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HIMNO A TOMELLOSO

martes, 29 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (El señor de «El Gato Negro»)



Por fin conseguimos habitación con dos camas en una pensión de la Puerta del Sol. Era un piso grandísimo, de techos muy altos. Nuestro balcón daba a la Plaza, que todavía era el verdadero corazón de Madrid. Aún quedaban tranvías amarillos que giraban rascando rabiosamente los raíles, y pasaban escasos automóviles de modelos anteriores a la guerra. Algo cara para aquellos tiempos, no abundaban los estudiantes. Recuerdo tres o cuatro militares, dos curas (uno de ellos, de aspecto sanchopancesco, comía con la botella de vino pegada a la mano derecha, y cada nada escanciaba y se bebía el vaso de un trago total); gentes de paso y aire provinciano: un músico, que pasaba el día en su habitación tocando el clarinete; y «el matrimonio sin palabras», que le llamábamos nosotros. El dueño, muy delgado, mutilado de guerra en la zona republicana, siempre con traje oscuro, cuello almidonado y corbata, aguantaba el día sentado en el sofá del vestíbulo leyendo periódicos. Como le faltaba el brazo derecho hacía poco, no se había acostumbrado a la manquez, pero empeñado en leer con el papel en el aire, se daba muy mala maña para volver las hojas, y a cada instante hacía con ellas tales burujos que le ponían nerviosísimo. Más de una vez lo vi hostiando a los papeles sobre la mesita de centro para intentar domeñarlos. Su mujer, todo el día en la cocina, si al cruzar lo veía pelear con el diario, con ademanes muy dulces y pacienzudos le ponía las páginas en orden. Pero de todos los pupilos fijos me obsesionaban las dos mitades de «el matrimonio sin palabras»… La cara de él me era conocida, pero no atinaba con el dónde ni el cuándo… Sí, la cara de él me resultaba vista, pero a ver si me explico, con otro gesto, otra edad y otro cerco. 

O a lo mejor se parecía a alguien que tampoco localizaba… Ella, guapa, blanca y severísima, sin levantar apenas los ojos del plato y con un crucifijo muy grande de plata sobre la pechera del vestido, me sugería miles y miles de aquellas señoras de la posguerra que adoptaban aires sacrosantos o de aristócratas autoritarias. Cuando rezaba después de cada comida, miraba de refilón y desconfiada al huésped de paso. Andaba con pasos rígidos y aire despectivo, sin más saludos que para los curas y los militares. Él, si iba tras la esposa, con muchísima cautela nos hacía a todos una leve inclinación de cabeza. Y si salían emparejados o él delante, imitaba la frialdad de su mujer. Durante los almuerzos y las cenas, jamás cambiaban palabra. Como si la luz y el aire que había entre ellos fuera una barrera de piedra. Si alguna vez se sentaban en el sofá del vestíbulo, el marido solía hojear algún periódico de los que maltrataba el dueño de la pensión, mientras ella, impasible y silenciosa, miraba de reojo a los que entraban y salían. Varias veces los vi por las proximidades de la pensión. Ella siempre dos pasos delante o rezagada, mirando escaparates; él con las manos en la espalda y aquel aire de señor sin más distracción que liar sus cigarros. Otro día, como si los estancos le estuvieran prohibidos, la vi junto a uno de Sol esperando que saliera el esposo. Las noches templadas, él en bata se asomaba al balcón, mientras la señora debía dormir con la luz apagada.

Por aquellos días, unos cuantos paisanos tomamos la costumbre de reunirnos en un café de la calle del Príncipe —«El Gato Negro»— al caer la tarde. Como yo estudiaba en el Ateneo, solía llegar el primero a la tertulia. Recuerdo que entonces yo siempre tomaba vermut. A las nueve y media, poco más o menos, nos íbamos a cenar. Y cuando le llegó el primer viernes a aquella tertulia recién creada, sentado en el diván —conforme se entraba a la derecha— vi, sin su mujer por primera vez en mi vida, al marido del «matrimonio sin palabras». Tomaba vino con aire plácido, y al verme entrar me saludó muy expresivo. Me senté junto al ventanal, en la mesa de siempre, a esperar a mis paisanos. … Ahora, al verlo allí, en «El Gato Negro», se me avivó la sensación de que conocía a aquel señor. Su aire ahora relajado, y la forma simpática de saludarme me revelaban una imagen pasada que no acertaba a encuadrar.

Durante la breve espera, dos o tres veces se cruzaron nuestras miradas, y el hombre sonrió como con ganas de comunicación. Pero enseguida empezaron a llegar mis contertulios y me olvidé de él. Hasta que pasado un buen rato, entró la señora con velito y un bolso muy grande colgado del brazo. Nada más verla —lo advertí rápido— le cambió el semblante. Le desapareció el suave relajo y le tomó aquel gesto forzado que yo le conocía. Acudió el camarero, la mujer pidió una manzanilla, y él empezó a hojear el periódico que hasta entonces tuvo en el bolsillo. Ella, nada más sentarse, me localizó, aunque fingió ignorarme. Luego, mientras el esposo leía o hacía que leía, ella ordenó las cosas de su bolso grande. A las nueve en punto salieron con pasos lentísimos. 

Él, que iba detrás, echó un reojo hacia nuestra mesa y me dio el adiós con los párpados y un amago de sonrisa. Los días siguientes en la pensión, se mostró como siempre. Sólo una mañana que nos encontramos solos en el pasillo, precisamente al pasar ante la puerta del que tocaba el clarinete, me saludó con amabilidad parecida a la de aquella tarde en el café. Hasta el viernes siguiente no volví a verlo en «El Gato Negro». Al entrar me saludó más efusivo que la vez anterior, e intuí que de no haber ya un contertulio a la espera, me habría invitado a su mesa como ocurrió la semana siguiente… Y ocurrió así el viernes que digo: Diría que me esperaba por la fijeza con que miraba a la puerta giratoria cuando llegué. —Buenas tardes. —Buenas tardes. ¿Qué, cómo va la vida compañero de pensión? —dijo levantándose y alargándome la mano. —Bien… —Venga, siéntate. Toma algo conmigo mientras llegan tus amigos. Lleno de curiosidad, más que de simpatía —las cosas como son— acepté. Rápido, llamó a Rafael el camarero, que siempre servía en aquel turno. Se trataban con mucha confianza y durante las esperas, si Rafael no tenía faena, conversaban a ratos. Cuando llegaba la esposa, no. Visto de cerca mi conhuésped, resaltaba su cara de señorito picarón de los años veinte. Los ojos, entre incrédulos y afectuosos y un semblante de bromista contenido que jamás se le transparentaba cuando iba con «la contraria» —como la calificó enseguida. Los dedos largos, pálidos y untados de nicotina hasta los nudillos, le tembloneaban al liar los cigarros. Bebía el tinto del vaso con mucha pausa y regodeo.

Por hablar de algo le pregunté: —¿Le gusta a usted venir aquí a tomar café? —No, es malta puro, como en todos sitios. Siempre tomo vino… —Quiero decir si le gusta mucho venir a este café. —Sí… —contestó con un relámpago de melancolía—. Vengo hace muchos años. —Es que tengo la impresión de que su cara me es conocida. —¿Pero tú vivías en Madrid antes de la guerra? —No, venía de vez en cuando con mi padre, y como el hotel estaba cerca, solíamos reunirnos aquí.
—Ya… pues será eso. Yo antes de la guerra no fallaba a la hora del café, después de comer. ¿Cuándo estuviste en Madrid la última vez? —En el invierno de 1936. —Entonces, seguro. Y quedó serio unos segundos. Dio una chupada al cigarro y dijo sin mirarme: —… También venía acompañado algunas tardes. Nos sentábamos exactamente aquí donde ahora estamos… La última vez fue el 16 de julio del treinta y seis. El uno de julio nos fuimos al pueblo de mi mujer… Bueno ¿y tú qué estudias? —saltó de pronto sacando una sonrisa de alterne.
—Primero de Filosofía y Letras. —Filosofía… ¿Y eso para qué vale? —añadió con ojos picarones. —Bueno, me voy a especializar en literatura. —¡Ah! —dijo inseguro—… Yo empecé a estudiar Derecho, pero me cansé. Ya tienes ahí a tus amigos. —Sí… Hablamos un ratillo más sobre los felices tiempos en que vivíamos, según él, gracias a la victoria de Franco: —Verás cómo éste entra en vereda a los españoles por primera vez en la historia. Me sonreí vagamente y me despedí. 

Hasta que llegó su mujer lo vi tomarse tres o cuatro vasos más con aire plácido, sin dejar de fumar y charlar un par de ratos con Rafael. Sin necesidad de mirar a la puerta giratoria supe que llegaba ella, por la manera que él tuvo de tensar el gesto. Sin decir palabra, se sentó, dejó el bolso en el diván y se estiró la falda. Enseguida acudió el camarero con la taza de manzanilla infusión, cobró el servicio y no se acercó más a la mesa. Yo imaginaba lo que debería sufrir don Sebastián sin tomar más vino. La señora, como todos los viernes, me echó varios ojeos. La tarde del lunes —los sábados y domingos no íbamos a «El Gato Negro»— cuando llegué, me dijo Rafael: —Ya vi el viernes que se ha hecho amigo de don Sebastián. —Vivimos en la misma pensión… Pero además —le dije ya en plena investigación cotillera— yo lo conocía de verlo aquí antes de la guerra… con otra compañía. —¡Pobre mujer! —¿Pues qué pasó? —Una verdadera tragedia. —¿Pero ya estaba casado con «la contraria»? —Sí… Pero mejor es dejarlo. En aquel momento le llamó alguien y marchó contento de no continuar las confidencias. Unos minutos más tarde, cuando fue a servir a mis amigos, le pregunté en un aparte: —¿Y por qué vienen sólo los viernes? —La señora va al Cristo de Medinaceli, y él la espera aquí. —¿Con la otra también venía los viernes? —¡Caaa! —se echó a reír y marchó hacia otra mesa. El viernes inmediato, nada más entrar en el café, don Sebastián me llamó muy expresivo. —Venga don Paco, tómate el vermut conmigo antes que lleguen los de tu gavilla. Te invito. Hablamos de las gentes de la pensión. 

