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HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 15 de junio de 2018

Plinio - Historias de Plinio ( El carnaval )



Cuando Manuel González, alias Plinio, el jefe de la Policía Municipal, a través de un año de investigaciones sin cuento y de sucesos extraños concluyó con éxito su trabajo, pudo reconstruir de la siguiente manera parte de los hechos ocurridos en la villa de Tomelloso la tarde del Domingo de Piñata de 1925.

Aproximadamente a las seis de la tarde, una persona con un abultado lío de ropa bajo el brazo llegó a un cuartillejo derruido que había en una de las eras que flanquean el paseo del cementerio. Entre sus paredones mutilados había cenizas, piedras ahumadas y cajones de caballería. Por las noches debían de guarecerse allí gitanos u otras gentes trashumantes. En aquel día último y más furioso del carnaval, los paseos del cementerio aparecían completamente desiertos. Bajo un cielo opaco, los árboles cabeceaban al ritmo de un viento persistente y frío. Al final de los paseos, el cementerio. Sobre sus tapias asomaban puntas de cipreses, cruces y la bóveda de algún panteón. Bien muertos estaban los muertos en aquel día de vida desenfrenada. Parecía que a aquel gran solar de los tristes ya no iría nunca nadie.

La persona que sólo conocía Plinio, durante unos minutos estuvo oculta entre los lienzos de tapial mutilado. Al cabo de ellos salió completamente cambiada. Había deformado su cuerpo poniéndose algo alto sobre la cabeza y envolviendo toda su fábrica humana y postiza con una sábana, atada arriba con una cinta roja. La cara cubierta con una media negra, asomaba apenas, como entre cortinas, tras las dos alas de sábana que la máscara sujetaba con las manos, a su vez cubiertas con unos guantes de lana roja bordados en verde. La máscara llevaba un bastón de hierro.

A cierta distancia era difícil adivinar si aquella máscara era hombre o mujer. Tal era la deformación de su cuerpo, añadido por arriba y abultado por todos lados; y tal lo completo de su disfraz.

Ya fuera del cuartillejo y en plena era, aquella fantasmal —por lo ensabanada— máscara echó a andar con la mayor decisión calle del Campo abajo. Marchó silenciosa, con paso decidido, sin dar broma a nadie. Parecía que mejor que a máscaras iba a algo más concreto.

La verdad es que por la calle del Campo no había demasiado carnaval. Algunas máscaras que salían de su casa camino del centro; chiquillos cansados de arrastrar sus capisayos que hablaban ya en civil y sin quirio de máscara; y algún desdichado que montado en su mula aderezada con mantas viejas y con una palangana en la cabeza a manera de yelmo, espuerta al brazo en lugar de rodela y caña de mirasol en ristre, iba calle adelante al paso contenido de su andadura, canturreando un fandanguillo flamenco en espera de sitio adecuado para su acción.

Por las esquinas, muy ligera, al encabritado compás de su pasodoble bandurriero, pasó una estudiantina con trajes negros y coronas de flores. El pandetóforo se buscaba los calambres del codo con su parche, y algunos tunos, sin instrumento, quedaban retrasados ofreciendo las coplas impresas de su música.

Cuanto más se aproximaba la máscara a la plaza, mayor era el bullicio y la concentración. Resultaba trabajoso andar. Había que sortear con dificultad los grupos de máscaras y gentes sin disfraces que se formaban en todos sitios con cualquier pretexto. Ya en la plaza era imposible dar un paso. La gente se arremolinaba sin orden ni dirección. Entre el vocerío y los gritos de las máscaras, a veces, sin saber de dónde procedía, llegaba el redoble de un tambor, el tocar de un cencerro, o los ahogados acordes de una orquesta de cuerda. Desde el balcón del Ayuntamiento, por ejemplo, la plaza presentaba el aspecto de una enorme tortilla formada de cabezas tocadas con colorines, que se movían sin cesar en todas direcciones.

En un rincón de la plaza, junto a la «Posada de los Portales», estaba parado un carro grande. En torno a él había mucha gente. En la parte trasera había un tabladillo separado del interior por unas cortinas. A este tabladillo, como si fuera escenario, salían unos mozos vestidos de manera caprichosa, con la cara pintada de tizne o pimentón, que recitaban por turno unas escenas en versos ripiosos. Estas piezas bárbaras habían sido compuestas por ellos mismos —gañanes— en sus noches de quintería para hacerlas en carnaval.

La máscara, a aquellas horas, lo mismo que Plinio, debió de ver en el tabladillo a un mocetón con grandes barbas hechas de rabo de mula que recitaba un monólogo, que ripio a ripio, era así poco más o menos:

Y mientras tos amos comen
en mesas enmanteladas, 
los pobrecitos gañanes
nos hacemos unas gachas.
Ellos, en el casino y de caza
y los míseros gañanes
con las mulas en el haza.
Aunque haga mal horage
o el sol pele las espaldas
los pobrecítos gañanes
les damos «pá» ir a la plaza...

La gente se reía a gusto, no sólo por la letra, sino por los desmedidos ademanes de los actores y sus voces a todo grito.
Luego salió un segundo personaje a las tablas, vestido de mujer copiosa a fuerza de almohadas en esta y aquella parte, que dijo al de las barbas de mula:

Apártate maniqueo
que debías comer paja. 
Tanto criticar al amo
pareces una criada.
El de las barbas:
Yo es que digo las «verdás»
y harto estoy de tanta raja;
tú eres una pelotilla
que al amo chupas las bragas
Mujer:
Yo soy la casera «honra»
que me sobra con la paga. 
Tengo gallinas, dos guarros; 
«tó» lo demás, peroratas.
El de las barbas:
Y lo que robas al amo
¿te lo callas?

A este tenor siguió la representación durante largo rato. Cuando el público se aburría, los del carro echaban un trago, se metían entre las cortinas, y buscaban otro lugar, siempre en las calles más céntricas.
La máscara, según Plinio, debió de cruzar la plaza con gran esfuerzo hasta desembocar en la calle de la Luz. En la esquina se detuvo sin apartar los ojos de la puerta de la casa de doña Carmen. Casa antigua, de piedra, con pesados balcones de hierro forjado y puerta de nogal con llamadores altísimos. Allí, según los cálculos del Jefe, debió permanecer más de una hora en espera de lo que ella sabía. En el entretanto debió de ver muchas cosas. Unas las contó la propia máscara un año después; otras no tuvo por menos que verlas, ya que por aquel lugar y a aquella hora las vio el mismo Manuel González, alias Plinio.

Por ejemplo, muy cerca de donde estaba parada y acechante la máscara había una tiendecita improvisada donde se alquilaban trajes de pierrot, de payaso, dóminos; se vendían caretas, serpentinas, conffeti. Como muestra había sobre la puerta colgado un pantalón rojo, cuyas perneras vacías tijereteaban, movidas por el viento.
Dentro, y medio oculto por unas cortinas —esto lo contó la máscara—, un hombre se vestía precipitadamente un pierrot negro con botones rojos. Era el médico, don Antonio. Cuando salió a la calle dispuesto a correrse la gran broma, nuestra máscara, casi sin saber lo que hacía y tal vez por aburrimiento, se acercó a darle la broma, su primera broma de la tarde.

—¡Que no me conoces, Antonio, que no me conoces! El pierrot negro recibió la broma con cierta perplejidad.
¿Dónde se había visto que una máscara diese broma a otra? ¿ Cómo era posible que le hubieran conocido? ¿Es que iba tan mal disfrazado? Don Antonio miraba a la máscara sin saber qué hacer ni qué decir.

La máscara o mascarón persistía:
—¡Que no me conoces, Antonio, que no me conoces, parece mentira! Tanto debía de desconfiar el médico de su disfraz recién puesto que comenzó a mirarse de arriba abajo, como buscándose la ventanilla por donde se le identificaba.
Por fin dio media vuelta y sin decir palabra desapareció entre la gente.
Nuestra máscara, marchado el médico, como decepcionada, volvió sobre sus pasos hacia la esquina de la calle de la Luz. Allí se detuvo nuevamente y como quien aguarda a la novia, sin perder nunca de vista la puerta de la casa de doña Carmen, se distrajo en ver pasar las máscaras y la gran algazara de gente que por todas las calles subía hasta la plaza próxima.

