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HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 10 de noviembre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 7ª Capitulo

NOTICIA DETALLADA DE LA FINCA CIMERA. 
RESPONSO PARTICULAR POR EL PERRO «VIDA» 
Y OTRAS TRISTEZAS Y ESPERANZAS
Sería por falta de sueño, rara en él, o porque olvidó echar las cortinas, lo cierto es que Plinio despertó muy temprano. Quedó un rato con las manos bajo la nuca mirando al cielo raso, hasta que por fin se tiró de la cama. Pasó a desayunar al bar. —Le vamos a servir, Jefe, el primer cafetito del día —dijo el silbador. —A ser posible con una torta de Alcázar. —Eso está hecho. —¿Se levantó ya el dueño? —Sí, me ha parecido oírle zapatillear por ahí. En la mañana tan limpia, la laguna parecía recién surgida. Entró López Torres con la caja de pinturas en la mano. —Buenos días, Manuel. ¿Has visto qué mañana? Qué luz. Como si acabara de empezar el mundo. —Pues nos ha pillao un poco viejos. —Es verdad… Pero es una luz que se entra por todos los poros. —Vaya si… Antonio miraba por el ventanal que daba a la laguna, con la boca muy junta, y los ojos claros abiertísimos. Don Lotario y don José entraron juntos. —¿Volvieron esos hombres? —le pidió en un aparte. —No… —¿Va a ir usted a algún sitio con la furgoneta esta mañana? —No. ¿Por qué? —¿Le importaría llevarme hasta Fuenllana? —¿Es que se ha estropeado el coche de su amigo? —No. Es que sería conveniente ir con usted. —Siendo así… cuando usted quiera. —Ahora no, un poco más tarde. Don Lotario, mientras oía distraído a López Torres, echaba reojos a Plinio y al hostelero.

Se asomó doña Josefa: —Oye, que se van los hermanos Riofrío. —A tus mujeres se les han pegado las sábanas, Manuel. —Al contao se acostumbran a lo bueno. Un mozo sacó la gran maleta de los Riofrío hasta el Dodge grande. El chófer le ayudó a colocarla. Los dos hermanos, muy atildados se despidieron sólo de los hosteleros. —¿De dónde han sacado ese coche? —Ha venido de Madrid por ellos. —Manuel, ¿se ha sabido algo de la chica desaparecida anoche? —Yo no. El caso está en manos de la Guardia Civil, según me dijo el padre, don José. Hacia las diez, después de bajar las mujeres le dijo al veterinario: —Voy con don José en su furgoneta hasta Fuenllana. Tengo que hacer allí una diligencia e importa que él dé la cara. —Como digas, Manuel… Si te puedo ser útil en alguna cosa —dijo con ojos tristísimos— ya sabes dónde estoy. —Es usted un chiquillo. —Qué chiquillo ni qué leches. Es que es la primera vez que ocurre esto. —Lo sé y bien que lo siento. Pero lo tratado es lo tratado, don Lotario. —Que sí hombre, que sí. Cuando entraban en el pueblo dijo Plinio a don José: —Pregunte usted dónde vive Juan el mecánico. —No era taller, ni garaje, sino un portal de casa antes con carro, ahora con motos y un tractor. Al entrar Plinio advirtió a don José: —Pregúntele usted si estuvo aquí ayer don Circunciso. Según le responda intervendré yo. Don José lo miró sorprendido y aguzando los ojos. —Venga, vamos. Plinio se caló hasta las cejas la boina. Juan, con mono, sentado en el suelo y lleno de tiznajos, enredaba en el motor de una motocicleta. —Soy el dueño del Hotel La Colgada y vengo a ver si me puede usted dar razón de un huésped que no volvió anoche… Es liliputiense y vino en un Minimorris. —Sí estuvo aquí, sí. Vino con otro. —¿A qué hora? —Hacia media tarde. —¿Y dónde fueron? —intervino Plinio. —Hombre a ciencia cierta no lo sé… —Se puso de pie y rascó la cabeza como pensando—. A ciencia cierta no lo sé, pero yo les di una dirección pizca más o menos. —¿De quién? —De un argentino. —¿De un argentino con barba? —Eso es. —¿Y dónde es? Hacia la mitad del camino, yendo a Villahermosa, a la izquierda, hay una casa muy larga con árboles que le llaman La Cimera. —¿Y cómo vive ahí un argentino? —Ni idea. Esa finca la vendieron hace muchos años Los dueños nuevos creo que viven en Madrid y no son conocidos. Al menos yo nunca los vi por estos alrededores —¿Y cómo sabe usted que vive ahí el argentino? Juan miró al Jefe algo tímido. —Cosas del oficio —se animó al fin —. Vino hace unos días a que le reparase el coche y no tenía dinero. Quedaron en traérmelo por la tarde. Pero no me fie, mandé al chico que los siguiera con la moto, y vio que se metían allí. —¿Y le pagó? —Sí.

