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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 19 de octubre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 1ª Capitulo


Plinio llegó al Casino de San Fernando con tiempo sobrado para tomarse el café tranquilo y asistir al entierro de Menandro Almortas, con todos los requilorios previos tales como pláticas de cuerpo presente, salutación de huérfanos, cigarros condolientes, bostezos oratorios y alguna cabezadilla hasta escuchar el réquiem. Y menos mal que estaba la tarde toldilla y amenguada la calentura que nació con el día, porque tal y como se habían puesto las cosas, no había más remedio que ir andando al cementerio como en los tiempos del alcalde Contento. Si Menandro Almortas hubiese sido un amigo corriente, al entierro, tal y conforme lo habían preparado, iba a ir su yerno, pongo por caso de projimidad. Pero tratándose del deceso de un amigo tan cabal, no había más cáscaras que ir sin el Seat del veterinario. Que un buen acompañamiento a la hora última, aunque fuese de estilo tan añejo, no se puede regatear a quien cambió con nosotros a lo largo de la vida, tantas palabras y ademanes. Junto al ventanal donde se arregostaba su tertulia sólo estaba don Ricardo, el director del Instituto, hablando con Manolo Perona el camarero. Pero el salón estaba concurrido a pesar de la primería de las horas, por el deber del entierro. Plinio dejó la gorra en una percha, se pasó la mano por la bóveda cabezal y sacando el Faria de las fiestas, le apretó la punta más ancha y prendedera. Perona, poniéndole la mano en el hombro y con su sonrisa bonanzosa, le dijo a modo de saludo: —¿Qué, Manuel, dispuesto a la caminata? Plinio movió la cabeza con resignación chistosa. Don Ricardo fumaba la cachimba y entornaba los ojos. —¿Qué dice la cultura? —La cultura en este país siempre tiene poco que decir, Jefe. —Hombre, pues si ustedes no dicen, no sé quién va a hacerlo. —Me refiero a que hay pocos que escuchen.

En España los decires salen ahora de bocas muy terceras. —En eso estamos, pero por ello mismo hay que apretar. —Es inútil, Manuel. Antes los hombres eminentes eran el no va más del país. Ahora no hay quien los conozca… ¿A que entre todos los socios del casino no recuerdan el nombre de tres ministros? —Hombre, pues no pide usté na. Entró don Lotario, con mucha prisa, como siempre, pero así que vio a Plinio, amainó, colgó el sombrero y se sentó tranquilo. Como después de comer hay menos ganas de hablar, los tres amigos removían los cafés, chupaban los fumables, sacudían las cenizas —don Ricardo uñeteaba la cazueleta de la cachimba— y pasaron minutos sin decir cosa de aprecio, hasta que llegó el Faraón con la barriga más agresiva que nunca, y un botón de la bragueta desabrochado. Según confesión repetida, hasta aquella reconditez, sobre todo después del ensile, no le llegaban los pulgares. Se sentó el hombre con los muslos bien abiertos y se preguntó con gesto de cómica meditación: —Y a ver cómo voy yo andando al cementerio. —Pues como todos: echando un pie delante del otro. —Claro, como usted es un chichipán que anda más que un ojeador, no hace aprecio de mi naturaleza, don Lotario. —Si todos los días te dieses un paseíco hasta el cementerio a golpe de senojil, tendrías otra naturaleza. —Que se cree usted eso. Cuanto más ando más como. Lo tengo muy meditao. Estoy, si lo sabré yo, en mi línea media. Y no es que me canse de andar, a ver si me entiende, es que me harto de llevarme. Así que piso doscientos metros me aburro muchísimo. —Pues hoy no vas a tener más remedio, porque Menandro y tú, como hermanos. —Peor que como hermanos… Como primo de mi mujer… que fue hasta ayer… Era muy buena persona, pero más antiguo que roncar. —Y era antiguo en todo. Hasta en la manera de echar la mano y quitarse la boina. —Es verdad lo que dice Manuel. Y mira que en este país hay gentes antiguas; él era el no va más (Lotario). —Lo malo de este país —dijo don Ricardo entre humos— no es que haya gente con costumbres anticuadas, sino con las ideas más viejas de Europa. Va usted a Francia, pongo por ejemplo, y encuentra que los más tradicionalistas en cualquier materia son, qué sé yo, de la época de Eugenia de Montijo… En Inglaterra, quedan Victorianos, a mucho tirar. Pero en España hay todavía partidarios de Indíbil y Mandonio. Yo no sé qué puñetero filtro tenemos que todo nos llega cuando en otros países está ya en las almonedas ideológicas. —Si será lo que usted dice —dijo el Faraón no muy seguro de haber entendido. —Pero eso que ha dejado mandado Menandro de que le hagan un entierro a la antigua es de chiste. —Déjese, Manuel, no es de chiste —saltó el catedrático con energía— es lo típico del reaccionario que sólo da valor a lo viejo… que él conoce, claro. Porque a esos, pongo por caso, les pones una lira delante, y creen que es la reja de un ventanal moderno. —Y que no hay dudas. Hace dos años escribió la carta, en la que dice punto por punto cómo tienen que enterrarlo: en coche de caballos, todos a pie, despido del duelo y consiguiente cabezá en la puerta de su casa; y los curas de largo. Y ha dejado una manda muy gorda a la Parroquia si cumplen su deseo (Faraón). —Pero ¿y de dónde van a sacar los coches de caballos? —cortó Plinio. —Ah, chico, yo no sé, pero a mi mujer le ha dicho su prima la Menandra que ya está todo arreglado. —Te advierto que esta tarde irá más gente al entierro por el espectáculo que por cumplir (Lotario). —Y cuidao —siguió Plinio con su idea— que Menandro era inteligente para los negocios y apaños de su casa, pero así que le tocaban algunos hilvanes de su mente, le salía el Austria. —Eso es muy corriente en cierto tipo de hombres. La cabeza les funciona hasta que les hurgas en el perdigón atávico.