De pronto desembocó desde la plaza hacia la misma calle de la Luz donde la máscara estaba un grupo de chiquillos que rodeaban a un gran mascarón. Éste andaba muy parsimonioso y dándose gran importancia. Por fin, se detuvo en la esquina frontera a la que ocupaba la máscara, que Plinio conoció un año después.

Era un mozo muy fornido. Llevaba la cara manchada de pimentón. Se vestía con una chambra de mujer, pañuelo a la cabeza, también de mujer, cortísima falda que apenas le cubría los muslos; medias negras que forraban sus enormes piernas y alpargatas blancas.
Tenía un aspecto grotesco y terrible a la vez. A pesar de ser hombre, las prendas de mujer sugerían una oscura impudicia.

El mascarón de las medias negras miró a un lado y a otro como para comprobar la importancia de su auditorio. Como le debió de parecer suficiente, luego de carraspear, comenzó a dar grandes voces, al tiempo que mostraba un pequeño trompo o peón de color verde con una mano, y una guita trompera en la otra. Decía:
—«Acuda, acuda el respetable gentío, mozas en particular, y verán cómo baila mi trompo trompero. Su rejo hace virutas en el corazón... Acudan, que nadie, que ninguna moza en particular quede repisa de no haber visto bailar a mi trompo trompero que en cada vuelta hace un novio y en cada cabeceo una boda... Acudan las mozas en particular a ver mi trompo trompero, verde como el perejil, picante como la guindilla, criador de novios, trompo del amor es el que yo bailo. »

Y así seguía su perorata llena de requiebros para su trompo verde... Y hablaba abriendo mucho su boca de grandes dientes amarillos que resaltaban en su cara pintada de almagre.

La gente se detenía ante aquel hombrón. Y muchos que ya lo habían visto representar, se frotaban las manos esperando el desenlace.
—Ya verás, ya verás, el remate es la monda...
—«... Que pronto va a bailar y pronto van a sentir las que lo vean el rejillo de mi trompo escarabajearles en el tintero... y llegar los novios en racimos... y tendrán buena cuaresma, cuaresma de manos calientes. »
En un balcón que daba sobre la esquina donde el mascarón estaba se asomaron dos señoritas. Cuando el mascarón las vio se dirigió a ellas:
—«Qué lástima que estéis tan altas, hermosísimas pichonas, no vais a poder ver desde ahí cosa buena, ni sentir el rejillo de mi trompo... »
Cuando los espectadores comenzaban a dar pruebas de impaciencia por tan largo prólogo, el mascarón, que había ido liando la cuerda en el trompo lentamente mientras decía sus últimas palabras, soltó el peón a golpe de tralla sobre el suelo de la acera. Y mientras la peonza bailaba sola arrimada a la pared y todos la miraban ahincadamente aguardando el tan voceado milagro, él añadía:
—«Todavía no, señores; todavía no... Será ¡ahora!, cuando yo lo tome con mi mano. »
Y con mucha ceremonia, doblando su tronco hacia delante cuanto podía, de manera que sus cortas faldas se subieron al cielo, se agachó a tomar el trompo, dejando a la vista de los espectadores aquella postrera y enorme parte de su trasero completamente desnuda...
Las mozas comenzaron a gritar y a correr espantadas. Los hombres y chiquillos a reír. Las señoritas del balcón que no lo habían visto bien miraban hacia unos y otros por ver si sacaban la causa de aquella algazara.

Hecha y deshecha su flexión, el mascarón, muy serio, tomó su trompo y se disponía a marchar entre la chiquillería que lo rodeaba, cuando súbito se presentó Plinio que había estado escuchando y tomando del brazo al mascarón,sin decirle palabra, se lo llevó hacia el Ayuntamiento, en cuyos sótanos estaba la cárcel del pueblo.

La máscara que acechaba en la esquina de la calle de la Luz parecía impaciente. Sus ojos seguían fijos en la puerta de la casa de doña Carmen.

Comenzaba a anochecer y a la luz de las lámparas eléctricas se veía mejor la espesa nube de polvo que pesaba sobre las calles.

De pronto la máscara de la esquina hizo un imperceptible movimiento de defensa, como si quisiera ocultarse.

La puerta de la casa de doña Carmen se había abierto levemente, y una mujer de unos sesenta años, menudita, vestida de negro, con mantón y pañuelo de seda en la cabeza, echó calle de la Luz arriba. Llevaba un cacharro para la leche en la mano y caminaba con prisa, como huyendo del carnaval. La máscara ensabanada, pegada a la pared de la acera de enfrente, iba tras la mujer, Antonia, la vieja sirvienta de doña Carmen. Caminaba con cierta precaución, sin perder de vista el pañuelo de seda negro.

Antonia dobló por el callejón de la Vaquería, completamente desierto hasta en un día de carnaval. Era un callejón que unía dos calles principales. Estaba sin urbanizar, sin luces. Sólo daban a él traseras y portadas de edificios con fachadas a otras calles. No había más entrada principal a este callejón oscuro que la vaquería de Quintero. Al llegar al callejón la máscara fue más cautelosa. Se escondió en el quicio de una portada y aguardó a que Antonia, una vez comprada la leche, volviese por sus pasos. No tardó. Cuando la sintió muy próxima la máscara salió de su escondite de pronto y con una voz ronca comenzó a decirle:
—Antonia, que no me conoces, que no me conoces... Antonia, medio asustada por la sorpresa, quedó mirando a la máscara, como si la conociese, o dudase. Al menos como si conociese su voz.
La máscara persistía en su broma, acorralándola un poco contra la pared.
Antonia decidió apartarle bruscamente. La máscara se opuso. Antonia levantó la cacharra de la leche, amenazante. La máscara, entonces, con los brazos en cruz para impedirle el paso con el pecho, le dio un fuerte empujón contra la pared. A Antonia se le cayó sobre el mantón gran parte de la leche. Y según su costumbre, comenzó a decirle los mayores insultos sin dejar de mirar con fijeza la careta improvisada con una media negra; como si la conociera, como si estuviera a punto de conocerla... Fue entonces cuando la máscara, levantando el bastón de hierro con todas sus fuerzas, descargó un recio golpe sobre la cabeza de Antonia.

Cayó al suelo redonda, sin el menor grito, sobre la lechera de porcelana blanca que no había soltado de la mano. La máscara, enfurecida, repitió varias veces los golpes sobre la cabeza. La sangre y los sesos saltaron por la pared y vertían bajo el pañuelo negro que cubría la cabeza de Antonia.

La máscara dijo algo como: «Así callarás. »
Y a grandes zancadas emprendió la fuga callejón de la Vaquería arriba. Pronto se encontró en la plaza. Abriéndose paso entre la gente que se aglomeraba en la calle de la Feria llegó hasta el teatrillo. Sacó una entrada de peseta y derechamente se fue hacia el retrete. Pero se equivocó de puerta y se encontró sin pensarlo en el escenario, que estaba completamente solitario ya que la cortina estaba echada. A la luz que se filtraba por ella vio una gran alfombra arrollada sobre las tarimas del escenario. Todo lo de prisa que pudo se despojó de la sábana, y ésta y el bastón de hierro los metió furiosamente entre los huecos de la alfombra flojamente enrollada. La máscara quedó vestida con un uniforme de caballería: guerrera celeste y pantalón rojo, y en la cabeza, enrollado, una especie de turbante hecho con una toalla de felpa. Con tal facha volvió sobre sus pasos y se metió entre la gente que llenaba totalmente el patio de butacas del teatrillo. Dentro de un círculo formado de butacas, un mócete con el cigarro en la boca y vestido de pierrot tocaba un organillo que casi nadie escuchaba, aunque su música era la única que daba pretexto para bailar. Infinidad de serpentinas cruzaban el salón. Unas luces altas y mortecinas daban al baile improvisado un aire raro y sucio. Las parejas se apelotonaban sudorosas sin poder dar un paso al compás de la música.

Pocos minutos después de haber dado una vuelta, a duras penas, por el baile, la incógnita máscara salió del teatro y cortando lo más que pudo llegó al callejón del Zurdo, totalmente oscuro. Frente a determinada portada, sacó una gran llave del bolsillo, abrió el postigo y entró cerrando tras de sí.