Rafael el camarero, de vez en cuando me echaba sonrisas maliciosas. Acabado el tema pupilero, mientras liaba el cigarro, le volvió el semblante pensativo que le sorprendí durante nuestra última charla: —¿De modo que me viste aquí antes de la guerra? —Parece que sí. —Yo venía todos los días a una tertulia que teníamos allí enfrente… Menos los lunes y los jueves que sólo acudía a tomar el vino, como ahora… después del trabajo —añadió riéndose para sí—… ¿A qué hora venías tu por entonces? —No teníamos hora fija. Cuando no había nada que hacer. Una noche después del teatro, de un estreno aquí en la Comedia. Eso sí lo tengo fijo. —No, a esa hora yo ya estaba en el pueblo. No me recordarás en la hora de la tertulia, porque era muy numerosa. —Sólo estuvimos una semana. Yo me fijaba mucho en los escritores y en los cómicos. Mi padre me decía quién era cada cual. Los conocía muy bien por los periódicos. —Seguro que me viste el lunes o el jueves de aquella semana. Y sin añadir más, como inspirado, llamó de pronto al camarero.
—¿Qué dice don Sebastián? si todavía tiene el vino mediado. —… Trae la fotografía. Rafael lo miró algo sorprendido, y luego a mí con gesto levemente admirativo. Se sacó una cartera del bolsillo interior de la americana y de ella un retrato bastante sobado. Lo tomó don Sebastián, lo contempló un momento con ojos respetuosos, y me lo pasó. —A ver si es así como me viste hace tres años. Exactamente en la mesa que estábamos, aparecía don Sebastián con aire como de diez años menos, saliéndosele el corazón por los ojos que tenía clavados en el rostro de una mujer más bien delgada, morena, con el pelo negro muy recogido, y sonriendo plácidamente hacia la cámara. 

A la derecha de ella, y de pie, estaba Rafael el camarero, un poco más grueso, con la bandeja en la mano y el pelo muy peinado a raya. La examiné con esa morosidad y amorosidad que me gasto ante las fotografías antiguas. Y la satisfacción de ver claro por qué se me quedó tan grabada la cara de don Sebastián. Tenía Rafael en el retrato el mismo aire que entonces, de camarero amigo. La chaqueta blanca más cortilla; y presumiendo de bandeja, con la botella de vino tinto, que por lo visto ya tomaba don Sebastián. El paño le colgaba del mismo brazo, y la mal enfocada luz del magnesio lo dejó como sin piernas total; tronco flotante envuelto en la chaqueta blanca. Junto a la mano izquierda de don Sebastián, semiabierta sobre el mármol, la petaca, y un mechero ovalado muy pegado al vaso de vino. La derecha la tenía bajo la mesa. Llevaba un traje oscuro de rayas claras, menudo el nudo de la corbata, y el pelo, casi negro todavía, con entradas moderadas. 

Pero lo más llamativo de su figura era el semblante: aquel regusto, aquella entrega, aquella sonrisa casi babosa que le salía al mirar a su pareja… «Sonrisa babosa», «baba», «el de la baba caída», esa «baba» que repetí mentalmente, acabó de cuajar mi imagen de don Sebastián en enero de 1936 mientras miraba la vieja foto. «Mira, ya está ahí otra vez el de la baba caída». Ella, la pareja, con un discreto traje oscuro, modesto collar, el cuello delgado, aire agitanado, cabello liso y estirado; su sonrisa dulce y ojos llenos de luz, sugerían inocencia, satisfacción ante aquel arrobo, ante aquella «baba caída» de don Sebastián. Sí, ahora lo recordaba muy bien. Fue Ángel, el que quince años después sería mi suegro, el buen amigo de mi padre que vino con nosotros a Madrid, quien al ver por segunda vez a la pareja de enamorados adultos —que de su edad y la de mi padre sería él (ella unos años más joven)— dijo aquello que debí escuchar por vez primera aplicado a un novio tan mayor: «Mira, ya está ahí otra vez el de la baba caída». Lo raro es que me acordara de él desde el primer día que los vi en la pensión, y no de ella… ni siquiera ahora, al contemplarla en la fotografía. Miré el revés de la cartulina. Sólo ponía: «febrero 1936». Se la devolví. Don Sebastián le echó otro vistazo y la devolvió a Rafael. —¿Qué, te ha convencido que soy yo? —Sí. Y le conté lo de «la baba caída», que dijo Ángel. Sonrió satisfecho. —¿Y ella qué te ha parecido? —Guapa. Pero sobre todo inocente, con cara de buena. Don Sebastián se puso entonces no melancólico, sino seriamente triste. —Fue la única persona buena de verdad que conocí en mi vida —dijo mirándome a los ojos como añadiendo: «ni tú, ni nadie». Así quedó, muy reconcentrado, hasta que se bebió el vaso de vino de un trago, sacó el tabaco, y poco a poco volvió a su ser.

En el entretanto, Rafael guardó cuidadosamente la fotografía en su cartera, y después de hacerme una mueca que venía a decir: «¡Qué le vamos a hacer!», marchó a por la botella para reescanciar el vaso de su amigo. Cuando llegaron los de mi tertulia me añadió a modo de despedida: —Te agradecería que no contases estas cosas a los amigos. El lunes, saqué el tema a Rafael. —¿Y qué fue de la mujer de la foto? —… Ya se lo contará él. —Comprendo… Pero guapa sí era. —Guapa… de cara —se animó— pero más bien baja y para mi gusto delgada. Ahora, eso sí, una gran persona. Y muy contenta de que alguien la quisiera tanto como don Sebastián. Vivía ahí al lado, en el pueblo de la señora de don Sebastián. Era pantalonera y venía dos veces por semana a entregar prendas y llevarse faena nueva. Entonces, don Sebastián y su señora vivían en el pueblo. Él, como no tenía nada que hacer, venía a Madrid casi todas las tardes. Para mí que debía simular algún quehacer ante su parienta para justificar tanto viaje. —Y ahora trae aquí a su esposa, a este café, y se sientan en el mismo diván. —Ya ve…
—Pero ella, la señora ¿no supo nada? Como alguien llamó a Rafael, aprovechó otra vez para no contestarme. Bien se lo noté. En la pensión de la Puerta del Sol se comía tan mal, que por aquellos días, vísperas de las vacaciones navideñas, decidimos marcharnos a una casa particular donde vivía un amigo de Delfín. «En las casas particulares se come mejor y se está más tranquilo» —me decía. Por cierto que las cosas fueron muy al revés de como decía Delfín, en aquella casa de la Plaza de San Miguel.

Quiero recordar que no llegamos al carnaval. Se comía muchísimo peor, y para colmo, la dueña, solterona, se entendía con un perro lobo, que era el verdadero dueño del piso. Pero a lo que iba, aquel segundo viernes de diciembre de 1939, los contertulios paisanos de «El Gato Negro», quedamos en celebrar no sé qué chuminada que se le había ocurrido a uno que vivía en el pueblo y que siempre que venía a Madrid nos buscaba y se inventaba pretextos para chatear y tapear en las tascas de la calle de Echegaray; y luego, acabar donde todos sabíamos.

Llegué el primero al café, según mi costumbre, y claro, me senté con don Sebastián. Estaba eufórico por lo que enseguida me confesó: —Esta noche hasta la hora de cenar estoy libre. La «contraria» después de Medinaceli tiene que ir a la modista. Si no os importa, sentáos aquí. Os invito a todos. Una tarde libre como ésta hay que celebrarla. Hasta que llegaron mis amigos, don Sebastián me contó cosas de cuando hizo el servicio militar, de sus primeros amores con la hija de un heladero, y no sé cuántos ligues más. El hombre disfrutaba con aquellas historias tan impropias de su edad. Pero se veía claro que fue en las únicas que se sintió protagonista. A cada cual se le para la cabeza en una edad, y la suya quedó en aquellos trancos moceros. Conforme llegaban mis contertulios, don Sebastián los convidaba muy fino «a lo que quisieran». Él repetía sus vinos y, ya caliente, recontó a mis amigos las aventuras juveniles que dije, con ojos de mucha picardía, y echándole a cada capítulo un aire de fru-fru de la belle époque que les hizo reír mucho. 

Poco antes de las nueve, el celebrador de aquella noche dijo de empezar el tasqueo. —Venga, don Sebastián, anímese — le pedí.
—No puedo, que a las diez quedé con la esposa en la pensión. —Bueno —fui yo quien le pinché— le da tiempo a tomarse un par de chatos con nosotros y a estar con ella a las diez. Me miró con ojos placenteros, y no tuve que insistir. En aquellos tiempos, la calle de Echegaray y sus inmediaciones, se convirtieron en el barrio juerguista y andalucero de Madrid. Señoritos de pueblo, estudiantes, legionarios y prostitutas todavía con las caras famélicas que les dejó la guerra, eran la parroquia normal desde que caía la tarde. Bajo las luces amarillentas: el chato de vino y la aceituna, el pito mal liado, la baba, la carcajada y el cuello duro. El condón pisoteado; la copla balbucida y roncadora; la gitana de la lotería. El regüeldo y el vómito, la paliza en la esquina, y el apodo de «rojo» al discrepante, conformaban aquellas noches de posguerra. El señoritismo anacrónico, patriotero y clerical que reavivó «la Cruzada», volvió a vestirse de luces y desplantes, de folklore barato y martillero, como la más pura esencia españolista. Otra vez la gracia y el salero, la amante mal pagada, la sangre de los toros y los hombres declaraban guerra a muerte a nuestras inteligencias más logradas en las últimas generaciones. A los pocos rodeos de chatos por aquellas tascas con carteles taurinos y guitarra al fondo; de señoritos de mirar altivo y mano en la cadera; de putas con claveles y tacones; don Sebastián olvidó su cita con la «contraria». 

