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HIMNO A TOMELLOSO

sábado, 9 de junio de 2018

Plinio - Los nacionales (Mamita)



La «Pensión Leontina» era bastante buena para lo que daba el tiempo. Casi todos sus pupilos, hijos de papá y mamá, estudiaban para ingenieros, arquitectos o abogados del Estado, carreras, que recién acabada la guerra civil lucían como segunda aristocracia. Pero este elitismo no impedía que entre los «estables» contásemos tres estudiantes de Filosofía y Letras —«carrera de chalados»— como oí decir a la triunfalista mamá de un amigo; y dos putillas muy formales, pero putillas, con carnet y todas las marcas del oficio: Reme y Eliodora. La Reme hacía vida matrimonial con Paco, argentino y tanguero por más señas. A Eliodora la visitaba Servando y el padre de Servando, ambos hijos del pueblo de Madrid. 

No obstante estas diferencias profesionales —estudiantes y pendones — en «La Leontina» se vivía en paz. Reme y Eliodora eran chicas discretas, no se metían con nadie, comían en su cuarto y sólo las encontrábamos en los pasillos a la hora de irse «a la oficina»… porque la de venir, si venían, era la de cantar las calandrias. Por estas discreciones, dominaba entre el pupilaje una fina democracia en el trato y saludo. Los estudiantes veíamos a las pililis con simpatía y hasta ternura. Paco, el argentino, alto, moreno y el pelo entrecano, debía pasar de los cuarenta. El hombre, cuando Reme, a eso de las cinco de la tarde, marchaba a «su oficina», —una famosa mancebía de la calle de la Reina— con los labios bien tintos de granate, las pestañas azules y el bolso badajeándole sobre la entrepierna, se quedaba tan ricamente en la cama leyendo novelas de aventuras, oyendo la radio o canturreando milongas con voz muy grave, al son de una guitarra que siempre tenía colocada sobre la descalzadora del rincón. A la anochecida salía solo a tomarse un trago y a estirar las piernas. Alguna vez lo encontré en el ascensor, con aquella chaqueta a cuadros tan inglesa, el cabello muy engomillado y brillante, y un pañuelo de seda terciado al cuello… Hacia la medianoche volvía a la piltra con los ejes calentorros por las copichuelas de costumbre y continuaba con sus lecturas alcaponenses, emisiones radiadas o soliloquios cancioneros, hasta que al amanecer — las noches que no tenía dormida— volvía la Reme. Como ocupé la habitación contigua cierto tiempo, las noches de mayo que me quedaba estudiando hasta que amañanaba, tuve ocasión, en medio del silencio leontino, de oír los cariños de Paco y la Reme cuando ella volvía de su tajo con cara de frío, los labios y pestañas descoloridos por tanto trato, y el bolso lleno de duros manceberos. 

Cariños y palabras maternales, propios de las mejores familias, que me dejaban la garganta seca de emoción. Parecía que a Paco nada le importaba que la Reme, cuando volvía a sus brazos, se hubiese pasado a veinte o treinta mancebos por el decúbito. Él le daba besitos y le decía ternuras en rioplatense, como si fuese su mamita. Y ella, igual de maganta y arrumaquera, como si Paco fuese un lactante que tenía junto al sostén, también lo mamoleaba en un castellano, por mimetismo, entresijado de argentinismos. Después de aquellos amaneceres de ternureo castísimo, dormían hasta mediodía. Cuando los pupilos ya estábamos en el comedor, se bañaban, se vestían, y comían en su cuarto… Y a eso de las cinco, como dije, bien repintada, con el bolso grande y meneando al compás del culo, volvía la Reme a su cometido. Lo de Servando y la Eliodora era otra historia. Nunca supimos dónde pasaba ella «su consulta» —pues oficialmente era enfermera—. Más reservada que su compupila, era rubia, con cara muy cinematográfica y aire de fox. Vivía sola en su cuarto de la pensión —el que estaba al fondo del pasillo— y eso sí, a última hora de la mañana, recibía la visita de su Servando. El hombre, se le veía claro, venía a la hora justa para recibir la paga. Llevaba un bigote estilo años cuarenta, pelo alto y lleno de bucles, la voz algo ronca y el gesto agrio y mandón. Paco el argentino tenía aire cortés, de cantor del barrio que saludaba a su público. A Servando siempre lo recuerdo con traje marrón, y tapabocas de un amarillo agresivo, que contrastaba con el tejido oscuro del abrigo. Sí, llegaba con su aire marchoso, entraba en el cuarto de Eliodora sin pedir permiso, y allí se estaba más de una hora. Nunca se supo lo que hablaban o hacían. Lo posible es que fuese a hacer arqueo, y a la calle rápido. Ni siquiera comían juntos. A eso de la una salía con el cigarrillo en la comisura, entornado el ojo correspondiente, las manos en los bolsillos del gabán, y su andar entre militar y verbenero. 

