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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 8 de febrero de 2018

El caso mudo y otras historias de Plinio - El huésped de la habitación número 5



Plinio, los domingos por la mañana, solía tomar el aperitivo en el bar Alhambra. A eso de la una y media sentía el arregosto de aquel viejo bar que está en la plaza, junto a la casa de Luis Marín, y la que fue alpargatería de la hermana Asunción, aquélla que curó el doctor Asuero con el «trigémino». Sentía el arregosto, digo, y se plantificaba en la «barra» con un codo sobre la tabla de plástico y un pie, el derecho, sobre el tubo de hierro que está allá abajo para eso, para servir de pedal. Le ponían una caña de cerveza para regar la plaza o quitarse la sed gorda —la sed fina se apaga con vino—, le daba el primer trago y mientras reliaba el «caldo», no fallaba, llegaban sus contertulios domingueros, que, salvo aditamentos ocasionales, solían ser Pepito Pérez, Manolo Noblejas, don Lotario por supuesto, y, a lo mejor, Antonio Calderas, el que inventó, según él, el portaequipajes para las bicicletas. Porque Tomelloso, dicho sea de paso, por ser pueblo de término llano y de cortes lontanos, siempre fue bicicletero. Ahora es más bien motero.

Aquel domingo, el primero en llegar junto a Plinio fue Manolo, endomingado y moviendo mucho los brazos según su habitual mecánica, que pedir una caña, por no sé qué mezcla de cabreo y de regocijo que traía, recitó sin venir a cuento:

Las hijas de Manuel Tulas
han estrenado corsé,
pa que les diga la gente
qué buen tipo tiene usted.

—Coño, Manolo, ¿a cuento de qué viene ese cantar tan antiguo? Si ya no se lleva corsé. Si ahora se va a talle suelto. —No sé. Se lo he oído cantar a mi madre. ¿Quién era ese Manuel Tulas? —Un médico que hubo aquí hace años, que le chillaban mucho los bronquios de tanto fumar. —¡Qué tío! —Y se hacía apuestas con Rosauro, el practicante, a ver a cuál de los dos le chillaba más el pecho. Cerraban la boca y respiraban muy fuerte por las narices. Casi siempre ganaba Tulas. —Parece mentira que siendo médico apostase eso. —Pues no era muy bruto, no creas. Es que le dio esa manía.

Pepito Pérez y don Lotario llegaron juntos. Y Manolo, que seguía cantaorcillo, les echó otra seguidilla de su estilo:

Veinticinco mujeres.
Cincuenta tetas.
Y si son de Terrinches
ciento cincuenta.

Plinio, a pesar de que era poco reidor, no pudo evitar la risotada con la última seguidilla y le dijo: —¿Y ésa también te la ha echao tu madre? —No, la aprendí en la última romería. La iban cantando unas mozas muy aparentes de poatrine. Así estaban las cosas de amenas y folklóricas y la barra ya bastante apretada de aperitiveros domingueros, cuando llegó a la tertulia un inesperado. Enriquito, el de la fonda de Marcelino, que entró con ciertas asuras, como buscando a alguien, pero que al ver a Plinio se le tranquilizó el rostro. Se llegó al corro, saludó y se quedó callado. Como no era asiduo ni temporero, todos lo miraron con cierta extrañeza, pero con educación. —¿Quieres una caña, Enrique? —le preguntó don Lotario. Aunque se veía a las claras que quería preguntarle: «¿Y tú qué haces aquí?». —Bueno.

Plinio, que conocía a Enriquito muy bien, pues trabajaba en el Ayuntamiento, sospechó enseguida que no había caído por allí por casualidad y le echó un ojeo pesquisitivo. Pero ya es sabido que Enriquito, antes de decir algo, siempre silenciaba mucho. Le pusieron la caña. Plinio se la colocó en la mano para darle pasillo, y Enriquito, cuando parecía que iba a beber, no bebió y se quedó con la espuma del vaso a la altura del labio… —Manuel. —¿Qué? —Que venía a buscarle. Y entonces, bebió. —Pues aquí me tienes —respondió satisfecho el jefe de la G. M. T. Las cosas marchaban. —Que en la habitación número cinco de la fonda —dijo ahora de corrido— ha aparecido un huésped esta mañana.