No hay razón ni cultura que pueda con él. Es como un microbio de otras épocas que les dormita en el colchón de los sesos. Y así que se despabila, les corretea por todo el organismo y convierte al portador en sujeto tal de aquellas calendas… Y eso que en este pueblo de ustedes —añadió don Ricardo— no abundan los hombres así. —Eso desde luego. Posiblemente por ser pueblo nuevo (Plinio). —Y los Almortas no son de estos terrenos (Faraón). —Y porque La Mancha de Ciudad Real no fue nunca tierra de arraigos feudales… No le dio tiempo. Fue mayormente tierra de paso… Y todavía lo es para el turismo. Hasta bien acabada la Reconquista no se fundaron muchos de estos pueblos. Ustedes se libraron de las capas sociales y raciales más gravosas de la historia de España. Empezaron con gente de refresco… Sí; desde los romanos hasta los Reyes Católicos, estas tierras fueron camino y no plaza. —Pero ahora, ya con el turismo, todo está muy igualado (Lotario). —No crea. Y lo digo por dos razones —siguió el catedrático—. La primera porque el turismo no para por estos pueblos, y la segunda porque por donde pasa sólo influye en lo superficial: modas, desnudos, bebidas y esas cosas, pero no en las ideas… Los turistas van a lo suyo: al mar, al sol, y lo más al románico. Con los españoles tienen el trato indispensable y chapurreado. Ni España influye en el turismo ni el turismo en España a no ser económicamente y algo en el amor. Y en La Mancha ni eso porque sigue siendo camino. Así estaban las cosas, cuando Perona se aproximó al corro y dijo a Plinio, con la discreción que solía, que lo llamaban por teléfono. Cortó el catedrático sus teorías sobre La Mancha-camino y Manuel González, el jefe de la G. M. T., luego de sacudirse las cenizas del puro, con pasos lentos, fue hacia la cabina. —¿Quién lo llama? —bacineó don Lotario con Pelona. —No sé. No ha dicho su nombre. Los tertulianos siguieron con sus menudencias parleras, aunque don Lotario, sin dejar de vibrar la pierna derecha —según su costumbre y la de su sobrino Federico— no apartaba los ojos del teléfono. —Pues anda con La Mancha — suspirihabló el Faraón—, no sabía yo que fuera tan poco posadera. Plinio volvió del teléfono y, sin sentarse, apuró el café, se caló la gorra de plato y dijo: —Vuelvo en seguida. Don Lotario lo siguió con los ojos y la boca prieta hasta que salió del casino. —¿Qué le habrá pasao a este? (Faraón). —No sé… El catedrático chupó la pipa sin comentar. En seguida entró Braulio con la boina calada hasta los flejes peludos de sus cejas, y las manos en los bolsillos de la chaqueta de pana verde. Se quedó un momentillo frenado. La amistad reciente de Plinio y don Lotario con el director del Instituto, pensaba que aminoraba su primacía de filósofo de Tomelloso ante los amigos.

