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HIMNO A TOMELLOSO

lunes, 6 de noviembre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 6ª Capitulo



Si no es porque lo despierta Lotario pasadas las nueve, se levanta a la hora de los levitas, como antes llamaban en el pueblo a los señoritos. —Pero, Manuel, ¿en qué piensas? Que ya hemos desayunado y te esperamos para ir a Villahermosa. Le hablaba con el faria en la boca, mientras Plinio, en pijama, sentado en la cama, se restregaba los ojos y recomponía la cabeza. —Venga, alivia. —Espere usted unas chuscas. Y mientras se afeitaba, le contó sus pesquisiciones de la madrugada por la planta baja del hotel. —Claro que es muy inseguro. Pero lo más probable es, que quien entró por la ventana las dos noches de las voces, fue la señorita del 10. —¿Quién, Manuel? —Esa tremendona que vio mi mujer haciendo gimnasia. La Gala. Don Lotario, al acabar su narrativa el Jefe, se quedó con la boca prieta y los ojos meditativos. Y al fin rompió: —Pues no vas a volverla a oír entrar por la ventana. —¿Por qué? —Porque hace una hora o cosa así pagó la cuenta y se largó. —Mecagüenla. —Marchó con don José en su furgoneta. —La puta… Para un día que me duermo, fíjese. Y que anoche estuve tentao de llamar en su cuarto y entrar, pero me dio reparo. Me dije, a partir de mañana a esta no le quito ojo. —Y ahora que me acuerdo, llevaba un ojo totalmente amoratado y un esparadrapo sujetando una gasa junto a la sien. Ha dicho que se escurrió anoche al subir la escalera. —Mientras me acabo de arreglar baje usted corriendo y pregunte a doña Josefa dónde fue su marido. —De compras. —Sí, pero dónde. —Vale. Voy

Cuando Plinio bajó, don Lotario seguía de plática con doña Josefa. —Nada que hacer, Manuel. Don José fue a Alcázar porque hay buen mercado de pescados. Y a la Gala le habrá dao tiempo de tomar alguno de los muchos trenes que pasan por allí en todas direcciones. —Es de Madrid, ¿no? —Creo que sí. —Deme el fichero, doña Josefa. —… Aquí está. Es de Cádiz, pero vive en Madrid. —A ver que tome bien la dirección de la psicóloga. —Esa tenía de psicóloga lo que yo —dijo la dueña. —En fin, no aventuremos juicios. ¿Podría pasar a echar un vistazo a su habitación? —No faltaba más. Pero padre — asomó su hija—, ¿no viene usted a desayunar? Que sus amigos quieren salir para Villahermosa. —Que esperen un poco, guapa, que voy al contao.

En la mesilla había muchas revistas tontorronas. Plinio miró minuciosamente el cuarto de baño. Todo estaba bastante sucio, pero no encontraba nada de particular. Miró las almohadas con calma. —SÍ, aquí hay un restregón de sangre. —Y aquí otro mayor —dijo don Lotario señalando la parte alta de la sábana de arriba. —¿No se ha fijado si llevaba heridas en las piernas? —Iba en pantalones. —Es casi seguro que no se curó aquí. —¿Por qué, Manuel? —En el cuarto de baño no hay ni un hilo de gasa. Dieron más vueltas, removieron y miraron entre las revistas. Por la escalera, dijo pensativo a don Lotario: —Desde Villahermosa llamaremos al Comisario Perales a ver si pueden darnos una información de esta Gala. Las mujeres de Plinio, de muy buen humor, tenían a sus conalmorzantes embobados contándoles cosas del Jefe. Por eso, nada más verlos entrar, callaron. —Vaya, vaya con Manuel. De modo que cuando te afeitas le hablas al espejo como si fuera el detenido de turno —le espetó el Faraón. —Calle, chivato —le dijo Gregoria sonriendo. —Ya os están contando mis individualidades. —Lo que más gracia me ha hecho — terció Braulio— es que silbas mientras duermes. Lo corriente es roncar, o dar suspiros, pero el tocarse a punta de labios la Rosa del Azafrán entera, es lo nunca visto. —Exageraciones de esta. —No padre, que yo lo he oído también. —Sí, Manuel. Silbas un trocillo y te callas. Al cabo de un rato, otros compases. Y eso desde que nos casamos. —¿Y silba cuando está contento o siempre? —Cada dos o tres noches, esté alegre o sentío. —Pues, hija, eso de dormirse con música debe de ser gustoso —¿Y qué cantar silba? —No es conocido y bastante desperdigao. Se ve que con el sueño no hila bien. —Yo, cuando hice la mili —dijo el Faraón—, tenía un vecino de cama que algunas noches se incorporaba, con los ojos cerrados y todo, y echaba un discurso contra el Rey. Pero luego de día, cuando estaba en sus luces, y salía el tema político, resulta que era monárquico. —Coño, qué raro. Sería bueno saber con qué bando acabó la guerra (Braulio). —A lo mejor lo persiguieron en las dos zonas a la vez (Don Ricardo). Eran casi las once cuando salieron en los autos. Las mujeres prefirieron quedarse en Ruidera. Un poco apretados fueron todos en el coche del catedrático. Pasaron las lagunas verdes claras y cruzaron el pueblo. Había animación en las callecillas sin pavimento y con nombres de lagunas. Casas pequeñas con puerta y ventana. Una mujer, con gran ahínco, se dedicaba a borrar los ramos verdes que había en las fachadas. Pasaron la Ossa. Camino de Villahermosa, chaparrales. El terreno pierde la valentía de las curvas y abultaciones que alcanzó en Ruidera, y se modula suave mece-tierra, meceverde, mece-repechos y colinas. Entre sembradíos, sabinares con las puntas levemente declinadas por el viento. Algún cortijo al fondo, escaso de árboles, como mal avenido con la carretera. Y riachuelos menguados que alientan pordioseros el paisaje… Sabinares con olor a hembra encamada. Por Villahermosa se veían hombres aburridísimos, como sin saber dónde ir. Se pararon en la plaza, donde está la iglesia que quería ver el catedrático. Iglesia grande, de traza nórdica, con gran portada gótica. Alta torre poligonal y chapiteles de pizarra. En una plaza de casas bajas, la iglesia parecía excesiva, como para una ciudad que ya no existía. El Faraón soltó unos versos, que según él, cantaban los antiguos del pueblo:

