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HIMNO A TOMELLOSO

miércoles, 25 de octubre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 3ª Capitulo



Plinio, como nacido en pueblo labrador, nunca se atrevió a confesar que el campo le deprimía si permanecía en él unas cuantas horas. Un rato con los amigos, a base de pito y gota, bueno está. Y no digamos con comilona por medio. Pero más allá de esos márgenes turísticos, le producía anulación. Cuando de chico vivía entre viñas, ya notaba este aterramiento y soledad. Lo suyo era la compañía de los hombres y de las cosas. Nada de soledades por sanas que fuesen. Lo suyo eran las gentes en derredor, los cigarros, la tertulia de parla o suspirante. Las cocinas, las calles, su despacho, y sobre todo la plaza. La plaza con sus ires y volveres, en tantas direcciones. Las faldas meneantes. Los tíos pantaloneando con la cabeza baja y pensando en sus cosas. Los chicos que salen de la escuela y mojan una esquina. Las campanas —hierro verde— tan altas y olvidadas. Las puertas entreabiertas con mujeres que hablan echando la voz de acera a acera. Los coches, los carros y tractores. Los bautizos colectivos y los muertos uno a uno. Los balcones con visillos corridos. Las ventanas de noche con una luz tras las persianas. Los bares llenos de voces de hombres con bigotes de cerveza. Los corrales con perros aburridos y gallos que fornican aleteando bajo la gavillera. Los portales oscuros con sus viejos inválidos que babean. Los taquilleros y chineros, cuyos vidrios reflejan la bombilla pajiza. Las vigas de aire con cuerdas de uvas y melones. Las camisas y sostenes colgados en el alambre del corral. El cementerio sembrado de paisanas silenciadas para siempre. La academia de la banda de música con soliloquios de clarinete y bombardino. Los comerciantes con los ojos siempre hincados en el mostrador. Las posadas con sus huéspedes vestidos de pana que comen pan y chorizo junto a la bota. El guardia de puertas que en la noche solitaria ensaya su oratoria de bostezos.

La tienda de los diarios donde todos extienden la mano para coger su periódico deportivo. Los bares con tocadiscos, eructando humos por la puerta. Los culos de las mujeres trajinando en los andares. Los gestos senatorios de los viejos que hablan bajo los soportales. Y los regadores echando la curva de su agua sobre el cemento de las aceras… Eso era lo suyo. Pero el campo, tan callado, tan sin cosas que digan y se muevan, tan sordo, tan solar… Lo de las lagunas, así al principio, es una amenidad. Pero al cabo de un tiempo, aquella indiferencia de las aguas y refrior para los ojos; aquel no decir y estar allí porque sí durante miles de años, sin más explicación, ni resolverse en nada; aquel líquido muertear a flor de tierra, le ponían los ojos tristes y sentía que los pulsos se le iban por la carretera. En esto pensaba mientras andaban los cuatro sin ir a ninguna parte, como echados de su casa. La conversación se iba en monosílabos y desganas. De vez en cuando un coche avivaba aquello. Era natural que por allí se oyesen voces desesperadas, voces solas de algún sensible, que con la noche encima y apretado por el miedo, antes de llegar a su casa se le quedase su natura con un borbotón de voz. Como las mujeres iban delante, le dio por fijarse en su hija. Marchaba apoyada en el brazo de la madre, diciéndole cosillas, riendo a veces y moviendo con ritmo sus piernas firmísimas. Qué raro es eso de tener un hijo. Que a causa de un refriegue de dos cuerpos durante un ratillo de la noche, le saliese a la madre entre las ingles un cuerpecillo recién hecho y calentuzo, saquillo de tantas potencias de los padres, abuelos, pentabuelos y centeabuelos, era cosa muy rara. Ahí la tenían, tan ajena y tan de uno; tan de sí y tan nuestra; pero también tan de otros.

