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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 25 de febrero de 2018

El caso mudo y otras historias de Plinio - Detalles sobre el suicidio de Arnaldo Panizo.



Plinio, con las manos en la espalda y el cigarro entre los labios, miraba a la plaza por el ventanal de su despacho. Cuando estaba ocioso o esperaba algo, le gustaba mucho observar a los que iban, venían o perneaban. Mejor dicho, le gustaba pensar, echando ojeos distraídos a los placeros… Salvo, claro está, que ocurriese algo muy llamativo como al solespones de aquella tarde de octubre.

Y fue que vio venir en total derechura al Ayuntamiento a Meliana Quiralte, aquélla que le dio un cierzo años pasados y creía ver el retrato de su pobre padre en el embozo de la cama las noches que daba cumplimiento a su deber matrimonial. También aseguraba tener avisos ultraterrenos en las horas graves. Y para mayor gracia, afirmaba que las muelas se le caían sin dolor. «Estoy comiendo, fíjese usted, y salen solicas».

Pero cuando Meliana Quiralte estuvo a metro y medio de la puerta del Ayuntamiento, miró con fijeza el portal donde cigarreaban los guardias, y dando media vuelta, súbita desanduvo lo hecho, y desapareció calle de la Independencia adelante… A los quince minutos recruzó la plaza telenda, todo exactamente igual que antes. Y a la tercera vez que operó de aquella forma tan obsesa, Plinio, asomándose a la ventana, le dijo: —Meliana, ¿quieres algo? Quedó transmutada, como si le hablara la cara de su padre retratada en el embozo. Y con el rostro un poco vuelto y los ojos revirados, se acercó a la reja por donde asomaba el jefe. —Que si querías algo, Meliana. —Sí… —dijo, echando mucho la cabeza atrás como si algún invisible quisiera cogerla del cuello por la empuñadura de la nuez—, quiero de —Pasa, pasa y explícate. —No, no paso ni me explico. Que mi marido ha cometido un suicidio, y ya está. —¿Pero cómo? —Dándose un navajazo en el comedio del cuerpo y dejándose caer luego por las escaleras de la cueva. —¿Y qué motivos tenía para suicidarse? —Los que todos tenemos. Ya estaba harto de ver caras.

Meliana Quiralte, aunque cincuentona, conservaba suntuoso el arranque de la cadera, y las piernas muy bien concebidas. Le amortiguaban la cara las arrugas naturales de la edad, pero todavía entornaba los ojos parpadeando promesas y hablaba con los labios muy ensalivados. —Espera, que voy contigo. Bajó Plinio ciñéndose bien el cinturón de la pistola y emparejado con la Quiralte echaron por la calle de la Independencia, camino de la del Monte, donde ella vivía. Iban a buen paso. Meliana, aldeando resoluta. Plinio, con la malicia presta. —Y se ha empeñao en matarse justamente el último día de la vendimia. No creas que… En las vísperas de coger los cuartos. Cuando acabamos de comer, se fue a la cueva a ver si fermentaba la última tinaja. Y según la cuenta no llegó a bajar. Se metió la navaja en el bajo vientre. ¡No creas que el rodal que fue a escoger! Y cayó rodando por los escalones. —¿Y a qué hora coméis vosotros? —A la una o así. —¿Y cómo vienes a dar parte a las ocho? —¿Eh…? ¿Qué más da? El caso es que he venido. ¿O no? —Sí, pero algo tarde. —Pobre Arnaldo. ¡Con las cosas que me tenía hechas…! Sin estar lo que se dice gordo, era muy redondo de lomo y tenía el pescuezo un poquillo amoratao. Era buen hombre, no creas, pero seco de palabra, cosero y sin un entrecejo para el dolor ajeno.

La gente se volvía para mirarlos: a la Meliana, con los ojos tan abiertos y el gesto ido. Y a Plinio, sin quitarle el ojo y con el semblante rebinatorio. Al pasar junto a la casa de don Lotario, a Plinio le hubiese gustado darle un aviso, pero como la Meliana daba cada vez pasos más acelerones, no encontró manera. —¡Pobre Arnaldo! El pobre se ha quedao mucho más feo que fue sie fue fea desde la primera cuna. Pero él era el más feo de todos. El más feo y el más mulo. ¿Tú sabes, Manuel, lo triste que es pasarse toda la vida junto a un Panizo? Abrías los ojos por la mañana y te encontrabas con el Panizo. A todas las horas del día con el Panizo delante, enseñándote los dientes amarillos, y aquellas canillas de sarmiento que le salían bajo los zaragüelles… Todas las noches junto al Panizo, sintiéndole los ronquíos y el zurrar de las tripas. Ahora, Meliana se reía sola. Se reía sola y alto. Mayormente al pasar junto a las portadas de Bolós dio una carcajada bastísima. —De verdad, Manuel, que llegó un momento en que estaba harta de Panizos y todas las mañanas me subía al caballete del tejado para sentir el aire y ver otras cosas y otras personas que no fueran Panizos. Pobre Arnaldo. Cuando me casé con él, hace treinta años, tenía unos ademanes muy mocetes y contaba las cosas muy de prisa. Creí que iba a ser así toda la vida. Siempre lo quise a mi manera, ¿sabes? Cuando llegaron ante la casa, Meliana calló. Cambió el gesto, y sacando la llave grande del bolsillo del mandil abrió la portada. Ya dentro del corral perdió el brío y se movía remisa. De pronto dijo como en soliloquio: —El pobre, al sentir el hierro en las entrañas, puso la cara muy dolorida, pero en seguida se le deshizo el gesto, porque cayó redondo por la escalera. —¿Y dónde estabas tú, Meliana, cuando cometió el suicidio tu marido? —¿Yo…? Fue una suerte, no te creas. Porque las puñaladas en esa parte no siempre matan al contao. Pero a éste no le duró el aliento más que el grito primero. Rápido, cayó difunto…, ya digo, por las escaleras abajo. —¿Que dónde estabas tú, Meliana, cuando se mató tu hombre, para verlo con tanto detalle? —¿Yo…? ¡Ay, y qué Manuel éste…! Y cayó mismamente como dando pingotas, sonándole la cabeza sobre cada escalón, como un mazo: zas, zas, zas. Yo estaba allí, Manuel. Yo estaba en la cocina cuando él se tiró. Yo estaba, sabes, recogiendo las cosas y quitando las migas…

Plinio, sin decir palabra, fue hacia la cueva. Junto a la piquera abierta, con las cales manchadas de mosto, se veía el remolque que trajo las últimas uvas de aquella vendimia de los Panizos. Plinio desentornó la puerta de la cueva. Se notaba un leve aliento a tufo. Bajó con una cerilla encendida, por si había peligro. En casi todos los escalones, gotas de sangre. Como la escalera era muy pina y de bordes agudos, el cuerpo de Arnaldo debía estar muy maltrecho. Plinio bajaba muy despacio, mirando la llama de la cerilla y las gotas de sangre. Abajo, bastante apartado de la escalera, junto al pie del empotre, estaba Arnaldo, boca abajo, en una postura caprichosa y arrugada. La navaja se había salido de la herida justo al llegar al último escalón. Plinio, por hacer algo, le puso los dedos en la frente. Estaba ya completamente frío. Meliana, muy lentamente, empezó a descender. Se la veía a contraluz, con los hombros alzados, pensando cada escalón. Plinio la aguardaba con toda la cara hecha puchero de tristeza contenida. Ella se detuvo tres o cuatro escalones antes. —Pobre Arnaldo. Era un buen hombre. Y fue un buen marido. Créeme, Manuel. Un marido cabal. —Ya lo sé, pero tienes que acompañarme al Juzgado, Meliana. —¿Para qué, Manuel? ¿Qué culpa tengo yo de que haya cometido un suicidio? —Anda, vente y allí hablaremos… Se lo tienes que contar al juez. —Tú no sabes, Manuel, lo que era vivir con un Panizo toda la vida. Toda la vida, de día y de noche… con aquellas canillas tan finas y los dientes amarillos… Los que somos viejos, Manuel, morimos mucho antes del día de nuestro entierro… ¿Lo sabías? —Sí… Y también sé que envejecemos mucho antes de caer en la cuenta de que hemos envejecido. —Mi marido estaba muerto hace muchos años, Manuel…, y yo te doy mi palabra de que estaba en la cocina recogiendo las cosas y quitando las migas cuando él…

Ahora subían lentamente por la escalera. Con la luz del crepúsculo sobre las caras. Abajo, tras el último escalón, entre las sombras quedaba el cuerpo de Arnaldo Panizo. —Tú no sabes lo que era vivir con un Panizo… Pero yo estaba recogiendo las migas cuando él… Entre las sombras del anochecido desanduvieron el camino sin hablar. Cuando llegaron a la puerta del Juzgado ya los acompañaba un grupo muy numeroso de placeros bacines.



jueves, 22 de febrero de 2018

El caso mudo y otras historias de Plinio - Fecha exacta de la muerte de Polonio Torrijas.



Plinio, en su despacho de la G. M. T., a falta de mayores ocupaciones, leía a don Lotario el número de «El Caso» donde se contaba con minucias el hallazgo en Madrid del cuerpo muerto de la María Luisa, dueña de los inmuebles pecaminosos que regentaban en el pueblo la Toledo y la Isabel. El hombre leía con mucho reposo y orquestación de voz, si bien a veces hacía un alto para echar un reojo a las fotos que ilustraban el reportaje o dar una chupada al cigarro que se consumía sobre el borde de la mesa. Así estaban las cosas cuando el cabo Maleza entró con cara de modorra: —Jefe, ahí está el más mozo de los Cucharones, que quiere hablar con usted. —A ver si te despabilas, hombre, que más que guardia pareces un sereno. —Es que estoy muy mal dormío, jefe. —Ya se nota, ya. Dile que pase. José García Cucharones llevaba una trinchera muy ceñida, boina perlada por la lluvia, cigarrillo en el rincón del labio y botas altas. El mozo no se hizo rogar: —Manuel, mi abuelo, que se está muriendo y quiere hablar con usted. —¿No será con el cura? —No, ha dicho que con Plinio, el jefe de la guardia municipal.

Desde que amañanó, llovía menudo. Los sin paraguas echaban carrerillas con la cabeza agachada. José García Cucharones, con gabardina, boina y botazas, andaba bien derecho, casi despectivo. Plinio y don Lotario, bajo un solo paraguas, fueron hasta el coche. —¿Y qué le ha pasado a tu abuelo? —Yo qué sé. Ha sido una banca, al lado de la chimenea, en la habitación más honda de la casa, que toda la vida fue cocinilla de gañanes. Pero desde que se trocaron mulas por tractores y se vino a vivir con él el hijo, la nuera se la apañó de alcoba al viejo. Apoyado en una torre de almohadas, en camisón y con la boina puesta, respiraba con mucho son, los ojos entornados y las manos cruzadas sobre el pecho. Las llamas de la chimenea le echaban reflejos en la cara congestionada. La nuera, el hijo y unas vecinas vestidas de oscuro, rodeaban al enfermo. —Ya está aquí Manuel Plinio —dijo una. —Dejadlo solo conmigo —pidió el viejo mirando de ladillo.

Todos salieron remisos. Incluso don Lotario, que esperaba ser admitido como ayudante de Plinio. —Manuel, siéntate en ese serijo — le dijo cuando salió el personal y sin abrir los ojos. Alguien antes de salir había avivado la lumbre, y unas llamas maestras echaban oriflamas en las cales de la cocinilla. Cucharones respiró hondo y dijo con voz segura: —Manuel, te he llamado para confesarte que maté a un hombre y no estoy arrepentido. Plinio se pasó la mano por la cara, como para ponerse en situación: —Vamos a ver si nos entendemos. ¿Te das bien cuenta de lo que dices? —Claro, hombre. —Tú sabrás… ¿Cuándo lo mataste? —Hace muchos años… Me pisó dos veces la concejalía y luego se casó con la que fue mi novia. Toda la vida me hizo mal, Manuel. —¿Cómo se llamaba? —Polonio Torrija, el Andaluz. Plinio no pudo evitar un mohín de sorpresa y al viejo no le pasó inadvertido. —¿Es que no te lo crees, Manuel? Plinio no respondió, porque en aquel momento intentaba recordar si fue el domingo cuando vio a Polonio por última vez… o el sábado, cuando los invitó Pepe Pérez a cervezas. —Yo estaba muy harto de él, ¿sabes? Me pisó dos veces la concejalía y luego se llevó a la Rosa, que me gustaba mucho por el buen corte de cara que tenía y aquel pelo tan renegro. El viejo dio un suspiro hondo y con el dorso de la mano se limpió el sudor de la frente. —Estoy muy malo, ¿sabes? El ahogo este me mata. Pero antes que se me corte el habla quería contártelo y quedarme tranquilo… Sobrábamos uno de los dos.

En los pueblos los enemigos se hacen mucho bulto. Durante largo tiempo cavilé en cómo me lo quitaría de encima. —¿Y cuándo fue? —Ya te digo que hace mucho tiempo. Por el año quince. Estaba yo acabado de salir de quintas. Plinio ya estaba seguro de que la última vez que vio a Polonio Torrijas fue el sábado, cuando convidó Pepe Pérez. —¿Y cómo lo mataste? —Manuel, si no te importa dame un trago de ese vasete que hay en la cornisa. Plinio le puso junto a la boca un vaso con cierto líquido amarillento. —Como yo sabía que siempre, al ir a su casa, pasaba por ese solar donde están los camiones viejos —continuó Cucharones—, ahí junto a la gasolinera, una noche me aposté entre la chatarra, y cuando vi que cruzaba silbandillo — porque siempre iba silbandillo—, lo llamé: «¡Eh, Polonio, un momento!». Se paró en la oscuridad. No me distinguía bien. Me acerqué, y antes de que se apercibiese le di tres garrotazos en la cabeza y lo dejé seco. Seco total. —Pero amigo —le dijo Plinio, pasándose los dedos por las comisuras —, si en el año quince en el pueblo no había camiones, ni Cristo que los fundó. —Claro que había. Tú es que eres muy joven y no sabes cómo se viajaba en aquellos tiempos… Pues como te decía, lo dejé seco total. A rastras lo llevé donde tenía pensado y lo dejé bien tapaico con la chatarra y las tablas de los camiones viejos… No creas que me he arrepentido un solo momento. Pero ahora, al verme en las últimas, pensé: voy a decírselo al Jefe, no sea que algún día se descubra el cadáver y culpen a algún inocente. —¿Y en tantos años nadie vio nunca el esqueleto? —Qué va… Allí está, entre el orín de los hierros camioneros.

Se derrumbó la hoguera y la cocinilla quedó muy oscura. A la luz garnacha de los tizones desparramados, apenas se sacaba el perfil del viejo Cucharones. Callaba. Tal vez dormía. Le sonaban los bronquios a cocción. Plinio salió sin hacer ruido. Plinio y don Lotario, para poder hablar tranquilos, se quedaron en el bar «Gol», cerca de la casa de Polonio Torrijas. Era temprano, y los chicos de la barra preparaban las tapas. —Pues sí, don Lotario, eso me ha dicho. Que lo mató el año quince. —Qué disparate, y cómo se ponen las cabezas con los años. ¿Cuándo estuvimos con Polonio tomando copas…? Hace na. —El sábado pasado, cuando invitó Pepe Pérez en el casino. Así que terminaron las cañas, Plinio se puso polvos de talco en una manchita que le cayó en el uniforme gris, casi a estreno. —Bueno, pues vamos para allá. —¿Adónde, Manuel? —Adónde va a ser, a casa de Polonio Torrijas.

