneos que es muy amiguete mío y en seguida me va a contar sus caminos. —A ver si te contagias. —Antes me convierto en sello matao. —Anda con Dios, sello matao, ¿de duro o de a dos? —Pronto vuelvo, jefe.
Plinio y don Lotario, cada cual con un periódico entre manos, gafas y con mucho meneo de hojas leyeron, miraron, o lo que fuera, hasta que, poco antes de la hora de la cerveza, volvió Maleza con su comunicado. —De los sitios donde va más por la hora y lo cerca, los más cómodos, son el bar Juanito y la cafetería del Casino de Tomelloso, que es donde toma las cañas de antes de comer… Debe ser, digo yo, porque a la juventud le ha dado por ir mucho a esos dos sitios. —¿Y a cuál va primero? ¿A qué no lo sabes? —Tirado, jefe. Al Juanito. Porque le cae primero, viniendo de donde viene. —Perfecto. Pues venga, don Lotario. Hoy las cervezas en el Juanito. —Al Juanito vamos. —¿Quieren ustedes que vaya yo delante para echar el olfato? —No merece la pena. Y los dos jefes echaron a andar con las piernas torpes de tanto asiento. Leyeron las carteleras de los cines. Miraron dos escaparates y antes que se les moteasen de polvo los zapatos ya estaban en el Juanito. Lo recorrieron y como todavía no estaba Culocampana se acodaron en la primera curva de la barra, conforme se entra, para verlo así que entrara. —¿Y así que lo veamos qué le vas a decir, Manuel? —¡Ah!, no sé. Lo que salga. —Lo digo para que no se escame. —Ya, ya. Casi no se podía hablar de la escandalá que traía el personal de la caña. —¿Tú no crees, Manuel, que la gente habla ahora más fuerte que en nuestros tiempos? —No sé qué le diga, don Lotario, porque los españoles siempre creen que cuanto más vocean más hombres y más graciosos o graciosas son. Cuanto más lloran al muerto más lo sienten y cuanto más gritan a la hora del engranaje creen que las da más gusto. —Sí, éste es un país muy voceador —dijo don Lotario mirando a la calle con desgana. —¿En qué piensa usted? —En Antoñito, el que nos hizo creer, sobre todo a ti, que era ingeniero en putas y se sabía el barrio como su casa, y resulta que a la hora de la verdad sólo le gusta llevarle discos a la delgadilla, para tirársela con fondo musical. —Pero para comprobar lo que le encargué se ha acostado con la Leonor y todo. —Con permiso de la otra y a cambio de algún disco nuevo. —¿Y hasta que no oyen los tres discos de costumbre por las dos caras no se apea de la negrilla? —¡Ah!, yo qué sé, don Lotario. —Pues si se monta durante los tres discos debe quedarse muy trabajao… Mira, Manuel ahí llega nuestro hombre, o lo que sea, con dos coquetillos, uno a cada lado. —¿Y son de aquí? —Ni idea. No me suenan. Culocampana entró decidido y moviendo el lumbar con mucho vuelo. Recorrieron el bar buscando una cuña de aire donde abocicarse, pero en seguida volvieron sin que nadie les dejase ver las chaquetas blancas. —Aquí tenéis un poco sitio si queréis —dijo Plinio empujando con bastante presión al veterinario. —Muchas gracias…, Manuel. —No faltaba más. —Aquí, dos amigos. Y aquí, don Lotario y el gran Plinio, muchachos. Y don Lotario, para adelantarse a Manuel como listo: —¿Qué queréis tomar? —Unos botellines de cerveza, don Lotario. Muy amable. —A ver si se va usted a pasar — dijo el jefe al veterinario en voz muy baja. Plinio y don Lotario siguieron la cháchara sin quitarle los ojos del pelo rubio y melenudo a Culocampana, que lo llevaba brillante y duro, desde la raya a las sienes, por tantas bandolinas. Los dos chicos llevaban el pelo sin untos. Plinio, en uno de los renglones del coloquio, se acercó mucho a la cabeza de Culocampana como con una curiosidad repentina y le dijo con tono muy natural: —¿Oye, pero qué te echas en el pelo, que lo llevas tan sólido y espejoso? Se rió el peinado y bajó los párpados con caída coquetona. —Parece mentira que no lo adivine usted, Manuel. Si es un licor de sus tiempos. —¿Un licor? —Quiero decir un líquido. —Fíjese usted, don Lotario —dijo pasándose la yema de un índice por las ondas duras y color