Como mis paisanos empezaron a cansarse de su curriculum catril, cada vez se pegaba más a mi brazo. —¿No es ya su hora, don Sebastián? —le pregunté al salir de un tabernucho lleno de humo de fritangas. Me miró con ojos tristes y a la vez iracundos, pero no dijo nada. Más tembloroso que nunca, lió un cigarro. Comprendí que quería que nos rezagásemos de la panda. —Ahora los alcanzamos. Me dobló por el segundo trozo del callejón de Fernández y González. Al llegar a la esquina con Ventura de la Vega, frente justo a un prostíbulo famoso, me señaló con el dedo. —Aquí veníamos después de comer ella y yo dos días por semana… Como cliente viejo me alquilaban habitación para llevar ajena. Yo entraba primero. Y al rato ella con una cesta colgada al brazo, como si llevase mercancía. Como durante la faena me gustaba beber algo, en la cesta traía, la pobre mía, media botella de Valdepeñas y unas almendras… Sólo he pasado una vez por aquí después de la guerra. Se apoyaba firmemente en mi brazo como si temiera quedarse solo. Un grupo de jóvenes con pinta de estudiantes subía ahora la escalera del prostíbulo voceando… Y de pronto empezó a sollozar con la mano en mi hombro. El sereno nos miraba de reojo. 

Al rato se calmó un poco, pero sin disposición de moverse. —Había una encargada entonces, Águeda, que siempre me saludaba con las mismas palabras: «Ya le he puesto las sábanas y la toalla limpias. Está todo como un jaspe»… En la habitación que da a aquel balcón. «El siete», la llamaban. Yo me desnudaba y me metía en la cama. Al rato llegaba ella con la cesta. Antes de besarme, me ponía el vaso de tinto sobre la mesilla… Era trabajadora. Tenía una tiendecita en el pueblo, y además era pantalonera. Por eso venía dos veces por semana a entregar sus labores. Llegaba por la mañana en un tren de cercanías, hacía sus cosas, y nos reuníamos aquí a eso de las cuatro. Yo siempre decía en casa que venía a Madrid a tomar café. Entonces a mi esposa no le gustaba salir del pueblo. La afición le vino después de la guerra. Al salir de aquí nos íbamos al «Gato Negro» a reponer fuerzas. Después, en un taxi, a la estación. Íbamos en el mismo tren, pero claro, en coches distintos. Por fin arrancamos calle de Ventura de la Vega adelante. —En el pueblo jamás nos veíamos. Y si nos cruzábamos, ni nos saludábamos. Ella, viuda de un ferroviario, tenía fama de seria… Y yo era el esposo de la mujer más rica del pueblo… Oye, alguna tarde, que aburrido, intenté irme con otra, es que no me animaba nada. Y con la esposa, menos, claro. Y no es que a ésta le apeteciese mucho el cumplimiento matrimonial. Lo que de verdad le gustaba era hablar con las amigas, comprarse cosas, ir a misas, novenas, trisagios y demás latazos. Me tuvo siempre como un mueble más. Se casó conmigo porque había que casarse. Lo mismo que hay que tener floreros, máquinas de coser y gramófono… Todo el pueblo piensa y pensaba que me casé con ella por los cuartos.

Y es verdad, aunque estaba muy bien. Pero fue ella la que me pescó… Nos conocimos en un baile del Casino de Madrid… Yo bailaba muy bien, y sabía decir muchas cosas a las mujeres… Además no me gustaba estudiar. Se detuvo a liar otro cigarro. —Pero para Micaela, la del retrato, tú me entiendes —al fin dijo su nombre — yo era el macho y el niño. Sí, el marido, el amante y el hijo. Para mi esposa, sólo algo que hay que tener. Eso sí, nunca me regateó los cuartos. Incluso ahora. Yo fui siempre un golfo, pero con sentido común para el dinero. Y mi esposa lo sabe… A Micaela nunca le di un real. Ella no lo habría aceptado, claro. En todo el tiempo que estuvimos juntos sólo le regale una máquina de coser, algunas cosillas de vestir y una cadena de oro… La última vez que nos vimos en «el siete», antes de la guerra, fue el 16 de julio. Yo aquella noche me quedé en Madrid porque teníamos una boda el 17. Cuando el día 18, ya en el pueblo, se pusieron las cosas en claro, me entró un miedo que para qué te voy a contar.

Y todo se agravó cuando unos días después, un primo de mi esposa, que era algo en el Ayuntamiento, nos avisó que en la lista de los «paseables» estaba mi nombre. «Debe irse a Madrid enseguida y esconderse». A mi esposa le pareció bien el plan, y a mí de perlas. El mismo primo de mi mujer se ofreció a llevarme con su coche, que todavía no le habían incautado. Hice la maleta con toda la ropa y bastante dinero, y salimos de madrugada… Por el corto camino hacia Madrid, se me ocurrió la idea. Le dije a mi primo que me dejase aquí. (Otra vez después de darle la vuelta a la manzana, estábamos en la esquina de la calle de Fernández y González, frente al prostíbulo…). Él, que era un republicano de esos puritanos, no sabía que esto era una casa de putas. Yo le dije que aquí vivía un buen amigo mío, de izquierdas, donde pasaría la noche hasta decidir mi destino… Al día siguiente me tocaba entrevista con la Micaela, y aunque cayesen chuzos, sabía que vendría. Con el lío de la guerra nadie iba a los prostíbulos, y le dije a la encargada que me metiera la maleta en «el siete». 

Pasé la noche tomando copas con la dueña, la encargada y las pupilas; hablando de lo que pasaba, aunque yo, claro, me mostré muy rojillo y dije que al día siguiente marchaba en viaje oficial a Barcelona. Me quedé de dormida con una pupila para cubrir las apariencias. Con el pretexto de la medio tajada que nos cogimos la durmiente y yo, tomé un vaso de leche a mediodía y me estuve en la cama esperando a Micaela, pues les dije que no saldría para Barcelona hasta la noche. Seguimos el paseo otra vez hacia la Carrera de San Jerónimo. Apenas pasaban coches. Don Sebastián de pronto dejó de hablar. Se le notaba la boca seca. Cuando al doblar por la calle de Echegaray encontramos la primera taberna, tiró de mí: —Vamos a tomar otro chatito. Me dio la impresión que estaba en un momento de lucidez, y como dudoso de seguir la historia. En aquella tasca servían sobre unas cubas puestas de pie. Había un hombre gordo hablando solo, quiero decir hablándole al vaso. Don Sebastián pidió una jarrita. Después de los dos primeros vasos, pareció animarse. Pero de momento sólo fue para sacar la petaca. El relato de su historia, tanto paseo, y tal vez un inicio de resaca —pues llevaba dándole al codo desde las siete de la tarde— le habían dejado de un pálido y gravedad infrecuentes. Ahora fumaba y chicoteaba como relajado, casi ignorándome. 

Al gordo que hablaba a su vaso con ademanes retóricos y beodos, de pronto se le oyó una frase clara: —¡Y viva la República, coño! Todos quedamos sobrecogidos. El hombre cayó en la cuenta a pesar de su curda, y echó un vistazo por todo el local. El silencio era total, y el viejo tuvo una reacción cómica. Se puso firme, levantó el brazo, y empezó a gritarnos agresivamente: —¡Sí, coño, viva la República de Franco! ¡Arriba España! El dueño de la tasca echó una mirada de conmiseración al viejo. Empezaron a reoírse las conversaciones, pero se abrió la puerta y entraron unos soldados con fusiles, mandados por un sargento. Volvió el silencio. Miraban hacia todos lados. El gordo, alzando su vaso, les ofreció convite. Pero salieron sin responderle. Él, hizo un gesto de indiferencia y se tomó el vaso de un trago. Don Sebastián pagó la jarra y salimos. Me volvió a tomar del brazo, y comprobé que estaba en ánimo de continuar su historia y de no ir por la pensión. —… Aquélla fue la única vez en mi vida —comenzó muy sordamente— que me acosté con Micaela sin tirármela. Nos pasamos todo el tiempo tumbados en la cama «del siete», pero vestidos. Le conté lo que me pasaba. A ella no le extrañó.
—«Me lo temía —dijo— vosotros sois muy de derechas y los más ricos del pueblo». —«Pero yo nunca me metí en política». —«Pero has hablado mucho en el Casino y eres amigo de todos los carcas del pueblo…». —La idea fue de ella. De pronto me pasó la mano por la cabeza y dijo… —«Yo vivo sola. ¿Por qué no te vienes a mi casa hasta que pase todo esto? No creo que dure mucho». —Quedé sorprendido, sin hacerme a la idea, pero lleno de gusto. Ella me miraba con aquellos sus ojos tan tiernos, tan de madre… Y tan cachondos a la vez. —«Allí estaremos tan a gusto, en paz y compaña… Yo te cuidaré como nadie». —Nunca olvidaré estas palabras: «en paz y compaña». Al pasar por «Los Gabrieles» me asomé tras las cortinas. No vi a ninguno de los amigos. Pero un camarero me dijo que estaban abajo, con guitarristas y todo. —Si quieres, entramos —se ofreció don Sebastián— como temeroso de que estuviera aburrido de su romance. —No, después, estoy deseando saber el final. —¡El final!… —dijo pasándose el pañuelo por la frente sin quitarse el sombrero.