En lo alto la torre
hay un nido de borricos.
Cuando rebuznan los grandes,
alzan el rabo los chicos.

Mientras don Julián y sus amigos entraron a ver la famosa iglesia, Plinio y don Lotario marcharon a la Central de teléfonos. Iban por las calles seguidos de sus sombras y de las miradas de algunas mujeres que puerteaban curiosas. A pesar del planchado matinal que le hicieron sus mujeres, el traje de Plinio seguía bastante arrugado, de suerte que, junto al empaque relamido de don Lotario, parecía algo su criado. Por la ventana de una escuela se oía a unas niñas cantar una retahíla multiplicativa. Y una vieja, posiblemente centenaria, sentada en el poyete de su puerta, con zuros infantiles, echaba de comer a unas palomas. El grupo era tan parejo de bulto que daba la impresión o de que ella se achicaba para estar a la altura de las palomas, o que estas se agrandaban para verle el albo pelo a la viejecilla. La conferencia tardó poco, y cuando dieron al comisario Perales las señas de la Gala psicóloga, este les preguntó: —Pero ¿qué ha hecho? —No sé qué le diga de momento. Creo que nada gordo. —Usted siempre con sus cosas. —Por favor, cuando sepa algo lo comunica a Tomelloso. Es lo más seguro. Por lo demás seguimos con igual temperatura. —Comprendo Plinio de la Mancha. Saludos a don Lotario… Llamaremos. ¡Ah!, y pregúntele que cuándo se debe vacunar de la rabia a un perro. —¿Me lo dice en serio o en metáfora? —No, hombre, en serio. Es que mi mujer se ha empeñado, y tenemos perro. —Bueno, pues se lo paso, que aquí está conmigo. —Como no podía ser menos.

Luego llamó a Tomelloso. —Ya sé que se puso usted anoche hecho una sopa, Jefe. —Qué bacín eres, Maleza. No se te pasa una aunque sea en Ruidera. Oye, llama al comisario de Alcázar de mi parte, a ver si localizan en la estación a una rubianca muy buena que se llama Gala, que ha ido con don José, el dueño del hotel de Ruidera. —¿Pero que se ha ido de ligue? —No, hombre, no, que la ha llevado a Alcázar en su coche. —Bueno, ¿y qué? —Si está ella que no la dejen marchar hasta comunicar conmigo, y si sólo ven a don José, que me llame enseguida al hotel diciendo dónde ha ido la Gala Rodríguez, qué ha hecho, con quién se ha visto, etc. En fin, lo que se pueda saber… y si te llega de Madrid algo para mí me lo comunicas en seguida. Volvieron a la plaza. Como ya habían visto la hermosa iglesia los otros, decidieron acercarse a Fuenllana, porque don Ricardo dijo que allí tenía un buen amigo y estaba a un paso. Todavía era temprano. Iban despacio, recreándose en la limpieza mañanera, en el relajo del campo después de la prematura tormenta nocturna. Toda la naturaleza parecía pasiva, femeninamente pasiva, con evaporaciones líricas y susurros quedos. Hay jornadas en las que la tierra se pone tensa, pujante hacia el cielo. Y cobra dureza de formas y de líneas, de robustos volúmenes, de sombras radicales, que agarran la vista del hombre que pasa. Pero en otras jornadas como aquella mañana, el paisaje se acloca y enteta como un niño dormido. Queda en suspiro matiz. Dispuesto a admitir el pequeño valer del hombre. Todo era liviano, sin gravitaciones de color, viento o bulto. Maganto, echadón, recibidor. Los cinco hombres del coche iban transidos por aquella levedad. La tierra, cuando amaina, como el mar, se maternaliza, mima el oído, la vista y el corazón del que pasa. En esos ratos el hombre se desterra, se desunce del imperio telúrico, y se siente amo espiritual de cuanto pisa. Algo trascendente, propenso a la mística, a la efusión lírica, a la amatoria, a la reconciliación con la dura bandeja, tan adusta, que nos soporta el corto tiempo de la vida, mientras ella pervive hasta la consumación del planeta. Y en aquel silencio sensitivo, que ni se oía el motor del coche, dijo de pronto Braulio con aquella voz de predicador soliloquiero, de hombre que de pronto se sitúa más arriba: —Es curioso que no me acuerdo en absoluto de lo que hice anteayer. Había tal son de autenticidad en su dicho que nadie replicó. —Llevo dándole vueltas a la bodega de los hechos y los dichos, que es la memoria, y no consigo cuajar ninguna de mis acciones de hace dos noches. Fue como jornada en blanco, que se me quedó en la cama. Vivimos días y días, meses y años, y a la hora de poner en movimiento la memoria resulta que no se nos filtra casi nada. A la hora del balance: después de apretarnos hasta saltar los tornillos del recordador, toda nuestra historia se reduce a un puñadito de jirones de estampas, de momentillos, de palabras sueltas, de retratos cortados, chuchurríos y descoloridos… Cuando quiero recordar cosas de mi madre, sólo me afloran dijes chiquitines. La veo sentada junto al fogón, dándome sopas, mirándome con ojos fijones y tristes… Las llamas de las cepos y sarmientos, la cuchara cerca de mi boca, y aquellos ojos cargados de tristeza. Otra reliquia que me quedó fue el abrazo tan prieto, tan de corazón a corazón y de hueso a hueso, que me dio cuando me fui al servicio. Aquel abrazo todavía lo llevo en mi natura con la misma apretación… Y luego, la tercera estampa, en el catafalco. Tan dura, tan pajiza, como si yo no le tocara nada, y cuantos rodeaban su cuerpo presente le fueran ajenísimos.

