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HIMNO A TOMELLOSO

miércoles, 31 de enero de 2018

El caso mudo y otras historias de Plinio - De cómo el Quaque mató al hermano Folión.

De cómo el Quaque mató al hermano Folión, 
y del curioso ardid que tuvo 
el guardia Plinio para atraparle.


Con haber en el teatrillo del pueblo cupletistas y estar el tiempo metido en agua, aquella noche no fueron al Casino más que los inseparables de Heraclio Fournier. Zurraba la lluvia de lo lindo desde que amaneció y las calles venían rebosantes de las aguas rojizas del monte. Los hombres llegaban al Casino bufando y sacudiéndose las capas y gabanes. Sobre el suelo entarimado quedaban las huellas de las botas mojadas, y una pegajosa y caliente humedad se respiraba en el salón. A la luz pajiza de dos lámparas menguadas advertíase un ambiente espeso de humos y vapores encerrados. Sobre los tapetes verdes, unos hombres, ausentes de todo, con las boinas caladas y el cigarro en la comisura de los labios, manejaban sin cesar unas cartas mugrientas, dando grandes golpes con los nudillos, ensordecidos por el fieltro, sobre el tablero de la mesa cuadrada. Alrededor de cada partida, sentado o de pie, había un piquete de mirones adormilados.

El camarero —Peluco— dormitaba junto a la estufa, con la greña cana sobre los ojos. De cuando en cuando, si los jugadores levantaban la voz en sus villanas discusiones, Peluco alzaba un poco los párpados para en seguida volver a cerrarlos. La partida que más atraía la atención aquella noche era la de el Quaque. Éste, con otros tres, entre ellos el tío Folión, jugaban «al golfo» tres horas ya, de a peseta el juego. El Quaque, con la cara muy pálida y sus purulentos ojos encendidos, a cada nada daba tales puñetazos sobre la mesa, que todos parecían atemorizados y deseosos de acabar pronto la partida. Al Quaque casi siempre le daba bien el naipe, y al tío Folión, mal; pero aquella noche, por un capricho de la suerte, las cosas ocurrían de muy distinta manera y era el Folión quien tenía entre sus manos ya más de diez duros del encolerizado contrincante.

El Quaque, que por entonces tendría unos veinticinco años, había dedicado lo mejor de su vida a atemorizar a la gente. Era hombre anguloso, con mucho cuello, nuez ofensiva y cara de perro galgo; pero con ojos saltones y siempre echando chispas de ira, cosa esta muy impropia de los galgos. Iba siempre vestido de pana negra, con una boinilla de hongo que nadie le vio quitada jamás, pantalones muy estrechos, y tan cortos, que se le veían enteras las boconas botas de elásticos y buena parte de los pardos calcetines. Andaba siempre dando zancadas y con ambas manos en los bolsillos del pantalón, como si tuviese prisa de encontrar a alguien para degollarle. Siendo niño, le quitó a su padre un enorme revólver, que ya no abandonó hasta el día que «levitas» y solía escupir cuando pasaba ante ellos. Su padre y dos hermanas habían muerto tuberculosos, y él, al decir de las gentes, tenía también «un sapo en los fuelles». Hombre violento y endemoniado, ya en la escuela pegó un navajazo a un condiscípulo, porque arrancó a nuestro hombre el rabito de la boina. Vivía de vender piensos en un cuartuchín que tenía junto a la posada de los «Portales», y el juego era su única diversión. Nadie en el pueblo quería cuentas con el Quaque, y no era raro verlo pasear solo por las afueras, con ambas manos en los bolsillos y a toda velocidad. No había blasfemia que no dijese mil veces a la hora, y a toda la Humanidad se la tenía por enemiga, aunque no solía buscar a nadie para provocarle. En el fondo, era taciturno y dado a las negras cavilaciones, en las que de seguro no dejaría de intervenir de manera muy activa su enorme revólver. No bebía ni tenía amigos fijos. Cuando llegaba al Casino, más por la fuerza que de grado, hacía partida con los primeros que encontraba. El tío Folión, por el contrario, aunque muy vago, era hombre bien visto en el pueblo. De buen natural, gordón y coloradote, comiendo y bebiendo pasaba los mejores ratos de su vida.

Tenía chispa contando cosas, y era el hombre del pueblo que más consejas y sucesos conocía. A sus setenta años, siempre andaba con mocetes… y ello le perdió. Le dominaba el vicio del juego, tal vez porque perdió siempre, pero el hombre llevaba las cosas con mucha resignación y filosofía. Se contaba de él, que siendo concejal organizó entre las amas de casa un concurso de rosquillas de anís y, como único jurado, se pasó un día entero por todas las casas del pueblo probando las rosquillas. Los agraciados con el premio le invitaron a cenar…, y Folión pidió rosquillas de postre, de las que se zampó una docena.

Aquella noche, con la novedad del ganar, el tío Folión estaba muy dicharachero, diciendo bromejas al Quaque y haciendo chistes sobre los accidentes del juego.

Con venirle las cosas tan negras, el Quaque estaba para estallar. Las burlas le tenían acerado y encerado el rostro más que de costumbre, y cada vez que robaba carta, mientras la punteaba, no le llegaba el culo a la silla. Aguantábalo todo sin despegar el pico, sin duda por miedo a que le temblara al hacerlo toda la caja de la boca. Muy a menudo soltaba un aire estrepitoso por sus narices de alcayata; pero su mayor elocuencia consistía en lanzar miradas raseras y de soplete al hermano Folión. Las últimas dos pesetas que le quedaban al Quaque las tiró a la mesa como si estuvieran apestadas. Acto seguido dio una patada a la silla y salió bufando del Casino. Del portazo que dio, así como de las estruendosas carcajadas que soltó el tío Folión cuando le vio salir, despertó el camarero Peluco, dando un respingo y diciendo:

—¡Voy! No se apartó mucho del Casinillo el Quaque, después de dar el portazo. Se quedó pegado al cafetín de la Lola, que estaba en la misma esquina del «Pretil». No había luz alguna en aquel lugar, y el Quaque podía acechar muy a su sabor, sin quitar los ojos de la puerta vidriera del Casinillo, que sobre las completas tinieblas se dibujaba con un cuadrante de luz amortiguada. Había cesado la lluvia; pero un vientecillo barbero silbaba estremeciendo de firme los árboles de la plaza próxima. No llevaría un cuarto de hora el Quaque en su negro acecho, cuando se abrió la puerta del Casinillo y se vio salir, por el recuadro rojizo de su luz, la abundante naturaleza del tío Folión, envuelta en su pañosa. Confiado y contento, sintiendo los diez duros del Quaque en la faja, junto al ombligo, venía cantandillo aquello de:

De la uva sale el vino,
¡qué rico vino!
plin, pliriplín…
De la uva va a la cuba,
¡qué rica cuba!,
plin, pliriplín…
¡qué rico está en la cuba!…

Cantaba bajo el embozo de su capa, y la voz le salía gorda y abrigada, como si cantase en la cama.
Cuando hubo pasado un buen trecho del bar de la Lola, el Quaque, sigiloso, encorvado y desconchando las paredes de puro ceñido a ellas, echó tras el gordinflón. Así que entró Folión en la calle de las Huertas, el Quaque apretó el paso, aunque sin perder el silencio. Llegó hasta unos cuantos metros del gordo, que cada vez más metido en su gozo, cantaba a grandes voces… Ya iba por aquello de:

… de la copa va a la panza,
¡qué rica panza!,
plin, pliriplín…

cuando el Quaque, dando un par de zancadas, se echó por la espalda sobre el tío Folión. Éste no tuvo tiempo de volverse. Anudándole los brazos al cuello y clavándole la rodilla en los riñones, el Quaque hizo fácilmente troncharse al gordo, que dio en el suelo encharquitado, con toda su naturaleza. Poniéndole luego una rodilla sobre la barriga y el codo en la boca, le arrancó de un tirón la bolsita que llevaba en la faja con el dinero. —Toma bollagas —le dijo, sacudiéndole unos puntapiés—; de mí no se ríe nadie…

Pero cuando el Quaque intentó marcharse, la cosa no fue fácil. El tío Folión le había cogido una pierna y abrazándola con todas sus ansias, le mordía en la enjuta pantorrilla. El Quaque gritaba sordamente y aporreaba con ambos puños la calva cabeza del gordo. Pero éste no soltaba su bocado… Fue entonces cuando el mozo sacóse de un tirón su histórico revólver y le dio al mordedor un «casquío» a quemarropa… Se aflojó la boca del tío Folión. El Quaque echó a correr como loco, creyendo que el eco repetía mil veces el ruido de su disparo. Al llegar a la calle de Martos, se serenó un poco. Tiró por una lumbrera la talega del tío Folión, guardándose los cuartos, y empujado por una repentina y tozuda idea de desquite, enderezó sus pasos hacia el Casinillo… Sin darse cuenta, con voz cascada y trágica, iba repitiendo la canción que oyera a su víctima:

De la cuba va a la bota,
¡qué rica bota!,
plon, ploroplón…,
¡qué rico está en la bota!