Don Lotario quedó mirándole a los ojos con mucha gravedad. —¿Pero es que piensas, Manuel, que…? —Sólo un asomo de pálpito, como usted llama a mis ideas. —¡Qué tío! Hasta que llamaron por cuarta vez no se oyó rebullir a nadie en la casa de Polonio Torrijas. Por fin abrió una mujer con muy buen corte de cara y el pelo, todavía negro, recogido. Los entró hasta la cocina, donde guisoteaba. Casi sin hacerles caso volvió a sus sartenes. —¿Está tu marido? —No sé. —¿Cómo que no sabes? —¿Y yo que sé cuándo entra ni cuándo sale mi marido? —Pero ¿sabrás si vino a acostarse anoche, por ejemplo? —Pues no. Se acuesta a la hora que quiere, como quiere y donde quiere. —¿Desde cuándo no lo ves? —No sé si hace dos días o dos horas. Ya estoy muy vieja. A lo mejor está todavía en la cama… o no se ha acostao. Así anduvo toda su vida de desmadrado. —Anda, Rosa, mira a ver si está en la alcoba. Sin contestar, pasó ante ellos, cruzó la habitación contigua, en la que había una mesa camilla y una cómoda antigua, y entreabrió la puerta del fondo. —Ahí lo tienes. Durmiendo como un lirón a las doce de la mañana. Plinio se asomó sobre los hombros de ella. De espaldas y con el embozo hasta las orejas, estaba Polonio Torrijas. —Ahora es capaz de quedarse en la cama hasta mañana. Don Lotario, por delicadeza, no hizo ningún comentario. Como arreció la llovizna, puso los limpiaparabrisas. Plinio lió un «caldo» con aire muy concentrado. —¿Dónde vamos, Manuel? —Al Ayuntamiento… Como verá usted esto de los pálpitos a veces resulta una estafa. —No tiene importancia, Manuel. En el portal del Ayuntamiento Maleza charlaba con Nicomedes, el jefe de los barrenderos municipales. —Aquí Nicomedes, Jefe, que quería decirle algo. —¿Qué pasa? —Que anoche, Jefe, cuando pasaba junto al solar que hay frente a la gasolinera, ahí donde están amontonados los camiones viejos, oí un grito, vi cómo dos hombres reñían. Mejor dicho, que uno le pegaba al otro palos en la cabeza. Como está tan oscuro, no los conocí. —¿Y no los separaste? —No, Jefe, me fui. No me quise meter en líos. —Ya… Vamos al coche, don Lotario.

Nicomedes se quedó con la palabra en la boca y Maleza con gesto imbécil. Apenas les abrió la mujer de Polonio Torrijas, con su cara de buen corte y el pelo negro tan recogido, Plinio, seguido del veterinario, entró a toda prisa, sin decirle palabra. —Pero ¡qué asuras son ésas! Cruzaron la cocina, la habitación con la camilla y la cómoda antigua, y de un manotazo abrió Plinio el cuarto donde dormía Polonio Torrijas. Llegó la mujer con las manos en la cadera: —Pero ¿qué quieren ustedes otra vez? Plinio movió suavemente el cuerpo de Polonio, que seguía en la misma postura. En seguida levantó el embozo con cuidado, le descubrió hasta medio cuerpo. Estaba vestido. La cara hinchada, la frente partida, manchas de sangre y orín en todo su cuerpo. Lo tocó don Lotario. Estaba totalmente frío. Se apartaron para que la mujer del pelo renegro pudiese ver a su marido. Se quedó inexpresiva, con las manos cruzadas y los ojos tristes. —Oye, Manuel —le dijo don Lotario en voz baja y misteriosa. —¿Qué? —No ves como tus pálpitos nunca fallan. —Gracias… Pero ¿por qué habrá esperado a ser viejo para matarlo? —… Todo lo que dura mucho tiempo acaba siendo patético, Manuel. —Se ve que el pobre tuvo fuerzas para venir a morir en su cama. —Lo que es la querencia, Manuel. Por fin, Rosa, la viuda recientísima, empezó a pistonear un llanto con mucha lentitud.



sábado, 17 de febrero de 2018

El caso mudo y otras historias de Plinio - El último sábado.



A la una menos diez, Dolores, sin encender la luz, abrió con mucho pulso el pestillo de la puerta de la calle. Subió la escalera, y como todos los sábados a aquella hora, se colocó tras la persiana echada del balcón del comedor. No pasaba nadie. De vez en cuando el ruido de algún motor lejano. Pero el coche de Julián todavía no había llegado. Tenía espacio suficiente para aparcar en la calle frontera a la casa de Dolores. Cuando se veía obligado a hacerlo en otro lado, todo se complicaba mucho. Si Julián no fuese tan puntual y organizado, hubiera sido imposible llevar esto adelante. Pero es un hombre como hay pocos. Con las puertas del balcón entreabiertas, y envuelta en un chal de lana gris, miraba por las rendijas de la persiana. Ahora se oía la lejana música de un aparato de radio, el de Blas, el paralítico que vivía unas casas más arriba, y tenía la radio puesta toda la noche. Algunos momentos —le ocurría todos los sábados a aquella hora — a Dolores se le iba la imaginación a Madrid. Pensaba en sus dos hijas, en la habitación que tenían en la residencia de estudiantes, allá en Argüelles. Claro que siendo sábado —se repetía invariablemente—, lo más seguro es que esta noche estén en un baile o vaya usted a saber… Lo que nos quedará por ver. Y al decirse estas últimas palabras caía en la cuenta de lo que esperaba ella en aquel momento y deseaba que ocurriese unos minutos después… Y siempre hacía igual: se humedecía los labios con la lengua y se embozaba más prietamente con el chal de lana gris. Claro que lo que ella debía haber hecho era irse a vivir a Madrid. ¿Qué hacía en el pueblo, sola, con las dos hijas estudiando en la capital? Incluso para sus relaciones con Julián todo habría sido más fácil… Pero nunca le gustó vivir fuera del pueblo, alejada de sus intereses, tierras, amigos y parientes. Menuda pereza tener que venir todos los fines de semana —como hacía Julián— a pagarle a los trabajadores y ver cómo iban las cosas. Y lo de poner un encargado, ni hablar.

Ella en Madrid se encontraría muy sola, sin casi conocer a nadie. La verdad es que pensó irse cuando murió su padre, pero luego no se determinó. Seguía dándole vueltas. Tal vez el curso próximo. Al fin y al cabo a la Y además, que muchas veces, cuando mejor se está en la vida, es cuando hace una lo que no debe, lo que no es lógico, lo contrario a lo que todo el mundo dice. Yo me encuentro muy ricamente viviendo en el pueblo y en mi casa. Viene la asistenta hasta las siete de la tarde y luego solica, tan a gusto. Ahora mismo, aquí en el balcón, tan bien lavada de pies a cabeza, envuelta en mi chal gris, espiando tras la persiana, sintiendo el fresquito de la noche y esperando que llegue el coche de Julián, pues que me siento tan a gusto. Y las dos cosas, el vivir sola y esperar a su amante, eran contrarias a lo que solía hacer todo el mundo. Por la calle ancha que desembocaba enfrente del balcón, avanzaba un coche muy despacio. Como buscando donde aparcar. Era Julián, seguro. Se detuvo en la esquina. Así, de un salto estaba en la puerta. Paró el motor dando antes el acelerón de siempre. Apagó los faros y quedó dentro. Dolores miró bien a uno y otro lado de la calle por si venía alguien. Julián hacía lo mismo en la calle donde esperaba. Todo seguía silencioso, sin más ruido que el de la lejana radio del inválido. Dolores se puso en la boca el cigarrillo que tenía preparado en el bolsillo de la bata, y encendió calmosa con el mechero de oro que le regalaron sus hijas en el último día de su santo. Aquel encendido era la señal para que Julián atravesara la calle. Y él, todos los viernes hacía igual: salía cauteloso, miraba hacía atrás y cerraba la puerta del coche con un portazo que no sabía evitar. Llegaba a la esquina con la caja de bombones en la mano, y con el aire del que no hace nada, miraba a uno y otro lado de la calle de Dolores, y cerciorado de que no pasaba nadie, cruzaba con paso tranquilo. Y ya sin mirar ni detenerse, entraba, y cerraba la puerta suavemente. Subía a tientas. Ella lo esperaba en el primer descansillo de la escalera. Allí se besaban por primera vez en la noche. Él sin soltar la caja de bombones.

Dolores la notaba rozándole el trasero mientras duraba el abrazo. Después de aquel primer encuentro subían el segundo tramo cogidos por la cadera, preguntándose cosas. Pasaban directamente a la alcoba. Para qué más ceremonia si ya sabemos lo que queremos los dos. Él dejaba la caja de bombones sobre el tocador. Dolores volvía a abrazarlo. Sobre la mesilla de noche ya estaba el whisky servido con mucho hielo. Apenas Julián se había quitado la corbata, Dolores ya estaba desnuda. Sacando la lengua, encogiendo la nariz, y pisando de puntillas, se acercaba al tocador, abría la caja de bombones con muchos ruidos de papeles, y se llevaba a la boca el primer bombón de la semana, que para ella empezaba la noche del sábado. ¡Ay qué rico! Cada vez te los hacen más ricos Julián. Con la caja de bombones en la mano se iba a la cama. La dejaba sobre la mesilla. Se echaba, se tapaba, ¡ay que frío!, e iba tomándoselos uno a uno. Cuando Julián acababa de desnudarse y dejaba bien colocada su ropa sobre la silla descalzadora, con la cajetilla de cigarrillos rubios y el mechero en una sola mano, se metía en la cama. Tomaba el vaso de whisky de la mesilla, lo miraba al trasluz, se echaba un buen trago. Después, encendía el pitillo, y ya con la cabeza en la almohada, mirando al techo, fumaba y hablaba. «Venga cuéntame cosas» le decía ella sin dejar de comer bombones. Y mientras él, lentamente, iba contándole las pequeñísimas incidencias de su vida durante la semana, ella sólo pensaba en lo mismo: «la verdad es que no hay nada que se pueda comparar con lo que viene luego, pero hay que reconocer, que este rato de antes, aquí los dos en la camica; él con su whisky y yo con mis bombones, tampoco tiene desperdicio… Tal vez estaría mejor para después esto que hacemos ahora, pero como este hombre se queda completamente roque así que me cubre, pues que no hay manera. Y debe ser cosa muy de hombre. A Pepe, mi pobre marido, le pasaba igual. Después de funcionar se quedaba vencío para toda la noche. Pero en fin, qué vamos a hacer. Mientras él ronca, yo me como algún bomboncillo que otro». Julián hablaba mirando al techo y fumando. Cuando quería echarse un trago, tomaba el vaso de la mesilla, se incorporaba un poco clavando el codo en la cama, y ¡hala! A Dolores, muchas veces le daba por pensar si Julián, allí en Madrid, haría lo mismo con su mujer. Si le hablaría con el mismo tono cuando estaban en la cama, antes de hacer lo que fuere. Y si tomaría whisky. Desde luego, lo seguro es que no harían uso del matrimonio todas las noches. Y lo de regalarle cajas de bombones cada semana ni hablar… También pensaba si parecido ceremonial lo haría Julián con otra que no fuese ella, ni su mujer. Y siempre acababa por encogerse de hombros. En el fondo le daba igual. Ella se conformaba con que cada sábado le trajera sus bombones y sus abrazos. Ya no estaba en situación de exigir virguerías. No se le puede pedir a la vida más de lo que da en cada circunstancia. Julián no empezaba a acariciarla poco a poco. Cuando acababa el whisky y el pitillo, a lo mejor seguía hablando un ratillo con aquella voz monótona que tenía, hasta que de pronto, daba una media vuelta, y empezaba a besarla con toda la furia. Era así de brusco. La verdad que todo aquello, esperado durante ocho días, resultaba muy corto. En junto no llegaba a dos horas. Desde que se apeaba del coche, cruzaba la calle, me daba el primer apretón y los bombones en el descansillo de la escalera; contando cigarrillo, whisky, cosas de la semana, asalto final, sueño, despierte, y marcha a su casa… De verdad que no llegaba a dos horas. Porque Julián la montaba sólo una vez. Lo hacía muy bien, ésa es la verdad, pero no repetía.

A ella muchas noches le hubiese gustado una propinilla. Pero no había forma. El tío se quedaba dormido y al cabo de media hora se despertaba como sobresaltado. Se vestía con prisa. Le daba el último abrazo en el descansillo de la escalera y dejaba que ella se asomara a la puerta. Cuando Dolores le decía que no venía nadie, le daba paso, y Julián cruzaba rápido hasta el coche… Julián terminó el pitillo y se bebió el último trago de whisky. Ella oyó sonar el hielo en el vaso vacío. Y, sin mediar una palabra más, se dio la vuelta y empezó a besarla con aquella furia que él se gastaba. Dolores, sin dejar la faena, buscando con un ojo la perilla de la luz, extendió el brazo y apagó. No me extrañaría que le pegue al pobre alguna bocera de bombones, pero no me da tiempo ni a limpiarme. Qué furia. Cuando acabó el asalto, Julián, como siempre, quedó roncando. Y ella, sin pizca de sueño, alargó la mano sobre la cabeza de él, cogió un pitillo y lo encendió. La luz que entraba por las rendijas del balcón dejaba entrever el bulto que Julián hacía bajo las sábanas. Tampoco se está mal así, dormido él, oyéndole roncar a tu lado y fumando el cigarrillo tan tranquila después del trajín… Pero precisamente cuando le daba la última chupada y se disponía a dejar la punta en el cenicero, notó algo que le extrañó. Julián roncaba como nunca. No con los ronquidos largos y suaves de toda la vida. Lo hacía ahora con ronquidos cortos, secos y en crescendo. Alarmada lo movió un poco: —Julián, Julián… Pero con el cambio de postura, los ronquidos se hicieron más trabajosos, ahogadores y patéticos. Encendió la luz. Julián con la boca abierta del todo, los ojos cerrados y gesto descompuesto, no roncaba. Respiraba de aquella manera. Dolores, completamente desnuda, se levantó y empezó a moverlo. —Julián, Julián.

Era inútil. En cualquier posición que lo colocase, seguía aquel estertor. Dolores, con el pelo en la cara y los brazos sobre el pecho desnudo, lo miraba aterrada. Record respiración de boca a boca. Con gesto entre miedoso y de asco, puso su boca sobre la de Julián y empezó a soplar según su saber. Pero era inútil. Las espiraciones de él eran mucho más fuertes que sus intentos de insuflarle aire. Todo iba a ser muy rápido. Mira que si se me muere aquí este hombre ¡Dios mío! Lo que me faltaba. Si tengo la negra. Pero qué hago… Le puso la mano sobre la frente. Luego intentó darle masaje en el corazón. Nada lo mejoraba. Mi deber es llamar a un médico y que sea lo que Dios quiera. De pronto bajó el tono de aquel jadeo que antes le parecieron ronquidos. Dolores puso cierto gesto de esperanza. Sí, el jadeo disminuía, pero tenía la cara cada vez más descompuesta. Un sudor frío le rociaba la frente. Y él, tan moreno, parecía completamente blanco… Ya apenas se oía ronquido, jadeo, ni nada. Todavía respiraba, pero muy de cuando en cuando, y abriendo mucho la boca. Por fin la abrió desesperadamente, apretó los ojos como si lo ahogase una mano invisible y en seguida, después de un ronquido final, dobló la cabeza en el hoyo de la almohada… Un brazo le colgaba a lo largo del cabecero de la cama.

Dolores, inclinada, con las manos apoyadas en sus muslos y los pechos colgando, lo miraba, esperando todavía una resurrección de aquellos suspiros. Le tomó el pulso. Le puso luego el oído sobre el lado del corazón. Por fin cayó de rodillas en el suelo y con la cara entre los brazos y sobre la cama, empezó a llorar sordamente. Sobre la mesilla, el vaso de whisky vacío, los ceniceros y el reloj de pulsera de él. Arriba el Cristo crucificado que presidía la cama. Después de un rato, con movimientos muy lentos, empezó a vestirse las ropas que dejó sin orden sobre la descalzadora. Con la mirada en el suelo hablaba en voz baja. Mis hijas. Ellas allí, en la Residencia de Madrid, durmiendo tan tranquilas, y yo mira… O aunque no duerman y estén churreteando por ahí. Es igual. Por ellas hay que tener redaños y acabar esto bien acabado… Si no fuera tan alto y tan fuerte… si no pesara tanto. Pero hay que probar. Hay que conseguirlo, no hay más remedio. Amanece el muerto en mi casa y salgo en coplas para toda la vida… Es que donde pongo el ojo cae la desgracia, sobre todo con los hombres. Mi marido murió a los ocho años de casados. Aquel otro que conocí en Madrid, al año se ahogó en Guardamar. Y éste fíjate. No llevábamos un año así y mira.