Con su cámara solitaria de pensares, su saber que se tienen que morir, su afán secreto de tener más vivos. Qué cosa más rara es un hijo, con su pelo, suyo; con sus ojos, suyos; con su culo, suyísimo, y sus ideas particulares sobre los mismos padres que la compusieron en un vaivén de vientres el rato de una noche. Ahí la tienes, algo salido de nosotros que no es nosotros. Como una torta hecha a ciegas, con sus pies que no paran y la boca dale que dale. Algunas veces, al mirarle los ojos, creía ver el fondo de todos los miles de ojos que le antecedieron por su rama de padre y se tragó el ejido municipal y católico. Y cuando algunas noches al irse a acostar la acariciaba en la tiniebla, sentía como si metiera las manos en el gran lagar de su raza y palpase los primeros caldos… Y le daba por pensar, que «aquella», hasta hacía poco no fue nada. Acaso idea, aspiración oscurísima, sin palabra ni forma. Y ahora, fíjate, con sus tetas turgentes, la grupa cadenciosa y aquella voz, que en fino, se parecía a la suya. La voz… ¿Cómo su voz llegó a ella? A lo mejor venía de los primates y volaba por el aire, para que los nacidos de su tronco se la encañutasen en el pecho para hablar con ella hasta el ronquido final. Era preciso que la Alfonsa se casase y transmitiese a otros la misma voz y las mismas lágrimas para seguir regando la tierra con el llanto de los ancestrales, que no cortó la muerte de ninguno… La misma risa para seguir riéndose con igual son y apertura de dientes de la puta y rarísima comedia que es la vida… (Que, digan lo que digan, no entiende absolutamente nadie, desde que se cuajó el primer terrón del globo hasta el día que se descuartice hecho un braserío sobre el airón sin fin que nos contiene…). Qué raro es un hijo, mecagüendiez. Que tenga tanto de nosotros y de nuestros mayores, sin ser nosotros ni nuestros mayores… Iba un viejo al casino que le llamaban Vitrubio, y siempre decía que en lo que más se parecen los hijos a los padres es en el ademán que hacen al dejar la vida. ¿Pero qué ademán hacen, el del padre o el de la madre? —El de los dos, leche. Pero por orden, según sean macho o hembra. Las mujeres al levantar las manos y abrir la boca en la última ausión, remedan al padre. Y al cerrar la boca y bajar los brazos en la segunda parte de la ausión, igualico que la madre… Y si de hombre se trata, al retroceso (que quería decir, según Vitrubio, a la inversa). ¿Y cuando se mueren sin hacer ausión y sólo doblan el cuello como un canario? Entonces, eso no falla, les temblequean las rodillas, y el temblor de cada una responde a un ejecutor. (Que en lenguaje de Vitrubio quería decir a un autor).

Durante la cena, entre palabras y bocado, Plinio observaba a los huéspedes que masticaban en el comedor. Casi todos parecían gentes desplazadas en busca de algo poco frecuentado. No eran turistas de serie, ni vecinos de los pueblos próximos. Eran fueras de ruta, con la hiel a cuestas y sin muchas ganas de compaña. No eran viajeros forzosos, como los que paran en los hoteles de las ciudades, sino descaminados, filtrajos de la sociedad, que buscaban algo indecible. Ruidera no es propiamente paso para ningún sitio. Es lugar de ir y quedarse para mirar o soñar despropósitos. Es varadero de ojos flotantes, cañas de pescar o romances ocultísimos. Por aquí antes no venía nadie. En los finales del siglo XIX y primer tercio del XX todas las arboledas que rodeaban las quince lagunas cayeron bajo las hachas de los carboneros. Al igual que se taló el monte bajo de toda La Mancha para plantar viñedos y cereales. El carbón fue, con la pesca y la caza, el único medio de subsistir por aquellos pagos de «manos muertas». Y después de la desamortización de Mendizábal, fue de propietarios particulares que no tenían gran cosa que explotar. Luego, con la afición a viajar, al turismo, aquello se despabiló un poco y acoge a gentes que van a ver, a pasar temporadas. En verano y Semana Santa hay mucha concurrencia pero en primavera, otoño y no digamos en invierno cunden poco los viajeros, que suelen ser muy ocasionales.

