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lunes, 7 de mayo de 2018

Plinio - Los nacionales (Depuración de la Química)



Como en junio del treinta y seis me quedó pendiente la Química y la aprobé en septiembre, ya con el Instituto rojo, pues, claro, en junio del treinta y nueve tuve que ir a depurarla al Instituto de Ciudad Real, porque nada más entrar los nacionales quitaron el Instituto de mi pueblo y unos cientos más que habían puesto los republicanos en toda España.

Cosas de los frailes, como decía mi padre. Yo no entendía muy bien esto de tener que volver a examinarme con catedráticos nacionales de las asignaturas pendientes, y mi padre, que vino conmigo, tampoco, pero no había más remedio que depurar la Química si quería ingresar en la Universidad. En aquella primera convocatoria, después de la guerra, el Instituto estaba lleno de dos clases de examinandos: primero, los que íbamos a depurarnos por haber aprobado asignaturas con catedráticos enemigos del régimen; y, segundo, los que, estando depurados de todas las asignaturas que no habían estudiado por haber combatido en la zona buena, se ponían delante del tribunal, soltaban los gritos del ritual o hablaban de la gesta del Alcázar y les daban las papeletas aprobadas a almorzadas. Como yo me presenté en la segunda vuelta, pues, claro, íbamos mezclados los del taconazo y nosotros, los de la depuración. El profesor de Química, que era un señor mayor con cara de estar muy por encima de purezas e impurezas, me preguntó que de cuáles era yo. 

Y yo, claro, me puse un poco colorado y dije que era de los que estaba en depuración. Mi padre, el pobre, sentado en el primer banco, miraba al catedrático de Química con cara tierna y rogativa. Y el catedrático, que debió cogerle la onda, y a mí el sonrojo, nos miró con ojos de apaciguamiento y me preguntó la fórmula del agua, que yo me sabía de siempre. Se la dije rápido, envuelta en un resuello gozoso, y el señor catedrático se puso muy contento, que bien se lo noté. Animado por mi éxito, me preguntó la fórmula del oxígeno, y luego la del hidrógeno. Y como todo se lo decía tan aliviado, me preguntó hasta la del nitrógeno. Cuando le dije que era N me mandó retirar y mi padre y yo salimos del brazo tan ufanos por la galería del Instituto. Él se fumó un cigarro, yo fui a hacer aguas por los nervios que había tenido; y a la media hora o así el bedel sacó las papeletas, y en la mía ponía «sobresaliente». —Ea, hijo mío —me dijo mi padre con mucha alegría—, ya has depurado la Química y acabado el Bachillerato. 

Y como los del tribunal salieron en seguida, el catedrático que me preguntó, al pasar ante nosotros, sonrió y nos dio un sombrerazo. Como todo resultó tan requetebién, nos fuimos a un bar que mi padre conocía de siempre a tomar unas cervecillas. Y allí encontramos a tres viejos amigos suyos que bebían en un rincón, bastante tristones. Uno era catedrático, otro magistrado y el otro médico. Pero apenas empezaron a hablar, me di cuenta de que estaban tan tristes porque también esperaban que los depurasen en sus oficios. No los habían metido en la cárcel, pero estaban en suspenso de sus profesiones hasta que decidiesen las autoridades competentes en la depuración. Los pobres miraban recelosos a algunos que entraban en el bar eufóricos, con uniformes, dándose manotazos de gusto en las espaldas. Y éstos, que entraban contentos, si veían a los «depurandos» —como decía el catedrático— ponían el gesto duro y a lo mejor los señalaban con disimulo y se decían algo entre sí.

Los expedientes de depuración, según decían, se hacían en todos los sitios, hasta en las oficinas particulares. Se nombraba un juez o algo así y todo el que tenía mancha republicana, aunque hubiera sido de Gil Robles o poco más, y no digamos si fue concejal o votó a las izquierdas, pues depuración al canto. Había depuraciones, las de los adictos, que se resolvían rápidas, pero otras eran el cuento de nunca acabar, porque tenían mucho que depurar. Aquellos tres amigos de mi padre, la verdad es que estaban muy pesimistas. Necesitaban qué sé yo cuántos avales y certificados, decían, para que los considerasen puros. Lo que yo no entendía, aunque me callaba, era cómo una mancha tan grande se podía limpiar con un aval o un certificado de aquellos que yo veía por todos los sitios. Los amigos de mi padre decían, sin embargo, que eran cosas propias de la situación, pero que así que pasase un tiempo todo se iría arreglando, porque ellos, al fin y al cabo, no habían hecho nada malo, a no ser ejercer su profesión en la zona roja, antes leal, y pensar más o menos como les daba la gana. 