A la vuelta Plinio iba mirando todo el tiempo hacia la izquierda de la carretera. Y dijo después de media hora de camino: —Debe de ser aquella casa de los árboles altos. —Supongo. ¿Entramos? —No. Vaya un poco más despacio, pero no pare. —Como usted quiera.

Continuaron en silencio, y ya cuando entraban en Villahermosa preguntó el hostelero: —¿Qué va a hacer usted? ¿Dar parte a la Guardia Civil? —No. —Usted perdonará, pero no entiendo entonces. Don Circunciso es una persona muy importante ahí donde le ve. —¿Pues qué es? —No lo sé a ciencia cierta, pero muy importante. Me lo dijo alguien bien enterado. —Bueno, don José, por una serie de razones que no puedo decirle de momento, le agradecería que no hiciese el menor comentario, ni con su mujer, de lo que ha pasado esta mañana. Ya le avisaré cuando pueda hablar. La cosa es muy seria. No lo olvide. Yo sé quién es don Circunciso. —Como usted quiera… Yo lo decía… —No podemos hacer nada hasta que no hable con Madrid. —¿Don Lotario no sabe nada de esto? —No… Pero además somos muy conocidos los dos juntos. Por eso le dije a usted que me trajese. —¿Desde dónde va a hablar usted con Madrid? —Desde Ruidera. —¿Y por qué no desde Villahermosa? —Pase de largo ante el hotel, por favor. —Vale. No vieron parado el coche de don Lotario. Sin duda se llevó a las mujeres de Plinio a dar un paseo. Tardó más de media hora en conseguir la conferencia con el comisario Perales. Le dijo: —Creo que tengo localizado aquí cerca al de las voces, que por lo visto se ha tragado al gusano y al otro. —¿De modo que han desaparecido? —Ayer tarde salieron en busca de una pista. Y hasta ahora. Usted dirá qué debo hacer. —Nada. Absolutamente nada hasta que yo le indique. Llamaré a las cuatro. Manuel González pagó la conferencia maquinalmente sin fijarse en lo que daba y le devolvían. —¿Qué le han dicho? —Nada. Que espere instrucciones. —Ustedes sabrán. Qué más quisiera yo, iba a contestar Plinio, pero se calló. Volvieron al hotel. Don Lotario y las mujeres estaban sentados en una barbacana que hay junto a la carretera. Plinio fue junto a ellas inexpresivo. Las mujeres y don Lotario lo observaban y se miraban entre sí. —¿Qué, padre, se arreglan las cosas? —¿Qué cosas? —Qué sé yo. Las que usted traiga entre manos. —Si las tuviera entre mis manos como tú dices… —Si Dios quiere todo se irá arreglando —suspiró la Gregoria. —A Manuel siempre le salen —Sí, y un jamón, don Lotario.

