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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 29 de abril de 2018

Plinio - Los nacionales (Suspense prostibulario)



Con el triunfo de los nacionales, la permanencia de los prostíbulos se puso en entredicho. La ola de beatería que emergió en los pueblos de la zona republicana, nada más recitar el último parte de guerra, acorraló de miedo la casa de la Carmen, la del Ciego, la de las Pichelas, y otros acostaderos y cuartillejos de menor entidad. 

Durante los últimos días de marzo, a las casas de regocijo no asomaba alma de varón. Las pobrecillas coimas, mal comidas, peor vestidas y nada fornicadas, andaban como trasgos por patios y cuartuchines. El organillo de casa de la Carmen dormía polvoriento en el salón de los pasodobles, sin consumición ni alterne, y las gaseosas olvidadas en sus cajones sin desbolar. Sólo se descorchaba alguna botella de vino para que las pupilas atenuasen la gazuza. En la casa del Ciego, gran jerarca de los pecados del bajo vientre, el tabladillo para la orquesta de cuerda, situado en el patio, bajo la parra, también estaba con las sillas solas y sin una bandurria apoyada en los respaldos. El Ciego paseaba junto a él, nervioso, garroteando y monologando impaciencias. 

Y las furcias, los brazos cruzados sobre el estómago vacío y las mamellas desilusionadas, iban y venían entre las cales, o de habitación en habitación, pensando en su posible futuro de «estrechas» por aquello de la Cruzada. Como el dos de abril las cosas del gremio todavía no estaban en claro, pues el pecado sexto, a juzgar por lo que decían «las arradios» tenía declarada la más espantosa guerra desde el púlpito, las poltronas civiles y militares y los tresillos de las respectivas esposas, los patronos y patronas de la putería local, decidieron reunirse en consejo de administración, presidido por el Ciego, para estudiar la política a seguir ante la nueva inquisición para el príapo, la figa y la copulación no legalizados por el santo matrimonio. 

La reunión del consejo del reino de la ingle se celebró en el saloncillo para alternes invernales de la casa del Ciego, junto a una estufilla de aserrín, que todavía venía bien, más que por la intemperie, por los estómagos ayunos y las sábanas sin faena. Sólo dejaron asistir a las encargadas y pupilas veteranas, o sea, con muchos años de ayes fingidos. Las otras, las de tropa, con menos de mil ocupaciones en su haber, en chancleta y con los escotes sin cerrar, fumando tabaco verde, rondaban cabreadas junto a las puertas y ventanas del salón, esperando decisiones. El Ciego, en la mecedora, junto a la estufilla, con la gorra de visera calada y la cabeza levantada hacia el techo que no veía, escuchaba a las señoras procuradoras: —Nosotras somos unas trabajadoras como las de cualquier otro ramo, que toda la vida de Dios hemos vivido de lo nuestro, y a estas alturas, aunque lo mande la cabeza mayor de la Cruzada, no podemos cambiar de oficio —dijo La Solera, con ademanes de mitin proletario, que ya sonaba fatal. —Que nos parece muy bien que hayan vencido los nacionales, pero que a cada cuala nos dejen trabajar en lo que sabemos, en lo que podemos dar mayor rendimiento. Eso sería señal de paz y de la justicia social que nos traen los míos —dijo La Reme, una veterana de derechas que oyó todos los partes de guerra franquistas en el aparatillo de radio que tenía sobre la mesilla, aunque estuviera en pleno orgasmo su cliente—. Que ningún oficio con la añejez del nuestro, y tan particularmente útil y fomentado por los señoritos que acaban de cautivar y vencer al ejército rojo. 

La Habanera, así llamada porque era cubana y tenía dos versecillos de una canción de su tierra tatuados en el pecho izquierdo, dijo con su música isleña: —Lo que pasa, mire, e que nos tienen envidia, porque trabajamos acostaítas. Nosotra no tenemo la curpa de que los demás oficiales trabajen de pie o a lo ma sentados. La Picazo —«culo loco» como la llamaban sus consumidores, sin aclarar la causa— dijo que no había por qué tener miedo. Que ella, aunque era de Brazatortas, estuvo en Oviedo durante los primeros meses de la ocupación franquista —luego pasó a Francia— y sabía que allí se echaron tantos polvines de pago como antes de la guerra y más si cabe. —Eso está bien traído —dijo el Ciego sin dejar de mirar al techo— pero ellos son los señores vencedores y no sería raro que quisieran castigarnos a los vencidos prohibiéndonos ese gusto de toda la vida. —Que no viejo, que no —volvió la cubana—, que los tiros irán por otra cuadra, pero con nuestras oficinas no hay quien pueda. —Esa esperanza me queda. 

Después de dos horas de sesión gremial, cuyos discursos no caben en libro —algunas hablaron subidas en la tarima de la orquesta para darle altura a sus razones—, se acordó delegar al Ciego, hombre de gran influencia en los estamentos señoritos y mucha mano para la negociación diplomática, para que tantease a las flamantes autoridades sobre el porvenir del negocio bajero, de acuerdo con la jurisprudencia establecida por el Alzamiento, si es que había alguna. El Ciego, clavados en el techo sus ojos de espejo sin azogue, y sin desarrimarse de la estufilla de aserrín que le calentaba el ángulo bien abierto de sus piernas, agradeció la confianza de la permanente, y se propuso atacar por el flanco de un teniente de alcalde, antiguo frecuentador del gremio, dicharachero y vividor, al que no se le caerían los anillos por tratar de semejante artesanía. 