Cuando Plinio, el punta del cigarro en la boca, Rosendo, el guardia de servicio, que estaba arrepantingado sobre el brasero, le dijo: —Poco me equivoco si lo que se ha sentío por ahí hace poco no ha sido un tiro.

Plinio, que se había puesto en cuclillas ante el brasero, levantó la cabeza y le miró astutamente, con los ojos entornados, según acostumbraba: —¿Dices que un tiro? —Sí, señor… Que no soy yo de los que confunden los tiros con los cohetes. —Pues anda y búscate a los serenos que estén más cerca, a ver qué dicen. Rosendo se levantó de mala gana. Se estiró, se vistió la pelliza con cuello y puños de astracán y salió carraspeando del cuartillo de guardia. Plinio tenía fama de ser el hombre más pacienzudo y callado de Tomelloso. Oía siempre con el cigarro pegado a la boca y cara de escéptico. Llevaba casi veinte años «arrastrando el sable», como él decía, y sabía más del pueblo que nadie. Dotado de gran talento natural, sabía mucho del corazón humano, aunque «en pardo». Sin decir nada, con el solo instrumento de sus ojos socarrones, desarmaba a los rateros, placeras de malas artes, prostitutas rústicas, robamulas y demás sujetos de su habitual clientela. Famosos eran sus ardides y coartadas, como algún día dirá la historia; y muy pocos sucesos, grandes o pequeños, quedaron por discriminar en su mandato…, a no ser aquel famoso robo de la tonelería, que hacía entonces tres años que no le dejaba dormir.

Sin pedir permiso, un hombre liado en una manta entró en el cuartelillo de guardia, y se quedó varado, con los ojos fijos y la boca a medio abrir. —A la paz de Dios —dijo al fin. Plinio lo miró sin responder de momento. —¿Qué hay? —Pos, na; que venía de ver a mi yerno, que está un poco averiao, y al cruzar la calle de las Huertas me ha parecido ver en el suelo un bulto. —¿Te ha parecido verlo o lo has visto? —Sí, señor; lo he visto. Es un hombre muerto… Poco me equivoco si no es el tío Folión.

En éstas estaban cuando entró Rosendo acompañado de dos serenos. —Éstos dicen que no han oído na — dijo. Plinio le miró con su cara socarrona, ladeando un poquito la boca, en sonrisa capada. —Vete a avisar al juez. Y tú —a un sereno—, al forense. Y tú —al otro sereno—, vete al Casinillo y dile al Peluco que me traiga un café bien cargado, en seguida. Mientras venía el Peluco, Plinio mandó a otro guardia para que guardase el cadáver… Pero el Peluco llegó en seguida. —Buenas noches, jefe. —¿Ha estado el tío Folión esta noche en el Casino? —le preguntó de sopetón. —Sí. Por cierto que le ha ganado toda la «chatarra» al Quaque. Plinio tomaba la tacita de café a sorbitos menudos. —¿Hace mucho que salió el hermano Folión de allí? —Sí, hará casi una hora. —Y el Quaque, ¿se fue también? —Sí, pero volvió en seguida. Se conoce que fue a su casa a por dineros. —¿Quién salió antes? —Primero, el Quaque. Después, el tío Folión. ¿Es que pasa algo? —No, pero tú te callas. —Sí, señor. —¿Quién más había en la partida? —El tío Fuchino y el hermano Paco Vitor. —¿Se han ido también? —No; no se han movido del Casino. Todavía siguen jugando con el Quaque otra vez y con el Cabrero. —Vuélvete al Casino, y ni una palabra. —¿Me puedo ir ya? —dijo el de la manta, que seguía inmóvil y sin desarroparse. —No. Siéntate aquí un rato. Tendrás que declarar. —Yo no quiero líos con la justicia… Si he estado por no venir… que cada cual cuide de su petaca… que el que se arrima a desgracias, algo se le pega. —Toma. Echa un pito y calla —le dijo el jefe, alargándole la petaca.

Media hora después, con aire soñoliento y el sable desceñido, entraba Plinio en el Casinillo de San Fernando. Como que no hacía nada, se acercó a la partida d Quaque, que, olvidado de todo, al parecer, seguía jugando con la pésima suerte de antes e idénticos puñetazos sobre la mesa. El Quaque vio de reojo acercarse al jefe. Como éste era mirón con frecuencia, nadie se extrañó de verle allí, pero al Quaque comenzaron a bailarle las sotas que tenía delante y a jugar distraídamente… Y nadie sabe por qué extraño milagro, le empezó a dar bien el juego desde que llegó el jefe.

De cuando en cuando, el criminal le echaba un reojo a Plinio, que parecía muy atento a las jugadas. El Quaque comenzó a sentir frío. Un frío endemoniado, que se le clavaba en la espalda como espinillas. El jefe, impasible, persistía en no encender su cigarro, que ya entró apagado. Peluco, el camarero, con los ojos abiertos como liebre, no le quitaba la vista de encima al jefe. El Quaque quería que lo tragase la tierra, salir de allí; pero no se atrevía. Cuando no tenía cartas que mirar porque barajaba otro, miraba con ahínco el verde tapete… Pasaban los minutos y el guardia no movía un dedo. El próximo reloj de la plaza dio las tres de la madrugada… Y de pronto, cuando el criminal se disponía a robar del montón una carta, le dijo Plinio, quitándose la colilla de la boca y con voz socarrona: —Vaya susto que le has pegado al hermano Folión, Quaque. Al Quaque se le quedó parada en el aire la mano con que iba a robar la carta. —¿Susto?… —dijo sin aliento. —Sí, hombre, sí —añadió el jefe, que lo miraba con mucho examen—. Me lo he encontrado por la calle e iba blanco como el yeso.

El Quaque robó la carta por fin e hizo un esfuerzo por seguir jugando. —¿A quién se le ocurre más que a ti dispararle la pistola sin venir a cuento? … Podías haberle herido… El pobre iba descompuesto. Hasta tila ha tenido que beber… ¡Qué puñetero, Quaque! ¡No seas tan bromista! —añadió, dándole una palmada en la espalda—, que yo te quiero bien y esta noche podías haberte buscado el bollo. La partida se había interrumpido y todos oían con atención lo que decía Plinio. El Quaque tenía la barbilla clavada en el pecho. —En fin, me voy a acostar —dijo Plinio—. Pero no vuelvas a gastar esas bromas, mocetón. —¿Entonces es que no le he tocao na, na, na? —dijo el Quaque, algo animado. Plinio, al oírle esto, le echó la garra sobre el hombro brutalmente y le dijo: —¡Date preso, Quaque!



sábado, 27 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) El Bugatti



Hacia media tarde oíamos lejano el intenso petardeo y salíamos corriendo a la puerta de la calle. —¡El Bugatti! —¡El Bugatti de Pablo! Aquella tronata se acercaba, cruzaba por las cuatro esquinas como un relámpago amarillo, largo como un puro. En la tarde de verano quedaba la peste de gasolina quemada, el humo denso que salía por el grueso tubo de escape y la polvareda, que parecía ir a la zaga del coche hasta el fin del pueblo. Yo nunca había conseguido ver el Bugatti parado. Siempre fue la imagen fugaz del puro amarillo con una correa como el cinto de un hombre, ciñendo el capot.

