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HIMNO A TOMELLOSO

miércoles, 7 de marzo de 2018

El hospital de los dormidos - El primer dormido.



Plinio, siempre que en verano caminaba hacia el Guadiana, recordaba sus años mozos, cuando al caer la tarde, en tartana o bicicleta, iba con los amigos a los molinillos que se despatarraban sobre el río, en busca del agua casi fresca, que pasaba cantandillo bajo las sombras de los álamos. Sus momentos de mayor goce de la naturaleza siempre le parecieron los baños en el Guadiana, cuando con los ojos abiertos bajo el agua veía claridades diluidas y rotas por su propio braceo. El trago de vino a su hora, el son de las esquilas del ganado que volvía al redil al acostarse el sol, el cigarro a punto o las tetas de una moza saltando sobre las sábanas recién planchadas, fueron otros gozos muy saboreados entonces…, pero sólo de unas partes del cuerpo. Pero lo que se dice gusto completo, desde el cogote a los talones, entre risas y árboles: sus baños de mozo en el Guadiana estrecho que pasaba por aquellos molinos. Y sonrió para sus adentros al recordar que nunca se bañó con su mujer pecho a pecho y nalga a nalga. Quién iba a pensarlo en aquellos tiempos que no había más moral que la de la carne fría. Y hubiera estado muy bien un baño de novios en San Juan, en Santa María o en El Molino del Curro, saltando los dos entre las ondas en cueros vivos y viéndose en la frente las pizcas de sol que filtraban las hojas de los árboles. Seguro que su hija lo habría hecho muchas veces en el mar. La imaginaba nadando con el culo al sol —su culo «culete» tan querido— ante el marido, y los turistas indiferentes. Cruzaron la estacioncilla de Cinco Casas, jubilada, como los jaraíces caseros, las cuevecillas, los pozos, las cuadras y los horcates. Sin trenes con pitos, vagones viejos color almagre, y aquel jefe de estación —«¿Se acuerda usted, don Lotario?»— que despedía a los viajeros de todos los trenes meneando la dentadura postiza. —Meneándola, no, Manuel, quitándosela y enseñándola con la mano en alto. —Es verdad, don Lotario, como si le diera mucho gusto tener dientes mecánicos y enseñarle a los que se iban su boca hueca. Ahora quedaban por allí vagones ya en desuso, hierbas entre algunos raíles laterales y oxidados… Y en aquel momento, un revolar de pájaros sobre el andencillo, como si estuviera al llegar alguna mercancía apetitosa. Don Lotario, como no había quien le hiciera ponerse gafas de sol allí iba, apescado al volante, con el sombrero pegado a las cejas, los ojos arrendijados y aquella imitación de sonrisa que sacaba cuando no ocurría cosa. Ya por la carretera de Villarta, la llanura verde total, sin más lindero que el cielo, que allá donde se junta con lo verde, rezumaba agujas de agua a pesar de la calina, del sol con la calva grana y de algunos trigales trimesinos ya pajizos y con las espigas reverenciosas. «Quién iba a decir, hace nada, que estos sequeríos iban a verse así, tan lucidos y comerciales». A unos nueve kilómetros de Villarta de San Juan se desviaron por la carretera de Los Llanos, camino de La Jarrina, de los tres Pérez, y de la Casa del Duende, que caía unos cuatro kilómetros a la derecha, y que don Lotario le había comprado a su sobrino político Fernando el Madrugaor. Plinio siempre salía al campo con muchísimo gusto, porque era como volver a los primeros compases de su vida. 