Pues como te iba contando… «¿Y cómo entro yo en el pueblo?» —le pregunté a Micaela. —«Tú de eso no te preocupes. Me pienso ir esta tarde con mi primo José el recadero, que lleva la camioneta con melones». —«¿Y quieres que vaya debajo de los melones?» —le dije riendo. —«No hombre no. ¿Cómo te voy a meter debajo de los melones?» —me dijo acariciándome la cara como solía… Ella tenía los ojos negros y el pelo así muy estirado y brillante, como viste en la foto. Y al mirarte de cerca, qué sé yo, parecía que te rozaba una lumbre. —«Lleva melones, líos de ropa, periódicos y mil encargos que le hacen». —«¿Y tú crees que es de confianza?». —«Si no se va a enterar». —Era muy lista, coño. Muy lista para hacer favores. En la vida corriente muchas veces era ingenua, pero a la hora de hacer bien, un águila, como te lo digo. —«¿Cómo que no se va a enterar?». —«Como que no. Hemos quedado a las nueve en la Plaza de la Cebada, porque tiene que entregar por allí no sé qué cosas. Mientras hace la entrega y tomamos café, que ya me encargaré yo de invitarlo, tú te escondes a tu gusto entre las mercancías —me animó acariciándome otra vez el pelo—. Al llegar al pueblo le haré entrar la camioneta en mi corral para descargar. 

Le pediré luego que me ayude a subir los bultos, lo invito a una cervecilla, le pago, y mientras, tú saltas con la maleta, y te escondes en la cocinilla de lavar o en la cuadra, hasta que se marche». —Así lo hicimos poco más o menos… Me da vergüenza decirlo, pero los tres años de la guerra fueron los mejores de mi vida. Tenía para mí todo el piso de arriba. La pobre subió allí sus mejores muebles y apaños. Y como siempre, hacía su vida diaria abajo, en la tiendecilla y en las demás habitaciones, como cuando estaba sola. Así que tenía un ratito libre, la pobre mía subía a estar conmigo, a contarme cosas. Y a las once en punto, se me metía en la cama y lo pasábamos bomba, riéndonos, charlando, y claro, haciendo lo otro. »Lo de los pantalones se le acabó con la maldita guerra, pero todas las semanas venía a Madrid un par de veces a comprarme tabaco —en el pueblo no podía por no despertar sospechas— periódicos, vino, y a enterarse de lo que pasaba por aquí. Yo, con el aparatillo de radio puesto muy bajo; los crucigramas, el tinto y la baraja para hacer solitarios, me pasaba el día. ¡Ah! y cada mes o así, me echaba en el correo de Madrid una carta para mi mujer, diciéndole que estaba muy bien y seguro, que no se preocupara… Si no llego a esconderme, me hubieran paseado como a tantos buenos amigos. El aviso de nuestro pariente del Ayuntamiento no fue ningún bulo. Las noticias de estas muertes fueron mi única amargura durante los primeros meses de la guerra… Por las noches, cuando no hacía frío, me asomaba un poco a la ventana para respirar… Así, conviviendo con ella, valía todavía mucho más que viéndola dos veces por semana como antes. Cosa rara, ¿eh? —… Hasta que un día, amigo Paco, terminó la guerra. 

Y aunque esté feo el decirlo, para mí terminó la paz. El pueblo fue ocupado por los nacionales dos días antes de entrar en Madrid. Y yo, como oficialmente estaba aquí, aguardé a que lo tomaran… Y el día uno de abril, no tuve más remedio: a medianoche, con una maleta en la mano, salí de aquella santa casa… camino de la de mi señora. Don Sebastián tuvo otro silencio, ahora con la cara más amargada de toda la noche. Ni el mucho vino que llevaba ensilado pudo desdibujarla. Seguíamos en la esquina de «Los Gabrieles». Por fin continuó, tomándome de la solapa: —Oye, nada más ver a mi esposa en el portal, cuando salió en camisón al oírme entrar, tuve el pálpito de que lo sabía todo. No es que ella me dijo algo ¿tú me entiendes? Al contrario. Simuló mucho gusto, me abrazó, y dijo que estaba muy gordito aunque bastante pálido. Pero ya te digo: en su gesto, voz y mirada, había recámara… Estuvimos más de dos horas hablando. Ella me contó todo lo sucedido en nuestra casa durante aquellos tres años, pero no me preguntó nada. Y cuando yo le relaté la historia que me había inventado para cuando llegara tal momento… «que gracias a mi amistad con cierto cónsul pude pasarme la guerra en una Embajada», me escuchó con aire algo distraído, e hizo alguna preguntilla con recochineo que bien se lo calé. Me aseguró luego que estaba muy contenta de que la guerra hubiera terminado con el triunfo de los nacionales, como no podía ser menos, porque yo había podido volver al hogar; y en un caserón con grandes cámaras que teníamos en las afueras del pueblo, incautado por un sindicato rojo como almacén, quedaron no sé cuántos miles de kilos de comestibles, arrobas de vino y objetos de valor. 

Y cuando después de tan larga plática pensé en cumplir con ella como era mi deber después de tan largo tiempo, me sacó un pijama limpio y dijo —nunca lo olvidaré—: —«Anda duerme tú solo, Sebastián, que estarás cansado. Y mañana si Dios quiere tendremos “la entrevista”». —«La entrevista» que todavía no hemos tenido ¡ni tendremos jamás!— «Yo dormiré en mi cama de soltera — continuó— donde pasé estos años. Hasta mañana». —Me besó en la frente y salió de la alcoba. »Una hora después, estoy seguro, aunque nunca he podido aclararlo, oí cerrar la puerta de la calle con mucho cuidado… Acostumbrado al silencio durante tanto tiempo, era, y soy, capaz de oír el vuelo de un mosquito. —Al día siguiente sirvió un desayuno estupendo, me hizo vestirme con el mejor traje, y a mediodía, me dijo: —«Anda, vamos a darnos un paseo por el pueblo. A todo el mundo le gustará saludarte. Además quiero que veas “la herencia” que nos han dejado los rojos en el casón». —Muy cogiditos del brazo, paseamos por las calles y plaza saludando a unos y otros. Me preguntaban qué fue de mi vida, y me contaban enseguida su pequeña historia durante aquellos años. Al pasar ante el único grupo escolar que había en el pueblo, vimos hombres con armas y camisas azules. De un coche parado sacaban paisanos y militares. —«Han habilitado el Grupo como prisión. No cabían todos los rojos en la cárcel del Ayuntamiento. Ya llevan tres días haciendo justicia». —Nuestro casón estaba en el camino del cementerio, muy cerca del pueblo. Íbamos por el paseo, entre los cipreses, y de pronto, mirando hacia los muros de una antigua ermita, medio hundida y rodeada de árboles, que hay a la izquierda del camposanto, señaló a unos corrillos de gente que curioseaban por allí: —«¿Qué mirarán aquéllos?… Vamos a ver». —Nos acercamos. Ella delante, con pasos decididos. Enseguida distinguí cuatro cuerpos muertos a poca distancia uno de otro. El primero que nos tropezamos fue el de un gordo, mandamás socialista. Estaba de perfil, acurrucado, como durmiendo, y con los pantalones manchados de sangre seca. —«Mira, éste es el Feliciano. 

Bien merecido se lo tenía. Este otro no sé quién es». —Era un chico muy joven, con la cabeza completamente deshecha y las manos atadas sobre el vientre. Avanzó cinco o seis pasos más, hasta el tercer cuerpo… Recuerdo perfectamente que lo señaló sin mirarlo, como si se lo supiese de memoria: —«Mira, ésta es la puta de la pantalonera». —… Oye, palabra que me quedé tieso y duro, como madero clavado en el suelo. Ella lo señalaba con el dedo, sin dejar de mirarme, con toda la cara llena de orgullo. —«¡Acércate!» —gritó al ver que no reaccionaba, y agarrándome del brazo, me puso a los pies de la pobre… Sí, ella era. Mi pobre Micaela. Con la cara serena, de siempre. Los ojos abiertos sin asomo de miedo, el pelo un poco revuelto, los brazos muy abiertos, como entregándose; y la blusa medio rota, endurecida por la sangre seca. —Lo mismo que antes me quedé seco como un palo, ahora, de pronto, no pude contenerme.

Se me subió toda la sangre a la cabeza y me abalancé contra la «contraria»… Le pegué la mayor paliza que puedas imaginarte, a la vista de todos. Le pegué hasta dejarla caída, junto a la pobre mía. Y sin pensarlo más eché a correr hasta la estación. Monté en el primer tren que pasó, y me vine a la pensión donde estamos. »Tres meses después, cuando la muy… comprendió que estaba empeñado hasta las orejas y sin saber qué hacer, porque toda mi vida fui un vago sin remedio… se me presentó en la pensión. Y aquí se quedó. »… Y no te lo creerás, amigo, porque eso no se lo cree nadie: pero desde que vino, hace ya casi cuatro meses, no hemos hablado ni una sola palabra. ¡Ni una! Ella todas las semanas me deja “el sueldo” encima de la mesilla de noche, y en paz. Eso sí, no me permite dar un paso sin ella… Sólo el rato que se va los viernes a Medinaceli… y esta tarde, la primera. Cuando hay algo urgente, nos dejamos una nota sobre la cama. Seguíamos en la puerta de «Los Gabrieles». Yo callaba sobrecogido. 