Todos los demás que habían visto el Bugatti de cerca se hacían lenguas de sus hechuras: «Tiene el volante tan grande como la rueda de una tartana». «Sólo caben dos, que van muy hondos». «Todo es motor». «Corre más que un avión». Los mayores decían que su dueño se había gastado media fortuna en el coche…, «total para matarse». Y una tarde, cuando después de la siesta y merendados llegamos al patio de la fábrica del abuelo, nos quedamos clavados en el suelo por la impresión. Allí estaba el Buga el pobre Ford, alto, torpe, doméstico). —Tendré que buscar un mecánico de Madrid, será lo más derecho —decía Pablo, mirando su auto con cara triste. —Sí, porque aquí no entienden estos coches —añadió papá. —Esto te lo arreglo yo en dos patadas —afirmó don Luis intentando abrir el capot, muy nervioso. —Ya está Luis con sus cosas —dijo Pablo.

Abierto el capot, apareció el motor larguísimo, embadurnado de grasa. Don Luis metía las gafas y la nariz, husmeando la avería, y con sus manos nerviosas tocaba por todos lados. —Debe ser en la bomba de la gasolina —aventuró Pablo, mientras se colocaba bien el lazo de la corbata blanca. —Todo lo achacáis a la bomba de la gasolina —respondió don Luis, sin dejar de andar en el motor.

Cansados de mirar el auto y de oír a los mayores, nos fuimos a jugar a los porches. Olía a pino entre las sombras de la tarde. Y sentados sobre la pila más alta de madera, veíamos las estampas de Jesusín con mujeres desnudas muy gordas. Hablábamos en voz cada vez más baja. Luego nos repartimos las estampas.

Don Luis se había quitado la chaqueta y seguía enredando en el coche, casi sin ver. Papá y Pablo se habían ido. También marcharon los operarios después del toque de campana.

Jesusín se guardó todas las estampas y dijo de irnos. Pero Salvadorcito dijo que no. Que don Luis nos lo notaría todo. Y tumbados sobre los tirantes, medio adormilados, esperábamos que se fuese. De lejos llegaban voces confusas y el ruido de algún coche. —Ya se tiene que marchar, que es de noche. —¡Atiza! Si ha sacado la linterna. Desde nuestro puesto se veía el ir y venir nervioso de la luz. —Está guardando las herramientas. Durante varios días, desde la mañana a la noche, don Luis aferruchaba en el auto, que había metido en el porche de enfrente del que olía a pino. De vez en cuando encendía un cigarro y se quedaba mirando su faena, con los brazos en jarras. Pero de pronto tiraba el cigarro a medias y volvía a inclinarse sobre el motor.

Papá, Pablo, el abuelo, el tío, o alguno de los que entraban y salían a la fábrica, se acercaban de vez en cuando por ver cómo iban los trabajos de don Luis. Un día dijo Pablo al tío cuando salían: «Sería la primera cosa que arreglase en su vida». Aquella tarde, desde nuestro observatorio de las pilas de pinos de Soria, vimos que los obreros, al salir del taller, se reunían en grupo con papá, el abuelo, el tío y don Luis. Hablaban de los militares de África, de no sé qué levantamiento. Don Luis escuchaba sin dejar de mirar al Bugatti. —Ha dicho la radio que ya movilizan las quintas —dijo uno. —Se van a cargar la República. —En este país siempre ganan las derechas. —Eso ya lo veremos.

Como mamá no nos dejaba salir de casa, pasamos muchos días sin ir a la fábrica, pero nos asomábamos a la ventana del comedor de verano. Habían amanecido banderas rojas en todos los balcones y las contábamos y buscábamos cuáles eran las mayores y las más pequeñas. Las gentes, con los ojos recelosos, se asomaban a las puertas y miraban a uno y otro lado. Hacía mucho sofoco, pero no había sol. Desde casa se veía la plaza y la puerta del Ayuntamiento. A cada instante llegaban autos y hombres con escopetas y «monos». —¡Dios mío! —gritó mamá, que estaba con nosotros tras la persiana.

Entre varios milicianos pasaban por delante de casa a don Luis, en mangas de camisa, lleno de tiznajos de grasa. —Lo traen de la fábrica. —Viene del Bugatti. Cuando las cosas amainaron un poco y las banderas rojas de las ventanas se habían decolorado, volvimos por las tardes a la fábrica. En el porche estaba el Bugatti despanzurrado, el capot abierto y las herramientas por el suelo. En él hicimos nuestro escondite.

Jugábamos a carreras; y al anochecer, allí veíamos las estampas de Jesusín… Fueron días maravillosos. Nadie se acordaba ni del Bugatti ni de nosotros. A veces sacábamos un mapa grande de carreteras y buscábamos Madrid. Una de aquellas tardes, cuando estábamos más distraídos, se presentó don Luis muy pálido, y sin decir nada, empezó a remover otra vez en el motor del coche. Nosotros le mirábamos a ver cómo traía la cara un hombre que acababa de salir de la cárcel. Pero él ni nos hizo caso. Despacito, nos bajamos y marchamos a la pila de pino de Soria. Pronto aparecieron papá, el abuelo y el tío, que lo abrazaron y hablaron un buen rato. Don Luis todo lo contaba como en chiste. Por fin desmayó la conversación y unos se volvieron al taller y don Luis se quedó junto al Bugatti.

Tuvimos que volver a la pila de pino de Soria a las anochecidas para ver las estampas de Jesusín. Todo parecía ya que estaba como antes para nosotros, aunque la gente cada vez hablaba más de la guerra. Hasta en nuestros juegos, algunas veces, salían nombres de políticos y militares o cantábamos himnos como si fuesen canciones de moda. María de la O, que fue la última canción que privó los días antes de la guerra, había quedado un poco descolocada por las músicas revolucionarias… Don Luis, sin perder tarde ni mañana, seguía reclinado sobre el Bugatti, cuyas ruedas estaban totalmente desinfladas (había quedado en zapatillas) y su color amarillo había perdido brillo. El polvo cubría la brillante tapicería de cuero y el salpicadero.

Cuando llegamos una tarde vimos gran animación en el patio. Varios milicianos estaban atando el Bugatti con una cuerda a la trasera del Ford. Don Luis, papá, el tío y el abuelo los miraban hacer con los brazos cruzados. Pusieron el Ford en marcha, pero apenas podía tirar del Bugatti. Don Luis dijo que era porque estaban las ruedas desinfladas. Un miliciano intentó hincharlas, pero no sabía. Don Luis le quitó la bomba de la mano y las hinchó él. Terminó sudando. Luego todos se subieron en el Ford, menos uno, que tomó el volante del Bugatti.

El abuelo, como tímido, se acercó lloroso y le dio al Ford un beso en la toldilla. Despacito, despacito, salieron del patio. Don Luis se echó la chaqueta sobre los hombros y se miró las manos manchadas de grasa con un gesto escéptico. Luego de un silencio muy largo, durante el que todos estuvieron mirando por las portadas que habían salido los coches, don Luis dijo: —No era la bomba de la gasolina. El abuelo, papá y el tío se volvieron a la fábrica cabizbajos. Don Luis, con las manos atrás y mirando al suelo, con el cigarro en la boca, marchó a su casa. Luego nos dijeron que don Luis convenció a los del «Cuerpo de Tren» para que le dejasen arreglar el Bugatti.



jueves, 25 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) Las sandías



Con la primavera, llegaban las sandías de Valencia, caras, escasas y sin el sabrosón dulce de la tierra secana de nuestro pueblo. Eran sandías minoritarias y heráldicas. Sandías impopulares que la gente miraba casi con desprecio. En cuestión de sandías y melones siempre tuvimos un recio patriotismo. Todos los jugos de nuestra pobre tierra se virtuaban y conseguían máxima realización en el siempre impresionante —por su tamaño— fruto melonario.

La fiesta de las sandías, la gran inundación rosácea casi malva de las sandías despanzurradas, no ocurría hasta la llegada de las nuestras, de las grandes e incomparables sandías indígenas… Ya andado junio. Al filo mismo de las vacaciones. Las sandías y las vacaciones se esperaban, se apetecían, se soñaban juntas. La imagen de las vacaciones tenía el frésico color de las sandías; y las sandías eran la realización en figura imponente, verde y satinada de las vacaciones.