Fíjate, treinta años con ella, y por más que aprieto mi sesera no consigo estrujar otras presencias de mi madre. Y si de ella, que fue mi causa y mi amor, quedan tan endebles memorias, ¿qué puede recordar uno de tantas jornadas y personas que pasaron sin tocarte nadica? De todo un año a lo mejor sólo nos queda una esquirla de lo visto y sentido… La boda de Zacarías, no sé por qué. El entierro de Zafra. Aquella puta del Canto Grande que tenía un lunar en el pecho. Cuando se hundió el balcón grande del Ayuntamiento el día que el Candojo ganó la gran carrera ciclista. Y aquella mañana de la guerra que mandaron poner banderas de colores adictos en todas las ventanas… Podría seguir con cuarenta o cien dibujos más de lo que uno fue y presenció durante toda la vida, pero ahí acaba cuanto flota de todo lo que uno fue y pasearon sus ojos y entendederas… Y resulta, cosa bien desasosegante, que tantas penas, trabajos, decires y acuestes; comidas y ciberas del pijo, quedan al cabo de los años en tan chico almacén… Todo esto me hace pensar que, de verdad, sólo vivimos en el día en que estamos… Y si me apuras, la hora que chaspo. Lo demás, aventó total. Se ve uno en el espejo, encanecido, la cara surcada y el cuerpo sin fibra, y recuerda sus efigies anteriores como perdido. Y tanto destrozo de presencia y ánimo, de decires y miradas (me pregunto muchas veces ante el espejo), ¿para qué sirvió si aina recuerdo lo que fui? A cada paso, con la punta del pie empezamos un camino, que a la vez borramos con el talón. Andares inútiles, de los que sólo queda memoria de alguna piedra del camino, o de una huella de nuestro pie grabada en el barro seco del tiempo. Lo mismo que desaparece de nuestro cuerpo lo que comemos cada día, se anula lo que vivimos. Y sólo permanecen destilaciones ínfimas, pegadas en las paredes de la vasija de la memoria…

Hizo una pausa, con el gesto entornado hacia el paisaje sumiso, que aprovechó el catedrático para decir: —Muy bien traído todo, Braulio. Pero ¿has pensado qué infierno sería la vida si recordásemos puntualmente todos nuestros pesares? Si todo el pasado lo llevásemos dentro, bullente, como usted diría, enloqueceríamos enseguida. El olvido de lo que fuimos en los momentos malos… y en los buenos si me apura, nos permite creer que cada día es nuevo, que nacemos cada amanecida. Nos permite ser inconscientes de nuestros errores repetidos y limitaciones y volver a ellos mil veces con frescura y desparpajo. Si tuviéramos esa memoria que usted pide, nuestro magín sería una película de millones de metros que nos repetiría hasta la demencia los mismos haceres y dichos, ademanes y copiados errores. Sería el más patético infierno que imaginar pudiera un tridentino. A Braulio lo dejó pensaroso el razonamiento del catedrático, aunque le picó lo del tridentino. —Es verdad —reaccionó al fin levantando la mano con desánimo—. Vivir es dejar de ser desde el mismo momento que se nace, hasta la dejadez cabal del sepelio. No enterramos días, sino cachos, rodajas de nuestro vivir, cada hora más lacio y repetidor.

