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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 13 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (Certificado de adicto al régimen)



Tal como quedaron los negocios de mi familia al acabar la guerra, para mi padre suponía una carga muy pesada que me fuese a Madrid a estudiar Filosofía y Letras, a pesar de que sólo iba a pagar siete pesetas diarias de pensión. … Lo recuerdo un domingo por la mañana en la cama, abrazado a la almohada, quejándose de las dificultades económicas que le iban a crear mi marcha a la Universidad. Pero mi madre, por vez primera en su vida, se puso tensa y exigente. Todavía parece que la veo, de luto como siempre —ahora por la muerte reciente del tío Félix—, con las manos crispadas sobre el piecero curvado de la cama de caoba, mirándolo muy fijamente y sonorosos sus grandes ojos azules. Cuando por fin le sacó la autorización para mis estudios, papá quedó boca abajo, con la cara hundida en la almohada… Yo iba a ser el primero de las dos sangres que estudiase carrera.

Y bien que le gustaba. Pero con la fábrica desmantelada y sin más ahorros que el dinero vencido que hubo de entregar en el banco, las perspectivas, las cosas como son, no eran como para mandarme a estudiar a Madrid. Ya tenía en mi poder el certificado de estudios de bachillerato después de la depuración de la Química, y la partida de nacimiento (24 de septiembre de 1919 aunque por despiste de mi padre o del empleado del Juzgado, consta el 25… De modo que durante todo un día no existí oficialmente)… Pero me faltaba, nada menos, que el certificado de adicto al régimen. Pues en aquella España que empezaba para durar cuarenta años, sólo podían estudiar quienes comulgasen con el régimen impuesto por las armas seis meses antes. 

La Jefatura de Falange —con todos los falangistas a estreno— estaba en el antiguo casino de San Fernando. Desde que acabó la guerra rebosaba de hombres con camisas azules y boinas coloradas, que todos los días pasaban varias horas haciendo instrucción por el Paseo de la Estación, aunque nadie sabía con qué finalidad. El jefe local de la Falange era ya nuestro vecino Abelardo el marmolista. Hombre alto, fuerte, sin hijos, que yo intuía que por vivir enfrente de casa y conocer mi vida minuto a minuto, no me veía con malos ojos.

Echándole valor al trance, aquella tarde me fui a Falange para solicitar el certificado de adicto al régimen… Pero al llegar a la plaza perdí el ánimo, y me puse a pasear por la Glorieta, bajo los árboles, en espera de almacenar arrestos. De reojo veía entrar y salir falangistas con paso decidido y la mirada severa. Los curas, hechos corro junto a la sacristía, los miraban con satisfacción… Tras los ventanucos de los calabozos municipales, a ras de la acera, seguro que me mirarían los detenidos políticos, que todavía seguían enjaulados a pesar de los meses transcurridos del «año de la victoria».

… Y aquel rato, que por indecisión estuve paseando por la Glorieta de la plaza, fue lo que me perdió. Ya se había hecho de noche y temí que se fueran a cenar. Me acerqué lentorro al antiguo casino, mirando a uno y otro lado. El despacho del jefe estaba, conforme se entra a la derecha, donde hasta hacía poco el de los mandamases de la CNT, FAI. Como las puertas del despacho estaban abiertas, me paré en el recuadro de luz. El jefe Abelardo, mientras paseaba con grandes zancadas y las manos en la espalda, le dictaba algo al secretario, sentado junto a la máquina de escribir.

Al reparar en mí, allí indeciso, me miró con extrañeza y al fin ordenó: —Adelante, camarada. —Buenas noches. —¡Arriba España! —… Arriba. —¿Qué quieres? —… Pues verá usted. —¡Verás! —Pues verás… Que para estudiar en la Universidad de Madrid, me piden un certificado de adicto al régimen. —¿Y qué vas a estudiar? —… Filosofía y Letras. Quedó con cara de no sonarle nada aquella carrera. —Bueno… siéntate, que en seguida termino esto y te lo hago. Me senté en una butaca ya desvencijada del que fue casino, y esperé a que terminase su dictado. Sobre el sillón del jefe estaban los retratos de Franco y José Antonio, entre las banderas del Requeté, de Falange y la Monarquía. Encima de la mesa, un crucifijo de casi tres palmos; y en todos los rincones, fusiles arrimados. Pronto llegó el jefe al final de su escrito: —… «Dios te guarde muchos años para bien de España y de su Revolución Nacional Sindicalista. Tomelloso, a tantos de septiembre de 1939. Año de la Victoria. ¡Arriba España!, ¡Viva Franco!».

