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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 10 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (Condena a muerte del Instituto)



Pocos días después de acabada la guerra, se publicó el decreto cultural suprimiendo varios cientos de Institutos elementales creados por la República… Entre ellos, el del pueblo… Para imponer «la libertad» de enseñanza se abrirían en su lugar colegios privados regidos por órdenes religiosas enseñantes y no enseñantes; por seglares de las órdenes terceras, por curas y exseminaristas de toda condición, en su mayoría sin título. Todos los profesores, «cursillistas», que en los años treinta ocuparon las cátedras de los Institutos de nueva creación —doña Josefina, don Máximo, don Víctor, doña Elisa, doña Pilar…— quedaban expulsados automáticamente.

A los seis años de conseguido, después de tantos trabajos e ilusiones, el que fue nuestro Instituto, se cerraba para siempre. Todos aquellos hijos de familias modestas que jamás pudieron ni podrían pagar un colegio particular, ya con tres años de bachillerato, tendrían que buscarse oficio, y darle para siempre el adiós a sus sueños de hombres con carrera. Aurora, la hija del cabrero. Matilde, la huérfana. Engracia, la hermana del cobrador del banco, los dos Manolos, los Marciales y tantos y tantos. Y los profesores: doña Josefina se exilió a Francia, don Máximo pasó de chantre a San Ginés de Madrid, y los demás tendrían que refugiarse como profesores en colegios religiosos o cambiar de rumbo. La consigna había sido dada años atrás en Salamanca: ¡Muera la inteligencia! La mayor parte de las familias interesadas, perturbadas, atemorizadas… o gozosas por la llegada del nuevo régimen, no se dieron cuenta de las dimensiones del drama. Hasta más de veinte años después, no habría otro instituto en Tomelloso.

Cuando llegó la orden de cierre, por las fechas y la situación política, no había ni un solo profesor del Instituto en el pueblo. Ni los bedeles. Pues el de derechas, Paiporta, se escabulló o lo escabulleron durante la guerra. Y el republicano, Julián, se quitó de en medio al llegar los nacionales.

Y don Pascual, el último director, el del pistolón, salió de naja. Los demás pusieron tierra por medio o estaban movilizados. Sólo otros dos amigos y yo fuimos testigos del desahucio material del Instituto. Desde la acera de enfrente, metidos en el portal del pariente de uno de ellos, contemplamos el desafuero tridentino. Había dos camionetas paradas ante la puerta del Instituto. Un concejal con camisa azul daba las órdenes. Dos alguaciles y varios peones, desalojaban de mala manera cuanto había en aquella casa, que fue de los padres del primer alcalde de la República, y la cedió para la instalación provisional del Instituto. Salían en volandas los mapas enrollados, la bola del mundo tan gordísima y con alto pie, que estaba en el rincón del aula de Geografía; la pequeña máquina de cine con que nos proyectaron tantos cortometrajes culturales; el cuadro de una matrona republicana hecho jirones…

Mientras cargaban las camionetas de mala manera, recordaba el día de la inauguración del Instituto seis años antes, cuando se celebraron los primeros exámenes de ingreso, presididos por los catedráticos de Ciudad Real, mientras en las galerías —que luego supe que se llamaban claustros— el alcalde, los Quirós, mi padre y muchos republicanos más del grupo que había conseguido el nuevo Instituto Elemental —creo que se llamaba así— hablaban gozosamente de don Benito Pérez Galdós, de Blasco Ibáñez y de don Antonio Machado… Sí, recordaba las excursiones que hicimos, modestas, pero primeras, que nos brindaron a los estudiantillos de Tomelloso; los cantos folklóricos al son del piano; la enseñanza sonreída, hablada, pensada, sin palmetas, sin ponerse de rodillas, sin tormentos memorísticos. Cuando vimos sacar a hombro los caballetes de dibujo, recordamos a la señorita Josefina López Garrido, aquella socialista de misa diaria, que tenía su clase abierta todo el día, para los que quisieran emplear allí sus horas libres dibujando ánforas, bustos, y una mano de escayola que seguro que fue de una chica muerta. Otros días, cantando, íbamos al campo, a dibujar bombos y quinterías, aradores lejanos o las inservibles piedras de El Salto.

Por la puerta abierta de par en par, se veía al fondo la fuente del jardín del Instituto, chorreando las ovas mojadas, aquellas que don Torcuato, el primer director y profesor de Literatura, prohibía limpiar para que no perdiese su aire de «jardín umbrío»… «Este gran don Ramón —con las barbas de chivo— cuya sonrisa es la flor de su figura…» —solía recitarnos entornando los ojos bajo su boina, al tiempo que movía las manos con lento ritmo de melodía modernista. Junto a aquella fuente nos hicimos muchas fotos los del curso último, siempre con la sonrisa debajo del flequillo. Chester, con las dos manos agarradas a las solapas del abrigo; y Alejandrito, sentado, con cara de pícaro rascándose la rodilla. En otras estaban ellas: Sira, Tony, Pili, Sara; o Mercedes, Lucila, Cándida y Rafaelita, con las melenitas cortas y unas ganas de vivir, una alegría, que no podía con ella la ova verde del «jardín umbrío». En cajones sin tapas sacaron los libros de la biblioteca del Instituto, la primera que hubo en el pueblo y que se inició con las donaciones de nuestros padres. Papá cedió sus Episodios Nacionales de don Benito; el abuelo unos tomos muy gordos con los discursos de Castelar, y don Luis Quirós, claro, las Obras Completas de Blasco Ibáñez. Sacaron a hombros y los lanzaron, de mala manera, sobre la camioneta, los tomazos de la colección de La Esfera que regaló don Emigdio. Y el encamisado de azul, asomado a la ventana, rompía hoja a hoja algunos libros publicados durante la guerra, como Cancionero Gitano de Lorca, según pudimos ver cuando marcharon los ejecutivos después del escrutinio.

Mezclados y rotos en serijos, los aparatos del laboratorio de química, los frasquitos y cajas pequeñas con las piedrecitas y minerales del aula de Ciencias Naturales, que nos enseñaba con tan ingenua alegría aquel cura tan alto y fortachón que le llamábamos «el padre libélulas», y, que según supe luego, al empezar la guerra se marchó de España. Un alguacil miraba sin comprender nada aquel péndulo con el que nos enseñaron en la clase de Física; y en una caja de madera barnizada, el microscopio que poquito antes de empezar la guerra consiguió el Instituto, porque antes teníamos que irnos a la farmacia de don Luis para ver las células. 

Las chicas, primeras estudiantes de la historia de Tomelloso, volverían al colegio de las monjas, para aprender a bordar y a ser amas de su casa que era lo bueno. Y los pocos chicos que pudieran permitirse el lujo de pagarlo, al colegio que se pondría en seguida regido por el señor cura párroco… Todo volvía a su triste sitio. Cuando acabaron malamente la carga, las dos camionetas arrancaron con no sé qué destino. Lo que tantos siglos costó se deshizo en una hora. El alguacil cerró la puerta con dos vueltas de llave. Y delante de todos, marchó el concejal encamisado con aire decidido y satisfecho. Nos acercamos al pie de la ventana, donde el edil, representante de la España grande y libre, arrojó las hojas rotas de los libros sometidos a su sapientísimo escrutinio.



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