Pero cuando, como aquella tarde, salía a nada, se ensombrecía un poco, porque era señal de que no tenía que hacer en su despacho. —A mí esto de salir al campo a nada, a mirarlo, me aburre más que un concierto de tambores —dijo en voz alta. Y don Lotario, que se sabía la idea, le repitió lo de siempre: —Pues no creas que en el pueblo ver todas las tardes a las siete a la Fernanda, en la esquina de la calle del Matadero, esperando a su marido, el que se marchó a la feria de Argamasilla el año que acabó la guerra y todavía está por venir… —Es que le gustaban tanto los columpios que a lo mejor subió en ellos y no se ha bajado todavía. —Si es verdad lo que contaban, en los columpios, en los caballitos o donde sea, se lo pasará bien con tal de no acostarse con ella, que por lo visto tiene el conejo tan estrecho que no le cabe un calambre. Ya sabes que la noche de bodas dejaron el colchón empapao de sangre y él tuvo la minga en cabestrillo qué sé yo los días. —Cómo le gustan a usted las exageraciones del pueblo. —Es lo único que me da el rayo de la risa. Columbraron la Casa de la Ratona, pequeña y vieja, sin enjalbegar, como resto de otros agros y otras pobrezas. Don Lotario metió el coche por el caminillo de los álamos blancos, para mejor ojear las viñas, la alfalfa, la remolacha y el trigo. —Y no me ha dicho usted muy bien a qué hemos venido. —Pues que hace más de ocho días que no caigo por aquí y he perdido la cuenta del tiempo que falta para cortar la alfalfa, porque Antonio, el caporal, siempre se pasa, y yo confundo un corte con otro.

Plinio alzó los ojos. A menos de un kilómetro se veía la carretera de Andalucía con sus cadenas de coches y camiones. Se detuvieron ante la nave donde guardaban la maquinaria agrícola. Cada cual se bajó por su puerta. Plinio, removiéndose un poco los pantalones por semejante parte. Como ya conocía el lugar, y sabía lo que le gustaba, miró por orden hacia la pedriza un poco alejada, a la alberca, el jardinillo con rosales y aligustres, y la pareja de cipreses vigilantes, moviendo muy poquito los cucuruchos. —Fernando no quiso quitar aquella encina —dijo don Lotario señalando hacia la viñeja— a pesar de que le comía el producto de ocho cepas. —¿Y usted también la va a dejar? —Pues sí. Es la única encina que tengo. Mientras don Lotario se acercó a mirar si brotaba el redrojo alfalfero, Plinio vio unos grajos que volaban desde los árboles hasta la nave, a cuya sombra estaba la segadora de alfalfa y la empacadora. Luego inició un paseíllo hasta la quintería que tenía televisión, inodoro y algunas revistas de colorines. «Quién lo iba a decir: los gañanes con tele, frigorífico, revistas y agua corriente». Se echó un trago de vino de la botella que vio nada más abrir el frigorífico, se secó los labios con el pañuelo limpio que le dio la Alfonsa aquella mañana y relió el cigarro de cada hora. 

En la misma puerta se encontró con don Lotario, que volvía. —¿Ya sabe cuándo se cumplirán los veintiocho días para eso de la alfalfa? —Poco más o menos. —¿Entonces qué hacemos? —Como no quieras que nos bañemos en la alberca… —Qué cosas tiene usted… Al venir me acordé de cuando mozo iba en bicicleta a bañarme junto al Molino de San Juan. —Pues ahora ya no podrías bañarte allí, ni en todo el Guadiana hasta Argamasilla, por muy sudao que estés. —Sí, ya sé que por el pantano desviaron las aguas por unos canalillos. Y digo que sé, porque creo que no me he asomado a los molinos desde hace treinta años. —Ni yo. —Pues si quiere usted, ya que no tenemos mejor cosa que hacer, nos damos una vuelta por allí. —Pues venga. Y así recuerdas tus baños de mocete. —El baño de río y no digamos el de laguna, me gustaba mucho. Y claro, lo que más, al salir del agua, secarse al solecillo del final de la tarde y hacer la merienda-cena bajo los olmos, sin que parase la bota de vino. Y luego, bien fresquitos, volver por la carretera, a la luz del farol de la bici, cantando las cosas de entonces: «Dónde se mete / la chica del diecisiete / de dónde saca / pa tanto como destaca». —¡Hale, Manuel cantando! No te oía cantar desde que nació Pepito Bolós. —Qué exagerao. —Venga, vámonos, que Antonio no sé dónde para… Mira, Manuel, ya están ahí las dos perdices. Aquí sólo se ven dos perdices. No sé si es que se turnan o son las de siempre. Nunca he visto tres o cuatro. Codornices sí que hay bastantes en estos alfalfares. —Alfalfares. Como soy así tan añorante, me gustan más las viñas que la alfalfa, y todas estas plantas de regadío. —Lo mismo dirían los pastores antiguos cuando empezaron a plantar viñas por estas tierras de monte y trigo. —Ya. Con el sol de espaldas, desrodaron el camino. Pasada Argamasilla, se desviaron por la carretera de Ruidera. Frente a La Alvesa, en los canales del Pantano, se bañaban dos extranjeros. Uno rubio con las gafas puestas. Llevaban bañadores de colorines y, junto a la cuneta, tenían unos mochilones enormes. —Fíjate, ingleses bañándose en el Guadiana, aunque esté envasado en cemento. —O a lo mejor son de Villarrobledo, don Lotario. No presuma usted de saber de dónde es la gente por el color de los calzoncillos, que el otro día vio mi hija a Julia, la que fue monja, con unos pantalones vaqueros metidos en las dos rajas del culo. —Todo se acaba. Con los curas y las monjas va a pasar lo que con los paipays, que ya ni se fabrican. —Es que ha sido mucha historia… Que se ha pasado usted, don Lotario. El camino es aquél. —Ah, es verdad. Creí que te referías a lo de los curas. Aguardaron a que pasaran dos coches para dar la vuelta y meterse por el camino del Molino de San Juan, que sigue tan malo como en los años 30. —Pero oye, no se ve el molino. Y mira que está esto desarbolado. Quién te ha visto y quién te ve, molino de San José. —De San Juan. Aparecieron unos chicos con cara de Peinado, montados en bicicletas. 