Ya cubierta, intentó vestirlo a él. La cosa no era fácil. Tal vez por estar muerto le parecía pesar mucho más que en los momentos amorosos. Decidió ponerle los pantalones solos, sin calzoncillos… Huuuu. Mecagüen su padre…, ay no, perdón, pero esto así no hay quien lo entre. Fíjate ahí se le ha quedao la minga muerta para toda la vida. Que no creo yo que esto de joder, que tanto lo necesita el cuerpo, sea tan malo como dicen. Se casa una a los veintipocos… Ya parece que le he entrao esta pernera. A los treinta, como quien dice en la flor de la edad, te quedas viuda y a pedir por Dios. No, de seguro que no es tan pecado como dicen, siempre que una lo haga sin escándalo y sin perjudicar a las hijas… Digo yo. Tan sano y fuertón como parecía. La leche que le dieron. Cuando por fin, después de estirar desde todos los lados y en todas las posiciones le calzó los pantalones al muerto, pensó que había hecho mal. Al verlo sin calzoncillos, pensarían con razón, que no se había muerto dentro del coche. Pero es igual, mecagüen la puñeta, lo primero es sacarlo de aquí. No iba a desatacarle otra vez los pantalones para entrarle los calzoncillos y volverle a poner los pantalones para que pensasen que se había muerto en el coche. Ponerle la camisa y la camiseta era mucho más difícil todavía. De rodillas en la cama, tras él, sintiendo la cabeza y los hombros de Julián sobre su pecho, intentaba entrarle una manga. El brazo, sólo el brazo, ya pesaba lo suyo. Se caía apenas aflojabas. Sudaba. Se sentó en la cama a descansar un poco. Qué cosa más cosa es la muerte. Tan ágil y meneante cuando vivo, y míralo ahora qué dejao. Como lo pongas, se deja y te aplasta. Además se va quedando de un frío blando y pegajoso. Quién lo iba a decir, si hace na, tan brioso. Tumbado otra vez, le fue abrochando la camisa. El cuello no hubo forma. Se le quedó la cabeza así hacia atrás y con la nuez tan salida, que era imposible abrocharle el cuello. Imposible, imposible. Cuánto te gustaba que me pusiera encima. Venga, jineta, me decías. Yo no lo había hecho antes con nadie. Para descansar un poco le calzó los calcetines y los zapatos. Ya eran casi las tres. Menos mal que todavía las noches son muy largas, que si no me pillaba la amanecida apañando al pobre. No creo que esta noche el polvo haya sido más fuerte que otras como para que le diese esto.

Recordaba cuando amortajó a su padre hacía dos años. Pero todo fue más sencillo. Primero lo hicieron entre su prima Narcisa y ella, y luego que no fue más que ponerle una túnica sin más camiseta ni más na. Julián fue muy bueno pero que muy bueno conmigo. Todo lo que se diga es poco. Pero lo que se dice quererle no lo quería. Me gustaba, pero no lo quería. A él le pasaba igual. Estaba segura. Él era muy macho y le gustaba tener mujeres para acostarse. Seguro que en Madrid tenía más de una. Con sus cuarenta y muchos años seguía siendo un hombretón a la hora de la cama, que a ella era lo único que le importaba. No iba a andarse ahora con amoríos románticos. Cuando se hablaba de otras cosas de hombres: de políticos, sabios, futbolistas, e incluso negociantes, a Julián se notaba que no le daban envidia. Él llevaba bien las cosas de su casa y nada más. Lo único que le importaba como hombre era tener mujeres con quien acostarse y en paz. Ella tampoco quería más. Cuando acabó de calzarlo —las piernas del muerto colgaban de la cama — bebió agua con hielo del jarro que había sobre la mesilla para el whisky de Julián. Ella no pudo nunca tomar bebidas alcohólicas. Me saben muy mal, y fíjate lo que son las cosas, eso sí que me parece pecao. Quieta, antes de continuar la faena, lo miraba con muchísima tristeza. Pobre mío. Pero claro que a éste lo saco yo de aquí como sea, aunque tenga que arrastrarlo. Antes de empezar con la faena de ponerle la chaqueta se comió un bombón, pero ciertamente, sin pensar muy bien lo que hacía. Anda, que estoy yo buena, comiendo bombones en este trance. Cogiéndolo de la nuca intentó volver a sentarlo. Ahora costaba más trabajo que al ponerle la camisa.

Cuando lo tuvo sentado, la cabeza del muerto se le clavaba en el pecho. Ella estaba de rodillas sobre la cama, sirviéndole de respaldo. Y empezó la faena. Así que se descuidaba se le doblaba la cabeza al pobre Julián. Era muy difícil, con su mano izquierda, alzar la manga izquierda de la chaqueta, y con su mano derecha coger la mano izquierda de él, y enfundarla en la manga vacía. Hubo un momento en el que se escurrió un poco el cuerpo de Julián y sus pelos le tapaban la boca. ¡Ay, leche! Y el brazo izquierdo se había quedado ya tan poco flexible, que no había forma de que le alcanzase la manga. Impotente, lo dejó tumbado boca arriba sobre la cama. Y después de secarse el sudor y unas lágrimas más de rabia que de dolor, pensó que sería mejor rular el cuerpo y ponerlo boca abajo. Así alzándole los brazos hacia atrás, sería más fácil ponerle la chaqueta. Tomando las posturas más barrocas y descompuestas, aunque la chaqueta —a lo mejor el forro — se rompió por algún lado —ella no supo por donde— consiguió encajársela de manera bastante torcida. Bebió otro trago de agua fría. Así tumbado boca abajo, con los pies muy juntos y los brazos abiertos, parecía que hubiese caído volando desde mucha altura. Ahora hay que entrar el coche de Julián en el corral. Le buscó la llave. Bajó sin encender la luz del patio. Ya en el portal se acordó que no llevaba la llave de la portada. Antes de volver a bajar, apagó la luz de la alcoba y miró por el balcón. La calle seguía desierta. Sólo se oía leve la radio de Blas el paralítico. Bajó rápida, abrió la puerta de la calle y cerró tras de sí. Cruzó la calle. Puso el coche en marcha y dio la vuelta a la manzana, porque las portadas de su casa estaban completamente detrás. Abrió con la llave el postigo de las portadas, entró y luego las abrió de par en par. Volvió al coche. Lo entró. Cerró la portada. A través de un pasillo —siempre sin encender más luces— llegó al patio. Subió la escalera. Abrió las puertas de ésta con la luz apagada.

No era cosa de que alguien pasara por la calle y la viera encendida a aquella hora. Con el resplandor de la luz de la alcoba, que volvió a encender, a través de la puerta, bastaba. Ahora venía lo más difícil: bajar el cadáver. Un cadáver recién jodido. Remate poco frecuente. Mientras estudiaba la operación, con aire distraído, tomó otro bombón y le colocó el reloj de pulsera que estaba sobre la mesilla. Masticándolo, miraba el cuerpo atravesado sobre la cama, boca abajo y con la chaqueta tan malísimamente puesta. Ánimo chata, que la noche es larga. Tomándolo de los sobacos con ambas manos fue tirando de él hasta que los pies zapatearon sobre el suelo. Le dio la vuelta. Boca arriba le parecía mejor posición para arrastrarlo. Pesaba como el demonio. Antes de acabar la galería para llegar a la escalera, tuvo que descansar. Al cabo de un respiro volvió a arrastrarlo de la misma forma. Tiraba de él andando hacia atrás y con la cabeza vuelta para no tropezar. En la misma postura empezó a bajar. Aunque iba despacio la maniobra era muy difícil. Con la escalera tan pina, temía caer arrollada por el empuje del cuerpo. Además no había forma de descansar. Si lo soltaba caería rodando solo por las escaleras. Pronto se dio cuenta que aquello era superior a sus fuerzas. Al mediar el primer tramo no podía más. Ella no aflojó las manos, se le aflojaron solas, como dormidas, y el cuerpo cayó rodando de escalón en escalón, con unos ruidos alternados y secos de coscorrón y zapato, hasta el descansillo, donde ya no llegaba la luz de arriba. No tuvo más remedio que encender la del patio. Que sea lo que Dios quiera. Allí estaba cuadrado, abierto de pies y manos como las aspas de un molino… Despeinado, pero con el mismo gesto. Como si no se hubiese enterado del descarrile. No, desde luego no se sentía con fuerzas para bajarlo el otro tramo, que era el más largo. Pesaba tanto y la escalera tenía los escalones tan altos, que podía matarse ella y de eso nada monada, que tenía dos hijas en Madrid, y que no, vaya que no. Tampoco era cosa de llamar a nadie a que le echase una mano… Así es que lo agarró de un brazo, tiró de él con todas sus fuerzas hasta ponerlo al borde del descansillo…, y una vez así, cerrando los ojos, le empujó con el pie. Otra vez aquellos ruidos secos y patéticos. Ahora se oían más los cabezazos que los zapatazos sobre los escalones de mármol blanco, que ella tenía siempre tan limpicos. Ya estaba el cuerpo en el patio, acurrucado, como durmiendo al lado del primer escalón. Lo puso boca arriba, para agarrarlo de los brazos y tirar de él hasta el corral próximo. Pero algo le llamó la atención en la pajiza cara del muerto. Estaba cosida de desolladuras y de alguna manaba sangre rosácea, casi agua. Jolín y cómo se ha quedao el pobre. Lo que puede pasar en una hora. Lo último que dijo en su vida fueron esas borriquerías que siempre le salían cuando le daba el gustazo.

Después el silencio total. Bien puede decirse que ha tenido una hora corta. Agarrándole de los sobacos otra vez, tiró de él hasta el corral. Abrió la puerta izquierda delantera del coche. Sudó hasta, desde dentro, apoyarle la espalda en el estribo. Inclinada, no podía apenas moverse por el volante, la palanca y el freno. Valiente tonta, podía haberlo metido detrás, si total va a ser igual. Tiró todo lo que pudo, pero quedó inmovilizado cuando le tuvo medio cuerpo dentro. Atascado en el asiento no tenía fuerzas para sentarlo. Se secó el sudor con el brazo. Mecagüenlalechequemeandao, y bien empleao me está por puta. Se bajó por la portezuela del volante y rodeó hasta el cuerpo a medio entrar, con los riñones apoyados en el estribo. No había otra solución. Lo cogió de los pies, y alzándolos con todas sus fuerzas, le dio una pingota hacia atrás. Como pudo cerró la portezuela. Pero de sentarlo como pensó al principio, ni hablar. Se había quedado con los hombros, los brazos y la cabeza sobre el asiento, y las piernas hacia arriba, caídas entre el respaldo y el cristal. Dolores, con los pelos en la cara y la bata desabrochada, respiraba a toda boca. Se miró las manos. Fue con pasos vacilantes a apagar la luz del patio. Volvió. Se asomó por ver si venía alguien. Nada. Abrió la portada de par en par. Arrancó el coche. Lo sacó. Se volvió a bajar para cerrar la portada. Arrancó. Siguió calle adelante sin encender las luces. A su lado, el cuerpo de Julián, en posición de pingota, con los pies hacia arriba botaba y vacilaba sobre el asiento. A veces las puntas de los pies rozaban el parabrisas. Dolores, con una mano los empujaba como podía. Mira que como me parase ahora un guardia civil… Cuando salió a la vereda, encendió las luces largas. Si lo pudiera dejar en marcha, en primera y bajarme para que pareciese un accidente, sería mejor, pero no me atrevo. No me vaya a romper algo después de tanto trabajo, y sea todo peor. Que sea lo que Dios quiera. Lo único que puedo hacer para despistar un poco, es dejar el motor en marcha. Apagó la luz, se persignó, echó un último vistazo a aquel cuerpo tan derecho hacía unas horas, y ahora tan averiado, cerró la portezuela y echó a andar. No sé para qué dejé el motor en marcha. Es inútil.

A campo traviesa, tropezando, hablando sola, llegó a la primera calle del pueblo. Apenas había luces. Aunque no veía a nadie andaba pegada a la pared. Cada vez que iba a cambiar de calle acechaba desde las esquinas. En su misma calle dos trasnochadores — seguro que no venían de jugar una partida— hablaban moviendo mucho los brazos y riéndose. Esperó un buen rato y no se iban. Decidió al fin marcharse por la calle paralela, más abajo, y entrar por donde salió, por las portadas. Entró con cuidado. Cerró por dentro. Y cuando ya subía, lo pensó mejor. Encendió las luces del corral y miró el suelo con cuidado. Enseguida encontró unas monedas. Revisó bien la escalera. En los escalones encontró la cartera de Julián con el carnet de identidad y más monedas. La misma búsqueda hizo en el pasillo de la alcoba. Todo lo encontrado, incluidos los calzoncillos que dejó sobre la cama, lo guardó bajo llave en un cajón del comodín. Mañana será otro día. Se descalzó, y vestida como estaba —no podía más— se metió en la cama. Apagó la luz, se abrazó a la almohada y enseguida se oyó un leve ronquido. Como no había cerrado las contraventanas, la luz de la calle se colaba en la alcoba hasta los pies de la cama.

***

Cuando Manuel González alias Plinio, Jefe de la G. M. T., o sea la Guardia Municipal de Tomelloso, hubo tomado el cafetillo de choque y se disponía a salir de casa para desayunar en forma en la buñolería de la Rocío, sonó el teléfono: —Padre, que le llama Maleza. —Coño, ¿a estas horas? ¿Qué hay Maleza, tan de mañana y en domingo? Volvió del teléfono con las cejas en posición pensativa. —¿Qué pasa, padre? —Que han encontrado a Julián Quiralte muerto en su coche. —¿En dónde? —En la vereda de Socuéllamos. —¿Por accidente? —Parece que no. —Pero ¿no vive en Madrid? —Sí, pero viene todos los fines de semana. Voy a ver. —¿No llama usted a don Lotario? —Ya estará en la buñolería. Fue todo el camino, no muy deprisa, con las manos en la espalda y el cigarro en el rincón del labio. Siempre que moría violentamente algún conocido, antes de saber detalles, le gustaba rehacer en su memoria el historial del muerto, con los datos que sobre él y familia acumuló durante toda la vida. Julián Quiralte era uno de esos hombres que hablaba poco y siempre sonreía. Parecía que le daba mucho gusto vivir…, y también podía ocurrir que le daba igual lo que pasaba a su alrededor, y para disimular se disfrazaba con aquella sonrisa que siempre tenía. Cuando chupaba el cigarro, jugaba la partida, saludaba por la calle o hacía aguas en el servicio del Casino —Plinio se acordaba perfectamente— sonreía. Como hombre de sonrisa y no de risotada, nunca dio ruidos mayores. Su vida transcurrió suavona, sin capítulos memorables. Siempre daba la sensación de que lo esperaban en otro lado, o de que se escapaba de cualquier intimidad o compromiso, echando la cortina de su sonrisa. Un día, hacía ya bastantes años, se dijo que se casaba con una de Madrid. Así fue y al poco se fue a vivir allí. Venía los fines de semana, solo. Y luego, en la feria, con toda la familia, se pasaban en el pueblo hasta el remate de vendimia. No fue nunca hombre de grandes amigos, de grandes juergas, escándalos o negocios. Ni de grandes abrazos ni de grandes berrinches. Nunca estaba en el centro de la plaza, siempre entre barreras y burladeros, sonriendo.

Pensaba Plinio si sería así aquello porque se quedó muy chico huérfano de padre y se crió bajo la férula de la madre, también muy sonrisosa y diplomática, como hija de una de las familias hidalgonas del pueblo. A Julián, desde mozo, se le veía tan fortachón, tan sano, pero jamás traspasando el balcón de la sonrisa. Plinio había hablado muy pocas veces con él, y siempre fueron chaspases de conversación.

La buñolería estaba llena de gente y tuvo que hablar con don Lotario de mala manera, en un rincón, entre codazos y voces. La Rocío sólo pudo echarles una sonrisa al ponerles el servicio. Así que encendieron los «caldos», don Lotario se fue al herradero a recoger su «Seat» seiscientos, y Plinio al Ayuntamiento. Maleza, sentado en su mesa y rodeado de guardias con cascos blancos y silbatos, despachaba papeles con mucha gravedad. A pesar de que hacía años que dejó el campo, todavía, cuando se quitaba la gorra de visera, como ahora, se le notaba la frontera entre el cacho de cara que se soleó entre cepas, y la frente que le preservó la boina o el pañuelo de hierbas. —¿Quién dijiste que trajo el parte? —Francisco el Cordelero, que pasaba por allí con su tractor. —¿Lo comunicaste al Juzgado? —Pues no hace na. Y a la ambulancia. —¿Que Julián está boca abajo, en el asiento delantero del coche? —Eso dije. —¿Han avisado ya a su familia de Madrid? —No, acabo de mandarle recado a su primo Ricardo, que está ahí en la finca de Záncara. Sonó el claxon del coche de don Lotario. Plinio se rascó la cabeza y encogió el gesto, con aire de pensar si olvidaba algo. —¿Se lleva usted algún número, Jefe? Plinio volvió a quedar pensativo. —No… Don Lotario le tenía la puerta abierta. —En la vereda de Socuéllamos, pero ¿muy lejos, Manuel? —No, casi a la misma entrada del pueblo.

