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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 23 de noviembre de 2017

Cuentos republicanos (Plinio) El bautizo



El bautizo fue lujosísimo, de máximo pago, con los curas recibiendo en la puerta del templo. A toda orquesta. Además, por la tarde, que es la hora de las ceremonias extraordinarias. En el patio de casa de los tíos se reunieron todos los señoritos y señoritas del pueblo. El patio, lleno de sol, tenía en el centro dos palmeras muy gordas metidas en tiestos de madera pintados de verde. Mientras vestían al niño con la ropa de cristianar, las señoras y la tía, las señoritas y los señores, todos con sombrero, iban y venían alrededor de las palmeras. Los niños, endomingados, jugábamos al escondite. Entre las hojas de cuchillo de las palmeras veíamos cortadas las risas, el humo de los cigarrillos, los labios de carmín, el brillo de las joyas. Toda la espera breve de aquella tarde de sol, de un bautizo de sol, estaba cortada en mil jirones verdes por las mil cuchillas verdes de las palmeras enanas. Como a través de persianas caprichosas: los gritos, el perfume del agua de colonia añeja, los polvos de arroz, los cigarrillos turcos y Camel (o sea camellos); las narices, los ojos, las bocas, las abotonaduras, las puntas de los senos, los pendientes en el lóbulo de las orejas, los lunares postizos, los cuellos pelados a lo garçon, las risas que dejaban ver las lenguas húmedas, los culos unánimes bajo la seda, las miradas intensas que viajaban por las curvas, los grititos…, todo en cuñitas fugaces, todo pinchado y aserrado por las hojas de las palmeras.

Había hojas de palmera que pinchaban sol y hojas que pinchaban sombra, hojas que pinchaban bocas carnosas de mujer y bocas barbudas de hombre. El tío — chaqueta negra con ribete de seda, pantalón a rayas— servía copitas de licor entre el sol y las palmeras (coñac para los caballeros, anís para las damas…). Vasos de agua en grandes bandejas plateadas. Las criadas reían en la cocina. Los niños venían de París a que los bautizasen en Tomelloso. … Del bautizo: el recuerdo de mantillas blancas entre trajes oscuros. Zapatos brillantes sobre el tosco pavimento de la calle del Monte. Los niños, con zapatos blancos, íbamos cogidos de la mano. Gentes en las ventanas y en los balcones. «La iglesia hecha un ascua de luz» y «la toda orquesta». Suenan las pesetas sobre una bandeja. Un cirio. Un llanto. «Está muy fría el agua». La sal y otra vez al sol.

Y después fuimos al fútbol (hombres fuertes que corrían en un teatro grande sin techo. Algo sin palabras). Sí, íbamos al fútbol porque jugaba Blas, el novio de Flor, la madrina del niño primo. Fuimos en coches brillantes, cargados de reflejos. Salimos al campo. Y todos decíamos: «Vamos al campo». ¿A cuál campo? Ya llegamos al campo. Entramos con los coches cargados de brillos, de perfumes, de risas. Desde el coche íbamos a ver el fútbol. (Habíamos salido de un campo para entrar en aquel otro campo). El sol nos daba de plano en los ojos. Nos cegaba. Alguien dio las entradas, desde los coches, al pasar por la portada grande del campo, que era como un corralón. Sol, sol, reflejos de parabrisas. ¿Dónde estaba el fútbol? Cuando abría un poco los ojos y miraba a lo que llamaban campo de juego, veía unos hombres a medio vestir de blanco, rodeados de sol, con pañuelos en la cabeza, masticando limón, que corrían.