Doña Margarita Reina y su hija Margarita González Reina, vistas desde lejos, parecían imágenes de una secuencia de cine mudo. La madre, con aire muy señor, pelo blanco y vestido clarísimo. La hija, ya con ramalazos de canas, nariz muy aquilina, pantalones listados y culo propincuo, se expresaba con mimos muy afectados, alzando los ojos al cielo raso, y moviendo los brazos con ademanes de comedia antigua. La madre parecía la maestra de aquella retórica, aunque más recortada y contundente, menos lírica. A veces se acariciaban los brazos, se miraban con ojos de ternura y hablaban vaciándose mucho las palabras en las orejas. O se concentraban en místicos silencios y miradas al aire, como si no existiese la otra. Ambas siempre se sentían en escena, midiendo la gesticulación y decir de los ojos. Bastante cerca tenían a los hermanos Riofrío. A cualquiera le parecerían matrimonio. Muy bien vestidos; él con corbata y ella con joyas; ambos con gafas y por los setenta. No dejaban de hablarse en tono muy quedo, juntando las cabezas, aunque siempre con los ojos bajos. La mujer de Plinio, muy animada, contaba a don Lotario, con gracejo, historias antiguas de sus parientes. Especialmente de su primo el que se casó con una mora. Tanto don Lotario como la Alfonsa celebraban mucho los acuerdos de la Gregoria, que al verse reída, se crecía en sus dichos. Plinio, aunque había oído aquellas historias con mucha repetición, sonreía de vez en cuando. Le contentaba que su mujer se atemperase un poco. Pasaron al bar a tomar café. Ya había mucha parroquia en mesas y barra. Los vecinos de los apartamentos, de las fábricas de la luz; los venidos de Tomelloso, Argamasilla, la aldea de Ruidera y algunos de Manzanares, se habían concentrado allí entre divertidos y suspensos para «sentir» las voces. Entre los coches aparcados, se veía a don Circunciso paseando a su «Vida», muy bien abrigadito el lomo con mantilla de cuadros. —Las once y sin acostarse don Circunciso —dijo Honorio que ya estaba allí bien despatarrado y las manos sobre las tablas de los muslos. —Es que el perro tiene algo de estreñimiento —dijo el mozo mirlo de la barra, con aire muy humano. —Pero leche, no te pongas tan doliente, que cada vez que habláis de don Circunciso lo hacéis como si se tratase del propio Papa. —Es todo un caballero —aclaró don José que ayudaba a los de la barra. —Todo lo caballero que usted quiera, pero pasearse con el relente que hay porque el perro está estreñido, no deja de ser chusco. Los de la barra callaron y bajaron los ojos. —Dichoso don Circunciso. Ni que fuera el único huésped de este hotel.

Doña Margarita Reina y su hija Margarita González Reina, sentadas en un rincón, agradecidas por la oración de Honorio contra el liliputiense, lo cortaron con aire de reto. —Lleva usted razón, Honorio, es demasiada pleitesía. En este hotel parece que las personas de estatura normal no contamos nada. —Eso está muy bien traído. Y no digamos los altos como yo. Aquí no hay como ser enanos y nada más. Vaya una leche. Este último dicho convocó una carcajada muy general. Los hermanos Riofrío, sentados muy juntitos, tomaban sendas manzanillas con aire tímido. Plinio, don Lotario y las dos mujeres, en una mesa muy pegada a la barra, eran muy mirados y comentados por la parroquia. Llegó un coche de Argamasilla con jóvenes muy alegrados. Uno disfrazado de bruja; capirote alto, capa vieja y una escoba. Otro con un magnetófono grande. —Anda, este ha tenido la misma idea que yo —dijo Blas, enseñando el suyo de cassettes. Acabado el café, como quedaba tiempo hasta medianoche, Plinio se puso nervioso: —Don Lotario, ¿le parece que demos una vuelta? —Como quieras, Manuel. —No te digo, ya van estos a enredar —dijo la Gregoria a su hija. Salieron sin responder y entre el mirar de la gente. Don Circunciso, sentado en una piedra, entre la tiniebla, acariciaba el lomo de su «Vida» como dándole animaciones para deponer. Al pasar los justicias, se hizo el distraído. Caminaban despacio, pegados a la laguna. Había muy poca luna y a cada paso velada por telarañas de nubes. Entre la tiniebla, sólo se oían los roidos de las escorrentías próximas. Aquella primavera las aguas estaban muy sobronas y sacaban una