Las gentes iban y venían en coches, motos y bicicletas. Como hacía tan buen domingo, en todas las calles trepidaban motores. Aquella salida del pueblo estaba tan mal de pavimento que había que ir a paso de tortuga. —No sé cuando van a arreglar esta calle. —Ésta y cincuenta más, querrás decir. —No me explico qué puede haberle ocurrido a Julián Quiralte —dijo Plinio como para sí—, siempre fueron los Quiralte, y especialmente él, gentes muy poco llamativas. —Vaya usted a saber. —Esta semana, no. Pero la pasada sí que lo vi en el casino. —Estábamos juntos, Manuel. Nos saludó desde lejos con esa riseja que siempre tenía. Estaba fina aquella mañana. Con un sol muy alto y traslúcido que ponía de verde marinero las pámpanas de las viñas. —Mira Manuel, allí está… Y con un buen corro de mirones. Entre el terraguerío que rodeaba el coche, un grupo de emboinados, con la cabeza agachada, curioseaba por las ventanillas. Abandonados en distintos sitios los vehículos de los mirones. Cuando éstos vieron a Plinio y a don Lotario apearse del «Seat», disimularon un poco su bacinería. El Jefe se adelantó sin saludar por el callejoncillo que le hicieron los espectadores. Y haciéndose sombra con las manos sobre la frente, se inclinó para mirar por la ventanilla. A través de los cristales empolvados sólo se distinguían las rodillas del muerto, dobladas sobre el respaldo del asiento que va junto al volante. La cara, boquiabierta —aunque es curioso— con amago de sonrisa, se entreveía abajo, doblada de muy mala manera sobre el asiento y medio cubierta por los pliegues de la americana. —El caso es que el motor todavía está caliente —dijo uno con la mano sobre el capot.

Don Lotario se adelantó a tocar: —Es verdad, Manuel. —Pero si hace más de media hora que Francisco, el Cordelero, lo encontró y dio parte. Aunque el coche estuviese recién parado, ha tenido tiempo de enfriarse. ¿No, don Lotario? —Pues claro. —No es por eso —saltó uno con casco rojo de motorista y levantando el dedo como pidiendo la palabra—. Yo, que vine el primero de tos los que están aquí, noté que el motor estaba en marcha. Y se paró al ratillo de llegar. Se conoce que se le acabó la gasolina. Plinio examinó el coche con mucha curiosidad, seguido por los ojos de todos los espectadores. De pronto le señaló a don Lotario con disimulo la parte baja de la portezuela derecha delantera. Don Lotario se fijó bien. Todos miraron con astucia. —Na, que al cerrar la puerta, le cogieron un pellizco de chaqueta —dijo uno con boina y voz suficiente, como si acabara él de descubrir el detalle. —Está visto, Manuel, que lo han echao en el auto de mala manera una vez bien muerto. Eso está más claro que el agua —dijo uno muy alto con voz de predicador. A Plinio siempre le hacía gracia ver como cuando investigaba algún caso, muchos se creían policías, y le iban con observaciones. Los pocos vehículos que pasaban por la vereda, ya poco transitada, se detenían al ver el corro. Entre el terraguerío, se acercaban los curiosos con el semblante astuto y los pasos calmos. Al ver a Plinio, observaban y callaban un rato. Luego se hacían preguntas en voz baja. En la lejanía de la llanura viñera y sin bordes, la evaporación se alzaba rielando el horizonte. Sí, tardaban los del Juzgado, sí. Plinio, en vista de que aumentaba la audiencia, y cada vez hacían más cábalas sobre cómo fue la muerte de Quiralte, guiñó un ojo a don Lotario para avisarle de la broma y, con cara de mucha astucia, se inclinó delante del coche y señaló a don Lotario hacia los ejes de las ruedas delanteras. El veterinario se inclinó también, y después de mirar unos segundos, movió la cabeza con gravedad. Plinio, pausado, volvió a señalar. Luego se incorporaron los dos con cara de mutuo acuerdo… En seguida, algunos de los curiosos que rodeaban el coche, se agacharon para ver lo que pasaba entre las ruedas delanteras. Plinio y don Lotario, mientras liaban un «caldo», se entremiraban con burla… Siempre, en las esperas del Juzgado, pasaban cosas de comedia. Un coche venía del pueblo levantando mucho polvo. En seguida se dieron cuenta que no eran los del Juzgado. Era Ricardo Quiralte, el primo hermano del muerto. Sería cinco o seis años más viejo; y con aire más rústico y almorchón. Lo acompañaba su hijo mayor, un chaval de diecinueve años con amago de melena. Sin hablar con nadie se aproximaron al coche y miraron por la ventanilla. Para ver mejor, Ricardo apoyó la frente en el cristal. Al retirarse estaba muy pálido, con cara de mareo. El hijo lo tomó del brazo. —¿No se puede abrir la portezuela, Manuel? —dijo con voz seca. —Hasta que venga el Juzgado, no. —Esto es muy raro, pero que muy raro —dijo ronqueando y con meneos infantiles de cabeza.

A pesar de su palidez y trance de mareo, daba la sensación de que Ricardo exageraba su sentir. Su hijo miraba al suelo con cara de teatro. —Ya vienen —anunció alguno. Del pueblo venía un taxi seguido de la ambulancia de Ribas. Bajó primeramente el Juez, con gafas ahumadas muy grandes y cara de recién levantado. Luego don Saturnino, el forense, con aquel aire de desgana que siempre sacaba. Y, por fin, el Secretario, que muy joven, parecía que era al único que le daba gusto todo aquello. Fueron en grupo hacia el coche del muerto apingotado. Plinio le monosilabeaba al Juez unas explicaciones. Éste se quitó las gafas negras y se asomó al coche haciéndose pantalla con la mano: —Parece que lo han cargado como una mercancía —comentó. Plinio se fijaba otra vez en el trozo de chaqueta cogido con la puerta. —Cuando quiera, Saturnino. El forense abrió con pulso la portezuela. Empezó a mirar el cuerpo de Julián con mucha detención. El público, poco a poco apretaba el corro alrededor de las autoridades. —Por favor —les dijo Plinio—, abrirse que no nos dejan. El médico apartó el pico de la chaqueta que tapaba, sobre el asiento, la cara del muerto. Con ademanes de puro formulario le puso la mano en la frente y le tocó el pulso. El Juez se asomó a mirarle la cara: —Pobre Julián —musitó— estudiamos juntos el bachillerato. —Tiene la cara llena de hematomas. Plinio se asomó con curiosidad: —¿Palos, don Saturnino? —No sé… Ya veremos. —Venga, sáquenlo. Trajeron la camilla junto al coche. Ribas retrocedió el asiento para que quedase más espacio, y ayudado por otro mozo que venía con él, intentaron sacar el cuerpo. Plinio y el forense les echaron una mano. Hecho un cuatro, como estaba, era muy difícil sacarlo. Las manos y las rodillas se enganchaban en todos sitios. Al fin lo depositaron en la camilla. Estaba completamente rígido en aquella postura, que recordaba la de un pingotero en el momento más difícil. Los brazos cruzados sobre la cabeza y las rodillas rozándole las narices. Ahora se le veían mejor los desgarrones de la piel de la frente y de la nariz sobre todo. Junto al asiento del coche había un bolígrafo y un llavero. —Se le debió caer de los bolsillos al meterlo aquí. Puesto así en la camilla, hecho un ocho, cubierto con traje gris claro, todos los curiosos miraban asombrados, en silencio total. —Se conoce que lo arrastraron por el suelo, se nota en lo empolvao que está, Manuel. —Y en este chicle mascao que tiene en el pantalón, don Lotario. —Y en este roto de la chaqueta — dijo el Juez. El forense, sin comentario, dio con el codo a Plinio y al Juez y señaló los pantalones algo entreabiertos, sin que ninguna otra prenda velase la carne y el vello. Pero el corro de curiosos, que no perdía una, cazó la señal, y a coro dijo: —Si, está descalzoncillado. —¿Qué pasa, qué pasa? —dijo el primo Ricardo rompiendo el corro. —Nada, nada, que parece que lo han arrastrado por el suelo —dijo el Juez. El Juez ordenó que entrasen la camilla en la ambulancia. Antes lo cubrieron con una manta. —El coche, que no lo toque nadie, y que venga la grúa a por él. Bueno, será mejor, don Lotario, que vaya usted a avisar a la grúa, y yo espero aquí, no vaya a enredar algún bacín. —Vale. El primo Ricardo y su hijo, confusos, y sin saber muy bien qué hacer ni qué decir, se fueron también tras la ambulancia.

Apenas marchó la ambulancia y el coche de los legales, desaparecieron los curiosos. Plinio y don Lotario dieron otro repaso al coche. Sólo encontraron un cortauñas bajo el asiento. —¿Sabes lo que te digo, Manuel? —¿Qué? —Que éste sí que es caso de huellas digitales. —Ya…, por eso he dicho que se lleven el coche con la grúa. Marchó don Lotario y Plinio se quedó solo, dando paseíllos y echando cigarros junto al coche y su sombra, que se dibujaba sobre los cibantos de la vereda. Cuando dejaron el coche de Julián Quiralte encerrado en sitio seguro, dijo Plinio de pronto: —Vaya, don Lotario, vamos a la casa del muerto. —Si no hay nadie. —Estará la asistenta, su caporal, o qué sé yo. Alguien habrá, y a ver qué nos dicen. —Como quieras. ¿Y a ti a que te huele esto? —No sé que le diga… Aunque eso de que no lleve calzoncillos, me ha hecho pensar en un caso de bragueta. —¿Crees que no le dio tiempo a ponérselos? —Yo qué sé. O que los perdió en el trance. La apariencia es que se vistió, o lo vistieron, de mala manera. Ya ha visto usted cómo llevaba la corbata, y el cuello de la camisa, sin abrochar. Un calcetín del revés, el faldón izquierdo de la camisa salido y la camiseta con la trasera delante. —Joder, pues sí que te has fijado tú en cosas. Yo me quedé en los calzoncillos. —Usted es que tiene muy pocas aspiraciones, don Lotario. —Eso será. La casa de Julián Quiralte, que tuvo siempre una puerta de madera barnizada, muy típica de los años veinte, le habían puesto ahora, según costumbre, una de hierro muy fea. Entreabierta, en aquel momento salían dos vecinas con aire de bacinería misteriosa. Al ver llegar a Plinio y a don Lotario, hicieron ademanes de arrepentirse, de volver a entrar, pero ante la cara tan seria de Plinio no se atrevieron. Ellos entraron sin aviso ninguno y cerraron dejando a las vecinas en la acera. Dieron unos pasos en el portal oscuro. El patio, antiguo, tenía un toldo azul totalmente corrido, que hacía una penumbra muy rigurosa. Recuadrada en la puerta del fondo que daba al corral, había una mujer con las manos cruzadas a la altura de la cintura. Al ver entrar a los de la policía, cerró la puerta del corral, quedándose ella en completa tiniebla. —Buenos días. ¿Tú eres ahora la criada de don Julián? —Ahora y hace diez años. Desde que estaba moza. Pero siéntense, si vienen de asiento. Y les ofreció unas butacas de mimbre que hacían corro a un sofá. —Siéntate tú también. —Lo que usted mande. Y se sentó justo en el centro del sofá. No tendría cuarenta años, pero sus visajes eran de vieja. Escuchaba con la boca entreabierta, e inclinando un poco la cabeza, como si sordeara. —¿Qué día venía de Madrid tu señorito? —Todos los viernes, al caer la tarde. —¿Qué hacía? —Yo me voy siempre a las cinco. Le dejaba la cena preparada. Por la mañana sí que vengo trempanico, le limpiaba la casa, preparaba el desayuno y le hacía el cuarto. —¿Y el sábado? —Lo mismo, lo mismo. —¿Y el domingo? —Los domingos yo no acudo, porque, sabe usted, viene mi hombre del campo. Pero él se iba a comer a Madrid… —¿Ayer hizo algo o dijo algo que se saliera de lo corriente? —¿Que se saliera de lo corriente? —Quiero decir algo que te extrañase. —No… —¿Tuvo alguna visita? —No…; bueno la gente y el caporal, que claro, vinieron a cobrar… Y alguna factura. O de los bancos. Lo de siempre, ya le digo a usted. —¿No discutió con alguien? —Mire usted, yo no oí nadica. —¿Qué cree usted que puede haberle pasado? —Yo qué sé, mire usted. Don Lotario miró a Plinio con cara de «de ésta no sacamos nada». Sonaron en la puerta unos llamotazos muy fuertes. —Ves a ver quién es con esas prisas.

En el cuadro claro de la puerta abierta se vio un hombre de campo endomingado, con la blusa negra y la boina nueva relucía. —Es el caporal. Como remoloneaba hablando con la mujer en la puerta misma, Plinio le hizo un venir con la mano. —Pasa, haz el favor. Entró quitándose la boina y hablando: —Es que me han dicho en la plaza lo del amo y me he dicho voy a ver… —¿Cuántos años llevas en la casa? —Va pa quince. —¿Conocías bien al amo? —Hombre, bien, lo que se dice bien… —¿Qué crees que puede haberle pasado? —Yo, mire usted, cualquiera sabe. —¿Tú últimamente le has notado algo especial? —Ca, no señor. De pronto, el Jefe miró a la criada: —¿Solía traer pistola en la maleta? —Que yo sepa, no. —¿Y tú, Pedro, le has visto alguna vez con armas? —No. —En la maleta, lo único así rarillo que traía, era una caja de bombones. —Bueno pero eso… —Ya lo sé, pero todas las semanas, no fallaba, una caja de bombones. —¿Para quién? —Ah, yo qué sé, mire usted. El domingo ya no estaba. —Se las traería a las hijas de su primo. —No creo, se pasaba las semanas enteras sin verlas. —O se los comería él. —Tampoco. Él, de galgo, nadica. —¿Ayer mañana también viste la caja? —Claro. Como la de todos los sábados, grande, color rosa, con las letras encarnás y un lazo muy grande también encarnao. Todo encarnao. No marraba. —¿Y no viste nunca dársela a alguien? —No. Seguro que la sacaba de noche. Plinio y don Lotario se miraron con parpadeos de listeza. —Anda, enséñame tú su habitación. Subieron la escale entre tanto mármol, y metal dorado del pasamanos. La habitación era grande, de techo alto, y la cama de matrimonio entre los dos balcones. Plinio echó un vistazo a los cajones de la mesilla. Al armario grande y ancho. —¿Dónde está la maleta que traía de Madrid? —Aquí, mire usted —dijo descorriendo las cortinas estrechas y claras que tapaban un especie de vestidor. Ésa que está sobre la silla. Era un maletín de los llamados fin de semana, imitando piel de cocodrilo y con los cierres dorados. Plinio lo abrió. Estaba vacío. —En cuanto llega saca todas las cosas menos la caja de bombones. Plinio y don Lotario husmearon por toda la alcoba y otras habitaciones sin encontrar nada especial. En las enormes lunas del armario se les veía el ir y venir. —¿Usted sabe si el señorito Julián usaba siempre calzoncillos? La criada quedó con la cara un poco transida, no sabiendo si la pregunta iba en broma o en serio. —Venga, dime. —Sí señor, yo se los lavaba todas las semanas. Otra vez en el patio, Plinio y don Lotario se apartaron un poco con el caporal: —¿Últimamente tenía jaleos con alguien por cosas del campo? —Que yo sepa, no. A él le iba todo muy bien. Pues poco que ha ganado este año con el precio que ha tenido el vino… Y con los piensos, no digamos. —¿Últimamente no ha comprado tierras? —No, tiene de sobra.

Volvieron al coche con los gestos caídos. No había dado tiempo a hacerle la autopsia al cuerpo, ni a llegar toda la familia de Julián. De modo que decidieron irse a tomar unos cafés. En seguida se les acercó Perona, el camarero de Plinio, con ojos de recién levantado. —Ya me han dicho lo del pobre Julián Quiralte. —Oye, Manolo, ¿quiénes eran sus amigos últimamente? —Bueno, venía por aquí muy poco. Más bien iba al otro casino, donde tiene partida, pero solía verlo alguna vez con José Roso y Pepito Perdices. —No sabía que tenía allí partida. Entonces nos hemos equivocado de casino, don Lotario —dijo en broma. —Hombre, Manuel, no sea usted así, tómense aquí el café y después van allí a tomar otro… Además, seguro que Pascual no ha llegado todavía a aquel casino. —Lleva razón Perona, Manuel, las cosas son como son. —Ea, pues tráete los cafetillos. —Me estoy acordando, Manuel — ahora que lo veo entrar— que era muy amigo de Federico, el sobrino de aquí de don Lotario. Creo incluso que estudiaron juntos. —¡Eh!, Federico —le llamó don Lotario. —Qué pasa, jefes. —Siéntate, si vienes de asiento. —De regular asiento, porque estoy de guardia en la Casa de Socorro. —Pues anda, haz un esfuerzo, que tenemos que interrogarte. —¿Qué toma el doctor Federico? — le preguntó Perona sonriendo. —Tráeme un café. Federico se sentó y miró sobre las gafas con sus ojos cariñosos a don Lotario y a Plinio, al tiempo que empezó a vibrar la pierna derecha. Y don Lotario, que estaba con la pierna queda, se le contagió rápido y empezó también el temblequeo, pero con la izquierda. Perona, al llegar con el café, le guiñó el ojo a Plinio, señalándole las piernas parientas en plena vibración. Éste echó una media sonrisa, le puso a cada cual una mano sobre el muslo moviente, y dijo: —Alto ahí, que se van a quedar sin energías para seguir la investigación del caso Quiralte. Los dos frenaron, y sonrieron. —Nada Federico —le dijo Plinio— que queríamos que nos contases algo de tu amigo Julián. —Ya me han dicho lo que ha pasado. Qué raro. —¿Por qué crees tú que puede haber sido? —No sé, él era hombre ordenado en todas sus cosas y bastante listo. —¿Tú sabes, Federico, si tenía por aquí algo de mujeres? Federico encogió las narices y se apretó las gafas: —No… que yo sepa, no. Y viviendo en Madrid, si le apetecía algo, no iba a venir aquí… vamos, digo yo. —Bueno, pero cuando ocurren estas cosas, la lógica no vale para nada.

