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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 1 de marzo de 2018

El caso mudo y otras historias de Plinio - Un crimen verdaderamente perfecto.



Plinio y don Lotario se fueron aquella tarde al Parque Nuevo. —¿Y cómo es que van allí? —se extrañó el cabo Maleza. —Queremos hablar con Canuto, que pasa allí las tardes en su silla de ruedas. En el pueblo hay dos parques: el Viejo, que está al final de la calle de Socuéllamos, y lo hizo don Urbano Martínez, el primer alcalde de la República; y el Nuevo, que está entre las Casas Baratas y el Campo de Deportes, y lo plantaron después de la guerra. El Viejo, por republicano, está como condenado al olvido. El Nuevo está hecho una hermosura de setos, evónimos, árboles nuevos pero muy cuidados y pradecillos que apenas regados, redrojan valientísimos.

Plinio y don Lotario, como hacía tan buen tiempo, después de hablar con Canuto, decidieron consumir la anochecida, hasta la hora de la cerveza, paseando calmosísimos entre aquella ordenación de verdes y de luces, que les concedían unas sombras muy bien silueteadas y renegras. Los paseos, como fueron regados a la hora debida, enviaban un frescor muy placentero para las pantorrillas por las bocas de los pantalones.

Al pasar junto al quiosco de los helados, que está de espaldas a las Casas Baratas, le dijo el guarda: —Manuel, ¿no han encontrado ustedes a una mujer con los andares muy largos? —No. Ni con los andares cortos. Sólo parejas de novios sentados en los bancos con los ijares muy juntos. —Los buscaba porque le dijeron en el Ayuntamiento que estaban ustedes por aquí de asueto. —¿Y qué quiere? —No sé. Debe ser algo de justicia. La he visto dos veces: banco por si vuelve. —Sí volverá, sí, porque llevaba un entrecejo muy obstinado.

Reliaron «caldos» y sentados con los muslos bastante separados, aguardaron el rodeo de la de los andares largos que dijo el guarda. Estaba la atardecida tan calma, que el aroma de las flores y verduras preñaba mucho el ambiente. Alrededor de las luces revolaban insectos jubilosos. Y de cuando en cuando se oía una risa juvenil, un gritillo lejano, o el sordo chasquido de un beso entre los evónimos. —Aquélla debe ser la que dijo el guarda. Plinio miró donde señalaba el dedo del veterinario. Una mujer con bata de medio luto avanzaba sin prisa, pero dando los pasos con mucha abertura. —¿Quién es, don Lotario? No caigo. —Es la Arcana. La mujer de Jesús Braga. El que riñó con el presidente del casino.

A todo esto ya tenían a la Arcana frente a ellos, con los brazos muy bien dejados de caer a lo largo del cuerpo, la nariz muy señorita y un mechón canoso meneándose en la frente. —Buenas tardes, Manuel y la compaña. ¿Puedo hablar con ustedes? —Claro que sí, Arcana. Y siéntate si vienes de asiento. Nada más sentarse, se puso las manos juntadas entre los muslos e inclinó un poco la cabeza como pensando severamente. —¿Qué se te tercia, Arcana? Miró a Plinio muy fijamente durante unos segundos, y por fin rompió con ademanes recordativos: —Siempre pensé, Manuel, que cuando ocurriese lo que ha ocurrido, me entregaría a usted. No al juez, ni a la Guardia Civil. Por eso lo buscaba. Volvió a callar y enmorró un poco como si besara el aire. —¿Tú eres la hija mayor de Nochenuevo, no? —Claro —dijo distraída. Y enseguida, rehaciéndose, siguió—: Cada cual tenemos nuestras querencias, y yo siempre pensé decírselo a usted. —¿El qué? —Lo que estaba escrito hace cuarenta años. —¿El qué? —Que mataría a Jesús Braga. —¿A tu marido? —Eso.