Plinio lo miró sin comprender. Su uniforme azul estaba recién planchado y todavía no le había caído ceniza del cigarro sobre la guerrera. Y, al cabo de un segundo, reaccionó como debía reaccionar: —Explícate con más frases. Enriquito lo miró, se pasó la lengua por el labio recién mojado y pareció que iba a hablar, pero antes de hablar, él era así, bebió otra vez y dejó con mucha pausa el vaso sobre el mostrador. —Claro, si lo hospedasteis anoche, ha amanecido esta mañana en la habitación —aclaró Noblejas. —No… no lo hospedamos anoche. Ése es el caso —añadió inexpresivo. —Anda, narices —saltó don Lotario, el veterinario, ayudante honorario del jefe de la G. M. T., tirándose del ala del sombrero y entornando los ojos como el que ve «caso» en el horizonte. —Entonces ¿quién lo hospedó? — inquirió Plinio. —Él solo, según las cuentas… Ya sabe usted que tenemos una cuerda en la puerta de la escalera para que cada huésped se abra solo. —¿Y se fue derecho al cinco? —Ése es el caso. —¿Cómo sabía que estaba vacío? — preguntó don Lotario. —Claro, porque si llega a haber en la cama una de Terrinches… —aclaró Manolo. —Sí, estaba vacío. —Y el hombre, ¿qué explicación ha dado esta mañana? —Dice que como no había nadie y tenía sueño se metió en la habitación que encontró vacía. —¿Qué edad tiene? —Unos setenta años. —Yo no veo el misterio. Llegó como tú dices, no vio a nadie, tenía sueño y se metió en un cuarto vacío. —Sí hay misterio, sí, porque el hombre es muy raro. Allí está sentado en la cama, mirando a un lado y a otro y no habla. A lo mejor se ríe un poco, pero no habla. Y me ha dicho mi hermano Dominguín: «Pues vete a buscar a Manuel a ver cómo aclaramos esto». —Bueno, pues vamos para allá. —¿Y a nosotros nos dejas aquí con la miel en los labios? —dijo Manolo. —Os tendremos al tanto de todo — dijo don Lotario sumándose a los que se iban.

Fueron calle de la Feria adelante. Como era domingo, la gente se arremolinaba en las aceras, hacía corros y a veces los transeúntes tenían que caminar por la calzada y sortear los coches como podían. En la puerta del casino de Tomelloso, la aglomeración de endomingados era mayor. Subieron las escaleras de la fonda. Plinio delante, detrás don Lotario y por último, resoplando bastante, Enriquito. Su hermano Dominguín, con la chaquetilla blanca y las gafas en medio de la nariz, sentado junto a la mesa camilla, leía el periódico mañanero con cara distraída. Después de nuevas explicaciones, que confirmaron las de Enriquito, se fueron todos a la habitación número cinco. La única novedad es que Dominguín estaba mucho más indignado que su hermano. Abrió sin pedir permiso. Junto al lavabo un hombre vestido de marrón se peinaba, arrimándose mucho al espejo, sus escasos cabellos todavía oscuros. Al verlos entrar se volvió calmo con el batidor en la mano. Aunque era de esqueleto ancho, un poco encorvado ya por la edad, tenía cierto corte aquilino. Con descuido, pero vestía buena ropa. Sus ojos parecían cansados y, de cuando en cuando, ausentes.

Plinio lo contempló sin decir nada, como si intentase su clasificación biológica. El hombre soportaba el examen con absoluta indiferencia. —Haría usted el favor de enseñarme su documentación. Lento, pero sin titubear, sacó una gran cartera del bolsillo de la americana que tenía colgada en la percha y de ella el carnet de identidad y un billete de mil pesetas, que ofreció a Dominguín. —¿Por qué entró usted anoche en la fonda sin inscribirse? —preguntó después de mirar la tarjeta. —No había nadie —dijo con voz apenas audible. —Alguien le abriría la puerta. —Ya he dicho antes que estaba abierta. Tenía mucho sueño y me metí en la primera habitación que vi vacía y sin maletas. —¿A qué hora llegó? —A eso de las tres de la madrugada. —¿En qué? —En mi coche. —¿Ha venido usted otras veces a Tomelloso? —Sí… Hace muchos años. —Y es usted agente teatral, por lo que veo. —Sí… ya retirado. Plinio puso cara de considerar el caso resuelto, de ser excesiva la alarma de los fondistas y empezó a liar un «caldo». Todos callaban. El hombre dejó el peine sobre el lavabo. Se puso la americana, se la abrochó con mucha pausa y dijo a media voz: —Estaré aquí algunos días, si es posible…