música entre medrosa y burlera. Cuando la luna asomaba del todo entre las nubes enredadas, sobre las aguas-sombras rompía la claridad, copiando el cielo entre los juncos. Y los árboles delgados, de vivero, se miraban como fila de lanzas. Ya apartados del hotel, el paisaje con luna se hacía tétrico. De vez en cuando pájaros nocturnos volaban sobre las aguas, y sus aletazos sonaban a palmas huecas. —Desde luego, Manuel, aquí de noche es para que dé miedo cualquier cosa. —Ya. —No una voz; todo cobra mucha elocuencia. —Yo supongo que esto de las voces debe de ser una chuminá. —A lo mejor. Ojalá. —¿Es que tiene usted miedo, don Lotario? —Un poquillo de respeto más bien. A mí las noches no me gustan más que en el casino o en un teatro. A veces, canto de cigarras. Cantos seguidos, sin cortocircuitos.

Plinio se paró a mirar con fijeza el centro de la laguna. —¿Qué ves, Manuel? —Me pareció que algo cayó al agua… A lo mejor es que rasó un pájaro. Dicen que estos lagos de origen tectónico, con emisarios subterráneos y superficiales (los que sonaban con canto burlón aquella noche), proceden de la Edad Cuaternaria. Desde entonces, cuántos millones de noches negras y solas; noches con el cielo copiado en sus aguas. Cuántos millones de millones de pájaros batiendo las alas con palmadas tétricas… Y posiblemente, miles de voces solas, desgarradas. Parece que en tiempos de los romanos hubo mucho movimiento por estos contornos. Se hablaba de poblaciones, de calzadas y caminos que cruzaban esta región Oretana… Y quizá riquezas que no se recuerdan. Después, durante siglos, montes solitarios sin visita, poco a poco desmochados, batanes, y aislados episodios bélicos. Tierra de pescadores, leñadores y furtivos. Sin más visita señera que la posible de Cervantes, de algún artista extravagante y del general Prim que cazoteó por estos montes. La gran historia de España después de los romanos anduvo alejada de este engarce de aguas aisladas. Su gran historia fue literaria. Hacia las once y media dieron la vuelta despacio, mucho más despacio de lo que quisiera don Lotario. Plinio tenía mucho empeño en mirar a todos sitios, en hacer oído a cada paso. Si bien es verdad que no se apreciaba nada anormal. Cuando él era chico,casi nadie venía a Ruidera. El camino era malo y treinta y cinco kilómetros desde el pueblo eran mucha cuerda. Se hablaba de Ruidera más de leídas que de vista. De tarde en tarde llegaban a Tomelloso noticias de algún muerto hallado sobre las lagunas o entre los matojos de una cueva. Su abuelo le contaba las hazañas del Locho o el Ocho, que era de Ciudad Real capital. Primero luchó contra los franceses, pero ya amigado con las armas, la aventura y el grado de alférez, en 1821 se alzó carlista, y llegó a mandar mil quinientos hombres. Nunca fue la provincia de Ciudad Real tierra de carlistas, pero el tal Ocho debió de tener labia política y enzarzaba bien. Llegó a Ruidera con seiscientos leales, perseguido y batido por las tropas cristinas, y dejó entre montes y lagunas más de sesenta muertos. Pero el Ocho consiguió escapar, y vivió en Londres hasta el fin de sus días, aderezado de leyendas heroicas y varonías. Cuando volvieron al hotel ya no estaba don Circunciso. Sin duda consiguió que el can expulsora y marchó tranquilo. Dentro del bar las cosas ya tenían otro clímax. Abiertas las ventanas de par en par, los clientes y huéspedes miraban hacia la laguna en silencio. Don Lotario se sentó con las mujeres y lio un caldo con aire menos severo que el que llevó por la carretera. Plinio quedó frente a los ventanales, entre el personal. Los de Argamasilla habían colocado el micrófono del magnetófono en el alféizar de la ventana. Blas hizo lo mismo. Los hermanos Riofrío, cada vez más unidos, estaban cogidos de la mano. Él con la cabeza inclinada, bajo el sombrero, se le notaba un labiotear de rezos. Dos niños dormitaban sobre una mesa mientras el padre manipulaba el sonotone. Algunos ruidereños, con cara soñolienta y el rostro surcado, cuidando no hacer ruido, menudeaban copas de anís. Cada nada todos miraban los relojes. Los que parecían más miedosos eran los dueños del hotel. Echaban reojos al campo como si en lugar de voces esperasen algún ser temible.