Después de firmar con rasgos enérgicos, volvió a reparar en mí, y le dijo al secretario: —Hazle a Paquito un certificado de adicto al régimen, pero bien entendido —añadió mirándome con severidad— que sólo lo utilizarás para tu ingreso en «la Universidad de Filosofía». Después me lo devuelves. —Sí, camarada —dije jubiloso—, para eso lo quiero solamente. El secretario, que era amigo mío, me miró de reojo con cierto placer, mientras metía el oficio, calco y papel de copia, en la máquina de escribir. La cosa estaba resuelta. Abelardo, de codos sobre la mesa, leía el periódico. Yo —pensaba— dos días después me iría a Socuéllamos, para marcharme con mi amigo Delfín a la «Universidad de Filosofía», como decía el jefe. … Pero apenas el secretario dio los primeros teclazos, sin hacer un ruido, escurridizo, y medio levantando la mano con aire blandón, entró el Jesuita, entonces flamante jefe de no sé qué. Al verme quedó sorprendido, y me saludó con imperceptible movimiento de labios. Rápido, fue hacia la mesa del jefe, apoyó las manos en el tablero, y sobre el gran crucifijo le preguntó algo en voz baja.

Hablaron unos segundos. Yo no oía nada. Pero el secretario, sí. Me miró de reojo, y con el pretexto de liar un cigarro, optó por dejar de escribir. El jefe Abelardo, se pasó la mano por la frente sin atreverse a mirarme… El Jesuita se apartó a un rincón, de espaldas a mí. Por fin habló Abelardo: —Paquito, haz el favor de esperar fuera. En seguida te llamo. Salí al antiguo salón del casino. Estaba muy mal iluminado. Un corro de falangistas escuchaba un aparatillo de radio afonísimo que estaba donde antes de la guerra la mesa de billar. … Ya sabía lo que me esperaba.

Recordé los ojos grandes y azules de mi madre sobre el piecero de la cama de matrimonio, y a mi padre abrazado a la almohada con gesto dolorido. Por la radio, no sé quién, con voz de trueno, echaba un discurso terrible cantando la grandeza de la España futura y la necesidad de hacer justicia inflexible a sus enemigos seculares. Pasados unos minutos, el Jesuita salió como sombra, sin mirarme, con aquella media sonrisa suya de suegra satisfecha. Nadie me dijo que volviese a entrar en la jefatura. Oí, sí, que el secretario cambiaba el papel de la máquina y de nuevo sonó el tecleo. 

Por la ventana abierta veía ahora al Jesuita hablando con un cura. Pero éste tenía una sonrisa más de hombre y miraba de frente, mientras el Jesuita hablaba halagador, con los ojos en la baja sotana del otro. —¡Pasa, Paquito! —me dijo de pronto Abelardo asomándose al salón. —Esto es lo más que puedo concederte. Y me largó un papel. Decía poco más o menos: «Certifico que F.G.P., natural de Tomelloso (C. Real), es persona de buenas costumbres y carece de toda clase de acción política en contra o favor del Glorioso Movimiento Nacional Sindicalista. Y para que conste…».
—Pero esto no me vale —dije sacando fuerzas. —No puedo hacer otra cosa. —Antes dijo que sí. —No puedo hacer otra cosa. Lo siento. ¡Arriba España! El secretario, con los ojos pensativos, miraba el teclado de la máquina. Salí tristísimo. 

Cuando llegué a casa, mi madre, como siempre, estaba en la puerta de la calle sobre su butaca de mimbre. Mi padre, bajo la alta luz del patio, leía el periódico en la silla de tijera. No quise decirles nada de momento. Así que supiese papá que había intervenido el Jesuita, se indignaría más de lo que estaba, después de enterarse que habían quitado el Instituto. Me senté en la silla baja al lado de mamá, callado, como acostumbraba. Ella, pensando en sus cosas, no reparó en lo que me pasaba… Al menos eso creía yo. Porque al ratillo de estar así, me preguntó de pronto: —¿Has hecho algo del certificado de adicto al régimen?… Ya sabes que papá, tal como están las cosas, no puede dar un paso. Y de pronto, sin poder remediarlo, se me hizo un nudo en la garganta y rompí a llorar. Al oírme, mamá se alarmó mucho y mi padre, con el periódico en la mano, salió con cara de extrañeza. Pasamos al portal oscuro, el portal de las estatuas —que ya no estaban—. Y les conté lo que me había pasado con el Jesuita. Luego les enseñé el certificado de nada.