Y no era, claro está, porque creyera las teorías de don Julián más potentes que las suyas, sino porque las citas y el vocabulario fino del otro —aunque dicha sea la verdad siempre propendía al tono llano — solían menguar su capacidad de lucha a los ojos del corro. De manera y modo que Braulio, cuando estaba el del Instituto presente, tardaba en despegar, aunque el otro le pinchara con la mejor intención, porque reconocía, y así lo decía a cada paso, que Braulio era una de las inteligencias naturales más grandes que había encontrado en su vida, aunque sin cultivar. Cuando los amigos transmitían a Braulio aquel piropo del director del Instituto, no acababa de saborearlo, pues el rematín de «sin cultivar» le hería en lo más profundo. «Hay dos clases de cultivo — replicaba Braulio—: el que hacen los tractores y el que hace la naturaleza. Este se llama fecundidad. A mí, cierto que no me pasaron los arados por la cabeza, ni me sembraron al son de la moda. Yo tengo la fuerza en las honduras de mi suelo cerebral; yo tengo una altísima fecundidad, que puede producir de todo, aunque sea de manera desordenada, pero siempre pujante y derribadora. Y posiblemente los libros no habrían hecho más que ponerme palabras y capar con ideas y rascaderas ajenas el portento de mi natural fuerza ideológica». Por eso si alguna vez en el decurso de la charla don Ricardo citaba el nombre de algún filósofo encumbrado, Braulio encogía el morro, como si le recordaran el gatillazo que dio aquel día que quiso tirarse a la casera culoncísima de la Villa de don Fadrique. Haciendo de tripas corazón, se acercó por fin a los sentados y pasó rato sin tomar parte en la charla escachifollada que traían.

 Plinio salió del Casino con las manos en los bolsillos del pantalón y cara de no querer ver a nadie. Tiró por la de Socuéllamos, dobló por la Vera Cruz, llegó al mercado a aquellas horas y, por la acera de las buñolerías, siguió hasta la parte trasera del edificio. Se detuvo un momento en la esquina. No se veía ningún jeep. Quedó indeciso. Cruzó hasta la calle de Juan José Rodrigo. Nadie, sólo carretillas arrimadas a las paredes grises y una pila de cajas que contuvieron pescado. Dos gatos olismeaban junto a las escalerillas de los servicios. Cuando se disponía a encender un Celta y a esperar, muy lentamente apareció el jeep. Se detuvo junto a Plinio. Conducía el mismo comisario Anselmo Perales. Plinio abrió la portezuela y se entró rápido. —Perdone Manuel, pero me he perdido. —¿Qué tal? —Muy bien. —¿Quién le enseñó este sitio? —Lo vi esta mañana, pero ya digo, calculé mal. —¿Usted nunca había venido a Tomelloso? —No… Quien me lo iba a decir… Por aquí ahora no pasa nadie ¿verdad? —No. Además metido en estos chismes tan altos no es fácil ser visto. —Por si acaso lo voy a poner mirando y pegado a la pared. Cuando acabó la maniobra, sacó los cigarros de su chaqueta de cazador. —En fin Manuel, menudo lío. —¿Qué es? —Por eso es más lío… Porque no se lo puedo contar… Quiero decir que no se lo puedo contar porque no lo sé del todo. —Pero sabrá usted cuál va a ser nuestro papel. —Su papel, sólo el suyo, Manuel. No lo olvide. —Ya me lo apuntó por teléfono. —Un papel que tampoco está claro —dijo echando el humo por la nariz y mirando el cigarro con aire pensativo—. Vamos al grano, al poco grano… Se trata de un secuestro. Alguien muy importante, que no he podido saber si es español o extranjero, joven o viejo, mujer u hombre, ha sido secuestrado a principios de semana.

Debe de ser un pez muy gordo y comprometido. Los secuestradores han advertido que si se hace público o se inicia la menor investigación, el secuestrado pierde la vida… ¿Qué piden por él? No lo sé. Sólo contadísimas personas conocemos el caso y no más que lo dicho… Parece ser, según una información reciente, que secuestrado y secuestradores están por estas tierras. Concretamente por la zona de Ruidera o proximidades. En Ruidera hay ya dos agentes especializados que conocerá usted en el momento oportuno, ya que es a los que tiene que ayudar. —¿Y cuál ha de ser mi ayuda? —La que ellos le pidan. Se me ocurrió que, como persona bien conocedora de estos lugares y dado su enorme talento, podía usted sernos útil. Lo propuse a la superioridad y les pareció bien… Advirtiéndome que tendría que intervenir solo y no decirle absolutamente a nadie de qué andamos… Yo me responsabilicé de ello. —¿Entonces cuál es mi misión de momento? —Irse a pasar a Ruidera unos días con la familia en plan de descanso, y ayudar a las personas que allí conocerá. —Entonces yo, a estar. —Eso es. —Bien fácil. —Yo comprendo que no es misión para su categoría, González. Pero los policías, como los cómicos, tenemos que hacer toda clase de papeles… Esto, insisto, siempre que a usted le parezca bien. —¿Y cuándo vence el plazo del secuestro? —No me lo han dicho, pero supongo que pronto… La consigna es: toda prudencia es poca… Sólo despachará usted con las personas que encontrará allí, insisto. Pero en caso de suma emergencia, puede llamarme a uno de estos teléfonos. Yo marcho ahora mismo a Madrid en este jeep. —Bueno, bueno, pues veremos lo que se puede hacer… Lo que más me duele es no podérselo decir a don Lotario. —Ordenes son órdenes… Ni al alcalde ni a nadie. Esta colaboración es totalmente solitaria. —¿Y usted no cree que si esos secuestradores se enteran que estoy en Ruidera, pues pienso que al menos por estas tierras soy bastante conocido, sospecharán? —Hombre, qué cosas. Creerán que usted va a lo de las voces. —¿A lo de las voces? ¿Qué voces? —Anda con Dios. De modo que el jefe de la detectivesca manchega no sabe que desde hace unas noches a eso de las doce se oyen unas voces misteriosas en Ruidera. —Nadie me ha dicho ni pum. —Vaya con Manuel, que tenemos que venir los de Madrid a denunciarle los misterios de su región. —Para que vea usted, Perales, lo cortos que somos los paletos —dijo Plinio entre bromas, pero un punto picado. —Pues nada, usted va a Ruidera a lo de las voces. —Pero aquello no es de mi jurisdicción. Piense usted que yo soy un simple guardia municipal de Tomelloso. —Usted se va a pasar unos días de vacaciones a Ruidera, y da la casualidad que se encuentra con las voces… que hasta ahora nadie ha denunciado oficialmente. Plinio se rascó la nuca. —Carajo, lo que estoy aprendiendo esta tarde. —¡Ay!, y qué Manuel este. Ya sabe cómo se le admira. En usted confío. Muchísima suerte —remató poniéndole la mano en el hombro y mirándolo con ternura. —Adiós. —Adiós, Manuel. Y si no tiene más remedio que llamarme por teléfono, haga como que me habla del caso de las voces de amor. Usted me entiende. —¿De amor? —Digo yo. O de terror… Pero suena mejor de amor. —Viva con Dios. Suerte.

Como se volvió al tema del muerto retrógrado, tomó el Faraón el uso del discurso, y contó cómo el día antes de la boda tuvo que explicarle a su primo político Menandro el funcionamiento nocturno del matrimonio. Pues el pobre, tan apegado estuvo siempre al mandamiento nacional, o sea el sexto, que tenía ideas muy confusas sobre ciertos repliegues del cuerpo femenino y no digamos de la mecánica a seguir para dar gusto y preñez a la contraria. —Si sería inocente el pobre mío — decía el Faraón— que creía que las mujeres, igual que las niñas, tenían calvo aquel semeje de alcancía donde les remate el vientre. Y es más: pensaba el infeliz que el virgo de la hembra era como una tapaderilla de hojalata, que después del empuje viril caía en la sábana, para exhibido toda la vida como certificado de honradez. Y yo le decía: «pero coño ¿dónde has visto tú en tu casa o en la de quien sea una caja con los virgos de las antepasados? Que los iglesieros todo lo veis en forma de medalla». Pues nunca me pareció tan niño (Don Julián). —Y no lo era. Pero hasta los veinte años que se casó vivió bajo las Faldas de su madre y de su abuela, que de tan puras se lavaban las ropas interiores con agua bendita. Cuando faltaba un cuarto de hora para el entierro, don Lotario se puso nerviosísimo porque Plinio no volvía. —Hay personas que pueden ser todo lo listas que se quiera, pero carecen de imaginativa para las cosas de la ingle — aventuró Braulio. —Eso es una gran verdad (Ricardo). —Hombre, pero ya en la escuela, por muy planchá de bragueta que sea la propia familia, los amiguetes le dicen a uno todo lo que hay que saber de medio cuerpo macho pa arriba, y de cuerpo entero de hembra por delante y por detrás… Por cierto que no sé por qué el culo de las mujeres llama tanto la avaricia visual, siendo parte, que aunque mona, no vale para nada —se interrumpió el Faraón con aire pensador —… A lo mejor es que todos los hombres tenemos algo de maricas, y por conservar las formas ojeamos el culo de las hembras en vez del de los prójimos… Porque ellas, que yo sepa, no se engalgan con las posaderas de los machos. —Es que el culo de la mujer —saltó Braulio— no se mira como tal culo, sino como piloto de todo el cuerpo a la hora de la transmisión de placeres. —Anda leche, también se mueve el culo del hombre en el molinete del polvo. —Pero no es lo mismo, porque a la mujer puede apañársela por la grupa, figura esta que, aparte del placer, da mucho provecho imaginativo… Y volviendo a lo de no tener vocación de catre —siguió Braulio— hay materias que para muchos quedan en blanco total, como a mí me pasa con el fútbol, que por más que pongo atención todavía no sé cuántos hombres forman un equipo, ni en qué se diferencia un medio de un entero.

