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HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 29 de diciembre de 2017

Cuentos republicanos (Plinio) Comida en Madrid



Aquella noche, cuando acabaron de armar los muebles en la casa de aquellos señores de Madrid, los tres operarios y yo esperábamos en el recibidor, mientras el abuelo hablaba con los clientes. Los operarios estaban cansados. Llevaban las herramientas en una maleta grande de madera. Visantet bostezaba y le lloraban los ojos. Franquelín aguardaba sentado, con la mejilla descansando en la mano. Arias estaba más entero. —¿Qué, nos vamos de juerga esta noche, Franquelín? —No. Esta noche, no. Debo dormir. Mañana será ella. —Y tú, Visantet, ¿vienes a lo que tú sabes? Visantet se ruborizó, echó una media risa y dijo que no con la cabeza. —Pues el menda, si Dios quiere, va a darse un rapivoleo por ahí. Con suerte, a lo mejor cae algo que llevarse a la boca.

En el recibidor había un cuadro de candores y un tresillo negro con tapicería de damasco verde sifón. La señora de la casa y el abuelo aparecieron por el pasillo hablando muy despaciosamente. El abuelo le contaba cosas antiguas, haciendo muchas pausas y dando nombres de personas muertas o viejísimas… Que si don Melquíades, que si Castelar y Sorolla. La señora escuchaba con una sonrisa caramelosa, sin cansancio. Era una señora rubia y blanquísima, como un limón. Por lo sedosa, decía Arias que tenía en todo el cuerpo carne de teta. Y era verdad. Me parecía una teta alta y rosácea, casi brillante. Envuelta en una bata clara se llevaba toda la luz por donde iba. Se despidió de todos y a mí me dio un beso glotón y húmedo. —«Buenas noches, doña teta. Que usted lo pase bien». (Iría diciendo Arias para sus adentros). El abuelo estaba contento porque los muebles le habían salido muy buenos. Y habían gustado mucho a los señores, que le llamaron «artista»… «Y habían pagado sin regatear y no como hacían los del pueblo».

Camino del hotel, el abuelo iba haciéndose lenguas de la señora, de lo buena y lo amable y lo guapa que era. Y por escucharle andábamos muy despacio, parándonos a cada nada. Franquelín lo oía bostezando. Y Arias, el encargado, dijo: —Son los mejores muebles que hemos hecho en nuestra vida. Hemos tenido potra en todo… Así da gusto trabajar… Claro que la señora lo merece… ¡Qué formato tiene, maestro! Visantet, que llevaba la maleta de la herramienta al hombro, estaba impaciente, chinchado por el peso. Cuando estuvimos en la puerta del «Hotel Central» —los operarios se hospedaban en la Posada del Peine—, el abuelo les dijo con mucha prosopopeya: —Mañana, a las doce, nos veremos en el café María Cristina. Comeremos juntos en un buen restaurante. Os invito. Los tres, Visantet con su maleta, se perdieron entre el gentío de la Puerta del Sol.

Antes de las doce llegamos el abuelo y yo al café. Él, con cuello duro, piedra en la corbata y la capa azul con embozo granate. Pidió cerveza y patatillas y se puso a ojear el periódico, que era El Liberal. Yo miraba por los ventanales el ir y venir de la gente. Luego, el mármol de la mesa donde se veía escrita una cuenta de sumar muy larga. Mientras leía, de vez en cuando, hacía comentarios en voz alta: —«Atiza, otro granuja». —«Muy bien dicho, sí señor». —«No sé dónde vamos a parar» —y se quedaba moviendo la cabeza. Luego pasó una mujer que debía ser muy guapa. Así, gitanaza, y con las tetas altísimas. El abuelo la miró por encima de las gafas, e hizo el mismo gesto que cuando dijo: «No sé dónde vamos a parar». Al ver que yo lo observaba volvió a El Liberal.

Pasó una mujer que le ofreció lotería y después de darle muchas vueltas al número compró un décimo. Y mientras se lo guardaba en la cartera, con mucha pausa, me contó otra vez cuando hacía muchos años le tocaron en Valencia diez mil pesetas. (Con las que hizo la casa nueva). Así que cobró extendió todos los billetes en la cama, y llamó a la abuela, que estaba en el recibidor. —«Mira, Emilia». Y que la abuela dijo: —«¡Oh!, qué hermosura».

