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HIMNO A TOMELLOSO

martes, 3 de octubre de 2017

El Reinado de Witiza [Lunes] Plinio (Fº Garcia Pavón)



Pero el sueño no estaba hecho para Plinio en aquellos días de junio. Y la teoría de los pálpitos parecía cierta. A las cinco de la mañana aproximadamente comenzó a picar el teléfono en su casa. Como era natural, él no lo oyó. Tuvo que ser su pobre mujer la que salió en camisón hasta el aparato. Despertar a Plinio no fue cosa fácil. Hubo que zarandearlo muchas veces y decirle que lo llamaba Matías. Explicarle luego quién era Matías, qué era un teléfono y recordarle su obligación ineludible de escuchar por el aparato negro. Plinio tuvo el buen acuerdo de refrescarse la cara antes de tomar el auricular. El agua lo volvió un poco a su realidad de Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. —¿Qué hay, Matías? —Algo, y muy gordo. —¿Qué? —He oído gentes que entraban y salían en el Cementerio. Ruido de coches, gritos y voces… —¿Y quién son? —No sé. —¿Cómo que no sabes? —No, señor, que no me he asomao. Que he atrancao bien las puertas y ventanas y no me ha dao la gana salir. —Pero bueno… —Que no, señor, que no están mis hijos y tengo mucho miedo. Y yo no soy policía, sabe usted, que soy camposantero. —Pero tu deber es cuidar del Cementerio. —Sí señor, cuidar de las sepulturas y de los nichos, pero no de ladrones y creminales. Para eso están ustedes los policías. Así es que yo no he salio de aquí, ni pienso salir hasta que ustés vengan. Uno está en su derecho de ser cobarde. —¿Pero siguen los ruidos? —No señor, ahora sólo se oyen gritos lejanos de vez en cuando. —¿Y qué gritan? —No sé. Gritan. —¿Y por dónde han entrao al Cementerio? —No tengo ni idea, ni pienso verlo hasta que ustés vengan, ya lo he dicho. Plinio llamó a don Lotario y con genio de mil demonios y sin la menor curiosidad por los gritos del Cementerio, empezó a vestirse.

—Pues anda, rezongaba su mujer. Dichoso Cementerio. Os vais a tener que quedar a vivir allí. Plinio se lavó de mala manera. Tomó un café con los ojos casi cerrados y encendió el primer cigarro con el gesto más desabrido del mundo. Don Lotario también llegó con la cara color planta de pie. Como si en vez de estar ante un nuevo capítulo del apasionante caso Witiza, fueran al vulgar parto de una yegua. Plinio montó junto a él, y tomaron el camino del camposanto, entendiéndose o intentando entenderse con monosílabos. —¿Y qué dice que pasa? —Gritos. —¿De quién? —No sé. Y que gritan. Y que hay gente. Y que tiene miedo. —¿Pero qué miedo, pero qué gente? —No sé, don Lotario, eso dice. Miedo, gente, gritos. —No entiendo. —Ni yo. El caso es no dejarlo a uno dormir. —A lo mejor esto es el pálpito que tenías anoche. —Ya se me ha olvidao el pálpito. —Pues anoche estabas que pa qué. —Pues ya se me ha pasao. —Mejor es así. —No sé a qué puede obedecer esto, si prácticamente ya está todo acabado. Cuando apiolen los de Madrid o los de Barcelona al Rufilanchas se concluyó la monserga. Nos traerán en un plieguecito la declaración, enterraremos a Witiza donde se ordene, y se acabó la hazaña. —Ya estás otra vez con tus pesimismos. Anoche me dijiste que te escamó la llamada telefónica que hicieron al Faraón. ¿Por qué? —Me escamó entonces. Sin duda estaba yo un poco excitado. Hoy, al menos ahora, recién levantado, no le veo ningún misterio. Plinio ordenó a don Lotario que se detuviera junto al Ayuntamiento y a una de las parejas de guardia les ordenó subir al coche. Desde el Ayuntamiento hasta el Cementerio fueron en silencio. En el porche del camposanto no había nadie. Era el tercer día que veían amanecer desde sitio tan fúnebre. La cancela también estaba cerrada con llave. —No, por aquí no han entrado — dijo Plinio a don Lotario. Como no se veía a Matías por parte alguna, y no había forma de franquear la entrada, Plinio tocó con mucha reiteración el claxon del «seiscientos». Al cabo de un rato se oyó una voz: —Jefe, buenos días. Era Matías, que le saludaba tras la persiana de la ventana que daba al patio del Cementerio. —Venga, ven y abre, miedica. —Claro, usted no sabe… —Venga. —Ya voy, ya voy… Matías abrió con tiento la puerta de su vivienda, y mirando con mucho cuidado llegó, con el manojo de llaves en la mano, hasta la cancela del Cementerio. —Que ya me he cansao de hacer de justicia… cada uno a lo suyo… yo sólo soy enterrador —dijo, abriendo y sin alzar los ojos, como justificándose. Plinio, seguido de los suyos, y sin contestar a Matías fue hasta la puerta del Depósito. —¿Has visto si está el difunto? — preguntó al camposantero. —No, señor, yo no he visto nadica. No he salido de mi casa ni pienso salir mientras vea o sienta cosas raras. —Anda, abre. —Desde luego, los ruidos y los gritos no fueron por esta parte. —Abre. El hombre hizo girar la llave y dejó franca la puerta de la «Sala Depósito». Plinio entró decidido. Allí estaba, sobre la mesa de mármol, el desdichado difunto.