Hay gentes con las cabezas tan reviradas a un sitio que, aunque los abociques una semana entera a lo que quieres que vean, no se enteran. Y es que cada cerebro tiene algunos callejones tabicados —concluyó sin dejar de mirar de reojo al catedrático. —Eso es verdad —confirmó este—. Cada cual tenemos unos ventanales que nos nacieron con la vida misma y sólo vemos de esta lo que por ellos se trasluce. Todo lo demás, aunque nos lo enseñen, lo ignoramos. —Además que en el mundo hay pueblos que sólo crían a sus habitantes para que miren por unas escotillas. Y eso amolda mucho a las generaciones. —Sí señor —volvió el catedrático corifeo—, eso son hábitos sociales que acaban por conformar lo que podríamos llamar personalidades nacionales, regionales o de pueblo. Muy bien dicho. Por ahí andaba la conversación cuando Plinio entró con gesto muy rebinador. —Que ya es la hora del entierro, señores —dijo acercándose, y observando con ojos maliciosos el espionaje y temblequeo de pierna de don Lotario. Se pusieron todos de pie, se estiraron las perneras de los zaragüelles, se cubrieron con ritual casi unánime y el Faraón dijo: —¡Ay qué leche de vida! Y emprendieron camino hacia la calle de Raimundo Cepeda, donde vivía el decesado Menandro. Don Lotario procuró engancharse al jefe y le preguntó con ansia natural: —¿Qué pasa, Manuel, qué pasa? Plinio chupó el remate del faria antes de la respuesta, y dijo al fin con ojos pensativos: —Ya le contaré en otro momento. El veterinario morreó a manera de disgusto, pero no insistió en la indagatoria. La plaza estaba casi solitaria. Con su cielo y su suelo de siempre. Las plazas de los pueblos son cacerolones que cada poco tiempo cuecen una generación de humanos. De su iglesia los sacan recién bautizados y ante ella pasan al cabo de unos años camino del Campo Santo. Venga de enchorritarles vivos y muertos, recién desencoñados o recién tiesos, y las plazas de los pueblos tan tranquilas. Con su Ayuntamiento enfrente, tan municipal, tan lleno de máquinas de escribir y concejales. De cuando en cuando, en sus balcones asoma una bandera. La rojigualda cuando pasó aquel ministro de Alfonso XIII que iba a traer el ferrocarril. La roja, gualda y morada de la República, cuando llegó el otro a inaugurar las obras del Pantano de Peñarroya. La roja de la guerra. La rojigualda, la otra y la otra de después de la guerra. Y la plaza igual, con los párpados caídos ante los cambios de bandera, las sangres de unos y de otros, y los muertos y bautizos generales que le llegan cada día. Todo el que muere se lleva la imagen de su plaza inundándole los ojos. Y la plaza tan queda, sin echarle un gesto a nadie.

Bajo la Posada de los Portales — calles blancas, maderas almagre y columnas de cemento blanquigordas— a aquella hora los enlutados y emboinados de siempre. Los que miran la nada del redondel o del auto que lo cruza, y a veces levantan la mano muy pausera para sentenciar sobre la viña y el tempero. Son gentes de piernas blanquísimas bajo los pantalones de pana. La cara y las manos atezadas, y un cielo de la boca coreado de muelas amarillas que asoman en la grandilocuencia del bostezo. La de veces que habrán oído las plazas bostezar, sonar los caños narigales, y echar risotadas estruendosas. La de veces que habrán visto a los borrachos del pueblo aldoneando la cabeza y los decires; las sombras de las panzas empreñadas, y los mimos de los chicos que salen de la escuela. Cuánta moza con el pie brioso, la bocadura y los pechos escapantes. Ay qué coño de plazas, tristísimos calderos que nos recuerdan tantas vidas escurridas… y las mismas figuras de nuestra primera biografía que se llevó el viento. Calle de la Independencia abajo iban Plinio y don Lotario con Braulio entre hombros. Detrás, don Ricardo y el Faraón. En la esquina de la hermana Mariana vieron perros ligados. Acabado el gusto o asustados, tiraban cada cual hacia su cabeza. —Fíjate —saltó el Faraón— hacer eso en plena calle y estando solteros. Y es que los curas, ahora, dejan unas libertades que pa qué. ¿Qué sería si los humanos, al acabar la concatenación de las ingles anduviésemos todo el día por la casa engatillados a la vista de los suegros y vecinos…? Menos mal que al hombre, así que acaba la puja se le evapora la tensión. Al doblar la esquina se les acercó Ramoncito Serrano y volvieron a hablar del muerto. —Pues no sabe usted, Manuel, lo más grande de todo. —¿El qué? —Que Menandro Almortas ha dejado una carta al alcalde presentando su dimisión como ciudadano. —¿Su dimisión como ciudadano…? No me jodas. —Sin joderlo, Manuel. Aquí llevo una fotocopia que se la leeré a ustedes en el primer claro. —¿Habéis oído? —volvió Braulio a los otros—, que Menandro deja carta al alcalde presentándole su dimisión como ciudadano. —Aprieta huevo. Es capaz. Si era más cumplido que una nuera reciente. ¿Y cómo enfoca el texto? (Faraón). —Ahora lo leeré en el cuerpo presente.