Federico chupó el cigarro y empezó a darle otra vez a la pierna. —Ya entiendo. Yo estudié con él y vivimos en la misma pensión algún tiempo, pero ahora nos veíamos de tarde en tarde, cambiábamos alguna palabra sobre la familia y nada más. Le gustaba contar cosas de cuando estudiábamos. Ya digo, me ha extrañado mucho. Federico, apenas apuró el café, se puso de pie con la impaciencia de siempre. Y los miraba callado por si le preguntaban más. —¿Quieren ustedes algo más de mí? —Gracias Federico. Recuerdos a Encarnita. —Gracias, tío Lotario. Y se marchó rápido, mirando al suelo como solía hacer siempre. En el otro casino, el de Tomelloso, vacío a aquellas horas, hablaron con Pascual el camarero y Lucio Chaqueta, el corredor de vinos. Los cuatro en torno al mármol cuadrado y blanco de una mesa. Lucio inauguraba la mañana fumando un puro que de vez en cuando miraba con mucha satisfacción y le apretaba la punta. —Qué lástima de don Julián —decía Pascual con la mano en la frente. —¿Qué días y a qué horas venía por aquí, Pascual? —Viernes y sábados, hasta la medianoche, a echar una partida, entre otros, aquí con don Lucio. Anoche mismo estuvo aquí. —Es verdad. —Pero ¿a qué horas exactamente? —Verá usted, el viernes y el sábado hasta las doce de la noche. No fallaba. Y el sábado, ademá, después de comer hasta las cinco. —¿Y el domingo, no? —No, el domingo se iba por la mañana. —¿Vosotros le oísteis hablar de algo difícil o sospechoso que tuviese por aquí? —Eso aquí, don Lucio. Yo, claro, me limitaba a servirle y nunca oí… —No, él era un hombre de buen natural y risueño, que pocas veces contaba cosas de su vida privada. Le gustaba hablar poco, y cuando lo hacía, muy en general… ¿Es verdad que lo han matado? —preguntó Lucio con aire misterioso y chupando el puro. —No se sabe nada hasta que le hagan la autopsia.

Hacia las doce, avisaron a Plinio la llegada de la familia de Julián Quiralte. Pero decidió no visitarla hasta que se hicieran un poco a la situación. Don Saturnino también le mandó recado de que la autopsia estaría lista a última hora de la tarde. En su despacho del Ayuntamiento, y con don Lotario sentado en su rincón de siempre, paseaba Plinio con las manos atrás y el entrecejo rebinativo. —¿Sabe usted lo que le digo, don Lotario? —¿Qué, Manuel? —Que hasta ahora, desde las ocho de la mañana que empezamos la inquisición —y va a dar la una— sólo tenemos una pista curiosa. —¿Curiosa o gustosa, Manuel? —Lleva usted razón, gustosa… Los dos hemos pensado en la caja de bombones. —Sí señor. —En la caja de bombones que trae cada viernes y desaparece cada domingo… ¿Para quién será? —Misterio. —Ah, amigo… posiblemente ahí esté la clave de la muerte y arrastre de Julián Quiralte. —Pues no me extrañaría. Plinio tocó el timbre y sacó el paquete de los «caldos» con mucha prosopopeya: —Ahí va un «caldo», don Lotario. Apareció un número: —Llamaba, Jefe. —Sí, que venga Maleza… Sí, don Lotario, una caja de bombones todas las semanas. Una caja de bombones bastantico grande. —Una caja de bombones grande color rosa, con letras y el lazo rojo también. Entró Maleza sin llamar: —Buenos días, Jefe. ¿Cómo va ese muerto? —Oye, ¿a qué hora salen a recoger las basuras? —A eso de las siete de la mañana. —Bueno, pues me vas a reunir a todos los encargados para esta noche a las nueve. —¿Es que se ha perdido algo, Jefe? —Ya sabes, me los reúnes en el cuarto de guardia. —Sí, señor. —Y no les digas para qué. ¡Ale! —Si no lo sé… cómo se lo voy a decir… a la orden. —Yo creo, don Lotario, que si alguien echa todas las semanas a la basura una caja grande, color de rosa, no le habrá pasado inadvertida a los de la limpieza. —Esperemos… Aunque las cajas de bombones muchas veces las guardan las mujeres para meter hilos o qué sé yo. —Si, ya lo sé, pero guardar una caja a la semana es mucho guardar… De modo que las guardan «las mujeres»… dice usted. —Sí, eso he dicho. Los hombres no acostumbramos. —Ya.

A las siete de la tarde, cuando calcularon que don Saturnino estaría dando de mano a la autopsia, Plinio y don Lotario se fueron al cementerio. Pararon en la gasolinera que hay por allí, y les sorprendió ver coches parados en las proximidades del camposanto, sin entierro a la vista. Dejaron su coche junto a los otros. En el portal había varias personas, que los miraron entrar con expectación. Con aire bastante tranquilo, aunque con los ojos enrojecidos, estaba la viuda. Y junto a ella, con suéter rojo, el hijo, de unos veinte años. Luego, los primos y otros familiares de segunda y tercera. Plinio y don Lotario les dieron el pésame. Ella, de momento no les preguntó, pero no les desclavaba los ojos implorantes. Sus paisanos, tenían tanta fe en Plinio que, desde el primer momento lo creían en el secreto de todos los casos… Y en lo tocante al de Julián Quiralte, pensaba él: Bien sabe Dios que aparte de los bombones, y algún detalle como la falta de calzoncillos, no sé más que cualquiera de éstos. Por fin la viuda se determinó, y aprovechando que Plinio quedó solo un momento liando un cigarro, se le aproximó con aire muy cortés: —¿Qué me dice usted, Manuel? Y empezó a llorar, de manera muy comprimida y elegante. Las lágrimas le caían por aquellos pechos, famosos cuando llegó al pueblo años atrás, y todavía con cierta altozanía llamativa. —Esperemos qué dice el forense. —¿Pero usted no sospecha nada ni de nadie? —De momento no… ¿Y usted? —¿De quién voy a sospechar yo? Ha debido ser algo muy raro, Manuel. —Una pregunta, señora: ¿Qué solía echar los viernes en la maleta su marido cuando se venía al pueblo? —… No sé, el pijama, las zapatillas, alguna muda… Las cosas de aseo. Plinio quedó pensativo. —¿Qué quiere usted saber? —No sé… Por si acostumbraba a traer alguna otra cosa, un libro… una caja de algo… una pistola. —¿Una pistola? —Es un decir. —No, él no tiene pistola. Y libros… no leía. ¿Y cajas de algo? —Le he hecho la pregunta, porque muchas veces, cualquier detalle, sirve para dar una pista. —Ya… —¿Usted habló por teléfono con él? —¿Cuándo? —En este último viaje. —No, como no hubiera alguna cosa muy especial nunca hablábamos. Él lo tenía todo muy bien organizado… Por un momento le pareció a Plinio que la señora hablaba de otro, de un ajeno total. Lo hacía con gesto indiferente y sacudiéndose algo de la solapa del traje azul hechura sastre. Al reclinar la cabeza se la hacía una poca papada, pero todavía se conservaba tersa y refrescona. —Él no tenía negocios difíciles ni nada grave… No me explico por qué razón pueden haberlo matado. —No es seguro que lo hayan matado. —¿Que no? En aquel momento, don Saturnino, el forense, salía del Depósito seguido del practicante. Ambos, ya vestidas sus americanas, lavados y perfumados. Fue el médico directamente hacia Plinio y Rosa. —Ha muerto de infarto —dijo de sopetón. —¿Entonces esas heridas? —Como pensé en el primer momento son superficiales y… posiblemente hechas después de muerto. —Pero ¿cómo le iban a pegar después de muerto? —preguntó Rosa muy asombrada. —Si no es que le pegasen, Rosa. Se pudo caer de algún sitio. Ya te habrán contado que estaba cabeza abajo en el asiento del coche. Plinio asintió meditabundo.

Como se habían acercado curiosos, el forense se calló. Llegaron los de la funeraria y empezaron los preparativos para trasladar el cadáver a la casa mortuoria, porque así lo habían autorizado. Rosa se apartó de ellos, pero no entró en el Depósito. Quedó muy pegada a su hijo. —Cuenta más cosas, Saturnino —le pidió don Lotario al forense. —Si ya está todo contado. Como dijimos, se ve que lo vistieron a empellones después de muerto. Aparte de no llevar calzoncillos, tiene los calcetines al revés y la camisa abrochada coja… En fin un desastre. —Total; que murió en cama ajena… —Lo más fácil. Y toda la ropa llena de polvo y refregones. —Ya, ya. —Y que la muerte fue por infarto, no hay duda. —Y digo yo, no pudieron apalearlo, por ejemplo, y morir mientras de infarto —dijo Plinio. El médico torció la cabeza. —Serían muchas coincidencias. Pero sobre todo, Manuel, esos hematomas no son de palos, son rozaduras. —¿Y no podrá haberle ocurrido el percance en una casa de fulanas? —Si hubiese sido así, don Lotario, ¿para qué lo iban a ocultar? Con dar parte todo arreglado. —No, Manuel, pero… —No creo, ya digo, pero de todas formas, preguntaremos a los chivatos, frecuentadores y encargadas. —En una casa de fulanas lo habrían tratado mejor. —Hombre, Saturnino, nunca se sabe cómo ocurren las cosas. Sacaban el ataúd entre dos de la funeraria, el primo de Julián y su amigo Claudio. Fueron hacia los coches. Rosa miró a Plinio con los ojos tristes. —Va a ser éste un muerto muy tranquilo y poco llorado, a pesar de las circunstancias —dijo don Lotario como para sí. —Es que Rosa todavía no ha acabado de darse cuenta de lo que pasa. No ha reaccionado. —Don Saturnino, hay mujeres que no reaccionan nunca. —No diga usted esas cosas, Manuel, que luego le llaman «machista», en los escritos profesorales. —No, hombres y mujeres. Los hay y las hay que no sienten ni padecen, que son puro barro de tejera. Se quedaron ultimeros en el Camposanto. El practicante marchó en bicicleta y don Saturnino aguardó para venirse con los justicias. Por la carretera lindera pasaban unos camiones larguísimos y azules, que eclipsaban por segundos el sol rojiponiente. —Que cada persona es un mundo, Manuel. —Sí, señor. Un mundo chiquitejo y pedorrón, como decía mi abuela. —Antes de irnos al pueblo para seguir con estas muerterías, podíamos acercarnos al bar ese de la carretera, al Palomar, y echarnos unos refrescantes. —Vale, don Lotario. Usted siempre tan gustativo. Enfocaron el coche hacia Argamasilla. La llanura parecía un braserón de luces despidientes. —Conque chiquitejo y pedorrón, Manuel. Eso está bien. Nunca te lo había oído. —Chiquitejo y pedorrón, porque aunque no salga la cuenta, hay más panzas y culos que cabezas. —Infinito es el número de gilipollas, decía la Biblia. —De necios, Lotario —corrigió el forense. —Pues desde entonces acá la cosa sigue igual. No menguó el porcentaje. A las nueve, le pasó a Plinio recado el cabo Maleza de que habían llegado los encargados de la recogida de las basuras. —Sólo falta uno, Antolín el Prohijado, y ha mandado al sobrino que le ayuda. —Está bien. Plinio fue hacia el cuerpo de guardia. Entre chóferes de los tractores y basureadores propiamente eran cinco, contando al sobrino. Estaban sentados muy juntos. Y miraban a Plinio con cara interrogativa y temerosa. Plinio, con la mano que tenía en el bolsillo del pantalón, se rascó los inguinales sin disimulo. —Aquí nos tiene usted, Jefe —dijo el más decidido forzando un sonreír.

Plinio se puso diplomático para tranquilizarlos: —Quiero ante todo daros las gracias por haber venido. El segundo de ellos, según el orden que tenían en el banco, en señal de confianza sacó la cajetilla. La luz del cuarto de guardia les daba en la espalda, y los cuatro buscabasuras parecían siluetas de película. El que sacó los pitos ofrecía ahora lumbre, con una cerilla que separaba mucho de los cigarros, de manera que todos tenían que alargar el pescuezo detrás de la llamilla. Plinio, después de encender el suyo, les dijo su deseo: —Quiero que recordéis bien, si alguno, en su sector, encuentra con frecuencia unas cajas bajas, anchas y largas, color de rosa, con letras rojas. Cajas que fueron de bombones. ¿Me explico? Todos se entremiraron con cara sosa. Plinio se quedó con las manos en el aire, señalando el tamaño aproximado de las cajas. —No sabe usted, Jefe, pizca más o menos por qué parte del pueblo. —No… Sólo sé que a Tomelloso llega una caja de ésas todas las semanas, y naturalmente, en alguna parte tendrán que tirarlas. —Eso es verdad —dijo uno muy razonable. —¿El qué es verdad? —le preguntó otro con aire agresivo. —Que en alguna parte tendrán que tirarlas. —O no. Las cajas de bombones si son hermosas no se tiran, las dejan para guardar cosillas las mujeres. —Eso es verdad. —Ya, ya, pero puede ocurrir que si se juntan muchas las tiren. Entonces mi pregunta es si alguien ha visto alguna caja así en las basuras de su barrio. Uno, el más gordo, que hasta ahora no había dicho nada y respiraba con la boca entreabierta, un poco sonoramente como roncando, alzó respetuosamente el dedo como si quisiera hacer «pis». —Jefe, un servidor, ha visto alguna vez una de esas cajas rosas. —¿Cada cuánto tiempo? —No sé, cada largo. Las suelen tirar ya rotas o casi rotas… Sólo una vez cacé una entera. —¿Dónde? —Ya sabe usted, hago toda la parte esa que va desde la calle de la Feria hasta doña Crisanta. Y claro, son muchos cubos. —¿Pero no recuerdas al menos la calle? —Más bien no… y el caso es que la tengo en la punta del recuerdo, pero no cae. —Y hablaba de pronto casi transfigurado, mirando al vacío, como si estuviese esperando de un momento a otro la aparición de la caja rosa. Todos lo miraron extrañados, pero el hombre, rápido, recobró su natural de gordo ingenuo. —… Cuando encontré esa entera que le digo, como era tan hermosa se la di a mi chica para que metiera crometes… Pero seguro que de aquí a pocos días cae otra.

