La fachada de la casa era una baja pared
enjalbegada y un portón ancho. Nada
más. Detrás del portón, un corralazo con
higuera y parra, con pozo y macetas y,
cosa rara, un bravo desmonte velloso de
hierba, solaz de las gallinas.
Refiriéndose a él decía Paulina:
«Cuando hicieron la casa y la cueva,
hace milenta años, quedó ese montón de
tierra. Como le nació hierba y amapolas,
mi padre dijo: “Lo dejaremos”. Y
cuando nos casamos, Gumersindo dijo:
“Pues vamos a dejarlo y así tenemos
monte dentro de casa”». En el fondo del
corralazo, en bajísima edificación, la
cocina, la alcoba del matrimonio, la
cuadra de Tancredo y un corralito para
el cerdo.
Algunas tardes, muchas, íbamos con
mamá o con la abuela a visitar a la
hermana Paulina. Si era verano, la
encontrábamos sentada entre sus
macetas, junto al pozo, leyendo algún
periódico atrasado de los que le traían
las vecinas; o cosiendo.
Al vernos llegar se quitaba las gafas
de plata, dejaba lo que tuviese entre
manos y nos decía con aquella su
sonrisa blanca:
—¿Qué dice esta familieja?
Siempre me cogía a mí primero. Me
acariciaba los muslos y apretaba mi cara
contra la suya. Recuerdo de aquellos
abrazos de costado: su pelo
blanquísimo, sus enormes pendientes de
oro y la gran verruga rosada de su
frente… Olía a arca con membrillos
pasados, a aceite de oliva, a paisaje
soñado. Y me miraba más con la sonrisa
que con sus ojos claros, cansados,
bordeados de arrugas rosadas.
Mientras los niños jugábamos en el
corralazo o hacíamos alpinismo en el
pequeño monte, ella hablaba con mamá.
Gustaban de recordar cosas antiguas de
gentes muertas, de calles que eran de
otra manera, de viñas que ya se quitaron,
de montes que ya eran viñas, de
romerías a Vírgenes que ya no se
estilaban. Y al hablar, con frecuencia
levantaba una ceja, o el brazo, como
señalando cosas distantes en el tiempo.
Y al reír se tapaba la boca con la mano e
inclinaba la cabeza («qué cosas
aquellas, hija mía»). Si contaba cosas
tristes, levantaba un dedo agorero y
miraba muy fijamente a los ojos de
mamá («… aquello tenía que ser así,
tenía que morirse, como nos moriremos
todicos»).
En invierno nos recibía en su cocina,
bajo la campana de la chimenea,
vigilando el cocer de sus pucheros. La
llama, que era la única luz de la
habitación si estaba sola, despegaba
brillos mortecinos de los vasos gordos
de la alacena, de un turbio espejo
redondo, del cobre colgado. En el
silencio de la cocina sólo vivía el latir
del despertador, que acrecía hasta
batirlo todo cuando había silencio, y
llegaba a callarse si todos hablaban. «Si
se para el despertador, lo “siento”
aunque esté en la otra punta del
corralazo o en casa de las vecinas» —
decía la hermana Paulina—. En las
noches más frías de invierno lo envolvía
con una bufanda, no se escarchase.
«Cuando no está Gumersindo, es mi
única compaña. Me desvelo, lo oigo y
quedo tranquila».
Si hacía frío, jugábamos en la cocina
sobre la banca, cubierta de recia tela
roja del Bonillo, o en la cuadra de
Tancredo.
Al concluir una de sus historias,
quedaba unos instantes silenciosa,
mirando al fuego, con las manos
levemente hacia las llamas… Pero en
seguida sonreía, porque le llegaban
nuevos recuerdos y, meneando la cabeza
y mirando a mamá, empezaba otra
relación. Si era de gracias y dulzuras,
nos decía: «Acercaros, familieja, y
escuchar esto», y tomándonos de la
cintura contaba aquello, mirando una vez
a uno, otra a otro y otra a mamá… Y si
era de sus muertos, concluía el relato en
voz muy opaca. Se recogía una lágrima,
suspiraba muy hondo —«¡Ay, Señor!»—
y quedaba unos segundos mirándose las
manos cruzadas sobre el halda… Mamá
le decía: «¿Recuerda usted, Paulina?
…». Ella sonreía, movía la cabeza y se
adentraba con sus palabras añorantes en
los azules fondos del recuerdo.