A ver si nos apañamos un rinconcillo. Al llegar a la casa del muerto se enteraron que, por el aparato especial, el entierro se retrasaba hasta las seis. Decidieron hacer el velatorio completo y no volverse al casino. El yerno de Menandro, como todo estaba enracimado de pesameros, los llevó a una alcoba grandísima, llena de cómodas y armarios panzudos, habilitada para los del cumplido. Más que alcoba era almacén de alcobas con sillas altipateras entre las cortinas amarillas y los lavabos con espejo pajizo. Se entreveían mujeres sentadas en sillas muy altas o descalzadoras muy bajas; y un viejo tumbado en una hamaca casi a ras de suelo. Plinio y los suyos se aparcaron en unas descalzadoras tristísimas, tapizadas de seda celeste, pero tan altas que a don Lotario le quedaban los pies badajeando. Dentro de un armario que no podían cerrar por más que empujaban la puerta cuantos pasaban por allí, se veían muchos paraguas grises y sombrillas color ancianísima naranja. Y es que en la familia de Menandro Almortas, aunque de labradores llanos, hubo una antepasada que vivió siempre en un palacio de Madrid y dejó todo su dinero para hospitales y beneficencia, pero los muebles y crespones, las vajillas y chinelas, y un cofre de caoba muy grande lleno de barajas de todos los tiempos, se lo dejó a su sobrino nieto Menandro, que siempre habló de ella con reverencia de altar.

Cruzó una vieja entre las descalzadoras y los armarios de luna panzudísimos, con una taza de caldo anchísima. Y al poco volvió con un rosario: —Es que le vamos a poner al pobre este, que es peorcillo, que no hay necesidad de enterrarlo con el de plata atado a la muñeca. Que la tierra es muy poco agradecida. Y lo explicaba a todos los pesameros que le hacían pasillo a lo largo de la casa, desde la cómoda donde lo sacó, hasta el catafalco de Almortas, que estaba sobre el suelo del gabinete y tenía la bandera nacional y la de Acción Católica cruzadas sobre al tabique de la derecha, conforme se entra de la habitación. —¡Ay! No somos nadie —exclamó el Faraón encendiendo un pito con cara triste y muy acomodao en una jamuga anchísima y negra como mal vaticinio—. Pero os advierto, que cuando uno se muere, vive como Dios. —Pues no dices mal —coreó un vejete sentado sobre el estuche de un bidet portátil. No era fácil saber la gente que había en aquella alcobona de alcobas. Pues por tanto espejo de coqueta y lavabo, se veían los mismos dolientes de frente, de espalda y en corros repetidos. Como la cosa iba para largo, Serranito sacó su fotocopia y pidió audiencia: —¿Les leo la dimisión de Menandro? Y como todos alargaron los cuellos con las orejas abiertas, formando una corona de cartílagos rizados rosados, morenos y peludos, alrededor del concejal, este, echando un vistazo al contorno de los espejados para cerciorarse de que su voz les llegaba, empezó a leer con son de oficio: «Sr. Alcalde Presidente del Excmo. Ayuntamiento de Tomelloso: Muy señor mío y de toda mi consideración. No crea usted que es de mi gusto escribir la presente.

