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HIMNO A TOMELLOSO

martes, 10 de octubre de 2017

2ª Rapto de la segunda Sabina: Rosita Granados



Con la prima historia de la mujer muerta y del hombre del casco encarnado.

Según convinieron, hacia la una de la tarde estaba toda aquella gavilla de sujetos en la huerta de la Rocío. Era la única hembra de la reunión, según costumbre. Solía decir ella que no le gustaban las mujeres. Que eran muy maliciosas y liantes. Y que los cerebros más vistosos anidan en la calavera de los hombres. Soltera y sola en la vida — vivía con una hermana casada—, la Rocío siempre que podía hacía juerga con tíos. Y no era por la picardía, que tenía fama de virgen e intonsa. Debía de ser «mujer de poco flujo y más dada a cavilaciones que a la querencia de la ingle», como decía Braulio. Desde luego, al hablar era muy mental y en sus ademanes se apreciaban algunos vigores de hombría. Pero tampoco esto significaba que tuviese hobbies extraviados. «Las cuestiones catrales no la desvelaban». Eso era todo, como decía también Braulio. La huerta de la Rocío era más bien huertecillo, con pocos árboles, algunas verduras, una casita viva de puro encalada y noria de arcaduces que movía un rucio más viejo que el quiñón de la Elía. Solía decir la Rocío que, a su burro, de tanto dar vueltas con los ojos tapados, se le había olvidado morirse. —Si estará chalao por el oficio, el pobresito pollino, que en la cuadra se pasa la noche dando vueltas como un sinaco.

La Rocío tenía aquel viejo huerto de su padre como consuelo total de su soltería. Ahorrando, ahorrando, le puso cerca, mejoró la tierra y amplió la casa. Cuando salía de la buñolería, allí se pasaba las horas muertas con el escabillo, entre las acequias, al son manso y endechero del agua que vertían los arcaduces. Las viñas habían vencido a los huertos por aquellos contornos, y los productos que en él criaba se los quitaban de la mano los colindantes. —Me tengo que buscar influencias para que me entierren en este cacho tan fresco. Yo soy andaluza, y no me quiero pudrir entre los muertos de este pueblo, que son unos manchegos resecos y desabridos. Quiero, ya lo sabe Manuel, que el pacen eternam me lo echen en este solar. Usted, que es autoridad, podrá conseguirlo… En esta tierra del huerto sólo hay esqueletos de pajarillos, de lagartos y de aquel podenco que lamía las manos de mi padre cuando estaba imposibilitao. Yo no quiero estar enterrada entre huesos de prójimos. Además, con tanta cal y tantos tiestos como tengo por aquí, me haré la ilusión de que estoy enterrada en mi fierra, que es la de María Santísima. Antonio López Torres, en vez de un postre, llevó a su sobrino Santiaguito López, que también estudiaba para pintor. Cuando quiso explicar por qué traía al sobrino, se puso tan colorado y se armó tal taco, que tuvo que cortarle la Rocío: —No sigas, pintorazo, que ya sé que no te puedes separar de tu sobrino del alma. Que al que Dios no le da hijos le da sobrinos. Santiaguito, con su cuello tan largo, se excusaba. —Yo no quería, pero se ha empeñao… Braulio trajo en su tartana una arroba de vino probado y un queso en aceite como un lamparón de gula. Plinio y don Lotario llevaron en el coche pasteles, café, anís y, para darle la coña a la Rocío, un papelón de churros. —Habráse visto la inmoralidad — dijo la Rocío cuando le ofrecieron el cucurucho como si fueran flores—. Pues están ustés apañaos, polizones, que toda la santa comida les voy a estar hablando de la Sabina para avinagrarles la digestión. Plinio se reía a media boca. Y don Lotario empezó a esparcir los churros por la huerta como si los sembrara. —No me empuerque usted la tierra, por sus muertos, señor bestiario. El postrer convidado era Samuel el Rojo, hombre de casi dos metros de alzada, con el pelo rojo azafrán, pecas como trozos de hoja seca por todo su cuerpo y una batería de dientes tan completos y crecidos, que jamás podía abrigarlos con los labios. Era labrador ricote, vecino de la Rocío, con fama de ser el que mejor guisaba la carne por aquellos contornos llaneros. Según la cuenta, él había comprado el choto a cargo de la Rocío, y tenía encomendadas todas las operaciones que conducen desde la degollación del inocente, hasta su presentación en corro. La personalidad de Samuel el Rojo residía en su saque para comer carne y su arte para freírla. Por lo demás era hombre desapacible y esquinado, de muy secreta biografía. Sólo cuando alguien en el pueblo organizaba una gran comida, fritanga, cabritada, chotomortada o regodeo chicharrón, aparecía él como maestro supino y sin contrafuero. La primera manifestación de la jornada fue un careo con el tinto que previamente refrescó la Rocío. Bajo la parra, en un lebrillo, con ciertos adornos de melocotón, pera y los andrajos de sol que se filtraban entre los pámpanos, lucía el tinto como una luna de sangre a cada nada rota por el trasiego de los vasos. Ayudaban el bebercio con unos tacos de jamón cortados como fichas de dominó. —Esto es bebida y no el whisky ése que beben los señoritos zapirones — dijo el Braulio mirando al trasluz aquella lente tinta de su vaso—. ¿A que sí, Antoñete? —La gente —confirmó éste— se pierde por todo lo que no es llano y les queda lejos. Cuanto más lejos mejor. Para nosotros los españoles hay muchas medicinas que saben mejor que el whisky, y ninguna como el vino honrado o el anís dulce, que es la flor de los licores. Habría que hacer una revolución para volver a las cosas sencillas. La gente lucha por conseguir mercancías que le complican la vida y le quitan el sabor de vivir. La paz, el campo solo y el vino honrado, son tres bienes que ha perdido la humanidad. Samuel el Rojo, apenas se trasladó dos vasos de vino, dijo a medias palabras que se iba a tasajar el choto. Y marchó con cierta prisa, como si lo llamase el lanudo. —Lleva razón Antonio —añadió don Lotario meditabundo, con el vaso delante de los ojos—. Los hombres de ahora luchan por el lujo y la tontería. Los del futuro, si llegan a ser más sabios, lucharán por un mediano pasar, tranquilo, con tiempo para hablar, para desperezarse al sol, para poder mirar la caída de la tarde sin prisas y sin miedos. —Que más vale un canario que una radio —dijo Antonio el pintor—. Y estoy seguro, como apunta don Lotario, que llegará una revolución de pureza y de sencillez, un verdadero cristianismo, que queme cuanto sobra y procure lo mucho que falta. —No creo, eh, no creo —saltó Braulio el filósofo—. El hombre no es el animal más inteligente, sino el más loco, y andará perdido hasta que el mundo se changue. La Rocío, que sentada en una silla baja repartía vasos, dijo: —Estáis ustedes muy sabedores y yo no entiendo gran cosa, pero me creo que el mundo es cada vez mejor.

Cayó la conversación, pues el día no parecía para filosofías, y quedó un raro silencio. La Rocío hizo oído como si escuchara algo especial y sin decir palabra, con pasos silentes, se llegó al porche donde el Rojo tasajaba el cordero. Apenas espió un momento, se volvió con cara descompuesta hacia sus amigos y les hizo señas para que acudieran en silencio. Con mucha suspensión y extrañeza se allegaron todos en hilera y casi de puntillas hasta la altura donde la de los churros estaba. Y vieron cómo Samuel el Rojo, asido con cada mano a una paletilla de la res y muy ahocicado en la parte del pecho, haciendo ruidos caninos y resoplando sonoramente, mordía el corazón y los bofes del cordero crudo. Tan hundido estaba en aquella fiereza, tan enlobado, que no advirtió que lo observaban. Todos quedaron tan atónitos, que nada dijeron durante un buen rato. Los tembleques y resuellos del Rojo, que restregaba toda la cara contra aquellas partes blandas y muertas, mientras sus dientes arrancaban cachos más que medianos, revolvían el cuerpo. Y fue la Rocío quien rompió aquel selvático espectáculo, porque empezó a dar arcadas agónicas y a echar cuanto llevaba dentro. Entonces Samuel el Rojo, como si entreoyese que le llamaban desde lejos, aflojó la presa y volvió la cara lentamente hacia donde estaban los espías. La tenía tinta en aguasangre, con fibras de carne entre sus dientes jabalinos. Y con ojos fijos miraba como sonámbulo que no entiende bien lo que pasa. Al cabo de unos segundos, alguna idea debió de llegar a su cabeza, porque bajó los párpados, se limpió la boca con la manga y restregándose las manos en el pantalón de pana, con paso torpe y sin decir palabra, pasó ante el grupo, llegó hasta la portada y marchó. Sin decir palabra también, los espectadores, a excepción de Plinio que tenía la mano puesta en la frente de la Rocío para aliviarle sus angustias, se miraban estupefactos… Y en estas posiciones fijas de retrato estaban, cuando apareció el cabo Maleza lleno de polvo y con la colilla entre los labios. Al ver el cuadro quedó suspenso intentando adivinar lo que allí pasaba. Pero sus entendederas, acostumbradas a fenómenos más suaves y contaderos, sólo le dieron de sí para exclamar: —Pero ¡arrea!, ¿es que ya está trompa la Rocío? Nadie le contestó de momento. La Rocío acabó por enderezarse, respiró fuerte, se pasó la mano por la frente, escupió fino, y con paso lento, seguida de sus invitados, volvió a la silla que ocupara junto al lebrillo de la zurra. —¡Bendito sea Dios! —fueron sus primeras palabras—. Desde que tengo potra no he visto otra —fueron las segundas—. Te parece qué, Virgen de las Angustias, comiéndose la carne cruda como una alimaña. —Es que la condición humana es infinita —sentenció Braulio mientras se inclinaba sobre el lebrillo para servirse un vaso. —Dirás la condición animal — tartamudeó Antonio el pintor—. Era como una fiera… hozando en las entrañas del corderico… Y eso debe de ser un vicio… Comerse el corazón a dentelladas como los prehistóricos. —Nunca había visto ni oído nada igual —dijo Plinio a su vez. Y luego a la Rocío—: ¿Se te pasa? La pobre se había quedado de cal y ciertas gotillas de sudor le destilaban por la patilla. —Pero bueno, ¿se puede saber qué pasa? —preguntó Maleza. —Anda, tómate un vaso y dinos tú primero a lo que vienes —le ordenó Plinio. —Yo, a lo que vengo es gordo, pero por éstas —e hizo la cruz con los dedos — que no se lo delato hasta que me cuenten la causa de este espanto, de esa angustia y toda esta faramalla de que se comían un corazón a dentelladas. —Pues ná, Maleza —dijo Braulio —, que Samuel el Rojo nos quería dejar sin comer. Y ahí, debajo del porche, con el conque de descuartizar el cordero, se lió a darle bocados en los bofes y en las asaduras, con arrebato de antropófago… Y esta pobre, que fue la primera que lo descubrió, no pudo aguantarse y por pocas echa el quilo. —¿Y dónde está ese cafre? —Se ha ido avergonzado. —Y borracho de sangre —añadió Antoñete haciendo un guiño y poniéndose la mano doblada bajo la barbilla. —La leche, qué tío. Ésos son vicios y no el comerse las uñas. —Y este hombre —siguió el pintor, excitado— en su casa debe de banquetearse con carne bullente hasta caer redondo. Iba como borracho. —Sus dientes siempre me han dado miedo —comentó Maleza. —Bueno, y ya que estás al tanto de lo sucedido, ¿puedo saber a qué vienes tan temprano? —Pues… ¿me puedo tomar otro vaso? —Anda, toma también de este jamón —le ofreció la Rocío, que empezaba a alentar. —Pues que… agárrense ustedes. Que la guardia civil ha encontrado una mujer muerta cerca de la Hormiga. Por lo que me han dicho, está descompuesta y presentada en un saco de plástico. Ha llamado el teniente para que, antes de que el juzgado de Argamasilla levante el cadáver, lo vea usted. Como saben lo de la Sabina, dice que examine usted a la muerta por si saca algo en claro. —¿Y no te han dicho la edad o algo que recuerde a la Sabina? —El teniente, que es nuevo, no conoce a la Sabina. Por lo que dicen, no saben ellos quién pueda ser. Todo más bien es, digo yo, por si usted, que tiene tanta vista, sacase vislumbre. —¿Vamos, Manuel? —dijo don Lotario poniéndose muy nervioso. —¡Ay, Rocío, vaya convite! —dijo Plinio tomándose otro taco de jamón. —Ande, Manuel, vayan ustedes y procuren volver hacia las tres, que estará todo preparado. No nos vamos a amilanar por tan poca cosa. A mal tiempo, buena cara. —Vale —dijo Plinio poniéndose de pie y encendiendo un «Celta»—. A ver si apañáis bien la carne, pero las asaduras se las echáis al gato. —De acuerdo, Manuel, la vamos a guisar mejor que el tiburón ése de la caverna. Ya verás qué ricura —le animó Braulio. —Jefe, ¿me voy con ustedes o me quedo aquí echando una manita? Ya sabe usted que yo tengo gracia para guisotear. —Tú te vas a tu puesto. —Él se queda aquí porque lo digo yo. Es mi invitado —saltó la Rocío muy enérgica. —Quien manda, manda, Jefe. Ya lo ha oído. Me quedo. —Me río yo de tu vocación de policía —le reprochó Plinio. —Y puede usted reírse a gusto. Yo la única vocación honrada que tengo es el no dar golpe.

Y sin más dilación el veterinario y el Jefe salieron del huertecillo. Tomaron el «Seiscientos» y salieron de pira por la carretera de la Alavesa. Pasaron ante «Villa Pampanito», la finca del pintor Francisco Carretero, y de la huerta de Menchen, hasta toparse con la gran barrera verde que abrigaba la casa de los Huertas. Sobre el terreno esponjoso, los viñedos dorados, con las alas de los pámpanos declinativos por el frontero otoño. No sé qué extraña reflexión, no sé qué ars muriendi pone la otoñada en los lienzos de esta tierra. En la lente del horizonte, en el polvo leve que levanta el can que hocea; en la oveja que busca las últimas verduras o en el pájaro pinto que, sobre un sarmiento, se confunde con el grumo oro y ampara en la pámpana vinosa. Era, aquél, otoño precoz, casi otoño del llano manchego: una eclosión de violetas y rojos cansados, de aguas con hojas flotantes, de grillos caducos y de cielos que espejan capirotes morados. Una depresión casi homicida, que sorbe el corazón de los hombres, traga alegrías, hace las cópulas dolorosas y reduce a los humanos a un gran llanto geológico. Con el despertar de la primavera, este paisaje se siente pujante y decorativo, reina sobre los animales y los hombres que se deslizan sobre él como detalles delgados. Pero en el otoño, esta tierra sin árboles siente miedo y todo lo recoge, abriga y quiere llevárselo a la honda galería de sus sienes y podres sin esperanza. El otoño solidariza lo vivo con su menopausia y hace un gran panteón con todo lo que cree, grita, hoza, relincha, ladra, maya, canta y se mueve. Quiere hacerle el féretro al pecho en flor, al gozquecillo rabicorto, al mirlo guácharo, al lobezno de dientes recién estrenados, al cisne implume y al muslo joven que goza en la cuneta. El otoño en este campo es un gran dolor de pecho y espalda, ganas de morirse sobre las moras podridas, entre las uvas tintas comidas de avispas, sobre la pinchería de los barbechos antiguos, casi cobres. El cielo se viste cinturones malva, los caminos se anegan y el agua de los esteros es barrizal de hojas caídas, frutas oscuras, pájaros muertos, cartuchos vacíos y gorriones de tela sin color. Ya desde la carretera de Ruidera, hacia Tomelloso, vieron un espejismo. Un espejismo que figuraba aguas sanguinas, altísimos árboles desmochados, castillotes dentones y no sé qué banderas moradas, larguísimas, paralelas al viento. En las llanuras manchegas hay espejismos como en el desierto. Espejismos que copian ciudades que nunca llegaron a ser, fincas floridas y árboles sin nombre en las botánicas. A veces los labradores, seducidos por el espejismo lontano, se salen del surco y echan a andar besana adelante pensando llegar a un oasis de aguas y flores, de casas albas y árboles mocísimos; a un campo de verdad sin sed, tapizado de lagos verdeazules. —No se me va de la cabeza —dijo Plinio de pronto a don Lotario, que conducía apescado al volante— el paso de Samuel el Rojo… Yo he visto matar hombres, descabezar reses y estirarle del cuello a los gallos, pero nunca sentí lo que hoy. —No me lo recuerdes, Manuel. Qué ferocidad llevará dentro. ¿Te imaginas solo en el mundo con un hombre así? —Tal vez el Rojo no se casó porque se tiene miedo. —Claro, cualquier noche se habría comido a la mujer. A un lado de la carretera, junto a una moto, vieron a un hombre con cara de desconsuelo. Llevaba puesto un casco rojo, muy brillante, sobre el que se estrellaba el sol. —Pare usted a ver qué le pasa a ése. Quitó marcha don Lotario y se detuvo junto al de la moto tumbada. —¿Qué ocurre, buen amigo? — preguntóle el guardia. —Nada. Una avería. —¿Podemos hacer algo por usted? —Si fueran hacia el pueblo, llevarme; pero van hacia donde yo vengo. —¿Y de dónde viene usted? —De Ruidera. —Nosotros volveremos antes de una hora; si todavía no encontró acomodo, lo llevamos. —Muchas gracias. Echaron a andar. —¿Quién es éste? —preguntó don Lotario. —No lo sé a ciencia cierta. A veces lo he visto por el pueblo, pero de paso, sobre la moto, con ese casco rojo y esa cara de pocos amigos… Siempre lleva escopeta o trebejos de pesca. —Del pueblo no es. —Quiá, éste lleva por aquí poco tiempo. Por los viñedos próximos se veían hombres que andaban entre cepas, palpando racimos y haciendo cábalas para la inmediata vendimia. Gentes que calculan el peso de las uvas a ojos y les clavan el diente para medir la maduración definitiva. Las uvas son los últimos frutos de la lozanía del año, las que traen los más escondidos zumos de la tierra, las últimas mieles que engendró primavera allá en sus lejanos abriles. El mosto es caldo de tierra ya moza vieja, espasmo dulzón de la cuarentona que echa sus últimos alegrones bajo oros viejos y pájaros fugitivos. El mosto cálido y pegajoso es sangre tardía, llanto de premio Nobel, poema escrito con canas y olor a tabaco. Es sangre de abuela joven o de madre vieja. Sangre con muchas noches de lágrimas y reíres. El mosto viene del más soterrado ovarial de la tierra. Seguían los espejismos como una laguna Estigia, ahora con líquidos malva y árboles cansados, como un corrimiento de aguas sobre la linde de la tierra y el cielo. El horizonte se rebelaba de tanto ser raya y se hacía charco larguirucho con casas veleras y árboles bogavantes. La tierra y la misma carretera surtían humores sazonados. Era toda entraña generosa, jubilada ya del amor. El estrecho Guadiana, por aquellos predios, en el otoño, toma color de vena y arrastra juncos dormidos y hojas como mechones de cabello castaño. Los álamos del río son color cana; los chopos repelones y las amapolas de los pastizales, ya viejas, forman charcos morados. Los lagartos, cubiertos de ceniza verde, ven morir la tarde junto a la ceña de los molinos aguadores. Una moza sentada en la ribera muerde con nostalgia la última hierba sobre la que fue montada una noche mayera. Todo el paisaje, aun a esa hora de mediodía, toma color de corazón antiguo y aroma de jugos viriles. Los poros de la tierra transpiran el olor de aquellas bodegas del pasado de los suelos, donde siempre nadan Bacos enrojecidos. El monte bajo que linda la carretera forma gamas de azules violáceos, de romeros encanecidos, de tomillos sin flor