Don Lotario detuvo el coche, que por lo malísimo del camino llevaba a veinte por hora: —Oye, chico, ¿dónde está el molino? —Se hundió hace mucho tiempo. —No te digo… Dejaron el coche junto a la casa de campo de los Peinados y subieron hasta la ribera del que fue río. Entre las hierbas secas había dos muelas de piedra blanca como único resto del molino. Anduvieron unos pasos muy despacio. Vieron restos del ladrón. Habían desaparecido muchos árboles de las orillas, y todos los juncos. Abundaban troncos tumbados y medio podridos y hoyos de árboles que fueron. Lo único verde y fresco que quedaba en aquellas márgenes jubiladas eran zarzamoras. Hasta pocos años antes, según les contaron luego, corrió algún agua por aquel lecho, pero el molino se hundió mucho antes. Después de caminar unos metros más se detuvieron con las barbillas caídas: —¿Qué, qué me dices, Manuel? —Hasta esto. —Hasta esto, ¿qué? —Que hasta esto puede quedarse tan inútil como la vida de un hombre. —No dramatices, Manuel. Todo consiste en que el agua la han desviado un poco, hasta el canalillo. —Eso sí, pero que la Mancha se haya quedado sin Guadiana no había pasado en toda la historia. —Pero riega más que regaba, aunque bañe y luzca menos que bañaba y lucía. —Ya, ya. Sentados y recostados en dos árboles medio podridos, liaron los cigarros y quedaron mirando a aquel canal somero de tantas aguas idas. —Cuando niños, nos parecía el río tan hondo, y fíjate. —Bueno, yo siempre recuerdo que no me cubría. De mozo, a lo más, me llegaba al pecho. —Cuántas risas y magreos oirían y verían aquellas aguas desde que el mundo es mundo. —Total, que hemos echado la tarde a tristezas. Menos mal que su alfalfa va bien. —Eso sí. Después de un corto silencio se levantó don Lotario, con el cigarrillo en el pico. —¿Es que ya se ha cansado usted de estar a la orilla… del aire? Iba a decir del agua. —Tiene gracia eso: a la orilla del aire. A la orilla de la nada estamos siempre. —Ahora es usted el que ennegrece. No lo he dicho con esa intención. Más bien como chiste. —Ya, ya. Es que con tanto hablar de aguas me han entrado ganas de hacerlas…, aunque a la orilla del aire… Siempre estamos a la orilla del aire… En cualquier momento. Perdona.