Plinio, que solía gozar al empezar un caso, le sonaba a juego todo aquello. Temía que fuesen fantasías moriscas de solitarios o alguna gamberrada bien urdida. Lo único que le animaba a pensar que había verdad era la actitud de los dueños del hotel. Los mozos de la barra también parecían preocupados. Uno de ellos, el que no silbaba, sólo apartaba los ojos de la ventana para mirar el reloj. Don Lotario, con el sombrero un poco echado hacia atrás, y el cigarro entre los labios, miraba a Plinio. La Gregoria, sin aparentar emoción, aguardaba lo que pasase con los brazos cruzados. La hija, con la mano en la mejilla y cierta tensión en los ojos. Apenas vieron los magnetofónicos que eran las doce, pusieron sus cintas en marcha. Se notaba que todos, incluso el vestido de bruja, tomaban la espera muy en serio. Pasadas las doce el silencio se hizo tensísimo. Hasta el mismo Plinio se sintió cogido. A veces se oía el gotear de los grifos de la barra. Las nubes entoldaban ahora la poca luna que tintaba de gris negro la carretera, las aguas del otro lado y los coches aparcados junto al hotel. El señor Riofrío se concentraba en el rezo con la barbilla sobre las manos cruzadas. Sin duda por miedo, y no por chuscada, sonó un pedo cabal, seco, recortado, sin amo. Y nadie movió la cabeza en busca del culo causante. Era mucha la tensión. Uno de los ruidereños, reseco por la espera temeroso de hacer el menor ruido, alargó la mano hacia la copa de aguardiente, pero antes de llegar al cristal, unos centímetros antes: —¡Aaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaah! Sonó el grito. Dos veces. No demasiado lejos y, como dijeron, con un tono que no era precisamente patético… Después de tanta tensión, resultaba casi insignificante. Todos se movieron en silencio, pero como liberados. —Esta noche han sido dos gritos — rompió el dueño muy serio. —¿Y las demás? (Plinio). —Todas, uno. —La tercera noche también dos, pero el primero apenas se oyó —dijo el barman que silbaba. El señor Riofrío había dejado de rezar y miraba a uno y otro lado como sorprendido de que ya hubiera pasado todo. Las Reinas hacían entre sí mimos agoreros y muy expresivos. La hija de Plinio miraba a su padre sonriendo. Ya hablaban todos en pequeños corros. Varios se acercaron a Plinio a ver qué opinaba. —Silencio un momento, por favor —dijo uno de Argamasilla—, vamos a ver qué tal ha salido. Todos callaron. Empezó la cinta a sonar. Tardaba mucho. Por fin se oyó el pedo con blandura casi espiritual. Pero otra vez igual, nadie rio. No encajó la gracia. …Y luego las dos voces apenas perceptibles. —A ver como te ha salido a ti — dijo a Blas Honorio. —En la mía se oye todavía menos —dijo manipulando. —¿Hacia dónde tenías tú, Blas, enfocado el micrófono? —Hacia allá, hacia la del Rey. —¿Y vosotros? —De frente, a la carretera. —Y ahora ¿qué pasa más? — preguntó don Lotario al dueño con aire festivo. —Ahora nada. Hasta pasado mañana.