Plinio bajó los ojos un poco decepcionado: —Pon mucha atención estos días y si aparece fíjate bien en la casa. —Sí señor, vaya si me fijaré. —Y vosotros, los demás, ¿seguro que no habéis visto nada? —Seguro, Jefe. Seguro, seguro. —Yo le diré el mandao a mi tío — dijo el sobrino de Antolín el Prohijado. Después de cenar fueron un rato al velorio de Julián. Plinio y don Lotario se sentaron, un poco apartados, en un comedorcillo de verano en el que había muchas revistas. Un reloj de cuco sonaba muy enérgico. Y, en un rincón, dormitaban dos viejos. Uno, el más gordo, con unos cabeceos y reacciones casi epilépticos. Cada vez que cerraba el ronquido y hacía alguno de aquellos aspavientos, Plinio y don Lotario lo miraban con visajes de asombro. El otro, que era sordo, siempre miraba al cigarro que tenía en la mano. La asistenta pasó por allí mirando a todos lados. Al ver a los justicias, sonrió. Don Lotario salió al patio y volvió al rato: —Me ha preguntado Rosa que dónde estábamos, dice que quiere hablar con nosotros. He ido a echar un vistazo al ataúd que le habían puesto, que en el cementerio no me pude fijar. —¿Para qué? —Hombre, como el pobre muerto tiene una posición tan rara, así con las rodillas dobladas… —Ya. —Pero no sé cómo se las han arreglado que han podido meterlo en una caja corriente. Como anunció don Lotario, llegó Rosa. Ya llevaba traje negro y una triste fatiga en la cara. Se sentó frente a Plinio, y quedó mirándolo con sus ojos oscuros de párpados tan grandes y pañosos. Todavía recordaba Plinio cuando la trajo Julián al pueblo, hacía veinte años, con aquella risa de dientes tan blancos que ahora sólo se le veían en algún descuido de los labios. La recordaba paseando por la calle de la Feria, con aquellos gestos y ademanes de alegría que se gastaba… ahora tan amainados. Sólo en el pecho conservaba cierto respingo altanero. —Manuel, ¿por qué me preguntó usted qué echaba Julián en el maletín cuando venía? —Por nada concreto… En estos casos hay que tener en cuenta todos los detalles. —Usted quería saber si yo estaba enterada de lo de las cajas de bombones. Plinio rizó un poco la boca, sin replicar. —Ya me ha contado la asistenta, que todos los viajes se traía una caja de bombones color rosa… ¿Para quién, Manuel? —No tengo idea… A lo mejor era un poco galgo, y usted no lo sabía. —No estoy para bromas, Manuel. —… Lo grave es que ha muerto su marido… Todo lo demás ya no tiene importancia. —Para mí sí la tiene, y quiero que se averigüe todo bien averiguado. Todo, Manuel. Quiero que me descubra usted hasta el último paso que daba en el pueblo desde que llegaba el viernes hasta la tarde del domingo. Plinio se pasó la mano por la cara y bajó los ojos. Rosa miraba ahora fija a la bombilla, con los ojos llorosos. Pensó Plinio si aquellas lágrimas serían más de celos que de dolor. —No puedo explicarme a quién le traía bombones. —No piense usted más en eso. —¿No? Pues, ¿en qué voy a pensar, Manuel? Ahora empiezo a entender algunas cosas. Plinio la miró. —¿Qué cosas? ¿Se pueden saber? —No nada. Son cosas mías. Ahora, que así que llegue a Madrid, me voy a enterar bien fijo de lo de la caja de bombones. Porque sé seguro dónde los compraba. En casa de su amigo Loheches, en una confitería que se llama «La Regencia». Cuando callaba, quedaba con la mirada fija en la luz. Durante cuatro días —precisamente los que Rosa estuvo en el pueblo— las investigaciones sobre el caso Quiralte quedaron estacionadas. Fue el velatorio, fue el entierro y no fueron los rosarios reglamentarios, porque Rosa tenía cosas muy urgentes en Madrid. Pero no apareció ningún dato nuevo que alentase a los justicias. Plinio, caidón como pocas veces en su vida, paseaba por el Paseo de la Estación con su amiguísimo y cooperito don Lotario. Casi a oscuras, por la parquedad y distancia de las luces, pisaban sobre las hojas secas que chascaban bajo los pies. En algún que otro banco, entre sombras, se entreveían parejas de novios enganchadas por el cuello. Plinio, desde hacia media hora larga, con las manos en la espalda y el cigarro pegado al labio, caminaba sin soltar razón. Don Lotario, sin poder aguantar más tanto silencio, cuando iban ya a la altura de la bodega de Cuesta, dijo: —Desde luego, Manuel, que cuando las cosas no van a tu gusto, te coges unos cabreos catrales. —¿Qué quiere usted, que me ponga a cantar pasodobles? Desde hace unos días no veo luces por ningún recodo.

Todas las gentes a quienes hemos preguntado, amigos y parientes del muerto, no nos han dado la menor razón aprovechable. Lo que hacía Julián después de las doce de la noche, no lo sabe nadie. La única novedad que nos proporcionó Patricio, su vecino, es que hasta las tres o las cuatro no se acostaba. Que muchas madrugadas oía llegar el coche. ¿Dónde estaba desde las doce hasta las tres o las cuatro de la mañana? Ni pum. Misterio total. En las casas de putas, desde luego no. Ningún chivato, puta, frecuentador, chulo ni vecino lo ha visto por allí. Cosa natural, por otra parte, en un señor que tiene dinero y vive en Madrid, donde, como es natural, tienen representaciones puteriles, con candidatos buenísimos, todas las capitales y pueblos de España… O sea, que a las doce de la noche, Julián Quiralte se dejaba la partida del Casino de Tomelloso, cogía su coche, que también sabemos que lo aparcaba allí cerca, y salía de pira. ¿Dónde…? Parece mentira, eh, que en un pueblo, con tanto bacín y desocupado merodeante como hay, nadie haya visto dónde iba el Quiralte después de la partida. —Desengáñate, Manuel, que lo tiene que haber visto alguien. —¿Qué quiere usted decir? —Pues quiero decir que hay que seguir la investigación hasta el agotamiento. —Es decir, irle preguntando a todo quisque que nos encontremos por la calle: ¿ha visto usted alguna noche a Julián Quiralte después de las doce? —¿Tú, entonces qué piensas? —Hombre yo pienso lo que usted… que éste tenía un apañete por aquí y después de las doce se metía bajo su misma sábana. Y es natural que siendo casado y de gente tan conocida, cometiese el adulterio con las mayores reservas. —Pues un tío que adultera un día por semana aquí y con una decente, si es que ha ocurrido alguna vez, se le pilla presto. Porque hasta las persianas, si ven algo de eso, empiezan a vibrar hasta despertar a sus amas. —Ya, ya. Pero que hemos tenido mala suerte y ya está… o que somos más tontos que Abundio. —De tontos nada, eso probado. La culpa de todo es la televisión. —No entiendo. —Pues está muy claro. Antes de la televisión, la gente era más curiosa, más bacina. La calle era el escenario más pintado, y la ventana, el balcón o la puerta la mejor butaca. Usted se acordará de cómo, hace nada, así que templaba el tiempo, había gente sentada en todas las puertas. Las terrazas de los casinos y bares estaban hasta arriba. Por las calles había paseantes y fisgones hasta el amanecer, y todo el día y toda la noche no había calle sin asomicas en ventanas y balcones. La gente buscaba el espectáculo en los otros… Ahora en la televisión. —Pues es mejor que no haya tantos curiosos de vidas ajenas. ¿No crees? —Hombre, hasta cierto punto sí, pero que de momento a nosotros no nos conviene. —De todas formas hay que tener esperanzas, Manuel. Siempre habrá gente que le interese más saber si su vecina se acuesta con uno, que el final de la Liga. —Pero a nosotros hasta ahora nos ha fallado. Todo el mundo a ver al hombre del tiempo. Estamos en ridículo, don Lotario. —Nada de ridículo. Estamos a la espera. Más tarde o más temprano saltará el dato o te vendrá el pálpito revelador, y se jodió el ridículo. —Está usted apañado con los pálpitos. No sé quién habrá inventado esa estupidez. Pálpitos ni pálpitas, a mí lo único que me dan son dolores de muelas.

El mismo día que Rosa y sus hijos se volvieron a Madrid (sin cumplir los nueve rosarios, como le criticó mucha gente), que hay que ver qué tiempos éstos hija mía, y es que la gente de Madrid es de lo que no hay, Colchero, el recogedor de basura, se presentó en el despacho de Plinio con algo bajo el brazo muy bien envuelto en papel de periódico. El hombre venía con ademanes y gestos de mucho misterio. Cuando cerró la puerta y se cercioró que Plinio estaba solo, sin decir nada, y con cara ahora de mucha suficiencia, pero siempre en silencio, puso lo que traía sobre la mesa y lo descubrió con ademanes de prestimano… un poco basto, pero prestimano. —¡Eh! Allí estaba. Algo deteriorada. Una caja de bombones grande, color rosa y con dibujos rojos. Con las manos en jarras, sonreía satisfecho de la atención con que Plinio examinaba la caja. —¿Dónde la has encontrado? —Entre la basura de una casa bastante conocida. —¿Qué casa? —La de Mateo Matías. Plinio quedó con la mirada perdida, y el pulgar colgado del cinto, pero sin hacer comentario. —¿Qué le parece, Jefe? —Nada, Colchero, que te lo agradezco mucho y debes hacerme otro favor. —¿Cuál, maestro? —… Callarte el encuentro y el encontradero. —Eso está hecho. A mí lo que me gusta, Manuel, es hacerle a usted servicios y favores… Y claro, he caído en la cuenta de que en esa misma casa me encontraba cachos de caja o cajas enteras muy a menudo. —Muy bien y muchas gracias. Pero tú callao, Colchero. —Ya le he dicho que eso está hecho. Cuando a la una se presentó don Lotario en el despacho de Plinio, éste le dijo con una sonrisa de muy mala uva: —Don Lotario, le tengo preparado un lío de familia. —Pues ¿qué pasa? Y Plinio sacó la caja color de rosa y medio rota del armario del despacho. —Aquí la tiene usted. Una de las que traía el pobre Julián todos los viernes. —Vaya, vaya… No ves como siempre hay que tener esperanza y no coger esos cabreos que tú te gastas… ¿Y por qué dices lo del lío de familia? —… La han encontrado en el cubo de la basura de la casa de su primo Mateo Matías. —¡Atiza manco…! Pero a mi primo, con casi ochenta años, y medio gagá, no creo que nadie le regale bombones… ¡Ay coño!, ahora que caigo. —Exactamente. A él no, pero a su hija Felisa, la solterona guapísima, todavía sí que es posible. —Mi sobrina siempre me pareció de una estrechez claustral. Como que pienso que por eso se ha quedado soltera. —No se fíe usted de las apariencias. —Ha consagrado toda su vida al padre. Tan mayor y con poca salud… Ella nació ya muy tardía. —Comprenda don Lotario que siento mucho aventurar juicios tratándose de su familia, pero… —Ya, ya… Adelante. Claro que también todo puede ser una casualidad. No me suena mi sobrina metida en juegos de ingle nocturna… y con un casado. —Eso es muy fácil que lo averigüe usted mismo. —¿Yo? —Sí, dejándose caer en el casino junto a su primo Mateo Matías, y preguntándole si su hija Felisa le da bombones a menudo. —Joder, Manuel, eres el mismísimo Satanás. —¿A que le ha gustado esta delicada manera de hacer la pesquisición? —Hombre, por lo menos es fácil e inofensiva. Claro que a lo mejor ella se los come todos y no le da ni uno al pobre viejo… —No creo que sea tan hambrona. El padre y ella solos en la casa, ¿cómo no va a darle algún bomboncillo…? Los viejos son muy galguzos. —Pero a los viejos los bombones les sientan fatal. —Uno de vez en cuando, no hace daño. —Ahora que hablamos de ellos, pienso que mi sobrina Felisa fue siempre muy suya, de mucho carácter. —Ve usted. Ya va entrando en mi sospecha. —Pero a cachonda no me huele.

Toda esa familia de los Mateos, y máxime por parte de madre, fue siempre muy poco colchonera. —Si el Julián se colaba ahí todos los sábados, con una caja de bombones bajo el brazo, no iba a ser para hablar de la adoración nocturna. —Hombre, es de suponer. —Bombones, medianoche y mujer sola, ensabanamiento fijísimo. —Nunca llega uno a conocer a la gente. —A lo mejor soy cima, pero siempre me sorprende cuando se queda preñada o se averigua fornicación de una moza de Tomelloso de buena familia. —En todas partes cuecen habas, Manuel. —Hombre, ya, pero aquí siempre hubo muy pocas sorpresas de ese tipo. Las mujeres de este terreno, si no se casan o enviudan, suelen aguantarse las ganas de mover el eje hasta el recuadro del nicho. —Bueno, siempre hubo excepciones, y ya estamos en otros tiempos. De unos años a esta parte, en la católica España se quedan embarazadas las hijas de las mejores familias. Siguiendo las indicaciones de Plinio, don Lotario esperó en el casino hasta la media tarde, que apareciera su primo Mateo Matías. El hombre, ya muy viejo y apoyado en dos garrotes, solía sentarse junto al mismo ventanal con otros socios de su edad. Allí pasaba las trasnochadas hasta la hora de cenar, que venía su hija a recogerle. Apenas entró se lo apropió el veterinario. Mateo Matías, sorprendido de que se le acercase su primo Lotario con tanto interés, lo miraba muy fijamente tras los cristales de sus gafas gordísimas, a la vez que enseñaba mucho los dientes, con gesto como de dolerle algo. —¿Cómo va esa vida, Mateo? —Biennnnnnn. —¿Y tu hija, está bien? —Biennnnnnn. Mateo Matías alguna vez se rascaba la rodilla. —¿Te pasa algo en la rodilla? —No, los cambios de tiempoooooo. Don Lotario intentaba hilar conversación, pero no le era fácil. Por fin se acordó que a Mateo Matías le gustaba mucho contar cosas de cuando fue teniente de alcalde… y por allí tiró: —Aquella disposición de ponerle multas gordas a los que se meaban en las espaldas de la iglesia, estuvo muy bien traída, Mateo. —Ah, claro. Muy biennn. Y mandé poner un guardia que vigilase escondido en el Pretil. Y a to el que se meaba, zas, dos duros de multa. Pusimos hasta treinta multas. Sesenta duros, Lotario. Tú fíjate lo que eran en aquellos tiempos sesenta duros. Total que la gente le tomó tal miedo a desaguarse detrás de la iglesia, que se secaron todas las hierbas que había por allí, y no hubo necesidad de que continuase el guardia… Que por el menester que tenía le llamaban «mirapijas». Ay qué tiempos aquellos. —Y también fue buena aquella corrida que tú presidías, cuando se escapó el toro de la plaza y se vino corriendo toda la calle de don Víctor adelante. —Es verdad. Fue una feria muy sonada. Además un cohete prendió fuego el cercao de Perales, y cuando Marcial, el que era teniente alcalde conmigo, iba con su auto a avisar a los bomberos — vamos, al bombero, que entonces sólo había uno, Pirracas—, atropelló a un muchacho. La que se armó, mi madreeeee. —Oye, Matías, a los concejales de aquellos tiempos os regalaban muchos bombones. —¿Bombones? Ni siquiá uno. Nos regalaban gallinas, kilos de carne y paquetes de puros. Entonces se estilaban muy poco los bombones. —¿Y ahora? —Ahora mucho más. —¿Tú comes ahora bombones? —Alguna vez. —¿Es que compras? —No, que me los da mi chica… También me acuerdo de otra feria que se presentó el señor gobernador sin esperarlo…