Y sin quitarse el cigarro de, justamente, debajo de la nariz, se arrimó a una zarzamora grande que se doblaba un poco hacia el cauce y mirando al cielo bajo el ala del sombrero comenzó a hacer sus aguas. Plinio le echaba reojos, sonriendillo, porque el veterinario siempre orinaba así, mirando a lo alto, con los ojos un poco guiñados como si el vaciado de su vejiga le produjese amago de cosquillas. Cuando el hombre acabó con sus aguas y bajó la cabeza como para ver — pensó Plinio— cómo le había quedado de gustosa la minina, se le agravó el gesto, quedó mirando fijamente al yerbajoso pie de la zarzamora y sin quitarse ambas manos de donde las tenía, comenzó a llamarlo con voces desproporcionadas a la poca ribera que los separaba. —¡Manuel, Manuel!… ¡Ven, ven, ven! —Pero ¿qué pasa? —¡Ven, ven! Que me he meao en un muerto. —¿En un muerto? —En un muerto que, si no veo visiones, se llama de nombre, de apellido y apodo Manuel García El Toledano. —¿Es posible? —Como lo oyes. Plinio, a pesar del rebato, se levantó con sus calmas, se manoteó la culera y fue hacia donde estaba don Lotario ya embraguetándose, pero clavados los ojos en el aparecido. Cuando Plinio estuvo a su altura, el veterinario señaló, estirando la barbilla, al pie de la zarzamora. Y Plinio, apartando las ramas bajas con el pie, miró con mezcla de respeto y desconfianza. —Pues sí que es Manuel García El Toledano. ¿Y cómo lo ha conocido usted tan pronto? —Es que por la vertical de mi chorro se veía muy bien. Entre las hierbecillas se le columbraba la cara mojada de orina, con los ojos cerrados, pero el gesto muy natural, como de dormido. El cuerpo, más que tumbado, estaba medio vertical, sobre la cuestecilla que hacía la ribera por aquella parte. —No tiene pinta de muerto. —Ya lo veo, ya. Pero tú me dirás. Un hombre al que le mojas toda la cara, aunque sea con chorro caliente, y no se estremece… —Usted que es casi médico reconózcalo.

Don Lotario sacó el pañuelo y con gesto de mucha repugnancia, aunque fuese suyo el líquido a enjugar, le secó el pelo y la cara a El Toledano y tiró rápido el trapillo al que fue río. Luego, dejándose escurrir un poco por la pendiente, se arrodilló junto al Toledano. Le tomó el pulso, le palpó la frente y le pegó la oreja en la corbata, así medio tumbado, alzando mucho la cara bajo el sombrero algo ladeado: —Está tan vivo como tú y como yo. —Qué raro… Hágale cosquillas. Don Lotario le rascó en los sobacos y Manuel García El Toledano, como soñando, dejó escapar una sonrisa nerviosa. —Se ríe y todo. Qué tío. —Vamos a subirlo que esté más cómodo. Lo tomaron de un brazo y de una solapa cada uno y en dos tirones lo dejaron sobre la senda del río. Don Lotario le cruzó los brazos sobre el vientre, porque quedó muy desparramado. Tan grandón y bien vestido, como iba siempre, aunque con arrugas y la calva sucia, ahora estaba echado paralelo al cauce seco. —¿Y qué hacemos ahora, Manuel? —Esperar a ver si se despabila… No entiendo qué puede hacer aquí un hombre como éste, solo y sin sentido. Borracho tampoco parece. Don Lotario le acercó la nariz a la boca entreabierta. —No huele. —¿O estará drogado? —Yo no sé cómo se quedan los drogados. En mi vida he visto a uno. —Yo tampoco… Y cualquiera se lo lleva al pueblo. Con lo que pesa este hombre necesitaríamos otros dos como nosotros para acercarlo al auto… Voy ahí, a la casa de los Peinado, que alguien debe de haber, puesto que están los chicos, y nos echan una mano. —Espérate un poco, a ver si resucita. —Espero un pito —dijo Plinio ofreciéndole un «caldo». —Bueno. Todas tus esperas son tabaqueras. —Nuestras esperas. —No estaría mal poderse fumar un pito, el último cuarto de hora, en espera de la muerte. —Yo, desde luego, como tenga aliento, me lo fumo. —Y yo… A ver si nos entierran con la colilla en la boca. Encendieron y, después de dar la primera chupada, con los ojos bien puestos en la lumbre, quedaron mirando a Manuel García El Toledano, que en aquella posición más cómoda, parecía estar a gusto. —Y el tío va de traje nuevo, corbata hermosa y camisa limpia. —Ya sabe usted que estos Toledanos son más presumíos que una novia con el ramo. —Si, para andar por el pueblo, pero para salir al campo, no me digas. —Entonces usted cree que ha venido de excursión. —Yo, Manuel, creo lo que tú digas. —Cómo va a venir solo y se va a tumbar ahí en tan mala postura… A ver qué lleva en los bolsillos.