Él me observaba entre avergonzado y compasivo. Al fin me puso la mano en el hombro: —Anda, vamos con tus amigos. En el sótano de «Los Gabrieles», mis paisanos andaban de guitarra y flamenco entre los frescos de la belle époque… a la española, que decoran las paredes. Don Sebastián, incorporado a la mesa grande, apenas se bebió el primer chato, ahora de vino andaluz, pareció olvidarse de todo, y aplaudía y daba «olés» con toda su alma. Tan acostumbrado estaba a su drama, tan rumiado lo tenía, que enseguida lo superaba. De vez en cuando me echaba una ojeada, se sonreía y daba palmas agachando un poco la cabeza y entornando los ojos. Ya al clarear el día, cuando llegamos a la pensión de la Puerta del Sol, iba completamente borracho. La mezcla del tinto y el andaluz le dio la puntilla. Lo tuve que sostener mientras abría para que no se me cayese en el descansillo… Y nada más abrir, sentada en el sofá donde el dueño mutilado leía durante todo el santo día los periódicos, estaba «la contraria», en bata, y con los brazos cruzados sobre el pecho. 

Se me quedó mirando con una hostilidad irracional que nunca olvidaré. Pero no se estremeció. Don Sebastián, con la cabeza apoyada en mi hombro, creo que ni la vio. Después de breve indecisión, lo metí en su cuarto. Lo senté sobre una de las camas. Se dejó caer como colchón… Le quité los zapatos por hacer algo, y marché. No volví a verlos en los pocos días que tardamos en mudarnos a la otra pensión, la de la Plaza de San Miguel, cuya dueña se entendía con el perro lobo… Me dijo una sirvienta, que don Sebastián y señora hacían las comidas en su habitación. Tampoco volvió a aparecer don Sebastián por «El Gato Negro» los viernes por la tarde, mientras su santa esposa iba a orar ante el Cristo de Medinaceli. Mucho tiempo después, por los años cincuenta, desde el ventanal de un céntrico café, la vi a ella sola, en el borde de la acera, esperando para cruzar por el paso de peatones… Mejor dicho, no iba sola: llevaba sujeto con cadena un perro grande, blanco y negro, con las orejas caídas y el rabo entre las piernas… Y conste que no hago simbolismos. Fue así.



sábado, 26 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (Llegada a Madrid (II))



Por la mañana nos dimos cuenta que la habitación no tenía tres camas, como creímos la noche anterior, sino cuatro. Las tres que estaban pegadas a los arcos, entre las columnas; y la cuarta, de matrimonio, detrás de las cortinas… Por eso la segunda noche fue peor si cabe. Cuando volvimos del cine, en la cama que dejó vacía el detenido, había un cura. En el perchero de árbol estaba colgada la sotana, algo brillante y casi rozando el suelo. 

La teja, en la silla, sobre los pantalones muy bien doblados. Al cura apenas se le veía la cabeza, pues como es propio en una habitación con extraños, se tapaba hasta la coronilla para no ver ni ser visto… Y cuando Delfín y yo estábamos en ese momento de desnudarse que consiste en sacarse la camiseta por la cabeza, se abrió la puerta del pasillo a lo bestia, y el patrón, con el pijama azul y el pelo blanco despeinado, hizo pasar entre las cortinas a una mujer que nos miró de reojo, y a un guardia civil con una maleta muy grande. Así que nos acostamos, apagamos la luz, que se manejaba con la perilla, y claro, sólo quedó encendida la luz de la cuarta cama transluciéndose por las cortinas.

Por los ruidetes de zapatos y roces de ropas, se notaba que el guardia civil y la señora se estaban desnudando. También se oyó abrir una maleta, y el de unas monedas que cayeron al suelo. Por las rendijas de nuestro balcón se veían las tristes luces de siempre… El cura ni se rebullía ni roncaba. Y enseguida se oyó cuando primero un cuerpo y enseguida el otro, se dejaron caer sobre la cama que estaba detrás de las cortinas. Noté que el somier sonaba a cada meneo de los acostados.

Apagaron la luz y se pusieron a hablar en voz muy baja. —Mira que como sean recién casados, Quico —me dijo Delfín de cama a cama con voz casi de suspiro. De la calle llegaban palmadas y ruidos de chuzos… Y dentro hubo un momento que se oyeron risitas nerviosas, pero como pasaron minutos sin otra cosa especial, me debí quedar transpuesto, hasta que la señora del guardia civil dio un gritito muy ganoso acompañado de unos gruñidos intraducibles de él. Abrí los ojos y vi que los balcones estaban entreabiertos, y el señor cura fuera, de bruces sobre la baranda, con la sotana puesta sin abrochar y fumándose un cigarrillo.

Como noté que Delfín se rebullía, alargué la cabeza hacia su cama y en voz de aliento le pregunté. —¿Qué pasa? —¡Qué nochecita! ¡Es la segunda vez!… Tú como no te enteras de nada. —¿Y el cura qué hace en el balcón? —Ya puedes imaginarte. Lleva ahí lo menos una hora. A través de las cortinas se vio la luz de una cerilla, y enseguida el relumbre de un cigarro. Por lo visto el guardia civil fumaba tan satisfecho sobre el embozo, mientras ella le hablaba entre risitas. —No hay derecho a esto —dijo Delfín— sobre todo por el cura.

Poco después dejó de verse la luz del cigarro, y enseguida sonó el ronquido leve del guardia civil. Se entreabrió la vidriera del balcón, el cura hizo oído unos segundos y al comprobar que todo estaba en paz, tiró el cigarro a la calle, y entró friolento, frotándose las manos. Colgó la sotana en el perchero y se metió en la cama con discretos gruñidos de placer. —… Desde luego mañana nos vamos de aquí aunque sea a la posada —me dijo Delfín.



miércoles, 23 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (Llegada a Madrid (I))



Aquel día de septiembre de 1939, el rápido de Andalucía, que camino de Madrid, debía pasar por Cinco Casas a las ocho de la mañana, llegó después de la una. Delfín y yo nos refugiamos en el barecillo de la Manuela: cuatro mesas de mármol, y detrás del mostrador, un anaquel con botellas. La Manuela era muy alta, con el pelo blanco y la cara de pocos amigos. Como andaba dando zancadas muy largas, a cada nada le chocaba el muslo con los picos de las mesas. Cuando la Manuela no tenía nada que hacer, liaba un cigarro y se lo fumaba de codos sobre el mostrador con gesto de muchísima ausencia… Fue la primera mujer que vi fumar en mi vida. Aquel día de septiembre, el rápido de Andalucía salió de Cinco Casas, camino de Madrid, a las tres de la tarde pasadas. Estuvo más de dos horas parado en una vía muerta, con la locomotora sollozando muy malamente, y los ferroviarios mirándola con cara de muchísima tristeza.

Y no hubo forma de reanudar el viaje hasta que llegó de Alcázar de San Juan otra locomotora de parecido pelaje, pero que sollozaba y echaba los vapores de manera más avenida. Hasta entonces, Delfín y yo, cansados del barecillo de la Manuela, paseamos a lo largo de la vía, mirando a los viajeros de Argamasilla y Tomelloso, que dormitaban en el andén, entre las maletas. Detrás del casutín de la estación se veía la chimenea de una fábrica de alcohol. Ya bastante tarde pasó el correo que bajaba hacia Andalucía con un vagón lleno de soldados que cantaban cosas nacionales, asomados a las ventanillas. Aquel día de septiembre, tardamos desde Cinco Casas a Madrid doce horas, porque en Alcázar de San Juan estuvimos hasta las once de la noche, pues no sé cuántos trenes militares tenían interceptadas las vías. Al menos eso dijeron.

Los coches iban atestados de gentes con cestas y maletas de cartón. Tuvimos que hacer todo el viaje en el pasillo. Algunos soldados decían chistes a ratos y bebían vino de una bota muy grande. También iban hombres pálidos, con la boina en el entrecejo; y mujeres con los pañuelos de la cabeza muy ceñidos, se meneaban cansinas al compás del traqueteo y echaban reojos a los soldados bromistas. Desde el metro de Sevilla, hasta la «Pensión La once» de la calle de Echegaray donde teníamos camas reservadas, fuimos con las maletas a cuestas. A pesar de la hora se veían por aquel barrio jóvenes con bigotillo o vestidos de militares, que entraban y salían a las tabernas diciendo varoneces o cantando sones de las trincheras. También se veían busconas con cara de hambre, una flor en el pelo, y badajeando sonrisas y molletes. Nos abrió la puerta de la pensión un hombre en pijama y con el pelo blanco. —Ya creí que no venían —nos dijo cuando supo quiénes éramos. —¿No habrá algo de cenar? —¡Qué va! A estas horas. Fuimos tras él por un pasillo muy largo, casi en tinieblas. Al fondo estaba nuestra habitación. —Os advierto que tenéis compañero. —¿Cómo? Ni contestó. Abrió la puerta de mala manera y encendió la luz del cuarto. —Ahí están las dos camas vacías. Cerró con un portazo y marchó sin más, arrastrando las zapatillas.

Era una habitación muy grande, con tres arcos, sobre dos columnas delgadísimas con cortinas. La cama más próxima al balcón, estaba ocupada por alguien tapado hasta la cabeza. Debía estar despierto por la manera que tenía de rebullirse.
—No deshacemos las maletas —me dijo Delfín en voz baja— porque si mañana no nos dan habitación para nosotros solos, marchamos. Sentados en las camas cenamos pan y chocolate. Mientras masticábamos mirábamos las paredes sucias, un armario de luna con ladeo de naufragio, y el bulto de aquella persona que ocupaba la última cama.

Caímos como serranos. Pero no llevaríamos una hora de sueño, cuando abrieron la puerta del cuarto de un empujón violento y encendieron la luz. Me desperté soliviantado. El hombre del pijama y el pelo blanco venía con otros dos.
—Es el de la última cama —señaló. Y los dos recién llegados avanzaron con las manos en los bolsillos de las gabardinas. Uno, al verme algo incorporado, y seguro que con cara de susto, me dijo: —¡Tú, a dormir! Me escurrí entre las ropas en la posición que estaba, mirando hacia la puerta. Delfín, sí que podía mirar entre las sábanas hacia la última cama, según me contó luego. —¡Eh, tú, venga sal de ahí! —gritó uno de la gabardina al de la última cama. —¡Venga! —Sonó un golpe seco. —Déjalo ahora —dijo el otro.