almirez—. ¡Bandolina pura! De niño me acostumbré tanto a tocar y a oler —en lo poco que huele— el pelo embandolinado de mi madre, que ya toda la vida, en vez de brillantina, fijadores o lacas, me arreglo mi pelo con caldo de zaragatona. Lo tengo tan caidón que me molesta borloneándome por la frente y las orejas… Y además eso es un homenaje a mi pobrecita madre. —Hace tantos años que no he visto a alguien peinado con bandolina, que no la reconocía. Ni creí que todavía la vendiesen. —Pues sí, señor, que de todo lo que fue queda algo en esta vida, hasta boinas coloradas y mujeres con refajo. Y hablando de mujeres, muchas de la tercera y la «cuarta» edad se echan bandolina. —Pues no me he fijado. —Sí, Manuel, todavía hay mujeres con refajo, pantalones en vez de braga, y zaragatona. —¿Y qué eran los refajos? — preguntó uno de los chicos finos, que se reía mucho cuando hablaba Culocampana. —¡Ay!, hijo, que te lo explique tu abuela, que yo siempre los vi desde largo. La ropa de la mujer ¡es que la odio! —dijo súbito, sin poderse contener y dándole una manotada al aire. Plinio y don Lotario se miraron de reojo. Y Culocampana, como algo arrepentido de su histérico, pidió más botellines de cerveza. Todos quedaron en silencio hasta que volvieron a llenar los vasos. —¿Y así, de gente de tu edad, conoces a alguien que también se eche bandolina en el pelo? —No, Manuel —dijo con aire suspicaz—, soy el único tomellosero que se plancha el pelo con bandolina y se perfuma el cuerpo con almizcle. —Pues no hueles —dijo el mismo chico. —¡Ay!, hijo, eso hay que olerlo muy de cerca…, muy de cerca para saberlo… Y además de echármelo cuando me baño o me ducho, me lo echo también en los pies, que me los suelo lavar mucho, para no aburrirme. Sí, chicos, me los lavo en una palanganilla, porque me gusta mucho datilear en el agua caliente. ¡Uy, que regustinín! —y lanzó el «regustinín» con un grito tan de tía histérica, que a pesar del vocerío, varios barristas se volvieron a mirarlo, asombrados de que Plinio y don Lotario anduvieran allí con semejante compañía. Tanto que Culocampana, otra vez como arrepentido de su gritillo, pidió otros botellines de cerveza. Plinio y don Lotario se echaban reojos preocupados y el guardia pidió la cuenta. —Y ahora, Manuel y la compaña, paga el bandolinero, como me llamaba una persona que yo me sé. —No, perdona, pero tenemos una cita. Otro día será. Hasta luego… Nada más pisar el cemento de la calle, don Lotario empezó a carcajearse. —¡Ay, Manuel, qué mal se te dan los de la acera de enfrente! —Fatal. —Tú entre éstos no investigas nada. Te pones nerviosete. —Es verdad. —Desde luego, ¡qué tío! Se echa bandolina en el pelo hasta ponérselo como papel de barba, almizcle en no sé qué partes y dedilea en una palangana de agua caliente para no aburrirse. Y menos mal que no nos ha contado lo que se hace en otras partes del cuerpo las noches de luna. —Pero lo de la bandolina, Manuel, es para no recordar los olores de su madre. —¡Qué cosa más triste de puro cómica! —¿Y tú, Manuel, crees que éste es capaz de dormir a los que aparecen tumbados por ahí? ¿Cómo? ¿Para qué? —Desde luego, si fueran como los niñotes que lleva con él, podría dormirlos, aunque no sé cómo ni para qué… Pero tíos hechos y derechos como los que vimos dormidos, no creo que tengan nada que ver con su bandolina y demás blanduras. —A lo mejor es que por la nostalgia de su madre quiere hace una revolución nacional bandolinera y a todo el que puede lo duerme para hacerle participar de la bella bandolina. —… Y del almizcle y el lavoteo de pies en palangana de agua caliente. —¡Vaya aperitivo! Y es que así que se habla con gente que no conoces se te alarga el mundo… para mal. En toda la tarde no se le fue de la cabeza a Plinio la imagen de Culocampana, con tanto pelo rubio embandolinado, dando gritillos de picado de aguja o haciendo gestos de desprecio con mucho meneo de labios caprichosos y manotadillas de cariño tonto.



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