Se puso Plinio en cuclillas y empezó a registrarle todos los huecos. —Lleva su cartera con billetes…, el reloj de oro, monedas, mechero, gafas, la alianza. —Normal. El Toledano, como incomodado al sentir manos por tantas partes del cuerpo, se dio media vuelta y quedó con el perfil hacia la zarzamora. Cuando acabaron el cigarro los justicias, el tumbado seguía igual. —Bueno, creo que ya ha estado bien. Éste no amanece. Voy a ver si hay algún Peinado y nos ayuda a llevarlo. —Venga. Te esperamos. «Cada día cosas nuevas. Pero un hombre con la cara meada no había visto nunca. Y un Toledano, además. Tan relimpios… Éste ya tendrá los cincuenta bien cumplidos…», iba diciéndose Plinio río abajo. Apenas llegó al solar del viejo molino, sonó una voz entre los árboles: —Pero hombre, Manuel, ¿qué hace usted por este Guadiana jubilado? Era Eladio Peinado, con su hermano Anselmo, el catedrático y astrónomo. Después de cambiar saludos, les contó Plinio el percance, y los dos Peinado, más su hermano Emilio, las mujeres y el montón de chicos, fueron al lugar del tumbado… —Pues nosotros no hemos visto ni oído pasar a nadie por aquí. —Habrá sido mientras echábamos la siesta. Plinio iba delante sin hacer preguntas, de momento. El Toledano estaba panza arriba, como quedó después del registro, despatarrado, y con amago de sonrisa. Lo estuvieron contemplando todos un rato y haciendo suposiciones nada esclarecedoras, hasta que por fin decidieron llevarlo a la casa de San Juan. —Venga, a la una, a las dos y a las tres. —Aunque somos tantos, pesa lo suyo. —Estos Toledanos siempre fueron de mucho comer. —No tengáis miedo que se vaya a despertar por más que lo movamos — dijo don Lotario—. Después de irte tú, Manuel, le he hecho más cosquillas, y le he tirado pellizcos, y que si quieres. —El que no se despierta cuando se mean encima de él, no se despierta nunca —dijo una de las mujeres. —No seas malagüera, que el tío está vivo y caliente —le replicó su marido. —Creo que antes de meterlo en el coche convenía dejarlo un rato en una cama para ver si se anima —aconsejó Eladio—. ¿Te parece, Manuel? —Como queráis… Era por no molestar. El Toledano, con la cabeza caída hacia atrás, daba una especie de ronquidos gorgoritosos. —Con la boca abierta, y con el meneo, ronca —dijo Anselmo. —Venga —dijo otra de las señoras —, dejadme que le sujete un poco la cabeza al pobre. Y se puso tras él cruzándole las manos bajo el cogote. Al llegar a la puerta de la casa lo dejaron en el suelo. —Venga, chicas, abrid las puertas de par en par para que podamos entrarlo. Y preparad una cama bien fuerte. —Sí, aquí en la de hierro. —Ya está. —Venga, vamos al último viaje. —Pero qué gafe está ésta… —A una, a dos, a tres… Lo tomaron entre casi todos los presentes por donde podían, y lo entraron en la habitación que estaba en el mismo portal, y dejaron caer sobre una cama muy ancha, de hierros dorados, que había en la penumbra. Se le quedó alzada la pernera del pantalón y se veían pétalos de flores de hinojo pegadas a los calcetines granate.

