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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 14 de diciembre de 2017

Cuentos republicanos (Plinio) La frescachona



Salvadorcito nos llevó de merienda a todos sus amigos a su finca «La Corneja», porque cumplía doce años. Fuimos en tartanas, una tarde de aire y sol friolento, cantando el «¡Ay!, chíbiri, chíbiri, chíbiri; ¡ay!, chíbiri, chíbiri, cho», y el tango «Plegaria» (murió la bella penitente, murió la bella arrepentida), y luego el «Himno de Riego» con la letra de Antoñito y no sé qué marcha a Fermín Galán y García Hernández.

Cuando nos cansamos del coro, el viejo que llevaba la tartana tomó la palabra, con voz rota y antigua, y nos contó el romance de cuando se cayó un cable de alta tensión y mató dos mulas en los Charcones, arrabal de Tomelloso, que decía así:

Las siete y media serien
cuando Faustino llegó
en casa Avelino Ortega.
—Buenas noches nos dé Dios.
—Asiéntate y ven a cenar.
—De lo mesmo vengo yo…

Y seguía con aquel lamento que hicieron las mujeres sobre los dos animalicos muertos por el cable «fratricida» y el cuadro tristísimo de la familia que quedaba desamparada con la muerte de las dos mulas americanas «que eran una bendición». En los versos postreros se pedía que todos los gañanes, caporales, zagales y temporeros fueran llorando al alcalde, «honra de la población», para que pidiese a «la Reina virtuosa» que mandase quitar del pueblo la «Hidroeléctrica de Buenamesón», del «avaro Romanones», y «volvieran los candiles y las linternas de antaño», porque:

Más valía andar en tinieblas
que ocurriesen tantos daños

El verdadero propósito de nuestra excursión, aparte de merendar un pollo frito, arrope con letuario y mostillo con almendras, era cazar pájaros con «gato» en los tejados de «La Corneja», donde, según Salvadorcito, llegaban a montones.

En seguida que pudimos, según nuestro plan, nos escabullimos de los mayores y, haciendo escala de la gavillera, subimos al tejado de la finca. Andábamos por el caballete encalado con mucho miedo, unos a gatas y otros doblados, con las manos prontas. Salvadorcito, conocedor del tejario, iba delante con los gatos o ligas de alambre colgadas del cinto. Luego nos sentamos en el mismo espinazo del caballete, al pie del pararrayos, para explorar cuál sería el lugar más a propósito para colocar los cepos. El grueso cable del pararrayos, que era por donde se deslizaban las chispas hasta el pozo, según dijo Marcelino, nos recordó el romance del carrero y la muerte eléctrica de los dos animalicos americanos, «bizarros como corceles e incansables del arado», que contó el tartanero de la voz reseca.

Desde aquella altura de tejas y cal, de blanco vibrante como ropa tendida, veíamos el paisaje. El monte bajo — jara, romero y tomillo— llegaba casi hasta la casa. Casi, porque desde su linde imperfecta hasta la puerta misma había un jardincillo de setos, chopos altísimos (aquella tarde meneados por el aire, meneados y silbantes) y una fuentecilla seca, con ranas de barro en los bordes, contrahechas con mucha propiedad. Por la parte trasera de la casa —«de la finca», que decía Salvadorcito con la boca llena— se veían los corrales del caserío, las galerías acristaladas, donde al amor del sol filtrado cosían unas mujeres, y las cuadras. Hacia poniente, la casilla de los peones camineros, la carretera como un cinto terragoso y blanco, y al fondo, entre color de nube y verde soñado, los montes de Ruidera. Aquellos que dan abrigo y amparan las aguas verdes y reposadas de Las Lagunas, que pisan Ciudad Real y Albacete, ya en la misma frontera de la Ossa de Montiel.

Luego de una inspección cuidadosa, decidimos seguir caballete delante hasta el mismo hastial de la finca, donde hacía ochava aquel cuerpo del edificio… (Que aquí cuenta mi abuelito —decía Salvadorcito— cazó el general Prim, «el que mató don Amadeo de Saboya en la calle del Turco», que así andaba el condiscípulo de historia patria, luego de las enseñanzas de don Bartolomé). Era, aquél, lugar propicio para colocar los gatos, según dictaminó el amito y los más peritos en cazas de cepo. Instalados de la mejor manera, fuimos abriendo los cepos de alambre, les clavamos en la aguja, como cebo, un trocito de pan, y los plantamos en las canales, disimulados con hierba y tierra, que traía Pepito en un saco de calderilla que fue de la banca de su abuelo Bolós. Situadas las trampas, nos tumbamos todos los cazadores en la otra vertiente del tejado, bien pegada la tripa a las tejas con verdín, y esperábamos los resultados cuando Salvadorcito gritó de pronto, señalando hacia abajo con gesto malicioso: —Mira, mira, la Mamerta.