A las Margaritas, madre e hija, por la ventana abierta se las oía dar grandes voces. —¡Miserable, que es usted un miserable! Toda una vida de miserable. —Y tú machorra, muslos de mozo, a quién le dirá… —Le juro a usted que la mayor desgracia de mi vida ha sido tenerla por madre. —Y a ti por hija, masturbadora. —Mejor es eso que no como usted, matar a su marido a disgustos. Se casó usted con él por dinero y luego lo mató a zarpazos. —Bien muerto está el imbécil. Ahora, que tú no vas a ver un duro. Te lo juro por estas. —Eso es que se lo cree usted. ¡Ay! De pronto cerraron la ventana. Y dejó de oírse la trifulca. —Qué barbaridad —dijo la Gregoria— nunca oí nada igual. —Y eso que según decía la crio como una malva, un rosal o qué sé yo (Plinio). —Así que sale una de casa oye unas cosas (Alfonsa). —Son dos cómicas (Lotario). —Pero por muy cómicas que sean, decirle esas cosas a una hija, Manuel. —Y a una madre, Gregoria. Sonó una moto con todo el escape metido. Era el cabo Maleza que hacía la exhibición. Frenó casi a los pies de la barbacana. —A la orden del jefe y la compaña. —Hombre, el subjefe Maleza. —Cabo y nada más, don Lotario. ¿Qué dicen las seras…? Mejor dicho la señora y señorita. —Pues ya ves. —Están ustés de un moreno que pa qué. Esto es vida. Mucha comida y mucha paz. Ahora, que un servidor, viene dispuesto a estarse aquí hasta la anochecida, que allí quedó todo muy bien dispuesto. ¿Me autoriza, Jefe? —Hombre, si no hay ningún imprevisto… Pero vamos al grano. ¿Qué noticias hay? —Pocas. Me dijeron de Madrid que la tal Gala no ha asomado todavía por el apartamento… Por lo visto el oficio la obliga a vivir mucho fuera de casa… Parece que trabaja a domicilio. —Explícate. —Ya está explicao. Que es una furcia y va a las casas donde la llaman. —Anda con la psicóloga. —De psicóloga nada, don Lotario.

Trabaja en clubs nocturnos y es muy conocida en el barrio. Plinio y don Lotario se miraron. —Está visto, Manuel, que estamos muy anticuados. Nunca pensé que fuera del oficio de la braga. ¿Y tú? —Más bien tampoco. Además aquí estaba muy formal. —De día… Que según tú oíste, de noche hacía sus saliditas por la ventana. —¿Es posible, padre? —Parece que sí… —Bendito sea Dios… —¿Y qué más, Maleza? —Nada, que van a averiguar dónde está y así que aparezca, si usted no dice otra cosa, se la mandan. —¿Nos la mandan? —Eso dijo el Comisario. —Bueno. Así es más fácil. —¡Ah!, y antes que se me olvide, le traigo recuerdos de la Rocío. Que con el permiso de su mujer vendrá esta noche a oír las voces. —Dichosa Rocío, siempre con ganas de bulla (Gregoria). —Bueno Jefe, ¿tomamos unas cervecillas para hacer boca? —Espera hombre, si todavía no es mediodía. —Es que traigo una resequez. Así estaban cuando apareció López Torres muy nervioso, con la caja de colores. —A ti te buscaba, Manuel. —¿Qué pasa? —Han encontrado a una chica ahogada. Dicen que es la que desapareció anoche. La han visto unos pescadores. Acaba de llegar la Guardia Civil que estaba rondando por esta parte.

Plinio y don Lotario se miraron: —Vamos. —Qué impresión me ha hecho. Tiene el vestido desgarrado y una mordedura en el hombro. —Venga, vamos. ¿En qué laguna está? —En esta misma, junto a la Isla. —¿Me voy yo también, Jefe? —No, tómate la cerveza tranquilo. Por la carretera adelante se veían correr motos y bicicletas hacia aquella parte. Bajaron del coche al llegar a la Lengua. Por ella, que es un lomo de tierra verde que atraviesa la laguna hasta llegar a un ensanchamiento que llaman la Isla, iban gentes apresuradas. Ellos siguieron el mismo camino. —Nosotros en plan de mirones nada más. Me entiende. Nadie hablaba. Todos miraban a la ahogada. Incluso los padres, que no parecían haber reaccionado todavía. Varias chicas jóvenes, una de ellas la amiga que la vio por última vez la noche anterior, estaban arrodilladas junto a la ahogada. El sargento de la Guardia Civil, al ver a los justicias de Tomelloso, le salió al paso. —Es la de anoche. Ya hemos avisado al juzgado. —¿Quién la encontró? —Un pescador, Manuel. —¿A qué hora? —Hará una, poco más o menos. —¿Puedo verla? —No faltaba más. El sargento pidió paso con voz enérgica. Todos los que hacían corro se abrieron de mala gana. Era una chica morena y pernilarga. Tenía los carrillos un poco abultados, como si hubiese muerto soplando. A la altura del pecho el vestido estaba desgarrado. —Fíjese usted —dijo el cabo señalando unos hematomas que tenía junto al cuello, en la parte visible del hombro y en los pechos. —Ya, ya. Plinio inclinó la cabeza. El pelo todavía muy mojado se le pegaba a la carne. —¿Por qué la miran tanto? —dijo la madre llorando. La laguna tan calma, tan lisa y tan azul. El cielo tan alto y el campo reflejado en el agua, daban la sensación a Plinio de no querer asumir aquella tragedia.