Volvió a ofrecer el billete de mil pesetas a Dominguín. —Deje, deje, ya ajustaremos cuentas —rechazó con timidez. Y el hombre —que por cierto se llamaba don Celestino—, ya vestido, abrió el balcón de par en par y de codos sobre la baranda empezó a mirar la calle con jeta melancólica. También, a su manera, daba por terminada la entrevista con la policía. Salieron justicias y hosteleros al zaguán de la fonda, cambiaron algunas impresiones sobre el caso, y Plinio, que pareció no darle importancia al sucedido, recomendó a Dominguín que lo tuviese al tanto si notaba alguna irregularidad. De nuevo en la calle de la Feria, Plinio alzó la cabeza hacia el balcón de la fonda. Allí seguía don Celestino de codos, con su cara de pájaro triste; triste y durísimo. Anduvieron unos pasos y al llegar a la calle de Belén, don Lotario preguntó al jefe: —¿Qué piensas de este hombre, Manuel? Plinio, que en aquel momento, parado en la esquina se pasaba la mano por la cureña con gesto investigativo, respondió transcendente: —No pienso, don Lotario, siento. —¿Y qué sientes? —¿No ha reparado usted en los nudillos tan gordos que tiene ese don Celestino? —No he reparado; pero ¿eso qué tiene que ver? —Son monstruosos —continuó con su tocata—. No es que tenga los dedos finos, que son más bien recios; pero luego los nudillos son desproporcionados, como articulaciones de madera, cuadrados. —Bueno, ¿y qué? —insistió don Lotario, regateando entre la gente que se agolpaba en la acera, con las manos atrás y el pitillo en la comisura. —Y me parece, me parece, que los pies deben ser también mazacotes de materia… Y los hombres que tienen esas sorpresas en los huesos, siempre son raros. —Te aseguro, Manuel, que no entiendo esta clase de pálpito que me estás declarando…

Plinio, parándose de cuando en cuando y con los ojos perdidos entre los corros de hombres que se apretaban a la sombra de la calle de la Feria, siguió como pensando en voz alta: —Yo tengo muy malas impresiones de los hombres que tienen tan recios los huesos de los nudillos. —Cítame un caso —insistió don Lotario, que aquella mañana se encontraba muy cartesiano. —… Me imagino que en el cerebro les debe pasar igual, que tienen en él un hueso gordo como cabeza de garrón, apretándoles los sesos y las pasiones. —Pero no me citas un caso, leñe. —Vamos a dar la vuelta —dijo de pronto Plinio tirando hacia la acera de enfrente. Por cierto que tuvo que sortear con mucha ligereza un «seiscientos». —Cuidao, Manuel.

