Dos días después de la proclamación de
la República se reanudaron las clases en
el «Gran Colegio de la Reina Madre»,
primaria y bachillerato. Por si acaso, las
órdenes emitidas por los dos grandes
jefes, Eugenio y Manolo, eran
terminantes: «Entraremos todos a la vez.
Nos reuniremos en la esquina del Casino
de la Iberia».
Y allí fuimos llegando a las nueve en
punto de la mañana. Los dos grandes
jefes, un poco apartados, nos miraban en
silencio. El que más y el que menos
lucía una insignia tricolor en la solapa.
Antoñito llevaba una pistola de corchos
de pólvora, para asustar a Tof e y a don
Bartolomé. «Mi padre me ha dicho que
los tueste», declaró. El Coleóptero,
como un pollo de águila, sacaba la nariz
y se frotaba las manos pensando en los
acontecimientos próximos.
Por fin habló el gran jefe Manolo:
—Vamos al colegio como
triunfadores. El Rey se ha ido y, por
tanto, Tof e y su papá tienen bien poco
que hacer en el pueblo. Que nadie
desmaye. A la menor ofensa, destruimos
el colegio.
Eugenio escuchaba con las manos en
los cortos pantalones de pana, bien
despatarrado y con el labio de abajo
muy fuera, según su acostumbrado gesto
de energía.
—¿Tú tienes que decir algo,
Eugenio?
Éste se limitó a mover la cabeza
negativamente.
—Vamos —dijo Manolo.
Los dos grandes jefes se pusieron a
la cabeza y todos fuimos detrás casi en
formación.
Al llegar a la puerta del colegio nos
detuvimos. El Coleóptero, sibilino,
señaló el rótulo:
—¡Eh, han cambiado el título!
En lugar de lo de «la Reina Madre»,
ahora decía: «Colegio de Santo Tomás
de Villanueva», primera y segunda
enseñanza.
—¿Quién es ese Tomás? —preguntó
Eugenio a Manolo.
Manolo, a su vez, con la mirada
preguntó a el Coleóptero.
—Es un antiguo escritor clerical.
Los dos jefes se consultaron con los
ojos.
—Siempre será menos monárquico
que la Reina Madre, cuando lo han
puesto —dijo César.
En el patio del recreo estaba solo
Tof e, jugando a las bolas. Al vernos
entrar se impresionó un poco. Se
decidió a sonreír y se nos aproximó con
gesto maganto y suave. Nadie sabía qué
decir. Por fin habló con voz falsa:
—Fijaos qué cantar he inventado —
y cantó con voz ronquilla cierto
soniquete de moda:
Después de las elecciones
el Rey tuvo que marchar,
por… que los republicanos
siempre tienen que triunfar
El silencio acogió estas palabras;
Tof e quedó sin saber qué añadir, con
una sonrisa babosa que se le caía por la
comisura y los ojos blandos.
Don Bartolomé apareció con el
abrigo azul manchado y el ABC bajo el
brazo. Se puso ante nosotros como para
echarnos una arenga. Instintivamente
todos nos colocamos tras los dos
grandes jefes.
Iba a hablar cuando entraron los
grandullones que estudiaban el último
curso y que hacían vida un poco aparte:
Cuesta, Olmedo, Onsurbe y Rossi.
Venían fumando y con aire también de
vencedores.
Manolo, mordiéndose los finos
labios, y Eugenio con las manos en los
bolsos y el labio inferior bien fuera,
escuchaban con los brazos cruzados.
—Muchachos —dijo el «profe»—:
en vista de los venturosos
acontecimientos ocurridos en España,
hoy no habrá clase, sólo dos horas de
estudio. Después, la casa os invitará a
un refresco.
Hubo algunos aplausos, no
demasiados. Luego, don Bartolomé
apoyó cariñosamente sus manos sobre
los hombros de los dos jefes y todos
fuimos hacia el salón. Otra novedad. El
retrato de Don Alfonso XIII había sido
cambiado por un cuadro del Acueducto
de Segovia.
Don Bartolomé, según su costumbre,
se sentó junto a la estufa a leer el ABC,
que venía todo de fotografías de
republicanos, y cada cual en nuestro
sitio nos pusimos a charlar sin ningún
disimulo.
Tof e escribía nuevos versos
alusivos al triunfo de la República y los
leía a los próximos.
A las diez llegó Paquita con la
morcilla frita. Mientras la comía papá,
ella nos sonreía a todos con gesto
meloso.
A las doce, en el comedor de don
Bartolomé, que tenía una perdiz
disecada y un gramófono de bocina
descomunal, nos sirvieron sidra
achampanada y pastas de almendra.
Mientras los grandullones
bromeaban con Paquita, la hermana de
don Bartolomé, más vieja que él y
antigua profesora de música, tocaba en
la habitación próxima el Himno de
Riego y a todos nos enseñaba la letra:
Si Riego murió fusilado,
no murió por ser un traidor,
que murió con la espada en la mano
defendiendo la Constitución.
Tof e y algunos excarcas reían
mucho en un rincón, rodeando a
Antoñito. Preguntó don Bartolomé la
causa y Tof e, todo gozoso, dijo que
Antoñito había compuesto una nueva
letra al Himno de Riego.
—A ver, que la cante —dijo ladino
don Bartolomé—. Encarna, toca —
añadió a su hermana la pianista.
Antoñito dio unos pasos al frente, se
puso muy colorado y empezó a leer la
letra al son que tocaba. Decía así:
Tarachum, tarachum, tarachunda,
tarachum, tarachum, tarachum,
tarachum, tarachum, tarachunda,
tarachum, tarachum, tarachum…, etc.
Ta chun, ta chun, tachunda,
ta chun, ta chun, tachunda,
ta chun, ta chun, tachunda,
ta chun, ta chun, ta chun.
El éxito fue tan grande, que todos
acabamos cantando la letra, con
sospechoso regocijo de don Bartolomé,
que cantaba más fuerte que nadie con
risa de conejo.
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