A pesar de que la ventana estaba abierta, hedía bastante el cuerpo, como apuntó Matías la tarde anterior. Plinio dio un vistazo por toda la pieza y no apreció nada anormal. —Cierra. Salieron y siempre encabezados por el Jefe se dirigieron todos hacia las puertas secundarias del Cementerio Viejo, única entrada posible. No tardaron en encontrar lo que buscaban. El candado de la primera puerta estaba aserrado y la hoja de hierro entreabierta. Los que estuvieron allí aquella noche nada hicieron por disimular su visita. Todos quedaron en silencio mirándose, sin saber qué partido tomar. —Explícanos despacio lo que pasó —dijo Plinio a Matías. —Como le dije por teléfono, hacia las cuatro de la madrugada me despertó un ruido de voces y gritos. —¿De una sola persona? —No, de varias. Se alejaron luego. Yo me asomé a mi ventana y claro está, no veía nada, porque ya sabe usted dónde da. Y haciendo oído no dejaban de oírse las voces y los gritos, aunque lejos. Después oí pasos y risas y palabras sueltas. Y después el ruido de un coche, o lo que fuera, que se iba. —¿Y qué más? —De vez en cuando, gritos. Gritos de uno solo. Gritos de muy lejos. —¿Duraron mucho esos gritos de uno? —Desde que se lo dije a usted hasta ahora mismo. —Pues ahora no se oyen. —Cinco minutos antes de llegar ustés los oí por última vez. —¿Y qué gritos eran? —No sé. No se entendía bien lo que quería decir. Gritos eran. Plinio ordenó que cada uno de los que componían el grupo: don Lotario, Matías, los dos guardias y él avanzasen por una parte distinta del Cementerio mirando y haciendo ruido… Pero no hubo tiempo de empezar el despliegue. Apenas había indicado los itinerarios, Matías dijo: —Cucha, cucha, cucha… Todos hicieron oído. Nada se oía. —Parece que pide socorro —dijo Matías. —Venga —dijo Plinio—, vocear todos. —¡Haaaa, haaaa, haaaa! Plinio, después de varios gritos, como si dirigiese una orquesta, les mandó callar. Fue muy buena maña, porque en seguida se escuchó con claridad la voz desesperada y ronca que gritaba: —¡Socorro! —¿Dónde estás? —respondió Matías ya decidido. —¡Socorro! Matías avanzaba con cautelas de furtivo. —¿Dónde estás? —repetía. —¡Socorrooo! Con esta comunicación intercambiada fueron orientándose poco a poco. El que voceaba, cada vez más animado al encontrar eco, echaba el resto: —¡Aquí! ¡Aquí!… ¡En una sepultura! —se percibió claramente. Al oír esta aclaración, Matías avanzó más sobre seguro. Llegó un momento en el que los gritos se escuchaban muy cerca. Matías quedó parado en la encrucijada de los paseos. Se veían algunas sepulturas abiertas a uno y otro lado. —¿Dónde estás? —¡Aquí! —gritó el desconocido. Matías, como perro que ha encontrado su presa, empezó a asomarse a todas las sepulturas abiertas que por allí había. Cuando estaba con la cabeza casi dentro de una de ellas, volvió a oírse el grito. Matías se volvió a la que estaba a su espalda. —¿Estás ahí? —¡Sí…! Matías llamó a Plinio, que se había quedado un poco atrás. —Aquí está. Llegó el Jefe. Matías le señaló con el dedo.