En cada corro se hacían los comentarios más diversos. Había vuelto la animación, el ruido de vasos y sorbos. Pero se notaba que nadie quería salir el primero, ni siquiera subir a la habitación. Las mujeres de Plinio no parecían afectadas. Los únicos serios eran los dueños del hotel y los chicos de la barra. —Es grito raro. Ni de agonizante ni de parturienta. —Claro, como que es de hombre. —Más bien grito de cachondeo. —Tampoco. —A lo mejor de uno que sueña. ¿Pero cómo coño va a dormir en medio del campo…? —Es lamento de ánima —dijo el señor Riofrío con voz de predicador y alzando el dedo temblón. Todos lo miraron con desprecio. —De ánima del Purgatorio —asintió la señora Reina con aire de senadora. —Qué va, si el Purgatorio no cae por aquí. —Lo raro es que sea tan cerca. A lo mejor no es cerca, sino que a estas horas, por las condiciones del aire, se oye bien… —Te digo que es alguno que duerme en los apartamentos de enfrente con la ventana abierta y entre sueños le da un dolor de barriga y se queja soñando. —Pero, coño, cómo le va a dar justo cada dos noches a las doce… —Un compañero en la mili, que tenía su colchoneta junto a la mía, siempre, en el momento de dormirse daba un gritillo. —Pero una cosa es un gritillo y otra ese vozarrón. —Si no es tanto vozarrón, es que en el silencio se aprecia más. —Mira que como fuese un tocadiscos… Cuando consiguieron quedarse solos, Plinio se acercó a don José, que parecía muy cansado: —Don José ¿qué huéspedes no han bajado al bar a oír las voces? —Pues… Don Circunciso —se precipitó doña Jose€a. —Ya. —La señorita Gala. —La familia esa que vino ayer con los chicos, que no deben de saber nada ni se lo hemos querido decir. —Don Eusebio el pescador. —No caigo en quién es don Eusebio. —Se le ve poco. Siempre está pescando. Come junto a la laguna y no cena. Es uno pequeño que lleva sombrero de paja. —Ah, ya sé. —Y creo que ninguno más. Plinio estuvo a punto de preguntar por qué a don Circunciso no le interesaba el fenómeno de las voces, pero se calló. Le dirían otra vez que «era un caballero». —¿Y la psicóloga que parece aburrirse tanto, tampoco baja? —No, esa así que cena se acuesta a leer. Dice que ha venido a descansar (Doña Josefa). Muy cerca de la una consiguió Plinio llegar a su habitación. Apenas encendió la luz vio un sobre en el suelo, que sin duda habían pasado bajo la puerta.

Quedó mirándolo con gesto ambiguo, y por fin lo abrió con ademanes rebinatorios. Era blanco, cerrado, sin la menor indicación. Se ennarizó las gafe. Escrito con letra menuda decía en media cuartilla: «Hasta la hora que sea, le espero en la habitación 35. Es importante. Dé tres golpes antes de entrar». Plinio se quitó las gafas, guardó el papel y empezó a dar paseíllos por la habitación. Por la ventana abierta, se veía la Colgada, ahora completamente enlunada. Emigraron aquellas nubes telarañosas que había después de la cena, y un cacho de ciclo con estrellas se copiaba en el agua, entre juncos. Sólo cuando se mecía el aire, aquel espejo celeste rizaba unas delgadeces. Con ambas manos sobre el