Cuando los calores apretaban y se abrían las ventanas de la clase y comenzaba la época de los galopantes repasos; cuando las aulas olían a flor y a humanidad caliente; cuando los escolares encerrados, atenazados por la vecindad de los exámenes pensábamos por vez primera en lo hermoso que era el cielo, en los gritos de niños liberados y callejeros que llegaban de lejos, y en los ladridos de perros rabiosos, un día de ésos llegaba algún niño corriendo sofocado, con los labios secos y los ojos brillantes y nos decía:
—¡Ya hay sandías!

La noticia corría por todo el colegio, manchándolo de pepitas negras, de grumos rosáceos, de medias lunas verdes, de gritos jubilos llevaban dentro. Asomaban bajo las tapas de la cesta de mimbre como cabezotas curiosas que querían otear la calle. Por la calzada se veían niños comiendo rebanadas, la cara llena de refregones rojos.
—¡Ya hay sandías!
—Se acabó; nos escapamos del recreo. Es sábado y el lunes ya no se acordará don Bartolomé. Hoy es la fiesta de las sandías. Hay que avisar a casa para que lleven para comer. Hay que probarlas. ¿Quién se viene conmigo?
Sólo formamos tres en torno a Salvadorcito, porque los demás eran incapaces de comprender la poética y vital arenga. Y sin más dilación salimos disparados por el portal a la calle, en busca de la gran orgía de las sandías. Desde siempre, los puestos de melones y sandías, que son carros desenganchados apoyados sobre las varas, con el montón de frutos delante, los colocan al principio de la calle del Campo de Criptana. Junto al Juzgado y el Ayuntamiento, en la calle de los Muertos.

Llegamos los cuatro desbocados y vimos diez o doce carros. La gente se agolpaba alrededor de los montones de sandías. Los vendedores, jubilosos, voceaban, con la navaja en una mano y una sandía en la otra:

—¡A cata y cala!
—¡A perra chica el kilo!
—¡Han llegado las de Tomelloso!
—¡Mueran las de Valencia! —
gritaba otro.
Las gentes señalaban en los puestos: —Pésame ésa.
—Ésta, ya verás, puro jarabe.
Cuando el melonero abría la sandía y salía bien roja, la enseñaba a todo el mundo, orgulloso. El sol hacía brillar casi como una luz aquella luna sangrienta. Las pepitas negras, húmedas, caían al suelo.
Los compradores tomaban entre sus manos las sandías amorosamente, sonriendo, como si fueran niños pesadotes, infladas sus carnes de jugos azucarados.
Como se parase una preñada ante el puesto que estábamos y mirase irresoluta la mercancía, el vendedor la voceó:

—¿Quieres otro?
La gente empezó a reírse y ella miraba a unos y a otros sin comprender. Por fin cayó en la cuenta, se puso colorada y marchó. Todos reían más.
Salvadorcito nos explicó el chiste que había hecho el melonero, y añadió que éramos tan tontos que creíamos que los niños venían de París.
—¡Sangre! ¡Sangre! —gritaba otro vendedor—. ¡Sangre fresquita! (Había metido la mano en la pulpa de una sandía aporreada y le caía el jugo cárdeno dedos abajo, entre los pelos negros de la muñeca).

Sentados en el poyo de la acera, dos gitanillos descamisados comían vorazmente una sandía reventada que les había regalado un melonero. Hacían mil guarrerías, restregándose las cortezas por la cara, y sonreían. Las pepitas les caían sobre las camisillas rotas, sobre la carne cobriza.
Como un vendedor gordo viese a dos furcias morenas, con moño y vestidos de colorines y flores en la cabeza que iban comprando, les dijo: —Venid a mi puesto, rosaledas. Esto sí que es carne fresca.
Ellas le hicieron un dengue. Y todos se rieron… Y Salvadorcito, que lo sabía todo, nos explicó lo de la carne seca y la carne fresca.

Por todas partes se veían ir y venir gentes con melones de agua. Algunos guardias municipales iban sonrientes con la primicia esférica entre las manos. —Ahora la parten con el sable — dijo Marcelino.
—¡Qué va!, no ves que se oxidaría
—respondió Salvadorcito,
despreciativo.
Como entre todos juntábamos hasta un real, decidimos comprar una sandía al hombre gordo que dijo lo de la carne fresca.
—Pero no nos engañe usted —dijo
Salvadorcito.
El hombre sonrió y buscó una verde clara con calvorota blanca.
—¿Ésta? Es puro azúcar.
—Sólo tenemos un real.
—Vale.
—Partámosla en cuatro trozos.
La gente empezó a reírse.
El gordo partió la sandía en cuatro trozos con sólo dos tajos feroces y precisos.
—Cuatro corazones. Ahí tenéis.
Y llegaron a nuestras manos, casi temblorosas, aquellas cuatro lunas restallando reflejos rosáceos, crujientes, deslizándose las negras pepitas hasta el suelo.

Nos fuimos hasta el borde de la acera, más allá de los gitanillos, y empezamos a morder la primera sandía del año aquel, que se nos deshacía en la boca, nos chorreaba por los labios y las pepitas caían sobre el atadijo de libros que habíamos dejado en el suelo.
Y cada vez llegaba más gente a comprar sandías. Había corrido la noticia por el pueblo y venían de todas partes apresuradamente. Era buen año aquel. Las chachas, con las cestas. Las mujeres, enlutadas. Los gitanos. Los hombres viejos, con las blusas negras, husmeaban desconfiados. Los vendedores cada vez voceaban más.
Y por fin llegó y se plantó ante nosotros el padre de Antoñito, que era veterinario y tenía bigotes. Se plantó ante nosotros y empezó a mirarnos con cara de estar enfadado de mentirijillas. Llevaba un pantalón blanco con rayas negras, una chaqueta oscura y un sombrero de paja.
—¿Qué hacéis, barbianes?
Quedamos mirándole un poco asustados por si nos regañaba. Por fin habló Antoñito:

—Nos hemos escapado del colegio para comer sandía.
Y el señor veterinario empezó a reír escandalosamente.
—Pues, venga, comed, comed, hasta que os salgan pepitas por el ombligo.
Y reía más.

Y nosotros, jubilosos por su actitud, dábamos bocados desaforados a nuestras lunas de sangre.
Empezó a oírse una guitarra y la gente fue hacia allá. El veterinario miró con gesto despistado hacia el viejo que tocaba. A poco, una niña que había junto al viejo empezó a cantar con una voz muy aguda:

Marianita salió de paseo
y al encuentro salió un militar,
y le dijo vuélvase a su casa,
que un peligro la puede matar.
Conforme oía, el ceño del veterinario se fue frunciendo. Ya no nos hacía caso.
Marianita volvióse a su casa, y al momento se puso a pensar si Pedrosa la viera bordando la bandera de la libertad…

—¡Uf! —gritó el señor veterinario
—. República, republicanos…
¡Marianita Pineda de los…!
Y se volvió hacia nosotros con gesto furibundo y me miró a mí, que era de familia republicana (estoy seguro), y dijo:

—Os aseguro, niños, que como venga la República se acaba todo, hasta las sandías.
Y marchó con las manos atrás,
disparado, entre la gente que se aglomeraba ante los puestos de melones, y ante el ciego y la niña.


lunes, 22 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) Dibujo al aire libre



Desde que pusieron el Instituto, don Bartolomé andaba por todo el pueblo como un mono loco, raboteando. Y hablaba solo. «Me han quitado el pan de mis hijos». Volvió a hacerse monárquico. Las aulas del Santo Tomás quedaron vacías, y él leía el ABC y se comía la morcilla frita completamente solo en el «estudio». Según el Coleóptero, sagaz espía de la banda de Manolo, a las horas señaladas, don Bartolomé salía al triste patio y voceaba: «¡Niños, a clase!». Lo decía muchas veces, y como nadie respondía, se entraba llorando. No le quedó más discípulo que su hijo Tof e, que declaró: «Antes la muerte que ir a ese Instituto de socialistas». Y también volvió a su fe monárquica.

—Esta tarde traed un bocadillo, el bloc de dibujo, lápiz y goma. Iremos a dibujar al campo. La señorita de dibujo lo dijo sin darle importancia, pero todos los de la clase nos miramos entornando los ojos, sin comprender del todo. Intentando componer esta novísima imagen en nuestro imaginero. El Coleóptero alzó los omóplatos, encorvó la cabeza entre ellos, sacó el suplemento extraordinario de su nariz y nos miró a todos como si algo le oliese mal.