Ya bien posado en la cama, Manuel García soltó un suspiro muy profundo y reasomó la sonrisa de gusto, como si apreciara la comodidad del colchón o viera entre sueños algo de muy buen color. —¿Y usted, don Lotario, qué cree que puede ser esto? —le preguntó Emilio. —Ni idea. Mis enfermos, cuando los tenía, tal vez por ser irracionales, no tenían males tan gustosos. —Tapadlo un poco con la colcha, no sea que se enfríe —dijo la hermana de los Peinado. —¿Cómo va a enfriarse con esta tarde? —Venga, vámonos fuera a tomar un vino y a ver si mientras se le hace de día. Quedaron todavía unos segundos, como rebinando, con los ojos fijos en aquel corpachón con corbata, camisa con iniciales y brillantina en los aladares, y salieron a la sombra de los árboles que rodeaban la casa de San Juan. Una de las mujeres sacó vino del pueblo y queso en aceite ya casi verde, de puro regustoso, y empezaron a lengüetear entre sorbos, cigarros y recuerdos del río que se fue de allí. Ante las cales sonaban las palabras alegres y las risas que hacían historia de la familia de El Toledano. Aunque la historia era tan flaca, que no se pusieron de acuerdo si les llamaban Toledanos porque tuvieron antepasados de Toledo o porque siempre vivieron en la calle de ese nombre. Varias veces entraron las mujeres a ver si se despertaba, pero el hombre seguía tan a gusto, hasta que ya cerca de las diez, cuando andaban en los últimos vasos y primeros silencios, se oyó un bostezo larguísimo. —¡Es El Toledano! —A lo mejor se ha despertado. Todos se acercaron a la ventana. Plinio, sin sitio por donde mirar, pasó rápido al portal. Don Lotario fue tras él. Manuel García, con ambas manos debajo de la nuca, volvió a bostezar con la misma fuerza y son que antes. Luego sopló y, por fin, entreabrió los ojos y quedó fijo en la luz de la mesilla. En seguida empezó a mirar hacia uno y otro lado. Se incorporó con cara de no saber dónde estaba. Plinio, para sorprenderlo, dio al interruptor de la bombilla del techo, que estaba junto a la puerta. El Toledano, deslumbrado, miró al corro de los que ya habían entrado en la alcoba. En seguida reparó en Plinio. Luego comprobó que estaba vestido de pies a cabeza. Y quedó pensativo, como dándole vueltas a la cabeza hacia atrás. Y por fin, con voz miedosa, preguntó: —¿Dónde estamos, jefe? —En San Juan, en la casa de los Peinado, los de la ferretería. ¿No los ves? Se pasó la mano por la calva, como para acelerar el cejar de su cerebro. —¿Y cómo llegué aquí? —… No llegaste, te trajimos. —¿Desde dónde? —preguntó con ansia. —Don Lotario y yo te encontramos esta tarde tumbado junto al río… Vamos, junto a lo que fue río, entre zarzamoras e hinojos. El Toledano puso cara de preocupación más consciente y miró la hora. —¿Y vosotros, Manuel y Lotario, qué hacíais por aquí? —De paseo. Vinimos a recordar baños viejos. —Ya. El recién despertado se volvió a mirar la sortija y el reloj, luego sacó la cartera y contó los billetes. —¿Te falta algo? Sin contestar volvió a contar. —Unas tres mil pesetas… Pero no —reaccionó en seguida—, ésas las gasté yo. No me falta nada. —Si recordaras lo que hiciste esta tarde… —Recuerdo lo que hice en las primeras dos horas, poco más o menos… Después de comer di mi cabezada, como siempre, fui al casino, tomé café con los amigos hasta eso de las cinco y, también como siempre, me fui a dar un paseíllo como me tiene mandado el médico… —¿Y qué más? —insistió Plinio, mirándolo con fijeza.