Pasada la Hormiga, al borde de la carretera, vieron dos civiles en bicicleta. Frenó don Lotario junto a ellos. Plinio les echó la mano sin bajarse del coche. —¿Dónde está la muerta? —Ahí mismo, a unos doscientos metros adentro —dijo uno de los guardias con la cara del mismo color de la tierra. Dejaron el coche junto a la cuneta y tomaron la orientación que les dijeron los guardias. Luego de remontar un alcor pajizo, entre carrascas verde ceniza, vieron un grupo de paisanos y dos civiles más. —Ahí está Plinio el de Tomelloso —dijeron algunos al verle alpear. Los que allí estaban eran en su mayoría pastores, guardas rurales, gañanes, molineros y gente de huerta. Los guardias, sentados en una piedra y apoyados ambas manos en los mosquetones, fumaban con cara de aburrimiento. Dos muchachos, también cansados del espectáculo, en cuclillas, sorbían de un melón que habían reventado a golpes. Los civiles se levantaron al ver a los recién llegados. Habló el cabo: —¿Qué hay, Jefe? —Nada, Zuazo, que venimos a echar un vistazo a la víctima por si fuese conocida. ¿Vino ya el juzgado de Argamasilla? —No, debe de estar al llegar. Bajo una carrasca había un bulto cubierto con una manta. —¿Quién la descubrió? —Ese pastor —y señaló a un mozacón de muy buena presencia, que sin apartarse del grupo general, no perdía de vista unas ovejas que por allí pacían. Éste, al comprender que hablaban de él, se acercó tímido, arrastrando las abarcas y con la cayada sobre el hombro. —¿Vienes por aquí todos los días? —preguntó Plinio. —No, señor; alguno que otro. Pero hoy, apenas llegamos, el mastín empezó a husmear por esta parte. Me llegué y vi a la mujer metida en una bolsa de plástico, un poco escondida entre la maleza, en ese reguerón. Al contao avisé al hermano Fermín, el casero del Buen Retiro, para que mandase a alguien a Argamasilla. —¿Y el hermano Fermín, que siempre anda por aquí, no vio nada? —Él dice que no. Ahí está — respondió el pastor. —Llámalo. El pastor, sin soltar la cayada y corriendo a brincos, se fue hacia un corro que había más allá de la muerta. Le dio el aviso y los dos se acercaron platicando. El hermano Fermín debía de rondar los ochenta años. Gordito, muy colorado, con ojos picaros e inocentes a un tiempo y una sonrisa desdentada. —¿Qué hay, hermano Fermín? —le saludó Plinio. —Pues ya ve usted, de velorio. —Vaya huéspeda que le han traído. —Bastante averiá, por cierto. Plinio antes de preguntarle se acercó al cuerpo muerto. Varios le siguieron. Tiró de la manta con cuidado. Se veía muy mal la muerta, porque el plástico que la cubría —un saco grande atado sobre la cabeza— estaba sucio de barro seco. —Yo no he tocado nadica —se justificó el pastor. —Has hecho bien. ¿Y usted, Fermín, no vio nada estos días que le llamase la atención? —le preguntó Plinio sin dejar de mirar el cuerpo, a través del plástico. —Que no, señor, yo no llego hasta aquí. Ya estoy muy pesado, sabe usted. Y como el señorito Tomás corretea todo cazoteando, pues que yo no vengo. —¿Y desde cuándo no ha estado por aquí Tomás? —Pues qué sé yo, hará ocho días. Desde que se afeitó el bigote no ha aparecido… Ya sabe usted, como estoy aquí solo, porque mi mujer vive en el pueblo, que no le gusta el monte, más bien me muevo poco. —Pero ¿tampoco has oído estos días nada sospechoso o soliviantado? —Ca, no señor, esto pilla un poco apartado de la casa y ya estoy duro de oreja. Los curiosos habían hecho un corro muy apretado en torno a Plinio y a sus dialogantes. —Para mí que esta mujer no debe de ser de estos parajes, porque sacos de plástico no los he visto nunca. Además lleva pantalones de turista. —¿Ninguno de vosotros —alzó la voz Plinio—, que sois de estos contornos, visteis estos días nada sospechoso? De momento nadie respondió, pero al poco una mujer chatorra y un poquito preñada dijo: —El que viene por aquí algunos días es un forastero con una moto y un casquete de hojalata colorado. —¿Y qué hace? —… No sé. Cazará, digo yo. Luego tira para Ruidera. —Sí que he visto yo a ese hombre, pero no caza… Ni iba a traer a la muerta en la moto… —sentenció el hermano Fermín con su cara de niño. —Yo no digo eso —aclaró la mujer —, lo que digo es lo que he dicho y ya está. Plinio se apartó hacia el reguerón y se dirigió al pastor. —Si dices que la muerta estaba aquí, ¿quién la llevó hasta ahí? —Un servidor. Como estaba un poco cubierta de tierra y no veía bien lo que era, la arrastré hasta aquí. —Ahí viene el juez —dijo el cabo señalando hacia la carretera. Esperaron todos en silencio. Venían con don Pedro el juez, el secretario y el forense. Saludaron a Plinio y a don Lotario con pocas palabras. Les resumió el cabo de la Guardia Civil el hallazgo y se acercaron al cuerpo. Luego de mirar y remirar los tres hombres lo que a simple vista se veía, dijo el juez al cabo: —Hagan el favor de quitar ese plástico. El cabo quedó mirando el cuerpo sin saber por dónde empezar. Pero el médico, hombre menudo y nervioso, abrió su maletín, y sacando unas tijeras se dispuso a cortar el plástico. Se agolpaba tanta gente, que el cabo y los guardias tuvieron que abrir galería. El médico empezó a cortar de abajo arriba. Como no era fácil la operación, don Lotario le tensaba el plástico para facilitar el corte. En seguida empezó a esparcirse un olor tan denso y tan blando, que ahogaba. Las mujeres se llevaron la mano a la nariz. Cuando entre el médico y el albéitar cortaron el envoltorio, dando tirones lo abrieron y despegaron, ya que estaba adherido en muchas partes. El cabello negro de aquella mujer, hecho una pasta endurecida, cubría toda la cara. El médico tuvo que tirar con verdadera fuerza para despejar el rostro. Era imposible de reconocer. Como si la hubieran arrastrado cara al suelo durante mucho trecho o la hubieran mutilado. Los músculos del rostro estaban desgarrados, sin nariz, sin ojos y los dientes a la vista, muy apretados Todo era un boruño morado e informe. Tenía las manos atadas atrás y los pies con sólo un zapato, también maltrechos. La ropa, una blusa que fue de colores y unos pantalones azules oscuros, estaban embarrizados y pegados al cuerpo. Plinio, con mucho cuidado, despegó una de las perneras del pantalón y calándose las gafas examinó las piernas. Miró a don Lotario y movió la cabeza con escepticismo. —¿Qué dices, Manuel, que no la reconoces? —le preguntó al oído. —Lo que digo es que no tiene pelos en las piernas… y que, claro está, no la conozco. ¡Cualquiera! El secretario empezó a tomar el nombre del pastor que descubrió el cadáver y de algunos otros, así como a hacer preguntas sobre el caso. —Mírale los bolsillos —dijo el juez al forense. —No hay nada… Joven sí parece. —Ya está ahí la camioneta —señaló el cabo. A poco llegaron dos hombres trayendo unas angarillas. —A mí que me apunten o no me apunten es lo mesmo —dijo el hermano Fermín entre medroso y tímido—. Que yo nadica vi hasta que me avisó el pastor. —Usted tranquilo, Fermín, que no ha matado una mosca en su vida —le dijo Plinio posándole la mano en el hombro. —Hombre, tanto como no matar es una desageración, porque liebres, perdices, pajarillos de las nieves, culebras, lagartos y hasta un águila sí que maté en mis tiempos mozos… Y a una mula vieja, en la agonía, le di un tiro… Pero hombres humanos o mujeres humanas, no, señor, nunca he matado… Ni pienso. Porque ya a los ochenta años y pico, ¿qué necesidad tengo?

Los que estaban cerca se rieron de las razones del hermano Fermín. Dijo el médico que cubrieran otra vez el cuerpo muerto y que, por su parte, podían levantarlo. El juez se apartó un poco con Plinio y don Lotario, tiró de cajetilla y ya entre llamas preguntó: —¿Qué piensas de esto, Manuel? —Poca cosa. No es la chica de mi pueblo que ha desaparecido. —A mí este caso no me parece de por aquí. —Ya he pensado yo en eso… Pero buena gana de traerse una mujer muerta por estos desvíos y dejarla a la vista. —Sí, pero no olvides —terció don Lotario— que ahora viene mucho turismo por Ruidera. —Es verdad —afirmó el juez—, pero los delitos se suelen ocultar más. —Tiene pintadas las uñas de las manos y de los pies. Y en los brazos un corte como de haber tomado mucho el sol —añadió Plinio. —Parece como si boca abajo la hubieran arrastrado por la tierra mucho tiempo… Y con las manos atadas. ¡Qué horror! —apuntó el veterinario. —Sepa Dios qué habrán hecho con esta pobre muchacha. En fin —dijo el juez—, vamos para el pueblo. Y usted, Manuel, si averigua algo, allí nos tiene. Plinio y don Lotario se despidieron de todos y tomaron el «Seiscientos» para salir antes que la caravana fúnebre. —Vamos a tiempo —dijo don Lotario consultando su reloj de bolsillo — para meterle la navaja al cordero de la Rocío. —Este caso huele a gamberrada que apesta —dijo Plinio. —¿Y tú estás seguro que no es la Sabina? —Tan fijo como la vista. Tengo yo muy bien mirada a esa moza. —Es una lástima, Manuel, que no podamos meternos a gusto en este caso que parece tan prometedor. —Ea, pero ya sabe usted. El juez, mucha finura, pero cada uno en su sitio. Los argamasilleros son muy celosos de sus cosas. —Qué me vas a decir. Si ahora están haciendo propaganda de su Jefe de policía y dicen que es tan listo como tú. —¿Quién, Becerra? Qué va, es un hombre muy prudente y nada presumido. —Déjate, que desde que descubrió aquel desfalco está muy crecido. —Eso tiene gracia. Plinio se desabrochó el uniforme, se colocó bien la porra de goma para que no le hiciese mal, y luego de un rato de silencio: —No se me olvida la Sabineja… Eso de que los testigos de su última aparición nos la hayan dejado fija como un cartel pegado en la fachada de su casa, sin ir para atrás ni para adelante, es que no lo entiendo… A pocos metros de su puerta se le pierde la pista. —Que se la tragó la tierra. —… O que alguno se tragó la verdad. —Mira, si está ahí todavía el del casco rojo. —Pare usted, pare usted. Frenó don Lotario y el del casco rojo se arrimó al coche por el lado que estaba el guardia. —No me ha podido cargar nadie. Un motocarro que pasó sí se llevó la moto al taller que dije. —Bueno, pues suba usted —le dijo Plinio. El del casco pimiento era hombre espigado, cincuentón, moreno, de gesto inexpresivo y pocas palabras. Parecía contemplar el paisaje y no mostraba ganas de coloquio. Plinio, que de vez en cuando le echaba una ojeada por el retrovisor, le preguntó de pronto, mientras con el pañuelo se limpiaba el sudor adherido a la gorra: —¿Sabe usted de qué venimos? —¿Es a mí? —Sí. —No, señor —respondió con presteza. —De ahí, de la Hormiga, de levantar el cadáver de una señorita o señora. —¿De qué ha muerto? —No se sabe muy bien todavía. Estaba metida en una bolsa de plástico con las manos atadas atrás y señales de haberla arrastrado boca abajo. —¡Qué barbaridad! Volvió el silencio. Plinio, al cabo de un rato ofreció tabaco. Pero el del casco dijo que él sólo fumaba en pipa. Y sacándola empezó a atacarla con tabaco rubio. Cuando ambos humeaban, Plinio volvió al interrogatorio. —Usted no es de por estas tierras, ¿verdad? —No, señor, yo soy del norte. —Ya… ¿Y tiene usted por aquí negocios? —No, es que me gusta esta tierra y paso temporadas. —¿Y para en Tomelloso? —Casi siempre. En la pensión Ondarreta… ya que parece tan interesado. Y otras veces en el Hogar del Pescador, aquí en Ruidera. —Qué es usted, ¿pescador? —Pescador… cazador y que me gusta esta tierra. —Pues su tierra es muy hermosa. —Sí… pero no me va. —¿Y en qué trabaja, si se puede saber? —Viajante de comercio, pero por mi cuenta. —Ya. Hasta llegar a la Alavesa no volvieron a hablar. —Me han dicho que a veces cazotea usted por esta zona. —No, señor. Nunca cazo sin permiso. Me gusta tumbarme por el monte, pero nada más. —Pues dicen que usted caza. —Pues han dicho mal… Además, yo les he pedido a ustedes el favor de traerme, pero no que me interroguen. —Usted perdone; pero si acabamos de descubrir el crimen de una desconocida, usted es forastero que frecuenta estos sitios y yo soy guardia, lo natural es que le haga algunas preguntas, ¿no cree? —Sí, será natural, pero molesto. Comprenderá que si yo hubiese hecho algo no iba a ir aquí sentado al lado de un guardia. —Ya… pero usted comprenderá que yo cumplo con mi deber. —Comprendo… comprendo. Como entraban en el pueblo, Plinio volvió a preguntar: —¿Le dejamos a usted en la pensión? —Me apearé mejor ahí, en el garaje Cervantes o así, a ver qué tiene la máquina. —Es muy suyo este tío, ¿no te parece, Manuel? —preguntó don Lotario cuando lo hubieron dejado en el garaje. —Estos vascos son así… según dicen. Porque yo, la verdad, he tratado pocos, por no decir ninguno.