Sólo Merceditas, tocándose uno de sus tirabuzones, rubio, poderoso y terso como el muslo de un niño, tomó la cosa con naturalidad. —¡Qué bien! (Los papás, y especialmente las mamás de algunas compañeras, según se supo, interpretaron muy malamente aquello de dibujar en el campo. Las ideas: chicos y chicas juntos; campo, lápiz, les trascendía a erotismo; a nefastas consignas republicanas, masónicas, judaizantes… francesas, en una palabra. Una niña acudió a la cita acompañada de su hermana mayor. Otra trajo una silleta de tijera. El papá de Clotilde, bien apostado tras un cuartillejo, nos vigiló con sus anteojos toda la jornada).

Cara al sol, en grupos familiares, subimos por la calle de San Luis, tras la señorita, que nos enseñaba canciones populares:

Eres buena moza, sí,
cuando por la calle vas.
Eres buena moza, sí;
pero no te casarás,
pero no te casarás,
carita de serafín,
pero no te casarás,
porque me lo han dicho a mí. 

Era una tarde de sol y refrío, entre febrero y marzo. Tarde de medio gabán y nariz caldosa. Las golondrinas andaban de valijas y la tierra a punto de romper la costra inverniza. La cabeza se calentaba, pero con los pantalones cortos, se pegaba a los muslos, como sable, un fresquillo de menta. Los pañuelos que llevaban las chicas a la cabeza revolaban suavemente, iniciando salutaciones tímidas a la primavera. Los perros barriobajeros, estirándose, bostezando y rascándose en las esquinas, se probaban el lomo para las coyundas primaverales. Dos chicas susurraron elogios a donde nacía la cola de un perrazo mastín con unas carlancas como el sol del purgatorio. Y pegada a la cal, recosía una vieja su falda bajera con la nariz pegada a la aguja.

Al final de la calle, las eras, con hierbas tiernas entre los cantillos rodados. Al fondo, al otro lado de la «estación vieja», el camposanto. Tras las tapias de cal vibrante asomaban las cruces más caras, los cipreses lentos y las espaldas de los peatones. Desde la puerta del cementerio hasta la ermita de la Buena Muerte, el paseo de los Muertos, entre dos hileras de árboles tristísimos. Y al otro costado del paseo, las fábricas de alcohol con sus chimeneas y humos de vida, ajenos a la cercana muertería.

La señorita quedó mirando un momento hacia el cementerio. Todos esperamos como si fuera a decir algo. Pero no, de pronto se volvió hacia el otro lado y se puso la mano de visera, como buscando. (Antoñito me dijo, imitando el palpala de la codorniz y señalando con los ojos la pechera de la señorita: «Chicastetas, chicastetas»). En medio de unas viñas antiguas había unos bombos negripardos. Viñas de liego, viejísimas, que asomaban sus cabezonas negras, atizonadas, hendidas, entre los grisantos pámpanos de varios años. La linde de la viña era un lomazo bien trepado de hierba nueva, con su miaja de amapolas y margaritas tempranas.

Allí nos sentamos en fila larga. Nuestras sombras quedaban a la espalda. Dijo la señorita que dibujásemos los bombos. «Son —dijo —, fijaros bien, como cerritos de piedra, pero huecos. Ved la puerta bajita por la que entran los labriegos para guarecerse de las inclemencias del tiempo». (Labriego suena a espliego; gañán, a pan, dijo el Coleóptero). (Chicastetas. Chicastetas). —No hace falta dibujar todas las piedras superpuestas que forman el bombo, pero sí dar sensación de ellas con líneas más o menos imaginarias. Mirad.

Tomó un gran bloc y comenzó la señorita a hacer rayas muy de prisa. Todos le hicimos corro. —¿Veis? Ya está. Y nos hacíamos lenguas de lo bien que estaba aquello. —Así hay que hacerlo. Fijaros que los bombos son como galápagos grandotes, como bóvedas, como panzas. —Sí, señorita; al final de la panza y la panceta, las mujeres fresón y los hombres corneta —dijo Antoñito en voz baja. Y empezamos a dibujar. Y todos borrábamos mucho. Y un niño hizo un bombo que cabía el cuaderno dentro, como una giba de camello.

Y otro, dos bombos pequeñines, como puntos. Otro, preguntó si podía dibujar un perro. Otro, un gañán saliendo del bombo. Y Matilde, que si podía pintar a la Canastera. Y todos se rieron mucho. Corrió como un siseo confidencial entre los chicos que habíamos estado en el Colegio de Santo Tomás, antes de la Reina Madre, y todos los ojos fueron hacia un camino próximo. Venía don Bartolomé con el sombrero sobre las narices, las manos en los bolsillos del gabán azul y los negros zapatos puntiagudos. Parecía un paraguas semiabierto que avanzaba por el terragueo. Un cuervo, una figura hecha de cagarrutas sobre las hierbas nuevas. Un exabrupto de la primavera, una mortaja desbandada. Un postrer excremento de muerto antiquísimo. (Debía traer la nariz morada y el colmillo amarillo). Un intestino de bruja mal vestido. Un escroto de burro hecho figura. —Toca madera —dijo uno. —Llegó el juicio final. Alguien avisó a la señorita, que continuó su trabajo sin hacer caso.

El viejo daba vueltas como grajo a cierta distancia de nuestro grupo. Andaba tropezando en piedras y pisando margaritas. Se paró al fin. Alzaba el brazo. Algo debía decir que se llevaba el viento. Se levantó el abrigo. Un líquido brilló al sol. Volvió a levantar el brazo y vocear. Y de pronto marchó casi corriendo, pisando los terrenos todavía húmedos, hacia el cementerio. —Niños: cada cual a su dibujo. Volvimos a solespones, cantando aquello de:

El carbonero
por las esquinas
va pregonando
carbón de encina.
Carbón de encina,
cisco de roble,
la confianza
no está en los hombres. 

Un crepúsculo cárdeno, larguísimo y estrecho quedaba allí, tras las altas chimeneas del alcohol.



viernes, 19 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) El entierro del Ciego



Empezó el escándalo porque el Ciego dejó dicho a sus albaceas y otros contertulios de su agonía y muerte, que quería en su entierro la Banda Municipal. Y el alcalde se opuso. Lo dijo bien claro: «No quiero que mis músicos amenicen el entierro de un tratante de blancas». El Ciego lo repitió toda su vida. Casi nadie de los que frecuentaban su lupanar dejó de oírlo; y lo decía así que alguien canturreaba el tango famoso: «Cuando me muera, que me toquen el “Adiós muchachos, compañeros de mi vida”; así me despediré de los que me acompañaron en los buenos ratos y de los que me dieron dinero a ganar». La burguesía y la clase pretenciosa aprobó la actitud del alcalde, aunque le criticaron aquella frase de «mis músicos». «Los músicos son del pueblo y no de él. Pues qué se habrá creído, etc». El estado llano, tal vez por ir en contra de los guardias, quería que fuese la Banda al muerto. «Que a los pobres ni nos dejan música en el entierro. Que hasta las últimas voluntades nos las capan, etc».

Los albaceas del Ciego y contertulios de su agonía y muerte, para cumplir el deseo del finado sin desobedecer al alcalde (si bien tuvieron muy malas palabras para su familia por línea de mamá y esposa, y sacaron a recuerdo lo putañero que fue hasta alcanzar la vara; y aun con la vara en el puño, sus resobineos con Carolina, la del carabinero), pensaron que fuera la Rondalla. Música era a fin de cuentas, y con tal que se ejecutase el tango, lo mismo daba con púa y cuerda que con viento y caña.

Pero estaba de Dios que el entierro del pobre ciego quedara mudo. Los curas se opusieron a la amenidad de la «Rondalla Cultural Recreativa». No veían los del clero cómo casar la severidad de los latines responsorios con el ritmo pizpireto de la Rondalla, máxime con un tango golfo como base de repertorio. Y fue la negación del párroco la que de verdad encrespó los ánimos del pueblo. (Ya tenía el cura ecónomo muy mala prensa en aquel año 1931, por una serie de minucias que no vienen al caso, y aquella negativa colmó el cántaro).