Plinio y don Lotario, su inseparable amigo, y veterinario de la villa, estaban sentados en el salón alto del «Casino de San Fernando» viendo jugar una partida de golfo. En el «San Fernando» no había baile hasta después de la cena y los socios pacíficos y escépticos, durante la tarde, podían dedicarse cómodamente a sus partidas y conversaciones.

A las ocho en punto apareció el cabo Maleza en la puerta del salón del Casino. Desde allí buscó a su jefe con los ojos y le hizo una seña para que se acercase. Plinio se levantó con su habitual aire de desgana y casi arrastrando el sable mal ceñido.

Durante unos segundos hablaron misteriosamente Plinio y su cabo. Realmente, quien hablaba era éste. Plinio escuchaba mirando al suelo y con la punta del cigarro entre los labios. Cuando Maleza calló, hubo unos segundos de silencio. Por fin Plinio hizo un gesto ambiguo, indudable reflejo de sus pensamientos sobre lo que acababa de oír. Luego se volvió discretamente hacia donde estaba sentado don Lotario, que no quitaba los ojos de encima a los dos policías y le hizo una breve seña con la cabeza para que se acercara. El veterinario, que no esperaba otra cosa, llegó rápido, deseoso de saber lo que ocurría.

—¿Qué pasa, Manuel? —Vamos. Un crimen.
Don Lotario, sin añadir palabra, se acercó a la percha y tomó la pelliza de Plinio — azul con puños y cuello de astracán— y su capa color ala de mosca. Tan pequeñito y frágil como era el veterinario y lugarteniente amistoso del gran Plinio, apenas se le veía con tanta ropa entre los brazos.

Plinio, mientras se ponía la pelliza despaciosamente, preguntó a Maleza:
—¿Dices que has avisado al médico? —Sí, por teléfono desde el Ayuntamiento. —¿Y al juez? —Al juez y al secretario fue el alguacil del Juzgado que estaba con nosotros..., que para eso cobra.

Cuando Plinio acabó de abrocharse los galones de la pelliza, don Lotario ya estaba terciado y en disposición de andar.

Bajaron la escalera de mármol al paso lento de Plinio, que siempre que iba a enfrentarse con un caso nuevo parecía remiso, meditabundo, como pretendiendo adivinar lo que había pasado.

—Seguro que ha sido algún mascarón borracho. Hoy ha corrido mucho vino por el pueblo —aseguróMaleza. —Plinio se limitó a mirarlo con gesto burlón. Maleza se mosqueó:
—¿Quién si no va a matar a una vieja... para nada? —No se mata a nadie gratuitamente, ¿verdad, Manuel? —dijo el veterinario. Plinio se encogió de hombros.
—No me gustan los crímenes de carnaval. —¿ Quién es la muerta? —preguntó el veterinario con timidez. —La Antonia, la criada de doña Carmen —le respondió Maleza. Don Lotario encogió las narices y guiñó los ojos, queriendo manifestar extrañeza. En la plaza se veía menos gente. Las máscaras, con la careta alzada, marchaban ya hacia sus casas.

Todavía, sin embargo, Quiroga, el que todos los años se vestía de don Juan Tenorio, paseaba solitario por la glorieta con mucho meneo de estoque y pasos bizarros. Algo carcamuseaba a media voz él sólito, ausente de todo y de todos.
Un niño vestido de mujer con ropas andrajosas y holgadísimas, lloraba amargamente sentado en el borde de la acera. Otro, con el disfraz ya bajo el brazo, parecía consolarlo. Don Lotario se acercó a ellos por ver qué les pasaba.
—¿Qué le pasa a este niño? —preguntó al otro. —Que se ha hecho caca. Y don Lotario volvió con los dedos en las narices, haciendo un poco el payaso... Los crímenes le ponían muy contento.

Los adoquines de la plaza aparecían cubiertos de conffeti, de serpentinas, de papeles de colores. Y rodeando la columna de una farola, cuatro máscarasbeodas jugaban al corro torpemente, al tiempo que cantaban:

En tu país no hay luz  desde que tú viniste aquí... Cuando Plinio y los suyos llegaron al callejón de la Vaquería vieron que había parada mucha gente. La noche era tan oscura que apenas se distinguía otra cosa que sombras que se movían y hablaban.

Hacia la puerta de la vaquería se columbraban unas luces rojizas.
—Ahí va Plinio con el veterinario —dijo alguien.
Y las gentes se volvían para mirarlo y les hacían paso con respeto.
Plinio, entre el pasillo que les dejaban los curiosos, avanzaba el primero, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y el cigarro en la boca.
Llegaron hasta la puerta. Ya estaba allí el médico forense, el juez y el secretario. Dos vecinos iluminaban la escena con faroles de aceite.
El médico, que se había subido la careta y conservaba el disfraz de dominó bajo el gabán, había quitado el pañuelo negro de la cabeza de Antonia y pasaba el dedo sobre sus heridas. Al incorporarla había quedado casi sentada y, a la bailona luz de los faroles, se le veía la cara totalmente tinta en sangre. Conservaba los ojos abiertos y un mechón cano sobre la frente. Fuertemente agarrada con una mano tenía la cacharra de la leche. Un charquito de leche había sobre el halda negra de la muerta.
El médico dijo a Plinio sin dejar el cadáver:
—Le han deshecho la bóveda del cráneo a estacazos.
—¿Quién la ha visto primero? —preguntó Plinio, dirigiéndose al auditorio. —Un servidor —respondió el hombretón de las medias negras y la falda corta, que echaba el trompo a primera hora de la tarde junto a la calle de la Luz.
—¿Ya te han soltado, so fresco?
—Sí, señor, a las ocho.
—A ver si otro año te pones las faldas más largas.
—Sí, señor.
Como tenía el mozo la cara pintada de pimentón, a la luz de los faroles parecía también sanguinolento.
—¿Cuándo la viste? —Cuando salí de... ahí, me vine por aquí cortando hacia mi casa y tropecé con la muerta. ¡Ainas me mato!
—¡Pues vaya domingo de carnaval que llevas!
—Y que lo diga usted.
—¿Cuánto tiempo hará que la mataron? —preguntó Plinio al médico.
—Como una hora.
Llegaron unos hombres con la camilla negra y echaron el cuerpo.
—¿Le quitamos la lechera? —dijo uno de los dos de la camilla.
—Qué más da. Déjasela también —dijo Plinio.
Y el camillero le recogió el brazo sobre el cuerpo de modo que la lechera le quedase sobre las piernas.
Plinio y los del Juzgado esperaron a que se alejasen los de la camilla y se despejase un poco el callejón.
Cuando también marcharon los del Juzgado, Plinio entró en la vaquería con don Lotario y Maleza.

Quintero, el vaquero, detrás del mostrador blanco, miró con temor a los de la justicia que entraban.
—Quintero, ¿qué me dices de esto? —le preguntó Plinio a manera de saludo.
—Nadica sé —dijo encogiéndose de hombros.
—¿No oíste nada?
—No, señor... Compró su leche como todas las tardes y marchó. Luego yo no he salido de aquí. La primera noticia me la dio el mascarón que ahora habló con usted.
—¿A qué hora vino la Antonia? —Siempre viene sobre las siete y media.
—¿Es posible que no la haya visto nadie? —Después de esa hora viene poca gente.
—Bastaba con que pasara uno. ¡Si estaba atravesada en la acera! —Pues si alguien la vio, nada dijo, señor Manuel.
—¿Y no oíste nada, nada? —Nada, no, señor. A lo mejor otro día, pero ahora, con tanto quino de máscaras por esa calle de la Feria...
Plinio, acompañado de Maleza y de don Lotario, salió de la vaquería camino de la plaza.
—Esto del carnaval debían suprimirlo, Manuel..., por lo menos en los pueblos. Se hacen muchas barbaridades... No digo yo que en las grandes capitales, a base de baile y batallas de flores, pero en los pueblos...
—Sí, lo de siempre, todas las diversiones para los ricos; los pobres, que son tan brutos, que los parta un rayo —respondió Maleza con su habitual acritud.
—Si tú le llamas diversión matar a una pobre vieja indefensa... —añadió el veterinario.
—Eso es un accidente...
Cuando llegaron a la esquina de la calle de la Luz, Plinio, que no había hecho ningún comentario, dijo:
—Voy a acercarme a la casa de doña Carmen a ver si me dicen algo. Y echó calle adelante, mientras Maleza y don Lotario quedaban parados en la esquina con la conversación interrumpida.
A Plinio siempre le producía una especial emoción entrar en la casa de doña Carmen, que era la primera casa del pueblo. Desde niño había aprendido a considerar a aquella familia como lo más grande que había en el mundo y bella.