Y empezó a tocarlos, porque nunca había visto tantos billetes juntos. Llegaron los operarios, muy majos y rozagantes. Arias, rechoncho, con su capa y pañuelo blanco cruzado al cuello. Franquelín, a cuerpo, muy desgalichado su corpachón, con una corbata de lunares anudada como Dios quiso. La gorra de visera negra la llevaba muy hacia una oreja. Visantet, con el traje atusadillo, boina, corbata desfilachada y sin recuerdo de color fijo. Venían satisfechos, sonrientes, gozando del ocio. Pidieron cervezas y más patatas y contaron, riéndose mucho, que les habían picado las chinches y anduvieron toda la noche a zapatazos con ellas. Y algo de un tratante con una moza que se armó la gresca por la honradez o qué sé yo. —Vamos a comer en un sitio muy bueno —dijo el abuelo con mucho énfasis—… En casa de Botín. —Ya dice el nombre que ahí se debe comer muy bien —dijo Franquelín—. ¡Botín, Botón, Botán! —Ya veréis.

Tuvimos que esperar para salir del café, porque pasaba una manifestación de obreros y estudiantes con pancartas. Todos gritaban a la vez. De golpe se veían todas las bocas abiertas. Luego se cerraban unos segundos y en seguida volvían a abrirse y a gritar. Poco a poco, aquella gran cuña de gente se encajó en la Puerta del Sol. El abuelo quedó dándole a la cabeza y dijo: —Veréis como estos locos acaban con la República. —Maestro, usted es un burgués y no comprende la injusticia social —dijo Franquelín. —Qué burgués ni qué cuernos — dijo encrespado—. Mira mis manos. Toda la vida trabajando… que es lo que hace falta. Con el trabajo se arregla todo. Y no haciendo el vago como éstos. Como después de esta discusión el abuelo quedó muy serio, Arias, para suavizar un poco la cosa, nos invitó a unas copas en una taberna que había de camino.

Desde Sol llegaba el eco de los vivas: ¡… vá! ¡… vá! Desde la taberna hasta Botín, el abuelo, que le gustaba mucho escucharse, nos fue contando las veces que él había estado en Botín: con Melquíades Álvarez y otros políticos para darle un homenaje; y con Gasset, para algo parecido. Y contó lo que comieron, plato por plato, y que les trajeron vino de Rioja, pero don Melquíades exigió que fuese manchego, que manchegos eran cuantos le festejaban. Y cómo todos le aplaudieron aquel rasgo de hombre público. Al entrar en Botín nos dio una oleada caliente que olía a comidas ricas y picantes, humos de asados, vapores de sopas. —Este olor alimenta —dijo Franquelín aspirando. Nos sentamos a una mesa que había un poco arrinconada, y el abuelo pidió la carta. Se caló las gafas «de cerca» y empezó a leerla con gran calma. Los tres operarios, con los brazos cruzados sobre la mesa, lo escuchaban como el más sugestivo mensaje del mundo. —Bueno, ¿qué queréis? —Yo carne —dijo Franquelín. —¿Y antes, qué? —Carne. —Bueno, lo que tú quieras, pero ¿qué carne? —Pollo, lomo y chuletas. Esos tres platos quiero. Ni más postre, ni más ná. El camarero anotó con una media sonrisa.