Empezar a ser es empezar a demolernos… Y la gran medicina, como bien dice aquí el señor licenciado, es no recordar nada o casi nada de lo demolido… Y sólo queda, como testimonio de que pasamos, ese sonsonete de pocas memorias, buenas y malas, y el formato cada día más deslucido que nos vemos en el espejo; estropajo, cada jornada más reseco, de lo que empezamos a ser. Por eso yo, cada vez envidio más a los que hacen libros y cuadros, y siento que no me dieran instrucciones para saberlos hacer, porque ellos, de alguna manera, dejan rúbrica de lo que sintieron y pensaron, mientras que los demás, apenas plegamos el párpado, caemos en el olvido sin remedio… Y llega día que hasta se borra nuestro nombre de los registros. —De acuerdo, pero sólo en parte. Porque los libros y cuadros, como usted dice, resultan más valiosos para el autor que para los otros. Me explico: Lo que los demás puedan pensar de nosotros después de la muerte importa tan poco… como lo que pensaran antes de nacer. El verdadero valor de la obra de arte es para el propio creador. Porque al releerse, mirar sus lienzos o escuchar sus músicas, «ve» sus ideas y sentires pasados, cosa que no podemos los que no trasladamos nuestras vivencias por el cable del pensamiento escrito, pintado o tocado. Todo se olvida menos lo que «nos» decimos por arte. Pues el tiempo anula, y hasta nuestro cuerpo, como usted dice, se desmiente cada jornada en su metamorfosis destructora. Pero lo que se dijo, pintó o armonizó, queda para el propio autor, que es el que importa, como retrato vivísimo de parcelas de su vida anterior… El que el arte sugiera a los ajenos cosa de su pasado, es otro cantar. —Pero ciertas obras, como ocurriría con el recuerdo perennal de lo vivido, también serán dolorosas para el autor si las repasa. —Seguro, amigo Braulio, que ocurre a muchos creadores. Pero ello crece mi tesis… —… Y de las historias del mundo de los países tampoco se recuerda más que un puñaillo de cosas. —Cierto, es la misma mecánica en colectivo. Pero así como el individuo, aunque a veces trate de engañarse, de creerse otro, la repetición de los tic de su ser acaban por vencerlo y resignarlo a su condición, la historia, que es memoria acopiada por muchos, suele ser muy cernida y mixtificada. Y procura sólo recordar aquellas cosas que convienen a los manejadores de turno.

El recordar con detalle la historia de cualquier país, tal y como fue, provocaría una náusea colectiva, que acabaría con la humanidad en menos tiempo que la bomba atómica. —Total, señor catedrático, que según usted, lo que permite que la vida de todos y cada uno siga, es el olvido. —Por supuesto, gracias al santo olvido, de lo demás y de lo propio, estamos cada día dispuestos a reempezar, y a acometer los mismos errores, tanto en la vida personal como en la colectiva. Por eso habrá observado usted que a pesar de los adelantos técnicos, la condición humana varía poco en lo sustancial. Cambian ostentosamente los contornos del hombre, pero él apenas. El hombre de nuestro tiempo es difícil que muera de apendicitis o de pulmonía, como ocurría a nuestros padres. Puede ir a la luna y ver lo que pasa a miles de kilómetros en muy pocas horas, pero continúa con las mismas experiencias, digamos íntimas, que los precedentes, por esa falta de memoria de cómo somos, de cómo fueron los que nos precedieron. En los errores políticos repetidísimos es donde más se aprecia la amnesia humana. —De donde se saca que la falta de memoria que yo decía es bonísima para conformarse cada cual con lo cañamón que es, pero, al tiempo, es malo para saber los cañamones pequeñísimos que somos todos. Lo que vale para que el hombre se mantenga tieso, no vale para que las multitudes aprendan en la generación ajena. —Bien resumido, Braulio, bien resumido. —Y uno a conformarse con lo poquísimo que de sí mismo recuerda cada día. ¡Na! Al entrar en Fuenllana callaron ambos filósofos. Plinio y don Lotario habían escuchado reverentes, y el Faraón refrendó: —Resumiendo, que como mejor se está es como somos. Pues menudo infierno recordar todos los días los dolores de aquel en que nos hicieron la fimosis. —Pero ¿es que a ti te la hicieron? —Clarito, don Lotario. Poco antes de casarme. Porque lo mío era catral. Un volumen tan aparente de minga como la que poseo… y perdón por la inmodestia, pero terminada en punta, como cabeza de pez. Usted no sabe las que yo pasaba a la hora de la irritación. Era un manantial de naturaleza con la compuerta echá. Y así que me quitaron la rodajilla y aquel cabezudo salió al aire, qué desahogo, coño. Qué comodidad en la fornicativa. Qué mirar cara a cara y sin temores el túnel de la contraria.

En la Plaza de Fuenllana preguntaron por la casa del amigo de don Ricardo. Las calles estaban casi vacías. Algún viejo sentado al sol. Unas mujeres sacudían mantas en un patio. Bandadas de vencejos, asustados por el ruido del auto, cruzaron la calle. El pueblo aparecía semiabandonado. —Los pueblos del corazón de España se acaban —exclamó don Ricardo—. Pueblos pequeños, pobres, levantados a la vera de un convento, fuente, señorío feudal o cruce de caminos. Pueblos de pan llevar y de hambres frecuentes, ya no tienen razón de ser. Las mocedades emigran por falta de una industrialización bien repartida o de lugar para asechanzas turísticas. La mecanización del campo permite vivir lejos del predio y las gentes quieren vida de otra hechura. Todos estos pueblos en breve serán solar olvidado… Por lo que decíamos de la memoria, Braulio… A La Mancha nadie le ha hecho caso en su puñetera historia. Valió para lo que valió en su tiempo. Fue criada y mandadera entre los cuatro puntos cardinales de España, y ahora la quieren dejar como solar, como campo que produzca sí, pero administrada desde lejos. Los pueblos del interior de España se acaban… Llegaron a la casa del amigo de Ricardo. Les abrió la portada una mujer magra, vestida de negro y el mandil gris oscuro. También acudió un hombre con boina. Después de mirarlos mucho los dejaron entrar. Cruzaron un patio grande. Se veía bajo un tejadillo la bodega abandonada con telarañas y bombas oxidadas. En un rincón, cubas deshechas en montones de duelas. Pasaron a otro patio mayor, con cobertizos declinantes, carros destartalados, destrozadoras de uva oxidadas, jaulas vacías. En todas las habitaciones de la casa, muebles finos de otro tiempo, deslucidos. Estantes con libros viejos. Búcaros empolvados. Cuadros al óleo entre sombras. Más jaulas vacías. Se entreveían alcobas con camas altas, y colchas de colores sin lustre. Mecedoras y sillas curvadas con asiento de rejilla. Casa que debió de tener muchos habitantes en tiempos mejores. El profesor estaba en su despacho estilo español, recargado de tallas siniestras. Había estantes de libros hasta el techo. Títulos, orlas, cestas con revistas y periódicos antiguos. El profesor, ya jubilado, con la barba de días y en pijama, leía a la luz de una ventana entre montones de papeles y libros que cubrían la mesa de corte austríaco.

