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lunes, 25 de diciembre de 2017

Cuentos republicanos (Plinio) Juanaco Andrés, el que llegó de México



Por todo el pueblo se cundió la llegada de Juanaco, el que marchó a México (ahorita se dice Méjico) hacía qué sé yo los años, cuando era un mocete (no más) que no quería ser soldado. Le tocó a África y después de pensarlo bien, en vez de pa Larache marchó pal Nuevo Mundo, en un barco pequeño «que vaya usted a saber lo que llevaba, porque en todo el pasaje no vi más que azofaifas cargadas de colorete y morenos encadenados, que cuando los sacaban a cubierta gustaban de darse baños de sol en la verga. Y uno de ellos que se quedó suelto, le dio tal bajonazo a una de las del trato, que tuvieron que darle un costurón, como rota en parto, y ponerle cataplasmas qué sé yo cuántos días hasta que pudo abrir el ángulo de andar y moverse sin apoyos». Unos decían que Juanaco traía oro y otros que venía limpio. Lo cierto fue que mientras la travesía de vuelta murió su hermana, que era la única familia que le quedaba en el pueblo. La pobre vieja se quedó dormida junto a la lumbre, bien asentada en una silla baja, «y que si le dio un mareo o que si se murió en el sueño», lo fijo es que dobló sobre la hoguera, y cuando la hallaron le faltaba medio cuerpo, que le comieron las llamas. El entierro —ya debía andar Juanón Andrés por las Canarias— fue sólo del medio cuerpo de abajo, porque del de arriba apenas hallaron unas muelas negras y un como sebo que chorreaba por las baldosas del hogar. «Que si no llega a armarse aquella peste a asado en todo el barrio y buscamos la humareda, se habría ido en forma de humo toda entera, camino del cielo, por el cañón de la chimenea. Había la pobre enjalbegado la casa, echado cinta y comprado dos jamones para esperar al indiano, y ya en pleno descanso la alcanzó la muerte». Juanaco llegó al pueblo —así lo contaban los mayores— sin parientes que lo acogiesen ni amigos que lo esperaran, pues todos los que fueron de su trato murieron al andar de tantos años.

Cuantos lo esperaban en la estación, que no eran pocos, eran vecinos y curiosos que ni de vista lo conocían. Dicen que cuando bajó del tren se quedó con las cejas arrugadas mirando a los que esperaban, sin saber si el recibimiento era por él o por otro que venía detrás. Cuando entró en conversación con aquellos ajenos y le contaron lo de su hermana, dicen que se sentó, sin responder, sobre una valija grande de las que traía y así estuvo qué sé yo el tiempo sin decir palabra, con los ojos mirando hacia Argamasilla y el labio de abajo muy sacado. Que luego echó a todos con cajas destempladas y que bien entrada la noche lo vieron bajar por el Paseo de la Estación, solito, cargado de bultos y hablando en voz alta a medio lloro. Sólo el «Curilla loco» iba tras él, predicándole resignación cristiana, pero sin atreverse a arrimarse mucho, no fuera a darle un valijazo en la coronilla. Yo tardé en verlo muchos días… Era un hombrón con grandes bigotazos blancos, patillas de hacha del mismo pelo y una cadena gorda en el chaleco. Andaba con un sombrero grandón y paso así balanceante, como si fuera a caerse o a darle un empujón al primero que le viniera con bromas… Era un viejo duro y algo torcido, que echaba los pies para adentro; unos pies grandísimos y altos, como de madera. Y lo vi sentado en la puerta del Casino, con la barbilla clavada en la manaza, y el sombrero en el cogote, mientras el «Curilla loco» le hablaba casi en la oreja, muy deprisa, muy deprisa.

Varios amigotes hicimos corro ante él, que nos miraba sin vernos, con unas cejas blancas y casi tan grandes como el bigote. Era tan alto, aun sentado, que la silla y el velador del Casino parecían de juguete. Por todos lados le salían rodillas, pies, manos, sombrero. El «Curilla loco», a su lado, venía a ser un guacharrillo de cuervo que le habían dejado cerca y que se rebullía nervioso porque no podía picarle la oreja. Ocurrió que de pronto alguien llamó al Curilla a un lado y Juanaco se quedó solo mesándose el mentón con una mano ancha como un soplillo. Levantó los ojos hacia nosotros, anchísimos y azules «como un nublazón», según él decía, bajo aquellas cejas de cola de caballo, y azorados íbamos a tomar soleta, cuando él nos llamó con una voz gorda y cansada: —Chamacos, venid junto a mí, que os convido a un refresco.