Después de pensarlo un momento o intentar forzar la memoria inútilmente, dijo con aire muy convencido: —Después… No me acuerdo, jefe. —¿De nada, de nada? —De nada. —Entonces —pinchó don Lotario— no te han robado, no te han pegado, ni recuerdas que nadie te haya dado adormidera para poderte traer aquí a San Juan y dejarte sin sentido entre los árboles… ¿Para qué? —Yo qué sé, Lotario. Y no he mentado para nada las adormideras. —¿Hablaste con alguien cuando dabas el paseo? —… Hablar no, algún saludo. —¿Y por dónde fuiste? —Por el Paseo de la Estación… El Parque Nuevo… hasta Santa Rita. Por donde casi todos los días. —Por esos sitios con todo el calor de la siesta. —Sí, Manuel, ya te he dicho que es mi costumbre, en invierno y en verano —dijo con un punto de mal genio. —Oye, que intentamos ayudarte, nada más ni nada menos. —Perdona. Quedaron todos en silencio. Toledano probó a ponerse de pie. Se mantenía bien. Se pasó las manos por las corvas, como dándose masaje. Ya bien firme, se estiró la americana y enderezó la corbata: —Es todo lo que puedo decir, señores. Lo siento. —No, si era por ti. Pero estás sano y salvo, que es lo principal. —Y bien dormido —dijo una de las mujeres. —Eso sí. ¿Vais alguno para el pueblo? —Don Lotario y yo. —¿Me queréis llevar? —No faltaba más. —Así acabo de daros la tarde — dijo acercándose a Plinio y dándole una manotada en el hombro—. El gran Plinio, que descubre hasta cuando dejan a uno dormido en la orilla del Guadiana. —Quien te descubrió fue don Lotario cuando se le ocurrió… acercarse a una zarzamora a ver cómo estaba de granillos, y te… vio debajo. Don Lotario hizo un mohín de risas. Salieron todos de la alcoba detrás de El Toledano, que seguía meditabundo. No quiso tomar un vaso de vino. Luego de pasarse la mano por la cabeza se la olió con desagrado. Plinio y don Lotario se miraron. —Por favor, Eladio, ¿podría lavarme un poco las manos? —No faltaba más. Pasa. A poco salió bien peinado, ya claro, sin brillantina y bien puesto. Ya en el coche callaron. Todavía se veía sin faros. —Con estos cambios de horas no anochece nunca. El Toledano no contestó de momento y volvió a pasarse las manos por la cabeza y a olérselas. —… Desde luego, Lotario. Y si continúan adelantando los relojes, nos levantaremos sin que haya anochecido todavía —contestó como distraído y en vista de que no le contestaba Plinio. —¿Cuántos nietos tienes ya, Manuel? —Dos y gracias, Lotario. Con frases así, sueltas y forzadas, entraron en el pueblo. —¿Dónde te dejamos? —Ahí, en la plaza… Jefe, no dices palabra. —¿Qué quieres que diga? Ya me lo has contado todo. —¿No te has creído lo que os he dicho que hice esta tarde? —Me suena que falta algo… Pero eso es cosa tuya. —Tú, tocayo, sí que siempre estás en lo tuyo. —Eso, en lo mío, en el sentido común. El Toledano quedó callado. Don Lotario, frenando, se arrimó a la acera del Casino de San Fernando. Se bajaron los tres. —¿Quieres una caña, Manuel? —Gracias, voy a hacer un recadillo… Y muchas más gracias por todo. De verdad, señores, que no tengo nada más que decir. —¿Ni siquiera por qué parte de tu paseo, poco más o menos, perdiste el sentido, te llegó el sueño o lo que fuera? —Ni eso. Uno nunca sabe en qué momento se queda dormido. —Pero sí dónde.

Toledano, ya fuera del coche quedó mirando a Plinio con los ojos muy severos. —Gracias otra vez y hasta luego. Cuando cerró la puerta don Lotario, y El Toledano se había apartado unos metros, le dijo a Plinio: —Has estado un poco duro con él, Manuel. —¿Conque un poco duro? ¿No se ha fijado usted en la cara de mentiroso que ponía a ratos? —¿Entonces qué piensas que ha pasado? —No sé, pero cualquier cosa, además de lo que ha contado. —¿Tampoco crees que le ha sorprendido encontrarse dormido en la casa de San Juan? —Eso sí. Me refiero al arranque de todo. —¿Y qué interés puede tener en ocultarlo si no ha pasado nada malo? —¡Ah! Y qué don Lotario este. Y yo qué sé.



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