Yo, entre las sábanas, veía al patrón clavado en la puerta, con las manos en los bolsillos del pijama y una sonrisa turbia. —Vístete rápido. Desde entonces sólo oí resollar, roces de ropas, de zapatos. —¿Es ésta tu maleta? —¡Ábrela! Ruidos de cosas que caían al suelo, crujir de papeles. —No hay nada. —Venga, marchando. Lo vi de espaldas, cuando salía entre los otros. Era muy alto e iba despelunchado, sin nada en la cabeza. Salieron. El patrón cerró con la fuerza de siempre, pero no apagó la luz. Delfín y yo nos miramos sobre los embozos. En el suelo, al pie del armario había ropas, zapatos y una brocha de afeitar. Otras prendas asomaban por la maleta abierta y tirada en el suelo. Enseguida volvieron a abrir la puerta de un empujón. Era el patrón, claro.

Sin mirarnos, recogió de mala manera todo lo que había en el suelo, lo metió en la maleta, sacó una gabardina del armario y registró todos los cajones. Cargado con todo, pasó delante de las columnas finísimas. Ahora sí apagó la luz, y como siempre, cerró a lo bestia. La poca luz de la calle Echegaray se filtraba por las rendijas del balcón, y dejaba entrever la cama vacía. Hablamos en voz muy baja Delfín y yo. Al poco se oyó un coche que arrancaba debajo mismo del balcón.



sábado, 19 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (El santo del Prior)



Aquel convento de los años cuarenta olía a cocido frío. En el anchísimo patio sólo había tres o cuatro árboles resecos y doblados, como si les doliera el riñón. Y en el portal, casi siempre se encontraba a un frailecillo tímido, que andaba muy deprisa, hacía reverencias a todo el que entraba, pero no se detenía con nadie. Sobre el descanso de la escalera que llevaba a la clausura, encima del cuadro de la Virgen, había una luz naranja que no se apagaba jamás. Por la puerta entreabierta del refectorio, se veía a todas horas la mesa larguísima, con servilletas azules enrolladas dentro de los vasos. Y en la celda del padre paralítico, sonaba la radio hasta la madrugada. Se celebraba el santo del Prior en la galería de los ventanales altos, que daban al corral. 

Allí colocaban muchas sillas en fila, como en las iglesias, para que se acomodaran los felicitadores que venían de asiento. Y el padre Prior, como era tan sencillo, en vez de sentarse en un solemne sillón que había al fondo, andaba de un lado para otro, con el cigarro en la boca y la sonrisa inapeable, recogiendo las felicitaciones y regalos que le traían las señoras y señoritas del pueblo. A las horas punta del santo día del Prior, las mujeres que llevaban presentes modestos esperaban cohibidas en los rincones, con el paquetillo o la perdiz muerta clavada en el pecho, hasta que la ricachona de turno entregase al padre la caja grande, envuelta en papeles de seda, que le porteaba la criada. Y las que no traían más regalo que su felicitación y el beso para el escapulario, con la sonrisa mendigante, aguardaban sentadas en la última fila a que el homenajeado las mirase y les diera turno. El padre Prior, sin apearse aquella sonrisa de santo complacido, recibía los presentes —que en seguida pasaba a un lego encorvado— alzando los brazos, si el donante era de mucha amistad; echándole la mano, si sólo era señor conocido; y ofreciendo el escapulario a las mujeronas que zureaban sumisas. 

Para demostrar que cuanto le decían le hacía muchísima gracia, sacaba una risa con pedorretas, y meneo de cabeza muy expresivo. Y creyéndole de verdad tan contento como parecía, siempre comentaba alguna: «Qué alegre es el padre. Un verdadero bendito de Dios». Así que la regaladora le ponía la tarta delante de los ojos para que se enterase de su tamaño y composición, él juntaba las manos gozosísimo, como si fuese la primera tarta que veía en su vida, y comenzaba el mismo paso con escasas variaciones: —¡Hija mía! Muchísimas gracias por esta tarta tan magnífica. Promete estar suculenta. —No tiene importancia, padre. Que los tenga muy felices, que es lo que yo deseo. —¡Que Dios se lo pague! —Ya estoy pagada, padre, con su presencia. —Gracias, hija, gracias y siéntese a tomar una copita. —Muchísimas gracias, padre, pero yo sólo bebo agua. —Pues siéntese y tome una copita de agua… —Muchísimas gracias, padre. Sólo un momentico, porque quiero llegar a tiempo a la novena. 

En aquellos tiempos heroicos, un jamón era lo mejor que se podía regalar incluso a los frailes. —Ay, doña Rosa, que Dios le pague ese jamón tan suculento. —Que usted se lo tome con salud, padre. —Muy amable, pero la salud me la dará él. —La tiene usted muy buena, gracias a Dios, padre. —Qué cosas dice, doña Rosa… Por favor, Fray Julián, llévese este estupendo jamón de doña Rosa, y métalo en la despensa. (Qué cosas tiene el padre. Y que lo meta en la despensa. Pues no lo voy a meter en el cuarto de la plancha —se iba rezongando el lego con el jamón puesto como en bandeja para que no le rozase el hábito). —Qué preciosidad de regalo, doña Jacinta, una cabeza de cerdo, con esa envoltura tan señora. Debe haberle costado una fortuna. —No tiene importancia, padre. Usted se lo merece todo. —Sí la tiene, hija mía, sí la tiene para unos pobres como nosotros. —Le digo y le repito que usted se merece todos los dones celestiales. —No tanto, no tanto. 

Que nunca es tan bonito el jardín como lo pintan. —… Ande, Fray Julián, llévese esta magnífica cabeza de cerdo a la despensa. —A mí me enternece mucho esta gente tan sencilla del pueblo. De verdad se lo digo, don José. —Muchas gracias, Osoria, por ese pollo tan gordico. Es usted un ángel. —No tiene importancia, padre, que le sirva de compañía en este día de su santo. —Muy reconocido, Osoria… Tome, Fray Julián, póngalo en el gallinero. (Claro, pues si le parece lo voy a poner en la despensa. Te digo que). Al final de la mañana y al final de la tarde de su día —menos mal que la siesta remediaba mucho— el padre Prior se sentía cansado, la sonrisa perenne le quedaba bastante desdibujada, y a lo mejor le daba a besar el escapulario a la misma señora por segunda vez. La mayor parte de las felicitadoras, después de la efusión, se sentaban en las sillas de la galería, y como en el teatro, se dedicaban a contemplar al Padre, a las otras y los otros; y claro, a contar los jamones que llevaba Fray Julián a la despensa. Los hombres solían permanecer de pie, haciendo corrillos, esperando que el lego les diese la copita.

Don Antonio, que tenía muchísima confianza con todos los frailes del convento, les gastaba bromas atrevidas. —«Ay qué don Antonio este» —le replicaban. Fray Ambrosio, que nunca miraba de frente y tenía las cejas muy chocadas y peludas, era el encargado de repartir las copitas que llenaba con los licores que acababan de regalar al Prior. Las cajas de puros no se las entregaba el padre Prior a Fray Julián, y formaban rimero detrás de una maceta, sobre el velador de la galería. 

Las señoras de mucho pote que le traían regalos especiales, los desenvolvían ellas mismas para que los viese el público en general. A primera hora de la mañana, llegaban las hermanitas con las caras sonrientes, palidísimas y muy alujeras. Y siempre le llevaban de regalo una medalla chiquitita, que el padre Prior la alababa mucho cabeceando y mordiéndose el labio de abajo. —Sois muy buenas, hermanas. Es un detalle precioso el traerme una medalla con la imagen de mi patrona castellonera la Virgen de Lidón. —Fray Julián, por favor, ponga usted esta preciosidad en sitio preferente.
—No faltaba más, padre (… Sitio preferente en el baúl de los cadáveres como yo le digo. A que le han regalado más de doscientas medallas con estuche desde que es Prior. 

Qué disparate). Las hermanas no tomaban copita, pero se quedaban un rato echando risitas entre las tocas almidonadas. Casi a la hora de comer llegaba el señor Alcalde con algunos concejales, que saludaban muy respetuosos al Prior, pero no traían regalo alguno. Sin embargo, éste, en seguida les ofrecía personalmente copas y cigarros de una de las cajas regaladas que tenía tan bien apiladas en el velador de la galería, detrás de la maceta. Y luego se acercaba a ellos don Antonio, el señor que tenía tanta amistad con los frailes, porque era como de la casa, y contaba chistes que Alcalde y concejales, escuchaban sonriendo y con la copa en el aire. 

Cuando se aproximaba la hora de comer, los legos recogedores de regalos y repartidores de copitas, no podían ocultar su impaciencia. Hasta que don Antonio decía en voz alta y de manera muy simpática: —Habrá que empezar la retirada, porque los padres querrán comer y descansar un poquito. Todos se daban por enterados, y empezaban los despidos, aunque siempre quedaba alguna señora rezagada que le decía al Prior alguna cosa al oído. Él la escuchaba con gesto grave, que enseguida endulzaba, a la vez que le hacía una recomendación batiendo la mano derecha con el índice alzado. En el portal, se encontraba uno con el frailecito tímido, que iba muy deprisa hacia el refectorio, haciendo reverencias a todos y sin detenerse con nadie.