Joaquinita era, desde hacía pocos años, criada de doña Carmen. Diríamos que su doncella. Era hija de los caseros de una finca de don Onofre. Por su belleza y talento natural la escogió doña Carmen para su servicio personal.
Cuando subían la escalera, Plinio preguntó a Joaquinita:
—¿Sabe ya don Onofre la desgracia? —Sí, señor.
—¿ Quién se lo ha dicho? —El señor cura, don Felipe y don Paulino, que lo oyeron en la plaza y vinieron en seguida a decírselo.
Toda la casa olía a maderas finas, a barniz..., «a señoritos», pensaba Plinio.
Cuando llegaron a la puerta del gabinete y Joaquinita se disponía a anunciar a Plinio, éste le dijo:
—Será mejor que le digas que quiero hablar con él a solas. Aquí espero. —Está bien.
Y Joaquina, con su aire silencioso, respetuoso y ágil, entró cerrando la puerta tras de sí.

Plinio quedó en la galería, mirando hacia un grueso farol de hierro forjado y vidrios coloreados que alumbraba el patio.
En seguida salió Joaquinita, sola.
—Pase usted por aquí —dijo.
Y le llevó hacia una habitación próxima. Era una especie de sala con muebles negros y tapicerías de seda amarilla. Había varias fotografías de familia. Una salamandra con las micas al rojo tenía la habitación muy caldeada.
Joaquinita rogó a Plinio que se sentara, y volvió a marchar sutilmente.
Plinio permaneció unos minutos solo. Se sentía como dejado caer sobre aquella seda amarilla que cubría el sofá. Se vio en un gran espejo que había enfrente, y con la pelliza azul, el sable, y el cigarro sucio en la boca, se sentía insignificante e inadecuado:
Se abrió la puerta de la sala que daba al interior del piso y entró don Onofre con aire compungido. Avanzó hacia Plinio, que se puso de pie, con sus ademanes laxos y feminoides. Aquel hombre tan corpulento, realmente le pareció siempre a Plinio una mujer que se había puesto encima una serie de cosas para aparecer como hombre.
—¡Qué horror, Manuel, qué horror! —le dijo como saludo, mientras le daba la mano —. Siéntate, Manuel, por favor... Comprenderás que estoy aturdido... Esto es tan monstruoso como incomprensible... ¿Qué mal ha hecho esta mujer a nadie? Mientras hablaba se pasaba por la cara su mano blanquísima, adornada de sortijas, procurando con mucho cuidado que no llegase al pelo perfectamente peinado a raya.
Se sentó a su vez y miraba a Plinio con su blanca cara entre dolorida y coqueta. Luego de una pausa, dijo:
—Tú dirás, Manuel, en qué puedo ayudarte.
—Venía a ver si podía usted dar algún indicio que explicase la muerte de la pobre Antonia.
—Ya te he dicho, Manuel, no sé. Esta mujer, como sabes, fue el ama de cría de Carmen. Cuando nos casamos, se la trajo. No tiene familia. Se pasaba el día trabajando. Salía de casa lo imprescindible. No tenía trato con nadie... No me explico... Yo lo que me inclino a creer, Manuel, es que se trata de lo que podríamos llamar un accidente de carnaval..., algún borracho..., qué sé yo...
—¿Tenía algún dinero ahorrado? —Sí, pero no lo llevaba encima, naturalmente. Carmen le mandó abrir una cartilla. —¿ Tiene algún heredero forzoso? —No. Sus parientes más próximos son hijos de una prima, todavía niños, según creo. —Y con los demás servidores de la casa: gañanes, caseros, guardas, ¿tuvo alguna rencilla importante? Don Onofre movió la cabeza, mientras se miraba las uñas, y añadió: —No... Apenas tenía trato con ellos y eso cuando íbamos a alguna finca a pasar una temporada. Antonia era áspera e intransigente, pero jamás se metía en lo que no le importaba.
—Francamente, no sé qué pensar de este asunto. Lo más fácil es creer lo del accidente de carnaval, como usted dice, pero la verdad es que le han pegado con mucha saña, don Onofre.
—Hay tanto bestia suelto por ahí... —dijo, haciendo un mohín de repugnancia. —Si a usted no le importa, me gustaría hacerle unas preguntas a doña Carmen, por ver si ella, que la conocía mejor, puede darme alguna luz.
—No tengo inconveniente, Manuel, pero hasta mañana por lo menos no podrá ser. Todavía no le hemos dicho nada..., ni sabemos cómo decírselo. Habrá que prepararla poco a poco. Era para ella como una madre. Además, ya sabes que mi mujer está un poco delicada.
—Comprendo —dijo Plinio, levantándose—. Mañana vendré por la tarde, después del entierro.
—Mejor pasado mañana, Manuel. Mañana va a ser un día de muchas emociones para ella.
—Como usted quiera, pero estas cosas no conviene demorarlas. —Comprendo.
—Hasta pasado mañana, entonces, don Onofre.
—Adiós, Manuel.
Y le extendió su blanquísima mano.
Plinio, en el último tramo de la escalera, encontró a Inocente, el padre de Joaquinita, que hablaba con otros gañanes. Al ver al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, callaron y quedaron mirándole. Plinio se detuvo ante ellos, sin saber qué decir. Por fin, preguntó:
—¿Por dónde se sale al corral? Inocente,sin añadir palabra, con mucha diligencia, abrió una puertecita que había bajo la escalera.
Plinio se asomó al egido enorme.
—Enciende la luz —le dijo.
Cuando el corral quedó iluminado, Plinio fue hacia la portada que estaba en el otro extremo, mirando hacia uno y otro lado con mucho detenimiento.
—¿Quiere usted ver algo en particular? —dijo el hombrecillo con cara astuta.
Plinio, sin responder, se fue hacia una cocinilla donde solían lavar y echó una ojeada.
Luego, a la cuadra. Después recorrió unos porches donde había carros, tílburis y un viejo lando.
—¿No hay cochera? —Sí, señor. Aquí.
Inocente echó delante y, al llegar a una gran portada, la desatrancó, encendió la luz y aguardó en un rincón a que Plinio pasase su revista. Había dos automóviles. Un «Ford» un poco más moderno que el de don Lotario, y un «Gran Paije», como decían en el pueblo.
Examinó ambos ayudándose con la luz del mechero. Se inclinó muy interesado sobre el suelo del «Gran Paije». Con la yema del dedo tocó dos o tres rodajitas de papel color rosa: conffeti. Luego, en el estribo, un papel estrecho, rojo. Lo tomó con disimulo y se lo guardó en el bolsillo sin decir nada.
Cuando estuvieron fuera de la cochera, Plinio quedó como pensativo.
—¿Quiere usted ver algo más, Manuel? —preguntó Inocente.
—No, ábreme el postigo. Salgo por aquí mismo.
Cuando Plinio se encontró en la calle, bajo la luz de una esquina, miró el papelito color rojo que encontró sobre el estribo del auto grande. Decía: «Teatro de Echegaray.
Grandes bailes de Carnaval. 1925. Tarde. » Y en un sello, con tinta morada, la fecha de aquel día. El jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso guardó cuidadosamente el papel en la cartera, y marchó hacia su casa con la idea de llevar a su mujer y a su hija al baile del «Círculo Liberal».

El baile del «Círculo Liberal» era el más selecto de Tomelloso. Allí acudía la verdadera crema del pueblo. Aunque Plinio era de condición muy humilde, por aquello de su prestigio y fidelidad a las instituciones, en determinadas ocasiones se codeaba con los señoritos, aunque siempre guardando las distancias y sin apearse el uniforme, que aquella noche, por cierto, era el nuevo, bien planchado, deslumbrantes los vivos en rojo y plata. El alcalde gustaba también de la compañía de Manuel González en ocasiones tales como bailes, bautizos, bodas y actos públicos, donde «podía haber jaleo».