Plinio se asomó a la sepultura. Se empantalló los ojos como para conocerlo. —Aquí estoy, Jefe —gritó el enterrado vivo con voz muy ronca. —¿Quién eres tú? —¡Rufilanchas…! ¿Quién voy a ser? Plinio y don Lotario se miraron como comprendiendo. El veterinario, sacando el paquete de «Caldo», sonrió tiernamente mirando a Plinio: —Aunque no me cuentes lo de las mariposas, Manuel, ya siempre creeré en tus pálpitos. —Voy corriendo a por la escalera — dijo Matías. Plinio sonreía sin poder disimular cierta vanidad. —Espera un momento, Rufilanchas, en seguida te desentierro —le dijo. Rufilanchas quiso decir algo, pero no se le entendía bien. —No te esfuerces. Ahora podremos hablar con mayor comodidad. Entre Matías y un guardia trajeron una gran escalera. La metieron en el agujero. —Venga, Rufilanchas, sube. —No puedo. Tengo las manos atadas —se le oyó decir. —Anda, Narciso —dijo Plinio a uno de los guardias—, baja y córtale las cuerdas. Narciso bajó no sin poner cara de circunstancias. Entre sombras se veían los dos hombres abajo. Y en seguida lució un mechero. Sin duda que el pobre Rufilanchas bascaba por fumar. Por fin apareció Rufilanchas, con su pito en la boca, pero hecho una pena. La camisa a jirones, el traje restregado de tierra por todos sitios y descalzo de un pie. Tenía además los ojos sanguinolentos y un rasguño muy grande, con la sangre ya seca, en la frente. Rufilanchas era un hombre anguloso, con los ojos negros muy metidos en el cerebro y la boca pequeñísima. Miraba con mucha fijeza, como si le costara concentrarse en lo que iba a decir. —Yo vine a entregarme, ¿sabe usted? —dijo con una voz apenas perceptible. —Bueno, bueno —dijo Plinio— después hablarás. Ahora, hasta que abran el Juzgado, lo primero que vas a hacer es descansar un poco. Rufilanchas asintió con la cabeza. Volvieron hacia el porche del Cementerio. El Jefe pidió a Matías que le cediese una cama a aquel hombre. Los dos policías quedarían de guardia hasta que Plinio volviera a eso de las nueve a recogerlo. Cuando ya iba a entrar en la casa de Matías, Plinio tomó por el brazo a Rufilanchas y lo apartó un momento: —Sólo una palabra: ¿quiénes te han traído? —Yo vine a entregarme… —Ya. Digo que quiénes te han echado en la sepultura. —El Pianolo, su hijo y el Faraón. —¿El Faraón? —Sí. —Está bien. Anda. Descansa lo que puedas. Y toma. Plinio le largó un tubo de «Optalidón». —Vosotros —añadió a los guardias —, que no salga de la habitación ni entre nadie en ella. Absolutamente nadie. —Descuide, Jefe. —Si pide algo dais el recado a Matías que él me llamará. —Sí, Jefe. Plinio y don Lotario se montaron en el coche. —Vamos primero al Ayuntamiento y luego a desayunar en casa de la Rocío. Hay que hacer tiempo hasta que se levante el señor Juez… Ese pobre hombre está que no puede ni hablar. —Desde luego son gente que no perdona. —Incluido el Faraón. —¿Ah, sí? —El Pianolo, su hijo y el Faraón son los autores del enfosamiento en vivo. —¡Qué bárbaros! Aquéllos con la pobre mujer de cuerpo presente y el Faraón sabiendo a lo que se exponía. —Para ellos lo importante es su amor propio de imbéciles. En el Ayuntamiento, Plinio llamó a dos guardias a su despacho: —Tú —le dijo a Pérez— te cercioras de que el Faraón está en su casa. Y cuando salga, lo sigues vaya donde vaya. Si notas algo raro, yo estaré aquí o en el Juzgado. De todos formas, de vez en cuando llamas para decir dónde estáis. Y tú —indicó a Felipe Canarias— te vas a estar de velatorio en casa del Pianolo hasta la hora de comer, que te reemplazará otro número. Tú te sientas allí donde esté el duelo y a no perderlos de vista. Prohibido que salgan a la calle Pianolo padre y Pianolo hijo. Así que llegues se lo adviertes a los dos. Y lo mismo te digo, me das aviso de vez en cuando de cómo van las cosas. No creo que ni uno ni otro intenten escapar, pero conviene estar avisados de todas formas. Cuando Plinio acabó de dar las órdenes volvió al coche con don Lotario. —Entonces, ¿dices que vamos a la churrería? —Espere usted un momento — contestó el guardia como indeciso. —¿Qué pasa? —¿Sabe usted en lo que estoy pensando? —Si no me lo dices. —En que no me puedo tener de sueño. Es mucho tute. —Pero, hombre, Manuel. —Como se lo digo. En esto echo de ver lo viejo que soy. Yo antes, usted lo sabe, dormía un par de horas y me quedaba fresco como una rosa. —¿Y qué vas a hacer? —Echarme un rato hasta las diez o cosa así que vendrá el señor Juez al Juzgado.