Don Lotario respiró entre contento y preocupado. —¿Es que a la Felisa le gustan mucho? —¿Eh? Pues sí, deben gustarle, sí, porque tiene a menudo… Y como te iba diciendo, llegó el señor gobernador… Don Lotario volvió a suspirar. —¿Y de qué color son las cajas de bombones que compra Felisa? —¿Que de qué color? Color tomate… Bueno y a ti qué más te da… —Eso digo yo. Mera bacinería. Don Lotario, con muy pocas ganas, ésa es la pura verdad, que de su familia se trataba, fue al anochecer a la oficina de Plinio para informarle de la conversación con su primo Mateo Matías. Plinio, como convenía a su fino natural, lo escuchó sin hacer el menor comentario, gesto de crítica o suficiencia. Luego quedaron mirando al tablero de la mesa con morrillo de contrariedad. —¿Y qué vas a hacer, Manuel? —No puedo hacer más que una cosa, don Lotario. Y es hablar con ella. —¡Atiza manco! —Ni manco, ni cojo. Dígame usted si no el camino. —Pues que ella, si hace lo que tú supones, no te lo va a decir. Es más, se pondrá como una fiera. Menuda es. —Ya, ya, pero cuando las personas se ponen como fieras, es cuando dicen y hacen lo que no hacen ni dicen cuando están como un guante. —No sé por qué me parece, Manuel, que te regodea la idea del frente a frente con mi sobrina Felisa. —Basta que sea su sobrina, aunque sobrina segunda, para que me preocupe la manera de hacer esta diligencia sin que se entere absolutamente nadie… —Bueno, pero tú me cuentas a mí lo que pase. —Naturalmente. Pasaron unos minutos de silencio, sin mayores ruidos que el de los coches que pasaban por la plaza, las voces, los taconeos del pasillo del Ayuntamiento y las campanadas del reloj de la iglesia que cayeron calderonas y aburridas. Por fin, Plinio y don Lotario, con las manos sobre el anaquel del trasero, muy despacio y con cara de pensares, cruzaron hacia la terraza del casino de San Fernando. Un guardia de circulación con casco blanco y camisa gris les hizo un saludo militar. Plinio no hizo tarde. A las diez de la mañana estaba en la casa de Felisa Matías. Le abrió una criada y quedó mirándolo como si no lo conociera de nada. Por fin lo dejó pasar siguiéndolo con monosílabos nasales. Seguro que el uniforme le impuso. Y lo pasó a un cuarto de estar que olía a cerrado. La criada subió la escalera aldeando y se oyeron palabras recortadas en una habitación alta de la galería. Plinio, sentado en un sillón tapizado de rojo, aguardó pacienzudo. Estaba seguro de que Felisa no bajaría así como así. La criada bajaba ahora la escalera sin quitarle los ojos a través de la puerta entreabierta. Y Plinio, obstinado en sus fijaciones, salió hasta el patio y la detuvo: —¿A mí? —dijo con aire medroso. —Oye, ¿de qué marca es el coche de la señorita Felisa? —No sé… Es uno chiquitejo y colorao. Plinio le hizo un gesto de complacencia y se volvió al sillón del cuarto de estar. La criada marchó con la cabeza vuelta hacia él. Solo en aquel cuarto, encendió un cigarro y empezó a mirar con calma las antiguas fotografías familiares que había colgadas por allí. Casi media hora tardó Felisa en asomar con una bata casi mini, el pelo muy retocado y sonrisa forzada (de pocos dientes vistos y mucha fijeza de ojos). —¿Qué tal, Manuel? ¿A qué debo…? Se sentó en el sillón frontero, y con las manos al cuido de que no se le subiera la falda, esperó lo que fuere. Pero Plinio, cuando iba a tirar por lo derecho, como un policía cualquiera, de pronto, como buen pueblerino, se acordó de toda la familia de Felisa Matías y empezó a preguntarle por tías, primos y otros parientes poco vistos. Ella, una pizca confiada con esta requisitoria consanguínea, ablandó la sonrisa primera. —A su tía Narcisa sí que hace años que no la veo. Siempre recuerdo aquella gracia que tenía contando sucedidos. —La pobre vive en Barcelona, porque destinaron allí al marido. Ya sabe contar chistes en catalán y todo. Lo que nunca entendió bien Plinio, ni el pueblo en general, era por qué se quedó Felisa soltera. No le faltaba de nada para ser apetecible. Tenía dinero y disfrutó de varios novios, pero no se sabía por qué a todos acabó dándoles rabotazo. La versión más corrida es que era demasiado lista. Que acababa riéndose de sus novios, o lo que es igual, que ellos se creían reídos. Felisa tenía el humor cortante y un ingenio crudo, muy tomellosero, que decían acababa por dejar a los novios en camisa. Pero también es verdad que ella no dio nunca que hablar por caliente ni calzoncillera. Siempre, sus relaciones y juegos con hombres estuvieron a la vista. Y la mujer tendría sus acaloramientos como todas, pero los llevaba muy en el sobre, sin descomponer nunca su conducta y comportamiento. —También recuerdo un día que fui con su padre a los toros de Manzanares.

Yo era muy mocete. Nos reímos mucho. Plinio siguió un buen rato con sus recuerdos matiecos, hasta que Felisa se sonrió, y torciendo un poco la boca, le soltó el comprimido: —Bueno, Manuel, no me diga que ha venido a hablarme de toda mi familia. Porque usted nunca fue hombre de cumplidos. Plinio empezó a reír con gana. Y ella lo coreó con el mismo son y meneo de cabeza. Manuel sospechó que lo estaba remedando. Que lo hacía todo igual que él, aunque con mucho disimulo… Y pensó, muy de paso, si por hacer remedos como aquél, a Felisa acabaron dejándola todos sus novios. Por fin Plinio, frenó en seco sus risas y comentarios. Ella hizo igual, mirándole fijamente, con un pucherete de risa todavía, y los ojos algo guiñados. —Perdone, Felisa, pero vengo a hablarle de un asunto muy delicado y no sabía por dónde empezar —dijo Plinio echando los ojos al suelo como para pensar mejor. —Usted dirá, Manuel qué delicadezas son ésas. A Felisa, de pronto —lo notó Manuel— se le secaron los labios, y afinó el brillo de los ojos. —… Usted se habrá enterado de la muerte de Julián Quiralte. Ella afirmó brevemente con la cabeza sin despegar los labios. —Usted me perdonará la pregunta… —Diga. —¿Tenía usted algún trato con él? Sin mover los párpados entornados: —¿Yo…? No. —¿Seguro? —Seguro. —¿Seguro que usted no recibía de su parte todas las semanas una caja de bombones grande, color rosa, con letras rojas? —No. —Los que recogen la basura han visto varias veces cajas así en el cubo de su casa. —Yo, naturalmente, compro o me regalan bombones de vez en cuando, pero las cajas no tienen el mismo color. —Color rosa…, siempre eran de color rosa, con las letras rojas. —No le puedo decir. —Precisamente ayer encontraron la última caja aquí. —A ver si era de otra casa próxima. Hace bastantes días que no tenemos bombones en casa. —Su padre dice que algunas veces usted le daba bombones. —Mi padre ya no sabe lo que dice. —Pero sí sabe lo que come. —Como usted quiera, Manuel. —No; como yo quiera no, que bien sabe Dios el trabajo que me ha costado dar este paso siendo usted quién es… Lo cierto es que en el equipaje de Julián Quiralte, los sábados por la mañana aparecía una caja de bombones grande, color rosa, con las letras rojas, que el domingo ya había desaparecido porque venía directamente a parar a esta casa. Plinio notó en seguida que al puntualizar de aquella manera los días de la semana que llegaban y desaparecían las cajas de bombones, el entrecejo de Felisa se apretó súbitamente. —¿Dice usted que el sábado por la mañana? —preguntó ya sin disimulo. —Sí… Exactamente el sábado… Y dos o tres días después, la caja vacía, la caja color de rosa con letras rojas, pasaba a su cubo de la basura. Ahora, Felisa, parecía completamente distraída de las palabras de Plinio. —Si usted Felisa me cuenta toda la verdad, habrá algún modo de evitar el escándalo, ya que Julián, aunque maltratado posteriormente, murió de mal natural. Pero si se obstina en negar, tendré que dar cuenta al juzgado de mis pruebas para obrar con todas las consecuencias. Felisa, con aire distraído, se levantó sin responder, fue hasta un armarito librería que había en un testero del cuarto, bajo las fotografías familiares, y de un estuche sacó un pitillo que encendió con un mechero muy gordo. Aspiró, echó el humo por las narices, y volvió a su sitio, sin cuidarse ahora si la «mini» le quedaba demasiado alta. —¿Está usted seguro, Manuel — volvió a preguntarle con insistencia— que la caja de bombones color rosa y letras rojas la veía la asistenta de Julián Quiralte el sábado por la mañana y desaparecía la mañana del domingo? —Exactamente. —Entonces ha estado usted muy cerca de dar en el blanco. Pero ha marrado. —No entiendo. Felisa, con una mano en la cadera y envuelta en la humareda azul de su cigarrillo, le habló con aquella guasa durísima que se gastaba: —Tendrá usted que buscar otra pista, Manuel… que le permita averiguar a qué manos iba a parar esa caja de bombones que la asistenta de Julián veía los sábados por la mañana… Porque la mía… me la entregaba la noche del viernes al sábado. Y enfocó al Jefe de la G. M. T. con una sonrisa friísima. Plinio, a su vez, ingenuamente sorprendido, quedó con el cigarro caidón en la comisura. Por fin reaccionó: —… ¿Quiere usted decir que traía dos cajas? —Por lo que usted cuenta, sí. Y apretó la boca, ya sin disimulo, con rúbrica de malísima leche. —¿Y cómo la asistenta no veía más que una caja? —Muy sencillo. Julián llegaba a última hora de la tarde del viernes, y la asistenta, que le dejaba todo preparado, no aparecía por la casa hasta el sábado por la mañana. La caja destinada a mí nunca la veía. —Ya, ya caigo. —Le he sido franca, Manuel. Mi palabra de honor. Yo nunca pude imaginar que hubiera otra… caja de bombones. Usted me lo ha revelado…

Ni que decir que, ya que no tengo nada que ver con la muerte de Julián, espero su más absoluta discreción sobre esta cana al aire de la solterona Felisa… Mi padre, mi familia. En fin, qué voy a decirle. —Ya. —Tendrá usted que insistir con los hombres de la basura… a ver si averiguamos a quién iba a parar la otra caja de bombones grande, color rosa y con las letras coloradas —concluyó, apagando la punta del cigarro con rabia. —¿Y usted, Felisa, no tiene la mínima sospecha de quién pueda ser la destinataria de esa segunda caja? —Ya le he dicho que ni idea… Nunca creí que Julián… fuera capaz… de regalar dos cajas de bombones cada fin de semana. A Plinio le salió un bigotillo de risa. —Pues descuide usted, Felisa, que de ser las cosas como dice, nadie sabrá una palabra de esto. Pero si se entera de algo no deje de decírmelo. —Seguro, Manuel. —Una última pregunta. ¿Este viernes también hubo caja para usted? —… Sí, pero él salió por su pie, Manuel. Se lo juro.

Plinio entró en el Ayuntamiento sin saludar a nadie, o saludando a destiempo, y se encerró en su despacho. Dejó la gorra de visera. Se sentó, y empezó a frotarse la cara con ambas manos. Luego, se quedó mirando a la ventana entre distraído y caviloso. Cuando pasados unos minutos empezaba a reaccionar de sus confusiones, y parecía dispuesto a reliar un «caldo», sonó el teléfono: Era conferencia de Madrid: —Manuel ya hablé con el dueño de La Regencia. —Rosa, la viuda de Julián Quiralte al aparato. —¿Ah, sí? Perdone, Rosa. ¿Qué es La Regencia?, que ahora no caigo. —La confitería donde compraba mi marido las cajas de bombones. —Ya… ¿Y qué le dicen en La Regencia? —Algo que me ha puesto mucho más triste todavía. —¿Y es? —Que mi marido, todos los viernes por la tarde, cuando se iba al pueblo, no compraba una caja de bombones, Manuel, sino dos. Dos nada menos, y exactamente iguales. Se conoce que estaba encaprichado del color rosa. —¿Dice que dos? —Sí señor. Usted se imagina qué podía hacer en un pueblo vinatero como ése, con dos cajas de bombones cada fin de semana. —Sí, son bastanticos bombones, sí. —¡Ay, Manuel, qué desgracia más grande! ¿Quién podía pensar que en un pueblo así…? Nada más colgar llegó don Lotario impacientísimo por saber qué había resultado de la conversación con su sobrina Felisa. Por cierto que cuando el veterinario entró, estaba Plinio tan ensimismado, y al tiempo tan impaciente por contarle lo sucedido, que comenzó el discurso justamente por el epílogo. —… Le aseguro a usted, don Lotario, que salí convencido de que su sobrina Felisa me había engañado. Como es tan astuta, pensé yo: ésta no puede negarme que el Julián le traía una caja de bombones todas las semanas… No, de ninguna manera podía negarlo, porque teníamos todas las pruebas… Pero lo que sí podía negar era que murió Julián en su casa y que lo sacó o lo sacaron, a la vereda de la manera que sabemos. Entonces, va la tía y me dice que sí, que a ella Julián le daba una caja, pero los viernes por la noche y no el sábado… La coartada, don Lotario, era estupenda… Cómo comprobar ahora —me dije— si Julián traía de verdad dos cajas de bombones en vez de una que decía la asistenta… Así es, ya le digo a usted, que me vine convencido de que me había dado gato por liebre. De que no le importaba que yo supiese que se acostaba con él, usted me entiende, pero quedando claro que no murió la noche que estuvo con ella. Por ahí se conoce que temía el escándalo y no por las sábanas… Menos mal que nada más llegar aquí —ahora mismo acabo de colgar— me telefoneó la viuda de Quiralte, Rosa, para decirme que en una confitería que se llama La Regencia, le han asegurado que Quiralte, efectivamente, compraba allí todos los viernes dos cajas de bombones igualicas… Eso me ha quitado un peso de encima, porque Felisa, claro, me ha dicho la verdad, aunque ahora, se replantea la investigación desde cero. ¿No le parece? ¿Quién recibía la otra caja de bombones el sábado por la noche, por la tarde… o cuando fuese? Ahí está el problema, don Lotario… Plinio quedó mirando muy astuto a don Lotario, conformado todo su cuerpo y expresión como una interrogación, mientras el veterinario, confusísimo, con la boca apretada, levantó los brazos como si fuese a dirigir el pianísimo a una orquesta y le dijo: —Querido Manuel, perdona que te diga que no he entendido ni una sola palabra de lo que me acabas de decir.

Tú, que eres siempre un hombre tranquilón, te encuentro esta mañana hecho un manojo de nervios. Tanto, que me parece que has empezado a contarme la historia por el final, y comprenderás, que tratándose de mi sobrina, me interesa mucho conocerla punto por punto. —Coño, que lleva usted mucha razón, don Lotario. No sé por qué despiste creí que ya nos habíamos visto esta mañana, y que le había contado el encuentro con Felisa… Pero no se apure, que empiezo ahora mismo, hasta empalmar con lo que acabo de resumirle. —Vamos a ver… —Pues verá usted. Llegué y me hizo esperar lo menos media hora. Por fin bajó con una bata muy cortilla y cara de ráfita… Cuando Plinio acabó su historia completa, don Lotario quedó algo melancólico. —Dichosas mujeres —dijo al fin. —Pero que esto quede entre nosotros. Que cada uno es cada uno. —Querrás decir que cada una es cada una. ¿Y doña Rosa, la viuda, qué ha dicho al saber lo de las dos cajas? —Me da la impresión de que en su ya larga vida de matrimonio, no ha conseguido tener ni puñetera idea de cómo era su marido. —Eso le pasa a cada vecino y a cada vecina. ¿Qué sabe cada uno cómo es el cada otro? —Y la pobre no se explica muy bien, cómo podía Julián con dos cajas de bombones nada menos, cada semana. —¿Tan pobre idea tenía de su marido? A lo mejor, también tenía ella por ahí su bombonería, y él ni saberlo. —¿Y ahora qué hacemos, don Lotario? —Muy sencillo, Manuel —parece mentira que me lo preguntes— averiguar a qué casa llevaba Julián la otra caja de bombones los sábados por la noche. —Ya, ya. Está usted muy ocurrente. —Para ti eso está tirao. Un pueblo como éste, no puede guardar todas las semanas dos cajas de bombones, grandes, color rosa, con las letras rojas, y lazos colorados sin que al cabo de un tiempo no se entere todo el gallinero. —Si los de la basura, según nos dijeron, no han visto más cajas de bombones que las que nos dijeron, no vamos a ir de casa en casa a ver si las tienen colocadas en rimero en el armario empotrado del cuarto de la chica. —Ah, eso ya no es cosa de mi modesta cabeza. Yo soy un veterinario sin trabajo, y tu humilde amigo y auxiliar. Y tú nada menos que el Jefe de la G. M. T. De manera y modo, que una vez agotadas todas las pesquisiciones lógicas, sólo se impone el dictado casi divinal de tus pálpitos. —¡De mis leches! —maldijo Plinio vuelto de espaldas a la ventana entreabierta—. Yo no tengo más pálpitos… Y en aquel momento se oyó, muy cerca, un fuerte choquetazo. —Coño. Se asomaron. En la esquina de la calle del Campo, un remolque de las basuras, al hacer una marcha atrás mal calculada, había chocado con el alto bordillo de la acera, y un buen volumen de basuras, compuesta de plásticos, cáscaras de naranja y papeles, estaba en el suelo. El recogedor le voceaba al chófer que hizo la maniobra.

