BIENVENIDOS


GRACIAS POR TUS VISITAS.



HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 17 de diciembre de 2017

Cuentos republicanos (Plinio) La muerte del novelista



El gabinete de la casa de los abuelos siempre me recordaba una granada abierta, muy madura, ya casi morada. La tapicería de las sillas, el papel de las paredes, la lumbre de la chimenea, las solemnes cortinas que paliaban la ventana poco luminosa, todo era de tintes rojizos, cárdenos, grosellas, tostados, que mezclados daban aquella sensación de granada madura.

Ya a primera hora de la tarde, en aquel gabinete parecía anochecido. Jamás el día llegaba entero a aquel habitáculo propenso a las sombras delgadas, tintas; a los resoles suavísimos. Hasta los viejos retratos colgados de los muros o sobre la campana de la chimenea, nada fáciles de ver a la perfección, despedían reflejos sanguíneos como si sus cristales y superficies patinadas fueran de rubí. Todo tenía allí cara de tarde intemporal, de tarde sin reloj, de sueño de sueños. Conversaciones antiguas que uno no recordaba en la calle o en otras habitaciones meridianas, allí tornaban a la memoria suavemente. Las risas y los perfiles de otras gentes que fueron, que fundaron la casa, que sintieron amores ya transportados en los lomos aristados de la muerte, se evocaban con facilidad en aquel gabinete granado.

Las mujeres, cuando cosían entre los pliegues rojos de las cortinas unas telas blancas, rosadas por el ambiente, como el hilo, como la aguja que parecía encendida, solían recordar a aquella buena Úrsula, amiga de la tía, que murió tan joven, con el pelo negro, copioso y destrenzado sobre el embozo blanquísimo. Y al tío José Luis, aquel del bigote rubio y la corbata blanca que murió de amor por Carmen. Y aquel pintor de Valencia, con perilla y melena, que venía muchos ratos a sentarse solo en el gabinete y ver las luces rojizas «que él no sabía pintar» —según decía —. Y le gustaba mirarse sus manos blanquísimas, rosadas por las luces de aquel gabinete prodigioso.

Yo, lo que recordaba, eran noches de cena especial en aquel gabinete recogido; la mesa bajo la lámpara con tulipa roja; el humo de los habanos que subía hasta perderse entre las flores del papel del techo, y el aroma del café y del coñac. En aquellas sobremesas, el abuelo solía contar cosas de caza menor, o de pájaros excepcionales que cantaban hasta morir, o de escopetas riquísimas… O a veces se hablaba de los republicanos de Valencia y de Madrid, de la libertad, de la fraternidad humana. Y se citaban frases célebres de tribunos, dichas en mítines apoteósicos, en la huerta de Valencia.

Cuando aquella mañana volví del «cole», me pareció oír la radio en el gabinete. Me extrañó a aquellas horas de trabajo, ya que el abuelo era el único que la manejaba. Entré suavemente. Los que allí había ni se dignaron mirarme, a no ser papá. Todos, tristes, estaban atentos al altavoz en forma de bocina de saxofón negro (aparato superheterodino).

El locutor hablaba con tono doliente; con esa voz de nariz que se pone cuando se quiere parecer triste y no se está. De vez en cuando se debilitaba la audición y oía un pitido estridente o «ruido atmosférico». O lo de «E. A. J. 7, Unión Radio, Madrid». A mí todo aquello me decía: «Edificio Madrid-París. Superheterodino. Frente a Segarra, todo el mundo Callao».

El abuelo, vestido con el guardapolvos de estar en la fábrica, miraba con tristeza sus manos ensortijadas. Papá y el tío, de pie, también con guardapolvos, escuchaban en silencio. Valdivia, el gran republicano amigo de papá, se mesaba la melena, ya canosa, y sus ojos parecían enrojecidos. Su gran chalina negra era una mariposa muerta sobre su camisa blanquísima.

Yo quedé irresoluto junto a la puerta. El locutor callaba ahora y se oía un disco, que, según me dijeron luego, era la voz del prohombre muerto, que hablaba en valenciano. Valdivia, con disimulo, se limpió una lágrima. Las colillas yacían apagadas en el cenicero. En el fondo de la casa cantaba la criada, ajena al dolor del gabinete. Tras los visillos de la ventana se veían pasar los transeúntes —sólo la cabeza— sumergidos en la vibrante luz del mediodía.

Acabó el valenciano, y otra vez habló el locutor. Dijo primero no sé qué de las pastillas de la tos y continuó hablando del novelista. Enumeraba nombres de sus obras que yo había visto leer al abuelo junto a la chimenea del comedor: Arroz y Tartana, La Barraca, La Catedral…

El locutor empezó a hablar de otras cosas. Y Valdivia, con tono doliente, se refirió a cuando él estuvo en Formentor con el maestro, de los libros que le dedicó, de las fotografías que se hicieron. Aquella relación, en el gabinete de tonos cereza, daba más lástima que en otra habitación de la casa.

Se oyó lejano el toque de la campana. Salían los operarios de la fábrica. La radio tocaba el chotis de La Verbena de la Paloma. El abuelo cerró. Todos salimos del gabinete. En el patio de cemento que había antes del jardín estaban unos cuantos operarios. Parecían esperar algo. Al verlos, el abuelo, papá, Valdivia y el tío quedaron parados en la escalinata de hierro. Uno de los operarios, que era valenciano, preguntó si por fin había muerto el maestro.

Entonces, Valdivia bajó un escalón más y les habló emocionado, moviendo mucho los brazos cortos y gordos… «España ha perdido uno de sus más grandes hombres —le entendí entre otras cosas—. La causa de la libertad sufrirá con su falta…».

Todos escucharon con ojos tristes, cuyos párpados y cejas estaban empolvados por el serrín. Durante mucho tiempo me dio respeto pasar al gabinete, pues tenía la impresión de que allí había estado «corpore insepulto» —que quiere decir sin enterrar— el gran hombre y novelista, junto con el de Úrsula y el del tío que murió de amor y el pintor que se miraba las manos al reflejo granate.



0 comentarios: