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HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 1 de junio de 2018

Plinio - Los nacionales (Primera soledad)



—Que te llaman por teléfono —me dijo la dueña de la pensión entreabriendo la puerta del cuarto. Dejé sobre la silla la manta, que a falta de calefacción me liaba en las piernas para estudiar, y fui hasta el final del pasillo. Era mi tío el de Oviedo. —Te espero a comer en Gambrinos. Ya he avisado a Adolfo. —¿Qué pasa? —Ya te contaré. Cuando llegué, ya estaba allí el tío, con la barbilla sobre las manos cruzadas y la mirada tristísima. No me vio entrar. Avancé despacio entre las mesas vacías, contemplándolo y casi seguro de la triste causa de su viaje. Le di un beso y me senté. Tomó un trago muy pequeño de su copa y empezó a preguntarme cosas de mis estudios, mientras daba vueltas a un palillo entre sus dedos nerviosos y fuertes. 

Tal vez por tenerlos tan fuertes —pensaba yo— se hacía el nudo de la corbata muy duro y pequeñito. Sus labios finos, casi siempre apretados, los pómulos altos, la nariz de curva y la cara tan alongada que tenía reflejaban su enérgica honradez. Enseguida llegó el primo Adolfo. Se besaron. Nos pidió cerveza. La cara del primo era como la de su padre, pero en suave, atenuada. Y sus ojos, también pequeños, pero de mirada larga y perezosa. Mientras almorzábamos, nos dijo que aquella misma tarde seguía para el pueblo. —¿Pues qué pasa? —le preguntó su hijo que también presumía la respuesta. —… Ha muerto el abuelo. 

La última vez que vi al abuelo, el día antes de venirme a Madrid para comenzar el curso, estaba muy pálido, sentado junto a la chimenea del comedor, con una mano alargada hacia la lumbre y el gesto de pensar en cosas lontanas e incoherentes… Quizás, en la pantalla pajiza de su cerebro jubilado, veía ya bailar esas imágenes truncadas, que deben emerger en las postreras tardes de la vida. Y oír palabras desgajadas de conversaciones remotas, que seguro arrastra la sangre en sus recorridos ultimeros. Sí, estaba junto a la chimenea, con la gorra de visera puesta, y la otra mano, la del dedo falto —aquel dedo que se llevó la aserradora—, en la mejilla… Quién sabe si se acordaba de la huerta que vendió pocos meses antes de la guerra. De las playas del Saler de Valencia, donde veraneó algunos años. O de cuando joven tocaba el saxofón en la banda municipal de su pueblo. Estuve a su lado mucho rato, mirándole fijamente; intentando grabarme aquella imagen despidiente… Y él, quieto. Sin fumar, ni mover las brasas con el badil como solía. 

A lo mejor, de pronto, me echaba un reojo, como si en ese instante advirtiese mi presencia. Pero enseguida volvía la mirada a las brasas, olvidado de mí… o tal vez para evocarme de pequeño, cuando íbamos en el tílburi camino de aquella huerta de sus padres, tan somera de aguas, balidos y recuerdos. O entre las ruinas del Castillo Viejo merendando chuletas asadas bajo las carrascas y a los solespones. O gateando sobre las altas pilas de maderas, allá en el patio de la vieja fábrica, los días sin escuela. Un par de veces entró la abuela en el comedor y la miró de igual manera, tan huida. Posiblemente —pensé yo— también prefería recordarla mocilla, hecha una fiesta de dientes blancos y ojos candiles, al son de una música antigua, en un baile del casino. 

O subiendo unas escaleras la noche de bodas… o echándole la primera risa, todavía resonante, al hijo recién acabado de parir. Claro, que también es probable que no pensara en la abuela, ni en mí, ni en nada de cuanto vio de hombre. Y sólo le llenará la cabeza la imagen de su madre, la que murió en aquella alcoba que luego transformaron en el gabinete que está empapelado de rojo. Y el dije desvaído de su padre, el que fue alcalde de Alicante, y murió cuando él era niño… ¿O rememoraba el chorro tinto de la bota de vino, que tantas tardes de sus primaveras, bebió en compañía de su amigo Lillo, allá en el rincón del patio que entecha la parra de las uvas de gallo? ¿Y si veía en los teloncillos de sus párpados la primera bicicleta que tuvo, aquélla del manillar alzadísimo?… O recontaba todos los caballos que pasaron por su cuadra: El blanco, que derribó a Salustio. 