Dos de ellos —el médico no— incluso siempre fueron a misa, y comulgaban por lo menos una vez dentro del año, según me declaró mi padre. Sin embargo, era el médico el que se las prometía más felices, porque decía que la suya era una profesión liberal, mientras que el catedrático, y sobre todo el magistrado, tenían carreras estatales. El bar se iba llenando más y más con gentes que parecían muy contentas y voceaban mucho. Pero ellos no levantaban cabeza y lo hablaban todo en voz baja. Y mi padre, que estaba más animado sin duda por lo bien que había salido mi depuración, les gastaba bromas para que aligerasen el gesto y se pusieran transitables. Y de pronto — cuando íbamos por las terceras cañas, que pidió papá— ocurrió algo que me asustó mucho más que el examen de los depurados. 

Y fue que entraron tres hombres muy eufóricos y sonrientes, dando abrazos y palmadas a todos los que encontraban —pues según parecía acababan de llegar de la zona nacional —, hasta que en el caramboleo de tantas efusiones se pusieron a nuestro lado. El más viejo de ellos, como de unos cuarenta años, se volvió hacia nosotros contento, como con ganas de abrazarnos también, pero de pronto, así que columbró al médico en depuración, se le achicaron los ojos, apretó los labios con el peor dibujo del mundo y sin decir una palabra se abalanzó contra él —hasta derribó las cañas que había sobre el velador— y comenzó a darle unas bofetadas fenomenales.

Yo, que nunca había visto a un hombre pegarle a otro, me llevé la impresión más recia de mi vida. El pobre médico, pegado a la pared, bajo las perchas niqueladas, con los brazos cruzados sobre la cara, aguantaba aquella rociada de bofetones. Lo grande de la cosa es que nadie hizo ni dijo nada. La parroquia y los camareros miraban con cara de circunstancias. Los otros dos amigos de papá se arrinconaron, como si esperasen que les tocase después. Mi padre me amparaba con su cuerpo y decía con voz tímida: —Por favor, por favor… Modérense.

Y cuando, por fin, el hombre se cansó de arrearle al médico, entre el silencio sepulcral de todos, lo cogió del cuello por la parte de atrás, lo arrimó a la puerta del bar y dándole una patada en el culo, lo lanzó a la calle. —¡Aquí no queremos rojos! —dijo. Como escurriéndonos, salimos tras él y lo rodeamos, allí en la acera de enfrente, donde se acunó con los brazos sobre la cara, como si temiera que siguiera la zurra. La sangre le chorreaba de las narices y, me acuerdo muy bien, le llenaba de gotas el cuello de la camisa. Desde allí oímos que en el bar volvían las voces, las risas y el ruido de cristales. La gente que pasaba por la calle miraba el grupo que formábamos con el médico contuso. Así que se reanimó un poco —tenía un ojo totalmente breva—, echamos a andar llevándole del brazo. Mi padre y yo íbamos detrás, como de duelo. Apenas anduvimos una veintena de pasos, alguien que estaba asomado a una ventana dijo: «Pásenlo aquí, por favor». Era otro médico. El hombre, ayudado por una señora también con bata blanca, empezó a curarlo con algodones y líquidos. El médico en depuración temblaba mucho, le vibraba la boca y unas lágrimas muy gordas descendían sobre los hematomas y la sangre.

La señora de la bata blanca, mientras su marido ponía los últimos esparadrapos a su colega, reparó en mí, que debía estar muy alterado, y sin decir nada me dio un vaso de agua con una pastilla. Comimos en el Gran Hotel mi padre y yo. Fue una comida tristísima. Él, pálido, con las cejas juntas, ni me miraba. De vez en cuando parecía que hablaba solo o hacía un ademán que no venía a cuento. Tomamos café, pagó, y despacio despacio, sin hablar palabra, nos fuimos hacia la estación.



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