Una vez, cuando yo vivía en el cuarto contiguo, entró a hablar con su compadre Paco, y le oí una frase que se me quedó para siempre: —Porque yo, Paco, sé muy bien lo que quiere mi cuerpo serrano… Pero eso sí, unas veces se lo puedo dar y otras no. Eso depende. Un rato después de marcharse Servando, no fallaba, todos los días, llegaba su padre. El hombre, algo curvado ya, aunque con cierta elegancia, saludaba muy fino a cuantos encontraba en el pasillo, y llamaba discretamente con los nudillos en el cuarto de Eliodora. La entrevista no duraba más de quince minutos, con la puerta entreabierta. Desde el pasillo se le veía sentado, con ambas manos apoyadas en el bastón, mientras Eliodora iba y venía por el cuarto… Según los compañeros de pensión, el señor venía a cobrar la «jubilación» que le consiguió su hijo. A eso de las cinco, ya comida y pagadas las nóminas, la Eliodora — entre amigos «la Eli»—, salía envuelta en su abrigo de pieles, y aquel pelo rubio larguísimo que le daban aire de estrella de cine americano desterrada en Madrid. Aquel año, apenas comenzado el curso, claro está, fue San Francisco, y la Reme, muy educada y social, a pesar de los malos tiempos que corrían para el condumio, fue de cuarto en cuarto para invitarnos a todos a tomar una copa en su habitación. Nos pareció muy bien el rasgo, y a las siete en punto, estábamos patronos y estudiantes —Eliodora, no— en su habitación. La Reme —no guapa, con cara de ama de casa, las piernas finas y un poco torcidas— nos recibió con mucha cortesía. Y Paco, con traje azul oscuro, el pañuelo blanco terciado, con más fijador en su pelo cano que nunca, y su sonrisa blanca de fotografía, también nos saludó aunque en argentino, con mucho «che» y mucho «¿no es sierto?». Había dulces más o menos comestibles, y eso sí, vino de muchas etiquetas. Unos de pie y otros sentados en las pocas sillas y en la misma cama, bebíamos y decíamos jubileces. Paco estaba sentado en el mismo centro de la alcoba, pegado al piecero de la cama, justo debajo de la luz. Reme pasaba las bandejas haciendo equilibrios y echando sonrisas. Cuando ya llevábamos algunas copas y cigarros, Paco se levantó, tomó la guitarra y empezó a templarla con melodías tangueras. 

Tres de los que estudiaban ingeniero le hicieron corro, le decían cosas graciosas y se reían con muchas ganas de lo que Paco contaba de su tierra. De lo que Paco decía, tocaba y bebía, pues sin duda por cumplir, tomaba tan prisoso, que «a las ocho no más, te lo prometo» —como luego contaba la Reme—, ya estaba cantando tangos con los ojos bajos y la voz brava. A la Reme no parecía gustarle mucho la actuación, pero como todos animábamos al agasajado, ella disimulaba y servía sin parar, ayudada por la patrona, que siempre estaba con la boca llena. Paco, cada vez que acababa su pieza, tomaba la copa de champán, mirándola al trasluz le decía un piropo, se la bebía de un trago, y volvía a los acordes. —¿Paco, no estarás tomando demasiado? Y Paco, debajo de la luz, con mucha distinción y voz de bajo, reempezaba: 

«… Mi Buenos Aires, querido, ¿cuándo te volveré a ver?» 
—¡Bravo, Paco, bravo! ¡Eres un Gardel! 