alféizar miraba el agua. Ya no se veía un coche por la carretera. Le hubiese gustado estar un buen rato allí observando, haciendo oído, pero la cita en la habitación treinta y cinco le alteraba los planes. No tenía irás remedio que ir primero donde sus mujeres. —¿Quién? —gritaron con sobresalto. —Soy yo. —Ya te iba yo a llevar las cosas. Plinio tomó el pijama, lo de aseo y la pistola. —¿Qué piensa usted, padre, de las voces? —le dijo la hija ya en camisón. —No sé que te diga, pero no me parece nada importante. —Quién sabe, quién sabe —rezongó Gregoria. —A lo mejor una virulada. Besó a la hija, le dio con la mano en la cabeza tiernamente a Gregoria y volvió a su cuarto. Se metió la pistola en el bolsillo derecho de la americana, dejó lo demás sobre la cama y salió de puntillas. Subió a la planta inmediata en busca del treinta y cinco. Bajo la puerta, una regla de luz. Quitó el seguro a la pistola sin sacarla del bolsillo, y pegado a la pared, dio los tres golpes. —Pase. Entreabrió y echó un ojo, sin abandonar su posición. —No se ande con astucias. Pase pronto. Sentado en la cama, con pijama verde, las gafas caladas y un libro entre manos, estaba don Circunciso. Junto a él, en un cajón bajo y ancho, cubierto con manta, dormía «Vida». Ante el cuadro, Plinio aflojó la boca y estuvo a punto de reír. Entró y cerró despacio. Don Circunciso, en aquella camanca de matrimonio abultaba poquísimo, sobre todo a lo largo, ya que las piernecillas le concluían a pocas cuartas del cabezal. —Siéntese, si no le importa. Plinio se sentó a media anqueta en una descalzadora, como quien está de cumplido. —Yo soy la persona que le dijeron encontraría aquí —se explicó con son muy severo y mirando al de la G. M. T. por encima de las gafas. Plinio asintió con la cabeza. —Ya le anunciaron lo delicado del caso. —Sí. —Todo cuidado es poco. —Sí… ¿Sabe usted ya algo en concreto? —No… Sólo que están aquí. —¿Seguro? —Seguro. —¿Cómo se ha enterado? —… Por una verdadera casualidad. —Ayer no había certeza. —Hoy total. El enanillo se quitó las gafas y junto con el libro las dejó sobre la mesilla. Tomó los pitillos. —¿Usted fuma rubio? —No señor. —Hay que descubrirlos antes del día quince. —Ya… Pero le advierto que no soy policía para finuras de esta clase. —Usted, con limitarse a obedecer, cumple. —¿A quién? —A mí —dijo mirándole con los ojos militares. Vaya ganas que me están dando de pegarle una hostia al cañamón este. —Pues usted dirá cuál es mi primera misión. —La misma que la mía. Pasearnos de arriba abajo por todos estos alrededores hasta que sepamos dónde paran unos argentinos. —¿Argentinos? Don Circunciso asintió. —¿Cómo son? —Lo ignoramos. ¿Usted habrá oído hablar en argentino alguna vez? —Sí… en los tangos y en la televisión. —Pues eso basta. Pero nada de preguntar. Si sospechan que los hemos descubierto, todo está perdido. —¿El qué? —Eso no importa de momento. Y pensar que no tiene media pata el ajo sobrao este. ¿Para qué me habré metido en este lío? —¿Pero usted tendrá documentación…? Se oyó decir Plinio aquello que no había pensado.