Me voy a meter en el despacho, cierro por dentro y hasta que usted me llame. —Y yo, ¿qué hago mientras? —Usted verá. Márchese al herradero, vaya a ver las viñas o llévele el desayuno a sus niñas, pero este menda se va a la piltra. —Bueno, bueno, como quieras. —Así que vea usted al Juez cruzar la plaza, me despabila. —De acuerdo. Hala. A descansar. Plinio se bajó del coche y entró en las Casas Consistoriales con el hombro caído y el paso patizambo. Don Lotario, durante aquellas horas, hizo de todo. Fue al mercado, en donde todavía estaba el puesto de caretas. Parló con la Rocío, ordenó un poco las cosas del herradero, que estaba dejado de la mano de Dios desde que empezó el reinado de Witiza. Compró unas gafas de sol nuevas, porque las de siempre las perdió en las últimas andanzas y ante el tercer café del día se sentó en la terraza del bar de Clemente a ver si pasaba el Juez. Por cierto que allí lo encontraron los periodistas de «El Caso» que parecían muy mohínos y desilusionados por la falta de información que tenían del asunto Witiza. Don Lotario les invitó a café y copa y con la mayor solemnidad les dijo que estuvieran atentos, porque antes de la hora de almorzar quedaría todo el negocio completamente cancelado. —Esta noche podrán ustedes cenar tranquilamente en su casa y en posesión de una documentación impresionante. Los chicos se animaron mucho y pasaron un buen rato departiendo con el veterinario hasta que éste, de pronto, al ver al señor Juez cruzar la plaza camino del Juzgado, pagó el servicio y salió de pira hacia el Ayuntamiento sin atender las últimas razones. Cuando don Lotario entró en el despacho de Plinio, éste estaba ya despierto y se desayunaba un gran tazón de café con leche y un platazo de churros y buñuelos bullendo. —¿Cómo estás, Manuel? —No sabe usted lo que necesitaba este descanso. Ya soy un hombre… Es que son muchas uvas para tan poca espuerta. —Me alegro, Manuel, me alegro mucho. Ya está el Juez en su jurisprudencia. —Entonces, hágame usted el favor de irse al Cementerio, si no le importa, y traerse en el coche a la pareja que dejamos allí y al Rufilanchas de la puñeta. Les espero en el despacho del señor Juez. —Pues ya estoy allí —dijo al tiempo que salía. Cuando el Rufilanchas entró en el despacho del Juez traía mejor ver. Se había lavado y peinado y llevaba una camisa limpia que le proporcionó Matías, según se supo luego, y una alpargata en el pie que le quedó descalzo. No es que el hombre hablara claro, que la ronquera seguía, pero ya tenía la voz más aparente. Don «Tomaíto» el «secre», y el señor Juez, cuando el hombre entró acompañado de don Lotario, ya estaban al tanto de lo ocurrido aquella madrugada. Don Lotario quedó indeciso. No sabía hasta qué punto debía quedarse a la declaración. Su oficiosidad, pensaba con cordura, tenía un límite. El Juez, comprendiendo su asura, le dijo sonriendo: —Don Lotario, usted es testigo excepcional del hallazgo del señor Rufilanchas en las circunstancias que todos conocemos.

Por lo tanto, tenga la bondad de sentarse. —Muchas gracias, señor Juez. —Y con un júbilo que le hinchaba la cara tomó asiento y ofreció tabaco a todos, que era su manera habitual y sencilla de demostrar satisfacción. Rufilanchas, de pie en el centro del despacho del Juez, se acariciaba las muñecas todavía doloridas por las ataduras y con sus ojos de tachuela negra bien clavados en los cuencos seguía el prolijo itinerario de la petaca de don Lotario, que pasaba de mano en mano. Cuando le tocó el turno a don «Tomaíto», sonriéndole al Juez, se la pasó al detenido: —Con el permiso de Usía, que aquí Rufilanchas parece muy necesitao. El Juez hizo la vista gorda y se dirigió a Rufilanchas que liaba con las manos temblonas, más por el ansia de fumar que por miedo a los del margen. —Después le haremos un interrogatorio formalmente. Ahora, por otras razones, explíquenos a su manera esta historia tan poco graciosa y tan poco cristiana. Rufilanchas chupó del cigarro con ansia y quedó mirando al suelo. Don «Tomaíto», como quien da un muletazo, colocó una silla junto al interrogado. Se sentó Rufilanchas y se rascó la sien, como el que no sabe por dónde empezar. —Empiece. —Es que, verá usted, cuando estuvimos en la Feria de Sevilla… —Ese episodio ya lo sé y no hace al caso. Al grano, al grano… Rufilanchas volvió a rascarse, apretó los labios y por fin empezó de manera muy rara: —Verá usted… Yo cuando voy a Madrid para las cosas de mi negocio, paro en la Pensión «Larache». Allí, ya sabe usted, de siempre van muchos de aquí del pueblo. A mí me gusta por eso. Y estoy muy a mi aire. Me río con los estudiantes y los invito a chatos. También hay un par de fulanas muy majas y muy formales ellas. Después de cenar hacemos en el comedor unas tertulias muy