Otros a medio vestir con manchas rojas. De vez en vez unos golpes sordos. Gritos. Pitadas. Daba sueño. —¡Blas, Blas, mira Blas! —grita Flor haciéndose sombra con la mano en los ojos.
—Sí, aquel que despeja.
—¡Viva!
Los niños estábamos sofocados, rojos, intentando ver. El primo mayor se durmió tumbado en el asiento. «Que no les dé a los niños tanto sol en la cabeza». Todos tenían sed. Gaseosas calientes de bolita, verdes, como las hojas de las palmeras.
—¡Blas, Blas! ¡Eh, Blas!
Pusieron los coches en marcha. «Que nos vamos ya, que es la merienda del bautizo». ¡Adiós, Blas! La gente nos miraba mucho… ¡Qué lástima!, ahora que se podía mirar al campo. El sol se había puesto tras las bardas del corralón y los ojos descansaban, pero nos íbamos.

En el baile de la sala del piano, Aladino cantó el gran tango de «… la noche de Reyes, cuando a mi hogar regresaba, comprobé que me engañaba con el amigo más fiel… Los zapatos del nene; sin compasión la maté», o como quería la tía, que no le gustaban las muertes: «por compasión mas no la maté». Inflaba las narices y movía los brazos y las manos como si fuera el amo del mundo. Su vozarrón salía por la ventana abierta de la sala como un chorro de agua ruidosísima. La luz de la pantalla roja que había sobre el piano le daba en media cara (se bailaba a media luz), cara roja de sello, y la otra mitad le quedaba en sombra, casi negra, pero también un poco roja, porque el rojo de la luz le daba la vuelta a la oreja y se mezclaba con la sombra negra.

Aladino era famoso calavera, porque había estado en París y un verano perdió mucho dinero en San Sebastián. Era, para colmo, amigo de Espaventa, y tuvo amantes que le dedicaron fotografías mostrándose desnudas. Aladino, que tenía una gran voz, se sabía —lo que nadie— las letras enteras de los tangos en la versión arrabalera, no de Buenos Aires, sino de Montevideo, que, como él decía, «fue la verdadera y más genuina cuna de la canción criolla…». Por eso explicaba lo que era «tamango», «hierba de ayer», «china» y otras palabras oscuras que no recuerdo. También decía que era una «figura» muy buena aquello de «Cuando estén secas las pilas —de todos los timbres— que vos apretéis…». Los niños estábamos sentados en el sofá y veíamos pasar las parejas ante el espejo de la consola. Las parejas entre el espejo y nosotros eran dobles, porque las veíamos de verdad y de reflejo entre las casi tinieblas rojas. (Y… José dio un beso pequeñito, casi de punta de alfiler, a su novia en la frente, y ella entornó los ojos como si tuviera sueño, y se le echó un poco sobre la solapa, y José le puso a ella también la cara sobre el pelo, cerrando los ojos, como si también fuese a dormir con aquella luz de sarampión.) «… eran cinco besos que cada mañana… los alados cantan» (no los arados, como decía Marcelino, que los alados son los ángeles y los arados no); «… el músculo duerme, la ambición descansa». La voz de Aladino estremecía toda la sala y la luz roja de la pantalla hacía sombras siniestras por las paredes y los espejos, que parecía que querían luchar, porque «… un clarín se oye, peligra la patria, al grito de guerra los hombres se matan…».

Cuando acabaron los tangos, no sé por qué, encendieron todas las luces y empezaron a beber champaña —ese licor extranjero— y decían: «¡Viva el niño! ¡Viva Raúl!», y reían, y Aladino, felicitado por todos, tenía la camisa blanquísima, con los puños muy salidos. Y llegaron más señores, uno con gorra de plato, y empezaron a tocar pasodobles con muchos giros y figuras: «Marcial, tú eres el más grande; Marcial, tú eres madrileño…». ¡Viva Raúl! Y abrieron la puerta de la sala que daba al recibidor y bailaban por allí también, y se asomaron las criadas y los abuelos. Todas las señoritas se ponían al piano a tocar pasodobles y se reía por todos los rincones de la casa encendida. ¡Viva Raúl! «Esta noche no tendremos ganas de cenar» (dijo la abuela, por ahorrar).



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