Tardó más de una hora en llegar el juzgado. Plinio y don Lotario aguardaron en un aparte con amigos y conocidos. Poco a poco fue aumentando el número de espectadores. El forense, un chico muy joven, con aire cajalesco, y el secretario inspeccionaron el cadáver, mientras el juez hablaba con el sargento de la Guardia Civil. Luego llamó al pescador que había encontrado el cuerpo. Era un hombre muy alto, con gesto como si le doliera algo. Contestaba al juez pensándolo mucho y con muy chicas palabras. Plinio y don Lotario permanecieron en su sitio sin perder detalle. Pronto llegó la ambulancia. A Plinio, acostumbrado a los grandes desmadres sentimentales en casos parejos, le sorprendió la discreción de los padres de la ahogada. Se limitaban a mirarla con ahínco. Sólo ella lloraba bajo o preguntaba algo. Cuando se abrió el corro para dejar paso a los de la camilla, el de Argamasilla reconoció a Plinio y se le acercó con aire pesquisitivo. —Perdone que no le haya saludado antes, como está de paisano… no lo conocí al pronto. —Sí, estamos pasando aquí unos días… —Qué raro, usted de excursión —Más bien de campo. —¿Si le interesa a usted algún dato? —le dijo casi a ras de la oreja. —Muchas gracias… Sólo por curiosidad me gustaría saber el resultado de la autopsia. —¿Dónde para usted? —El Hotel de La Colgada. —Esta noche me acerco. —Muy amable. —Es usted Plinio y basta. Cuando entraron el cuerpo en la ambulancia los padres subieron también.

Plinio y Don Lotario volvieron al hotel en el coche. Maleza, sentado con las mujeres de Plinio en el bar, tomaba cervezas y raciones, contándoles cosas de su mujer y sus hijos. —Si tuviéramos cinco o seis vidas, no me importaría que mi Agustinillo fuera albañil en la primera. Hay que construir viviendas y carreteras y algunos tienen que hacerlas… Pero no habiendo más que una vida, al menos en la que se coma, mi Agustinillo no va a ser albañil. Lo juro por estas… Aunque haya que sacarle una beca a mano armada, ese tendrá estudios de envergadura, pero albañil ni hablar. —Pero Maleza, ¿por qué te obstinas en lo de albañil? (Alfonsa). —Bueno, quien dice albañil, dice cualquier oficio de arriñonarse. —¿Y tú quieres que sea oficinista? —Ni eso. No quiero que tenga señoritos mandones. Quiero que sea libre en su botica, en su clínica o abogacía. —Tendrás tú queja de tus jefes, so mamón —le dijo Plinio. —No, señor, no la tengo, pero mejor se está por solo, no me lo negará, aunque el jefe sea usted. —Pues yo toda la vida tuve jefes, y no me ha importado. —Hombre claro, como usted cualquiera. —¿Por qué? —Porque usted es un intocable como dicen los periódicos. —En eso lleva razón Maleza, Manuel. —Sí jefe, que usted se pasa a los alcaldes, y no digamos los concejales, por debajo de la visera. Y ya se cuidará ninguno de tenerle un mal modal. Porque a usted lo aprecia España entera. —Contra el envidioso o malaúva, no hay aprecio nacional que valga. —Sí, Jefe, sí lo hay. Para el que vale de verdad no hay enemigo servible. Más o menos pronto sale la verdad, y el trampillero se queda en cuclillas, con los molletes al aire. Entraron en el bar las Margaritas, madre e hija, cogiditas del brazo, ternuronas, y se sentaron a una mesa. Comieron pronto y tomaron café en el mismo comedor. Plinio pensó que era mejor hablar con Madrid desde Ruidera que desde el hotel. —Si ustedes se van yo me quedo aquí un ratillo, jefe. —Desde luego, Maleza, no tienes arreglo. Pero a las cuatro lo más tardar coges la moto y sales de pira. Si avisan de Madrid di que sí. —¿Que sí qué? —Que manden a la Gala.