alegres… Yo, señor Juez, to el mundo lo sabe, no soy malo, es que me gusta la fiesta. Un defecto como otro cualquiera. Por hacer gracia es que me descacho… Por eso yo así que vi por los periódicos la sardana que se había armado aquí, dije: «Pues me voy a Tomelloso y me entrego corriendo». Que una cosa es una broma y otra lo que ha pasao por culpa del dichoso Pianolo, que es igualico que yo. Ni más ni menos. E igualico que el Faraón. Que parece que nacimos con la misma estrella. Bueno, pues… ¿Por dónde iba yo? Digo que vine derechico a entregarme. Pero lo que pasa, primero quise hablar con el Faraón para que me ilustrara un poco de cómo estaba el ajo de verdad. El Faraón no estaba en su casa. Lo llamé desde su casa al Cementerio porque andaba con la Justicia y se vino al contao. Llegó, y lo que pasa, nos abrazamos, porque amigos hasta la muerte. Y le dije lo que él no sabía. Y que me iba a entregar aquí al señor Jefe. Pero él, por hacerme un bien, esa es la verdad, porque de eso estoy seguro, la travesura se le ocurrió luego, mejor dicho, se le ocurrió al Pianolo y también con razón, pues me dijo: «Espérate a mañana, hombre. Qué necesidad tienes de pasar esta noche en la cárcel. Mañana empiezas o a lo mejor no porque el delito no es tan grande. Vete a la Pensión Oriental, cenas, te duermes tranquilo y mañana —por hoy — vas y te entregas. Yo, chitón». Y yo pensé que tenía razón y así hice. Me fui a la Pensión Oriental, que es donde paro aquí desde que vivo en Barcelona, cené y me acosté. Pero que si quieres. Cuando estaba en lo mejor del sueño, que aporrean en mi puerta. Era el que se queda de sereno que me dice que el Faraón me llamaba muy urgente por teléfono.

Como sólo hay teléfono abajo, me malvisto, bajo, y no hago más que coger el aparato y decir diga, diga, cuando se abre la puerta y entra el Pianolo desencajao, y su hijo más desencajao y el Faraón tan tranquilo, y me dicen: «Ya está to dicho». Ni replicar pude. Entre los tres me sacaron a empujones, me subieron en el remolque, me ataron las manos y me taparon la boca, y ¡zas!, camino del Cementerio… Lo demás ya lo sabe usted… Y lo único que no les perdono es que, tal como me dejaron caer en la sepultura, me podía haber roto una pierna. Así como suena. Y eso no es lo tratao. De perjuicios físicos, nada. Claro que en el caso de los Pianolos, al fin y al cabo se comprende. Iban furiosos por la muerte de la pobre, que lo mismo se habría muerto por otro berrinche. Pero, en fin, las cosas como son. Yo era el que estaba más a mano para el primer desfogue… Y aquí estoy. —¿Eso es todo lo que tiene usted que contarnos? ¿Para eso venía usted a entregarse? —le preguntó el Juez con cara de no entender. —¿Eh? —Claro, hombre, lo que le ha pasado a usted en Tomelloso lo sabíamos más o menos. Lo que nos urge es saber quién es ese muerto. —Lleva usted razón, señor Juez — dijo dándose una palmada en la frente —, que como estoy obsesionao con lo último se me pasa lo primero… y la cosa tiene su explicación porque la noche que he pasao ha sío de aúpa. Usted comprenderá. —Al grano de una vez. —Sí, señor… En la Pensión «Larache», decía, desde hace algún tiempo había un huésped nuevo que se acostaba todas las noches a las diez. Es el muerto. Que no hablaba con nadie. Comía solo en una mesa. Y se iba a su cuarto. Cenaba el hombre, y se iba otra vez donde fuera. Bueno, yo sólo lo vi tres veces vivo, se entiende. Cuando fui la última estaba en el hospital, según me contaron. Yo, claro, no tenía amistad con él, y no fui a visitarlo. Pero, mira por donde, una noche, bueno, una madrugá, cuando yo volvía un poco optimista porque había estao tomando unas copas por la calle de la Ballesta y la calle Barbieri y eso con unos de Barcelona, pues cuando me iba a acostar, al pasar ante la habitación de a Ingri, que es una de las furcias que se hospedan en la «Larache», pues veo la luz encendía, la puerta entreabierta, y que hablaban dentro voces de los amigos. Entré, y allí estaban de tertulia la Ingri, que no había salido a trabajar porque estaba con el mes, y Alejandrito, el chico de Lucas… éste de aquí que estudia médico, y otros dos médicos más de Vitoria, que también viven en la «Larache». «Adelante, Rufilanchas, que llegas a tiempo». Me senté en la cama de la Ingri, no por otra cosa, sino porque ya no había sillas. Y me soltaron el rollo. Resulta que el pobre señor éste, el muerto, pues que se moría seguro en el hospital. En el hospital que hacen prácticas estos médicos de la «Larache». Y el hombre… La Ingri y la Rosario, que son muy buenas personas, habían ido a visitarlo, y el hombre, como digo, había contao a los doctores y a las putas su caso: que no tenía a nadie y que quería que lo enterrasen aquí en el pueblo. Como sabía que no tenía remedio, pues