Como se hablaba tanto de república
por aquellos días, una tarde nos contó
cuando la primera República. Aquélla
en la que fue el tío abuelo Vicente
Pueblas alcalde. Se reunió con sus
concejales en el Ayuntamiento a tomar la
vara, y lo primero que acordaron fue
rezar un Tedéum de gracias por el
advenimiento. «Te aseguro que si viene
ahora, no cantarán un Tedéum». Y a la
salida de la iglesia, el abuelo Vicente
echó un discurso desde el balcón del
Ayuntamiento viejo, besó la bandera e
invitó por su cuenta a un refresco en su
posada.
También nos contaba la «revolución
de los consumos». Desde las ventanas
de la casa Panadería dispararon «al
pueblo indefenso», que luego asaltó los
despachos y tiró los papeles. Mataron a
tres. Por la noche llegó la tropa desde
Manzanares e hicieron hogueras en la
calle de la Feria. Y los del Ayuntamiento
y los consumistas huyeron entre pellejos
de vino, e hicieron prisión en el Pósito
Nuevo.
Otras veces contaba lo de la
epidemia del cólera: «Los llevaban en
carros (a los muertos), como si fueran
árboles secos». O cuando mataron a
Tajá o a don Francisco Martínez, el
padre de las Lauras. O lo del año del
hambre, cuando «las pobres gentes se
comían los perros y los gatos».
Cuando llegaba la hora de
marcharnos, abría la despensa, y
mientras buscaba en ella, decía:
—Y ahora, el regalo de la hermana
Paulina.
Y mamá:
—Pero Paulina, mujer…
—Tú, calla, muchacha.
Y según el tiempo, sacaba un plato
de uvas, o de avellanas, o de altramuces,
o de rosquillas de anís, o lo mejor de
todo: cotufas, que llamaba rosetas. A
veces tostones, que son trigo frito con
sal. O cañamones. Si era verano y
teníamos sed, nos hacía refrescos de
vinagre muy ricos.
Y al vemos comer aquellas cosas
con gusto, decía sonriendo:
—¿A que están buenos? ¿Eh,
familieja?
Durante muchos años los abuelos, y
luego nosotros, los lunes por la mañana
presenciábamos el mismo espectáculo.
Desde muy temprano y con mucha
paciencia, Gumersindo comenzaba sus
preparativos. En la puerta de la calle
estaba el carrito con Tancredo
enganchado. Tancredo era un burro entre
pardo y negro, con las orejas
horizontales y los ojos aguanosos. Lanas
antiguas y grisantas le tapizaban la
barriga. En su lomo, de siempre, llevaba
grabado a tijera su nombre en
mayúsculas: TANCREDO. Lo primero
que colocaba Gumersindo en el fondo de
las bolsas del carro era la varja. Luego
las alforjas repletas, la bota de media
arroba, el botijo, los sacos de pienso
para Tancredo, las mantas. Cada una de
estas cosas se las iba aparando Paulina.
Él, silencioso y exacto, las colocaba en
su lugar de siempre. Por último, ataba el
arado a la trasera, revisaba el farol y
quedaba pensativo.
—¿Llevas el vinagre?
—Sí, Paulina.
—¿Y el bicarbonato?
—Sí, Paulina.
—¿Y los puntilleros nuevos?
—Sí, cordera.
—¿Y las tozas?
—Sí, paloma.
Cuando estaba todo, Gumersindo
miraba su reloj, se ceñía el pañuelo de
hierbas a la cabeza y tomando de las
manos a su mujer, le decía como
cincuenta años antes:
—No dejes de echar el cerrojo por
la noche, no vaya a ser que algún loco
quiera abusar de tu soledad.
—Tú vete tranquilo —decía ella
sonriendo—, que tu huerto queda a buen
seguro.
Gumersindo se acercaba más, le
daba dos besos anchos y sonoros y, sin
atreverse a mirarla, nervioso, montaba
en el carro.
—¡Arre, Tancredo!
Tancredo arrancaba, lerdísimo, calle
de Martos abajo, y Paulina, acera
adelante, echaba a andar tras él.
—Paulina, ya está bien —le decía él
volviendo la cabeza.
Y la hermana Paulina, sonriendo,
seguía.
—Paulina, vuélvete.
Pero Paulina continuaba hasta la
calle de la Independencia. Todavía allí
permanecía un buen rato, hasta que las
voces de él —«Paulina, vuélvete»— ya
no se oían.
El resto de la semana, hasta el
sábado a media tarde que regresaba
Gumersindo, Paulina esperaba.
Esperaba y preparaba el regreso de
Gumersindo. Esperaba y recibía a sus
amistades.
Gumersindo, en la soledad de su
viñote, a casi diez leguas del pueblo,
esperaba también, sin amistades a quien
recibir. («Allí solico, luchando contra la
tierra, el pobre mío»).