Don Lotario miró a Plinio sorprendido. —Está bien, ¿pero hasta cuándo van a estar ustedes aquí en Ruidera? —No sé. Si la mandan antes de que hayamos vuelto, nos la encaminas para acá, y en paz. —Vale. Al pasar frente a Entrelagos, don Lotario miró al reloj. —Oye, Manuel, podíamos tomar un cafetillo aquí. Entraron. De codos sobre el mostrador, estaba el borracho del pelo blanco, con los ojos entornados y la copa de coñac entre los dedos. El hombre se traía a solas una carcamusa de mala transcripción. Por la laguna del Rey rubricaba una canoa con la proa muy alzada. Del restaurante bajaban como dos docenas de turistas muy alegres. Algunos cubiertos con yelmos de Mambrino, hechos con cartón dorado. Sin pararse en el bar, subieron en un autocar muy moderno. —Son holandeses que están haciendo la ruta del Quijote —aclaró el barman. —¿Holandeses? —balbució el borracho—. España para los españoles. Toda esa chusma es la que ha corrompido el glorioso crisol de las virtudes hispanas… ¿A que sí? —le dijo con aire de reto a Plinio. Pero con tan malafortuna, que por el exceso de coñac y arrebatos nacionalistas, se le escurrieron los pies del travesaño de la banqueta, y cayó al suelo. Lo levantaron entre todos. —Pobrecito, se ha hecho una herida en la frente. Hablaba la señora mayor que habían visto algunas veces pasear junto a las lagunas con su hijo rubio. Le pasó un pañuelo por la herida que sangraba algo. Enseguida apareció el hijo. Bajaba la escalera del restaurante consultando una guía de carreteras con gran fijeza. —No es nada —dijo el del bar— pero algún día nos va a dar un buen disgusto. Plinio le echó un vaso de agua en la cabeza. El del pelo blanco abrió por fin los ojos y miró con gesto ido. Lo sentaron y volvió a musitar: —¡Muera la pérdida Holanda! La señora se guardó el pañuelo y se unió a su hijo o lo que fuera, que seguía con la guía en la mano. Saludó ella con gran cortesía y salieron con pasos calmos.

Hasta las cuatro y cuarto no le dieron la conferencia. Don Lotario esperaba fuera discretamente. —Soy Manuel González. —Ya —dijo Perales—, aguardaba su llamada… Allí ya no hay nada. Parece que todo está ahora localizado en otra parte lejana. Inspeccione de todas formas la casa de campo por si encuentran algo… Su intervención, aunque indirecta, ha sido eficaz. Le felicito. Creo que el final está próximo. —¿Final bueno? —Espero que sí. —¿Se sabe algo de los amigos? —Sí. —¿Pero están bien? —Sí. Cuelgo. Vuelva a llamarme antes de las ocho para contarme lo que vean en la casa. —De acuerdo.