Cuando llegaron al huerto los recibió la Rocío muy sofocada por el guisoteo de la carne. —A punto vienen ustedes, que ya aparté la sartén. Al fondo, junto a la alberca, bajo los árboles, estaban los comensales, muy charlatanes y alujeros. Maleza, sin gorra ni guerrera, echado en la hierba, fumaba y bebía feliz. —Así da gusto —le dijo el Jefe. —Ya sabe que es mi invitao, maestro —explicó la Rocío. —¿Y el servicio? —No padezca, Jefe, que ya lo he arreglado por teléfono. Todo está en orden. —Anda con Dios, que eres más fresco que una lechuga en el mes de enero. —Aparte de que en enero no hay lechugas, Jefe, no se ponga usted así. Que por un día que alterne con usted no se va a quebrantar la jerarquía. Todos tenemos derecho a la vida. Braulio ofreció un taco de jamón a los recién llegados y Antonio les sirvió vino. Llegó la Rocío, ayudada por Santiaguito, con la sartenada de carne frita. Bajo un rincón del porche, dos gatos devoraban lo que del corazón y los bofes dejaron los dientes de Samuel el Rojo. —¿Se parece esa mujer a la Sabina? —preguntó la Rocío. —No, señora. —Pero bueno, Manué, ¿es que esta tierra se ha puesto de moda para la criminalidad? Plinio contó el caso entre bocado y bocado. A todos les impresionó el que la muerta tuviera el rostro deshecho al arrastrarla por el suelo. Con los postres andaban, cuando en la portada del huerto sonaron dos aldabonazos estremecedores. Estremecedores, más que por la intensidad, por no sé qué trémolo y precipitación agorera. Quedaron todos con la navaja en suspenso o el porrón en el aire. —Vaya comidita —dijo la Rocío como para tranquilizarse, a la vez que se dirigía a abrir la portada. Cuando iba a mitad de terreno, volvieron a sonar otros dos aldabonazos tan solemnes y dramáticos como los anteriores. Apenas abrió la Rocío el postigo, casi se precipitó dentro un hombre muy sofocado, con la camisa abierta, la corbata floja y el gesto descolocado. —Es Pepe Granados —dijo don Lotario—. ¿Qué le pasará? Sin cambiar palabras con la Rocío, que venía tras él con gesto de sorpresa, avanzó el llamado Granados, hombre de gran empaque, traje de verano muy señor, y el cabello rubio, aunque escaso. Llegó hasta el corro, concretamente hasta Plinio, y cuando estaba al alcance de su palabra, ocurrió lo imprevisto: se sentó —mejor dicho—, se dejó caer sobre una de las sillas de enea que había junto a la sartén y poniéndose con gran furia las manos sobre la cara, empezó a llorar con mucha energía y amargura. Todos se miraron entre sí durante un espacio, hasta que Plinio, dejando la navaja y el pan, se acercó en silencio hasta Granados, y poniéndole la mano en el hombro le preguntó con cariño: —Pero ¿qué pasa, don José? Era un llanto sofocado y amargo. Llanto de hombre caído, con toda el alma en las lágrimas y el sollozo. Aguardó un poco más y volvió al consuelo: —Venga, don José, tranquilícese. A don José le surtieron efecto aquellas nuevas palabras de Plinio, porque el llanto remitió un poco y agradecido puso su mano sobre la que el guardia le tenía en el hombro. Aunque en más piano, todavía sonlloró unos segundos, hasta que entre sollozo y sollozo, mientras se limpiaba las lágrimas con el pañuelo, dijo: —La han matado, Manuel, me la han matado. —¿A quién? —A mi hija, Manuel, a mi hija. Tú lo sabes, Manuel, tú lo sabes —dijo alzando la cabeza al fin con los ojos arrasados en lágrimas. —Explíquese, explíquese, hombre de Dios. —¿No has visto el cadáver de una chica junto a la Hormiga? Era ella, estoy seguro que era ella. Plinio hizo una cara de extrañeza y miró a don Lotario, que también tenía el gesto de quien se interroga a sí mismo. —Pero bueno, ¿de dónde saca usted que era su hija? —Estaba en Madrid, ¿sabes?, hace más de una semana… y como llevábamos tres días sin noticias suyas, llamamos hoy a casa de mi hermana, donde estaba pasando estos días — continuó mientras se enjugaba los ojos —, y nos ha dicho, fíjate, que salió ayer mañana… Ya puedes imaginarte. Iba a tomar el coche, loco, para ir a buscarla, cuando me han avisado de la Guardia Civil que han encontrado abandonado el coche de mi hija, allí por los atrases del Santuario de la Virgen de las Viñas… Y ahora, de vuelta de ver el coche, me dicen lo del cadáver encontrado junto a la Hormiga. Y quedó mirando a Plinio interrogante, con los ojos muy abiertos y la boca apretada. El Jefe, que mientras escuchaba se pasaba la mano por el mentón como reavivando sus recuerdos, dijo finalmente: —Don José, desde ahora me atrevo a asegurarle que el cadáver encontrado no es de su hija Rosa, por una razón muy sencilla. Esa muerte de la Hormiga se produjo hace muchos días… ¿Digo bien, don Lotario? —Dices bien, Manuel. Es un cadáver descompuesto de hace por lo menos una semana. —Además su hija es rubia, y ésta es morena… Con las manos delgadas, y ésta varoniles… No, don José, no es. —Ande, hombre de Dios —dijo la Rocío—, y tome un traguito para quitarse esa basca. Don José, que tenía pecas en las manos, al oír las palabras tan convincentes del Jefe y de su adjunto, se sintió animado a aceptar el porrón, beber un largo trago, y limpiarse los labios con el fino pañuelo que llevaba en el bolsillo superior de la americana y a preguntar al fin: —¿Seguro? —Seguro, Pepe —le confirmó el albéitar. —¿Y qué ha sido de mi hija, entonces? —¡Ah!, ése es otro cantar. Hace unos días desapareció la Sabina Rodrigo y ayer su hija. Ése debe ser el camino. Por ahí sí que puede haber comunidad de casos, pero el de la muerte de la Hormiga me huele a interferencia ajena. Casi estoy seguro de que no me engaño. —Dice bien, Manuel. Más hay que ligarlo con el caso Sabina que con el caso Hormiga —reafirmó el veterinario muy convencido, como siempre solía estarlo de las cosas que decía Manuel González. Como entre muerte y desaparición hay un canal de esperanza, don José cambió el diapasón y pareció más sosegado. —Si le parece a usted, tomamos el postre y vamos a ver ese coche de su hija y lo que en él hay. —Muy bien, Manuel. Yo no he querido moverlo hasta que tú lo veas. —Ha hecho muy ricamente. Acabó la comida de prisa y con tal mala puñeta como había empezado. Plinio y don Lotario se tomaron el café en pie y marcharon con don José Granados en el «Mercedes» que quedó afuera con el chófer. Don José, entre el guardia y el veterinario, aunque tranquilo, iba muy serio, sin decir palabra. Se enderezó la corbata, abrochó el cuello y ofreció cigarrillos rubios que no aceptaron los justicias, que, como siempre, fumaron de su «Caldo». Como a quinientos metros del santuario de la Virgen de las Viñas había un «R-10» color verde oscuro. Plinio, que descendió el primero, empezó a calcular por dónde habrían llevado el coche hasta allí. Y después de dar unas cuantas vueltas, dijo a los otros: —No hay duda que lo han traído desde la carretera de Záncara, sin el menor interés en disimular. —La Guardia Civil lo vio a primera hora de la mañana —dijo Granados. Empezaron luego a examinar el coche. Plinio les pidió que no tocaran nada. Y lo dijo muy especialmente por el mecánico de don José, que trasteaba sin miramiento. Abrió con un pañuelo la portezuela junto al volante. —Tiene la llave del contacto puesta —dijo Plinio. Luego abrió el cenicero y miró con atención las puntas de cigarro que allí había. —¿Su hija fuma negro o rubio? —Rubio. —Aquí hay ocho de rubio… con carmín y dos de negro con boquilla. Levantaron luego el capot por ver si había maletas, pero estaba vacío. —¿Traía su hija maletas? —Traería varias porque fue de compras. En la guantera estaba la documentación de Rosa Granados. Plinio, luego de mirar bien y tocar levemente con el pañuelo en la mano, como los policías del cine, añadió: —Hay que avisar a la comisaría de Alcázar para que vean las huellas digitales… Aunque, bien mirado —se cortó—, sería mejor dejar el coche en sitio seguro, donde nadie lo toque, que tiempo habrá de hacer esa diligencia. —Si quieres, Manuel, yo lo llevo guiándolo con dos pañuelos, ya que guantes no tengo —dijo don Lotario. —Guantes tiene un servidor —dijo el mecánico, que había quedado un poco pospuesto. —Pues déjaselos a don Lotario, que él sabrá hacer esto con mucho tiento. —Qué raro es todo esto —comentó Granados—. Por estos terrenos nunca ha ocurrido nada igual. —Sí… muy raro, pero que muy raro. —Estas cosas pasan en otros sitios. ¿Pero aquí, en Tomelloso? Tú, ¿qué piensas? —Ha pasado una nube malvada que no sé dónde nos llevará. En fin, vamos a trabajar, porque todo esto es tan gordo que no podrá estar oculto mucho tiempo… digo yo. —Que Dios te oiga, Manuel. —Bueno, ahora vamos para allá. Usted, don Lotario, tira para la casa de don José y allí veremos de dejar ese coche a buen recaudo. —Hay una cochera en que podremos encerrarlo hasta que tú digas, Manuel. Plinio oteó un poco más por los alrededores y al no ver nada ni nadie que le llamara la atención, dijo: —Marchen… Pero vamos a parar un poco en la gasolinera, por si vio alguien pasar ayer a su hija Rosa. Llegaron hasta la gasolinera que está a la entrada del pueblo. Se bajó Plinio y preguntó al hombre que estaba a su cargo. Éste se rascó el colodrillo, a la vez que se miraba la punta del pie, y dijo al fin, como si se le abriera poco a poco la ventana de la razón, que sí, que «R-10» verde oscuro no había en el pueblo más que aquél, y que fijo que la vio pasar hacia el mediodía de ayer. Lo que no sabía el hombre es si había regresado por la noche en dirección contraria como quería saber Plinio. —Las dos mujeres que han desaparecido —dijo Plinio ya otra vez en el cochea— ha sido en pleno día y de manera increíble. La Sabina, cuando iba de casa de su abuela a la de sus padres, y a pocos metros de ésta, según testigos. Y su hija Rosa, a mediodía y subida en su coche. —Manuel, sabes lo que te digo — respondió don José, otra vez con los ojos llorosos—, que no me quedo tranquilo hasta comprobar que esa chica que han encontrado muerta no es mi Rosa. —Lo comprendo… Y para quitarse el resquemor, si quiere, nos acercaremos ahora mismo al Depósito de Argamasilla. —Sí, vamos —dijo con resolución. Dieron instrucciones a don Lotario para que marchase a la bodega de don José, mientras ellos en un momento se allegaron al cementerio de Argamasilla. Por el camino no despegaba el pico don José y de cuando en cuando suspiraba con muchísimo sentir. En la puerta del Camposanto encontraron con gran sorpresa a la Rocío, Braulio el filósofo, Antoñete, Santiaguito y Maleza. —No es cicata la bacinería de éstos, ni ná. ¿Qué se les habrá perdío aquí? — dijo el Jefe. Y pasó ante ellos sin mirarlos ni responder a Maleza, que le saludó llevándose la mano a la gorra. Se dirigió al forense, que también estaba allí: —Perdón por la intromisión… Y le explicó lo ocurrido a la hija de don José. Uno de la secreta y el sargento de la Guardia Civil les hicieron corro hasta que acabó el cuento. —Puede usted estar tranquilo, Granados —dijo el forense—, le he hecho la autopsia y esa mujer lleva muerta seis u ocho días. Tiene contusiones y hematomas. Posiblemente la mataron a golpes y arrastraron después. De todas formas, si usted quiere, puede asomarse —le dijo brindándole la entrada. Don José entró muy decidido seguido de Plinio y el médico. Estaba sobre el mármol cubierta con una manta. El forense tiró de ésta. Apareció completamente desnuda, la carne amarilla y las sajaduras de la autopsia con podres. Don José quedó mirándola con fijeza y dijo en seguida: —En efecto, no es. Pobre mujer. Plinio se acercó mucho más y empezó a mirarla con detenimiento. La cara casi deshecha, como se dijo, la cubría una espesa crencha negra. Algo llamó la atención de Plinio. Se puso las gafas y examinó el pelo con detalle. Luego tocó la mata de cabello y llamó al forense: —Mire usted —señaló. —Sí, ya me he dado cuenta. Es grasa, grasa de coche. Aunque el médico le había desatado las manos, seguían unidas a la espalda. —¿Esto son mordiscos? —preguntó el guardia. —Está perdida de mordiscos por todos los lados —dijo el médico—, pero no son profundos, no son asesinos.

Posiblemente fueron anteriores a la paliza. —¿No ha visto usted nada más que le llame la atención? —Alcohol en el estómago. Mucho alcohol. Debía de estar borracha de whisky cuando le ocurrió lo que fuera. Parece un caso de sadismo. Cuando salieron del depósito, Braulio el filósofo, subido en una tumbilla de infante, hablaba de esta manera a los que con él estaban: —En serio os digo que todo es así de engañoso y transitivo, que todo nos pasa por la cabeza y el corazón como el río bajo los puentes, sin dejar otro rastro que alguna rama entre los juncos y un retronar sin bordes, que no se sabe cuándo empezó ni cuándo ha de concluir. »Que somos cedazo de figuras, palabras y quehaceres, en cuya tela, al final, sólo quedan las arrugas y canas que nos fabricó el tiempo. »Y en tocante a la muerte misma, una de las causas principales por la que a todos nos duele, es por el temor a que nuestros convivos nos olviden; a que a los pocos meses del viaje, nuestros propios hijos tengan que entornar los ojos y forzar la memoria para recordar cómo era nuestra cara y nuestros andares. Cómo nuestra voz y el ademán que hacíamos para llevarnos la cuchara a la boca. Tememos hasta que a nuestra mujer, el que la tenga, le parezcan sueños aquellas cabalgadas que durante tantos años hicimos agarrándonos a sus ijares… Porque el primero que se olvida de todo es el que se muere. Se olvida hasta de sí mismo; y apenas le cede el párpado, ya no es capaz de recordar si fue, dónde y cómo vivió, y cuál fue el mal último que lo llevó al garete. »Y se olvida de los hijos que tiene antes que éstos estrenen el luto; y de los nietos que jugaron con sus canas; y de la mujer que le hizo la puñeta hasta el mismo zaguán de su tránsito…; y de los dineros, si los tuvo; y de la almohada donde clavó su último perfil. Leche. —Le digo, Jefe, que vaya tardesita —le comentó la Rocío en voz baja—: primero el comeasaúras; luego, usted, que se va a ver a la muerta de la Hormiga; más tarde, el pobre don José con su pena, otro luego este cementerio; la muerta ésa que me ha vuelto el cuerpo y ahora el sermón de la montaña de este Braulio, que está medio mamao y me tiene el corazón en un puño. —Si no fueras tan relicencia no sufrías. —Si han sío éstos que me han arrastrao. Plinio, sin dejar responderle ni perder su severidad, siguió mirando a Braulio, que con los ojos como brasas y la boina en el cogote, parecía un anacoreta iluminado por la atención de la concurrencia. —… Y el que se muere, ná más abrir la boca, se olvida de la justicia o injusticia que fue su vida; y se queda con la mismísima ignorancia que tuvo antes de ser alumbrado… Por eso, creedme de verdad, que no hay injusticia alguna en olvidar a los muertos, porque ellos son los delanteros en todo olvido. Y el cementerio no es el huerto de los olvidados, sino de los olvidadores. Hasta el mismo don José Granados, pese a su natural preocupación, escuchaba aquel arrebatado discurso de Braulio, que parecía hinchado de sabiduría como pocas veces. —Todavía nosotros nos esforzamos en recordar a los que fueron, con lápidas, cruces y epitafios, mientras ellos yacen bajo la tosca haciéndonos un corte de mangas eternal. »Y caeréis en cuál será la alteza de esta doctrina, si pensáis que la verdadera compensación de que nos traigan sin permiso a este valle de lágrimas, es que después de una corta biografía de gilipolleces, volvamos a la misma umbría, también sin aviso, quedándonos en pareja ignorancia y limpieza de memoria a la que teníamos antes de venir… Y pobres de los que son recordados si volvieran a vivir: no se reconocerían de lo puro deformes que quedaron a través de charlas, libros y esculturas. »Y tú, Antonio López Torres, pintor de este llano, escucha particularmente lo que voy a decir ahora. Antoñito, al oírse nombrar, se puso un poco colorado, guiñó los ojos, y apoyándose el codo derecho sobre la mano izquierda, se llevó la diestra al maxilar y se dispuso a escuchar. —Lo bueno de haber sido, es que se deja de ser totalmente para los demás y para uno mismo. Y de verdad, de verdad, que lo único que queda es lo que escribieron, inventaron, pintaron y esculturaron los mejores, los pocos hombres que en pequeño, como Dios, saben crear. »Feroz desigualdad con el resto de los mortales tienen los artistas. Por eso los que bien escriben, inventan, pintan o esculturan son poco apreciados, cuando no proscritos y muertos por sus conviventes. Que la mayor injusticia, Antonio, te lo digo yo, no reside en que unos sean pobres y otros ricos (que tanto el hombre como la sociedad poco duran), unos feos y otros hermosos (que todas las carnes paran en la misma caricatura), sino en que muy pocos seres sean capaces de hacer cosas de verdad imperecederas, mientras el mundo todo y la mayoría numerosa, muramos con las manos sobre el ombligo sin hacer nada que sobrepase los siglos y honre a los que vendrán… Ésa sí que es la gran injusticia sin remedio… Y según su costumbre, cortó en seco. Quedó Braulio mirando unos segundos a su boquiabierto concurso, hizo su habitual gesto de amargura y despachó al personal con un «He dicho, carajo». Bajó el hombre de su piedra en un silencio entre respetuoso y frío y quedó escuchando a Antonio, que le hizo un comentario en voz baja. —¿Te parece bien que marchemos, Manuel? —le dijo don José. —Vamos. Y partieron hacia la bodega a recoger a don Lotario.

Plinio se encontraba con tal desazón y desarreglo de cabeza por la acumulación de sucesos en aquel día, que pretextando urgencias, luego de dejar a don José en su bodega y de prometerle mucha diligencia en la investigación del caso Rosa y naturalmente de despedirse de don Lotario, que también estaba excitadísimo, marchó a su casa. Halló a su mujer e hija escuchando la novela de la radio. —Así da gusto vivir —les dijo nada más entrar. —Malas pulgas trae padre — comentó la vieja a su hija. Y luego en voz alta—: ¿Qué te pasa, hombre de Dios? —No me pasa nada. Voy a echarme un rato. Y sin añadir palabra se fue a su cuarto. Plinio, entrañable padre y entrañable esposo, quería a la manera castellana, sin alujerías ni mimos, sin cortesías ni finuras, con el ademán recortado y la palabra seca, temeroso de que le diera la luz en el corazón de puro blando y caramelo. —Pero, muchacho, espera que abra la cama. —Deja. Eso también lo sé hacer yo. Plinio, en su fuero interior, se lamentaba muchas veces de no haber tenido un hijo. Al vivir solo entre mujeres notaba que le faltaba algo. Pero otras veces se corregía, e incluso se lo dijo en alguna ocasión a don Lotario, también padre de hijas: «Si el hijo sale listo, calmo y trabajador, es una bendición de Dios. Pero si sale tuerto de entendederas o de nervios, es el peor drama que puede caerle a un padre. Las mujeres, en cambio, aunque salgan gilipollas, se les nota mucho menos. Porque no hay más que dos clases de mujeres: las malas malas y todas las demás —y añadía—: En cambio, el catálogo de hombres es infinito». Cerró el pestillo, se quedó en calzoncillos y camiseta y se tendió sobre la cama sin más apertura. Cruzó las manos sobre el estómago como si estuviera de cuerpo presente y cerró los ojos con alivio. —Desde luego, es que tu padre, que por lo demás es un santo, cuando tiene un caso penoso entre manos, no hay quien lo aguante. —¡Ea, madre, qué va usted a hacer! El pobre se preocupa mucho de todo lo de su oficio. —Aparte de eso, es que es rarillo. Él tiene la cabeza hecha para cosas más altas y como no es más que lo que es, se arma unos barullos de miedo. Yo lo conozco bien. A pesar de ese aire tan pacífico que muestra, sus sesos siempre están bullendo. Se calla mucho, pero no está conforme con nadie. Por su gusto lo reformaría todo. Como no puede, explota aquí. —Es muy listo padre. —Más de lo que muchos creen. Y cuando digo esto me acuerdo que decía mi abuelo que los listos lo pasan en esta vida mucho peor que los tontos. Los tontos se conforman con todo. Los listos casi con ná. Los tontos dicen viva la gallina con su pepita. Y los listos se muelen los sesos para ver la forma de suprimir las pepitas… Yo quiero mucho a padre, qué te voy a decir, pero me hubiese gustado que no fuese tan listo. Que hubiese sido hombre de pan llevar. —Ea, madre, Dios lo ha dispuesto así. Yo… claro que es otra cosa verlo como hija que como mujer, lo prefiero como es. La madre suspiró y buscó en la radio algo que le gustara. «Desde luego, a la Rocío, así que la sacas de la buñolería, no es nadie. Allí, subida en su tarima, parece más alta. Entre los churros, diciéndole cosas a todo el que entra, es un personaje. La sacas al aire, aunque sea en su mismo huerto, y se queda chiquísima. Qué cosas». «La verdad es que me he venío a la cama de puro cabreo. Que no me aclaro con todo este tiberio de las Sabinas robadas. Que no entiendo una jodía palabra. Y de la muerta, menos». «Lo del tío del casco rojo y la moto se me ha metío entre ceja y ceja, pero me huele que es terquería más que ciencia… Siempre que no se me ocurre nada echo mano de cosas fáciles. Porque lleve un casco rojo, no es para ponerse así». «Lo que también tiene causa es lo de la hermana Braulia, que dejó de ver a la Sabina a los pocos metros de su puerta… No te creas, que llamarse Braulia igualico que mi compadre el filósofo… que ha dicho cosas muy buenas en el camposanto de Argamasilla, ésta es la verdad. Yo no estaba para reflexiones, pero ha chaspado como don Melquíades Álvarez, vaya si… Si en el mundo hubiera justicia, Braulio y yo no estaríamos donde estamos. Pero qué quieres, en este país, cuando no se tienen cuartos, tontos para toda la vida». —Padre lo que tiene es mucho pesquis para conocer a la gente —dijo la hija levantando los ojos de la costura. —Nunca lo sabrás tú bien. Así que le echa a uno las pestañas encima, sabe de qué pie cojea. Tiene para eso hocico de lebrel. Cuando dice que uno es así o asao, pues así o asao resulta. —Yo lo quiero mucho, madre —dijo con los ojos húmedos—, a pesar de que es muy despegao. —Los hombres, vamos, entiendo yo, son siempre un poco despegaos… No les cunde en este mundo si llevan el corazón en la mano… Aquí no se puede decir ajo a secas. Hay que decir ajo en forma. —¿Y por qué es así la vida, madre? —Porque hay más tontos que feos, como decía tu abuelo. —Pero padre, cuando tiene que decir las cosas, las dice. —Claro que las dice. Pero sólo las que no tiene más remedio. «La Braulia, antes de heredar sus vinotes de junto a Cinco Casas, fue recobera. En silencio, pero recobera… y bastantico puta. Siempre con dimes y diretes. Intrigantona. Pero ¿para qué quiere ella robar mozas…?». «A la Sabina y a la Rosa la de don José no las caso. No sé para qué pueden quererlas juntas. No es que la Rosa no esté buena, pero en comparación con la Sabina… ná. La Rosa tiene las piernas un poco tristes y el culo plano… Desde luego, que el que sea o la que sea demuestra un par de pelotas para robar a dos mujeres en el centro del pueblo como quien dice. Esto sí que no me cabe en la cabeza por más que le busco camino… Tendrán que ponerles un aliguí muy atractivo y bien alto. La una desapareció a la siesta y la otra al mediodía. Toma del frasco. De nocturnidad, nada… Tiene que ser (¡coño, menos mal que se me ocurre algo!) alguien que opera con una técnica nueva y rápida como los de la televisión u otro alguien que inspire mucha confianza a la hora del abordaje. ¿La Braulia? Nones. Todavía a la Sabina puede acercársele con confianza, pero la Rosita es una señorita muy empingorotada que no da audiencia a una vende virgos… Ni la Sabina tampoco; qué narices. Es mujer honrada… Sólo puede darle confianza a la Rosita otro señorito como ella… y desde luego la Sabina ante un señorito se despepita».