Que aunque enfermo y con el poco gusto por las cosas que da la vejez, uno siente cierta pereza para cambiarse de vida. Y aunque observé siempre todos los mandamientos de nuestra Santa Madre la Iglesia, y estoy seguro que Dios nuestro Señor me tiene preparado un buen destino, créame que cuesta trabajo firmar el “acepto”. Pero, en fin, como quiera que la vida no fue nunca prenda perenne, asumo el reclamo con toda resignación, y antes de que me falten los pulsos necesarios quiero ofrecerle mis respetos por última vez, y presentarle formalmente y de manera irrevocable mi dimisión como ciudadano de Tomelloso. Sé perfectamente que este requisito es innecesario, dada la supremacía del Destino sobre toda autoridad municipal e incluso provincial, pero deseo quede bien claro mi pesar por no poder colaborar en lo sucesivo por los intereses comunales del pueblo, como siempre hice cuando se me requirió, antes y después del Glorioso Movimiento Nacional. Dos veces fui concejal, una teniente de alcalde y otra de la Hermandad de Labradores y no hubiera tenido empacho en ser alcalde presidente si se me hubiera pedido. Pero no debió quererlo Dios, cuando ninguno de los treinta y dos gobernadores que pasaron por la provincia desde que tengo memoria me hizo el envite. Le ruego perdone en nombre propio y en el de los alcaldes que le antecedieron si alguna falta cometí en mis funciones. Y tenga la seguridad de que quedan hombres en el pueblo capaces de suplirme en cualquier menester que requieran las casas consistoriales de Tomelloso. Que Dios le dé mucha duración como hombre y como alcalde, y sin más petitoria que una oración por el eterno descanso de mi alma, ruego haga extensiva esta renuncia y deseos a toda la Corporación que tan dignamente representa, así como a las autoridades provinciales y nacionales que crea conveniente… Este que ya no lo será cuando la presente llegue a sus manos. Menandro Almortas». —Esa carta es un cachondeo —dijo el Faraón enalteciendo la barriga desde la jamuga. —Estás equivocao —saltó Plinio sereno desde su altísima descalzadora —, la escribió en serio, por un apremio cívico muy suyo, muy almortero. —Estoy con Manuel —añadió el catedrático moviendo la cachimba con círculos de incensario—. Es una renuncia subconsciente… a las ganas que tuvo de ser alcalde toda la vida. —Fue muy buen hombre —añadió Braulio entre su chaqueta color malvavisco—, pero siempre le gustó figurar a su manera.

Las disposiciones que dejó para su entierro y esta misma carta a las Casas Consistoriales prueban la importancia que se daba, sin querer ofender a nadie. —Sí, señor Braulio, eso es certísimo y agudo. Esta confirmación del catedrático y competidor, ablandó mucho los ojos de Braulio tan vidriados aquella tarde. Apenas sonaron las seis se oyeron los latines que el clero parroquial cantaba en la puerta de la calle. Y al contado: ruidos de sillas, pasos, toses y el arrecio de los llantos familiares allá en la hondura de la capilla ardiente. Los condolientes se amontonaban de pie en el patio y el portal, en espera de que los curas dejasen de cantar. Nubecillas de incienso entraban hasta las honduras del patio. Y a la luz del sol, la alta cruz de plata reflejaba las manos nerviosas del monaguillo. Cuando los sacerdotes rompieron su semicorro latino, Plinio y los amigos salieron del portal. Y a dos pasos de la puerta de Menandro, vieron un carro virilón de yunta, cargado de coronas y largas cintas con leyendas oferentes. A las dos mulas que tiraban de él —que caballos no hubo modo— las agualdraparon con paños morados, y plumas negras en las cabezas. Las gentes contemplaban con la boca floja aquel artificio, e incluso en los curas se apreciaba un dengue irónico. En el pescante de aquella, más que carro, galera sin miriñaque, aguardaba Felipe, el auriga fúnebre envuelto en su blusón negro, y con la boca prieta por frenar la risa. Apenas sacaron el féretro de maderas grandes y molduras áureas, y lo pusieron sobre el tablero del carro con un gruñido doledor, se formó el primer duelo bien ennegrecido, de los hijos y yernos del finado. Inmediatamente, los hombres condolientes, ocupando toda la anchura de la calle. Y luego, las mujeres, encabezadas por el duelo femenino, con velos y pañuelos prontos para el lagrimeo. Como las mulas eran viejas, iban a poco paso y todo el acompañamiento se trasladada con cansinez impropia de los tiempos Las gentes que ignoraban la historia de aquel entierro, al verlo pasar miraban la galera y luego a los dolientes y a los curas, buscando explicación a aquella anacronía. Y muchos desocupados, especialmente niños, se añadían al cortejo por ver en qué acababa aquel funeral, carretonil y risero. Plinio y los suyos, a pasico, con toda la paciencia del mundo, iban tan pegados al duelo primero, que no podían expresar los comentarios que les llegaban a la boca. El Faraón, que antes de llegar a la plaza se amarró al brazo de Braulio, discretamente hacía mimos juanetudos. AL pasar junto al Ayuntamiento se incorporó el alcalde con paso precipitado y sujetándose las gafas, hasta colocarse al lado de Plinio. Por cierto, que apenas el hombre se serenó un poco y enjugó el sudor, el jefe se las amañó para zaguearlo de los amigos. Y le dijo, pasándose la mano por la boca con aire corto: —Señor alcalde, usted perdone, pero quería pedirle unos días de permiso. —¿Usted permiso, Manuel? Nunca le oí pedir nada semejante. —Para que usted vea. —Le corresponde un mes al año. De modo que puede empezar cuando guste siempre que me deje aquello en buen orden. —No; sólo quiero unos días.

