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HIMNO A TOMELLOSO

sábado, 27 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) El Bugatti



Hacia media tarde oíamos lejano el intenso petardeo y salíamos corriendo a la puerta de la calle. —¡El Bugatti! —¡El Bugatti de Pablo! Aquella tronata se acercaba, cruzaba por las cuatro esquinas como un relámpago amarillo, largo como un puro. En la tarde de verano quedaba la peste de gasolina quemada, el humo denso que salía por el grueso tubo de escape y la polvareda, que parecía ir a la zaga del coche hasta el fin del pueblo. Yo nunca había conseguido ver el Bugatti parado. Siempre fue la imagen fugaz del puro amarillo con una correa como el cinto de un hombre, ciñendo el capot.

Todos los demás que habían visto el Bugatti de cerca se hacían lenguas de sus hechuras: «Tiene el volante tan grande como la rueda de una tartana». «Sólo caben dos, que van muy hondos». «Todo es motor». «Corre más que un avión». Los mayores decían que su dueño se había gastado media fortuna en el coche…, «total para matarse». Y una tarde, cuando después de la siesta y merendados llegamos al patio de la fábrica del abuelo, nos quedamos clavados en el suelo por la impresión. Allí estaba el Buga el pobre Ford, alto, torpe, doméstico). —Tendré que buscar un mecánico de Madrid, será lo más derecho —decía Pablo, mirando su auto con cara triste. —Sí, porque aquí no entienden estos coches —añadió papá. —Esto te lo arreglo yo en dos patadas —afirmó don Luis intentando abrir el capot, muy nervioso. —Ya está Luis con sus cosas —dijo Pablo.

Abierto el capot, apareció el motor larguísimo, embadurnado de grasa. Don Luis metía las gafas y la nariz, husmeando la avería, y con sus manos nerviosas tocaba por todos lados. —Debe ser en la bomba de la gasolina —aventuró Pablo, mientras se colocaba bien el lazo de la corbata blanca. —Todo lo achacáis a la bomba de la gasolina —respondió don Luis, sin dejar de andar en el motor.

Cansados de mirar el auto y de oír a los mayores, nos fuimos a jugar a los porches. Olía a pino entre las sombras de la tarde. Y sentados sobre la pila más alta de madera, veíamos las estampas de Jesusín con mujeres desnudas muy gordas. Hablábamos en voz cada vez más baja. Luego nos repartimos las estampas.

Don Luis se había quitado la chaqueta y seguía enredando en el coche, casi sin ver. Papá y Pablo se habían ido. También marcharon los operarios después del toque de campana.

Jesusín se guardó todas las estampas y dijo de irnos. Pero Salvadorcito dijo que no. Que don Luis nos lo notaría todo. Y tumbados sobre los tirantes, medio adormilados, esperábamos que se fuese. De lejos llegaban voces confusas y el ruido de algún coche. —Ya se tiene que marchar, que es de noche. —¡Atiza! Si ha sacado la linterna. Desde nuestro puesto se veía el ir y venir nervioso de la luz. —Está guardando las herramientas. Durante varios días, desde la mañana a la noche, don Luis aferruchaba en el auto, que había metido en el porche de enfrente del que olía a pino. De vez en cuando encendía un cigarro y se quedaba mirando su faena, con los brazos en jarras. Pero de pronto tiraba el cigarro a medias y volvía a inclinarse sobre el motor.

Papá, Pablo, el abuelo, el tío, o alguno de los que entraban y salían a la fábrica, se acercaban de vez en cuando por ver cómo iban los trabajos de don Luis. Un día dijo Pablo al tío cuando salían: «Sería la primera cosa que arreglase en su vida». Aquella tarde, desde nuestro observatorio de las pilas de pinos de Soria, vimos que los obreros, al salir del taller, se reunían en grupo con papá, el abuelo, el tío y don Luis. Hablaban de los militares de África, de no sé qué levantamiento. Don Luis escuchaba sin dejar de mirar al Bugatti. —Ha dicho la radio que ya movilizan las quintas —dijo uno. —Se van a cargar la República. —En este país siempre ganan las derechas. —Eso ya lo veremos.