Plinio, un poco más animado, prendió un «Celta» de los que tenía siempre en la mesilla. La mujer se asomó en silencio por la ventana que estaba entreabierta. —Anda con Dios, echado sobre la colcha —dijo al verlo despierto. —¿Qué espiabas, cansina? —Quería ver si dormías y plancharte el uniforme. —Bueno, te abro y hazlo rápidamente, que me marcho al contao. —¿Con eso salimos ahora? Plinio salió en calzoncillos tras su mujer. —¡Pero hombre, espera un momento que te lo planche! —Tú anda y plancha, que voy a resfrescarme un poco. —Padre, debía usted comprarse calzoncillos más cortos, ya no se llevan así. —¿Y cómo lo sabes tú, puñeto? —En los escaparates que los veo. ¡Qué cosas tiene usted! Plinio daba las últimas chupadas al cigarro, descalzo y en calzoncillos, dando paseos cortos por el patio. —¿Has hablado ya con don Lotario para que te compre el vino? —Eso está hecho. Se quitó la camiseta y ahocicándose en la pila que había junto al pozo empezó a chapotearse con fruición. Pasó luego al cuarto, se peinó a gusto los cuatro pelos, se lavó las manos y el cuello con jabón, se cortó con las tijeras los pelos de la nariz y volvió al patio. —Chica. —¿Qué, padre? —Dame un cafetillo. —Voy al contao. Ya teníamos el agua a calentar. —Aquí tienes el uniforme. Plinio salió del cuarto muy replanchao y lucido. Mientras le traían el café, lió un cigarro de hoja, muy pensativo, y de pronto, como si se le ocurriera algo, echó para el teléfono. —¿Está tu padre…? Que se ponga. Haz el favor. Don Lotario, óigame. Tengo un plan. Voy a llamar por teléfono desde el Ayuntamiento al del casco rojo, para hacerle unas preguntas. Cosa de nada. El caso es sacarlo de la pensión Ondarreta. Usted, mientras, va allí con el pretexto de ver si tienen cama para un amigo suyo. Echa usted un vistazo y se entera un poco a ver qué gente es ésa de la pensión que apenas conocemos. ¿Vale? Usted se sienta en la terraza del Lovi y así que lo vea venir camino del Ayuntamiento, se va a la pensión. Yo lo retendré cosa de media hora. No, no venga usted, yo me voy para allá dando un paseo. Plinio se tomó el café de pie, según su costumbre, y se dispuso a salir. —¿Vendrás a cenar? —Claro. —Luego veremos. Y salió sin más. —La siesta no le ha durado ni una hora. —Ni siesta ni ná. Se queda sólo un rato hasta que se le ocurre algo. —¿Y si no se le ocurre nada? —Siempre se le ocurre. Plinio, desde su despacho de la G. M. T., preguntó a la pensión Ondarreta por el huésped del casco rojo. —Nos ha dicho que tardará un poco, hasta que le acaben de arreglar la moto. «Qué fino —comentó Plinio para sí —, qué al tanto tiene a su patrona de lo que hace y no hace». Salió rápido al bar Lovi para ver a don Lotario. Estaba atisbando desde la puerta con el cigarro en la boca y el ala del sombrero caída, como en plan misterioso. —Vámonos juntos a la pensión. El del casco rojo no volverá hasta que no le hayan arreglado la moto. —¿Quién te lo ha dicho? —La dueña. —Bien informada la tiene. —Ya he reparao en ello. Subieron por la calle Alfonso XII hasta tomar la de Toledo, en cuyo comedio estaba la pensión. Era casa nueva de dos plantas. En la alta un mirador modesto. A la entrada, en un cartel pequeñísimo, rezaba el nombre de la pensión. Llamaron. —Nunca vi una fonda de pueblo con la puerta cerrada —dijo don Lotario. —Ya. Abrió con cierta cautela una chica muy guapa, como de dieciocho años, que se quedó un tanto sorprendida al ver el uniforme de Plinio. —¿A que tú eres la hija de la dueña de la pensión? —dijo Plinio con aire tranquilizador. —Sí, señor. ¿Qué desean? —¿Está tu madre? —Sí, señor, pasen. Apenas dejó paso vieron a la señora, como de unos cuarenta años, con costura entre manos, pero que avizoraba con mucha atención cuanto en la puerta pasaba. —Usted perdone. Vengo a hacerle un informe de pura rutina —le dijo Plinio con afabilidad desacostumbrada. Todo aquello, sin saber muy bien por qué, le inspiró de pronto una extraña ternura. —Usted dirá —preguntó la mujer cautelosa. —Pero tomen asiento —rogó la hija, confiada en el aire cordial del Jefe. —¿Desde cuándo tiene usted esta pensión? —Hará unos seis meses. Me di de alta con todas las de la ley —añadió la mujer como quien se previene. —¿Cuántos huéspedes tiene usted? —Muy poquitos todavía. —¿Estables? —No, señor… estables no tenemos Vamos, como no sea así algo muy particular. —Y ahora, ¿cuántos tiene transeúntes? —Ahora, lo que se dice ahora, uno solo. —¿Ese señor de la motocicleta? —Sí… —dijo insegura. —¿Cómo se llama? —¿Quién? —El huésped. —Miguel Echevarría. —¿A qué se dedica? —Es viajante de comercio. —Pero por aquí viene mucho, ¿no? —Sí, señor. Parece que le gusta esta tierra. Y cuando le quedan días libres o está por esta zona viene a pescar por Ruidera. —¿De dónde es? —Creo que de Zumárraga. —¿Y usted? —De Madrid. —¿Y cómo se le ocurrió poner una pensión en este pueblo de tan pocos forasteros? —Pues verá usted. Me quedé viuda y no quise seguir en Madrid. Me daba no sé qué. Además, allí hay muchos peligros para la hija, tan joven. Toda mi vida soñé con vivir en un pueblo. Mi padre era de Alhambra y me tiraba esta tierra. Me hablaron bien del Tomelloso, como lugar tranquilo y con gentes de buen natural, y aquí nos vinimos. Yo, con la pensión que me quedó, puedo vivir, ésa es la verdad. Esto de la casa de huéspedes para gente de buen ver, siempre es una ayudita. —¿Hace mucho tiempo que viene por aquí Miguel Echevarría? —Pues sí, a poco de abrir la pensión. Se la recomendó otro viajante que suele parar aquí. —¿Dónde reside habitualmente el señor Echevarría? —En Barcelona, creo. —Muy bien —dijo Plinio pensativo y como sin saber qué añadir. —¿Y se puede saber qué pasa con nuestro pupilo? —preguntó la señora con cierta timidez. —Nada de particular, señora. Ha tenido una avería en la moto y lo hemos traído hasta el pueblo… Yo, ya sabe usted, como Jefe de la policía, debo saber quién es quién en este pueblo. —Pues si no es más que eso… —Nada más, señora. Muchas gracias y usted perdone.

Plinio y don Lotario fueron al Lovi a tomar otro café. —¿Que qué me dices, Manuel? —Sabe usted que esa pensión me ha gustado mucho. Qué señora más simpática y qué hija tan guapa… Qué tranquilidad y qué pocos huéspedes… Vamos, que ahí no hay más huésped que Miguel Echevarría. —El del yelmo de Mambrino. —Exacto. —¿Y tú qué piensas? —No sé muy bien, pero no me extrañaría nada que hubiera por en medio un lío de faldas… Espere usted un momento. Y dejando a don Lotario con el gesto a medio hacer se fue para el teléfono. —A este Manuel ya le ha dado el telele. Su padre, qué hombre. Su cabeza es un telégrafo —dijo don Lotario hablando solo y gesticulando con gran asombro del de la barra. Lió un pito sin dejar de hacer visajes y cuando estaba sacudiéndose el polvo del tabaco que le quedaba en las palmas de la mano, volvió Plinio con su aire de perro aburrido. —Le he dicho a Pepe el mecánico —explicó— que se fijase bien en la patente de la moto del Echevarría, de su dirección y demás. —Me parece bien. —Si no hay caso, al menos bacinearemos un poco. Salieron a la plaza y nada más llegar a la puerta del Ayuntamiento se les acercó un número: —Ha llamado don José Granados. Que vaya usted, Jefe, a su casa, en seguida que pueda. Plinio y don Lotario se quedaron mirando. —Vamos, don Lotario. La casa de don José era muy elegante, con puerta de caoba y patio muy señor. Una criada de uniforme los pasó hasta el jardín. En torno a un cenador, entre la hiedra, tomaba copas junto a su señora y su cuñado Rafael. Don Rafael, aunque debía de tener casi ochenta años, era alto y todavía de buen ver. Como un señorito de los años veinte. Chaqueta blanca, pantalón gris, un anillo gordo, pecas en las manos y la cara larga y severa como la de un cardenal veraneante. La señora de don José, doña Gertrudis, sobre la butaca tenía el desmayo de una palmera. —Adelante, Manuel y compañía. Sentaros aquí. Perdona que te haya molestado, pero tengo una noticia. —¿Qué es? —¿Queréis tomar algo?… Me ha dicho un escribiente de casa de mi hermano, ese chico de Rosado, pequeñito, que se llama Raimundo, ¿sabes quién te digo?… —Sí, señor… —… Que ayer, cuando salía de la oficina, vio parado el coche de mi hija a la entrada del Parque Viejo. Y alguien que no conoció o que no pudo ver, subido en otro coche, hablaba con ella. —¿Qué clase de coche era? —Dice que uno pequeño, pero que no está seguro… Que hablaban en tono amistoso y ella fumaba. —¿A él no le vio la cara? —No. Lo tapaba el coche de mi hija. —Alguien más debió de verlos a esas horas. —Eso digo yo. Y por eso te llamé. ¿Qué hacemos? Plinio se rascó la cabeza alzándose un poco la gorra y sacó un «Caldo». Empezó a liarlo con gesto de quien piensa con desgana, y al fin dijo: —Vamos a hacer una cosa. Llamaremos a Raimundo para reconstruir el hecho a la misma hora. Así vemos quiénes son los habituales de por allí. ¿Qué le parece? —En principio muy bien, Manuel. Se estaba muy rebién en el jardín de don José. Bajo aquel cenador como una cúpula de verdes y jazmines. Las hojas de los árboles mostraban rodales cobrizos y el agua de la fuente, amarillenta por otras hojas nadadoras, sonaba delgada y lejos. Tardes con fuente que mana. Coronas de gorriones y el coqueteo de las flores tardías solapadas entre verduras. El aroma acre de tantas maduraciones y vencimientos de la naturaleza cuajaba la atmósfera. Y la cola de la tarde se agarraba al suelo, con garras sanguinas y resoles malvas. A veces llegaba el quirio ronco de un claxon, el petardeo de un motor o un grito infantil. Pero volvía la calma del agua y de los pájaros, de la última sombra de las tejas o la mirada fría de un gato enroscado a la vera de un regatillo. Los cinco contertulios en aquel segundo miraban al suelo, como si sus párpados cansados también estuvieran a punto de ser desprendidos por la otoñada. Qué raro atardecer hubiese sido el de aquellos ojos sin párpados. Tenían las manos cruzadas sobre el vientre o dormidas sobre los muslos. Manos a las que la tarde longa daba un tinte castaño. Sonaron los mimbres de una butaca, movió las hojas del plátano un pájaro alujero y la esposa de don José, de pronto, empezó a llorar sordamente. Granados hizo un gesto de comprensión lamentosa. —Por favor, Gertrudis —la consoló su hermano quitándose de la boca el cigarro con boquilla larga. Todos esperaron a que la señora desaguase su tristeza. En la congoja se le caló el respiradero, y sus pechos, todavía lúcidos, vibraron como palomas mal sujetas. Sin destaparse los ojos con una mano regordeta y pálida, sacó con la otra el pañuelo y se sonó con presión inesperada. —Ya verás, Gertrudis, Manuel lo arreglará todo —dijo Granados. Ella movió la cabeza como diciendo que su tristeza y susto ya no tenían arreglo, y quedó con la frente apoyada en una mano, mirando al suelo y de vez en cuando pescándose lágrimas con el pañuelo.

Plinio tuvo la sensación de que durante el breve llanto de doña Gertrudis había llegado la noche. —¿Enciendo la luz, señora? — preguntó una voz alejada. —Todavía no, déjalo —dijo Granados. Al cuñado Rafael, con la huida del sol, le quedó el rostro sin sombras y parecía muy rejuvenecido. Él debía notarlo, porque cruzó las piernas con mucha energía y chupó del cigarro con más delectación que antes. El cuñado Rafael era solterón y veraneaba seis meses entre San Sebastián y San Juan de Luz con una amiga. Su historia amorosa era una leyenda de fidelidad. Su primera amante fue una tal Lola Solares, puta de tronío cuando la Primera Guerra Mundial, por nombre de batalla «la Calurosa». Su segunda amante fue Lola Solares, hija de «la Calurosa», por mal nombre «la Chorritos». Se decía de ella que jamás fue virgo porque la parió su madre una noche al salir del Casino de París. Consiguió el cuñado Rafael casar a «la Chorritos» con un viejo de tropa, pero con la guerra quedó viuda, y con una hija, Lola Lara —ésta, claro, tuvo padre conocido—, y según las malas lenguas era la actual amante… contemplativa, de don Rafael. Lola Lara no tenía apodo conocido. Las tres Lolas, menos a Tomelloso, acompañaban a todas partes al cuñado Rafael, famoso porque jamás trabajó en oficio, profesión, pesca ni caza. Que su exclusivo menester fue la delectación del cuerpo, sin salir del tierno coro de las Lolas… Su única venida, y breve, al pueblo, era en aquellos últimos días de agosto, tiempo oportuno para coger los dineros de la siega y vender las uvas en la misma viña para evitarse complicaciones. Ya en septiembre volaba otra vez para reanudar su merecido descanso. —Veremos a ver… Esto no puede durar mucho —se oyó decir a Plinio, aunque en el fondo no pensaba en ello. Pensaba en la longitud de aquel día que ahora acababa. Le parecía que la llegada al huerto de la Rocío, la caninez de Samuel el Rojo y demás negocios de aquella jornada, habían ocurrido durante muchos días. Desde un día muy pasado, de su juventud o así. Y en su cabeza mezclaba las imágenes de los pelos negros de las piernas de la Sabina, los dientes del Rojo devorando las criadillas… Las criadillas no, las asaduras del cordero. Y el equívoco le hizo reír hacia dentro y recordar una lejana anécdota doméstica. Dijo su mujer: «No he podido traer criadillas porque hoy sólo han matado corderas». «Madre, pues haberlas traído de cordera», dijo la hija de Plinio inocente… La cara sin rasgos de la hallada en la Hormiga, el talle delgado de Rosita, la señoritinga que fumaba y se iba sola a Madrid en coche… Y la faz enajenada de Braulio echando su sermón junto al cementerio de Argamasilla de Alba… «Yo os digo que me importa un carajo el olvido de propios y ajenos, porque el que primero se olvida de todo es el que se muere». Gran Braulio, coño, gran Braulio. Por conocer hombres como Braulio el filósofo merece la pena vivir. Y por Antonio López Torres, cuando mira el paisaje entornando los ojos y tocándose el mentón. Antonio, hermano, el pintor del aire, ingeniero de pájaros y perito en piares. Cinco minutos después, Plinio no habría sabido explicar cómo se deshizo la tertulia. Más estuvo en sus cosas que en el ceremonial. Sólo recordaba, por imperativo del oficio, que habían quedado en juntarse, a la una del día siguiente, a la entrada del Parque Viejo, para reconstruir el encuentro de Raimundo Rosado con la hija de don José y el hombre desconocido. Se pararon don Lotario y él en la puerta del Ayuntamiento, sin saber muy bien qué partido tomar, cuando llegó Pepe el mecánico y le entregó un papel con las señas del hombre del yelmo, como le llamaba don Lotario. «Miguel Echevarría Martínez. Viajante de Comercio, Plaza del Palacio, 58. Barcelona». —Sabe usted en lo que estoy pensando, don Lotario —le dijo cuando marchó el mecánico—. Que la dueña de la pensión es madrileña y, sin embargo, le ha puesto al establecimiento un nombre vasco como el del yelmo, que es de Zumárraga. Don Lotario encogió los hombros: —Hombre —se aclaró—, por las pensiones pasan vascos y cordobeses. Mi sobrino vivía en Madrid en la pensión Leontina y los dueños son de Honrubia y no de León. —Pero Leontina no quiere decir de León. De León sería leonesa y una leontina es una joya, señor veterinario —dijo Plinio un poco picado. —Coño, Manuel, pues llevas razón. Los estudiantes que allí paraban solían decir: «No es igual la pensión Leontina, que el león no atina con la pensión»… y claro, se me ha trucado el toponímico. —¿El topo… qué? Don Lotario se llenó de gozo al ver lo fácil que le había salido el contratiro: —… El toponímico, señor Jefe, quiere decir nombre de pueblo o de lugar. —Toponímico… toponímico — repetía Plinio—, todos los días aprende uno algo. —A la orden, Jefe —saludó Maleza, que llegaba en aquel momento muy afeitado y compuesto. —Hola, Maleza… Hombre, ¿a que no sabe qué quiere decir toponímico? —Sí, Jefe, Tomelloso es un toponímico.