Aquella noche, como despedida del carnaval, el baile estaba concurridísimo. Juanito Cuevas que, iba para doce años, estudiaba farmacia en Madrid, había traído la novedad del charlestón, e hizo varias exhibiciones en la pista, con su prima Florita, que fueron muy celebradas. Jorgito Casado cantó dos tangos subido en la tarima de la orquesta; y la señora del notario, según referencias, se hizo «pis» por la risa que le produjo un chiste que le contó Ramón Marín, recién llegado de Cuba.

Cuando el baile se puso demasiado divertido, Plinio y don Lotario se metieron en la sala de billares para tomarse unas copas con cierto reposo. Llevaban unos minutos silenciosos, cuando Plinio le preguntó de pronto a don Lotario:
—Si usted matase a alguien, ¿se le ocurriría después ir al baile? Don Lotario le miró sin comprender.
—Explícate —dijo al fin.
—He encontrado una entrada cortada para el baile de esta tarde en el «Teatro de Echegaray», que muy bien pudiera haber sido utilizada por alguno que tiene relación con el crimen de hoy..., mejor dicho, de ayer —rectificó consultando el reloj.
Don Lotario hizo un gesto escéptico. Luego, dijo:
—Pudo irse al baile para hacer hora.
Plinio asintió sin gran convicción.
—O pudo irse después... para aturdirse..., para reflexionar..., qué sé yo. Tengo la impresión —añadió Plinio— que el asesino tenía muy bien pensado dónde ir después de cometer su fechoría... El baile empezaba poco más o menos a la hora que se debió de cometer el asesinato.
—¿Dónde encontraste esa entrada, si puede saberse? —En un coche de la casa de don Onofre. Pienso que allí debió de desnudarse nuestro hombre... o mujer, después del crimen.
—La verdad, Manuel, es que no sé a qué demonios puede ir un asesino a un baile de máscaras una vez concluida su faena.
En éstas estaban cuando un grupo de mascarones, cubiertos todos ellos con colchas de seda, se aproximaron a los dos amigos.
—¡Ay, Manuel..., Manuel, que no me conoces... ! ¡Parece mentira! ¡Lotario..., qué torpe eres!
—¿Os pagáis una copa? —Manuel..., Manuel, como no descubras al asesino de la Antonia antes de transcurrir una semana, te expulso del Cuerpo.
—¡Ay, Manuel, Manuel, Manuel!
—¡Ay, Lotario, Lotario, Lotario!
Los mascarones pidieron unas copas en el vecino ambigú, que bebieron subiéndose las caretas discretamente. Uno de ellos, que iba provisto de una enorme garrota de palo de horca, la dejó sobre una silla junto con los guantes para poder beber con más desembarazo.
Al verle esta operación, Plinio y don Lotario se miraron como si coincidieran en una idea.
—Murió a golpes de algo, ¿verdad? —preguntó el veterinario, malicioso. Plinio asintió con la cabeza. Y luego:
—No está mal la idea. Vamos al teatrillo.
—¿Les decimos algo a las mujeres? —apuntó el veterinario.
—No. Volvemos en seguida.

Tomaron del guardarropa su cubretodo y cruzaron al teatrillo, que estaba poco más allá, en la acera de enfrente, al fondo del pasadizo de Toledo.
Entraron en la contaduría del teatro. Sentado tras su mesa, el empresario, don Isidoro, los miró sobre el cristal de sus gafas, cuyas lentes eran del tamaño y forma de uvas, mientras sostenía entre las manos una revista ilustrada. Al fondo, las taquilleras contaban el dinero.
—¿De qué andan los caballeros? —Oiga usted, don Isidoro —dijo el guardia—, ¿se han dejado esta tarde muchas cosas en el baile? El empresario pensó un momento y luego se dirigió a una de las taquilleras: —Ramona, ¿ha aparecido algo esta tarde? —Sí, ¡señor: un sombrero cordobés, un guante verde y un... La muchacha empezó a reír mirando a su compañera.
—¿Un qué? —dijo don Isidoro, mirándolas sobre los cristales.
—Un sostén.
Y las mozas arreciaron la risa.
—¿Nada más? —les preguntó Plinio.
—Nada más. No, señor —dijo la llamada Ramona.
—¿Qué es lo que quiere usted encontrar? —inquirió don Isidoro.
Plinio se rascó la cabeza bajo la gorra, como dudando: —Qué sé yo..., algo así como un instrumento contundente: palo, garrota... ¿Comprende? Don Isidoro hizo un gesto afirmativo, como de hombre que lo comprendía absolutamente todo. Y añadió: —Si quiere usted, cuando acabe el baile podemos hacer registro detenido. Ahora está hasta los topes y no hay manera de dar un paso.
—Lo malo es si antes lo encuentra alguien y se lo lleva —dijo Plinio como para sí. —Ponga usted una pareja en la puerta y que observen si alguno saca algo parecido a lo que usted busca... Creo haber visto a una pareja de guardias ahí en el vestíbulo —dijo don Isidoro.
—Bueno... de todas maneras luego vendré para que demos una vuelta.
—Mejor por la mañana, porque esto acabará a las mil y quinientas —dijo don Isidoro.
—De acuerdo. Prevenga usted a las mujeres de la limpieza.
—Descuide.
Cuando salieron, Plinio dio instrucciones a la pareja que había en el vestíbulo.
—Si veis alguna máscara salir con un palo, bastón, llave inglesa o algo con que se pueda golpear de firme, no le dejéis marchar hasta comprobar que lo trajo él y que no lo encontró en el baile, ¿estamos? —¿Y si dicen que lo encontraron? —Os lo lleváis para el Ayuntamiento y me llamáis.
—¡A la orden! —A ver si se os va a pasar... —Descuide, jefe.
Plinio esperó pacientemente al martes para ir a visitar a doña Carmen. Pero los acontecimientos tomaron un rumbo especial el mismo lunes después de carnaval.
El pueblo quedó como sordo y opaco. Las predicaciones de Cuaresma empezaron con toda intensidad y los más asiduos a la iglesia, un poco empequeñecidos durante la semana anterior, se pusieron al ataque. Por el peso y la influencia de este cambio de banda, todo el mundo parecía un poco arrepentido del carnaval. Aquel año los predicadores tomaron por bandera de escándalo del pasado «paganismo», la muerte de la pobre Antonia, «esa santa criada de la virtuosa doña Carmen». Su muerte se achacaba a los «desafueros báquicos de la fiesta demoníaca» y no a una intención intemporal y premeditada. Pero lo cierto fue que el breve cadáver de la Antonia, durante unos días, cubría todo el pueblo como un elegante acusatorio. A Plinio le desazonaba esta situación, pues si bien el criminal que todos señalaban era el inaprensible «carnaval», sujeto muy difícil de reducir a las cárceles municipales, el crimen quedaba al desnudo. Y mucha gente, como siempre, esperaba que él fuese capaz de atrapar al criminal, aunque para ello fuera preciso volver a vestir al pueblo de máscara y poner las cosas y personas en la misma situación y lugar que estaban a la caída de la tarde del último domingo.

Sí, a Plinio le responsabilizaba mucho su fama de policía infalible. Diríase que el pueblo entero deseaba que hubiese crímenes para verlo actuar, seguro de que al final se salía con la suya. Pero Plinio, a quien en el fondo congratulaba esta fe que en él tenían sus paisanos, prefería que los crímenes se olvidasen pronto, porque así él trabajaba más a gusto.