Como la vieja les abrió sin previo aviso, el profesor los recibió mirándolos sobre las gafas, con el gesto insípido. Al reconocer, por fin, a don Ricardo, avanzó con los brazos alargados y la boca blanda. Se sentaron en el tresillo de damasco rojo, y bebieron copas de mistela. El hombre oía hablar a su amigo con gesto infantil. Y de vez en cuando echaba una ojeada a los acompañantes, como para cerciorarse de que estaban allí. Plinio, don Lotario, el Faraón y Braulio labieaban la mistela con cara de retratados, no de presentes. El profesor, sujetándose los pantalones del pijama, sacó un tomo de su diario, entre otros veinte que llenaban un anaquel y empezó a enseñarle recortes de periódicos antiguos, fotogramas y hojas manuscritas. En una de las fotos aparecía el profesor, muy joven, rodeado de alumnos. Uno de ellos era Ricardo. El hombre se embebía con aquellos recuerdos. —Fíjate, fijate, Ricardo. Y leía unos párrafos escritos por él con motivo de una excursión a El Escorial con sus alumnos universitarios en los años treinta. Citaba nombres de ausentes y muertos. De exiliados, de maestros que fueron. Se veía que sólo vivía para aquel ayer. Cuando de pronto recordaba que estaban allí los amigos de Ricardo, aunque estuvieran las copas sin mediar, las rellenaba de mistela, y volvía a su diario y a su conversación con Ricardo.

Braulio, en aquel mundo de recuerdos, pensaba en la plática que trajeron el profesor Ricardo y él, desde Villahermosa, sobre la memoria humana. Por fin la conversación se generalizó cuando el catedrático de Tomelloso le preguntó a su maestro si había mucha emigración en el pueblo. —Ya lo creo que la hay, hijo, ya lo creo. Ya no quedan más que mujeres, niños y ancianos. Y menos mal que la gente se distrae con la televisión. Así que llega la hora se queda el pueblo vacío. Aquí nunca hubo teatro ni casi cine. Se ha pasado de la nada a la televisión. Ya no hablan. Se meten en casa y pasan las horas muertas pegados a la pantalla, mirando lo que pasa por ahí en Madrid y en el mundo que nos dejan ver. Qué fenómeno más raro. De la nada a la televisión. Ella tiene bastante culpa de las emigraciones. Ven otra vida y se van. Más que por causas económicas, por cambiar… Yo no tengo televisión, prefiero leer y escribir mi diario… Muchas veces he pensado que cuando muera te lo dejaré a ti, Ricardo. ¿A quién si no? En el piso que tiene mi hija en Madrid no caben todos los tomos. Ni además le importa. Y menos a mi yerno, que es un imbécil… Paso los días enteros aquí solo o doy un paseíllo. Pero prefiero esto a Madrid. Aquello me marea. Además, ya no entiendo nada… El otro día, sin embargo, pasó algo gracioso. Como la tapia del último corral está medio hundida desde hace qué sé yo los años, un señor se metió en esta casa creyendo que el corral era todavía calle. Un chico joven. Se le había estropeado el coche en la carretera y venía en busca de un mecánico. Hablamos un buen rato. Ya digo, era un argentino muy simpático.

Al oírlo, a Plinio se le tenso el ánimo y se disponía a hacerle una pregunta muy directa, pero al acordarse de las prevenciones de don Circunciso, pilló vuelta a su hablar: —Qué raro, un argentino por aquí. —Ahora con el turismo ya se sabe. Me dijo que venían a visitar los lugares cervantinos. —¿Y pudieron arreglar el coche? —No sé, lo encaminamos a casa de Juan, que sabe algo de motores. El hombre volvió en seguida al tema de sus recuerdos, a mostrarle trozos del diario a Ricardo. Cuando se despidieron los acompañó hasta la puerta de los trascorrales, sin dejar de sujetarse los pantalones del pijama con la mano. Don Ricardo y el maestro se despidieron con mucha efusión. El pobre quedó un ratillo junto a la portada.

Dieron una vuelta por el pueblo. Se veían muchas casas cerradas, como abandonadas. Por la ventana de una cuadra sin reja asomaba la cabeza de un mulo muy serio. —Viendo el diario de mi maestro se habrá acordado usted de nuestra conversación de antes, ¿eh, Braulio? —Vaya, sí. Plinio apenas atendía a nada desde que oyó lo del argentino. Por primera vez le pareció real aquel oscuro caso en que ayudaba a los de Madrid de manera tan solitaria.