Papá entró para ponerse bajo la luz del patio, y leyó el oficio con gesto de puchero lloroso. Volvió al portal con el papel en la mano, y callado, me pasó la mano por la cabeza y dijo algo terrible contra el Jesuita. Papá se volvió al patio y nosotros a la puerta. Así estuvimos mucho rato, callados, pero seguro que los tres pensando en lo mismo, aunque papá siguiera con el periódico delante de las gafas.
—Ya veremos qué se puede hacer — fueron sus palabras de insegura esperanza. Abelardo, el Jefe, que ya venía a cenar, al pasar frente a nosotros, dio unas buenas noches sin torcer la cabeza. 

Después de cenar, papá no salió y nos sentamos los tres en la puerta de la calle porque hacía muy buen tiempo. Abelardo apareció en la puerta de su casa, pero al vernos —que bien se lo noté— en vez de tirar hacia la plaza, torció por la calle del Monte, para no tener que saludarnos. Su mujer nos miraba tras la persiana combada. —Debías hablar con él —le dijo mamá a mi padre, echándole aquellos ojos tensos que puso por la mañana, cuando estaba apoyada en el piecero curvado de la cama de caoba. —… Con el Jesuita por medio no hay nada que hacer. Los maneja a todos —contestó papá con voz sorda—. No parará hasta que nos hunda. 

La razón era tan cierta, que mamá no añadió palabra. Nervioso, después de aquel cambio de palabras, papá volvió a entrarse para releer el periódico. Y mi madre, me puso una mano sobre el muslo. No la miré, pero seguro que lloraba en silencio… Hasta que de pronto, apartándome la mano del muslo, me dijo:
—Mira, por ahí viene tu amigo Pepe Pérez, que también es no sé qué de Falange. Díselo. Ni lo pensé. Me puse en pie y aguardé a que llegase a nuestra altura. Le pedí que pasase al patio y le expliqué lo que ocurría, delante de papá, que con el periódico sobre las piernas, nos miraba por encima de las gafas. Pepito, que tendría 17 o 18 años, leyó el certificado y me lo devolvió pensativo: —Yo te lo arreglaré mañana. —¿Pero vas a hablar con ellos? —Tú déjame a mí. Y moviendo las manos muy deprisa, lo vimos marchar hacia la plaza. —No te lo decía yo… —me calmó mamá después de contarle lo que había dicho Pepito y poniendo su mano sobre las mías. 

Cuando estábamos comiendo al día siguiente, llegó la criada de Pepito y después de decir el «que aproveche», se sacó de la pechera un sobre azul con flechas, yugos y toda la pesca. —De parte de Pepito que tengas esto. Mamá le ofreció una raja de melón, pero ella dijo que muchas gracias, que ya había comido, y salió arrastrando mucho los pies, con cara de pensar en otra cosa. Era el certificado de «adicto», para efectos del ingreso en la Universidad, con una firma ilegible. 

A la luz que bajaba de la montera de cristal, a mamá se le pusieron los ojos tan tiernos, que en el ángulo que está junto a la nariz, le cuajó una lagrimilla… Al anochecer, papá y yo fuimos a la casa de Pepe, unas puertas más allá, para darle las gracias. Pepito, que salía en aquel momento, desvió en seguida la conversación y dijo que no tenía importancia. Luego nos vinimos los tres hasta la puerta de casa. Unas semanas después, en Madrid, cuando con otros amigos íbamos de tasca en tasca, en un momento que nos quedamos solos, le devolví a Pepe el certificado de adicto. —¿Qué es esto? —El certificado de adicto. —¿Has ingresado ya? —Claro. Gracias a ti. —Enhorabuena. Y lo rompió en pedacitos, mientras llamaba a los otros para invitarnos a una copa en un bar nuevo que había abierto en la Gran Vía.



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