Luego pidió Arias y luego Visantet, ruborizándose mucho: —Paella. —A éste le tira la tierra —comentó Arias. —Buena idea. A nosotros, paella también —dijo el abuelo, consultándome con los ojos. Para hacer boca pidió vino de la tierra y cangrejos. Franquelín y Arias reían tan fuerte que los señores que había por allí tan elegantes, tan bien comidos y tan medidos en el hablar, volvían la cabeza con gesto de extrañeza. Aunque el abuelo nos recomendaba moderación, ya que «por morenas y por cenas están las sepulturas llenas», ellos cada vez comían más, reían con más estridencia, se bebían los vasos de vino de un solo trago y se limpiaban con el dorso de la mano. Sólo Visantet comía muy en silencio y con la cara muy pegada al plato. —Esto es vida —decía Franquelín tirándole al cerdo—. ¿Verdad, Visantet? Y Visantet sonreía como triste, con la boca llena. —Mi programa de vida ya lo sabe usted, maestro —decía Arias—: trescientas libras trescientas mil veces, doscientas niñas de doscientos meses, comida la que yo quiera e ir a la gloria en primera. —No está mal —dijo Franquelín—, pero muchas niñas son. Así que nos descuidábamos, el abuelo empezaba a contar cosas antiguas. Nos callábamos, y ellos creo que se aburrían un poco. Por eso, en seguida, aprovechaban la ocasión para cortar con algún chiste y reírse muchísimo.

Como los vecinos de mesa se habían dado cuenta de que Franquelín sólo comía platos de carne, no dejaban de mirarlo y comentaban. Tomamos café y copa y luego unos puros de seis reales que eran un fenómeno de gordos. El abuelo, como siempre, cortó la punta del puro con unas tijerillas y metió un poco en la copa del coñac. Con el resto de la copa, poco café y mucho azúcar, hizo un «carajillo».

Franquelín fumaba echando la cabeza hacia atrás y el humo a lo alto. Entonces, Arias, con los ojos entornados, como mirando hacia la antigüedad, contó cuando una vez estuvo parado en Linares y no pudo comer en dos días, a no ser una torta y una onza de chocolate que le quitó a una niñera del cesto, mientras le daba palique. Franquelín recordó que había estado preso en Rabat por asuntos políticos y durante varios días no le dieron de comer. Cuando lo soltaron y llegó a su casa, de tanta ansia al ver la comida se le llenaba la boca de agua y no podía probar bocado.

Como era sábado, el abuelo les dijo que él y yo no nos íbamos al pueblo hasta el domingo por la noche, pero que ellos se marcharan aquella tarde si querían. Franquelín dijo que si tuviera dinero se quedaba a los toros del domingo para ver a Marcial. —¿Y usted? —preguntó a Arias. —Yo tengo la misma enfermedad. —¿Y tú, Visantet? Bajó los ojos y sonrió ruborizado como siempre. Entonces, el abuelo sacó la cartera con mucha parsimonia y dijo: —Por eso que no quede. Tomó un billete de veinte duros. —Aquí tenéis cincuenta pesetas que me dio la señora para vosotros y cincuenta que os doy yo. Vuestro es el mundo.

Se pusieron contentísimos y el abuelo les dijo cómo debían repartírselo, pero ya no me acuerdo de detalles. Se despidieron de nosotros en la Puerta del Sol. Todavía me parece verlos perderse entre la multitud. Franquelín, con las manos en los bolsillos, dando unos pasos muy grandes. Arias, muy chuleta, con la capa terciada. Visantet con las manos en los bolsillos de la chaqueta, estrechita y mustia. Parecía que iban a comerse el mundo.

Como hacía fresco, el abuelo me llevaba cogido de la mano bajo el embozo de la capa. Paseábamos despacio. Me enseñó lo bonita que era la calle del Arenal a la caída del sol. Todos los edificios parecían tintados de un violeta intenso y la gente muy silenciosa y como desvaída. Vimos el Palacio, que el abuelo llamó «borbónico» de muy mala gana. Y dijo algo así como que ya habíamos dejado de ser súbditos de aquellos señores. Volvimos por nuestros pasos. El abuelo parecía algo indeciso. Tomamos un espumoso en la calle de Alcalá, y por fin dijo: —Te llevaré al Circo Price. Echamos por la calle del Barquillo y me dijo unos versos de Zúñiga riéndose: Nació Bartolo Guirlache, si es cierto lo que me han dicho, en una confitería de la calle del Barquillo. —Hace unos años —continuó el abuelo—, toda esta calle estaba pavimentada con tarugos de madera. —¿Sí? —Sí. Y sonaban los cascos de los caballos: pla, pla, pla.



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