Algunas pupilas de los varios centros, arrastradas por la moda parroquial y mientras aquello se arreglaba, decían que ellas eran de derechas de toda la vida de Dios, que tenían un primo falangista, que se santiguaban antes del acto, que estaba muy bien avenido con la España grande y libre. Dos o tres se atrevieron a ir muy enveladas y bracijuntas a una de las primeras misas, y por pocas las corren… Las corren a pescozones, se entiende. Sí, las beatas más recias y virgopotens, las denominaron con los nombres más recios de su oficio, e inclusive la hermana Petranca, que medía más de dos metros, echó de la iglesia a la Crescencia, alias la Cresce, dándole un patalón en las nalguillas y llamándola hereja… (Precisamente a la Cresce, putón desde la guerra del catorce, que según ella misma, se había pasado por los íjares a trece mil varones —algunos repetidos, claro— entre mocetes y longevos, pero que debía su constante clientela, más que a la calidad de la caricia o el calambre, a que durante la conjunción de ombligos, le cantaba a la oreja del actuante canciones de mucha picardía y erectismo). Pidió cita el Ciego al teniente de alcalde por teléfono, echándole un ¡arriba España! para abrirse portal, y a pesar de las ocupaciones del edil en momentos tan históricos, quedaron en un lugar discreto para el día siguiente. 

El puterío general del pueblo, sin franquicia en la Parroquia y ni siquiera en la capilla del Hospital Asilo, decidió hacer uso del Santo Rosario en privado, para que cuajasen las negociaciones del jefe. Y todo el día, en vez de los coloquios propios de su peritaje, se oyeron entre cama y cama, letanías, rosarios y trisagios. Antolín el barbero, bandurrista famoso del tablado del Ciego, que se acercó para saber cuándo se reanudaba el trabajo, se llevó el susto del siglo, porque nada más entrar y oír tanto rezo, creyó que la casa estaba siendo purificada por la cruzada de la decencia, y si no llega a ser porque el Ciego, que conocía a los hombres por sus pasos, le dio un vozarrón, habría salido de naja, según contó luego. La Mochuelo, famosa por sus eruptos musicales, sacó la estampilla del patrón de su pueblo que siempre tenía en la mesilla, y el retrato pajizo de su Manolito, que murió de tres años, apenas comenzada la guerra; y se pasó la mañana de rodillas y los brazos en cruz, rezando por la feliz solución de la crisis. Pero poco antes de mediodía, se llenó el pueblo de músicas triunfales de cornetas y tambores, y desde el Parque, después de bajarse de los camiones militares, hizo su entrada vigorosa la Bandera de Falange que venía a ocupar oficial y definitivamente la ciudad. 

El Ciego pasó más de dos horas esperando al teniente de alcalde, junto al campo de fútbol que estaba en el cercado de Evaristo «el Espalmao». Pero el edil no acudió, sin duda distraído por la llegada de las fuerzas liberadoras… Y cuando el pobre regresaba a su coimería, bastante meditabundo, guiado por su lazarillo de doce años y de nombre Lolito —que le miraba el reloj de la plaza, y le enumeraba quiénes cruzaban por la calle (Lolito fue hijo de la puta Bermeja que murió de mal parto el año treinta y seis, pero que como era tan rico y con tanta paciencia, el Ciego se lo quedó de lazarillo y contador de gaseosas a pesar de lo impropio del lugar. Pues dónde iba a estar mejor hasta que se aclarasen las cosas de la guerra)—, presintió con su instinto de can que aquel mismo día todo iba a cambiar en el pueblo para remedio de su negocio. Y por eso, al llegar a la puerta del lupanar, con la mano sobre el hombro de Lolito, llevaba una mueca sonriente como si se hubiera celebrado la entrevista edilicia, y resultado perfecta. El hijo de la Bermeja que lo vio reír sin venir a cuento, le preguntó la causa y el Ciego le dijo: —Pálpitos que tiene uno. A lo lejos se oían trompetas y tambores, vivas y canciones castrenses. Las pupilas que lo esperaban rezando, al sentirlo entrar, acudieron con los ojos astutos. —Maestro, ¿qué salió de la entrevista? —No hubo entrevista… Pero todo está arreglado. —Aclárese. —Haced oído. Y entreabrió la puerta para que oyesen los ecos marciales que sonaban en el centro del pueblo. En efecto, cuando llegada la noche y a todos los ocupantes les dieron suelta, la calle de las Isabeles y todo el mapa del puterío se vio inundado de grupos de soldados, que guiados por algún paisano adicto, llenaban las casas con gritos, abrazos, petición de vinos, bailes, músicas, alternes y ocupaciones furiosas. Al día siguiente estaban acabadas las reservas de bebida, las pupilas deslomadas, y los músicos de cuerda con las muñecas rotas de tanto darle a la puga. 

El Ciego, sobre una mesilla, se hacía contar —él los palpaba— la fresca billetería que entró en aquella casa en proporciones nunca vistas, y consideró que estaba muy bien traído el triunfo de los nacionales, que al fin y al cabo eran las gentes de cuartos y tronío que siempre honraron a España. La Picazo —«culo loco»— coreaba al jefe invidente. —Ya le dije yo, maestro, que por mucho que prohibiesen curas y monjetas, los nacionales cumplirían.



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