Plinio siguió sin hacer caso hasta la altura del Quintanar. —Vamos por aquí, despacio, hacia la fonda. El sol calcaba en aquella acera, por ello casi vacía. Avanzaron hasta tener otra vez a la vista el balcón de la fonda. —O yo no veo bien o ya no está. —No, no está. Se habrá entrado a comer. —Haga usted el favor de entrar ahí en el bar Juanito y preguntarle a Dominguín por teléfono si ha salido. Yo, mientras, vigilo desde aquí. Plinio aguardó liando un «caldo» bajo la solanera. En el bar Juanito entraban y salían ramos de mozos con la cara ancha de los domingos. —Que acaba de salir. Debe estar bajando la escalera —dijo don Lotario excitado por la carrera y la suspensión que le había metido en el cuerpo Plinio con sus misterios. —Vamos hasta el callejón del teatro a ver si lo columbramos. Llegaron a buen paso hasta el pasaje de Toledo y con disimulo se apostaron en la esquina de los Beldas. —Aguce usted los ojos no se nos pierda entre tanta gente. —Pero tú no me citas un «caso» de nudillos gordos. —Mire, es ése que viene por esta misma acera con el sombrero marrón. —Sí, señor; ¿qué hacemos? Aquí nos va a ver. —Nos metemos en el teatro hasta que cruce. Y sin disimulo echaron una carrerilla hasta ocultarse tras las puertas metálicas del teatro Principal y bodegas de Ignacio Moreno. Cuando don Celestino, con las manos atrás y sus pasos lentos, cruzó ante el pasaje, salieron cautelosos hasta la calle de la Feria. El forastero llegó a la plaza, la cruzó, se detuvo en la esquina de la carnicería de los Paulones y quedó mirando, pensativo, a toda aquella anchura. Los justicias lo observaban desde los soportales de la posada. Plinio se sentía molesto. Con la calina de mayo le pesaba el uniforme de paño azul, y a veces se levantaba la gorra de plato un momento para recibir el aire. Don Celestino, después de quince minutos largos de contemplación, echó calle de la Independencia adelante. Cuando los justicias cruzaban la plaza, oyeron la voz de Manolo: —Pero coño, Manuel; que os hemos estado esperando a ver qué pasaba con el huésped de la habitación número cinco y por pocas nos chispamos. —Ya te contaré. Estamos en ello. —Bueno, bueno. Por la calle de la Independencia tenían poco cobijo los de la justicia. A nada que volviese la cabeza don Celestino, pues que los veía. De modo que tuvieron que quedarse en la esquina de la farmacia de don Gerardo. Don Celestino se detuvo en las cuatro esquinas primeras, junto a la de don Antonio Menchén y como antes en la plaza, quedó fijo mirando aquella cruz de calles, que poco tenían que ver a simple vista. —¿Qué mirará? —dijo don Lotario. —Pienso que mira recuerdos… Don Celestino, luego de la larga contemplación de aquel lugar, lentamente se fue calle de Belén arriba. Lo siguieron desde lejos, hasta que volvió por sus pasos a la fonda de Marcelino. —Tiene gracia —dijo don Lotario— esto de que haya salido de la fonda para mirar la plaza y estas cuatro esquinas. —Habrá salido para dar un paseíllo y hacer ganas de comer. —Corto paseíllo. Y a mí no me vengas con líos que a ti te queda otra. —No, no me que —Como quieras. Pero no creo que la cosa sea para tanto… Total por unos nudillos. —Pero si no tenemos otra faena que hacer. —Eso es verdad. —Que no es cosa mayor, pues hemos echado la tarde y en paz. —¿Y qué puede recordar un hombre en las cuatro esquinas de la calle de la Independencia? —Yo… el loro de Compte. —¿Y en la plaza? —En la plaza, toda la historia del pueblo. A aquellas horas en el Alhambra remitían los del aperitivo. La «barra» se iba quedando espaciosa y sólo permanecían algunos tercos de la cerveza, que ya más que pintados, voceaban mucho entre humos, espumas y platos de fritanga. Con estos remisos de la caña y el vino, empalmaban los tempraneros del café y el faria. Entre los rezagados del vino, que no de la caña, quedaban Rafael García, el joyero, que era de Valdepeñas, y por eso tomaba tinto, y Antonio, el secretario del Juzgado, que por ser de Córdoba bebía vino andaluz con mucha delicadeza de dedos y elegancia en el ademán para no mancharse el traje. Cada pueblo tiene su ceremonial a la hora del vino. Los andaluces, como el Secre, beben como si besasen la mano de una marquesa de Jerez; los de Valdepeñas, más a lo llano, con giros de cantaor; y los de Tomelloso, más llanos todavía, beben la cerveza o el vino, da igual, como agua, sin protocolo visible.

Plinio y don Lotario se sentaron en una mesa algo arrinconada y pidieron tortilla de patatas, chuletas de choto con vino claro y ensalada del tiempo para los entreactos. Previamente llamaron a Dominguín para que les diese noticias de los movimientos del huésped de la habitación número cinco. Al pie de la «barra» se amontonaban las valvas de las almejas, huesos de aceitunas, restos de mariscos y puntas de cigarro. A aquellas horas de la comida la plaza estaba solitaria, sin corros y casi sin coches. Su redondel parecía descansar en una breve siesta de ausencias. Plinio y don Lotario comieron sin mucha gana, pero cumplieron y remataron con café solo y faria, según su costumbre de tantos años. El Secre y Rafael García salieron por fin muy enzarzados en no se sabía bien qué tema; y los cafeteros, con las caras satisfechas, iban inundando el bar. —A mí el bar no me gusta a estas horas. ¿Y si nos fuésemos al San Fernando? —apuntó don Lotario con tonillo infantil. —Déjese usted, qué más da. Entre cansinería y cansinería da lo mismo. Plinio, con la cara entre las manos y el puro apretado con los dientes, soportaba una especie de modorra o meditación bastante prolongadas. Don Lotario, como siempre, no podía estarse quieto… A eso de las cinco, sonó el teléfono. —Acaba de bajar y está poniendo el coche en marcha. Es un Seat «ochocientos», color gris claro, matrícula de Madrid. Arranca hacia la plaza —dijo Dominguín.