Y Paco, estimulado por el champán y no sé qué arremetida de nostalgias que le anegaba desde los ojos hasta los pies, que movía al compás: —Dame otro trago, piba, que soy feliz, ¿no lo ves? Y mirando la copa de champán al trasluz, quedó un momento pensativo, con los ojos más allá, posiblemente en la otra orilla del Atlántico, en una casa bonaerense, o en el bar donde solía, y arrancó otra vez con resuello dramático:

«Tomo y obligo, mándese un trago, que necesito recuerdos matar…» 

La fiesta seguía por su camino milonguero. Paco, como único protagonista, a eso de las diez, tenía una toña tan hinchada, que aunque seguía clavado en la silla, ya los tangos le salían peor que mal entre hipos y una ronquera llorona. La Reme continuaba disimulando, pero estaba volada. Nos atendía con sonrisas y copas, pero no le quitaba ojo ni oído al cantante… Sobre todo cuando dejó de cantar sin venir a cuento, y quedó abrazado a la guitarra, mirándonos con ojos entornados e hipando. —«¿Pero Paco, qué te pasa? ¿Se te acabó la cuerda?…». «Anda viejo, otra milonga» —le animábamos los estudiantes, ya más que tomados, como diría él. Bebió otra copa, nos miró a todos con aire de reto, y volvió a templar la guitarra tembloncísimo. —¡Callad, callad! que Paco va a cantar otro tango. Y después de un furioso preámbulo musical, comenzó con voz encrespada y sonllorosa: 

«… Mamita, yo sé que mi culpa no tiene disculpa, ni tiene perdón…» 

—¡Mamita! —le gritó la Reme sin poder contenerse y con cara de fiera—. ¡Menuda mamita! —añadió sarcástica pasándose el dorso de la mano sobre el carmín de los labios, como si le estorbase para vocear. —Sí, ché, ¿qué os pasa a vos ahora con mi mamita? —Ja, ja, ja, que me río yo de tu mamita, eso me pasa ¡so chulo! «… Mamita, tú que eres tan buena, comprende la pena de mi corasón» cantó Paco adelantando mucho la cabeza sobre la guitarra y sacando el morro como escupiéndole a Reme los versos de la milonga. Y ella, sin que nadie pudiera contenerla, se abalanzó sobre Paco, y empezó a pegarle en la cabeza con ambas manos a la vez que le daba rodillazos en la guitarra. —¡Calla, calla! ¡No vuelvas a mentar a tu mamasita de la m…! Nos echamos todos sobre ella. 

La inmovilizamos. La guitarra cayó al suelo con un sonorosísimo ruido a hueco. Paco, con las manos en la cara y pasos vacilantes, salió de la habitación. Oímos que con un gran portazo, se metió en el cuarto de baño que estaba pared por medio. La Reme, desinflada de pronto, empezó a llorar blandamente entre los brazos de quienes la sujetábamos. La dejamos sentarse en la cama, y totalmente ajena a todos, se derrumbó sobre la almohada, con su llorar cansino. La verdad es que ninguno sabíamos qué hacer. La patrona era la única que la tranquilizaba. Pero cuando se rehizo el silencio, y por la cabeza de todos pasó la idea de retirarnos discretamente, se oyó de nuevo, amortiguada por el tabique, pero con toda su loca y temblorosa energía:
«… Ven, madresita ven yo quiero hablarte. Quiero contarte…» —¡La madresita… Otra vez con su madresita! —la reemprendió la coima, dando puñetazos en la almohada y esgrimiendo las canillas. «… Ya puedes figurarte madrecita, que yo sin mi vidita cual será mi dolor…» —Otra vez con la madrecita… ¡Maldita madrecita! ¡Si vos la conocieras!… Yo estaba de mucama en su casa, allá en Buenos Aires —empezó incorporándose con aire explicativo—. Sí, ¡de mucama! Y él, señorito barero y perdido, se enamoró de mí… O dijo que se enamoró. Y yo, imbécil, piqué. Piqué del todo ¿vos me entendéis? —que con la rabia a la Reme le salía el hablar más argentino— hasta que una tarde nos sorprendió la mamasita y me echó de la casa… Él, ¡ay, Paco!, las cosas como las digo, tomó la herencia que había recibido de su difunto padre, y nos vinimos a España. Estuvimos en Barcelona, y cuando empezó la guerra marchamos a Francia. Fuimos muy felices…, nunca olvidaré aquellos tres años. Pero justo al acabar la guerra civil, también se nos acabó la plata. Nos vinimos a Madrid. Durante estos seis años la mamasita de la m no contestó ni a una carta. 