Cuando el cielo se oscurecía,
Paulina, desde la puerta de su cocina,
venteaba con los ojos preocupados
—«¡Ay, Jesús!»—. Los días de
tormenta, pegada a la lumbre, rezaba
viejas oraciones entre católicas y
saturnales.
Nunca imaginaba a su Gumersindo
amenazado de otros enemigos que los
atmosféricos. Al hablar del cieno, la
nevasca, la helada, la tormenta o el
granizo, los personalizaba como
criaturas inmensas de bien troquelado
carácter. El rayo, sobre todo, era, según
Paulina, el gran Lucifer de los que andan
perdidos por el campo. «Santa Bárbara,
manda tus luces a un jaral sin nadie; /
Santa Bárbara, líbralo de todo mal, /
quita el rayo del aprisco y del candeal; /
mándalo con los infieles / a la otra orilla
del mar». O aquella otra jaculatoria,
entre tradicional y de su propia
imaginativa: «San Isidro, ampara a mi
Gumersindo; / que el agua moje la tierra
/ y no arrecie en temporal; / la nieve
venga en domingo, / en lunes llegue el
granizo / a poco de amañanar; / San
Isidro, a los pedriscos / ordénalos
jubilar…».
Los sábados, hacia las seis de la
tarde, Gumersindo asomaba, llevando a
Tancredo del diestro, por la calle de la
Independencia. Mucho antes ya estaba
Paulina en la esquina con los ojos hacia
la plaza.
—¿Qué hay, Paulina? ¿Esperando a
tu Gumersindo?
—¡Ea! —contestaba casi ruborosa.
—Mira a Paulina esperando a su
galán.
—¡Ea!
Así que columbraba el carro,
Paulina no contestaba a los saludos. Sus
claros ojos, achicados por los años, por
los sábados de espera y los lunes de
despedida, miraban a lo que ella bien
sabía, sin desviarse un punto.
Entre la polvareda que levantaban
tantos carros en sábado, aparecía la
silueta de Gumersindo, delgadito,
enjuto, trayendo del diestro a Tancredo,
que buen sabedor de sus destinos,
andaba más liviano, con las orejas un
poquito alzadas y diríase que una vaga
sonrisa en su hocico húmedo.
Antes de que el carro llegase a la
esquina de la calle de Martos, Paulina
avanzaba por el centro de la carrilada
hasta Gumersindo. Tomándole la cara
entre las manos, lo besaba como a un
niño.
—Vamos, Paulina, vamos. ¿Qué va a
decir la gente? —decía él, tímido,
empujándola con suavidad. (Él, que olía
a aire suelto de otoño y a sol parado; a
pámpanos y a mosto, si ya era
vendimia). Daba luego unas palmadas a
Tancredo: «¡Ay, viejo!».
Se les veía venir calle de Martos
adelante cogidos del bracete —como
ella decía—, seguidos de Tancredo, ya
confiado a su querencia. Siempre le
traía él algún presente: las primeras
muestras de la viña, unas amapolas
adelantadas, un jilguero, espigas secas
de trigo para hacer tostones, un nido de
pájaros o un grillo bien guardado en la
boina. Cierta vez —siempre lo
recordaba ella— le trajo una avutarda,
dorada como un águila, que apeó el
propio Gumersindo de un majano con un
solo tiro de escopeta.
Desuncido el carro y Tancredo en la
cuadra, Paulina le sacaba a su hombre la
jofaina, jabón y ropa limpia. Con el agua
fría del pozo se atezaba y aseaba según
su medida, mientras ella le tenía la
toalla y se entraba la ropa sucia. Luego,
si hacía buen tiempo, se sentaban los
dos juntos a una mesita, bajo la parra, a
comer los platos que ella pensó durante
toda la semana. Y comiendo en amor y
compaña, iniciaban la plática que
duraría dos días. Él le contaba
minuciosamente todos sus quehaceres y
accidentes de la semana; en qué trozo de
tierra laboró, cómo presentía la cosecha,
quiénes pasaron junto a su haza, si le
sobró o faltó algún companaje, si hizo
frío, calor o humedad. Si tuvo noches
claras o «escuras», si habló o no con los
labradores de los cortes vecinos, qué le
dijeron y cómo respondió él. Dedicaba
un buen párrafo al comportamiento de
Tancredo; si anduvo de buen talante o lo
pasó mal con los tábanos y las avispas.
Si se le curó o no aquella matadura que
le hiciera la lanza la pasada semana. Si
engrasó o no las tijeras de podar, y muy
sobre todo, si le alcanzó el vino hasta la
hora de la vuelta.