Plinio tuvo que encoger la nariz y limpiarse la ceniza del cigarro caída sobre su uniforme, para no darse por enterado de la cara de guasa de don Lotario. —Eso ahora se dice mucho, Jefe — siguió Maleza en plan de profe y sin comprender la situación—, toponico… y que te fagoricen. —Gracias por la información y buena guardia, Maleza. —Pues yo creo, Manuel, que debes preguntarle a la señora de la pensión por qué le puso Ondarreta. Y de pronto empezaron los dos a reír como niños por el trance recién acabado. —En fin, vámonos a cenar. Y mañana a las ocho si le parece nos damos un garbeo por las viñas de la Braulia, junto a Cinco Casas, a ver qué tortas se cuecen allí… Ah, y antes que se me olvide voy a decir que telegrafíen a Barcelona para informarnos de quién es este Miguel Echevarría. A las ocho de la mañana o un poco después, desayunaron en el bar Juanito, por variar y porque Plinio tenía muy presente todavía la «pequeñez» de la Rocío. Tiraron para Cinco Casas. Don Lotario echó por si acaso los gemelos de campaña. Sepa Dios lo que el veterinario habría imaginado que iba a ver por las Moyas y parajes vecinos. Por la carretera llana de Argamasilla iba el «Seiscientos» suave como una seda. Hacia las nueve se hallaron perdidos. No atinaban con la finquilla de la Braulia. Pararon y se acercaron hasta un hombre que había en la puerta de un bombo atacándose los pantalones. —Bien pasá la estación. Como a media legua. A la mano derecha. Es una casa pequeña con pocos árboles y pozo. Se ve en seguida. Al pasar por el pueblo de Cinco Casas —que ahora debe tener veinte— don Lotario empezó a cantar: Cinco Casas, Cinco Casas, tierra de amor y alegría. Tus mujeres son de fuego con gracia de Andalucía. —¿Te acuerdas, Manuel, de ese cantar? —No he de acordarme. Ése es el pasodoble que compuso Manolito Arriera, el hijo de don Gregorio, el poeta. —Qué imaginación tenía el tío. —Ya lo creo. Cruzaron el paso a nivel y continuaron con poca marcha, hasta ver la casa de los árboles que le dijo el del bombo. —Pare por aquí para que lleguemos con cautela. Don Lotario sonrió, porque a Plinio, siempre que iban de servicio a las casas de campo, le gustaba llegar camuflado. Pasico avanzaron por la trasera de la casa, que de verdad era cuartillejo, aunque muy enjalbegado. El veterinario llevaba los gemelos en bandolera. —¿No oye usted voces? —Sí que las oigo, sí. Y se caló los gemelos. —Deben de estar muy a la otra parte, no se ve nada. Avanzaron hasta apostarse entre los árboles que rodeaban la casa. Las voces eran muy recias. Un hombre con azadón al hombro y pañuelo de hierbas a la cabeza, increpaba a una mujer que debía de estar dentro de la casa y que por la voz sacaron que era la Braulia. El hombre estaba fijo, mirando hacia la casa y voceaba congestionado y sudoroso. La otra le replicaba con gritos histéricos: —Ceporro, carajolero, cachote. Meapilas, vicemarica, mamón… —le decía ella. —Holgona, que eres una holgona. Repiputera. Hija de caballo blanco. —Lumbrera de ocios, culo en subasta… ¡Jocoleches! —Coño rejalcar, que eres coño rejalcar. Zorra cimera. —Maricón perpetuo, grandirregüeldo, perro ronco — contraatacaba la Braulia con mayor saña. —Catacatres, pupaculo, verbileches… que no eres más que una verbileches. —¿Y tú? Resquiciero, topanalgas, robaligas, hijo de cabrón maestro… Lamerón. —Anda que tú, estuche de males, cazapililas, coñoalhóndiga, que eres un coñoalhóndiga. —Anda ya de ahí, mealeches, amortajero, pichiflauta, hijo de gato montés, cuerno sin fin. El hombre del azadón, que había ido perdiendo fuerza, le volvió la espalda después de escupir hacia la casa, y echó a andar hacia el sitio donde los de la justicia municipal estaban apostados. —Anda y que te maten —continuaba la andriaga—, pedolobero, ronca truenos. Hijo de feriante. —¡Hurré!, ahí, putón, corre, ve y toca. —¡Hurré!, tú, pies de escarbaera, rompetinajas… Propincuero. Cuando el hombre del azadón llegó a la altura de Plinio, venía con una cara casi sonriente en contra de lo que podía esperarse después de aquel cambio de lavazas. Para no asustarlo, el guardia le chistó discretamente. Al principio el azahonero no dio de dónde venía el siseo, pero cuando el Jefe se destapó del árbol, se quedó perplejo. —No te asustes, buenos días. —Hombre, Plinio —dijo el hombre, que era de Tomelloso, más que cuarentón y con las narices muy bajas. —Siéntate aquí, Catalino, y no hagas alusiones. Apartándolo un poco se sentaron y lo sentaron tras una pedriza que había a la par de los árboles. —¿Qué follón traíais ahí? ¿Qué pasa? ¿Con quién reñías? —le preguntó Plinio haciéndose el inocente. —¿Que con quién? Con la puta vieja de la Braulia. La Mirla, por mal nombre. Con esa cosevirgos de la puñeta, que no me deja beber agua del pozo. Y por éstas se lo juro, y así ya lo sabe, puesto que es de la justicia, que el primer día que tenga coyuntura le echo en el pozo una mula muerta para que le pierda el agua. —¿Y por una poca agua armas esa batalla? —Siempre, de toda la vida de Dios, las gentes de estos linderos bebíamos el agua de ese pozo. Desde mil años antes de que estas cepas fueran de la Mirla. Y ella, las cosas como son, siempre transigió, pero desde unos meses a esta parte, cada vez que nos ve llegar al zaque, arma la de Dios. Y además le ha puesto un candao más gordo que mi gobanilla. Pero palabra, Jefe, que esto no concluye así. Por aquí no hay más pozo que ése y todos tenemos un derecho a no morirnos bascando. —¿Y por qué crees tú que le ha dado por impedir el pozo a estas alturas? —Deben de ser manías de vieja o vaya usted a saber.

Le dieron un pito y buenas palabras al Catalino y marchó hacia su haza con la herramienta al hombro. Cuando lo perdieron de vista, desplegaron hacia la casa de la Mirla. La mujer estaba sentada en la puerta de su cuartillejo cosiendo unas sábanas. Al ver a los legales se incorporó rauda y cerró con dos vueltas de llave la puerta de la casa. Después de hacerlo se le notaba en la cara que estaba repisa por tan poca simulación. —Buenos días, Braulia —saludó el Jefe con mucha severidad. —Buenas —contestó insegura. —Venimos a ver tu casa —anunció sin ambages. —¿Mi casa? —Claro, mujer. Tengo el capricho de verla. —Traerás un papel del juez. —Mucho sabes tú, Mirla. —Lo que hay que saber para vivir, en estos tiempos. —Pues no traigo papel del juez, Mirla, como tú dices, pero como eres una mujer muy amable, muy relimpia y no tienes nada que ocultar, nos vas a enseñar la casa sin más palique. —Pues lo siento mucho, pero no puede ser. No es legal. —Yo soy más justo que la ley, Mirla. Anda, abre. —He dicho que no, Jefe. Lo siento muchísimo, pero sin el papel del juez, ni hablar. —Mira, Braulia, no te pongas tonta, que con esas formalidades no vas a hacer más que retrasar la cosa una hora lo más. Porque te cojo en el coche, nos vamos al pueblo, le pido al juez el mandamiento, que me lo va a dar al contao, y en seguida estamos de vuelta con todas las de la ley. Así es que anda, abre. —¿Pero qué te crees que hay dentro? —preguntó más amainada. —Nada de particular. Un cuartillejo. Pero a mí ya sabes que me gustan mucho las casas en el campo. —¿Es que una no va a poder estar tranquila en ninguna parte? ¡Pues sí que hemos llegado a un extremo, vamos! —Venga la llave, paloma, que tenemos prisa. —Manuel, esto no te lo perdono, es una injusticia. —¡Que abras te digo! —le gritó Plinio con cara feroche. Y la Mirla, con los peores modales del mundo, abrió la puerta de par en par. Entraron los de la justicia y ella zaguera. Se encontraron primeramente con una cocina, como es costumbre, pero muy bien enjalbegada, con alfombra de esparto nueva, un bargueño, flores en un jarro, periódicos y revistas de ésas de Soraya sobre una silla de estilo castellano comprada en una tienda. Luego dos alcobas, también muy limpias, con colchas del Bonillo, perchas y bidé móvil. Miraron todos los rincones y chineros y sólo encontraron aperitivos en lata, vino, botellas de whisky, algunas viandas y un transistor. Plinio y don Lotario quedaron mirando a la Mirla, con aire acusatorio. Ella desvió los ojos. —¡Cómo han progresado los cuartillejos, con whisky, lavabete de culos y de tó lo del mundo! —comentó al fin Plinio pasándose la mano por la barba. —No hay ropas de hombre ni de mujer —dijo el veterinario. —Ca, se las llevan puestas. Liaron un «Caldo» y volvieron a la puerta. Braulia la Mirla, como quien no hace nada, tornó a hacer como que cosía. —¿Por dónde entran los coches hasta aquí, Braulia? —preguntó Plinio. —… Por un caminillo que viene más allá, desde la carretera… Cada una se gana la vida como puede —siguió sin levantar los ojos del trapo—, con estas pocas cepas yo no tengo para comer. —Tú siempre te la has ganado así pizca más o menos. —Cada uno a lo suyo. —Tú lo has dicho. —Y yo, al fin y al cabo, lo hago aquí donde sólo pueden llegar los señoritos hechos y derechos y con coche… y no como otras que lo hacen en el mismo pueblo, a la vista de todo el mundo. ¿Qué me dices de la Olga, de las Pichelas y la Leónidas? —No, si tú eres una moralista. —Ya me puedes denunciar si quieres. Si me muero de hambre, ¿a ti qué? —¿Y qué mujeres llegan hasta aquí? —Ah, yo no me entero ni me importa. Ellos las traen y yo a lo mío. Sirvo y cobro… Yo no me fijo en ellas. —¿Y en ellos? —Eso ya es otra cosa. Con ellos cierro el trato y me dan el aviso. —Muy bien. Mira, Braulia —le dijo poniéndole la mano sobre la cabeza para que lo mirase fijamente—, yo no te voy a denunciar si tú te portas bien conmigo. —¿Yo? ¿Es que me vas a traer algún apaño? —Lo que quiero que me digas de momento es dónde viste por última vez a la Sabina Rodrigo. —¿A la Sabina? —preguntó con extrañeza, y se levantó de la silla para escapar de la tenaza del guardia—. Yo la vi por donde te dije, pizca más o menos. ¿O es que te crees que la Sabina es de las que vienen por aquí? —No me creo eso, conozco a esa muchacha. Lo que quiero, entiéndeme bien, es que me digas dónde viste a la Sabina. —Donde te he dicho, Manuel, donde te he dicho, y ni con el papel del juez puedo decir más de esa mujer… Porque no lo sé. Palabra. —Muy bien, Braulia. Te voy a dejar tres días… para que hagas memoria y si no la haces, no tendré más remedio que denunciar tu comercio.

Plinio y don Lotario, sin añadir palabra, se fueron hacia el coche para llegar al pueblo con tiempo suficiente de reconstruir la parada de Rosita con el amigo desconocido. Entre Cinco Casas y Tomelloso, llanura. Tierras a nivel. Ni alcores ni montañuelas. Si acaso alguna pedriza. Bombos. Pámpanos abarquillados. Barbecheras de color ético. Sol a plomo. Campo sin placeres. Desde que se acabaron los carros y las mulas, desde que labriegan las máquinas, aquellas llanuras se han quedado solas como plazas de toros en lunes. Han vuelto a ser el desierto de antaño. Leguas y leguas sin arado, mulas, carro, perro ni oveja. Campos sin solar ni población. Solar del sol y de la luna. La gañanía ya duerme en el pueblo. No hay asnos camineros, ni carros con el carrero dormido. Los viñeros ya no echan pitos en las lindes, en el desagüe del surco. Los segadores, no liberados por la justicia social, sino por la máquina, acabaron gracias a Dios… Te ganarás el pan con el sudor del segador. Ya no hay de eso. Encadenan muchos días con muchas noches sin verse sombra de hombre en los barbechos. Ya no se ven caporales con los calzones bajados entre las cardenchas. Las visitas al campo son ahora como las de los médicos. Rápidas y caras. Entre un amanecer y mediodía una cosechadora pela a cero docenas de fanegas de mies rubia. Las gentes del agro ya se acuartelan en el pueblo. Casi diez mil personas de estos contornos marcharon a las grandes ciudades o al extranjero. Las genealogías seculares de Villenas, hijos de Villenas y nietos de Villenas; de Torres y Madrigales, biznietos de Torres y tataranietos de Torres y Madrigales, se están quebrando por Valencia, por Madrid y por Alemania. Las hijas y nietas despachan en cafeterías, trabajan en fábricas de Frankfurt y se casan a la internacional. Se jorobó la limpieza de sangre. Ha llegado la hora de casarse con los «herejes» extranjeros. Las máquinas han sido más justas y hermanadoras que los propios hombres. Los campos desoladores, solos. Llegar, quitarles el fruto y a la sombra, que salen pecas. Los pájaros planean más libres sin ligas ni escopetas. La solanera para los bañistas. Aquella alegría de los campos antiguos con tanto ir y venir, con tanta voz y tanta piel de tierra, pasó a la historia de los cancioneros. Otra vez los surcos y el cielo mano a mano. De vez en cuando un tractor solitario entre la berra. El tractorero escucha un transistor y en vez de seguidillas aprende las canciones del Festival de Eurovisión. Todo el mundo es de Dios. Las fronteras de la cabeza y de la geografía, las alambradas nacionales las va derrumbando el carajo, a Dios gracias. Los últimos nacionalistas del mundo se mueren añorando un pintoresquismo miserable. Los orgullos de raza y de pueblo han pasado como una broma funesta… Hermano francés, hermano inglés, hermano alemán, hermano luterano, hermano anabaptista, hermano de Jehová, salve. Se vaciaron los campos para irse a dar la mano a los que viven y sienten al otro lado de este mapa. Entre Cinco Casas y Tomelloso otra vez el silencio de Dios. Antes de llegar a Argamasilla, recién pasadas las Moyas, encontraron un viejo camión averiado apartado en una cuneta. Y sobre la carrocería, un caballo gris. Dos hombres miraban y remiraban el carruaje con cara de pocas esperanzas. Don Lotario frenó por si podía ayudar. —Atiza, si es el caballo de Áureo —dijo mirando con ternura al animal aburrido. —Pocos deben de quedar ya en el pueblo. —Que yo sepa éste es el último. —Y seguramente se lo llevarán al matadero… o a los toros. —Todavía está de buen ver para echarlo a picadores. Preguntaron a los del camión si podían ayudarles en algo. Pidieron que por favor llevaran a uno de ellos hasta el garaje de Argamasilla de Alba, para avisar a un mecánico. El caballo gris quedó sobre la carrocería mirando a uno y otro lado con desgana. Debía de importarle todo muy poco. Después del amo Áureo, que lo cuidó como a un príncipe, que lo tuvo por su mejor amigo y con él se desahogaba de sus pesares, nada mejor podía venirle. Áureo solía echarles grandes discursos a sus caballos. Discursos sobre política, moral y convivencia. Y fue tan leal al gris, por nombre Floridor, que cuando por sus achaques tuvo que deshacerse de la cuadra, tílburi, tartana y cesto, se quedó con él para que no saliese de su casa hasta después de su entierro. Áureo fue hombre que en su larga vida sólo se llevó bien con los caballos. Con los humanos siempre andaba un poco escorzado. En negocios y relación hizo lo que no había más remedio, pero los caballos fueron sus hermanos y tertulia, su senado y gobierno, su cabildo y concejo, su coro y su corro, sus hijos y compadres. En la prima mañana de los veranos, apenas el sol asomaba la ceja, con el puro en la boca y mirando un poco hacia el cielo como él solía —que también le llamaban «miracielos»—, salía raudo con su tílburi y el caballo de turno a cansar los vientos. En invierno paseaba en tartana, bien rebozadas las piernas con una manta y siempre el puro en la boca. A los anocheceres cruzaba la plaza como un auriga romano, sobre su cesto, despreciando automóviles y motos. De joven también era jinete cobertero y casi despótico. Se le veía trotar con el puro en la boca y mirando a los cielos como si no quisiera perder de vista el humo de su tabaco. Fue el último centauro del pueblo. Su suspiro postrero fue para aquel Floridor que llevaba semanas arrumbado en la cuadra, sin los discursos y azucarillos del amo Áureo. En los claros de la agonía oía el cocear del caballo impaciente y dicen que decía: «Espera, Floridor, que ya nos vamos». Cuando iba a caballo no saludaba a nadie. Estaba en su trono. Por no sé qué paso atrás de su naturaleza, no era hombre sino a horcajadas de una bestia. A veces hacía exhibiciones triunfales. Y sacaba sus seis caballos —que hasta seis llegó a tener— enganchados en un landó de tronco. Vestido de pana rojiza, con gorra de visera y el puro enhiesto, surcaba las carreteras en una borrachera de galopes y trallazos al aire. Al verlo avanzar entre el polvo, los autos se aparcaban junto a la cuneta, porque Áureo, como un emperador cargado de triunfos, no reparaba en obstáculos. Odiaba los motores y las bicicletas. Cuando veía alguna junto a una acera y sola, le arrimaba el carruaje a toda marcha para tirarla con el cubo de la rueda y hacerla una chatarra. Verlo con doce riendas en la mano, a todo galope por el camino del Salto, era espectáculo que enloquecía a todos los chicos del pueblo.