les había entregao a los médicos y a las susodichas cuarenta mil pesetas que tenía ahorrás el pobrecillo pa que lo embalsamaran a modo. Por lo visto su perra era que lo embalsamaran. Que lo trajesen aquí en un celular, y le comprasen un buen nicho. Le hicieran un entierro como Dios manda y con el resto de los cuartos… Fíjese usted qué bien pensao lo tenía todico: la mitad a la iglesia para misas y otra mitad a los señores médicos, al paisano, a los de Vitoria y a las putillas para que se corrieran una juerga o lo que les diera la gana. Y me enseñaron los cuarenta billetes de mil pesetas que tenía el doctor Aldecoa, que es uno de los de Vitoria, en el bolsillo de atrás del pantalón. Lo que pasa. Comentamos el caso por largo y nos fuimos cada uno a nuestro cuarto a dormir. Yo al día siguiente me fui a Barcelona, y como me había acostao bastantico cargao casi no me volví a acordar del caso. Luego, sí, en Barcelona se lo conté a mi mujer. Pero me dije: «Cuando vuelva a Madrid, pues que ya estará el pobre viejo enterrao en Tomelloso». Pero ca. A los diez días o así vuelvo a la «Larache».

Llegué muy tarde y no vi a ninguno. Y me dije ya en la cama: «Pues mañana tengo que preguntar qué pasó». Pero por cosas del oficio de la Ingri, cuando yo salía de la «Larache» por la mañana a las ocho, que me encuentro con la Ingri que venía a acostarse. Entonces le pregunté. «El pobrecito murió anoche y esta mañana lo van a embalsamar los muchachos. Por cierto, que llevan varios días estudiando cosas de embalsamar». «Ea, pues ya ha descansao». «Y nos hemos acordao mucho de ti, Rufilanchas, estos días», me dijo la Ingri. «¿Sí? ¿Por qué?». «Porque dijiste que tenías un amigo que trabajaba en una empresa de coches de esos que llevan muertos a los pueblos». Yo ni me acordaba que lo había dicho. Como aquella noche estaba así. «Pues sí que tengo un amigo, pero ya lo habrán arreglao por otro lao». «Sí, han hablao con uno, pero es que es muy caro. Y decían, pues claro, el amigo de Rufi (a mí me llaman Rufi) pues lo haría por menos precio». Claro, ellos, ya sabe usted, son jóvenes. Y querían ahorrar para que la juerga diese pa más. Y para más misas, claro está. Nos despedimos. Yo me fui a mi negociejo. Pero la Ingri se conoce que en seguida les avisó al hospital de que yo había vuelto. Y a la hora de comer, catapum, que me cogen los médicos y me llevan al cuarto de la Ingri y de la Rosario. «Tienes que avisar ahora mismo a tu amigo el de los coches celulares a ver lo que cobra. Que el que sirve al hospital es un ladrón. Esta tarde vamos a tener toda la documentación, y por la noche podrían salir porque ya está embalsamao». Cogí el teléfono, llamé a mi amigo Paco Tarrasa y después de regatear un poco me dejó un precio muy aparente. Claro que lo que buscaban los médicos era que mediante el cobro de cinco mil pesetas, que era la diferencia con el celular del hospital, me encargase yo de gestionar lo del nicho y lo del entierro y lo del cura y demás, y ellos no molestarse porque la verdad es que estaban de exámenes los pobrecicos. Yo, al principio dije que no, que me hacía mucho extravío, que yo no tenía que pasar por Tomelloso en este viaje, que yo iba a Valencia. Y ellos venga rogarme. Que me ganaba mil duros y me esperaban luego para la juerga. Volví a decir que no, pero como me cansinearon tanto, pues que dio tiempo a que se me ocurriera la faena. Me acordé de la maldita Feria de Sevilla, del Pianolo, de la mama del Pianolo, del Faraón y de la mama del Faraón. Y dije que sí. Me puse de acuerdo con Tarrasa para que, pagándole como si hiciera el viaje, me lo entregara junto a Valdemoro donde él tiene su garajillo. Me gasté tres mil pesetas en un ataúd que luego quemamos en Valdemoro y allí metí al muerto en un cajón que había preparado. Y lo subí en uno de mis dos camiones. A mis operarios no les dije ni palabra. Les entregué el cajón y la carta para el Pianolo, y le dije al otro del camión — yo siempre voy en el «Pegaso»— que se fuera a Tomelloso e hiciera la entrega. Y así se hizo… Yo pensé, «así que pase un par de días, después que se lleve el disgusto el Pianolo, paso por Tomelloso a la vuelta de Valencia y ya veremos cómo salgo del lío y a la vez, eso sí, cumplo con la última voluntad del pobre muerto». Salir del lío no sabía cómo iba a salir. Pero por darle el susto al Pianolo no lo pensé más… Pero jolín, el follón que se ha armao, el Pianolo lo endilgó al Faraón, éste a la Justicia. Y aquí se acaba la historia. Yo tengo en la pensión los documentos del muerto, los cuartos y todo en regla para cumplir como él quería… —Rufilanchas, por favor —dijo el Juez—, todavía no nos ha dicho lo más importante. —¿El qué, señor Juez? —So imbécil, quién es el muerto. —Pues es verdad… Bueno, es uno de Tomelloso.