Sin poderlo remediar, tal era su seguridad, nos fuimos junto a él. Nos hizo sentar, llamó al camarero y pidió zarzaparrilla «para estos chamaquitos tiernos como flores». Eso nos dijo con aquel acento tan raro. Y que íbamos a ser sus amigos; que tenía que «platicar» mucho con nosotros, porque él tuvo allá un hijito de nuestra estatura que está muertito junto a su mamaíta en un pueblo oscuro que llaman… no sé cómo. Dijo que su chamaquito sabía de cuentas y leer de corrido; que cantaba el himno nacional y ayudaba a misa, pero que luego se le llenó la panza de parasitos hasta ponérsela muy gorda y así murió, comido por dentro, porque ninguno de aquellos cabrones —quería decir médicos— supo dejárselo limpio y lúcido como antes. Que su chamaquito se llamó Juanico, y que reía así, enseñando unas mellicas. También que imitaba el chillar de no sé cuántos pájaros; y que para el día de Reyes del año que murió iba a regalarle un poney blanco con manchas tostadas. Se calló de pronto, se pasó la manaza por las narices y al poco empezó a hablarnos con tono más alegre de indios bravos y «corajudos» (estoy seguro que fue eso lo que dijo y no el pecado que quería Salvadorcito); de pelaos, que por menos de un pimiento le daban a uno con el guango en la cabeza y lo dejaban tieso; y de un volcán; y de caballos sin silla y de otras «pláticas» que nos parecían de cuento. Al final dijo que fuésemos por su casa «al salir de la lección», que nos enseñaría muchas cosas y nos regalaría juguetes y dulces que había traído de allá para los niños buenos de su pueblo.

Nosotros fuimos algunas tardes a su casa, pero nos teníamos que volver porque no nos hacía caso. Siempre andaba allí jugando a las cartas con «todos los golfantes del pueblo» — como decía el abuelo— y ni mirarnos. Daban voces, puñetazos en la mesa y bebían vino tinto y fumaban sin cesar, pero ni palabra. A lo más que llegó fue a darnos un revólver, muy grande, descargado, para que jugásemos allí en la cocina, sobre una manta que tendía en el suelo. Cuando nos cansábamos, marchábamos y ni se enteraba si estábamos dentro o afuerita, como él decía.

Se fue pasando de moda y sólo se le veía en las tabernas bebiendo y jugando o por medio de la calle, ya de noche, haciendo eses y cantando cosas de allá. Un día se armó un gran escándalo, porque lo llamaron los republicanos para que les diera una conferencia de lo buena que era la República que él había visto en Méjico, pero llegó medio templado y empezó a decir cosas en contra. «Que aquello de allá era una República de mierda, y que lo que hacía falta en Méjico y en España era mucho palo. Que él era católico a machamartillo, “que si no iba a misa era por costumbre” y que estaba con los ricos de todas todas. Dijo lo de las Carabelas, lo de los Reyes Católicos y lo blandos que habían estado los gobernantes con los pelaos de allá y con los puercos indios. Y que si en España no volvían los militares a tomar el timón de la nave, que nos íbamos a comer los unos a los otros, porque el pueblo español era muy bravo a la hora de arrear, pero, a la de pensar, no teníamos brújula. De modo que, palos y catecismo, y el que no trague, a la hoguera, que lo que sobra es carne humana y no es cosa de perder la paz y el orden por dejar que hablen unos cuantos que llenan la cabeza de pólvora a los pelaos y creen que todo el monte es orégano. Que él sabía mucho de eso porque lo había visto en Méjico y que los republicanos españoles se envainasen la lengua, diesen la patada a don Niceto y llamasen rápido a los generales del Rey y al Rey mismo, porque España no era país para andarse con finuras, como es, por ejemplo, Inglaterra…». Cuando añadió que los republicanos que lo oían eran unos simplones ilusos, se armó tal gresca y tempestad de insultos, que el pobre Juanaco tuvo que salir por pies para que no lo «criminasen», como él decía.