Durante toda aquella semana Plinio andaba como fantasma, diríase que procurando esconderse de las miradas de la gente. Los comentarios y la obsesión general le quitaban visibilidad. Plinio, el martes a media tarde, llamó nuevamente en la alta puerta de nogal de la casa de doña Carmen. Le abrieron en seguida. Joaquinita, con sus pasos suaves y sus ademanes ágiles y juveniles, graciosos, le llevó hasta el comedor, donde merendaba don Onofre.
—Pasa, Manuel, pasa.
Don Onofre, bajo la escasa luz cenital que entraba por una claraboya que había en el techo del comedor, con sus ademanes delicados y suaves, mojaba bizcochos en una gran copa de jerez.
—Joaquinita, trae otra copa de jerez a Manuel.
Plinio lamentó que no le trajesen también bizcochos, pues él consideraba que la merienda más exquisita que podía tomar un mortal era mojar bizcochos de limón en jerez, ágape que él jamás se pudo permitir.
Joaquinita le puso delante una copa mediana y se la llenó de jerez. Cuando Plinio se había resignado a tomar el jerez solo, Joaquinita volvió con una bandejita de plata cargada de seis u ocho bizcochos. Plinio, sorprendido, la miró, y Joaquinita le sonrió confidencialmente.
«Cualquiera diría —pensó Plinio— que esta niña ha adivinado mi deseo. » —¿Has averiguado ya alguna cosa, Manuel? —dijo don Onofre, mirándole, mientras con gesto desmayado sostenía un bizcocho entre los dedos.
—No, señor... Ni lo veo fácil.
La verdad es que Plinio, con el bizcocho envinado en la boca, en aquel comedor suntuoso, tibio, y ante aquel señorón, se sentía incapaz de averiguar nada. Hablaron a retazos de la marcha de la campaña vinícola, de una cacería reciente a la que había asistido don Melquiades Álvarez, y de las últimas disposiciones de Primo de Rivera. El padre y el abuelo de Carmen habían sido diputados y luego senadores del reino. Don Onofre era de familia menos distinguida, nuevos ricos de la guerra del catorce, pero él, sin embargo, sentía ahora ciertas veleidades políticas.

Se decía que quería aprovechar la influencia de la familia de su mujer para hacer carrera. El advenimiento de la dictadura había contrariado un poco sus proyectos parlamentarios y él soñaba con que el rey «diese lo antes posible de lado a los generales para volver a la normalidad constitucional».

No obstante, a Plinio, aquellas pretensiones políticas de don Onofre le parecían banales. Él no era hombre de lucha y de decisiones radicales. Era blando, poltrón y abúlico, además de afeminado. A lo más, le gustaría verse vestido de etiqueta y conseguir que alguna vez lo retratasen en el Blanco y Negro junto al rey con motivo de cualquier cacería o acto solemne.

Cuando acabó la merienda, don Onofre se levantó envuelto en su bata de seda, y entró en el despacho próximo. En seguida volvió con un gran puro habano que puso en las manos de Plinio. Don Onofre no fumaba.
Plinio lo encendió y comenzó a fumarlo con el mayor deleite. El olor a jerez esparcido por la habitación, el aroma del puro, la suave penumbra que permitía la claraboya, y la luz rojiza de la salamandra próxima, invitaban al silencio y a la quietud más que a empezar con averiguaciones y preguntas.
Plinio se sentía en el mejor de los mundos. «Esto es vivir, ¡qué demonios!», se decía. Entró Joaquinita y dijo a su amo que unos señores de Ciudad Real querían verle. Don Onofre quedó pensativo y luego preguntó:
—¿Los has pasado a mi despacho? —Sí, señor.
—¿Está aquella salamandra encendida? —Sí, señor.
—Bien, tráeme la americana y las botas de charol, mientras acompaño a Manuel al gabinete de la señora. Vamos, Manuel.
Se pusieron de pie. Entraron por una amplia galería acristalada que daba al jardín. Se detuvieron ante la primera puerta. Don Onofre llamó suavemente con los nudillos.
—Adelante—se oyó decir.
Entraron ambos. Junto al balcón estaba sentada doña Carmen. Todavía había mucha tarde en la calle. Ante sí tenía la señora una mesa camilla cubierta con un tapete de terciopelo rojo. Al verlos entrar cerró un libro muy pequeño de pastas verdes. Estaba vestida totalmente de luto.
—Aquí está nuestro buen amigo Manuel que desea charlar un rato contigo sobre la muerte de la pobre Antonia.
Plinio estaba medio firme con la gorra de plato sobre el antebrazo, como cuando estaba ante el alcalde.
Doña Carmen le tendió la mano suavemente, —¿Qué tal, Manuel? —Bien, doña Carmen.
—¿ Y tu mujer y tu hija? —Muy bien, señora, muchas gracias.
—Siéntate, Manuel, siéntate.
Plinio se sentó respetuosamente en un sillón que le ofrecían y se sintió hundir hasta la incomodidad. Compuso como pudo la postura hasta quedar a su gusto y colocó la gorra de plato sobre las piernas.
—¿No le importa que fume, señora? —dijo, esgrimiendo el puro.
—En absoluto, Manuel. Me gusta mucho el olor a tabaco.
—Bien, os dejo hablar a vuestras anchas, que tengo visita.
Don Onofre sacó su enorme y flojo corpachón por la puerta, dándole a los faldones de su bata de seda un especial revuelo.
Quedaron Plinio y doña Carmen frente a frente, sin saber por dónde empezar. Ella, a la última luz de la tarde, tenía un aire casi lírico, de estampa romántica. El pelo tan rubio y abundante le enmarcaba suavemente su cara, tan blanca. Sus ojos azules, enormes, miraban a Plinio con una mezcla de tristeza y dulzura. Sobre el negro vestido, la blancura de su cara y manos deslumbraban a Plinio, que desde su mocedad fue su alejado enamorado de ella, un enamorado sin posibles esperanzas.
—Siento mucho importunarla, señora, pero es preciso ver la forma de sacar algo en limpio del desgraciado accidente ocurrido a su ama... ¿Qué piensa usted de ello? Doña Carmen había quedado mirando hacia un punto fijo, por encima de los hombros de Plinio. Por un momento pareció que sus ojos se humedecían. Al fin, con la voz ligeramente enronquecida, dijo:
—No sé, Manuel, no entiendo nada... Desde hace algún tiempo noto que algo raro pasa a mi alrededor, algo que no sé explicar..., como si la atmósfera de esta casa y del pueblo mismo se me fuese haciendo irrespirable... Es algo que me ahoga y no sé el qué. Quedó doña Carmen callada. Inclinó la cabeza hacia el tapete rojo de la mesa camilla. Suavemente se pasó el pico del pañuelo por los ojos.
—¿Quién cree usted que podría tener interés en la muerte de Antonia? —Nadie, Manuel, nadie.
—Su comportamiento, últimamente, ¿era normal? —Sí..., yo creo que sí.
—Usted la conocía muy bien. ¿Le manifestó alguna vez hostilidad hacia alguien? —Ella era una mujer muy reservada, pero apenas tenía otro mundo ni otros intereses que no fuesen los de esta casa..., los míos.
—Cuando ayer tarde salió por la leche, ¿le dijo algo especial? —No. Como siempre, me preguntó si quería alguna cosa. Ella iba y venía a la vaquería en cinco minutos. Era su segunda salida fija del día. La primera, al mercado, antes de que nos levantásemos los demás.
—¿Qué otras personas había en la casa a esa hora? —Onofre y Joaquinita. El mayordomo lleva más de un mes en cama.
—¿Aquí? —No, en su casa. Al final de la calle de Méjico.
—¿Vio usted a..., usted perdone, doña Carmen, a su marido, mientras Antonia estuvo fuera? —Sí. Estuvo sentado aquí conmigo. Viendo las máscaras.
—¿Y a Joaquinita? —No sé si entraría aquí algún momento, pero estuvo en casa toda la tarde. Mejor dicho, durante todo el carnaval. No quiso dejarme sola. Me distrae mucho hablar con ella. —¿Le importa a usted que la llamemos? —No, por Dios...
Y doña Carmen tocó una campanilla de plata que había sobre la mesa. En seguida llegó Joaquinita.
—Joaquinita, guapa, Manuel quiere hacerte unas preguntas. Joaquinita no respondió. Quedó parada casi en el centro de la habitación con ambas manos cruzadas sobre el delantal blanco, mirando a Plinio como diciéndole: «Venga, pregunte lo que quiera. »
—Vamos a ver, Joaquinita, ¿dónde estuviste ayer por la tarde? —Aquí —contestó rápida.
—¿En qué parte de la casa? —Por toda la casa. A ratos con Antonia. A veces en mi cuarto. Con la señora. Serví la merienda al señor.
—¿Recuerdas exactamente dónde estabas de seis y media a ocho de la tarde? —No muy bien.
—Por ejemplo, a esas horas, ¿estuviste aquí sentada con la señora? —Creo que no..., era la hora de la merienda. Andaría de un lado para otro.
—Pero ¿entraste alguna vez a ver a la señora en ese tiempo? Joaquinita estaba como pensativa, mirando a la señora. Doña Carmen, a su vez, la miraba con su semblante dulce y confiado.
—No recuerdo.
—Procura recordar.
—Sí..., ahora recuerdo que al caer la tarde pasé a encender la luz a la señora.
Plinio miró hacia doña Carmen. Ésta asintió, sonriendo dulcemente.
—Perdone, doña Carmen, pero, ¿usted sabía exactamente qué hora era cuando Joaquinita pasó a encender la luz? —Manuel, exactamente, no..., pero sí hacia esa hora que anochece. —Si Joaquinita hubiera salido una hora o dos, ¿usted lo hubiera notado, doña Carmen? —Sí, porque me habría pedido permiso, o en seguida habría venido a decírmelo Antonia.
—Está bien, Joaquinita, no tengo nada más que preguntarte.
—¿Quiere usted algo, señora? —No, hija.
La chica se marchó después de hacer una ligera inclinación.
—Es un sol de chica. No sabes cómo me quiere. Parece mentira que habiéndose criado en una quintería sea tan fina, tenga tanto talento natural, tantos detalles. Fue Onofre quien la descubrió y me la trajo... Todo lo aprende en seguida.
—Sí, se ve que es chica de buena raza.
—Y volviendo a lo del crimen, Manuel, mi modesta opinión es que fue alguna de esas personas que en carnaval se emborrachan y dejan al desnudo todos sus malos instintos. Hay quien necesita matar como hay quien necesita beber.
Plinio quedó mirando al suelo sin responder. Hubo una pausa. Después, con voz muy confidencial:
—Doña Carmen, antes me dijo que notaba en torno a sí algo raro desde hacía algún tiempo. ¿Le importaría concretarme un poco? Doña Carmen sonrió tristemente.
—Son aprensiones, Manuel, aprensiones. A veces lo comprendo con claridad. Don Gonzalo, el médico, tiene razón; con frecuencia me fallan un poco los nervios. ¡He sufrido tentó... ! Hay días que todo lo veo normal. Otros, el mundo se me viene encima y siento unas enormes ganas de morir. Me va desapareciendo cuanto más quise en el mundo. Y cuando no se tienen hijos, las viejas historias no se olvidan; pesan toda la vida. Y quedó pensativa con la cabeza levemente vuelta hacia la calle grisantona y fría, Una lágrima cayó de sus pestañas rubias. Luego, se volvió hacia Plinio. Casi no se le veía ya hundido en el sillón, envuelto por la noche.