Plinio y don Lotario se echaron a la calle y montaron en el «seiscientos», que estaba aparcado junto al Ayuntamiento. Lo pusieron en marcha y aguardaron unos segundos. En seguida apareció don Celestino que, a tranquilísima marcha, tiró hacia la calle del Campo. Le dejaron ventaja y echaron detrás. Tomó la carretera del Cementerio y no torció para Argamasilla ni para el este, sino que se apareó en los arrabales del camposanto. Y vieron cómo lentamente descendía del coche y le echaba la llave. —Tire usted al Palomar a toda marcha. El Palomar es un bar de carretera, grandón, nuevo, con restaurante, situado entre Argamasilla y Tomelloso. Apenas llegaron, Plinio se lanzó al teléfono y llamó al camposantero. Se puso su hija. —Soy Manuel, el jefe. Que se ponga tu padre. —Está por ahí con un señor. —¿Qué señor? —Un forastero, creo. —Mira, atiende bien lo que te digo. Llámalo en un aparte y dile que se fije bien en lo que hace y dice ese señor que va con él. ¿Me entiendes? Y enseguida que se quede libre, que me llame aquí al Palomar. ¿Te has enterado bien? —Sí, señor. —Pues obra con astucia. En la «barra» pidieron otro café con una copa de coñac Peinado. —Que sea viejo de cien años — gritó don Lotario, que se había excitado mucho con la proximidad del cementerio —. «Es que a Plinio —pensaba— los casos más cicutrinos, siempre le pintan en el cementerio».

En el Palomar había unos jovenzuelos de Argamasilla que jugaban al futbolín y unos turistas de medio pelo —dos hombres y tres mujeres—, una de ellas muy hombruna, con botas de bombero, que bebían carajillos a manta y reían en francés. Hasta media hora larga no llamó el camposantero. —¿Qué hay? —dijo Plinio. —Eso digo yo. —¿Qué quería ese hombre? —Ver su nicho. —¿Cómo su nicho? —Sí, resulta que tiene aquí un nicho comprao desde hace muchos años. —Pero si no es del pueblo. —Sí, pero qué quiere usted que le diga. Lo tiene y quería saber dónde estaba. —Y ahora ¿qué hace? —Allí se ha quedado mirándolo y dando vueltas. —¿Tú lo conoces de algo? —Yo no. Según dice lo compró alguien en su nombre hace más de treinta años. —¿Te ha dao alguna explicación? —Ni jota. Es un tío serio. —Bueno, tú vigílalo que así que salga vamos por ahí. Pagaron y volvieron al coche. —Vamos a toda marcha a la bodega de Jonás Torres. Desde allí lo veremos pasar.

El coche de don Celestino seguía aparcado, junto al cementerio. Entraron por la portada de la bodega de Torres. Estaban quemando y por la alta chimenea alcoholera salía un humo despacioso y negro que nubeaba con muchísima pausa el cielo clarión de la tarde. Se quedaron apostados en la portada. El vientecillo traía olor a vinazas suaves. Entre los árboles del paseo del cementerio los pájaros hacían sus vuelos pequeños, y voces de chicos que jugaban al fútbol en las eras lejanas llegaban intermitentes, como olas cansadas. En el jardín de la fábrica, hacían reverencias los mirasoles; y entre verdes oscuros y verdes aguas, de vez en cuando, asomaba una rosa. —¡El coche del forastero! —dijo don Lotario, que había asomado la cabeza por la portada. En seguida pasó con sus despacios de antes. Subieron en el «seiscientos» y echaron tras él. Don Celestino se detuvo ante el teatro Principal con gran sorpresa de los justicias. —Juraría que nos ha visto y se ha hecho el sueco —de la bodega del cine. Habló con un portero que fumaba un cigarro esperando la hora. Se asomó con él al patio de butacas. Los justicias lo veían desde la acera de enfrente. Habló otro rato con el portero. Le ofreció un cigarro. Salió hasta la taquilla. Compró una entrada. Miró el reloj. Se veía a la legua que don Celestino se sentía observado aunque lo disimulaba. Salió, montó en el coche. Todo parecía importarle poco. Arrancó con dificultad entre la multitud de paseantes. Plinio y don Lotario echaron tras él. Don Celestino se detuvo ante la fonda de Marcelino. Se bajó. Cruzó hasta el teatro Cervantes que estaba cerrado. Lo miró con el mismo detenimiento que durante la mañana miró la plaza y las cuatro calles. Después de un largo rato se cruzó hasta la fonda y subió la escalera. Plinio y don Lotario retrocedieron hasta el teatro Principal. Llamaron por teléfono a Dominguín. —Vigila lo que hace. Te llamaré por teléfono de vez en cuando. Estaremos cerca.