Por el pasillo del fondo, el lego barrigudo y con los ojos tan juntos, empujaba el carrillo del padre paralítico. Los únicos que permanecían rezagados en la galería eran el señor Alcalde, don Antonio, y algún íntimo más, invitados a comer en el convento. Antes de entrar en el refectorio, el padre Prior, con la pila de cajas de puros bajo el brazo, iba un momento a su celda.



jueves, 17 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (La condición)



Aunque faltaban unos minutos para las seis, hora de dejar la faena, los oficiales del taller habían parado las máquinas, y con disimulo se cambiaban las alpargatas, sacudían la boina y se guardaban el tabaco. De pronto, José Moya, que miraba por un ventanal, gritó a los compañeros más próximos: —¡Eh! ¡Eh, quién viene ahí! ¡Antonio! Con la capa azul aunque apenas hacía frío y la gorra de visera negra, avanzaba con aquel su aire telendo, telendo de siempre. Mi padre y el abuelo, que andaban por allí con sus trajines, se asomaron a la puerta del taller con cara de sorpresa gustosa. 

Antonio fue el encargado de la fábrica desde veinte años atrás, hasta que al acabar la guerra lo metieron en la cárcel por ser miembro de la C.N.T. —Pero si ayer hablé con su mujer y me dijo que seguía preso en Alcázar — dijo Peláez que se había acercado a mi padre y al abuelo sin quitarle los ojos a Antonio que ya estaba a pocos metros de la puerta roja de la fábrica. El abuelo, emocionado, salió hacia él, y sin dejarlo entrar ni decir palabra, uno a uno lo abrazaron en la misma puerta. Por fin entró al taller y todos le hicieron corro. —¿Cuándo lo han soltado? —… Esta mañana. —Ayer hablé con su mujer y no sabía nada. —No… He llegado poco después de las tres… Yo tampoco lo supe hasta ayer tarde. —Lo que pasa es que viene usted a trabajar casi a la hora de irnos —le dijo mi padre bromeando. —No, no venía a trabajar. Venía a verles. —Pero mañana sí que empieza.
—Hombre, déjale que descanse unos días —comentó el abuelo. —No… No vendré a trabajar en mucho tiempo… El lunes lo más tarde, tengo faena… en otro sitio. 

El abuelo guiñó los ojos como queriendo descifrar la causa de todo aquello. Bajo la capa se le veía a Antonio el traje de los domingos ya bastante brillante, y la camisa sin corbata. Estaba muy pálido, había adelgazado y la papada se le arrugaba apenas movía la cabeza. Después de haber dicho lo de «otro sitio», clavó los ojos con mucha amargura en el suelo envirotado.
—¿A otro sitio? —le preguntó Moya, también con el entrecejo investigador y al tiempo que comenzaba a desabrocharse el mono. —Sí… —¿Con quién? —Con el que todos sabéis. —¿Pero no te denunció él? —le preguntó mi padre sin comprender. —Sí… Pero ayer se presentó en la cárcel de Alcázar y dijo que retiraba la denuncia si me iba de encargado a su fábrica… Y claro, mejor se está en libertad aunque sea con ese bicho, que en la cárcel. 

Y se quedó muy serio, con la boca apretada y mirando al abuelo, que lo tenía enfrentico. Se hizo un silencio largo. Y Antonio, de pronto, empezó a llorar. Pero a llorar muy fuerte —nunca se me olvidará— sin bajar la cabeza, sin hacer ademán de quererse limpiar las lágrimas, con un son desgarrante. Todos los miraban fijamente, entre doloridos y asombrados por aquel llanto tan seco, tan de hombre. Con ambas manos agarradas a los embozos colorados de la capa, y dejando que las lágrimas rodasen hasta la cadena del reloj que le cruzaba el chaleco. 

Cuando remitieron sus sollozos altísimos, y el silencio era total en el corro, sonaron las seis en el reloj negro, que cubierto de aserrín y telarañas, estaba sobre la puerta del corralillo. El hermano Francisco, el decano de los obreros de la casa, que ya jubilado, iba todos los días para hacer cosas menudas, se apartó del corro y tocó la campana para avisar que había terminado la jornada. Sonó con menos fuerza que nunca y entre la indiferencia de todos… El hermano Francisco volvió al corro con paso inseguro y tocándose el ancho bigote blanco, como arrepentido de su diligencia campanera. De todas formas sus ojos azules no parecían atentos a lo que allí ocurría. Cuando Antonio se serenó un poco, se secó las lágrimas, y cada cual empezó a ponerse la chaqueta y la boina. —No os marchéis que vamos a despedir a Antonio con unos vasos de vino —dijo el abuelo queriendo quitar tensión al trance.

—Voy a recoger la herramienta — dijo Antonio con voz de suspiro. Y se acercó a su banco, vacío desde que lo encarcelaron, que estaba junto al despacho, y desde el que dominaba todo el taller. Abrió con llave el armario de la herramienta, que estaba colgado encima del banco y fue sacando aquellos útiles, siempre tan cuidados, de su viejo oficio. El cepillo, los formones, el serrucho, el berbiquí, las barrenas… Todo lo colocó en la espuertilla que utilizaban cuando iban a trabajar a la calle. Gabriel, el aprendiz de las piernas delgadísimas y que siempre estaba haciendo píldoras, se acercó: —Señor Antonio, si quiere se la llevo yo, como siempre. —Está bien, Gabrielillo. Y salieron todos unidos en grupo al patio de la fábrica. Mi padre y mi abuelo, ya sin los guardapolvos; Gabriel con el esportillo de la herramienta y Antonio contando las cosas de sus tristes semanas de encarcelado. —Si en vez de apuntarse usted a la C.N.T. se hubiese apuntado a la U.G.T. como le dijeron no lo habrían apresao.

Antonio sonrió con amargura: —Si te dijera lo que le han hecho a ciertos amigos de la U.G.T. A la abuela no le hizo ni pizca de gracia —como siempre que se trataba de convites— el tener que sacar el queso en aceite y media arroba de tinto para hacer la despedida de Antonio. Que a la gente también se la puede despedir sin darle na, digo yo. O a lo más un vaso de vino a secas. Pero fue un copeo poco hablado. Todos con el queso untado y verdón en una mano y el vaso en la otra, bebían, masticaban en silencio y miraban de reojo a Antonio.

La abuela y la tía Frasquita, bastante apartadas, junto a la escalera de hierro, sentadas frente a frente, y ocultando las manos bajo el mandil, seguro que rezaban el rosario con disimulo. Cuando dieron de mano con el queso, encendieron los cigarros, y siguió corriendo el vino, mientras Antonio contaba cosas de la cárcel y las astucias de su nuevo patrón. Sobre las hojas de parra que cubrían el patizuelo de cemento, calcaba el sol con sus últimos rojos.

Antonio, al echar la despedida final, puso otra vez la cara muy contrariada, pero no llegó a llorar. Se detuvo un poco con la abuela y la tía Frasquita, y luego fueron todos tras él hasta la portada. —Así que pueda, si es que algún día se acaba esta tragedia, volveré a trabajar con ustedes. Adiós, maestro. ¡Salud, compañeros! —Y de pronto, echó a andar, seguido de Gabriel el aprendiz, el de las piernas finas, con la espuerta de la herramienta al hombro, mientras el abuelo, papá, el tío y los operarios quedaron en la portada comentando.



domingo, 13 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (Certificado de adicto al régimen)



Tal como quedaron los negocios de mi familia al acabar la guerra, para mi padre suponía una carga muy pesada que me fuese a Madrid a estudiar Filosofía y Letras, a pesar de que sólo iba a pagar siete pesetas diarias de pensión. … Lo recuerdo un domingo por la mañana en la cama, abrazado a la almohada, quejándose de las dificultades económicas que le iban a crear mi marcha a la Universidad. Pero mi madre, por vez primera en su vida, se puso tensa y exigente. Todavía parece que la veo, de luto como siempre —ahora por la muerte reciente del tío Félix—, con las manos crispadas sobre el piecero curvado de la cama de caoba, mirándolo muy fijamente y sonorosos sus grandes ojos azules. Cuando por fin le sacó la autorización para mis estudios, papá quedó boca abajo, con la cara hundida en la almohada… Yo iba a ser el primero de las dos sangres que estudiase carrera.

Y bien que le gustaba. Pero con la fábrica desmantelada y sin más ahorros que el dinero vencido que hubo de entregar en el banco, las perspectivas, las cosas como son, no eran como para mandarme a estudiar a Madrid. Ya tenía en mi poder el certificado de estudios de bachillerato después de la depuración de la Química, y la partida de nacimiento (24 de septiembre de 1919 aunque por despiste de mi padre o del empleado del Juzgado, consta el 25… De modo que durante todo un día no existí oficialmente)… Pero me faltaba, nada menos, que el certificado de adicto al régimen. Pues en aquella España que empezaba para durar cuarenta años, sólo podían estudiar quienes comulgasen con el régimen impuesto por las armas seis meses antes. 

La Jefatura de Falange —con todos los falangistas a estreno— estaba en el antiguo casino de San Fernando. Desde que acabó la guerra rebosaba de hombres con camisas azules y boinas coloradas, que todos los días pasaban varias horas haciendo instrucción por el Paseo de la Estación, aunque nadie sabía con qué finalidad. El jefe local de la Falange era ya nuestro vecino Abelardo el marmolista. Hombre alto, fuerte, sin hijos, que yo intuía que por vivir enfrente de casa y conocer mi vida minuto a minuto, no me veía con malos ojos.

Echándole valor al trance, aquella tarde me fui a Falange para solicitar el certificado de adicto al régimen… Pero al llegar a la plaza perdí el ánimo, y me puse a pasear por la Glorieta, bajo los árboles, en espera de almacenar arrestos. De reojo veía entrar y salir falangistas con paso decidido y la mirada severa. Los curas, hechos corro junto a la sacristía, los miraban con satisfacción… Tras los ventanucos de los calabozos municipales, a ras de la acera, seguro que me mirarían los detenidos políticos, que todavía seguían enjaulados a pesar de los meses transcurridos del «año de la victoria».