Luego de una larga pausa, doña Carmen dijo, con voz confidencial:
—Cuando entraste, Manuel, me hiciste pensar en otros tiempos. Hacía mucho que no te veía de cerca... Me recordaste una tarde de hace más de quince años... Era una fiesta de la Cruz Roja. Te pusieron de servicio en mi mesa... Con el pretexto de hablar contigo se acercó cierta persona, ¿recuerdas? Hablaba contigo y no dejaba de mirarme. Iba vestido de blanco, con su barbita tan negra. Tú te diste cuenta de la maniobra, Manuel, y sonreiste bondadosamente. ¡Cómo te lo agradecí! Más de media hora duró aquello. ¡Había tanto sol... ! En la feria, que fue unos quince días después, nos hicimos novios, y tú cuando nos veías juntos nos saludabas sonriendo... ¡Qué feliz fui, Manuel, aquel año! ¡Qué feliz! Y, luego, ¿qué pasó? ¿Por qué el Señor me castigó así? ¿Qué había hecho yo? Murió en unas horas, Manuel, en unas horas... ¡Qué triste fue todo desde entonces... ! Pero no sabes lo bueno, Manuel: tengo una fotografía de aquel día en el que yo presidía la mesa. La hizo Antonio Torres por encargo de Pepe y se me ve sonriendo y mirándolo..., y a él..., y a ti un poquitín... Luego te la he de enseñar, Manuel. Por eso siempre me recuerdas aquel día tan feliz, y otros..., y otros... Cuando fuimos a los toros, al palco de la presidencia con mi pobre padre, tú estabas allí de guardia también. Pepe estaba en el palco de al lado. Y me daba caramelos y a tí también. ¿Recuerdas, Manuel... ? Y luego, en unas horas, Manuel, en unas horas... Violentamente inclinó la cabeza sobre la mesa y comenzó a llorar con energía y amargura.

De pronto, se abrió la puerta y se encendió la luz. Era don Onofre.
Al ver a su mujer llorando, puso un gesto de resignación mirando a Plinio. —Que ya es noche cerrada...
Doña Carmen levantó la cabeza y comenzó a secarse las lágrimas sin disimular. Plinio se sintió muy molesto y se puso en pie.
—Bien, señores, me marcho. Posiblemente habré de molestarles otra vez... —No dejes de venir con frecuencia, Manuel —dijo doña Carmen entre sollozos. —Sí, señora... Hasta otro día, entonces.
Y salió, seguido de don Onofre. Éste acompañó hasta la puerta de la calle. —La pobre —dijo don Onofre—, sus nervios... No es feliz. La falta de hijos... Siempre está pensando en su juventud.
Plinio asentía con la cabeza sin saber qué decir.
—No sé —añadió don Onofre— cómo va a acabar esto... Recordar..., recordar... Y lo decía con la mayor amargura.
—En fin, sea lo que Dios quiera... ¿Te ha dado alguna luz sobre tu cometido, Manuel? Manuel negó con la cabeza.
—Una cosa, don Onofre —dijo de pronto—. ¿Joaquinita salió de casa la tarde del domingo? —No. Nos lo habría dicho.
—Entre las seis y media y ocho de la noche, ¿usted recuerda haberla visto? —No exactamente, pero tampoco recuerdo haberla echado de menos... Es un ángel Joaquinita, Manuel...
—Ya lo sé, pero conviene saberlo todo para desechar lo que no valga y quedarse tranquilo.
—Comprendo... Tú vales mucho, Manuel.
—¿Se llevaban bien Antonia y Joaquinita? —Sí... Antonia se pasaba días enteros sin hablar.
—¿Y el mayordomo y Antonia? —¿Que si se llevaban bien? Sí, desde luego... No es por interés, Manuel, pero dentro de la casa no busques ninguna anormalidad.
—Lo sé, lo sé..., pero...
—Sí...
Plinio salió a la calle llevando en sus oídos los gemidos de doña Carmen. Llevando los ojos deslumbrados por su blancura, por su pelo rubio, por aquellos ojos azules que él siempre admiró desde lejos, desde muy lejos...
Hacía mucho frío. Se subió el cuello de la pelliza y se llegó al Ayuntamiento. Buscó a Maleza.
—Vete y entérate si el mayordomo de doña Carmen estuvo enfermo en su casa el domingo de Piñata.
—Sí, jefe..., pero hace un frío... ¡Joróbales, qué oficio... ! Y salió calle adelante.
Las pesquisas de la pareja de guardias en el vestíbulo del teatro la noche del domingo de Piñata, no dieron ningún resultado. En las manos de las máscaras que salían los vigilantes no vieron más instrumento contundente que unos zorros.
El mismo Plinio, a primera hora de la mañana del lunes, se recorrió el teatro de cabo a rabo sin encontrar nada de interés.
Pensando en esta pista frustrada, al menos de momento, y en la falta de luz sobre el caso después de la segunda visita a casa de doña Carmen, Plinio, dando escalofríos, marchó a cenar. «De buena gana se habría acostado», pero el vicio de salir al Casino era superior a sus fuerzas. Bien lo sabía. Además había quedado con don Lotario.
Aquella noche de febrero fue fría de veras; sin embargo, Plinio y don Lotario acudieron al Casino después de cenar, como siempre. Ambos se sentaron en una mesa solitaria que había en un extremo del salón grande. Todavía, si se miraba bien por algún rincón, entre los espejos o sobre las molduras, se veía algún conffeti. En lo más alto de la lámpara una tira de serpentina había quedado enrollada en la cadena de bronce. —¿Qué tal tu encuesta, Manuel? —preguntó al fin don Lotario.