Vimos, debajo de nosotros, una mozona en cuclillas, con las nalgas al aire y la cara casi entre las rodillas. En su natural empeño, sacaba mucho la quijada de abajo o quijada maestra. El aire le alborotaba los pelazos negros del moño. Parecía, por lo inquieta, que le hubiera cogido en aquel lugar la precisión de tan fuerte manera, que no tuvo tiempo de llegarse hasta la corraliza donde moraban los patos, lugar señalado en el caserío para aquel linaje de solaces legítimos y de siempre consentidos por los moralistas más estrictos.

Casi en seguida, Pepito, que tenía los ojos veloces, señaló hacia otro lado, donde se veía a un hombrecillo —Rufo — en mangas de camisa y con boina, que, tras el esquinazo, miraba embravecido el quehacer de la Mamerta. Cuando la moza acabó, y puesta en pie, con las piernas un poco abiertas, se ataba los bajos, el hombre se dio a vistas. Avanzaba lijando la pared, felino, deseando pasar inadvertido hasta hallarse más a tiro. Pero ella, que lo columbró, se bajó las sayas de un manotón y, de mal talante, echó a andar hacia el poniente de la casa. —¡Espérate, frescachona! —gritó el hombrecillo, al tiempo que echaba a correr tras ella, ya a pecho descubierto. La moza volvió la cabeza con cara de susto; primero apretó el paso, y al segundo tomó carrera también. Pero como viese que el hombrecillo Rufo, más ingrávido y nervioso, la alcanzaba, decidió pararse en seco y darle cara. Iba Rufo hacia ella con la boca abierta y las manos extendidas, como si deseara coger antes de llegar. —Ahora verás, frescachona.

La moza, también con las manos hacia delante, mordiéndose los labios y bien arrimada a la cal, esperaba el embite. Rufo, estrategón de mozas bravías, la atacó por el flanco. Picó ella al volverse un cuarto, y cuando quiso percatarse, el hombrecillo se le había colocado entre hombro y pared, hasta pegársele a la espalda, bien incrustado entre los capiteles de las piernas. Siguió la lucha entre sordos bufidos y gritos yugulados. Todo el empeño de la Mamerta era desembarazarse de aquel pulpo que se le clavó en el lomo, y, forzuda, giraba y giraba por ver si salía lanzado el añadido.

Como la maniobra resultaba inútil, además de fatigosa, dada la adhesividad de Rufo, la mujer cambió de táctica y, avanzando y reculando, como meciéndose con ímpetu, daba feroces golpes contra la tapia al que tenía la mochila. No debía irle bien al Rufo con este tratamiento, porque presto se apeó de las espaldas, hasta quedar solamente abrazado a las piernas de la mujer. Luego, súbito, sin que nuestros ojos alcanzasen los grados sucesivos de la maniobra, la Mamerta quedó acorralada entre la pared y la cabeza del hombre, que trataba de tumbarla tirándole de los remos. Fue entonces cuando ella consiguió atenazar, entre sus muslos de pilastra, la cabeza del hombrecillo, que desapareció entre la telonería de las sayas… Y se la veía colorada de tanto apretar la cabeza intrusa. Temimos que la testa del pobre Rufo, encajada entre los sotavientres musculosos de la Mamertona, cascase como nuez. —Lo va a ahogar —comentó Salvadorcito casi temblando.

Pero no, lo que hizo la mozona fue sacarse un alfiler matasuegras que llevaba en el toquillón, y con tal presteza se empleó en hacerle perforaciones en el culo al Rufo, que, bien engarfiado como estaba entre aquellas dos columnas de Hércules, no le quedaba otro desahogo que patear muy de prisa y escarbar como vaquilla. Eran sus piernecillas aspas de molino, que levantaban grisanta y espesa tolvanera. Ella no se cansaba de hacerle poros en las ancas, con más acelero que una máquina de coser. Era una furia. Pasado un buen rato (los gritos que diera él no trascendían, quedaban arropados), resollando de fatiga y sudorosa por la dureza del trabajo, dio un panzazo hacia delante y el hombrecillo cayó al suelo hecho un muñeco, los ojos desorbitados, la faz encendida y boqueando de asfixia: Que a punto estuvo de morir por tan acentuada proximidad de lo que quiso tener a mano.

La Mamerta marchó respirando con mucha fuerza, flébil de piernas, e intentando arreglarse las greñas caídas. Marchaba sin volver la cabeza, al filo de la tapia, segura de que el enemigo no reanudaría el torneo. Rufo, al cabo de un buen rato, una vez recuperado el aliento y la visión, intentó levantarse, resoplando y con las dos manos sobre aquella parte que le quedó criba. Perdido el sentido de la orientación y con gesto de lloro, miraba hacia uno y otro lado, sin saber por dónde ir. Con otro esfuerzo dolorosísimo se agachó para recoger la boina, que le quedó en el suelo luego del morque.

Fue entonces cuando Salvadorcito le voceó: —Anda, Rufo, ¿no querías frescachona? ¡Toma frescachona! El hombre buscó con los ojos quién profería las voces, hasta que nos vio encaramados en el caballete. Nos miró un buen rato, como si no comprendiera bien. Y por fin, sin decirnos nada ni hacer gesto, marchó hablando solo, con pasos muy cortos, doblado y con las manos en el mismo lugar.



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