Una vez que estuvo malo el caballo gris, dormía con él en la cuadra, bajo la misma manta y abrazado a su cuello para darle calor. Decía entender el lenguaje equino y aseguraba que la vida de un jaco valía por la de cien hombres. A las yeguas las trataba con galantería tiernísima. Y según don Lotario, que fue su veterinario, les daba de comer flores y bombones como un enamorado. En verano, acampaba unos días a las lagunas de Villafranca, para bañar los jacos a gusto. Y apenas les notaba refrío o dolor, obligaba a don Lotario a pasarse horas en vela junto a sus bestias como si fueran criaturas. De farmacopeas equinas sabía más que nadie. Y un día que fue preciso matar a un caballo cojo, él mismo lo punzó para que se sangrara dulcemente mientras le daba azucarillos y palabras de ánimo. Hasta llegar al pueblo, Plinio y don Lotario hicieron su planto a aquel último caballo de la ciudad. Y recordaron sus años niños, cuando por todas las calles y caminos pasaban caballos. Los percherones que llevaban las cubas de vino a la estación. Los caballos villanos de los panaderos y vendedores de gaseosa. Las yeguas tartaneras de los labradores con acomodo. Los caballos mejores de los señoritos, que paseaban a la caída de la tarde con botas lustrosas, espuelas de plata y mucho corveteo. Los caballos burocráticos que tiraban de las berlinas de los médicos. Los caballones gigantes de la Guardia Civil, cargados de cueros, sable, fusiles y gualdrapas con escudo y castillo los días de gala. Los ponys de los niños señoritos que saltaban por las huertas y montes próximos al pueblo. Los caballos viejos de la diligencia de Paco «el del coche», que iba a la estación, con aquellos collarones de cascabeles, que aceleraban un momentico, cuando el auriga Paco les largaba la tralla sobre el pico de las orejas. Y los caballos de los coches fúnebres, con su paso de marcha solemne, un tanto vestidos de cura con aquellos plumeros y telas moradas. Caballos clericales que olían a incienso y relinchaban en latín. Los funerarios y los de los médicos fueron los penúltimos caballos del pueblo. Y el penúltimo de verdad, el de don Juan Antonio Olmedo, el médico tranquilo. Y los dos de la justicia se rieron recordando cuando Anastasio el Pimpla, un día que llovía mucho, y que el cochero de don Juan Antonio estaba liado en su impermeable, sin ganas de verse, esperando al doctor, el Pimpla, rápido como la vista, se metió en la berlina y le dijo al cochero por la trampilla con voz apagada: —A la calle de Pedrero, 89. Y el hombre, sin mayor discriminación, arreó el caballo. Y cuando llegaron, el Pimpla se bajó y arrimándose al pescante dijo: —Gracias, hombre, por haberme traído. Y ahora vuelve a la puerta de Soubriet que estará esperando el médico. Y cuando volvió el cochero, echando leches, halló al pobre don Juan Antonio en el poyete meditando qué habría sido de su berlina amarilla. Qué cosas, Señor. Qué caballos hubo siempre. Desde los preshistóricos. Tantos siglos y siglos y ahora, mira. Que estos bichos, que durante miles y miles de años aguantaron sobre su lomo los culetazos de miles de millones de hombres, en ná de tiempo se han ido a las cuadras de la nada, dejando los caminos y carreteras pasto de los coches y camiones. Don Lotario pensaba en los miles de caballos que trató en su larga vida profesional. Y los veía en tropel, saliendo de la tierra y echando su galope final sobre la raya del horizonte… Todavía bajo los terrones se pudrían miles de esqueletos de caballos ya sin montura, ni muesca del bocado, ni cicatrices de las espuelas, alimentándose de raíces de perejiles. Aquél era un día histórico para Tomelloso. Salía de su término el último caballo, Floridor. Y no salía por su pie, sino montado sobre un motor. Se acabó la raza. Las monturas se pudrían en los desvanes como en el de Natalio Torres, cual galápagos disecados… Y en algunas cocheras de automóviles, antes de tartanas y berlinas, todavía quedaban reliquias invendibles: cabezales, colleras, pretales, tiros y bridas que fueron de lujo. Don Lotario guiaba melancólico. Su último caballo cliente emigraba. Ganas le daban de parar y tirar su recetario a la cuneta… En el futuro, para ver a los caballos habría que ir a la casa de las fieras. Tal vez eso sería lo mejor. Pero el corazón de un hombre también es importante, y al de don Lotario acababan de sacarle su arteria maestra… Y recordaba sus noches jóvenes, cuando desde la cama oía el paso duro de los caballos sobre el empedrado, su cocear en la cuadra, el relincho lejano y desvelado y veía las huellas de las herraduras sobre el polvo del camino, las cajonadas entre los guijarros de la calle del pueblo y la figura de un jinete solo ante la puesta del sol. —El mundo ha cambiado —dijo en voz alta sin darse cuenta. —¿Qué? —preguntó Plinio, que iba plegado en sus cavilaciones. —Nada, Manuel, cosas mías. El día estaba entre nubes. Nubes mengajo, pero que a cada nada bigoteaban el sol. Cuando llegaron a la plaza del pueblo todavía no era mediodía. Se arregostaron a refrescar en el bar Alhambra. La gente entraba y salía, hablaba de sus pequeñas cosas. Barruntando ferias y vendimia. En un corro grande que cercaba un velador se hablaba de las mujeres raptadas, pero callaron al ver a los que entraban. Plinio se hizo el desentendido. Todo el pueblo estaba obsesionado con aquellos misterios. El Jefe, cuando andaba con un caso complicado y todavía por resolver, se sentía intimidado ante la gente. Le molestaban las miradas y preguntas. Pensaba sobre todo, dada la baja condición humana, en cómo se frotarían las manos algunos, si no llegaba a buen fin. Hasta la fecha no había tenido fracasos espectaculares y no pensaba que por su mucho talento, sino porque —él lo decía— los casos de pueblo siempre resultan elementales. Por todas estas cosas, él y don Lotario bebieron en silencio, sin ligar conversación ni casi mirar a nadie. Apenas liaron los cigarros marcharon hacia el Ayuntamiento por si había alguna novedad. Sólo había un telegrama de Alcázar: «Miguel Echevarría. Procedente de Bilbao, avecindado en Barcelona, aunque sin domicilio conocido. Comisionista sin sueldo fijo en la casa “Tejidos López Díaz”».

Plinio pensó un poco y luego de enseñarle el telegrama a don Lotario dijo que pidieran información a Bilbao. Y cuando ya estaba en la puerta del Ayuntamiento volvió a su despacho y dio órdenes al cabo para que se enterase del nombre completo de la dueña de la pensión Ondarreta y pidiese información a Madrid. Era casi la una y tomaron el coche para acudir a la cita con don José y Raimundo. Ya los esperaban junto al Parque. Raimundo era muy gordón, con gafas y cara inexpresiva. Siempre parecía reír, aunque estuviera triste, pero es que se le ponían así los labios. Apenas se saludaron, Raimundo echó a andar hasta pararse en la casi conjunción del Parque Viejo con la carretera adoquinada. Le siguieron hasta allí. Clavó bien los tacones en el suelo: —Aquí estaba el coche de Rosita y detrás, mirando hacia el Parque, el del otro. Yo, que iba por aquella acera de enfrente, vi el coche de su hija Rosa muy bien, pero el otro, no, porque lo tapaba, y porque… ¿yo qué sabía lo que iba a pasar?, no puse interés. —¿Y dices que fue a qué hora? — preguntó Plinio. —A la una y media o unos minutos más. —¿Ella te vio? —No. O si me vio no dio señales. Quiero decir que no me saludó. —Bueno, pues vamos a esperar que pasen los habituales de esa hora. Plinio no perdonó a nadie. Vecino que entraba o salía y gentes que pasaban y se sabía que trabajaban por allí fueron interrogados. Se llevarían entrevistadas unas veinte personas, sin resultado, cuando uno que iba en bicicleta, y que según dijo trabajaba en la fábrica de Fábregas el de Reus, el que está casado con la Pili la de la farmacia, ésa que lee tantos libros, aclaró la cuestión: —Yo vi al que hablaba con la señorita Rosita montado en su coche… Era el sobrino de don José. —¿Qué sobrino? —preguntó con interés el tío. —Sí, señor, su sobrino José Vicente, el hijo de don Salustiano que en paz descanse en su panteón. —¡Bah!, entonces estamos listos — dijo don José encogiéndose de hombros, a la vez que interrogaba con los ojos a Plinio. Plinio hizo un gesto de conformidad con las palabras de don José. Suspendieron el interrogatorio, despidieron a Raimundo y cambiaron impresiones. —Ya tenemos localizada la entrada de su hija en el pueblo —dijo Plinio—; por lo tanto, lo que ocurrió, como en el rapto de la Sabina, fue dentro del mismo cerco de población. —Sería conveniente hablar con mi sobrino, José Vicente. ¿Qué te parece, Manuel? A ver qué le contó ella. —Me parece muy rebién. —Vamos ahora mismo. Y sin más conversación, montaron en los coches y fueron hacia allí. —Manuel —dijo ya dentro del coche don Lotario—. ¿Cómo es que el sobrino, José Vicente, al enterarse de todo esto, no fue a su tío a decirle que había visto a Rosita en el pueblo? —No lo sé, pero supongo que a estas horas el primer extrañado es don José, aunque no haya dicho nada. Esperaron en la puerta de la casa de José Vicente hasta que llegara el «Mercedes» del tío. Cuando estuvieron todos, llamaron y abrió una criada con uniforme. Al fresco del patio, la madre leía una revista. Y al ver a la claridad de la puerta de la calle quiénes eran los visitantes, que hablaban con la criada, quedó mirándolos con cierta suspensión. Se puso de pie. Don José besó a su cuñada. Plinio y don Lotario quedaron algo rezagados. —¿Qué tal, Manuel; qué tal, Lotario? —saludó la señora muy cariñosa. —Perdona la irrupción, Santa, pero andamos de indagaciones por lo de la Rosita. —¿Seguís sin saber nada? —Nada absolutamente… Mejor dicho, hemos podido averiguar que llegó al pueblo. A la entrada del Parque Viejo fue la última vez que la vieron. —¿Ah, sí? ¿De modo que llegó al pueblo? —E incluso habló con José Vicente. —¿Con José Vicente?… No me ha dicho nada… Claro que calla, si el pobre no lo sabe todavía. ¡Cómo me lo iba a decir! Vino del campo muy tarde. Todavía está en la cama. Cuando le pasé el zumo de naranja dijo que se encontraba un poco mal. El hígado no le funciona nada bien. Como su padre. Pero no hay quien le haga ir al medico. Me tiene con mucho cargo. Doña Santa, con el pelo totalmente blanco, tenía un aire avispado, de mujer que está en todo. Miraba como centinela precavida. Y en sus manos había siempre una especial crispación. —Te parece qué cosa, Dios mío. Dos mujeres desaparecidas en pocos días… Y la otra muerta… ¿Todavía no sabéis quién es, Manuel? —No, señora. —Mira, aquí sale José Vicente. Apareció en pijama. Alto y enteco. Un poco doblado de tronco, pero con aire muy elegante y señorito. Despeinado, con un pijama azul y las gafas puestas. A cierta distancia parecía muy joven, pero de cerca se le apreciaban bastantes arrugas. No tendría más de cuarenta y dos años y aparentaba cincuenta. —Ustedes perdonen la manera de presentarme. No sabía que estaban aquí. Saludó a todos, se sentó y encendió un cigarro. —Que anoche, José Vicente, no te pude decir que también ha desaparecido la prima Rosita. José Vicente frunció las cejas componiendo un gesto de discreta extrañeza. —Si yo la vi al llegar al pueblo. —Según sabemos, tú fuiste el último que la vio —dijo su tío. —Cuando yo me iba al campo la encontré que entraba en el pueblo, junto al Parque. —¿Qué te dijo? —le preguntó Plinio. —Nada. Le pregunté por su viaje. Me dijo que estaba cansada de volante… que estaba deseando llegar a casa para darse una ducha… Nada más. Nos despedimos y cada cual marchó para su lado. José Vicente aplastó con displicencia sobre el cenicero su cigarrillo sin concluir. —Mamá, si fueses tan amable de darme más agua de naranja… Tengo mal sabor de boca. Doña Santa pulsó un timbre que había tras su mecedora e hizo el encargo a una sirvienta. —¿Y no sospechas de nadie, Manuel? —dijo doña Santa como por decir algo. —No, no, señora. —¿Qué raro, eh? —Éste no parece un caso de los que suelen estilarse en Tomelloso, ¿verdad Manuel? —comentó José Vicente con sonrisa desganada. —Nunca se sabe… Oye, y tu prima, ¿iba sola en el coche? —Sí, sola. Y con muchos bultos en el asiento de detrás… Como siempre — añadió sonriente a su tío. —Sí, para comprar es única. Le trajeron el vaso de naranjada y José Vicente se la bebió a sorbitos. Cuando ya estaban en la calle, dijo don José a sus compañeros: —Miedo me da el llegar a casa sin llevarle a aquella pobre ningún consuelo. —Todo esto tiene que aclararse pronto. Es demasiado gordo —le alivió Plinio. —Sí, pero ya hay una muerta por medio. —Ya le he dicho, y no quisiera equivocarme, que me parece que ésas son otros Garcías. —Pero tú, Manuel —le atacó don José con arrogante gravedad—, ¿pensarás algo, no? —… Pienso muchas cosas, mi querido amigo. Muchas. Pero una cosa es pensar y otra es tener pruebas. Estos robos son típicos de locos o chantajistas. Casi desecho la idea de chantajistas, porque en el caso de la Sabina no hay de dónde… Pero cualquier caballero que pasea tranquilamente por la calle puede llevar dentro un loco que a lo mejor tarda mucho en dar la cara. Quienes obran por locura, que no por profesión, al principio confunden, pero en seguida acaban enseñando la cresta. En dos días dos mujeres desaparecidas es demasiado. —Dos desaparecidas y una muerta. —Vale, si usted lo quiere así. Mejor me lo pone. Ahora bien —continuó Plinio como en monólogo—, el tal loco o lo que sea es habilidoso, porque, y éste es un punto que me preocupa mucho, ¿cómo se las arreglaría para hacerlas desaparecer en pleno día, en medio del pueblo, y en el caso de su Rosa, para mayor inri, yendo montada en un coche? —¿Y las huellas digitales que debe haber en el coche de mi hija no darían camino? —Cuando tengamos sospechosos para confrontar, sí. Y de momento, en el caso de Rosa —subrayó con muy mala uva—, sólo tenemos a su sobrino, José Vicente… Si le parece, le tomamos las huellas y mandamos analizarlas.

Don José, con ambas manos en los bolsillos de los pantalones, quedó mirando al suelo con mucha preocupación. Don Lotario y Plinio le contemplaban en silencio. De pronto los miró de frente con aire decidido: —¿Os importa que hablemos más despacio? —Para oír estamos. —Muy bien, seguidme. Y sin añadir palabra marchó hacia su «Mercedes». El chófer le abrió la puerta. —Subir primero, por favor. Vamos a la fábrica —ordenó al mecánico. Hicieron el corto viaje sin un comentario. Cuando llegaron, don José despidió al que guiaba y llevó a los visitantes hasta su despacho. Les hizo tomar asiento en un lujoso tresillo, se aflojó el cuello de la camisa y medio se tumbó en el sofá. —Lo que voy a contaros —comenzó con gravedad— es un asunto de familia que debe quedar entre nosotros. Don José se pasó la mano por la frente antes de continuar. Mano delgada, elegante, pecosa, levemente tinta por la nicotina. Tendría por entonces don José unos sesenta años, pero retenía todavía el empaque del guapo chico que fue. Sus piernas largas se cruzaban sobre el sofá. Conservaba el bigote estrecho, rubio, con algunas canas, de sus años mozos. —Es una historia antigua y dolorosa… Mi sobrino, José Vicente, siempre estuvo enamorado de Rosita. Él es hombre inteligente y discreto y ante extraños nunca dejó transparentar este amor. Yo mismo no me enteré hasta hace poco tiempo… Hablaron repetidas veces, sobre todo en Madrid, y Rosa, a pesar que es veinte años más joven que mi sobrino, llegó a interesarse por él… Pero, a ver si me explico. Todo ocurría de manera un poco desconcertante para Rosa… Él parecía muy enamorado, pero a la vez indeciso… Sin llegar a proposiciones concretas. Se veían en Madrid como dije, se hablaban por teléfono, llegaron a escribirse algunas cartas, pero todo de una manera oscilante, con largos espacios de silencio. Esta actitud de José Vicente, lejos de enfriar a mi hija, cosa natural en las mujeres, la estimuló, y decidió tomar la ofensiva y aclarar las cosas. Su confidente, claro está, fue Gertrudis, mi mujer. Gertrudis desde el primer momento se opuso. Pretextó que eran primos hermanos, de edad muy distinta, etcétera. Pero la verdadera razón era otra. José Vicente, a consecuencia, al parecer, de unas paperas que tuvo de niño quedó mal de sus partes. Lo más seguro es que sea impotente. Ante la insistencia de Rosa, mi mujer tuvo que decirle estas cosas, que siempre fueron un secreto rigurosísimo entre los padres de José Vicente, mi madre, que en paz descanse, y nosotros. Rosa, es natural, decidió olvidar al primo. Como también es natural, se volvieron las tornas. José Vicente insistió, la acosó por todos los medios y, avisado por mi mujer, no tuve más remedio que intervenir. Y le hablé. La escena, como comprenderéis, fue muy desagradable… Se empeñó en mantener que estaba totalmente normalizado. Es muy humano querer olvidar nuestros dramas. Porfió tanto, lloró y me hizo tales juramentos, que a pesar de que yo estaba absolutamente seguro de que se mentía a sí mismo, le dije que estaba dispuesto a transigir en su matrimonio con Rosa, si un médico de toda solvencia me daba garantías. Aparentemente fue la solución. Se puso contentísimo y quedamos en vernos en Madrid al cabo de unos días para ir a la consulta que yo indicase… No apareció. Marchó a Suiza y estuvo más de un año. Parece que allí intentó toda clase de tratamientos y remedios. Seis meses largos pasó en un sanatorio psiquiátrico. Su madre lo acompañó hasta que le dieron el alta. »A poco de regresar, hará un año, volvió a las andadas. Apenas hablaba con Rosa, apenas la llamaba por teléfono, pero le escribía casi a diario… Unas cartas que no queráis saber. Cartas de loco. Últimamente se había tranquilizado un poco. Don José se levantó del sofá y de un frigorífico que había en el despacho, sin consultar, sacó dos cervezas para Plinio y don Lotario y él se sirvió un whisky. Dio un trago larguísimo y de pie en el centro de la habitación continuó: —… Por eso, Manuel, cuando has dicho, al salir de casa de mi cuñada, que este tipo de cosas son propias de locos, he pensado que era imprescindible contarte todo esto. Y quedó callado, en espera de la reacción de Plinio. Éste, al sentirse interrogado, se pasó la mano por el poco pelo que le quedaba, ya que en el curso de la larga plática de don José había dejado su gorra de plato sobre el brazo del sillón, y dijo en voz muy baja: —Pero, admitida su sospecha o como queramos llamarle, ¿qué relación puede tener entonces el caso de Rosa con el de la Sabina… y si quiere usted con el de la muerta de la Hormiga? —Dios me libre de aventurar juicios, Manuel. Aquí estamos hablando de manera muy confidencial. Pero ¿quién es capaz de clasificar las maquinaciones de un demente? —No, si en eso lleva usted razón. —Soy plenamente consciente de que te he dado una pista, todo lo problemática que quieras, pero que hay que aprovecharla. ¿Cómo vas a empezar? No hace falta decirte que tratándose de quien se trata, cualquier resbalón podría ser fatal para mí. —Ya… Usted sabe muy bien que los crímenes, robos y suicidios nunca vienen solos. A la gente le gusta imitar todo… hasta eso. Bien podría ser que el rapto de la Sabina le «hubiera dado la idea», como dicen en el cine, a su sobrino de robar a Rosa. —¿Y si quien se la dio… fue la muerta de la Hormiga? —preguntó don José con aire dramático. —… Olvide usted eso… por favor. Se hizo un largo silencio. Don José sacó del rubio y don Lotario dio «caldo» al guardia. Liaron, prendieron y don José volvió a tumbarse en el sofá con el vaso de whisky puesto de una manera coquetona. —¿Qué es lo primero que vas a hacer, Manuel? Y Plinio, sin comentar nada, pero con mucha prosopopeya, se sacó del bolsillo de la guerrera un pañuelo en el que venía algo envuelto. Levantó los picos con mucho tiento y apareció una cucharilla. Todos siguieron con la vista aquella morosa desempañuelación de la cuchara. Luego de unos segundos, Plinio habló: —Ésta es la cucharilla —dijo— con que su sobrino ha movido la naranjada que le sirvieron mientras estábamos allí… Esta tarde, con el coche de su hija y con esta cuchara, iremos a Alcázar para que examinen las huellas digitales. ¿Le parece? Don José respiró con satisfacción y dijo mirando fijamente al guardia y con los ojos húmedos: —Manuel… cada día te admiro más. —Si coinciden las huellas ya podemos operar sin miedo a equivocarme del todo. —De acuerdo… Oye, Manuel, ¿y por qué has sospechado de mi sobrino? —Hombre, porque fue la última persona con la que vieron a su hija. —¿Nada más…? No es motivo. Es mi sobrino y no conociendo lo que acabo de contaros… Plinio se rió de media cara. —… Es que José Vicente siempre me ha parecido a mí un señor rarísimo. Y estoy casi seguro de que salió al patio cuando llegamos porque nos vio entrar o nos oyó. Su manera de mirar era de hombre muy prevenido, que mide todos sus ademanes y palabras… Bueno, ya sabe usted que yo me muevo un poco por pálpitos y aprensiones, más que por ciencia… Y cuando lo vi… pues pensé que había algo más que lo que se veía. —Ay, Manuelejo González, alias Plinio. ¡Cuánto te queremos todos! — dijo don José con sincerísima admiración—. Tú eres uno de esos pocos hombres que nunca se pueden olvidar. Mi padre, que tenía pasión por ti, siempre me lo decía: «Plinio es el único hombre de este pueblo»… A mí —continuó en su tono exaltivo—, como sabes, nunca me ha ocurrido nada para necesitar de tus servicios, pero mil veces, cuando pensaba que podía sucederme algo, siempre me tranquilizaba diciendo: «Bueno, en Tomelloso, con Plinio, no hay nada que temer… Sale uno a la plaza y se lo encuentra en la terraza del Casino o en la puerta del Ayuntamiento, dispuesto a prestarle su inteligencia, su autenticidad, su honradez… y sus pálpitos». —Bueno, bueno… ya está, que me va a poner usted colorao. —Y este bueno de Lotario, siempre contigo… Qué suerte has tenido, Lotario. Bien merece la pena la vida si se dedica a un amigo así. Don Lotario bajó los ojos y sonrió, casi gaga. —Bueno, pues si le parece, don Lotario, nos vamos ahora mismo a comer a Alcázar, pero en vez de con su «Seiscientos», con el «Renault-10» de Rosa… Y, de paso, ponemos al comisario en… relativos antecedentes de cuanto pasa aquí. —¿Y al juez, Manuel? —Ya le hablé por teléfono. Esta noche le contaré más cosas… Pues en marcha. —Manuel —le dijo don José, ya en pie y poniéndole la mano sobre el hombro—. Comprenderás lo que deseo que aparezca mi hija… pero también comprenderás que me gustaría equivocarme respecto a José Vicente. —Lo comprendo, don José. Lo comprendo muy bien, pero verdades no hay más que una. —Y, sobre todo, evitar el escándalo, Manuel. Somos gente… muy conocida y es mi sobrino. —Por mí no ha de quedar. —En casa está el coche de Rosa. Vais por él cuando queráis. Yo voy a quedarme aquí un rato. Avisadme en seguida con lo que haya. Cuando iban por la calle, Plinio, que fue un rato pensativo, se paró en seco de pronto: —¿Sabe usted lo que le digo, don Lotario? —¿Qué? —Que eso de las huellas digitales son monsergas. —Ya estás con tus cosas. —Sí, son monsergas a las que sólo se debe recurrir cuando ya está agotado todo lo que puede ver y escuchar un hombre… De manera y modo que aún nos queda mucho por hacer antes de ir a perder una tarde entera en Alcázar. —¿Entonces, qué? —¿Qué? Pues no perder un solo momento la pista de José Vicente. Eso es, coño. Vamos. Y sin añadir razones, apretó el paso y cruzó varias calles hasta llegar a la calle de José Vicente, el sobrino de don José. —¿Cuánto tiempo hace que estuvimos aquí? —Hora y media, poco más o menos. —Ahora estará comiendo. De todas formas nos aseguraremos, por si las moscas.