Plinio salío liando un «caldo» con muchos pliegues en la cara. —Tú dirás, Manuel. —Vamos a una casa de campo que esta entre Villahermosa y Fuenllana. Yo le indicaré. —Bueno. Caminaban en silencio. Cada cual en lo suyo. Al llegar ante la Cimera pararon junto a la cuneta. —¿Trajo usted los gemelos? —Sí, Manuel. Ahí los tienes en el salpicadero. Plinio sin bajarse del coche miró con los gemelos pacientemente a la casa que quedaba a unos trescientos metros. Miraba sin quitarse el cigarro de la boca. —¿Encuentras lo que buscas, Manuel? Negó con la cabeza. —Parece que el camino que lleva hasta la casa es aquel. —Tire usted. Plinio se sacó la pistola del bolsillo trasero del pantalón y la montó. —¿Es que hay peligro, Manuel? —Espero que no. Nadie había por el camino. Se detuvieron a pocos metros de la casa, entre los árboles. Bajaron. Apostados entre ellos aguardaron un rato. No se oía absolutamente nada. —Vamos. Plinio avanzó decidido, sin más precaución que la mano en el bolsillo de la chaqueta donde llevaba la pistola. —Manuel, ¿no hueles? —No… ¿A qué? —A muerto. —¿A hombre? —A animal más bien. —¿Usted distingue? —Creo que sí… Volvieron a apostarse tras los árboles. Don Lotario miraba en derredor, más con las narices que con los ojos. —Mira, mira, debajo de aquella ventana —dijo al tiempo que lanzaba una piedra hacia ella. Varios cuervos alzaron un vuelo de lutos desgarrados, aparatosos. Se adelantó don Lotario: —Es un perro, Manuel. —Sí… el «Vida» del enano. —Es verdad. Don Lotario, pinzándose las narices se agachó sobre el animal muerto. —Mira, aquí, le dieron un trancazo en la cabeza. La casa, con dos plantas, de piedra y puertas de almagre despintado, parecía deshabitada. Dieron un rodeo. Todo cerrado. —Mire, rodadas de coche. Intentaron abrir la puerta principal, pero fue imposible. —Vamos a ver por la portada. Forcejearon y tampoco hubo forma. —Estas cerraduras tan grandes, aunque les disparásemos un cargador entero no habría manera de abrirlas. —Quizá desde la capota del automóvil podríamos pasar por esa ventana, que tiene abiertas las contravidrieras. —Eso está bien pensado, Manuel.

Voy por el coche. Lo aproximó hasta pegarlo a la pared. Subió Plinio. Golpeó con la culata de la pistola un cristal, y cuando no hubo peligro quitó los pasadores de las vidrieras y saltó. —Tráigame la linterna. —Es verdad. —Venga, aúpa, yo le agarro. La parte alta de la casa estaba abandonada hacía mucho tiempo. Había polvo en todos los muebles y pasamanos. Abajo, en una cocina grande sí se veían restos de alimentos y de leña en la chimenea. Botellas en un rincón. Y en la habitación inmediata, varios colchones muy juntos en el suelo. Las demás habitaciones, cámaras y graneros grandísimos, intactos. Plinio volvió a la cocina y a los cuartos contiguos donde estaban las camas, y examinó todo con mucho cuidado. Había algunos periódicos atrasados y un bote de bicarbonato. En el cuarto de aseo antiguo quedaba una pastilla de jabón a medio gastar. En una tinaja rota del corral, restos de alimentos y basuras. Plinio los removió con un sarmiento. —Esa gente ha vivido a base de comer huevos. Eh, qué cantidad de cascarones. —Y de cerveza. Mira, Manuel, cuantas botellas. De las habitaciones altas, la única que debieron de habitar últimamente era un comedor de muebles chipendales y cristalerías cursilísimas de los años cuarenta. Habían quitado el polvo y todo. Sobre una mesa baja había un antiguo aparato de radio en forma de teja española y varios ceniceros con colillas. Las alcobas, poco cuidadas, estaban totalmente intactas, con los colchones enrollados. Don Lotario comprobó que funcionaba la radio. Volvieron a descolgarse por la ventana hasta la toldilla del coche del veterinario. Todo estaba cerrado por dentro. Todavía emplearon un buen rato en voltear por la finca, completamente de liego. Don Lotario apreció huellas de dos tipos de ruedas de coches. Unas más anchas. —¿Estas pueden ser de un Seat 1500, usted que entiende? —Sí… y estas de uno pequeño, como el mío.