Como habían pasado muchos días sin que fuésemos por su casa: sobre todo después del escándalo reaccionario ya contado, un día que nos encontró por la calle nos llamó con aire cansado (estaba muy pálido, con los bigotes caidísimos y la voz honda, como fatigada) y nos hizo caricias y nos rogó que fuésemos aquella tarde por casa, que nos iba a contar una historia que le había pasado a él cuando la revolución de Pancho Villa y que aunque no se acordaba muy bien, creía que había matado un par de hombres que le atacaron por un camino…

Nos puso la cosa tan bien, que apenas salimos del colegio y sin decir nada en casa, nos plantamos donde Juanaco.
… Pero en el patio, junto a la parra, estaban tres de los que solían jugar con él a las cartas hablando muy serios con don Gonzalo, el médico, que movía la cabeza mirando hacia el suelo y diciendo que no había nada que hacer y que llamaran al cura. Dos mujeres de la vecindad llorisqueaban en la puerta del comedorcillo, y un olor como de hierbas y malvaviscos cundía por toda la casa. Nos colamos, sin que nadie nos lo impidiese, hasta el cuarto de Juanaco, que lo separaba del comedorcillo una cortina verde. Allí, sobre una cama de hierros dorados y boliches gordos como piñas, estaba con la cabecera muy empinada. Tenía los ojos bien abiertos, pero una respiración malísima y el color amoratado. Tan mal respiraba que casi sacaba la lengua por el camino del aire. Al ver que nos asomábamos nos quiso echar una risa, que bien se lo noté, pero tanto trabajo le daba la fatigosa respiración que no pudo cumplir su propósito más allá de una leve mueca.

Al cabo de un buen rato vino el «Curilla loco» y nos hicieron salir del cuarto para la confesión. Todos esperamos en el patio de la parra el buen rato que tardó el cura. Cuando salió, nos hizo un gesto lamentable y marchó sin decir nada. Volvimos todos al cuarto y ya, a pesar del poco tiempo, Juanaco parecía más oscurecido. Si bien conservaba los ojos abiertos, tenía en la piel de la cara como unas escamas moradas de muy siniestros indicios. Además, ya se le oía mucho como un ronquido incansable.

Una mujer habló de la conveniencia de ir pensando en la mortaja, «para que fuera bien apañao», y apenas dicho, no sé qué pasó, que todos empezaron a abrir las cómodas, los baúles y las taquillas y a sacar cuantas cosas de aquella casa no estaban a la vista. Las dos mujeres especialmente escarbaban rapidísimas entre las ropas y cosuchas. Todo lo miraban y hacían apartijos de cuanto les parecía mejor. Los tres hombres también habían empezado a probarse chaquetas y botas altas, a comprobar el peso de unas espuelas de plata enormes; a palpar la cadena gorda del reloj, y, sobre todo, con muy poco disimulo, a ver dónde guardaba «la plata» el Juanaco. Parecía aquello cosa de teatro, porque en un instante todos y todas estaban a medio vestir, probándose las prendas del indiano y de la hermana muerta; despreciando las que creían malas y arrebatándose unos a otros las que les parecían más codiciaderas. Las dos mujeres tiraban tan fuerte de la misma faja de seda rosa, que se rajó con un quejido metálico. Pero estaba claro que por más que removían no daban con lo que todos de verdad buscaban.

A todo esto se oyó como si los ronquidos fueran mayores, y al mirar vimos que Juanaco, con los ojos más abiertos que antes y las manos extendidas hacia el rincón donde estábamos los muchachos, que nada tocábamos, quisiera decirnos algo. Pero en seguida, rendido por la fatiga, volvió a caer sobre la almohada, aunque sin cerrar del todo los ojos, que seguían atentos a la operación… Los hombres aquellos y las mujeres, pasado el breve susto, volvieron a sus probatas y rebuscas.

De pronto se escuchó como un chorro de monedas que caían al suelo y todos, después de mirar un segundo hacia donde venía el ruido, fueron hacia allí. Se armó tal riña sorda, tal desconcierto de empellones, gritos y codazos que alguno empujó a la mesilla de noche, que se vino al suelo con todos los frascos y pócimas que tenía sobre su mármol. Cada cual buscaba las perras por su lado. Juanaco volvió a incorporarse con mucha energía, como rabioso. Subió los brazos a lo alto, gritó algo muy fuerte, que no se entendía bien, pero que terminaba en «tías»… ¡¡¡tías!!!, ¡¡¡… tías!!! Y cayó muerto de golpetazo. Todos aquellos hombres y mujeres, a medio vestir, quedaron como espantados, con las monedas en la mano. Por fin, una mujer empezó a llorar y luego las otras. Y yo también lloré.



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