Como mamá no nos dejaba salir de casa, pasamos muchos días sin ir a la fábrica, pero nos asomábamos a la ventana del comedor de verano. Habían amanecido banderas rojas en todos los balcones y las contábamos y buscábamos cuáles eran las mayores y las más pequeñas. Las gentes, con los ojos recelosos, se asomaban a las puertas y miraban a uno y otro lado. Hacía mucho sofoco, pero no había sol. Desde casa se veía la plaza y la puerta del Ayuntamiento. A cada instante llegaban autos y hombres con escopetas y «monos». —¡Dios mío! —gritó mamá, que estaba con nosotros tras la persiana.

Entre varios milicianos pasaban por delante de casa a don Luis, en mangas de camisa, lleno de tiznajos de grasa. —Lo traen de la fábrica. —Viene del Bugatti. Cuando las cosas amainaron un poco y las banderas rojas de las ventanas se habían decolorado, volvimos por las tardes a la fábrica. En el porche estaba el Bugatti despanzurrado, el capot abierto y las herramientas por el suelo. En él hicimos nuestro escondite.

Jugábamos a carreras; y al anochecer, allí veíamos las estampas de Jesusín… Fueron días maravillosos. Nadie se acordaba ni del Bugatti ni de nosotros. A veces sacábamos un mapa grande de carreteras y buscábamos Madrid. Una de aquellas tardes, cuando estábamos más distraídos, se presentó don Luis muy pálido, y sin decir nada, empezó a remover otra vez en el motor del coche. Nosotros le mirábamos a ver cómo traía la cara un hombre que acababa de salir de la cárcel. Pero él ni nos hizo caso. Despacito, nos bajamos y marchamos a la pila de pino de Soria. Pronto aparecieron papá, el abuelo y el tío, que lo abrazaron y hablaron un buen rato. Don Luis todo lo contaba como en chiste. Por fin desmayó la conversación y unos se volvieron al taller y don Luis se quedó junto al Bugatti.

Tuvimos que volver a la pila de pino de Soria a las anochecidas para ver las estampas de Jesusín. Todo parecía ya que estaba como antes para nosotros, aunque la gente cada vez hablaba más de la guerra. Hasta en nuestros juegos, algunas veces, salían nombres de políticos y militares o cantábamos himnos como si fuesen canciones de moda. María de la O, que fue la última canción que privó los días antes de la guerra, había quedado un poco descolocada por las músicas revolucionarias… Don Luis, sin perder tarde ni mañana, seguía reclinado sobre el Bugatti, cuyas ruedas estaban totalmente desinfladas (había quedado en zapatillas) y su color amarillo había perdido brillo. El polvo cubría la brillante tapicería de cuero y el salpicadero.

Cuando llegamos una tarde vimos gran animación en el patio. Varios milicianos estaban atando el Bugatti con una cuerda a la trasera del Ford. Don Luis, papá, el tío y el abuelo los miraban hacer con los brazos cruzados. Pusieron el Ford en marcha, pero apenas podía tirar del Bugatti. Don Luis dijo que era porque estaban las ruedas desinfladas. Un miliciano intentó hincharlas, pero no sabía. Don Luis le quitó la bomba de la mano y las hinchó él. Terminó sudando. Luego todos se subieron en el Ford, menos uno, que tomó el volante del Bugatti.

El abuelo, como tímido, se acercó lloroso y le dio al Ford un beso en la toldilla. Despacito, despacito, salieron del patio. Don Luis se echó la chaqueta sobre los hombros y se miró las manos manchadas de grasa con un gesto escéptico. Luego de un silencio muy largo, durante el que todos estuvieron mirando por las portadas que habían salido los coches, don Luis dijo: —No era la bomba de la gasolina. El abuelo, papá y el tío se volvieron a la fábrica cabizbajos. Don Luis, con las manos atrás y mirando al suelo, con el cigarro en la boca, marchó a su casa. Luego nos dijeron que don Luis convenció a los del «Cuerpo de Tren» para que le dejasen arreglar el Bugatti.



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