Luego le llegaba el turno a Paulina,
que le daba las novedades del pueblo
durante la semana. Qué visitas tuvo y de
qué se habló. Repaso de enfermedades
en curso, muertos y nacimientos entre la
vecindad y conocidos. Los miedos que
pasó ella el jueves, que se encirró el
cielo o se vieron relámpagos por la
parte de Alhambra. La preocupación por
si le habría puesto poco tocino en el
hato o si el vino se habría repuntado con
la calina que hizo.
Durante los días que permanecía
Gumersindo en el pueblo, nadie nos
acercábamos por casa de Paulina:
«Como está Gumersindo…». Se veía a
la pareja sola, sentada en la puerta si era
verano, trabada en sus pláticas. Si en
invierno, en la cocina, al amparo del
fuego, hablaban mirando las llamas. Las
historias de Paulina y Gumersindo eran
preferentemente de cosas sucedidas en
otros años, relaciones de personas
muertas y hechos apenas conservados en
la memoria de los viejos. O cuentecillos
dulces, pequeñas anécdotas, situaciones
breves; a veces meras historias de una
mirada o un gesto, de un breve ademán,
de un secreto pensamiento que no afloró.
Pero ella, por lo menudo y prolijo de su
charla, les daba dimensiones
imprevistas. (Ahora comprendo que en
todas sus historias y pláticas había una
sutil malicia, una delgada intención que
entonces se me escapaba. Años después,
cuando mamá me recordaba las cosas de
Paulina, caí en la singular minerva de
sus pláticas).
Entre la muerte de Gumersindo y Paulina
mediaron pocas semanas. No podía ser
de otra manera.
Un sábado, Paulina, desde la esquina
de la calle de Martos, vio enfilar el
carro por Independencia, como siempre,
pero algo le extrañó. Gumersindo no
venía a pie con Tancredo del diestro,
según costumbre de cincuenta años.
Impaciente, avanzó calle adelante. Se
encontró con el carro a la altura de la
casa de Flores. Detuvo a Tancredo.
Gumersindo, liado en mantas, casi
tumbado, asomaba una mano, en la que
llevaba las ramaleras. Venía amarillo,
quemado por la fiebre, con los ojos
semicerrados.
—¿Qué te pasa?
—Que me llegó la mala, Paulina…
El cierzo de ayer se me lió al riñón.
Lo tapó un poco mejor y tomó ella el
diestro de Tancredo. Caminaba con sus
ojos claros inmóviles. Los vecinos la
preguntaban:
—¿Qué pasa, Paulina?
Ella seguía sin responder, mirando a
lo lejos, bien sujeto el ronzal del viejo
Tancredo.
No permitió Paulina que nadie lo tocara.
Ella lo lavó y amortajó. Ella, con ayuda
de otras mujeres, lo echó en la caja.
Ella, sin una lágrima, lo miró con sus
viejos ojos claros desde que lo
encamaron hasta cerrar la caja.
Fue un entierro sin llantos, sin
palabras. En el corralazo aguardábamos
los vecinos, mirando el pozo, la parra,
la higuera, el desmonte cubierto de
hierba tierna, el carro desuncido,
descansando en las lanzas. Cuando
sacaron la caja al coche que aguardaba
en la calle, Paulina, ante el asombro de
todos, echó a andar tras el féretro. Los
curas la miraban embobados, sin dejar
de cantar. Nadie se atrevió a disuadirla.
Iba sola delante del duelo, con las
manos cruzadas, pañuelo de seda negro
a la cabeza y los ojos fijos en el arca de
la muerte. Así llegó hasta la esquina de
Martos con Independencia. Cuando el
coche dobló hacia la plaza, ella quedó
parada en la esquina y, como siempre,
levantó el brazo.
Mamá y otras vecinas quedaron
junto a la hermana Paulina, que seguía
moviendo la mano, hasta que el entierro
y su compaña desembocó en la plaza.
Volvió entre los brazos de las vecinas
completamente abandonada, llorando, al
fin, con un solo gemido interminable,
sordo, sin remedio, que acabó con su
agonía muchos días después.
No sé por qué lío de herederos, la casa
de Paulina sigue abandonada. Alguna
vez me he asomado por el ojo de la
cerradura y he visto el corralazo lodado
de malas hierbas y cardenchas. Y por
más que esfuerzo mi memoria, no
consigo rememorar en él la dulce vida
de Paulina, sino el quejido sordo,
interminable, de animal herido, que sonó
en aquella casa hasta el ronquido final
de la dulce.
El colegio de don
Bar.
Otros blogs que te pueden interesar.
0 comentarios:
Publicar un comentario