Apenas llegaron al hotel, Plinio buscó a don José para saber de la Gala. Hacía poco que había vuelto y descargaba la furgoneta, pero ya lo había puesto su mujer al corriente. —Pues nada, me pidió si la quería llevar a Alcázar, y dije que sí. Al llegar la dejé en la estación y en paz. —¿Y no habló nada en todo el camino? —No… bueno, sí, cosas corrientes. —¿Tampoco dijo nada de las heridas? —Lo que explicó aquí, que se había caído. —Aparte de en la frente y el ojo, ¿sabe usted si tenía contusiones en otra parte del cuerpo? —Algo debía de tener en la pierna, porque a veces se tocaba, pero como llevaba pantalones… Plinio y don Lotario se miraron. —¿Y dónde le dijo que iba? —A Madrid… ¿Cree usted que esta tiene relación con las voces? —No puedo decirle. Pero estoy casi seguro que esa chica entró al hotel a eso de las tres de la madrugada, por la ventana de su cuarto, las dos últimas noches que hubo voces. —Entonces sí tiene que ver. —O que salía para oírlas mejor (Lotario). —Lo que no sé es qué pintaba aquí. Tenía poco trato con los huéspedes, y se pasaba la mayor parte del día en el cuarto. —¿Nunca vino nadie a preguntar por ella? —No. —¿Cuántos días ha estado? —Como quince. Ahí lo tendré. —Es decir, desde que empezaron las voces poco más o menos. —Sí… pero ella no es la que voceaba. —Claro que no. —No entiendo, Manuel. —Ni yo. En el bar esperaban las mujeres tomando naranjada y patatas fritas. —Cómo se nota que sois mujeres honradas y cabales —les dijo el Faraón —, míralas nada de whiskys, ginebras y vermutes como toman las perdidas. La hija sonrió y la madre le remató: —No se puede decir de ti lo mismo. —¡Uh, qué lástima! Yo cervecica na más y algo de vino. Lo menos que puede beber un hombre. A mí el whisky me sabe a zapato.

Plinio, que entró el último por la puerta del bar que daba al hotel, al ver a don Circunciso en la mesa de siempre, se inclinó un momento y acarició al perro. El liliputiense le echó un reojo fugaz y siguió con el vaso. El guardia se sentó con los amigos y mujeres. —Aquí las tienes, encurdándose. —¿Qué tal la mañana, hermosas? —Pues ea, dimos un buen paseo. La Reina hija, que tomaba el té junto al matrimonio con niños, les decía con énfasis: —Porque mamá es la mujer más dulce y sentimental que pueda imaginarme… ¡qué amor el suyo! ¡Qué ternura de trato! Nos crio como malvas, como capullos calientes. Siempre en la hora de las atribulaciones y amarguras de la vida, tuvimos su aliento y su sonrisa… Mamá es igual que la Virgen. —Qué gusto una madre así —le respondió la señora de verdad emocionada. —Pero qué me va usted a decir si ya lo llevamos oyendo qué sé yo el tiempo —dijo Plinio, guiñando el ojo a su hija. Al cabo de un rato, don Circunciso, muy serio, con el perro de la correa, y sus pantalones cortos, pasó ante ellos tan repeinado. —¿Cómo sería este de recién nacido? —exclamó el Faraón. —Pues lo mismo que ahora, pero sin barba. Pasado un cuarto de hora, Plinio, pretextando algo, subió a la habitación del liliputiense. Dio un golpe con los nudillos y oyó el adelante chillón. El hombre estaba sentado en la cama. Recibió con la mirada severa de siempre, pero impaciente a Plinio. —¿Qué hay de nuevo, Manuel? Siéntese.

Plinio le refirió lo que contó el profesor de Fuenllana del joven argentino que se le rompió el coche. Don Circunciso quedó mirando al suelo, fumando su purazo, y moviendo en el aire las piernecillas. —Puede ser un buen servicio, Manuel. —Ha sido la casualidad. Como iba tan acompañado no quise hacer más averiguaciones. —Para que ocurran ciertas casualidades hay que estar al acecho… Bien, espere mis órdenes. Dentro de un rato marcharé a Fuenllana. Si hay algo, le avisaré esta noche… Estamos en un momento delicado. No lo sabe usted bien. —No, no lo sé. —Menuda suerte tiene. Plinio bajó la escalera hablándose con gestos solitarios. Vio que se había sumado a la tertulia López Torres. Por lo visto andaba buscando aires que pintar en aquel lagunario y se había hospedado en el hotel un par de días. Con el pelo blanco muy hueco, sin corbata, la cara de cepa seca, y moviendo a compás nervioso las manos sarmentosas, decía cosas de pájaros, Plinio le escuchaba echando de vez en cuando los ojos por la ventana, tras una canoa muy señorita que hacía giros y elevaba espumas.