… Y aquel rato, que por indecisión estuve paseando por la Glorieta de la plaza, fue lo que me perdió. Ya se había hecho de noche y temí que se fueran a cenar. Me acerqué lentorro al antiguo casino, mirando a uno y otro lado. El despacho del jefe estaba, conforme se entra a la derecha, donde hasta hacía poco el de los mandamases de la CNT, FAI. Como las puertas del despacho estaban abiertas, me paré en el recuadro de luz. El jefe Abelardo, mientras paseaba con grandes zancadas y las manos en la espalda, le dictaba algo al secretario, sentado junto a la máquina de escribir.

Al reparar en mí, allí indeciso, me miró con extrañeza y al fin ordenó: —Adelante, camarada. —Buenas noches. —¡Arriba España! —… Arriba. —¿Qué quieres? —… Pues verá usted. —¡Verás! —Pues verás… Que para estudiar en la Universidad de Madrid, me piden un certificado de adicto al régimen. —¿Y qué vas a estudiar? —… Filosofía y Letras. Quedó con cara de no sonarle nada aquella carrera. —Bueno… siéntate, que en seguida termino esto y te lo hago. Me senté en una butaca ya desvencijada del que fue casino, y esperé a que terminase su dictado. Sobre el sillón del jefe estaban los retratos de Franco y José Antonio, entre las banderas del Requeté, de Falange y la Monarquía. Encima de la mesa, un crucifijo de casi tres palmos; y en todos los rincones, fusiles arrimados. Pronto llegó el jefe al final de su escrito: —… «Dios te guarde muchos años para bien de España y de su Revolución Nacional Sindicalista. Tomelloso, a tantos de septiembre de 1939. Año de la Victoria. ¡Arriba España!, ¡Viva Franco!».

Después de firmar con rasgos enérgicos, volvió a reparar en mí, y le dijo al secretario: —Hazle a Paquito un certificado de adicto al régimen, pero bien entendido —añadió mirándome con severidad— que sólo lo utilizarás para tu ingreso en «la Universidad de Filosofía». Después me lo devuelves. —Sí, camarada —dije jubiloso—, para eso lo quiero solamente. El secretario, que era amigo mío, me miró de reojo con cierto placer, mientras metía el oficio, calco y papel de copia, en la máquina de escribir. La cosa estaba resuelta. Abelardo, de codos sobre la mesa, leía el periódico. Yo —pensaba— dos días después me iría a Socuéllamos, para marcharme con mi amigo Delfín a la «Universidad de Filosofía», como decía el jefe. … Pero apenas el secretario dio los primeros teclazos, sin hacer un ruido, escurridizo, y medio levantando la mano con aire blandón, entró el Jesuita, entonces flamante jefe de no sé qué. Al verme quedó sorprendido, y me saludó con imperceptible movimiento de labios. Rápido, fue hacia la mesa del jefe, apoyó las manos en el tablero, y sobre el gran crucifijo le preguntó algo en voz baja.

Hablaron unos segundos. Yo no oía nada. Pero el secretario, sí. Me miró de reojo, y con el pretexto de liar un cigarro, optó por dejar de escribir. El jefe Abelardo, se pasó la mano por la frente sin atreverse a mirarme… El Jesuita se apartó a un rincón, de espaldas a mí. Por fin habló Abelardo: —Paquito, haz el favor de esperar fuera. En seguida te llamo. Salí al antiguo salón del casino. Estaba muy mal iluminado. Un corro de falangistas escuchaba un aparatillo de radio afonísimo que estaba donde antes de la guerra la mesa de billar. … Ya sabía lo que me esperaba.

Recordé los ojos grandes y azules de mi madre sobre el piecero de la cama de matrimonio, y a mi padre abrazado a la almohada con gesto dolorido. Por la radio, no sé quién, con voz de trueno, echaba un discurso terrible cantando la grandeza de la España futura y la necesidad de hacer justicia inflexible a sus enemigos seculares. Pasados unos minutos, el Jesuita salió como sombra, sin mirarme, con aquella media sonrisa suya de suegra satisfecha. Nadie me dijo que volviese a entrar en la jefatura. Oí, sí, que el secretario cambiaba el papel de la máquina y de nuevo sonó el tecleo. 

Por la ventana abierta veía ahora al Jesuita hablando con un cura. Pero éste tenía una sonrisa más de hombre y miraba de frente, mientras el Jesuita hablaba halagador, con los ojos en la baja sotana del otro. —¡Pasa, Paquito! —me dijo de pronto Abelardo asomándose al salón. —Esto es lo más que puedo concederte. Y me largó un papel. Decía poco más o menos: «Certifico que F.G.P., natural de Tomelloso (C. Real), es persona de buenas costumbres y carece de toda clase de acción política en contra o favor del Glorioso Movimiento Nacional Sindicalista. Y para que conste…».
—Pero esto no me vale —dije sacando fuerzas. —No puedo hacer otra cosa. —Antes dijo que sí. —No puedo hacer otra cosa. Lo siento. ¡Arriba España! El secretario, con los ojos pensativos, miraba el teclado de la máquina. Salí tristísimo. 

Cuando llegué a casa, mi madre, como siempre, estaba en la puerta de la calle sobre su butaca de mimbre. Mi padre, bajo la alta luz del patio, leía el periódico en la silla de tijera. No quise decirles nada de momento. Así que supiese papá que había intervenido el Jesuita, se indignaría más de lo que estaba, después de enterarse que habían quitado el Instituto. Me senté en la silla baja al lado de mamá, callado, como acostumbraba. Ella, pensando en sus cosas, no reparó en lo que me pasaba… Al menos eso creía yo. Porque al ratillo de estar así, me preguntó de pronto: —¿Has hecho algo del certificado de adicto al régimen?… Ya sabes que papá, tal como están las cosas, no puede dar un paso. Y de pronto, sin poder remediarlo, se me hizo un nudo en la garganta y rompí a llorar. Al oírme, mamá se alarmó mucho y mi padre, con el periódico en la mano, salió con cara de extrañeza. Pasamos al portal oscuro, el portal de las estatuas —que ya no estaban—. Y les conté lo que me había pasado con el Jesuita. Luego les enseñé el certificado de nada.

Papá entró para ponerse bajo la luz del patio, y leyó el oficio con gesto de puchero lloroso. Volvió al portal con el papel en la mano, y callado, me pasó la mano por la cabeza y dijo algo terrible contra el Jesuita. Papá se volvió al patio y nosotros a la puerta. Así estuvimos mucho rato, callados, pero seguro que los tres pensando en lo mismo, aunque papá siguiera con el periódico delante de las gafas.
—Ya veremos qué se puede hacer — fueron sus palabras de insegura esperanza. Abelardo, el Jefe, que ya venía a cenar, al pasar frente a nosotros, dio unas buenas noches sin torcer la cabeza. 

Después de cenar, papá no salió y nos sentamos los tres en la puerta de la calle porque hacía muy buen tiempo. Abelardo apareció en la puerta de su casa, pero al vernos —que bien se lo noté— en vez de tirar hacia la plaza, torció por la calle del Monte, para no tener que saludarnos. Su mujer nos miraba tras la persiana combada. —Debías hablar con él —le dijo mamá a mi padre, echándole aquellos ojos tensos que puso por la mañana, cuando estaba apoyada en el piecero curvado de la cama de caoba. —… Con el Jesuita por medio no hay nada que hacer. Los maneja a todos —contestó papá con voz sorda—. No parará hasta que nos hunda. 

La razón era tan cierta, que mamá no añadió palabra. Nervioso, después de aquel cambio de palabras, papá volvió a entrarse para releer el periódico. Y mi madre, me puso una mano sobre el muslo. No la miré, pero seguro que lloraba en silencio… Hasta que de pronto, apartándome la mano del muslo, me dijo:
—Mira, por ahí viene tu amigo Pepe Pérez, que también es no sé qué de Falange. Díselo. Ni lo pensé. Me puse en pie y aguardé a que llegase a nuestra altura. Le pedí que pasase al patio y le expliqué lo que ocurría, delante de papá, que con el periódico sobre las piernas, nos miraba por encima de las gafas. Pepito, que tendría 17 o 18 años, leyó el certificado y me lo devolvió pensativo: —Yo te lo arreglaré mañana. —¿Pero vas a hablar con ellos? —Tú déjame a mí. Y moviendo las manos muy deprisa, lo vimos marchar hacia la plaza. —No te lo decía yo… —me calmó mamá después de contarle lo que había dicho Pepito y poniendo su mano sobre las mías. 

Cuando estábamos comiendo al día siguiente, llegó la criada de Pepito y después de decir el «que aproveche», se sacó de la pechera un sobre azul con flechas, yugos y toda la pesca. —De parte de Pepito que tengas esto. Mamá le ofreció una raja de melón, pero ella dijo que muchas gracias, que ya había comido, y salió arrastrando mucho los pies, con cara de pensar en otra cosa. Era el certificado de «adicto», para efectos del ingreso en la Universidad, con una firma ilegible. 

A la luz que bajaba de la montera de cristal, a mamá se le pusieron los ojos tan tiernos, que en el ángulo que está junto a la nariz, le cuajó una lagrimilla… Al anochecer, papá y yo fuimos a la casa de Pepe, unas puertas más allá, para darle las gracias. Pepito, que salía en aquel momento, desvió en seguida la conversación y dijo que no tenía importancia. Luego nos vinimos los tres hasta la puerta de casa. Unas semanas después, en Madrid, cuando con otros amigos íbamos de tasca en tasca, en un momento que nos quedamos solos, le devolví a Pepe el certificado de adicto. —¿Qué es esto? —El certificado de adicto. —¿Has ingresado ya? —Claro. Gracias a ti. —Enhorabuena. Y lo rompió en pedacitos, mientras llamaba a los otros para invitarnos a una copa en un bar nuevo que había abierto en la Gran Vía.