Preguntaron a la taquillera por la localidad que había dado a don Celestino. Luego hablaron con el portero:
—¿Qué quería ese forastero que te dio el cigarrillo y miró el patio de butacas? —Ver el cine. Él le llama teatro. Dice que estuvo por aquí hace muchos años y que quería recordarlo. —Bien —dijo Plinio a don Lotario mirando el reloj—, tenemos tiempo todavía hasta la hora del cine. Vamos al cementerio. Los paseos estaban solitarios. Sólo dos mujeres con ramos de flores encontraron en el camino. El camposantero, sentado en la puerta del Cementerio Municipal, con el pito en la boca y un porrón a la par de sus pies, hacía pleita a la luz de la tarde. Al ver bajar del coche a los de la policía guiñó los ojos para reconocerlos porque, como él decía, de tanto mirar muertos se estaba quedando ciego. —Pues anda, la que traen ustés con ese hombre —dijo, cuando los tuvo a ojo. —Enséñanos enseguida el nicho que tiene comprado. Con paso desganado los guió por el cementerio viejo hasta una de las galerías más antiguas del nuevo. Por fin se detuvo y quedó señalando con el dedo. —Ése es. Era un nicho destapado, lleno de telarañas y hierbajos. Los próximos tenían nombres y fechas de los años treinta. Plinio y don Lotario recordaron a algunos de los que allí dormían. Debajo justamente del nicho comprado por don Celestino había otro, tapado, es decir, ocupado, pero sin lápida, sólo cubierto por rasilla y yeso. —¿Y éste de quién es? —preguntó el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. —Pues no lo sé. Habrá que mirarlo si es su gusto. Volvieron despacio hacia la salida. Plinio con la cabeza baja y el «caldo» en la comisura, mientras don Lotario explicaba al camposantero la extraña manera que tuvo don Celestino de hacerse huésped de la habitación número cinco de la fonda de Marcelino. —Oye, mira al contao, en el registro, quién es el propietario de ese nicho que no tiene lápida. —Debe ser de gente de fuera, porque no recuerdo haberlo visto visitado.

El libro registro lo tenía el camposantero en la cocina, uno de cuyos rincones, con libros y papeles, parecía un remiendo de oficina. Tomó con manos torpes uno de los libros que estaban fechados con los años 1930-1940 y con ojos cegatos empezó a buscar. La operación se hacía interminable. Se veía que el hombre manejaba mejor la pleita y la picola que los papeles. Plinio se puso las gafas y le echó una mano. Al cabo de un buen rato el del cementerio puso su dedo romo sobre un renglón. —Éste es. Plinio leyó: —Cecilia González Armentería, alias la Flor de Montmaitre. Murió en Tomelloso el 15 de febrero de 1935. (Asesinada). Plinio levantó la cabeza del folio y con los ojos entornados quedó mirando por la ventanilla de la cocina. —La Flor de Montmaitre… Coño, coño. ¿No se acuerda usted, don Lotario, de la Flor de Montmaitre, aquella animadora que vino con la orquesta de negros, la primera animadora que vino al pueblo, que apareció ahogada en su camerino del teatro Cervantes? —Ahora caigo, sí, señor… Le hicieron romances y todo. Por cierto que fue uno de los pocos casos que te quedaron sin solución… Claro que yo, entonces, no trabajaba contigo todavía. Plinio sonrió bonachón y dijo con aire lejano:
—Yo entonces era principiante. Actué de comparsa. Todo lo llevó la Guardia Civil y un policía de Ciudad Real… Parece que la chica estaba liada con un negro de la orquesta… Las diligencias que se hicieron fueron muy apresuradas y no pudo sacarse nada en limpio. Con más paciencia todo habría quedado claro… Ella era muy guapa. Pero que muy guapa. Todo el pueblo se la comía con los ojos. El carnaval siguiente, el del año 36, volvió Chacarra, el de la trompeta, con otra orquesta, ésta de blancos, y me dijo que la dichosa Flor era bastantico zorra. Enamoraba a todos con una facilidad grande y luego se los dejaba tiraos. La mayor parte de las zorras están mal de la cabeza. En eso se parecen a los maricas. Y la Flor de Montmaitre parece que así que se cansaba, se dejaba a los clientes aunque le ofreciesen el oro y el moro. Lo que le interesaba era cantar, animar, no parar con nadie ni en ningún sitio. Pobre mujer. Mientras se miraba en el espejillo del camerino alguien la engarfió por el cuello y la dejó tiesa. Debió verlo reflejado en la luna… Y verse morir ella misma. La encontramos con la lengua fuera, de bruces sobre sus apechusques de tocador. Aprovechando el momento de más animación del baile, en un descanso de ella, alguien se coló, seguramente vestido de máscara, y se vengó de lo que fuera.