Por todos estos altercados con lo civil y lo canónico, el entierro provocó una gran manifestación, entre dolorosa y política, en las clases populares y putafieras del pueblo. Hasta el Colegio de la Reina Madre llegó el desasosiego y «los niños republicanos» —como nos llamaba la hija de don Bartolomé— decidimos hacer acto de presencia en el entierro, amordazado por el «despotismo y la intransigencia» — como dijo el semanario local en su sección de «Puyas».

La casa del Ciego y la de la Carmen eran las más famosas mancebías del pueblo. La primera se distinguía por la buena música, que dirigía el mismo patrón; y las agudezas de éste cuando estaba en vena. La de la Carmen, por el esmero en el trato y la simpatía que en la «alternacía» tenían las pupilas. Él era hombre de romances, apotegmas, epigramas y muy sabedor de cante grande. Ella estaba más arrimada al cuplé y al baile moderno. Cuando recibía material nuevo mandaba avisitos a la buena clientela en tarjetas perfumadas. Para alabar las prendas de sus discípulas no había lengua como la de Carmen.

Las dos casas estaban en la calle de las Isabeles. Aquella que nace del egido donde ponen las atracciones de la feria. No lejos había otras casas de trato de menos historia y presentación. Cuando llegamos a la calle de las Isabeles, ya había mucha gente. La puerta de la casa estaba abierta de par en par. Y en el patio, donde se alternaba en verano, bullían todas las mujeres del gremio de la ingle que en el pueblo había. Pintarrajeadas y con velillos partidos en la cabeza, más bien trozos de mantilla o de algún velo grande de viuda, ya que, a buen seguro, en el colegio de la fornicación de Tomelloso no debía haber velos suficientes. A pesar de que querían ponerse serias, por la gravedad de la ocasión, se les vertían risillas y gritos, y no daban paz a las posaderas sobre las sillas. Se rebullían sus cuerpos vestidos de vivos colores, en la cálida tarde primaveral soltaban un tufo de polvos, colonias gruesas y vino agriado, que trascendía a la calle. Sus caras eran flores de trapo con ojos turbios y bocas rotas. Ojos mal dormidos, desacostumbrados a la luz del sol.

De vez en cuando llegaban del interior los lloros perrunos y cansados de las «encargadas» y coimas de la reserva. «¡Ay, Jesús! ¡Lo que somos!». Entre el personal macho, casi todo en pie en la puerta de la calle y en el salón de invierno, junto al organillo, abundaban los barberos, muchos de ellos músicos de aquellas casas en las horas libres y casi todos discípulos de bandurria, guitarra o laúd del Ciego. Que éste enseñó a mover la prima y el bordón a varias generaciones de tomelloseros. Como guitarrista en el género flamenco, y especialmente en acompañamiento, no había quien le quitase la palma al Ciego en toda la provincia. Hasta de Argamasilla y Socuéllamos venían barberillos en bicicleta para que él, que no veía, les diese luz de guitarra. Entre los entendidos tenía fama de mover la izquierda sobre los trastes como el mismísimo Segovia. Había chulos y queridones de las «sicalípticas», con pañuelo blanco terciado al cuello, gorra de cuadritos, y los dedos enguantados de nicotina hasta la primera falange; alguaciles y policías retirados, que recibieron buen trato y favor del difunto en años mejores. Y discretamente apartados, señoritos finos, que le habían roto muchas sillas y bandurrias en noches gozosas; que tiraron al pozo veladores, sostenes y botellas del «Mono» en madrugadas agrias, y alguno que cierta madrugada de enero lanzó una «azofaifa» a los charcos de la calle, porque no quiso bailarle el moro. En grupo aparte, con las caras largas y el pito en la boca o el puro entre dedos, la corte de los flamencos de todas las edades: los viejos, que sólo conservaban el compás o el canto por lo «bajini» para los cabales; los cuarentones, como Tizón, que todavía alzaban su voz con grietas en los ratos que estaban a gusto, y los mocetes de la última hornada, que cantaban a todas horas; amén del guitarrista señorito, que sólo tocaba cuando llegaban los Domecq o la Niña de los Peines y en sesiones privadísimas. En fin, allí estaban todos los productores del ramo de la fornicativa.

Apenas faltaban unos minutos para la hora del entierro, cuando abocó en la calle de las Isabeles un Citroën negro, enorme, como coche de toreros, que avanzaba muy lentamente entre el gentío hasta pararse frente mismo de la puerta del duelo. Era de la Padilla. Pepa la Padilla, famosa cupletista local, que venía ex profeso de Albacete, donde actuaba con su elenco. Su madre fue antigua pupila de la casa y junto al Ciego nació (había quien la creía hija de éste) y él la enseñó a cantar, a bailar y a tocar la guitarra, hasta que un buen día, con sus muchas influencias, la lanzó a los tablados, donde andaba apaleando los miles de duros.

Pepa la Padilla bajó del auto como una marquesa. De luto hasta los pies, pero cargada de pulseras y collares. Llevaba un gran ramo de flores rojas. La acompañaban dos gitanos culichicos de su ballet; el «cantaor» Cañameras, natural de Pedro Muñoz, gordo, sin corbata y con las patillas muy bajas, un chófer de uniforme gris, con la cara trastornada por un costurón vinoso con traza de barboquejo.

Pepa la Padilla dio en seguida al duelo una categoría y seriedad que hasta entonces faltaba. Seguida de los suyos, y sin saludar a nadie, pasó desde el auto hasta la capilla ardiente. Nosotros, «los niños republicanos», aprovechamos el descuido para colarnos hasta la «cámara», como decía el Coleóptero. Al verla entrar en el patio se agitaron las furcias, se la comían con los ojos, llenos de veneración. Dos o tres se pusieron en pie y la besaron con repentina y cortesana mesura, como si aquélla fuese la ocasión de lucir las finuras y urbanidades que cotidianamente habían de olvidar por razones de oficio. Los hombres, como a toque de corneta, volvieron los ojos a su paso en derechura al trasero, que era de aquellos gozosos y lozanos, con la canal maestra bien marcada, de los que solía llamar el Coleóptero «culos imperiales». «El mejor culo de Europa», dijo un decrépito, poniendo un ojo en blanco y sin quitar el otro de la diana. (Que según el Coleóptero, un peritísimo teórico en estas plásticas andantes, los había imperiales como aquél; dicharacheros y pendoncillos, como pitorros de botijo o clavel en el ojal; a la buena fin o confiadotes, es decir, de pa allá y pa acá; de balandrán o planos, es decir, amarillos o a la inglesa —que así aseguraba tenerlos todos los de la Pérfida Albión—; de coronel o rígidos, como obra de tonelero; de mermelada o bombón, sin más referencia figurativa, y que parecían aludir a los de mocita en flor o de cuarto verdor, y, por último, «los tristes», culos sin sonrisa y de jeta larga, culos de menopáusicas y beatas correosas).

Llegamos a la cámara, que estaba instalada en el dormitorio del Ciego. Unos paños negros cubrían el armario de luna con garras de bronce, y en un rincón, sobre la mesita redonda, estaba la guitarra en su estuche negro, ya gastado por el palpo lento y untoso del que fue su dueño. El pobre Ciego, gordo, moreno, casi negro, con manchas verdosas en la nariz y la papada, verde, de bronce viejo, parecía casi dormido con las manos cruzadas sobre el pecho. Lo vistieron con terno marrón, botas enterizas de color sangre de toro, sortija de plata y cadena gruesa del reloj, que brillaba a la luz de los cirios.

Al entrar la cómica en la cámara, amainaron los llantos perrunos del meretricio jubilado, que circundaban el féretro. Todos dejaron de mirar al muerto por mirar a la viva frescachona, cuyas patillas de pelusa negrísima y rizada le caían hasta más abajo de los pendientes rojos. La Padilla, sin inmutarse, se acercó al cadáver, le besó en la frente y dejó las flores con mucho amor sobre todo el cuerpo del difunto. Se hincó luego de rodillas a los pies de la caja y rezó largamente alzando mucho sus ojos enormes y oscuros. Persignada con mucha unción, volvió a su aire imperativo de mujer con muchas tablas, y dijo a las viejas que lloraban otra vez: —Hasen falta más flores.