Después de cenar el bar estaba muy solitario. Los hermanos Riofrío, como todas las noches que no tocaban voces, salieron a dar su paseíto junto a los lagos, como ellos llamaban a las lagunas. A última hora de la tarde, Braulio, el catedrático y el Faraón se volvieron al pueblo. Las mujeres de Plinio hablaban con doña Josefa en otra mesa. Plinio y don Lotario tomaban café junto a López Torres que andaba cucharilleando la manzanilla. Los justicias se refirieron a su encuentro con los pastores junto a la San Pedra. Y a lo que uno les dijo sobre los muertos que andaba sueltos por aquellos pueblos, particularmente desde la guerra. López Torres se rio abriendo mucho los ojos y las manos puestas en las rodillas sucintas: —Si a ese lo conozco yo. Tiene una imaginación de fuego. Una vez que fui a pintar una tablilla por allí me contó que en Las Labores, donde él pasó varios años, había una mujer que cada nueve meses paría pompas de jabón muy gordas y azulencas. —¿Cómo dice, Antonio? —Sí, que se le empezaba a hinchar la barriga como a una preñada, y a los nueve meses le llegaban los dolores naturales. Llamaban a la comadrona, hervían el agua y preparaban todo lo que se precisa para estos casos, y cuando llegaba el momento, en vez de soltar un llorón, le salían de la alcancía pompas gordas como globos azules que llenaban la habitación. —Anda, coño. —Sí, y que cuando saltaba la última pompa, la barriga se le quedaba tan natural. Y que el coño de ella, fíjate la imaginación, Manuel; soltaba entonces una risotá. —Ay qué tío. —Sí… y que los globos se quedaban muchos días flotando por las calles de Las Labores. —¿Y lo cuenta tan serio? —Lo mismo que os ha contado lo de los muertos que andan por Ruidera. Como pasa tan largas soledades siempre se está imaginando historias. A las once López Torres se fue a la cama. —Bueno, Manuel. ¿Y cómo van las investigaciones de tu caso secreto? —No sé, don Lotario. —¿Cómo que no sabes? —Como que no sé. Porque yo estoy, según le dije, de auxiliar, para encarguitos de na. —Pues anda. —Le dio una chupada al cigarro y quedó con el gesto de amargura que siempre le dejaba el hablar del caso solitario de Plinio. Este vio que las mujeres bostezaban desde lejos. El único chico que quedaba en la barra abría también la boca sin medida. Había acabado la televisión, aunque nadie le prestó mucha atención, y se apreció gana general de irse a dormir. Plinio y don Lotario sólo esperaban consumir el último cigarro. Don José entró en el bar a echar el vistazo final y dar la orden de cierre. Y precisamente cuando se dirigía a la mesa donde estaban el guardia y el veterinario, de pronto, rompiendo el silencio casi absoluto que filtraba la ventana abierta, y con más intensidad y aproximación que nunca, se oyó el grito rápido y medianochero: —¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah! El chico de la barra se despabiló asustado y quedó con los ojos muy abiertos. Plinio y don Lotario con las fumadas en el aire. —¡La voz! —gritó a su vez la mujer de Plinio. —Se ha oído como nunca — reaccionó el chico de la barra muy impresionado. —¡Vamos! —dijo Plinio poniéndose en pie. —¿En el coche, Manuel? —Sí. Treparon hasta la carretera. —Tire usted Colgada arriba… Pero no deprisa. Dé la luz larga. —Esta noche no tocaba, se conoce que han perdido la cuenta. Se veía gente asomada a los pocos apartamentos habitados. A unos trescientos metros, sentados en una piedra muy abrazados, vieron a los hermanos Riofrío. —Pare usted no sea que estos hayan visto algo.

Al ver que se paraba el coche y dos hombres iban hacia ellos, el hermano Riofrío preguntó con voz medrosa: —¿Quién, quién es? —Somos nosotros, los de Tomelloso, no se asuste. —Qué horror, qué horror, ha sido horroroso —dijo el hermano apretando la mano de Plinio. —Vuelvan al hotel tranquilos. Por ahí no hay nadie. Nosotros vamos a dar una vuelta hasta más arriba. —No, no por favor, llévennos con ustedes. Mi pobre hermano es incapaz de moverse. Tomándolos del brazo los subieron en el coche. —¿Han visto ustedes algo? —No señor, no hemos visto nada, sólo hemos oído. Salimos confiados en que esta noche no tocaba… Tal vez el aire venía a favor y ha sido horripilante. —Eso, horripilante. —Una voz furiosa, más furiosa que nunca. Voz irracional… Mañana mismo nos vamos de este hotel. ¿Verdad, hermana? —Ay, sí, por lo que más quieras. —¿No han oído o visto pasar algún coche? —No señor, sólo la voz, la voz horripilante. Anduvieron un kilómetro más sin hallar nada. Todo estaba silencioso y enlunado. Cuando fue posible dieron la vuelta. Los hermanos Riofrío rezaban en voz baja. Los dejaron en el hotel. Plinio y don Lotario decidieron hacer otro recorrido, pero a pie. Iban muy despacio ahora hacia la aldea. Un perro ladraba lejano. Debía de ser un perro pequeño y chillón. La luna, cuando quería, copiaba sobre las aguas quietas y astrales los bravos y bajos montes ibéricos que cercan las lagunas.