Plinio, de pronto, se quedó callado y con los ojos otra vez hacia la ventanilla de la cocina del camposantero. Y cerrando en seco el libro se quitó las gafas, se puso la gorra y sacó la voz de órdenes:
—Vamos, don Lotario… Gracias, amigo. Apenas montaron en el «Seat» y antes de que el veterinario lo pusiera en marcha, Plinio sacó un «celta», a propósito para viajes. —Supongo, Manuel —le dijo don Lotario mientras le encendía y se encendía y con cara de muchísima sabiduría— que el asunto del huésped de la habitación número cinco te estará oliendo a carnaval 1935… De no ser así, me defraudarías un poco. Por muchas cosas fue aquél un carnaval muy sonado. —Huele que apesta, maestro. Sobre todo porque hay un detalle que no sabe usted, porque entonces no tenía la suerte de estar a mi lado y que yo recuerdo perfectamente, y es que la Flor de Montmaitre se hospedaba exactamente en la habitación número cinco de la fonda de Marcelino que entonces llevaba el padre de Dominguín. —Eso no lo sabía, llevas razón, pero tú fíjate que el tal don Celestino, en su primer paseo de la mañana, se paró en la plaza y en las cuatro esquinas, donde solían detenerse las carrozas de carnaval a representar aquellos teatrillos bárbaros que tenían tanta gracia. Y luego fue al teatro Cervantes. —Y después al cementerio a ver… su nicho, que justamente está encima del de la pobre Flor… Sí, señor. ¿Qué clase de recuerdos o de amores perdidos viene buscando don Celestino a Tomelloso después de treinta y cinco años…? Venga, tire usted hacia el teatro Principal.

Y por el camino fueron recordando aquellas comedias, tan cargadas de intención social. Juntaban dos carros, ponían un tablero entre ellos, corrían las cortinas y salían hombres solos, vestidos con sábanas y mantas, con las caras pintarrajeadas, hablando de muertes de mulas, de los malos amos, de cosas de celos y honra, con recio humor y palabras chusquísimas. —Yo todavía me acuerdo de algunos versecillos —dijo don Lotario sonriendo:

Oye, tú, mala presona;
me paices algo hablanchín.
Te via a echar al otro mundo
que estará mejor que aquí.

Y el tío le pegaba una puñalada con el mayor desprecio, así al desgaire, mirando al público. —Yo también me acuerdo de otro que al referirse a los sábados, cuando se volvían al pueblo desde las quinterías, decía:

Unos van con sus borricos
y otros van con sus carretes.
Y van por esos caminos
más derechos que cobetes.

Desde la misma taquilla del cine llamaron a Dominguín. Don Celestino había salido hacía rato. Después de ver el plano del patio de butacas que tiene don Isidoro en el despacho, eligieron unas plazas de gallinero desde las que se pudiera ver la butaca de don Celestino. Pero cuando entraron, el cine había empezado. El fallo de la operación consistió en Ramona, la taquillera, que no dijo que le había dado a don Celestino una butaca de pasillo lateral a petición propia. No se la dio al azar, la pidió él, y Ramona olvidó de darle el mensaje a Plinio. Con las prisas, pasan esas cosas. Claro que a Plinio tampoco se le ocurrió preguntar «el porqué» de aquella localidad… Y esta omisión, tan insignificante, cambiaría el rumbo de todo. Y para colmo de desgracias, desde su posición del gallinero los de la justicia no columbraban la butaca de don Celestino.