Volvieron en completo silencio. Don Lotario sin atreverse a preguntar. Plinio, confuso. —¿Dónde vamos, Manuel? —Pare usted en Villahermosa. Caía la tarde. Se detuvieron en teléfonos. —Yo, Manuel, te espero en aquel bar —le dijo el veterinario con aire de resignación. Plinio pudo comunicar en seguida con Madrid. Explicó a Perales lo que encontró en la casa… —¿Y los amigos del perro? —Bien, afortunadamente bien. Volverán por ahí mañana. Por cierto que aprovechando se van a llevar a esa Gala que tanto necesita usted. —Hombre, eso está bien. ¿Y a qué vienen? —¿Ella? —No, hombre, ellos. —A recoger su equipaje, y el niño además a enterrar a su perro. —Ya. —¿Qué es eso de la chica ahogada que se ha encontrado por ahí? —No sé; lo lleva la Guardia Civil. —¿Pero no cree que tenga relación con estas cosas? —¿Con lo de las voces querrá decir…? No sé. —Ya. —¿Alguna otra novedad? —No. —No entiendo nada. —Ni yo tampoco. —¿Puedo ya decirle a don Lotario lo que ha pasado? —Querrá usted decir de lo que no sabemos que ha pasado… Bueno. Plinio volvió jubiloso. Don Lotario al verlo entrar en el bar con aquella cara de franqueza se le ensanchó el ánimo. Entre cervezas con cortezas fritas hablaron largamente, maneando mucho Manuel y poniéndole caras muy aparentes y convencedoras. —Debe de ser algo de política raro. —¿Pero tu descubrimiento ha sido útil o no? —Descubrimiento de la casualidad, dirá usted… No sé. Ya nos explicarán mañana el enanillo y el pescador. —Quién me iba a decir que don Circunciso era de la poli. Nunca pensé que un tipo así… —Lo tendrán para servicios muy especiales como este. —De todas formas no tiene media guantá. —Pero es duro el tío. Ahí donde lo ve usted tan bajete es duro. Y sabe. Despacio, volvieron al hotel. Las mujeres no estaban, se habían cruzado a ver unas amigas a los apartamentos de enfrente. —Avelino, el constructor de los chalets de la San Pedra les ha dejado aquí un papel —dijo don José a Plinio.

Era la lista de los propietarios y un pequeño plano. Le echaron un vistazo, pero no conocían a nadie. El bar estaba completamente solo. Parecía que la tarde, sin ganas de irse, permanecía colgada a medio solespones, lamiendo los cerros largamente con manchones gualda. Echando en el agua semblantes de sangre quieta. Pidieron más cervezas. Don Lotario, después de las aclaraciones de Plinio había recobrado el gesto de siempre. Estaba otra vez pimpante y decidor. —Mañana viene don Circunciso — dijo Plinio a los dueños que acababan de entrar en el bar. —No me diga. —Sí, nos lo acaban de decir de Madrid. Vienen él y el pescador a por su equipaje. —Qué gusto… ¿Y qué les ha pasado? —Cosas del servicio. Trabajan con la policía. —Ya me sonaba a mí a algo muy importante. No había más que verlos. ¿Y usted lo sabía, Manuel? —Sí. —Ahora que, francamente creí que eran algo más que policías. El matrimonio de los cuatro hijos se despidió de los dueños. Iban a cenar a Manzanares y ya marchaban para Madrid. Llegó el médico forense de Argamasilla. Se sentó en seguida con los justicias. —¿Qué pasa? —Ha muerto ahogada. —¿No de los golpes? —No, ahogada. Pero hay algo más grave. —¿Qué? —Tiene señales de violación. Se la zumbaron antes de echarla a la laguna. —Me lo imaginaba… —Coño, Manuel, ¿y eso? —Nada… cosas mías. —Los pálpitos de Manuel, amigo doctor, parece mentira que no lo sepa. —Bueno, pero los pálpitos de Manuel tendrán un fundamento. —¿La iban a matar para robarla? ¿Para sacarle sangre como en las películas de vampiros…? Esos atracos, cuando se trata de una chica joven y guapa, en un descampao y de noche, toda la vida de Dios fueron para lo mismo. —Pero no hace falta tirarla después al agua, Manuel —dijo el forense jovencillo y nervioso sujetándose las gafas con el índice sobre la nariz. —Eso ya son circunstancias que ignoramos. —Pobre chica. Venir a pasar unos días en esos villares y mira. —No hay sitio sin muerte, amigo. —Sí, hombre, la tumba. Allí no puede uno ya morirse más de lo que está. —Eso es verdad, don Lotario —dijo el médico—, allí el que llega «más muerto estar no podía» como dice el verso. Marchó el forense y no acudía nadie. Parecía que todos habían huido del hotel. Ni a las Reinas se las veía. Solos Plinio y don Lotario en el bar. El chico silbón tampoco estaba. Hasta muy cerca de las diez no llegaron las mujeres hablando de la chica muerta. Plinio prefirió no entrar en detalles. El comedor estaba tan solo, que decidieron tomar unos pepitos en el bar. López Torres y las Reinas fueron los únicos que cenaron en el comedor. Aunque aquella noche tocaban voces, no se notaba animación. Sólo dos hombres de la fábrica de la luz llegaron a ver la televisión. —¿Por qué no vendrá gente esta noche, Manuel? —preguntó de pronto la Gregoria. —No sé… Tal vez como la última noche no se oyó nada desde aquí. —O que están recelosos con lo de la chica ahogada, padre. —Bueno, pero no sabemos hasta qué punto tiene que ver una cosa con otra. —Pero siempre atemoriza un poco. —Tú es que ya tienes ganas de volver al pueblo, Gregoria. —Pues no crea, don Lotario, que me estoy acostumbrando. —¿Y tú, Alfonsa? —Yo también. Me gusta mucho Ruidera, aunque sea con voces.