Se conoce que quería a su hijo para ella, sólo para ella… Él no es hombre para trabajar, no es hombre de oficina, y al quedarnos sin blanca, fui yo, la Reme, la que empezó el oficio que tengo para mantenernos los dos… Día y noche, llevo cuatro años sin perder tajo, para que él repose y tome sus traguitos, y ahora me viene con la mamasita. Te digo… —Pero hija si es que el tango tiene esa letra —le dijo doña Trini. —No vieja no, que lo hace aposta. «Ven, madresita ven, yo quiero hablarte…» volvió a oírse, ahora muy débil. Pero callamos. A todos nos había sorprendido aquella confesión imprevista. Sentada otra vez en la cama, miró con rabia hacia el tabique del cuarto de baño al oír la lejana voz de Paco, pero en seguida cambió de actitud y bajó los ojos al suelo, como arrepentida de haber contado su historia en público tan sin necesidad. Así pasó un buen rato. Durante él no volvió a oírse la voz de Paco. De pronto, la Reme, con aire de preocupación, se levantó, y con paso sigiloso entreabrió la puerta e hizo oído. Todos la miramos. —¿Pero qué le pasa a mi Paco? —¿Qué quieres que le pase, mujer? —le contestó la patrona— que se habrá cansado de cantar. —¿Pero qué hace ahora? —Mujer pues en el sitio que está… Sin hacer caso, salió al pasillo y golpeó con los nudillos discretamente en la puerta del baño. Nos asomamos. Esperó. Repitió. Pero nada, no contestaba. —Paco… ¡Paco!… ¡¡Paco!! Volvió a llamar con más fuerza. —¡Paco! ¿Qué te pasa, Paco? Todos callábamos, aunque en el fondo nos hacía gracia el cambio. —¡¡Paco!! ¡¡Paco!!… Este desgraciado se ha muerto. Si no podía ser, con lo que ha bebido. —¡¡Paco!!… Sí, cuando ha hablado de su mamasita es porque estaba muy malo. —Pero cómo se va a morir, mujer de Dios… Y tú es que exageras mucho. Él no ha hablado de su madre, ha cantado dos tangos que dicen eso —le repitió la patrona. 

Pero la Reme sin hacer caso de nadie, empezó a darle patadas a la puerta: —Por favor, doña Trini, echen las puertas abajo, ¡se lo pido por sus hijas! Con su dramatismo consiguió inquietarnos. Doña Trini y su marido se miraron como dispuestos a acceder. Y José Mari que les vio el gesto —José Mari, que estudiaba ingeniero, era el más alto y fortachón de todos—, dio la copa a otro, apartó a la Reme, se puso de perfil con las manos juntas sobre semejante parte para arrellanarse más, y balanceando toda su naturaleza, se dejó caer sobre la puerta blanca, que al golpe se abrió con mucho ruido. Entramos todos tras la Reme. … Tumbado en el baño, completamente vestido y con la ducha suelta, estaba Paco susurrando inconexiones.

Reme cortó la ducha y en seguida se abalanzó sobre él. —¡Paco! ¡Paco! ¿Qué te pasa? Entre José María y otros dos chicos lo sacaron del baño, y mientras lo sujetaban de las axilas, Reme le quitó la ropa empapada, y lo secó con la toalla de baño. Lo llevaron a la cama. Entre la patrona y las chicas retiraron copas, bandejas y botellas. Nosotros salimos al pasillo. La Reme, de rodillas, junto a la cama, besaba a Paco y le frotaba las carnes para que entrara en calor, mientras le canturreaba: —Paco mío, Paco mío… Duérmete, Paco mío. —Ven, madresita, vennnn —se oyó susurrar. —¡¡Paco!! —gritó la Reme descompuesta—, por favor, deja a tu mamasita de la m… Déjala. —Pero mujer, Reme, si no sabe lo que dice… —Sí que lo sabe. —Veeeeeen, madresita vennnnn. —Paco, que me matas ¡Paco! Y si se callaba el paciente: —Paco, Paco mío, ¿quién te quiere a ti? Etc., etc.



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