El alazán, que le dio la coz en la quijada al hermano Santiago; o la yegua Lucera, la de la grupa tan redonda, que le incautaron en la guerra. Quién sabe si todos esos cachos de recuerdos y mil más, le bailaban a la vez en su memoria desahuciada. El tío dijo que no nos íbamos con él al pueblo. Que entre unas cosas y otras perderíamos tres días y teníamos mucho que estudiar. Sentí un secreto gusto por ahorrarme tanta tristeza de catafalcos y velorios, de ausiones y taconeos en la noche; de bostezos en la madrugada, junto a la cara ausentísima del muerto. Aquella tarde se llenaría la casa de gente. La casa, el solarón de la fábrica, el patizuelo de las macetas y el jardín con su fuente de las ranas de piedra. Iría medio pueblo, dolorido y curioso, a ver al hermano Luis el del Infierno, en su alterne final, haciendo su última higa (La que figuraría la mano sobre el pecho con el dedo de menos…). Lo llevarían en una caja mala, de aquéllas de los años cuarenta, con un Cristo muy grande, color cobre, en la tapa, entre las gentes que en aquellos tiempos alzaban el brazo cuando pasaban los entierros. Allí, junto a los candelabros, estaría Lillo, su amigo del alma, rumiando la común historia de sus vidas, que ahora acababa con un mutis tan severo. Sus sobrinas de Argamasilla, tan relimpias, también estarían allí estirándole la corbata mortajera, y pasándole el dedo por los pelos de las cejas feraces… Y mi padre, con el gesto de niño dolido y el cigarro en la comisura, dando aquellos sus cortos paseíllos. 

Y por supuesto, la abuela, haciendo solos de suspiro sonorísimos. En la fábrica, las máquinas calladas. La campana de llamar al trabajo, casi verde, entre las telarañas de la viga, y los operarios que se salvaron de la guerra… y de después, vestidos de domingo. Entre cuatro de ellos sacarían, seguro, el ataúd a hombros, por la escalera de mármol blanco del portal. Y las barnizadoras gordas, que se quedaron finas por el hambre de las guerras y las paces, formarían también duelo con las Orencias, las Salinas y las Ramírez. Muchos de los condolientes, ahora, al ver la fábrica y los corridos llenos de madera, evocarían cuando el abuelo les hizo la alcoba de casarse o la portada de la destilería, en aquellos años que tanto se mentaba el Monte Gurugú. Y alguno, seguro que le recordaría en la biblioteca del casino, leyéndoles en voz alta páginas de Galdós y Blasco Ibáñez, alabando la libertad que muy pronto se implantaría en España para toda la vida de Dios… Mientras comimos, el tío habló de cosas muy variadas, como para distraernos de la muerte del abuelo… Pero también a él se le notaba la rebinación del pasado, en no sé qué fugas de los ojos y en aquella arruga de la frente, que nunca le salía cuando estaba contento… Probablemente, mientras nos contaba lo del traje que le había comprado a Adolfo en los Almacenes Alpelayo, se acordaba del día de su boda con la hija del abuelo. O de la petición de mano, con tantas bandejas como cuentan que hubo. O Dios sabe de qué risas en una anochecida de verano, entre los aladres del jardín. Nos despedimos en la Carrera de San Jerónimo. El tío marchó hacia la estación con paso calmo. El primo se fue a la universidad, y yo, entre las gentes que iban y venían, sentí la primera gran soledad de mi vida. Con el abuelo desaparecía el mayor rodrigón de mi fabulario infantil y adolescente… Por primera vez en aquella tarde madrileña todas las cosas me parecieron mortales. Y los coches, y las tiendas, y los guardias, invenciones ingenuas para llenar este misterio de la vida.



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