Las Reinas volvieron de la cena seguidas de López Torres. Ellas se sentaron a una mesa solas, frente a la televisión. López Torres, tímidamente, se acercó al corro. —Siéntate Antoñete. —No, me voy a acostar en seguida que mañana quiero madrugar… ¿Y qué pasa, esta noche no viene la gente? —No sé. —Será aprensión. Por fin se sentó en el borde de una silla. Plinio, bien recostado en el respaldo, con los ojos entornados, miraba hacia la carretera. —¿Esperas algo esta noche, Manuel? —No mayormente, don Lotario. Y sacudiéndose la distracción se fijó en la pantalla de televisión como los demás, pues daban una pieza de teatro muy hermosa. Hacia las once de la noche llegaron al bar dos parejas de la Guardia Civil mandadas por el sargento que estuvo por la mañana donde la ahogada. Saludaron desde lejos a Plinio y se acodaron en la barra a tomar un café. Luego se quedaron fijos en la televisión. Don Lotario guiñó un ojo a Manuel. López Torres, completamente ausente de la pantalla, se despidió con un movimiento corto de mano. Los dueños del hotel hacían las cuentas. Los civiles acabaron sentándose, con los barboquejos bajados, pero totalmente agarrados por la televisión. No llegaba ni un coche ni una sola moto con forastero como las noches anteriores que tocaban las voces. «Ni que se hubiesen puesto todos de acuerdo», pensaba Plinio. Cuando fueron las doce menos poco, Plinio quitó volumen a la televisión. El sargento de la Guardia Civil comprendió y entreabrió la puerta del bar. Todos esperaron con cierta inquietud que llegaran las doce. El guardia, con la mano en el picaporte y la puerta entornada, parecía dispuesto a detener la voz en el mismo momento que entrase por la puerta del bar. Pasaron los minutos sin mediar palabras. El locutor de televisión hablaba sin ser oído. La Alfonsa miraba de reojo a su padre que aparentaba impasibilidad. Don Lotario vibraba las piernas… A las doce y diez el sargento cerró la puerta y miró a Plinio. Este encogió los hombros. —Se ve que esta noche no hay voces (Gregoria). —Ojalá no las haya más (Alfonsa). —La que no ha venido por fin ha sido la Rocío. —Esa no sale a ninguna parte. Sólo sabe dar pasos contaos. De su casa a la buñolería y de la buñolería al huerto (Plinio). —Y mejor es que no haya venido, porque si se acerca esta noche, tan soso como ha sido todo… (Gregoria). —¿Se sabe algo más de la ahogada? —preguntó Plinio al sargento, poniéndose de pie. —De momento, no. —¿Pero hay alguna pista? —Que yo sepa tampoco. Los civiles marcharon cerca de la una. Y poco después los huéspedes subieron a sus habitaciones. Plinio ya en su cuarto, se notó desalentado. Miró e hizo oído por la ventana. Luego se paseó largo rato fumeteando y dándole al magín.




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