Estaba demasiado lejos y demasiado oscuro. Sólo cabía esperar a que los acomodadores, cuando entraban con alguien por aquella parte, diesen un linternazo hacia el forastero; pero tampoco hubo suerte. A los quince minutos, Plinio, impacientísimo, decidió bajar. Le encargaron a un acomodador que mirase si don Celestino estaba en su butaca. Y, mientras, recordó a los tres negros de la orquesta del carnaval de 1935, tan altos, tan lustrosos, paseando por la calle con la Flor de Montmaitre, entre la expectación de todo el pueblo. Buenos muslos tenía la dama. Buenos muslos, altos pechos y fresquita la boca. Los que bailaban, mayormente si eran casados, por encima del hombro de la pareja solían echar reojos a la animadora, que se movía muy gachona al son de la música. Los negros cantaban entre serpentinas. Chacarra trompeteaba a todo quirio y ella, chacachá, chacachá, jugando con la cadera y la voz… El acomodador dijo que no estaba el forastero en su butaca. Plinio y don Lotario se miraron entre sí con el aire más escéptico del mundo. Pensativos, se acercaron a la «barra» del cine y pensativos pidieron un café y liaron un «caldo». —Lo de sacar una entrada para este cine ha sido una coartada que nos ha hecho el viejo. —¿Coartada para qué? —Hombre, si lo supiera, todo estaba claro… Pensándolo bien, don Celestino no tenía por qué venir a este cine. El Principal no tiene nada que ver con el carnaval de 1935. Los bailes, el crimen, los negros, Chacarra y la Flor de Montmaitre estaban en el teatro Cervantes. —De acuerdo, pero el teatro Cervantes está cerrado. Hoy no hay función. —Y tú, Manuel, ¿qué crees que tiene que ver este hombre con aquel crimen? —No sé. Tras eso andamos. —¿Y lo de los nudillos gordos que decías? —Entre las diligencias que hicimos el día del crimen, me encargaron echar un vistazo a los forasteros que había en todas las pensiones y fondas del pueblo. A lo mejor fue entonces cuando vi yo esos nudillos… o después. Quién sabe. Yo sólo conservo la imagen de ellos. No de la cara… Y no es él sólo el que tiene los nudillos de lazo. —Lo de encargarse un nicho sobre el de la Flor es muy significante. —Todo en él es un camino de recuerdos… Estamos idiotas, don Lotario, completamente idiotas —dijo Plinio echando una moneda sobre la «barra»—. ¿No recuerda usted que este teatro, ahora cine, se comunica con el otro? Se entra por el patio de éste y se sale al escenario de aquél. Y el forastero estuvo esta tarde en el patio de este teatro para ver si continuaba la comunicación. Ésa fue la coartada que hizo cuando vio que le seguíamos. Sacar la entrada y aprovechar luego una ocasión para pasarse desde aquí al teatro cerrado. —Ya sabes, Manuel que siempre creí en tus pálpitos. Pero ¿no irás demasiado ligero en esta ocasión? Plinio ya no lo escuchaba. Salió delante hasta el patio y ya en él se acercó a la puerta pequeña que desde él llevaba al Cervantes. Tomaron un pasillo largo, enjalbegado, húmedo. Todas sus luces estaban encendidas.

Cruzaron el escenario completamente oscuro y bajaron a los diminutos camerinos. Una de las puertas, estrechas, de madera mal pintada, estaba entreabierta. Dentro, una luz de bombilla pequeña. Hicieron oído. El silencio era completo. Con cautela empujó la puerta sin asomar la cara. Luego avanzó la cabeza poco a poco. A Plinio le notó don Lotario, que tan bien lo conocía, una ligera contracción de su rostro. Contracción que para otro que no fuese él habría pasado inadvertida. En seguida, ya sin prisas, se plantó ante la puerta. Don Lotario se asomó tras él… Don Celestino estaba correctamente colgado con una cuerda de un tubo de la calefacción que casi rozaba el techo y uno de los tabiques. Como la habitación era baja, los pies del ahorcado apenas distaban una cuarta del suelo. La lengua le asomaba con un cuelgue bastante natural y poco patético. Las manos, con aquellos nudillos de taba, le caían inertes, algo separadas del cuerpo. Sobre una mesa pequeña con espejo, sobre la que encontraron ahogada a la Flor de Montmaitre hacía treinta y cinco años, había unos billetes de mil pesetas y una cuartilla escrita. Decía así: «Señor jefe de la Policía Municipal: »Siento de verdad haberle ganado otra vez la partida. Pero como es buena persona, estoy seguro que se servirá cumplir mi encargo. Pague la fonda y ponga una lápida en el nicho de “ella”, que usted ha conocido esta tarde, en la que diga: “Aquí yace Cecilia González Armentería. Recuerdo del que nunca la olvidó. Descanse en paz”… En la lápida que coloque en mi nicho, el de arriba, escriba lo que quiera. Espero de sus influencias que consiga enterrarme en él. Maté y me mato por amor. Nada más que por eso. Gracias».

Y luego una postdata con letra muy nerviosa: «Hay mujeres que pasan por nuestra vida como por un hotel y otras que se nos quedan toda la vida y toda la muerte. He sufrido mucho. Perdón por las molestias». —Qué tío —dijo don Lotario casi emocionado—. Toda la vida habrá románticos. Plinio, con mucho cuidado, levantó una pernera del pantalón y palpó la rótula. —Llevaba usted razón, don Lotario. Las tiene recias como los nudillos. —Bueno, ¿y qué…? A mí me da mucha lástima. —Y a mí también. Vamos a avisar al juez. Cuando volvían por el pasillo estrecho, don Lotario soltó una de las suyas: —Más tira pelo de hembra que cable de cabrestante, como dicen los marineros. —Ahora caigo —dijo Plinio dándose un manotazo en la frente. —¿En qué? —En donde vi por primera vez en mi vida esos nudillos gordos. —¿En dónde? —En las manos de un joven muy serio que se hospedó en la pensión Marquina los días del carnaval de 1935… A mí no podían despintárseme unas manos así. —Bien, coño, bien… Nunca fallas, Manuel. Eres muy grande. -Se hace lo que se puede.



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