Uno que vivió aquí de chico. —¿Pero cómo se llama? —No lo sé. —¿Cómo que no lo sabe? —Que no me acuerdo. Que lo tengo allí en la pensión escrito en los papeles con los certificados y eso, pero que ni lo he leído. Yo sólo pensaba en el Pianolo. —¿Qué oficio tenía ese señor de Tomelloso? —preguntó Plinio. —Había estao toda su vida… Vamos, desde chico, en Valladolid. —Acabáramos… —dijo el Juez, dando una palmada. —Don Fernando López de la Huerta —casi gritó Plinio. —Desde luego, Rufilanchas, no puede decirse que e usté un Descarte — dijo el «secre»—. ¡Qué barbaridad! Rufilanchas miraba a unos y a otros sonriendo. —Yo creo que ya está to dicho. —Manuel —dijo el Juez—, por favor, recupere esa documentación que estará en el equipaje de Rufilanchas y disponga lo conveniente para que esta tarde, si todo está en regla, entierren a ese pobre hombre. —Los cuartos también están con los certificados y guías —dijo Rufilanchas. —Está bien, señor Juez. —En seguida que acabe el entierro de esa pobre mujer me recupera al Pianolo y a su hijo. —¿Y al Faraón? —También. Por fin, Plinio pudo dormir aquella tarde su siesta deseada. Su primera siesta tranquila del verano. Del tórrido verano manchego. Después de las declaraciones de Rufilanchas, don Lotario, Maleza, el forense, el secretario don «Tomaíto», el agente Rovira y él comieron con los periodistas de «El Caso». El ágape tuvo lugar en la fonda de Marcelino y pagó don Lotario. A los postres hubo mucho copeo —que pagó Dominguín—, puros habanos que costearon los periodistas, y vibrantes discursos en loa de Plinio y don Lotario, que con más o menos prosa —don Saturnino con menos— pronunciaron los demás comensales. Se echó de menos al Faraón, ausente por comprensibles razones judiciales, y quedó como imborrable recuerdo de aquel acto jubiloso, esta frase final del discurso del «secre» don «Tomaíto»: «Manué, es usté el auténtico fenómeno. He dicho». Hubo aplausos, abrazos y ese reventoneo de corazones que tiene lugar a los postres de los banquetes de pueblo. Acabada la comida, llenos de cenizas de puro y de vapores licoreros, cada cual marchó para su casa hasta la hora del entierro del pobre Witiza. Plinio cerró las ventanas de su cuarto, se quedó en ropas menores y dijo a su mujer: —Chica, para todos los efectos, hasta las seis y media de la tarde soy un difunto. Tú me entiendes. Mientras dormía, sus mujeres le limpiaron y plancharon a modo el uniforme; le sacaron ropa interior limpia, le prepararon agua para bañarse en el barreño de zinc; dejaron un frasco de colonia a mano, le lustraron las botas y le pusieron a refrescar un jarro de agua de limón para después de la siesta. A las seis y media lo despertaron. Cuando llegó don Lotario a recogerlo estaba hecho una rosa. Sus botas eran espejos, y de su escaso cabello salía un punzante aroma de colonia añeja. Don Lotario también venía muy fino, con traje de verano gris claro, un triste pensamiento en la solapa y los zapatos blancos. En la puerta de la calle, el «seiscientos», recién lavado, brillaba como un almirez. Ofrecieron a don Lotario un vaso de agua de limón, liaron los últimos cigarros de aquel «caso», y marcharon hacia la parroquia para recoger al sacerdote que iba a dar sepultura al pobre don Fernando López de la Huerta, cuando vivo, y Witiza desde que sus restos llegaron embalados a Tomelloso. Muchos vecinos de Plinio, desde puertas y ventanas, saludaban con júbilo a los héroes del día. El Jefe sacaba la mano por la portezuela y sonreía con discreción. —Manuel, eres el más grande —le musitaba don Lotario de vez en cuando. La operación entierro había sido preparada con sumo cuidado. Cuando llegaron al Cementerio con el señor cura, Witiza ya estaba, en su definitivo ataúd, colocado en la capilla. Aguardaba mucha más gente de la que pensaban. Entre otros, Celedonio el Rico, sus sobrinos los gemelos, Florentino el Desgraciao, Calixto el escultor, Alcañices el de las caretas, la Rocío, don «Tomaíto», don Saturnino, Anastasio el guarda jurado que dio la pista, Enriquito el de la Fonda, Braulio, Albaladejo, Rovira, Maleza, dos parejas de guardias, y muchas gentes de las que habían merodeado por el Cementerio durante aquellos días de exposición. Tantos eran, que cuando Matías abrió las puertas la capilla se llenó hasta el tope.