Por la ventana abierta, Plinio y don Lotario miraban el estropicio. Ahora, a puñados, por falta de herramienta, basurero y conductor recogían lo volcado, lanzando maldiciones. —Oiga usted, don Lotario, ese bollagas que va en el remolque, Antolín el Prohijado, no vino cuando reunimos a todos los basureros municipales en el cuerpo de guardia. —Manuel, hijo, yo qué sé, si no estuve en la reunión. Plinio y don Lotario vieron como el cabo Maleza, con su cachaza acostumbrada, aguardaba a que Antolín y el conductor del tractor acabaran de recoger las basuras. Cuando estuvo todo en orden, el cabo abordó al Prohijado. Éste le hizo ademanes de que aguardara. Subió a la cabina del tractor y volvió enseguida con una caja rosa en la mano. Se la enseñó a Maleza con mucho regodeo. Por fin, los dos hombres vinieron hacia la puerta del Ayuntamiento, mientras el chófer aparcaba debidamente el remolque de las basuras. Antolín el Prohijado entró en el despacho del Jefe enseñando a manera de saludo la caja rosa con letras rojas, ya algo descolorida. —¿Era este cartonaje el que buscaba, Jefe? Plinio lo tomó con presura. —Así que me dijo el sobrino lo que les pidió usted en la reunión municipal, me acordé que en estos últimos meses había visto algunas de este color, estoy seguro que en la calle Marchena… Y es más, que una vez me encontré una tan enterica, ésta, que se la di a mi muchacha para los hilos. —¿En qué casa de la calle Marchena la encontraste? —A eso ya no alcanzo, Jefe. Nunca reparé, o se me olvidó. Además, como muchas veces es mi sobrino quien recoge los cubos y yo los vacío… Hace ya bastantes semanas que vi los últimos cartones. —No estaría de más que te forzaras en recordar. —Haré el esfuerzo, pero no creo. —Muchas gracias de todas formas, Antolín. Me has hecho un gran favor. —No hay de qué. No faltaba más. —Y si recordases… —Hombre, eso ni se cita. Vengo volao. —Y sigue al tanto por si esta noche o mañana dieras con alguna más. —Descuide que aunque sea un trozo como un rompe me percato. —Pues, gracias otra vez. Plinio dejó la caja sobre la mesa del despacho y la miraba con gusto. —¿La calle Marchena? ¿Usted recuerda, don Lotario, quién vive allí con hechuras para que el señorito Julián pudiera regalarle una caja de bombones todos los sábados? —Así de pronto, no. Es una calle más larga que la puñeta. —Es verdad. Lo que vamos a hacer esta tarde es darnos un paseo lentorro por allí para ir recordando la vecindad. —Eso me parece muy bien, Manuel.

Bien pasada la hora del café, cuando los chicos venían de los colegios, las mujeres se asomaban a las puertas con las faenas ya hechas y tardeaba el cielo con luz de despedida, Plinio y don Lotario salieron del casino rodeados de nubecillas tabaqueras. Tenían la sensación de que ahora el aire fresco, bajo los árboles nuevos de la plaza, junto al son de la fuente, les limpiaba el cuerpo y los sentires de tantos dichos oídos, de tanto fumeteo, de tanto gesto antiguo y tanto fichoteo de dominoses y ajedreces. Unas cisternas gigantes rodeaban la plaza para entrar por la calle de la Independencia, y el guardia que mandaba la circulación con su casco y correaje blanco movía los brazos distraidísimo. A aquellas horas los bares estaban solos. En sus cocinas preparaban los aperitivos para la anochecida y todos los vasos limpios, boca abajo, esperaban su turno de labios bebedores. Antiguamente, cuando los cabreros iban a las casas, aquélla era la hora que por todas las calles se oían las esquilas. Por medio de la calzada, sin miedo a los coches, caminaban los ganadillos encabezados por el cabrero con las manos húmedas y lisas de tanto tocar ubres lechesísimas. Las mujeres aguardaban en las puertas así que oían el tintín de los cencerros, con los cazos en la mano. El cabrero detenía su menguado ganado junto a cada puerta, elegía la cabra que convenía vaciar, se ponía en cuclillas, con la izquierda sostenía la medida de hojalata o estaño del medio cuartillo, y con la derecha ordeñaba la ubre caidona con escurrizones de mano muy apuradores. Algunos cabreros llevaban un cabrerillo para que arrepretase el cabrío mientras él ordeñaba y departía con la parroquia. A la nochecida, por todas las calles del pueblo se oían las esquilas de las cabras que volvían a sus corrales antes que se hiciese de noche total. Don Lotario recordaba estas cosas mientras esperaban que el guardia de circulación les dejase cruzar hasta la acera de enfrente. —A mi casa llevaba siempre la leche Julián Andújar, que era muy buen hombre. —Y eso, ¿a cuento de qué viene ahora? —Que me iba acordando de cuando iban los cabreros con las cabras por las calles. —Es verdad. Y por la noche, todas las aceras estaban llenas de cagarrutas. —Pero la leche era un rato más pura. —Hombre, claro. Era leche. Y ahora ustedes los sanitarios sabrán lo que tomamos. —Es cierto lo de las cagarrutas, ya no me acordaba. —Entre los cajones de mula y las cagarrutas de cabra, el pueblo era una hermosura. —No creas que ahora con los autos va la cosa mejor. —Pero es menos asqueroso. —A mí te advierto que las cosas de los animales nunca me dieron asco. Aunque fueran las de semejante parte. —Para eso es usted veterinario. —Pero, es que todo en los animales huele a inocencia, hasta eso. Mientras que en los hombres, todo tiene siete gatos en la barriga. Llegaron al principio de la calle de Marchena. —Ahora a recordar bien, don Lotario, quién vive en cada casa. —Hombre, tanto como en cada… —Digo de mujeres que por la edad puedan haber recibido los bombones del sábado. —Ya, ya… La hermana María, que vive ahí en el cinco, no creo que esté para bombones. —La pobre, me la encontré hace unos días y me dijo que los soldados llevábamos ahora unos uniformes muy hermosos. Creía que yo estaba haciendo la mili. —De joven era muy guapa y alegre. Alegre en el buen sentido. Pero luego se le murió el marido, los hijos emigraron y se quedó sola en su casa, siempre barriendo entre las macetas del patio, siempre recorriéndose las cuadras vacías y llamando por su nombre a las mulas que tuvieron en los buenos tiempos. Pasaban ante las fachadas relimpias, con puertas de hierro flamantes, pintadas de verde y de las ventanas de purpurina. Todavía quedaba alguna portada antigua de madera, con los clavos grandes y un llamador monumental. Y, sobre todos los tejados de aquellas casas de una o dos plantas, las antenas de televisión, formando la gran red que apresa a todos los ciudadanos del mundo. —No dirás que la que vive aquí es fea. —Qué va a ser. Se refiere usted a la de José. —Claro. —Esa imposible, está tan acompañá con el marido que al pobre no lo deja ni para persignarse. El tío coge la moto y ella deja lo que tenga entre manos y se la monta en el porta. No puede dar un paso sin ella. —Pero él lleva la cosa con mucha resignación. —A ver qué va a hacer. —Desde luego que una mujer así mata a un satán. —Por lo visto es algo de enfermedad. Cree que si sale solo no va a volver, o se va a casar con otra. —Claro que es enfermedad. Una persona sana necesita muchas curas de soledad.

A pesar de ser una calle de segundo orden había automóviles en casi todas las puertas. Una mujer, ayudada por dos chicos, lavoteaba el «Seat» con mucha minucia, como pieza de vajilla. —Desde luego, por las aceras estas hay que andar con cuidado. —De pavimentación, se lo tengo dicho a todos los alcaldes, andamos jodíamente. —Es que este pueblo tiene mucho suelo. —Pero tendremos que arreglarlo, no van a venderlo. —¿Qué reflejo es ése que nos ha dado ya en la cara dos veces? —Ya me he fijado, ya. Parece como si nos estuviera alguien enchufando con un espejo. —Será algún muchacho. —Vamos a ir alerta de todas maneras. —Oye, ahí detrás nos hemos dejado la casa de Matilde, la que se vino de Barcelona. —Ya… Pero vive mucha gente en esa casa para que le sea fácil recibir bombones. —Hombre, a lo mejor los recibe en otro sitio. —Eso sí. —Claro, Manuel, que el querer sacar así por adivinación qué mujer se acuesta de extranjis, es un trabajo bastante penoso. Porque ésa es afición que nunca está sometida a lógica… Me acuerdo que, cuando yo era estudiante, iba mucho al Café del Gato Negro, aquél que había en el Teatro de la Comedia. Y acudía allí todos los días un tío con su querida, que no te exagero, Manuel, era la mujer más fea del globo… Nadie podía pensar que aquella mujer encelase a nadie. Pero oye, una vez vamos a tomar café los amiguetes y vemos al mismo con una guapísima. Pero así como a la fea —que le llamábamos entre nosotros la «cara de gorrina»— no paraba de hablarle y hacerle mamolas, a la guapa no le dijo ni «vamos», cuando se marcharon. Intrigados le preguntamos al camarero… ¿Sabes quién era la guapísima? —Su mujer. —Coño, ¿cómo lo has adivinado? —Hombre estaba tirao… Si el que se enamora nunca lo hace de lo que ve, sino de lo que cree que ve. —Otra vez el espejo. —Ya. Ha salido de la ventana más alta de aquella casa de dos pisos. —Sí, hombre, la de Blas Mosquera, el paralítico. —Es verdad. —Habrá abierto el hombre la vidriera y habrá reflejado. —No. Ha asomado un espejo, que lo he visto yo. —Bueno pero a lo mejor no tiene nada que ver con nosotros. No va a ponerse a jugar así. —Vamos a pasar ante su casa sin mirar, como si no nos hubiésemos dado cuenta. —Vale… Ésta de aquí, la Laurencia, si no estuviese la pobre tan gorda, podía pensarse. —Ésa con comer tiene harto. Pasaron ante la casa de Blas sin ni siquiera mirar al balcón. Treinta o cuarenta metros más allá, al pasar ante la puerta de Dolores, Plinio dijo a don Lotario en voz muy baja: —¿Y ésta? —Dolores. Hombre… Manuel. Siempre fueron gente muy seria. Viuda ya tantos años. Con las hijas casaderas. Esa mujer tiene mucho sentido de la responsabilidad. Hay que ver con qué talento ha llevado adelante las cosas de su padre y de su marido después de faltar éste… No creo Manuel. —Don Lotario, no se ponga usted así, que yo no hago más que preguntarme. Y ya ha visto usted lo de su sobrina, también serísima. —Coño, es verdad. —Otra vez el espejo. —Coño, ya me he hartado. Vamos a ver qué cachondeo se trae con nosotros el Blas este. —Vale, Manuel, pero volvamos despacio, como que no vamos a eso. —Ya, ya. Cuando llegaron frente a la casa, se pararon en el borde de la acera. Por la ventana abierta de par en par, sin sacar el busto, Blas, sentado en su butaca, les sonreía. Plinio fue a decirle algo pero se le adelantó Blas: —Suban, por favor. La puerta está abierta. Plinio y don Lotario se miraron, y sin decir comentario fueron hacia la puerta. Subieron la escalera deslucida, con muchos desconchones, hasta un recibidor muy cuidado. Plinio puso gesto de grata sorpresa al ver el recibidor. —Es que en la parte baja vive sola la hermana Crisanta. Salió la madre de Blas, muy delgadita y consumida, y los pasó hasta el tallercito de su hijo. Junto a la ventana, sentado en una silla con el asiento muy alto, como de niño, los esperaba Blas. Sonriente, con aquella boca que le llegaba de oreja a oreja y el labio superior anchísimo. De los brazos cortos y gruesos, le salían como racimos de dedos gordos, casi sin palma, las manos. Sentado de espaldas a la ventana hurgaba con sus herramientas en un aparato de televisión. La anchísima mesa y varios estantes próximos estaban llenos de televisores, transistores y tocadiscos. Plinio se fijó enseguida en un espejo ovalado, con mango, que tenía también sobre la mesa, entre las herramientas. —¿Vienen de asiento? —Eso tú sabrás, que nos han llamado —dijo Plinio sonriendo. —Pues entonces sentarse, que mejor se oye con el culo quieto. Blas decía todo sin dejar de trabajar y con aquella sonrisa que le semicirculaba la cara. —A mí no me gusta denunciar a nadie —siguió con gesto de estar convencido—, pero como he visto que ya están ustedes sobre las trías, a lo mejor les puedo ahorrar trabajo. Al fin y al cabo se trata de aclarar la muerte de un hombre y ustedes son de la justicia y no de la mafia… ¿Estoy equivocado o iban ustedes a tiro hecho? —Aclárate, Blas. —¿Que si saben bien de qué casa de esta calle salió muerto Julián Quiralte o sólo están a la olisma? Lo digo porque los he visto ir y venir y mirar por todos sitios con caras masticativas. Porque yo con este espejo, saben ustedes, me entero de todo lo que pasa en la calle… Yo trabajo aquí desde antes de las nueve de la mañana hasta las tantas de la noche. Y cada poco, saco el periscopio, como yo digo, a ver qué pasa. Y tomando el espejo, con unos meneos muy rápidos y expertos, se inclinaba un poco hacia atrás y lo ponía a distintas alturas mirando a ambos lados de la calle. —Ya ven, lo manejo de tal manera que no me pierdo ratón que cruce por las carrilás. Ahora, Manuel, que yo lo que quería es que usted influyese para que me den el permiso municipal para tener este taller, que desde hace qué sé yo los años estoy sin permiso y ahora parece que han echado tras de mí. —Entonces nos has llamado para eso. —Hombre Jefe, yo les he llamado por si les puedo ayudar un algo y al paso… Y quedó riéndose con labios cobardes. —Venga di lo que sepas —le pidió Plinio con los ojos duros. —… ¿Pero saben la casa o no? —y volvió a sonreír. —No. Sólo sabemos que fue en esta calle. —¿Me permite una pregunta indiscreta, Manuel? —Si es indiscreta… —Usted lo verá. —¿Cómo averiguó lo de la calle? —Si… siempre que venía… —Todos los sábados —interrumpió el televisero. —Le traía a quien fuera una caja de bombones color rosa. Los recogedores de basura han encontrado en esta calle trozos de esas cajas. —Ya, de modo —dijo entornando los ojos— que era una caja de bombones lo que siempre llevaba en la mano… A esta distancia, y de noche, dudaba si era una revista, una carpeta, u otra cosa así de aparente, pero no una caja de bombones. —¿Y desde cuando Quiralte venía a esa casa que tú sabes? Blas se rascó el remolino de pelo rubio del cogote, con la mano estrecha de dedos cortos y gordos. —Sí, hará año y medio. Al menos desde que lo calé… ¿Y sabe usted cómo lo calé?… Porque todos los sábados poco después de las doce sonaba el portazo de un coche. Acabó por llamarme la atención aquella puntualidad del golpe, que se oía muy bien porque a esas horas y más en invierno no pasa un alma. Hasta que ya me puse al acecho y pude ver con el periscopio, cómo a esa hora, enseguida del portazo, cruzaba esta calle un hombre con algo debajo del brazo. Pero como está un poquillo retirado, y las luces son tan pajizas en ésta, por más que sacaba el espejo, no lograba saber quién era el del portazo. Del portazo y del acelerón… Que entrando donde entraba, y a esas horas, me intrigaba tanto, que un sábado le dije a un amiguete que se fijase en la cédula a ver de quién era el auto. —Entonces dejaba parado el coche en la esquina. Daba el acelerón. Cerraba la puerta con el portazo que dices, y cruzaba la calle hasta entrar en la casa de… —Está tirao, Manuel. —¿De Dolores, la viuda? —Equilicuatre. —Y la noche de la muerte, ¿qué viste? —Lo de siempre. Lo único, que no le oí salir. —¿Qué le parece, don Lotario? —Que me he quedao de piedra. Está visto, que en este mundo ya no se puede uno fiar de nadie, absolutamente de nadie. —Pues sí que se ha dao usted cuenta tarde, señor veterinario —dijo el inválido ensanchando más la boca. Y mecánicamente dejó de trabajar, tomó el espejo, se echó un poco hacia la ventana, y lo colocó hacia poniente, hasta localizar algo. —Ahora mismo acaba de llegar. Debe ser de la bodega. No falla a esta hora. Se conoce que va por allí a ver cómo van las cosas y a despachar el correo. —Muchas gracias, Blas… ¿Y a qué hora salía Quiralte de casa de Dolores? —A las tres poco más o menos… Acelerón y portazo. Eso lo oía ya desde la cama, menos la otra noche, ya digo. —Gracias otra vez Blas. —De nada, pero a ver Jefe, si podía influir para eso de la licencia. Bajaron las escaleras desconchadas con pasos tranquilos. —Jo, don Lotario. Vaya papeletón. —Lo comprendo tan bien, que te ruego, Manuel, que disculpes que no te acompañe. —Disculpado. —Ha sido siempre una familia muy querida de mi casa. —La verdad es que ha tenido usted mala suerte en este caso. Las dos planes del Julián, le tocaban algo. —No te creas que no es casualidad… ¿Vas a entrar ahora? —Sí. —Entonces te espero en el casino. —De acuerdo. Plinio, con la cabeza agachada, el cigarro entre labios y las manos atrás, fue hacia la casa de la viuda. Golpeó con el llamador. Miró hacia la ventana de Blas, mientras esperaba. El punto brillante del espejo oscilaba junto a la jamba de la ventana. —Mecagüen la puñeta —dijo en voz baja—, y qué oficio más cabrito. Por el portal de la casa de la viuda se oían los pasos de quien venía a abrirle la puerta. Plinio tiró la colilla y se estiró un poco la guerrera.