Don Circunciso, al oírlo, avinagró la cara hasta el verde bronce, y dando un cobertorazo se tiró de la cama. En pijama de pantalones cortos, parecía un chiquillo cabreado. Con el cigarrillo entre los labios y el flequillo sobre la frente, buscó en un bolsillo secreto, en el fondo de su maleta. Por fin, alzando mucho el bracete, ofreció a Plinio, que se había puesto también en pie, su documentación. Plinio se puso las gafas, leyó a conciencia y comparó la foto con la cara del enano. —Está bien, y usted perdone. —Está usted en su derecho —dijo el pequeño muy calmado. Y volvió a la cama con la misma postura de antes. —Si yo pudiera contarle estas cosas a don Lotario, todo sería más fácil. Él me ayuda muy bien y tengo que hacer las pesquisiciones en su auto. —A ese veterinario, ni hablar. Ni a él ni a nadie. Que quede bien claro cuanto le dijeron en el momento oportuno. —Bueno… bueno. Y oiga usted, ¿eso de las voces no cree que tenga nada que ver con lo que usted busca? —Eso son imbecilidades de paletos que no nos interesan para nada… Usted lo que tiene que meterse bien en la cabeza, es que si esos argentinos, o alguien más que muy bien pudiera estar en este hotel, se enteran que usted y yo andamos en esto, puede costarle la vida a alguien que interesa muchísimo que viva o a nosotros. —¿A quién le interesa? —A la justicia. —Entonces mi misión es localizar a los argentinos. —Exactamente. —De modo que usted no cree que eso de las voces… —Sólo nos interesan, y por venturoso casualidad, para justificar su presencia aquí. —¿No las darán por mandato de ustedes para justificar mi presencia? —No llegamos a tanto… que yo sepa. Quedó un momento pensativo y al fin siguió: —Usted piense que si fracasamos en esto nos hemos hundido. —Oiga, yo soy un modesto guardia municipal que está aquí para echarles una mano en algo que no sé muy bien qué es, y en plan particular, ya que mi único Jefe, el Alcalde de Tomelloso, no sabe una palabra. A ver si nos entendemos. Yo sólo me responsabilizo de lo que llevo por mi cuenta. —Bueno, bueno, don Plinio… Perdón, don Manuel. Cuanto dice es correcto, pero comprenderá que no puede concedérsele a usted toda la responsabilidad en un caso tan delicado. —Ya, ya… No es para dármelo a mí y sí a un renacuajo como este que puede mirarle la panza a una mula sin necesidad de agachar la cabeza. Te digo que… —Ya habrá usted observado que paso aquí por un ser excéntrico, que sólo conversa con los camareros. De modo que no me dirija la palabra en público. Si tiene algo que decirme, pase junto a mí, haga una caricia a mi perro, y suba a su habitación a esperar mi llamada. —Sí señor. A la orden emperador, que aparte de chico eres más feo que pegar a una madre pariendo. —De modo que a partir de mañana a rastrear argentinos. Y al curacanes que le acompaña, ni palabra. Que conduzca el coche y no pregunte. —Ese que usted llama curacanes, es mi mejor amigo y una de las personas más cabales que pisan esta pelota pestiza que es el mundo… Le ruego que en lo sucesivo se refiera a él con el máximo respeto porque si no en este momento ha terminado mi colaboración… con ustedes. —Por favor, Manuel, no se ponga así. Tiene toda la razón… Como no me ha tratado ignora que mi manera de ser y sobre todo de hablar es así… un poco despectiva. Le ruego que me perdone. —Perdonado, procure apausar cuando hable de los míos.

Joder qué tío, ya que es tan cagarruto lo menos que podía hacer era hablar modoso y no tener esos destiemples de terrateniente. —Bien, Manuel, le insisto en que no tome en cuenta mi tono… Todos le apreciamos y admiramos muchísimo. Vamos a descansar un poco y mañana empezaremos la faena. Hasta mañana. Y tumbándose y echándose el embozo hasta las orejillas, dio por terminada la entrevista. —Apague la luz antes de salir; procure que no lo vean. —Hasta mañana. Qué tío. Así «tapao» parece un niño que envejeció en la cuna. Plinio volvió a su habitación con una indignación infrecuente… Y el caso es que no le parecía mala persona. Hasta le daba su poquita lástima. Pero lo de trabajar de peón no le iba… Había aceptado aquello por aburrimiento. El que tiene vocación de policía, en los pueblos lo pasa fatal… porque no ocurre nada, y claro, así que te ofrecen una anchoa, picas. Pensaba esto con la luz apagada y mirando por la ventana abierta hacia la laguna, ahora casi negra por la trasposición de la luna. Comenzaba a quitarse la guerrera cuando le pareció oír pasos por la trasera del hotel. Se asomó. No se veía absolutamente nada, pero alguien andaba cauteloso por allí. Los pasos cesaron en seguida, y se oyó cerrar levemente una ventana del piso bajo… Debía de caer justamente debajo de la suya, o un poco a la derecha. Estuvo atento un rato más, al fin se metió en la cama



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