Y siguió andando. Llegaron al Ayuntamiento y dijo al guardia de puertas: —Mira, muchacho, vete a casa de doña Santa y preguntas a ver si me he dejado allí la petaca… Pero no me la he dejado, a ver si me entiendes. Tú a lo que vas es a ver si está allí su hijo, José Vicente, ¿me explico? Si no está, me lo dices por teléfono desde el bar Romero. Y si está, que es lo más seguro, te quedas allí hasta que salga. Ves la dirección que toma y nos avisas aquí súbito. ¿Te has aprendido bien la lección? —Muy bien, Jefe. Éstos son los trabajos que a mí me gustan. —Me alegro. Espabila y chitón. —A la orden. Cuando pasó un cuarto de hora largo sin sonar el teléfono, Plinio mandó pedir al bar Alhambra unos pepitos, cerveza y melocotón en almíbar. Como concluida la comida seguía sin haber señal alguna, pidió cafés, copas y farias. Y a eso de las cuatro, cuando ya empezaban a impacientarse y a dar alguna cabezadilla que otra, llegó el guardia sudando. —Acaba de salir en el coche. Lo he seguido un poco con una bicicleta. Lo ha dejado en la puerta del San Fernando. Debe estar tomando café… Ahí lo tiene usted. Plinio se asomó a la ventana de su despacho, que daba a la plaza. —Es aquel «MG» azul —dijo el guardia, que miraba sobre su hombro. —Muy bien, muchacho. Ahora te vas al Casino a tomarte un café, que yo te convido. Y si ves que don José Vicente se ha sentado de tertulia, vienes y me lo dices. Pero si toma café en la barra y va a marchar rápido, te asomas a la puerta. Con eso basta. Y sigues dentro. ¿Entendido? —Voy, Jefe. —Todo con el disimulo que te tengo enseñao. —Sí, Jefe, sí, no faltaba más. Plinio y don Lotario volvieron a su observatorio, pero muy poco tiempo. A los pocos minutos apareció el guardia en la puerta. —¡Al coche, maestro! —gritó a don Lotario. Y ambos salieron a la plaza y se acomodaron en el «Seiscientos»—. Póngalo en marcha. —En marcha está. —Ahora coloque el coche ahí en la calle del Campo, sólo asomando el morro a la plaza para que podamos ver cuándo sale y hacia dónde va. Ambos, aspirando de sus farias mecánicamente, aguardaban, impacientes, la aparición de José Vicente. Salió doce minutos después. Llevaba camisa sport, pantalón de mahón, gafas oscuras y un gran cigarro puro. Subió, bajó el cristal y lentamente arrancó y salió calle de Socuéllamos adelante. —Vaya despacio, pero sin perderlo de vista. José Vicente cruzó el Parque Viejo y tomó la carretera de Pedro Muñoz. —Ya sabemos dónde va. —A su finca derechico —coreó don Lotario. —Quiquilicuatre. No hace falta seguirlo. Déjelo que se pierda, no vaya a guiparnos… —Aprovecharemos para echar gasolina. —De acuerdo. Se detuvieron en la gasolinera y veinte minutos después, pian, piando, volvieron a la carretera de Pedro Muñoz. —Voy pensando que en esta parte el terreno es muy llano para poder disimularnos cuando estemos a la vista de la finca. —Ya veremos. Todavía faltan unos veinte kilómetros. Andando un buen trecho, Plinio pidió a don Lotario que parase. —¿Tiene usted ahí los gemelos? —Natural. Los gemelos y el revólver. —Déjeme que me oriente. Manuel se bajó del cochecillo y miró un largo rato con los anteojos. Luego de entrarse otra vez, dijo: —Quiero recordar que la casa de doña Santa está a unos doscientos o trescientos metros de la carretera. —Por lo menos. —Bueno, entonces vamos a pasar de largo y si vemos que no hay nadie todo será más fácil. Ahora apriete usted. —Tanta llanura como la de este terreno nuestro es mala para la investigación policíaca —dijo don Lotario muy en razón. Plinio se sonrió para sus adentros. El veterinario puso el coche a todo gas. Plinio, que iba con los gemelos bien aprestados, miró con ellos hacia la finca cuando pasaron ante ella. Poco más allá encontraron un camión averiado y arrimado a la cuneta. —Fenómeno, esto nos viene fenómeno. Vuelva usted y aparcamos el coche detrás de este camión. Me ha parecido que está solo. Volvieron. El camión debía llevar allí mucho tiempo. Estaba cerrado y las ruedas sin aire. No llevaba carga. Don Lotario pegó bien el coche a la parte trasera de la carrocería. —El coche de José Vicente no está fuera. Lo debe de haber entrado por la portada de la corraliza. —¿Y ahora qué hacemos? Plinio, sin responder, volvió a otear con los gemelos. —A la izquierda de la carretera, frente a la finca, hay una pedriza que podría servirnos de excelente atisbadero. —Pues vamos a ella. —Vamos, pero por ahí entre las cepas. No salgan y la jorobemos. Corriendo agachados, Plinio siempre con los gemelos, se llegaron hasta la pedriza que señaló. Desde allí se veía la portada de la finca. Tras los montones de piedras, al repecho del sol, hacía una agostera que cocía. A los pocos minutos de estar allí sudaban. —Aquí se suda como sobacos —se lamentó don Lotario. Se calaron bien el uno la gorra y el otro el sombrero para ampararse del sol en lo posible. Luego, Plinio se desabrochó la guerrera y don Lotario, por primera vez en su vida, el chaleco. —Yo diría que crepitan las pámpanas secas de tanta calina —se quejó don Lotario. Y como Plinio no despegó los labios, abundó: —Esto es la guerra en el desierto, como en las películas. —Tengo una sed que basco —dijo el guardia al cabo de un buen rato—. ¡Qué chicharrera! —Y luego estas piedras, que echan fuego… Mira que como José Vicente no se haya quedado en la finca y haya seguido… —No sea usted cenizo, hombre de Dios. Al cabo de una hora larga, medio amodorrados, aguantaban en aquel resistero. Plinio acabó por quitarse la guerrera y se la colocó sobre la cabeza. Don Lotario intentó fumar, pero tuvo que tirar el cigarro entero, porque en vez de saliva contenía su boca una especie de pegamento que le fijaba el pito entre los labios. —… Éste no sale de ahí hasta la fresca… si es que va a llegar alguna vez —volvió a rezongar don Lotario. —O hasta media noche. —Pues si es así, lo va a ver Rita porque estaremos atizonados. Hacia las seis les llegó cierto tufo. Humo de leña quemada. Se despabilaron un poco de su media soñorra. —Coño, Manuel, huele a hoguera. —Es cierto —dijo don Lotario, olfateando. Levantó la cabeza sobre la trinchera. Se aparejó los gemelos y quedó fijo en una era que había a su izquierda y al otro lado de la carretera, bastante separada de la finca. —¿Qué es? —Van a quemar carros. —Ya, otro auto de fe —comentó don Lotario con sus labios de piedra pómez. —Querrá usted decir otro carro de fe… Qué tiempos —siguió el guardia sin quitarse los gemelos. —Deben ir ya quemados más de tres mil carros en este pueblo… Y no digamos en la provincia… Están quemando una edad que ha durado desde la prehistoria hasta nuestros días. Supongo que en otros países más listos estas hogueras las encendieron hace ya bastantes años. Sobre las piedras de la era habían preparado montones de gavillas de sarmientos. Chicos y gañanes las hacinaban bajo y sobre los carros: rodeándolos, entre las ruedas, sobre el tablero. Eran cientos y cientos de gavillas. Los condenados en aquella tarde debían de ser ocho o diez carros. Todos los de una labranza grande. La hacina era más que regular. Y sobre ella asomaban los varales y escaleras de aquellos carros de roble americano que costaron un dineral y que ya no había sitio para ellos. Carros que habían quebrado durante siglos los empedrados y luego los adoquines de las calles del pueblo. Los construyeron aquellos carreteros parsimoniosos y artesanos que hubo por las calles del pueblo hasta ayer mismo. Y don Lotario recordaba al hermano Gayo, con sus barbas de profeta y el largo mandil, acuchillando el roble, puliendo los radios de la rueda, hembrando el cubo. Y al viejo Lillo, con la brocha en la mano pintando los «rayos», como allí los llamaban, o aplicando las poleas de cadena de los carretones que llevaban las cubas de vino a la estación. Las carreterías solían ser grandes encamarados. Cuando las piezas estaban cortadas y en condiciones, los armaban en la calle, con mucha paciencia, rodeados de muchachos y amigos. Carros de una mula, grandones y sólidos, de tipo valenciano. Carros alevines para el tiro de un asno. Carracos de yunta con una sola lanza. Galeras con miriñaque volador para llevar mieses; y los carretones de vino. Los carretones, al cabo de los años, olían a odre y las galeras de cuatro ruedas y con platillos sonaban por la siesta sobre los empedrados con un ruido de crótalos metálicos. Trabajo les costó a los alcaldes silenciar las galeras, suprimir aquellos platillos que atronaban las tardes de agosto y las madrugadas. Habían prendido fuego a los bordes de aquella parva de gavillas por distintos lados, y el humo se extendía por todo aquel llano. Recordaba don Lotario la rebelión de los carromateros cuando empezó a hablarse en serio de traer el ferrocarril a Tomelloso. En uno de los primeros intentos, él era muchacho, los carromateros, los transportistas como se dice ahora, temerosos de perder su industria, se dice que apedrearon a los ingenieros que iban a trazar el proyecto. Aquello todavía era muy reciente, y ahora mira. «Los carros de fe», como Plinio decía. El pueblo quemaba un trozo largo de su historia, entre alegrías y bullicios. La primera gran revolución en muchas regiones de España fue el trocar los bueyes por mulas, que eran más ligeras y baratas. Constituyó una gran crisis en el siglo XIX. Luego el ferrocarril, que acabó con los oficiantes del transporte con tiro. Y ahora los tractores y camiones.