Se armó una rebatiña de correr sillas y taconazos. Empezaron a moverse las coimas como si hubieran recibido la orden del mismísimo muerto, cuando mandaba desde la tarimilla de la orquesta el gran rigodón de su negocio, y súbitamente empezaron a llegar flores por todos sitios. Venían las fornicarias con grandes brazadas de rosas, lirios y hasta yerbabuena y amapola, que, imitando los ademanes de la Padilla, esparcían sobre el cuerpo muerto. La misma Padilla les ayudaba a colocarlas con mayor simetría, hasta que quedó la caja completamente cubierta, sin más resquicio de muerto que su cara verdinegra y las puntas rojas de las botas… Todavía durante un buen rato siguieron llegando capulinas con flores, y la Padilla, con ademanes de maître de escena, ordenó echarlas a los lados de la caja y al pie de los candelabros. Luego se sentó en la silla más próxima al muerto y, clavando la barbilla en el pecho, quedó presa de una congoja sombría, casi irracional. Los «bailaores» y rufos que la acompañaron, con los sombreros de ala ancha entre las manos, en posición de en su lugar descansen y situados en el centro de la habitación, contemplaban entristecidos las muestras de dolor de «su figura». Cuando corrió la noticia de que habían llegado los curas, se armó un gran alboroto. Arreciaron los llantos, empezaron los hombres a salirse a la calle, y un jayán con pañuelo negro al cuello, de cuatro empujones nos echó a la calle a los chicos que andábamos por allí curioseando.

El coche negro estaba en la puerta cargado de coronas: «Sus huéspedas que no lo olvidan», en una corona. En otra: «El eterno recuerdo de la Rondalla Cultural Tomellosera». Estaba la calle tan llena de gente que no hallábamos a los curas por ningún sitio. Nos abrimos paso a codazos, y ya casi en la explanada que servía de parque de atracciones en las ferias, vimos con sorpresa que los curas cantaban tímidamente en la esquina de la calle, casi a cien metros de la puerta de la casa. Don Leopoldo, el coadjutor; Paco, el sacristán, y Becerra, el monaguillo, latineaban mirando al suelo y casi vueltos de espaldas hacia la mancebía, como si enderezasen sus oraciones a otro muerto que no se veía. Sólo Becerra, descansando el cirial en tierra con cierto abandono, echaba reojos hacia la nefasta calle de las Isabeles, y casa del muerto Ciego.

Sacaron el ataúd sobrenadando a hombros de seis lupanarios pálidos. Uno, con la colilla en la comisura del labio. Dos, con pañuelo blanco terciado. Otro, completamente doblado, cual si llevara encima el universo mundo. Apenas estuvo el féretro en el coche, los curas echaron a andar muy delante, conservando la distancia que se habían marcado.

Según la costumbre, los hombres, con su duelo, iban primero. Lo formaban los músicos de la casa y un hermano del difunto, que era guardia civil en Argamasilla. Detrás, las mujeres, y presidiendo, la Padilla, como una emperatriz entre velos y pulseras; adelantando el busto, y el paso bien marcado con aquellos miembros que Dios le dio. («No hay prenda como los muslos», dijo un doliente mirándole el aldear por aquellas alturas). Ellos, pálidos y delgados, iban fumando. Se les veían sombras de antiquísimas ojeras y las bocas torcidas de tanto pegarse al vaso. Ellas, pintarrajeadas de carmín, en grupos, cogidas del brazo, con vestidos chillones y los medio velillos mal colocados. A pesar de que se proponían ir serias, sobre todo por imitar a la Padilla, se les escapaban ademanes disparatados, miradas furtivas, risas mal sofocadas. A las más viejas, las lágrimas les hacían surcos sobre los polvos y el colorete. Era una extraña multitud un poco circense, nerviosa, desacompasada, en procesión locaria. Se comentó mucho en el pueblo la asistencia al entierro de algunos hijos de buena familia, grandes visitadores del barrio. Iban con su canotier y aire de estar muy por encima de los prejuicios de la masa.

Las gentes abrían calle a aquel entierro, cuyos curas marchaban casi a cien metros del muerto. Las mujeres decentes que presenciaban el espectáculo miraban boquiabiertas tanto puterío junto. Los hombres las chicoleaban y decían barbaridades importantes:
—Juana, «aspérame» esta noche. Ellas se reían, hacían dengues y se daban codazos. Pero la mayor atracción para los espectadores era la Padilla, tan famosa y tan rica, dando solemnidad y señorío a aquel muerto en entredicho. De pronto se vio revuelo en el duelo de mujeres. Algo habían dicho a la Padilla sus compañeras que le hizo detenerse, interrumpiendo el cortejo. Hacía oídos a lo que venían a comentar unas y otras. Se partió el entierro en dos partes. Curas, carro fúnebre y hombres se alejaban, mientras las mujeres se arremolinaban en torno a la Padilla, que escuchaba con los ojos muy abiertos y la boca fruncida. Por fin, con ademán autoritario, dio la cupletista orden de continuar, y a buen paso, se soldaron al resto de la comitiva.

Al llegar a la capilla, que está al principio del paseo del Cementerio, y apenas los curas echaron el último responso y se volvieron en silencio, la Padilla, con voz de flamenca que difícilmente sabe salir de su son, comenzó a cantar aquel tango:

Adiós, muchachos,
compañeros de mi vida,
farra querida
de aquellos tiempos.

Todos volvieron hacia ella la cabeza con estupor, pero al comprender la intención, y que iba en serio, primero las pelandruscas y en seguida los gamberros, encabezados por los señoritos del canotier, jubilosísimos, continuaron el cantar. Arrancó el coche, y todo el duelo, a voz en grito, rompiendo cada cual la estrofa por donde no sabía más, hasta la misma puerta del Cementerio Católico, cantaron aquél son que tantas veces tocase el Ciego para la juerga de turno.

Adiós, muchachos,
ya con ésta me despido
frente al destino
no somos nada.
Ya se acabaron para mí
todas las farras…



martes, 16 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) El hijo de madre



Ocurrió el primer día de aquel curso, que fue el último del «Colegio de la Reina Madre», porque al año siguiente pusieron el Instituto.
Don Bartolomé, después de repartirnos los libros flamantes que llegaron de Ciudad Real en un cajón grande, nos ordenó que nos estudiásemos la primera lección de todos los textos.
En el «estudio» había un gran silencio. Nos distraíamos en manosear los nuevos manuales, en ver las figuras, en forrarlos, en poner nuestro nombre. Don Bartolomé, luego de repasar las facturas de la librería con su hija, mandó sacar el cajón a los mayores y se puso a leer el ABC a la luz otoñal que regalaba la ventana.

De pronto se abrió la puerta del salón y Gabriela, la criada, gritó sin entrar:
—Ahí está una mujer que viene a poner a su hijo al colegio. ¿Entra? Don Bartolomé dijo que sí con la cabeza, y con el ABC suspendido quedó mirando hacia la puerta.
Apareció una mujer atemorizada, muy rubia, algo entrada en carnes. Llevaba un niño de la mano, como de doce o trece años.
—Pase, señora —dijo don Bartolomé poniéndose en pie. Cruzó todo el salón, muy seria, con la cabeza rígida, mirando hacia el frente. Al saludar a don Bartolomé, hizo así como una inclinación.
La hizo sentar junto a sí. El niño quedó en pie mirando hacia todos nosotros con sus ojos casi traslúcidos.

Ella empezó a hablar en voz muy bajita, casi al oído de don Bartolomé. (Uno de los mayores se ponía las manos en la boca para que no se le oyese reír). De todas formas, como el silencio era muy grande, ella cada vez hablaba en voz más queda.
—Diga, diga, señora.
Don Bartolomé se hacía pantalla en la oreja para oír mejor.
Luego se cortó la conversación. El profesor quedó pensativo, con la mejilla descansando en la mano. Ella lo miraba inmóvil, con las manos tímidamente enlazadas, diríase que suplicantes.
Don Bartolomé se rascó una oreja y, casi de reojo, echó una ojeada por todo el salón, especialmente dirigida a los mayores, que seguían riendo y cuchicheando entre sí.

Don Bartolomé, luego, levantó la cabeza hacia el techo, así como rezando, y, a poco, volvió a la conversación en voz muy baja.
Al cabo de un ratito más, ella sonrió, con los ojos casi llorosos. Abrió el monedero, sacó unos cuantos duros de plata y los dejó sobre la mesa. Don Bartolomé le extendió un recibo y se guardó los duros en el bolsillo del chaleco.