Menos de una semana calculo. —¿Y dónde va a ir si se puede saber, Manuel? —Ahí cerca… a Ruidera. —¿A Ruidera? Ay, Manuel, Manuel, ya me extrañaba a mí lo del permiso. A usted le han contado lo de las voces nocturnas y quiere hacer una investigación. —… No creo que eso sea cosa seria. —Yo tampoco, pero algo es algo. —Pues no había reparado en eso, señor alcalde. Es que mi mujer y mi hija llevan qué sé yo el tiempo con la perra de pasar unos días en las lagunas, y, como han puesto un hotel que está bien, pensé llevarlas estos días antes de que empiecen los calores. —¿Usted de turista a Ruidera con su mujer y su hija? Muy extraño. —Hombre, alguna vez tenía que salirse uno de la rutina. A las pobres nunca las llevo a ningún sitio. ¿Qué le han dicho a usted de las voces? —No sé… que hace algún tiempo, cada dos o tres noches, precisamente desde el hotel, a eso de las doce, se oyen unas voces de hombre, que asustan a los huéspedes. —¿Y duran mucho? —No, sólo una voz. Larga. —¿Y no saben de dónde salen? —De muy cerca del hotel, de las orillas de la Colgada, pero nada más. —¿Y no han hecho denuncia en serio? —… Como tampoco ocurre nada denunciable. Plinio se rascó el cogote con cierto disimulo sin quitarse la gorra, y quedó con gesto meditativo hasta que al fin rompió: —Pues mire, así tendremos distracción estos días. Porque al no ser pescador, cazador ni nada que se salga del oficio, iba a aburrirme como un galgo… Antes de que el duelo saliera del cementerio, el Faraón anunció que el hijo de su madre no volvía a andando, que ya se daba por cumplido y que desde el teléfono del camposantero iba a pedir un taxi para llegar a tiempo de dar la cabezá en la casa, pero sobre cuatro ruedas. El catedrático se sumó y los demás del grupo se quedaron para cumplir el ritual completo. Los sacerdotes también se montaron en el coche de un amigo. Sólo el sacristán y el monaguillo volvieron andando con la cruz y el hisopo. Por consejo de alguien mandaron delante el carro con las coronas. Y duelo y acompañamiento volvieron a buen paso, entre una polvisca que se alzaba hasta las hojas de los árboles del paseo.

Desde lejos se veía a aquella multitud andar como a destajo. Aldeando las mujeres y cogidas del brazo. Los hombres más bien mirando al suelo, y los deudos con esa cara de mala uva que a veces ponen los que demuestran muchísimo dolor. Plinio y don Lotario, desemparejados de los otros, tornaban hablando con mucha aplicación. —¿Y dices que tenemos caso a la vista? —Parece que sí… Desde hace dos o tres noches, a eso de las doce, se oye una voz bastante miedosa… según dicen, cerca del hotel nuevo que han hecho junto a la Colgada, en Ruidera. —¿Voz de hombre? —De hombre. —Ruidera siempre fue sitio de misterios. —Mayormente de pescadores. —Yo me entiendo, Manuel. La Cueva de Montesinos, el Castillo de Rochafrida y esas aguas tan quietas. —He pedido permiso al alcalde para ir allí unos días. —Para irnos querrás decir. —Natural. Pero voy a llevarme a la mujer y a la chica. Las pobres están qué sé yo el tiempo con la letanía de pasarse una temporadilla junto a las lagunas, como ahora se estila tanto. —¿Y no serán impedimento para nuestras pesquisiciones? —Qué va. —¿Y te han dado permiso o vas como de servicio? —He pedido permiso. Eso queda fuera de mi jurisdicción. —Ya… ¿Y la llamada telefónica al casino tiene algo que ver con eso? —Algo… Pero ya le contaré en el momento oportuno. Don Lotario pateó una china, e hizo una tragada de saliva.



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