Entre los hachones encendidos estaba el rico ataúd que compró Rufilanchas. Matías aconsejó que no se abriese, porque el cuerpo muerto ya hedía más de la cuenta. El cura rezó sus debidos responsos y al fin echó una pequeña plática, muy bien traída, sobre el respeto y la honra que se debe a los muertos. La presidencia del duelo, como si dijéramos, la componían, con Plinio, don Lotario, don Saturnino y el «secre». Cuando acabó el requiescat y se miraban unos a otros como para ver quiénes cargaban con el ataúd hasta el nicho, Maleza tocó en el hombro del Jefe. —¿Qué pasa? —Que los Pianolos, el Rufilanchas y el Faraón están ahí y quieren hablar con usted. —¿Pero cómo no están ya en la cárcel? —El señor Juez dijo que en cuanto acabaran de enterrar a la pobre mujer se presentasen a usted y ahora mismo le hemos dao la tierra. —Bueno, pues que esperen ahí. —Es que quieren ellos llevar la caja. —¿Qué caja? —Pues ésta, la del Witiza, como usted dice. Plinio quedó pensativo y en seguida, apartándose un poco, contó el caso al «secre», a Rovira y al señor cura. Hubo unos momentos de duda, que al fin resolvió don Modesto, el coadjutor: —Creo que es un rasgo de arrepentimiento que merece atención. —Está bien —dijo Plinio. —No e mala cosa. S’han enternecío —asintió el «secre». —Anda, diles que pasen —ordenó a Maleza. Se corrió la novedad entre los que estaban en la capilla y todos miraban hacia la puerta para ver tan inesperada visita. Aparecieron primero los Pianolos, padre e hijo. De luto riguroso, con los ojos enrojecidos. Luego el Faraón, mirando al suelo, casi haciendo pucheros con su cara gordísima. Y por fin, Rufilanchas, inexpresivo, con sus ojos de gotasebo. Les hicieron callejón y los cuatro llegaron hasta el catafalco. Con gran esfuerzo se lo alzaron hasta los hombros. Don Modesto echó tras ellos con las manos cruzadas y los ojos en el suelo. Plinio y los suyos seguían inmediatamente como duelo. Albaladejo, en competencia con el «gráfico» de «El Caso», tiraba fotos al cortejo. Pasaron ante la «Sala Depósito». Plinio se acordó de Anacleto y de la señorita María Teresa. Entraron en el Cementerio Viejo. Allí estaba, en un rincón, el famoso cajón y las tablas de la tapa. Plinio pensó ahora en don Lupercio y Luque Calvo. Al virar hacia poniente, el sol, casi a ras de bardas, les daba en los ojos. Al Faraón le sudaba la calva. En una nueva revuelta, sobre aquel tumbario se dispararon las sombras larguiruchas de los que llevaban el muerto. Matías iba delante de todos con la escalerilla, el cubo de yeso y el palustre. Llegaron a la galería nueva y descansaron el ataúd en tierra. Nuevo responso. Los cuatro bromistas escuchaban con las manos cruzadas y los ojos abatidos. Don Lotario dio con el codo a Plinio. —¿Qué? —Mira. Y le señaló unas mariposas que rondaban la cabeza de Rufilanchas. —Esta vez han llegado tarde. Ya acabó el reinado de Witiza —le dijo Plinio al oído.

Benicasim - Madrid, verano de 1967.



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