Se pusieron en pie. Don Bartolomé acarició la cabeza dorada del niño y le dijo que se sentase en un pupitre vacío que había junto a su mesa. La señora dio un beso al hijo, que se sentó en el pupitre cruzando los brazos sobre la tabla.

Don Bartolomé acompañó a la mujer, que iba sonriente, hasta la puerta del estudio. Se atrevió a mirar a los mayores y todo. Uno le sacó la lengua. Como a la madre le llamaban la Liliana, al hijo le dijimos Lilianín… Su cabeza era como la de un angelote de madera antigua, policromada, un poco desvaídos los colores. Miraba con sus ojos azules muy fijamente, sin pestañear, al tiempo que sonreía casi mecánico, como si cuanto oyese fuese benigno y paternal. A lo que se le preguntaba contestaba en seguida, sin titubeos ni disimulos. Hasta cuando estudiaba álgebra sonreía angélico. Y decía las lecciones más obtusas con aquel aire sensitivo.
Durante los primeros días nadie le dijo cosa mayor de su madre. Pero tenía que llegar, porque en seguida, hasta los mocosos, nos enteramos de que «alternaba» en casa del Ciego. Y allí vivía con ella, y en su mismo cuarto, Lilianín.

Él, si sabía sus males, los disimulaba o le parecían naturales, porque no tenía reparo en acercarse a todos, en entrar en conversación, en jugar a todas las cosas. Pero nosotros lo mirábamos como si fuera un ser de otra raza.
Nadie lo culpaba de estar entre nosotros, hijos de madre y padre. Las culpas eran para don Bartolomé, «que, por su avaricia, un día iba a admitir en el colegio al Tonto de la Borrucha», como dijo uno.

El Coleóptero, con su sonrisa de bruja joven, gustaba de hacerle preguntas con retranca, que Lilianín respondía abiertamente. Él fue el primero en informarnos de que Lilianín «lo contaba todo». («Vivía la vida lupanaria en toda su intensidad… Está al cabo de la calle del comercio de la carne… con esa sonrisa inocente. Sabe el oficio de su madre y le parece corriente. Este niño es completamente irreflexivo. Me ha dicho hoy…»).
Tanto bando puso el Coleóptero, que a todos nos entraron grandes ganas de preguntarle… Y un día, a la hora del recreo de la mañana, se formó un gran corro en el rincón del patio. Y no sé por qué, todos los del corro estábamos en cuclillas o sentados en el suelo menos Lilianín, que, en el centro, estaba en pie. Nos miraba sonriendo, como siempre, con sus ojos espejeantes y limpísimos de toda reserva.

Cada cual le hacía una pregunta en voz media, que él, en contraste, respondía a toda voz, como si dijera la lección, con orgullo:
—¿Y pasan muchos hombres al cuarto de tu mamá?
—Sí, muchos. Sobre todo por la noche.
—¿Y qué hacen?
—No sé. Se desnudan.
—¿… y luego?
—No sé. Yo me duermo.
—¿Y tu mamá qué les dice?
—Les habla de mí y de mi papá, que fue un novio que tuvo y nos dejó, y por eso ella vive sola conmigo.
—¿Y le pagan?
—Sí. Le dan mucho dinero.

Cada vez las preguntas eran más recias. Pero él sonreía igual.
Por fin, uno moreno, de muy mal genio, que luego lo mataron en la guerra, dijo mirándole a los ojos con cara de perro:
—Tu mamá, lo que es, es una puta.
Lilianín, riendo un poquito menos, movió la cabeza como diciendo que no, y luego, en voz más baja:
—Mi mamá es mi mamá y nada más.
Se hizo un silencio muy grande, de reproche al chico moreno, y por cima de todas las cabezas, la sonrisa de Lilianín.
Se oyó la voz de don Bartolomé desde la otra punta:
—¡Niños, a clase!
Fuimos callados, cada cual por su lado. Lilianín delante de todos. Don Bartolomé, que olfateó algo, le echó la mano sobre el hombro.
—¿Estás contento?
—Sí, señor.
—¿Se portan bien los compañeros contigo?
—Conmigo, sí, señor… Con mi mamá, no.
Don Bartolomé se volvió a todos, como si fuese a hablarnos. Con los ojos muy tristes nos miró con calma. Creí que iba a llorar. Estuvo a punto de despegar los labios, pero luego hizo un gesto como de arrepentirse.

Volvió a poner la mano en el hombro de Lilianín, y entramos en el salón de estudio.
Cada cual ocupó su puesto. Don Bartolomé tomó su viejo libro de geografía y empezó a leer junto a la estufa. Lilianín, en el pupitre más próximo a él, se aprendía las lecciones de memoria, mirando al techo y moviendo mucho los labios.
Nunca hubo mayor silencio en el estudio de don Bartolomé.





sábado, 13 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) Servandín


Cuando me pusieron en el colegio de segunda enseñanza, alguien me dijo señalándome a Servandín:
—El papá de este niño tiene un bulto muy gordo en el cuello.
Y Servandín bajó los ojos, como si a él mismo le pesase aquel bulto. En el primer curso no se hablaba del papá de ningún niño. Sólo del de Servandín.

Después de conocer a Servandín, a uno le entraban ganas de conocer a su papá.
A algunos niños les costó mucho trabajo ver al señor que tenía el bulto gordo en el cuello. Y cuando lo conseguían, venían haciéndose lenguas de lo gordo que era aquello.
A mí también me dieron ganas muy grandes de verle el bulto al papá de Servandín, pero no me atrevía a decírselo a su hijo, no fuera a enfadarse. Me contentaba con imaginarlo y preguntaba a otros. Pero por más que me decían, no acertaba a formarme una imagen cabal.
Le dije a papá que me dibujase hombres con bultos en el cuello. Y me pintó muchos en el margen de un periódico, pero ninguno me acababa de convencer… Me resultaban unos bultos muy poco naturales.
Un día Servandín me dijo:
—¿Por qué no me invitas a jugar con tu balón nuevo en el patio de tu fábrica? —¿Y tú qué me das? —No sé. Como no te dé una caja vacía de Laxén Busto.

Le dije que no.
—¿Por qué no me das tu cinturón de lona con la bandera republicana? Me respondió que no tenía otro para sujetarse los pantalones.
Fue entonces cuando se me ocurrió la gran idea. Le di muchas vueltas antes de decidirme, pero por fin se lo dije cuando hacíamos «pis» juntos en la tapia del Pósito Viejo, donde casi no hay luz. —Si me llevas a que vea el bulto que tiene tu papá en el cuello, juegas con mi balón.
Servandín me miró con ojos de mucha lástima y se calló.
Estaba tan molesto por lo dicho, que decidí marcharme a casa sin añadir palabra. Pero él, de pronto, me tomó del brazo y me dijo mirando al suelo:
—Anda, vente.
—¿Dónde?
—A que te enseñe… eso.

Y fuimos andando y en silencio por una calle, por otra y por otra, hasta llegar al final de la calle del Conejo, donde el papá de Servandín tenía un comercio de ultramarinos muy chiquitín. —Anda, pasa.
Entré con mucho respeto. Menos mal que había bastante gente. Vi un hombre que estaba despachando velas, pero no tenía ningún bulto en el cuello.
Interrogué a Servandín con los ojos.
—Ahora saldrá.
—¿Por dónde?
—Por aquella puerta de la trastienda.
Miré hacia ella sin pestañear.
Y al cabo de un ratito salió un hombre que parecía muy gordo, con guardapolvos amarillo y gorra de visera gris… Tenía la cara como descentrada, con todas las facciones a un lado, porque todo el otro lado era un gran bulto rosáceo, un pedazo de cara nuevo, sin nada de facciones.
No sabía quitar los ojos de aquel sitio… Servandín me miraba a mí.
Cuando el padre reparó en nosotros, me miró fijo, luego a su hijo, que estaba con los párpados caídos, y en seguida comprendió.
Servandín me dio un codazo y me dijo:
—¿Ya?
—Sí, ya.
—Adiós, papá —dijo Servandín. Pero el papá no contestó.
—Lo van a operar, ¿sabes?