Plinio y don Lotario se miraron corriendo mucho un ojo al lado de la sien, como dudando. —¿Por qué? Y empezó a contar con tono muy seguro, y dándose de vez en cuando en el rizo canoso que le moneaba sobre la frente: —No ha sido un pronto, Manuel, no ha sido un pronto, ni mucho menos. Desde que me pegó la primera vez a los pocos días de casarme, que ayer por cierto hizo cuarenta años, rebino la idea. Sabía que en el momento menos pensado, cogería lo que fuese ¡y zas!, a criar malvas bajo la bovedilla. —¿Te era contrario? —Contrario total. Toda la vida fui para él como una estera que se pisa sin mirar. No alcanzo a saber por qué me tomó tanta rabia después de la boda. No me lo dijo nunca… Pienso muchas veces, Manuel, y a lo mejor son cosas mías, que Braga no se conoció a sí mismo hasta que se casó conmigo. —No entiendo. —Sí, que no se dio cuenta de cómo era hasta que se miró en mí. Y por eso, a cada instante quería romper el espejo a palos… —¿Es que tú eres tan buena? —No es eso, Manuel. Es que hay mucha gente que no conoce su miseria hasta que no se la ve en los ojos de otro. —Ya. ¿Y el noviazgo fue bueno? —Sí. Todo empezó cuando se conocieron los cuerpos. Los cuerpos cuando se rozan, Manuel, descubren hasta las entretelas del corazón… La gente cree que sólo conocemos con los ojos y los oídos, por los decires y los haceres. No saben que la hechura verdadera de un prójimo, puede llegar por los coladores más escondidos del cuerpo. ¿Me expreso? —Sí, algo. ¿Y tú, después de la boda le odiabas también? —No, a lo primero, cuando le vi el acurrucamiento de ánimo, me daba mucha lástima. No lo odié hasta que me odió él… Qué vida la mía en aquella casona con cuatro cocinas, las cuatro vacías. Un jaraiz lleno de serones viejos y sin más compañía que el transistor y los retratos de todos mis muertos colgados en el cuarto donde hacemos… donde hago la vida. Él, apenas se levantaba (ahora dormía en la alcoba de su padre, la que da a la calle Cervantes) se iba. Sólo asomaba a la hora de las comidas. Llevo cuarenta años sola, subiendo y bajando por las dos escaleras, barriendo las cuatro cocinas, mirando por las ventanas las fachadas de enfrente. Estaba ya muy harta, Manuel, de verme en los mismos sitios, en la misma forma y con el mismo odio todos los días… Y este mediodía, cuando acabé de servirle la mesa, me quedé mirándole la nuca, la boina y la espalda. Todavía estaba dando las últimas mascás. Le veía mover las quijadas debajo de las orejas… Más que contarlo a los justicias, parecía que se lo contaba a ella misma, y con el mayor gusto del mundo, por la manera que tenía de entornar los párpados, de accionar con los dedos y de vocalizar. —Y sin pensarlo, bien sabe Dios que sin pensarlo, se me fueron los ojos a la escopeta que toda la vida estuvo colgada sobre la banca, entre las jaulas de las codornices y el chinero. Y se me llenó el cuerpo de gusto porque comprendí que había llegado el momento, el momento acunado durante casi toda mi vida. Y tranquila, tranquila, sabiendo muy requetebién lo que hacía, cogí los cartuchos de la canana que está en el chinero, descolgué la escopeta y la cargué. Él nunca volvía la cabeza para donde yo estaba, y digo esto, porque aunque debió oír algún ruidete, ni se estremeció. Ya estaba postreando con la naranja. Sólo se oía el lengüeteo de su comer. Me eché la escopeta a la cara.

Me la apreté muy requetebién en el hombro. Le apunté a gusto. Y, cuando todo estuvo como yo quería, sin despegar la cara de la culata ni desguiñar el ojo de la puntería, le chisté tres veces: chis, chis, chis. Como no estaba acostumbrado a semejante llamada, no falló. Miró. Y al verme apuntándole, entornó los ojos, abrió las narices y dejó de masticar. Se puso muy blanco, eso sí. Parece que lo estoy viendo debajo de la boina. No dijo ni palabra. Se dio cuenta de que no tenía remedio… Plinio tuvo la sensación de que ya era noche muy cerrada. De que la Arcana llevaba muchas horas contándoles aquello. Miró a don Lotario, que sólo tenía ojos para la mujer que hablaba tan segura, tan cierta, tan respetuosa con su propio discurso. —Cuando le disparé los dos tiros seguidos, no piensen que se cayó de repente. Se quedó todavía cara a mí, con los ojos cerrados del todo, la boca muy rota y saliéndole sangre por muchos agujeros a la vez. Luego, poco a poco, volvió la cara, y se dejó caer sobre la mesa, derribando el plato con la naranja. Seguí así, sin moverme, por si se estremecía, pero ca. Me acerqué por fin. Estaba bien muerto. »Así que pasó un rato y no acudió nadie, cerré la cocina, me lavé, me peiné a mis anchas, me vestí, eché a la puerta de la casa dos vueltas de llave, y me fui al Ayuntamiento a entregarme a usted. Tan tranquila, bien lo sabe Dios. Para estar en la cárcel tan a gusto, Manuel, con otras gentes que me echen risas y decires. Entre otros ojos, y sin cocinas ni escaleras solitarias. Sin él…, sin recochura, Manuel, sin recochura. Palabra.

Y se quedó con los ojos muy alzados hacia el Jefe de la G. M. T. Éste, por fin, con una mueca de sonrisa, se pasó la mano por la cara: —Date presa, Arcana. —Ya estoy dada, Manuel —ecoicó ella también con un pespunte de risa. —Pues vamos. —Una cosa: como no tengo quien me la lleve, ¿podría, al paso, recoger una maleta con el ajuar de la cárcel…? Y además, así puedes tomar posesión del muerto. —Vale. Fueron en el «seilla» de don Lotario, entre los bares llenos, y los comercios que echaban los cierres. Mientras ella hacía la maleta en las honduras de la casa, Plinio y don Lotario abrieron la puerta de la cocina. Encendieron la luz. Como contó, de bruces sobre la mesa, con el pelo y las manos custridos de sangre, estaba el muerto Braga. Tenía la cara muy bien pegada al tablero. La media naranja pelada y el plato entre las patas de la silla. Todo coincidía con el relato. —Pensé un momento que sería mentira. Que estaba loca. —Es curioso. Yo también. —Pero, ahí está, don Lotario. No le dio tiempo a hacer su última digestión. Al cabo de un ratillo, ella sin asomarse, dijo desde la puerta: —Cuando quieran, jefes. —Por favor, don Lotario, quédese aquí hasta que venga el Juzgado. —¿Y vas a llevarla a pie? —Sí. Salieron a la calle. Plinio dudó un momento si debía llevarle la maleta a la Arcana. Como hombre, debía hacerlo, pero como guardia, no. Y no la tomó. La verdad es que ella iba tan telenda, con sus andares un poco abiertos, la cabeza alta y braceando con el remo libre. Cuando ya cruzaban la plaza, le dijo ella, echándole media cara y media sonrisa: —Me siento libre, Manuel. —Ya, ya.



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