Plinio movió la cabeza con aire pesimista.
—¿No ves luz? —No... Si ha sido un accidente de carnaval, como creen todos, porque es lo más fácil de creer, no se averiguará nunca, como no sea por casualidad. Y si ha sido un crimen meditado, saldrá, pero tarde... En estas familias de los pueblos..., y de todos los sitios, los odios, las venganzas... y los amores, tienen un proceso muy largo. Los disimulos, las conveniencias, la vida dentro de casa, los retarda y disimula durante años y años. —Tú, Manuel —dijo don Lotario en tono misterioso hacia Plinio—, ¿no crees en el accidente de carnaval? —No.
—¿En qué te fundas? —En el informe del forense. La muerte de Antonia fue causada por cinco o seis golpes, calcula el médico, dados con una barra o bastón fino en la misma bóveda del cráneo... No se trata de un golpe de mala suerte. Hubo perfecto ensañamiento y cálculo... —Ya.
—Fíjese usted, además, que el crimen ocurre en el único sitio céntrico donde nunca hay gente, ni en un domingo de carnaval... Y ¡qué casualidad!, la Antonia sale cinco minutos de casa, todos los días a la misma hora, para comprar la leche y es entonces cuando muere... ¿No le parece a usted que todo fue muy estudiado? —Sí..., desde luego, pero nunca se sabe.
—Sí, se sabe. Hemos visto muchos carnavales en nuestra vida. Si ha habido algún muerto ha sido en trifulca, por riña entre gente bebida; jamás hemos conocido un muerto por puro accidente. Si algún año se ha apaleado a alguien o le han dado un susto, pronto se averiguó que se trataba de una venganza personal de algo estudiado. La mayor parte de los llamados accidentes de carnaval son movidos por celos.
—¿Qué quieres decir con eso? —Nada, ¿quién iba a tener celos de la pobre Antonia? Plinio le dio una chupada muy larga al cigarro y quedó pensativo. Luego argüyó: —Cuando uno trata con gente de mala condición o con criminales profesionales, puede presionar en las indagaciones hasta la brutalidad si es preciso, pero en la casa de doña Carmen te tienes que limitar a unas preguntas casi de cumplido. Tiene uno el deber, además, de creerse lo que le dicen... No puedes hacer preguntas indiscretas... Se juega uno hasta el cargo. Don Onofre, aunque es tan suavecito, se molesta por nada y le basta dar un manivelazo al teléfono para que lo manden a uno a freír espárragos en veinticuatro horas... —Entonces, tú, Manuel, crees que entre Onofre, Carmen y la Joaquinita está la cosa. —No quiero decir eso exactamente. Lo que apunto es que, si yo tuviese libertad para preguntar a mi gusto, para indagar y meterme en todos los entresijos de esa casa, de las relaciones con sus criados, gañanes, familiares, etcétera, no le quepa a usted duda que sabría de Antonia algo más de lo que sé... Según las declaraciones de todos, Antonia era una mujer que estaba siempre trabajando. Que salía de casa dos veces al día: al mercado y a por la leche. Que no tiene familia. Que no se trataba con nadie. Que se pasaba días enteros sin hablar nada, porque era así. Que su única relación un poco cordial era con su señorita o hija de leche Carmen Calabria... Toda su vida, según las declaraciones, se redujo a eso. Y con eso me tengo que conformar... Una vida es mucho más complicada, aunque sea la de una criada setentona.
—Puede haber algo de verdad, como tú dices y que ellos ignoren.
—De acuerdo, don Lotario, pero lo que no pueden ignorar completamente es los accidentes más o menos graves que le hayan pasado a la Antonia durante los últimos años, por ejemplo: sus riñas con otros criados, sus desavenencias con otros miembros de la familia, su exacta relación con don Onofre... Piense usted que Antonia era la persona de confianza de doña Carmen, fue su aportación doméstica al matrimonio... No olvide usted, esto lo sabe todo el mundo y yo lo he comprobado esta tarde, que doña Carmen desde hace tiempo padece un especial desequilibrio nervioso..., sigue obsesionada con el recuerdo de su novio muerto, Pepe Germán... Esto, naturalmente, ha de desagradar a alguien...
—Pero ¿qué tiene que ver la Antonia en eso? —¡Ah, qué sé yo... !
Plinio volvió a quedar pensativo.
—Entonces, ¿cuál es tu plan, Manuel? —Aparentar que se le da carpetazo al asunto, estar atentos a lo que pase en esa casa en lo sucesivo, y esperar. No veo otro camino.
En la puerta del salón apareció Maleza con el cuello de la pelliza subido hasta las orejas. Buscó con la vista a su jefe. Lo vio junto al veterinario y dirigió sus pasos hacia él. —Buenas noches.
—¿Qué hay? —¿Se paga un cafetito, jefe? —Siéntate. ¿Qué pasa del mayordomo? —Está en la cama hecho una piltrafa con el reuma desde hace no sé cuántos días. —¿Qué dice de la muerte de la Antonia? —Casi nada. Que era una mujer de muy mal genio y que algún día le tenían que cascar.
—¿No sospecha de nadie? —Parece que no... Ahora, que ya conoce usted a Pedro, es muy reservón. Uña y carne de don Onofre. Yo creo que ése sabe más que Lepe.
—¿De qué? —De todo lo que ha pasado siempre en esa familia.
—Claro, lleva cuarenta años en la casa...
—Yo creo que ahí, desde que se casó don Onofre, hay dos bandos, ¿sabe usted? —Sí, uno lo componen doña Carmen y Antonia...
—Quiquilicuatre, y el otro don Onofre y Pedro.
—¿Y la Joaquinita? ¿Dónde la colocas? —Pedro dice que es una muchacha muy lista.
—Sí, pero ¿con quién está? —No ha dicho más. Pero lo más probable es que todavía no cuente...
—¿No ha dicho nada de otros criados? —No mucho, pero lo que he sacado en claro es que la tal Antonia se llevaba a matar con todos los criados y caseros de don Onofre, mientras que defendía con los dientes a todos los de la finca de doña Carmen.
—Por ahí debe de estar el busilis, Manuel —saltó don Lotario.
Maleza bebió café y se desabrochó la pelliza.
Plinio comenzó a rascarse el cogote y, de pronto, dijo, entornando los ojos: —Oye, Maleza, ¿sabes lo que vais a hacer tú y el Jaro? —Usted dirá.
—Os vais a hacer una lista de todos los criados de don Onofre y de doña Carmen, caseros, guardas. De todos y de los que han estado últimamente en la casa, y así que esté cabal, comenzaremos a tirarles de la lengua poquito a poco y con disimulo... Usted, don Lotario, por medio del herradero también puede ayudarnos.
—Está bueno —dijo Maleza.
Don Lotario se frotó las manos.
Las averiguaciones con los criados de la casa de doña Carmen, no condujeron a parte alguna. Para no despertar sospechas había que hacerlas de una manera discreta y esto les quitaba eficacia. Por otra parte, estos hombres que se pasaban la semana entera en el campo, tenían una idea la mar de confusa de los problemas domésticos de la casa del amo. Solamente salió en claro una noticia que de momento tampoco valía para nada. Unos caseros que hubo toda la vida en «La Chopera», finca de doña Carmen, después de un gran disgusto con don Onofre y los hombres de su confianza, habían sido despedidos hacía pocas semanas. Últimamente se habían trasladado a un pueblo de Valencia. Se sabía que doña Carmen y Antonia sufrieron mucho con este despido, ya que eran gentes muy vinculadas con la familia Calabria, y de trato muy asiduo, casi familiar. De todas formas Plinio se puso en relación con los parientes que había en Tomelloso de esta familia de caseros que marchó a Valencia. Su versión del despido también era confusa. Parece que se trataba de un simple problema de jurisdicciones surgido dentro de la finca entre los caseros y los nuevos criados de don Onofre que iban a trabajar a ella.
De todas formas, Plinio archivó estos datos en la memoria y el proyecto de una posible gestión directa con los caseros desterrados, si llegaba la ocasión.



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