Al doblar una curva, oyeron una conversación. Varias personas hablaban excitadas en la puerta de un chalet. —Hace más de una hora que se despidió de nosotras —decía una chica. —¿Más de una hora? —Dimos un paseo hasta Entrelagos, como todas las noches antes de cenar y marchó. —¿Pero antes de las voces? —Claro que antes. —Vamos a ver qué pasa —dijo Plinio a don Lotario. Quienes hablaban eran el matrimonio propietario del chalet, su hija y un señor. Al oírlos llegar intentaron conocerlos entre la sombras. —Buenas noches. Soy Manuel González, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. —Ah, ¿es usted Plinio? —dijo la dueña. —El mismo. ¿Pasa algo? —Sí, la hija de este señor, que es de Madrid, se despidió de mi hija hace más de una hora y no ha llegado a su casa, que está a unos trescientos metros. —¿Qué edad tiene? —Diez y ocho. —¿Y estando las cosas como están la dejan ir sola? —Como es la que vive más lejos, todas las noches la acompañábamos las amigas, pero esta, como no estábamos más que las dos y no tocaban voces, dijo que se iba sola. —¿Habéis visto algo o alguien que os haya llamado la atención? —No señor. La gente de siempre poco más o menos. Los vecinos de por aquí. —Vamos hacia allá mirando bien si les parece. —Tú no hace falta que vengas —le dijo el dueño a su mujer. Los dos hombres, la chica y los de la justicia, bajaron hasta la carretera, camino de la casa de Solita, que así se llamaba la desaparecida. Plinio dispuso de avanzar desplegados. Él iba en la parte más lindera a la laguna. Al doblar una curva vieron un chalet con las luces encendidas. —¿Quién vive allí? —Es nuestra casa. —Vamos a ver. No sea que haya vuelto. Subieron una rampa suave de tierra y piedras, pasaron entre varios coches. Una señora todavía muy joven, al oírlos, se asomó a la ventana abierta. —¿Qué pasa? —preguntó con ansia a su marido. —¿No ha vuelto? —No. Al ver a la amiga de su hija se fue hacia ella malconteniendo los sollozos. —¿Pero a qué hora se vino? —Hace más de una hora se vino ella sola. —Ay, Dios mío, Dios mío. ¿Qué le habrá podido pasar? Quedaron en la puerta. La madre cada vez más nerviosa. La amiga, con los brazos cruzados, miraba al suelo. Dos hermanos pequeños de Solita salieron en pijama y con cara de miedo se agarraron a los pantalones de su madre. El padre dijo a Plinio con aire muy decidido: —No le importará a usted que denuncie la desaparición a la Guardia Civil. —Creo que es lo que debe hacer. —Pues voy ahora mismo —dijo dirigiéndose al coche. —Yo voy con usted —dijo el padre de la amiga—. Mi hija acompañará a la señora mientras volvemos. Plinio y don Lotario se consideraron despedidos y marcharon también. Como la luna aclaraba mucho, siguieron un poco el paseo sin ver nada de particular. —¿Qué se te ocurre, Manuel? —Absolutamente nada. —Pero algo imaginarás. —Imaginar imagino muchas cosas. Pero casi nada de lo que he imaginado en mi vida resulta luego cierto. —No exageres. Muchas veces los pálpitos te salen calcaos. —No tan calcaos. Además que, en este caso, hasta ahora, ni pálpitos ni leches. No sé si será porque todo ocurre de noche. Pero me da la impresión que estamos ante un retrato velado. —Lo raro es que en tan corto espacio nadie haya visto algo cuando suenan las voces. —¿Usted asocia la posible desaparición de esta chica con el caso de las voces? —Claro… ¿Y tú no? —Hombre… Pero a base de echarle imaginación. —¿Es que si no a qué coño vas a asociarlo? —Joder, que estamos obsesionados con eso de las voces y todo se lo achacamos. Pues sí que no pueden ocurrir cosas. —Claro que sí, pero no tan juntas. Plinio, con aire rápido y sin avisar, dio la vuelta. —Yo lo que pienso don Lotario, es que el de las voces, debe ser un sujeto tan corriente, que a nadie despierta sospechas. —No está mal traído eso que dices. —Si hubiera algún tío raro por estos contornos, todo el mundo diría que era él. —Y estás convencido, aunque no lo declaras, que la desaparición de la Gala tiene algo que ver con las voces. —Tanto como convencido… Esta noche, siempre a fuerza de imaginación, he pensado en ello. —¿Por qué? —Ah, no sé. —¿Y el enano? —¿El enano, qué? —Que si no lo implicas un poco en esto. —No, ese no. Ese… —¿Ese qué? —Que ese no. Cuando llegaron al hotel —el bar ya estaba cerrado— encontraron a don José en recepción, haciendo sus números. —¿Han visto ustedes algo? —Nada. ¿Y por aquí hubo alguna novedad? —Sólo una… Mejor dicho, dos. —¿Cuáles? —Primera, que los hermanos Riofrío han pedido la cuenta y el coche a Madrid. Se marchan mañana. Están muy asustados. —Ya me lo habían dicho. ¿Y la segunda? —La segunda, que don Circunciso por una parte y don Eusebio el pescador por otra, no han vuelto a dormir. —¿No dejaron nada dicho? —No. Y don Circunciso es puntualísimo para todo. —Noche de desapariciones, por lo visto.

Cuando subían la escalera le hurgó don Lotario: —Me parece, Manuel, que no vas a tener más remedio que unir al liliputiense al fenómeno de las voces. —No. Así que se dijeron el hasta mañana, Plinio miró en su cuarto y no vio aviso ninguno. Después, de puntillas, se fue a la habitación de don Circunciso, que, como dijo el hotelero, estaba cerrada. Y sin saber por qué, nunca lo hacía, cerró con llave la puerta de su cuarto y comenzó a pasear. De vez en cuando echaba un vistazo por la ventana. Pasada una hora, bajó despacio hasta recepción. El dueño ya no estaba. Quedaba encendida la luz pequeña del escritorio. Cogió la llave de la habitación de don Circunciso. Volvió a subir. Abrió. Encendió la luz. Vacía. La cama arreglada, con el pijamilla sobre la colcha y el cajón con la almohada verde para «Vida». Hizo un gesto de no comprender, volvió la llave al casillero y subió definitivamente a su cuarto con intención de descansar.



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