A pesar del sol se veían las llamas alzadas. Y los vapores del fuego que hacían rielar la línea del horizonte. Y el humo denso, gordo, azul, que, a falta de viento, se alzaba en bolas grandes, precipitadas, atragantadas, hacia el cielo lechal. Los varales y los adrales, maderas más delgadas, eran las primeras en arder. Amagada la torta de gavillas, se veían las llamas entre los palillos ladrales y trepar raudas por las varas que miraban al cielo. Después el fuego se entremetía entre los radios de las ruedas como banderolas temblorosas. Los hombres y chiquillos que había en torno atizaban el fuego con palos, arrimando los sarmientos encendidos a los birloches y carromatos próximos. Hacia las siete sólo quedaban los hierros, ejes y estornijas retorcidos entre las ascuas. Y sobre la era, el enorme brasero ya puesto a enfriar, para el día siguiente recoger los hierros, último esqueleto de aquella población carrera, y venderlos al peso. «En este mundo —pensaba don Lotario— siempre pervive lo más duro». Los fogoneros fueron marchándose y ya casi sin sol quedó sola aquella parva de ascuas que ahora brillaba más, espinada por los hierros más retorcidos y martirizados. Acababa la hoguera carreteril, y con la fresca, como presumió Plinio, comenzó la verbena. Don Lotario, que estaba un poco apartado haciendo aguas y ya con el chaleco abrochado, dijo de pronto en voz baja: —Manuel, Manuel. ¡Pájaro! Plinio se recompuso rápido, miró por la pedriza y vio una mujer que muy apresurada abría las portadas de par en par. Casi temblando se echó los gemelos a los ojos. —¿Quién es, Manuel, quién es? — preguntó el veterinario impaciente y mientras se abrochaba a manotazos la parte del pantalón que le fue imprescindible abrir momentos antes. —¡Rosita, es Rosita! Vamos. Y los dos echaron a correr de mala manera. Atravesaron la carretera y tomaron el camino que llevaba hacia la finca en el momento que salía el «MG» de José Vicente por la portada, conducido por Rosa. Le hicieron señas para que parase. La chica titubeó, pero al fin dio un frenazo. Llegaron alpeando hasta el coche. Rosa bajó el cristal y luego de mirarlos un momento casi sin expresión, empezó a llorar, convulsamente. —Tranquilízate, mujer, tranquilízate, no tengas miedo —dijo Plinio. Don Lotario, con la pistola presta, miraba hacia la portada. Plinio decidió esperar a que Rosita, más tranquila, pudiese hablar. —¿Dónde está él? —le preguntó al fin. —En la cueva, en la cueva. —Anda, sal y serénate un poco. Plinio la ayudó a salir. Estaba despeinada, con el vestido roto por la espalda. Le faltaba un zapato. Plinio volvió a decirle cosas tranquilas y en vista de que no podía andar la obligó a sentarse otra vez en el baquet. —¿Quién hay más? —Nadie… —¿Tampoco hay caseros? —No he visto a nadie. Se limpió los ojos y dijo: —Él debe de estar herido… o muerto. Lo he tirado por las escaleras de la cueva abajo. Le he empujado. —¿Cómo no te has podido escapar antes? —Me tenía encerrada en la cueva… allí me puso un colchón y mantas. —Bueno, espera. Vamos a bajar a ver lo que pasa. No te muevas. No puedes ir así. —Yo no quiero verlo… —No te preocupes, tenemos ahí el coche… Mira, aquí tienes tabaco —le indicó la guantera del coche—, echa un pito y verás cómo te apaciguas. Venimos al contao. Rosa encendió el cigarro todavía con el pulso temblón. Aspiró el humo con profundidad y se miró en el retrovisor. Plinio y don Lotario entraron en la finca. Desde la escalera de la cueva oyeron quejidos. Encendieron la luz, que ya se veía poco en el subterráneo, y vieron a José Vicente tendido junto al primer escalón. Bajaron. Estaba completamente desnudo. Tenía arañazos en la cara y se quejaba mucho, con unos gritos sordos, zoológicos. No parecía darse cuenta de quienes le rodeaban. Intentaron incorporarlo, pero fue imposible. —Este hombre debe de tener una fractura —dijo don Lotario—. Sin una camilla no habrá forma de subirlo. —Bien. Entonces vaya usted con Rosita al pueblo. Usted en su coche. Desde el primer teléfono avise a don José de la visita. Y disponga que traigan una camilla desde la Cruz Roja y una ambulancia, furgoneta o lo que sea, para llevarse a este hombre. Yo espero aquí. —De acuerdo. Y marchó por las pinas escaleras con las manos en los riñones. La cueva era grandísima y moderna, con tinajas de cemento. Al fondo, Plinio vio las maletas y paquetes de Rosita. En una rinconera, el colchón y las mantas. Esparcidas por la cueva, las ropas de José Vicente. Plinio, no pudiendo remediar en nada al herido, que ahora se quejaba sordamente, lo tapó con una de las mantas y se puso a examinarlo todo con cuidado. Entre las mantas y por el suelo, había fotografías pornográficas y cigarrillos. En una nevera portátil, refrescos y alimentos. Plinio, cuando todo lo tuvo visto, se sentó en el colchón, se bebió una botella de naranjada y encendió un cigarro. «¡Qué habrá pasado aquí, Dios mío! —pensaba —. Qué habrá querido hacer este pobre muchacho… Claro que está viva, y según la cuenta, si la Rosita tenía virgo, no lo ha perdido con este muchacho tan desdichado por la punta de la barriga. El hombre habrá querido hacer la última intentona para avivarse el príapo y, claro está, no le ha respondido… La verdad es que un nombre con el pudendo inservible, máxime si es joven, es para enloquecer. Tener las ansias ensacadas en el cuerpo como todo el mundo, la simiente agitándose en los compañones… y la verga, caída como una corbata. Qué drama. Me lo explico todo y más. Qué biografía, macho. Así por los años y por las calles. Viendo mujeres y oyendo a los hombres hablar de follaciones. Y para colmo, el pobre, barajando estas fotografías con posturas tan divinas… Si al menos se inventara algo para quitarle el gusto a estos faltos y que viesen una mujer como quien ve una Fanta. Pero sí, sí, toda la vida con el ansia de hacer fuego, y la escopeta con el cañón doblado». Se reía Plinio con sus propias imágenes, y consumido el cigarro, tomó las fotos del suelo y les dio un repasillo sin especial atención. Se las guardó en el bolsillo y dio un paseo hasta el enfermo, que parecía dormitar. Aburrido iba y venía mirando tinajas. Y viéndolas se le trasladó el pensamiento a otra cosa que ocurría en su pueblo últimamente: el final de las cuevas y bodeguillas caseras. A su pueblo, tan grande por debajo como por arriba, con igual habitación bajo el suelo que sobre la tosca, ahora le tocaba perder de medio cuerpo para abajo; cegar los hondones y quedar liso como todos los pueblos del mundo. El escudo de Tomelloso, que era una liebre saltándose un tomillo, debió aludir a la otra mitad invisible. Ahora ya no había caso. Se jorobó el anclaje bajo la tosca… Tal vez José Vicente acababa de dar un ejemplo, y en el posllegar, los machos de la ciudad llenarían sus cuevas de mujeres desnudas para luchar amores entre las tinajas. Desde que pusieron la Cooperativa, que verifica y administra el vino de la mayor parte de los labradores medianos y picholeros, las cuevas que minan Tomelloso quedaron vacías. Son ahora calabozos de tinajas hueras. De tinajas con telarañas y sin aliento de vinazas. Tinajas sin cuido, tapaderas, ni corcho. Maltrechos los empotres, sin aireo ni limpieza, las bodegas quedaron en sótanos sin empleo. Cuevas muertas que tal vez en un futuro serán negocios de ágapes, bailongos y magreo. Las que encerraron hecho líquido la razón de tantas vidas, y la sangre de tantas penas, ahora, al faltarles la alegría de los trasiegos y el chupar de bombas, de serpientes mangueras, de catadores, corredores de vino y los amigos del amo que se sentaban en las haldas de las tinajas a pasar un rato de la vida entre paladeo y paladeo, quedarían en espeluncas olvidadas. La riqueza de las casas de Tomelloso estaba en sus partes bajas, donde se guardaban las herencias de la familia y de la casa. Partes recónditas de la esperanza y de la lágrima, del buen rato y la comida escandiada. Ahora —Plinio se sonrió al pensarlo— a las casas de su pueblo les pasaba lo que al José Vicente, que se habían quedado con las bajuras hueras. Hasta dos horas después no llegaron con la camilla de la Cruz Roja. Razón llevaba don Lotario. Pues habría sido imposible subir a aquel hombre de otra manera. —Rosa me ha dicho que hagamos el favor de llevarle sus maletas. —Las mujeres siempre a lo suyo — gruñó Plinio. Él y don Lotario tuvieron que echar una mano a los camilleros. José Vicente permanecía sin sentido. Habían traído la camilla en una «rubia» de alquiler. Al ponerle los pantalones y la camisa, el herido, a pesar del desmayo, se quejaba. Cuando todo estuvo apañado, salieron delante en el coche de don Lotario con las cosas de Rosa y la llave de la bodega. La rubia les seguía muy despacio. —Ya le he dicho a Saturnino por teléfono que esté preparado para hacerle una radiografía. —¿Cómo ha reaccionado don José? —Ya puedes imaginarte. Como unas castañuelas. No quieras saber los piropos que te ha dedicado… Le he dicho que prevenga a su cuñada Santa. —¿Y cómo dice Rosa que fue el rapto? —Por lo visto, cuando se encontraron, José Vicente le pidió hablar con ella de una cosa muy urgente. Como no quería contrariarlo por lo que ya sabemos, se adentró con él en el Parque. Se sentaron en un banco. Él le dijo lo de siempre: que no podía vivir sin ella y demás cosas de su enamoramiento. Rosa lo tranquilizó, y cuando todo parecía más concorde, al subirse a su coche, José Vicente la empujó brutalmente hacia el fondo, se sentó en el volante, y embalado la trajo a la finca. Durante estos días, en esta cueva ha debido de ocurrir la intemerata. —Ya me imagino. —Ella, naturalmente, se limita a decir «que todo ha sido horroroso…». Pero habrá que ver. —Como yo pensé después de la confidencia de don José, esto estaba bastante claro, y, desde luego, lo de la Sabina es otro cantar. —Eso de la impotencia debe de ser muy mala cosa —dijo don Lotario como para sí. —Sí debe ser, sí… Veremos qué dice Braulio de todo esto. —Es verdad. Hay que contárselo cuando sea oportuno. —Esto mañana lo sabe todo el pueblo. Menudo escándalo. Cuando llegaron a la plaza, Plinio pasó a informar al señor juez de la sesión de la tarde —a pesar de que don José no llegó a presentar denuncia en forma de la desaparición de su hija— y a cambiar impresiones sobre los otros casos pendientes. Antes de cenar se sentaron un rato en la terraza del San Fernando. Cerca de ellos había un corro muy grande en torno a tres mesas que hablaban con mucha animación de algo que Plinio no llegaba a coger el hilo. Cuando llegó Manolo Perona a ofrecer sus servicios, le preguntó: —Oye, Manolo, ¿de qué hablan en ese corro con tanto interés? —Del loro de Compte, que se ha muerto. —No me digas. —Parece mentira —le bromeó Manolo— que sea usted el jetazo de la G. M. T. y no sepa la noticia. —Es que hemos estado fuera. Pobre lorito. Era el ser vivo más antiguo que quedaba en este lugar. —Eso es verdad, Manuel, pero la cosa no es para tanto. Todo el pueblo hablando de lo mismo, más que de la Sabina. —Pues sí lo es, Manolito, que tú eres muy joven y no das importancia a estas cosas —le replicó don Lotario—. El loro de Compte era una verdadera institución. Los loros viven mucho, pero éste era el no va más de viejo. —Pues sí, creo que está desfilando medio pueblo por aquella casa —añadió Perona. —¿Pero es que lo tienen de cuerpo presente? —preguntó Manuel con extrañeza. —No han tenido más remedio, en vista de la cantidad de gente que acude a darle su último adiós. —Ah, pues tenemos que ir a verlo, don Lotario. —Yo tengo un retrato que me hicieron junto a su jaula hace muchos años. —Pues ésa será una foto histórica, don Lotario —le dijo Perona con cierta ironía. —Éste no toma en serio lo del loro —dijo el veterinario al guardia un poco fastidiado. —Sí, hombre, sí… —y marchó riéndose.

Así que descansaron un poco y tomaron la cerveza, fueron hacia la casa de los Compte a ver al loro. Las puertas de la calle estaban abiertas de par en par, como cuando muere un humano; y la gente entraba y salía sin cesar. Se veían especialmente viejos y viejas apoyados en cayadas o del brazo de alguien. Don Lotario y Plinio entraron haciéndose lado con cierta dificultad. —Ya está ahí Plinio —comentaron algunos con misterio, como si se tratara de un caso criminal. En el suelo, al fondo del patio, yacía el loro insepulto. Lo habían colocado junto a una lámpara de pie, para que todos pudieran verlo mejor. El papagayo, panza arriba, con las patillas agarrotadas y los ojos cerrados, posaba sobre una gamuza de limpiar los muebles. De puro tieso y sólido, parecía loro de madera. Y por lo deslucido del pintivario plumaje, objeto muy usado. Era una birria de loro, así en muerto. Los dueños de la casa, muy señoritos, fumaban pitos y hablaban con unos y otros. La verdad es que debe de resultar difícil comportarse en el duelo de un loro. Porque si te pones muy triste, es ridículo. Y si alegre o despectivo, como la gente le tenía tanta ley, podría resultar frívolo. Así es que los Compte llevaban las cosas en un ten con ten. —Con lo que tendrá hablado este loro —dijo un viejo con voz cascada, que de puro gaga contemplaba al difunto desde una silla baja y con ambas manos sobre la revuelta de la cayada—. Cuando nos llevaron a la guerra de Cuba, gritaba a todo el que se paraba en la ventana: «Yanqui jodío, yanqui jodío, rrrrrrrrrr». —Es que este loro siempre fue muy patriota —coreó un hombre gordo con una verruga vinosa en la nariz—, porque cuando la guerra de África decía cosa contra los moros. —Claro, el pobre, repetía lo que oía —comentó una mujer que tenía a una chica muy grandona entre los brazos. —Sí, porque cuando la guerra civil —dijo uno de los Compte— se pasó tres años gritando: «¡Mueran los fachas!». Y claro, luego, el treinta y nueve, mi madre tuvo que quitarlo de la ventana unos cuantos días para evitarnos compromisos. —Es natural, el pobre —volvió a corear el hombre de la verruga— no se apercibió de que había acabao la guerra y que había que decir lo contrario. —Claro, así que aprendió a decir — continuó el Compte— «nacionales valientes y rojillos sinvergüenzas», mi madre lo volvió a la ventana… Ha pasado el pobre por tantas guerras y bandos, que no sé cómo no le han pegao algún trabucazo, porque en este país ya se sabe… —Es verdad —volvió el de la verruga—; aquí, en España, hay que estar preparado para cambiar de ideas a tiempo si quieres que no te enfosen por grito más o menos. —Este loro lleva en Tomelloso desde los franceses —dijo uno. —No tanto, hombre, no tanto —dijo el mayor de los Compte. —Pues yo le he conocido toda mi vida. Mi padre también. Y mi abuela hablaba de él —insistió el de los franceses. —Siempre se dijo en el pueblo «eres más viejo que el loro de Compte». Por algo será —aclaró la mujer de la niña. —Pues a una calle de este pueblo debían llamarle «del loro de Compte». Se lo tiene bien merecido —dijo uno. —Por terco —saltó otro. Y sonó un coro de risas. —Por terco y porque siempre estuvo de acuerdo con los poderes constituidos —dijo Rosauro el barbero, que era muy irónico. Otra mujer, que había sido casera muchos años en una finca de los Compte, intentó ponerse de rodillas para besar al loro, pero como no llegaba y estuvo a punto de caerse, la hija, que la acompañaba, y que parecía muy bajita, tomó el loro con gran decisión y lo alzó hasta los labios de la vieja. —Con el permiso de los señoritos. Es una obra de caridad —dijo muy recortada. La vieja besó la cabeza del pajarraco; le acarició las plumas y dijo: —Pobrecito mío. Ya has descansao. —Ahora que picardías, también sabía un rato —dijo una puritana—. La gente que pasaba por la ventana, mayormente los chicos, le enseñaban todo el abecedario. La vieja del beso, que seguía con el loro en la mano, abundó: —Y cuando los jueves desfilaban las pendones, camino de la casa de socorro a que les hicieran el reconocimiento, se armaban unas zapatiestas… Claro, el pobre mío, les decía las cuatro letras. Y las zorras le contestaban lo que no quiera usted saber. La mujer besó otra vez el loro, lo volvió la hija a su lugar y dijo triste: —Éste me conoció a mí bien moza. Con las carnes prietas y cantando tó el día… Y ahora, mira. Plinio y don Lotario, ya en la calle, se pararon junto a la ventana abierta, donde estaba la antiquísima jaula dorada, ahora vacía. —Vaya, hombre… toda mi vida viéndolo aquí —se lamentó el veterinario. Una mujer que había detrás, sumándose a la razón de don Lotario, les dijo: —Cuando mis hijos eran pequeños, y ahora los nietecillos, en los ratos que se ponían muy mohínos y tabarristas, yo les decía: «Vamos si no a ver el loro». Y así los distraía una miaja… Pero ahora ya, fíjese usted. En la plaza de nuevo, se encontraron con don Saturnino el médico. —¿Qué ha sido lo de José Vicente? —le preguntó Plinio. —Una fractura doble del hueso de la cadera… Va a tener para rato. —¡Pobre hombre! —exclamó el veterinario. El médico parecía con ganas de preguntar algo, pero como vio a Plinio poco propicio al diálogo, no se determinó. —Han pedido una ambulancia para llevárselo a Madrid —se limitó a contestar. Manuel González, alias Plinio, Jefe de la G. M. T., se despidió de don Lotario y del médico hasta el día siguiente. Tan cansado estaba, que, a pesar de su redomada costumbre, no pensaba salir a tomar café aquella noche. Echó calle adelante —no quiso que lo llevase don Lotario— con el uniforme bordado de arrugas, folios los zaragüelles, mal equilibradas la porra y la pistola en el cinto y la gorra un poco volcada hacia los atrases de la cabeza. En aquel momento, como en tantos otros, no pensaba en el «caso», mejor, en «los casos» que traía entre manos; ni pensaba en persona alguna. Pensaba en la vida, en lo que es esta extraña zarabanda, este inesperado convite, este gilipollear sobre tantas cuerdas, ante tantos vientos y sobre tan numerosas y variables olas. Y, ¿cómo no?, añoró a su amigo Braulio el filósofo, que ahora, a buen seguro, en la soledad de su casa enorme, andaría cacharreando y masticando en voz baja sus importantes reflexiones. A la hora de la verdad, sólo puede asirse uno a la razón de un buen amigo, a la existencia de un hombre o de un libro singular… Todo lo demás… ¡Ay, leche, qué vida ésta! Y cuando llegó a su casa vio que el descanso que presumía iba a sufrir una alteración. En la puerta estaba parado el «Mercedes» de don José. Abrió y halló en el patio, de charla, a su mujer y a su hija, nada menos que con don José y Rosita. —¡Hombre, quién está aquí! — exclamó al verlos. —Manuel, no hemos querido esperar a mañana para darte las gracias por todo —dijo don José. —No he hecho otra cosa que cumplir con mi deber, don José. —Manuel, todos los hombres tenemos deberes que solemos cumplir como si fuesen condenas. Y tú los cumples echándoles corazón… No quiero pensar lo que podía haber ocurrido si Rosa pasa más tiempo en poder de ese pobre sobrino mío. —Ha sido horroroso, Manuel, de verdad —le dijo Rosita, que venía muy elegante y perfumada—. Cuando ustedes llegaron estaba a punto de volverme loca. Se notaba que la mujer y la hija de Plinio estaban gozosísimas de tener en su casa aquella visita tan importante. Y se las apreciaba en la manera de fruncir la boca, de cruzarse de manos y de sonreír a todo sin estar muy seguras si era oportuno. Rosa era rubia, más bien alta y con no sé qué fragilidad de bailarina de ballet. Su único defecto era que, cuando escuchaba, se quedaba con la boca laxa y los ojos muy abiertos, como si todo le sorprendiese muchísimo. —Está llena de cardenales y magulladuras —dijo don José mirando a su hija. Y Rosita enseñó las que tenía más a la vista. —¡Qué barbaridad, qué salvaja… da! —dijo la hija de Plinio poniéndose fina en la última sílaba. —¡Qué cosas, Señor, qué cosas! — coreó su madre, mostrándose también muy escandalizada, a lo señorito. —Mi cuñada —añadió luego don José—, que naturalmente conoce muy bien a su hijo, temía desde hace tiempo que esto pudiera ocurrir. Me lo ha confesado esta tarde. Está consternada. Ya te lo puedes imaginar. Tiene el propósito decidido de irse a vivir a Madrid. Esta misma noche se llevarán a José Vicente para que lo escayolen allí… Os pido otra vez discreción sobre todo esto, ya que más que un caso policíaco es un drama familiar. —Por nosotras, pierda cuidao — dijo la Plinia. Manuel quedó mirando a Rosita, y luego de sonreír con cierta cazurrería le preguntó: —Tú, Rosita, que eres muy culta y muy fina, ¿cómo definirías lo que ha pretendido tu primo con esta encerrona? Y Rosita quedó mirándolo con su boca entreabierta y los ojos inmóviles, como si pensara con frivolidad: —Pues mira, Manuel —arrancó luego de parpadear un poquitín—, creo que se le había metido en la cabeza que… ¿cómo le diré a usted?… con mi presencia física como estimulante, reaccionaría su virilidad. ¿Está claro? —Clarísimo. Suponía que era eso. Don José quedó satisfecho por la respuesta de su hija. Y Plinio quedó callado y pensando que la contestación de Rosita resultó mucho más inteligente de lo que supuso. Y también que aquella pregunta había sido totalmente innecesaria para aclarar las cosas; y que la había hecho con malísima intención, para que Rosita probase sus habilidades dialécticas. —… Ya… ya —dijo de pronto la mujer de Plinio, que no debía de haberse enterado de la explicación de Rosa. —Sí, estaba obsesionado con que mi hija podía ser el remedio de todos sus males. »Y ahora, Manuel, permitirás a mi hija que te entregue un pequeño recuerdo. —Pero, hombre, no es necesario… Y sin añadir palabra, Rosa sacó de su bolso de charol negro un estuche regular de grande. Lo abrió. —Es un reloj. —Me lo trajo Rosa de Nueva York y no llegué a estrenarlo —dijo don José —. Es un Acutrón. El reloj electrónico que usan los astronautas… según dicen, por lo exacto que es… Yo le digo que parece de tebeo, por estas tripas rojas y verdes que se le ven ahí dentro, pero en fin, es de oro. Cada año se le pone una pila en este sitio de la trasera. Ahí lleva unas cuantas de repuesto. No hay que darle cuerda. —Y escuche usted cómo suena — dijo la chica—. Es como un pitido. Y lo puso en el oído de cada uno de los visitados. —Qué cosas, qué cosas se inventan —dijo la mujer de Plinio. E hicieron otros comentarios por la rareza del son y lo carnavalesco de la esfera.

Luego, Rosa se lo colocó a Manuel con gran solemnidad. —Todavía son raros en los Estados Unidos. —Un policía tan exacto como tú — dijo don José sonriendo— necesita un reloj puntual. —Hombre, pues muchas gracias. Yo nunca he llevado reloj de pulsera. Siempre anduve con el viejo Roskof que me regaló mi padre cuando me casé. Creo que me acostumbraré. —Usted, padre, que bien lo conozco, se pone este reloj tan hermoso y lo llevará siempre, pero el Roskof no se lo quita del bolsillo. Estoy cierta. Y Plinio se rió: —Es mucho decir. —Si no, al tiempo —añadió la chica sonriendo a Rosita. Marchó la visita y los tres González contemplaron y escucharon el reloj a su sabor. Se hicieron lenguas de la fineza de Rosita y de su padre y Plinio, después de quitarse la guerrera y lavarse las manos, pidió la cena. —Estoy que no me tengo. Me voy a acostar en seguida. —¿Es posible que no vayas a ir al Casino? —dijo su mujer sorprendida. —Como lo oyes. —Qué raro se me hace usted, padre, con reloj de pulsera. —Yo pensaba morirme sin catarlo. —Desde luego que no hay otro en el pueblo como éste. —¿Tan feo? —Padre, tanto como feo, no. Que tiene color de huerta, eso es todo. —No le pongáis faltas —dijo la madre—, que debe costar un dineral. —Como que es de los astronautas — comentó Plinio—. Y cualquiera se lo quita. Ya hay que llevarlo siempre. Es regalo de los señoritos del pueblo y todo el mundo lo va a tener en cuenta… Menudo pitorreo se va a armar.



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