A las nueve de la mañana dejamos los
abrigos, los tapabocas y las gorras en
«el cuarto de las perchas» y con los
libros bajo el brazo, ateridos de frío,
entramos en el salón de estudio del
«Colegio de la Reina Madre», primera y
segunda enseñanza. Don Bartolomé,
embutido en su gabán azul, junto a la
estufa, leía el ABC (periódico
monárquico liberal dinástico). A cada
«buenos días», don Bartolomé levantaba
los ojos del diario, como si pasara lista
a golpe de párpados. Cada cual en
nuestro asiento, sacábamos los libros y
comenzábamos a estudiar. Sobre la
estufa hervía una lata de agua para evitar
el tufo (lección de física). A las nueve y
media ya estábamos todos los que
debíamos estar aquel día. Don
Bartolomé seguía con el ABC. Su pelo,
entrecano y tufoso, asomaba sobre las
hojas del diario («Elecciones
municipales en toda España. Ha
comenzado la campaña electoral con
gran animación…»). Cuando el
murmullo subía de tono, bajaba el ABC y
asomaba la boca de don Bartolomé, que
decía con voz tonante, biliosa:
—¡Silencio!
Tal vez don Bartolomé aprovechaba
la operación para encender un cigarro
sin cambiarle el papel ni ensalivarlo.
Volvía a la lectura. El humo azul del
cigarro y el humo gris de la lata que
cocía sobre la estufa, se alzaban
soñolientos ante la ventana del
«estudio». La verdad es que el mejor
silencio siempre era relativo. Un
moscardoneo incesante era el concierto
normal del «Colegio de la Reina
Madre». Alguna vez sonaba un grito, una
risotada, un ruido bufonesco. Don
Bartolomé dejaba el periódico sobre las
rodillas. Miraba hacia el lugar
sospechoso. No preguntaba a nadie. Le
bastaba con su vista de viejo dómine. Al
fin, con el cigarro en la comisura y las
manos atrás, iba derecho hacia el que
rompió el relativo silencio. Se ponía
delante. Quedaba quieto. En los ojos de
don Bartolomé, una luz de ira. Se
quedaba quieto, mirando, mirando. El
alumno, con los puños apretados en la
sien, parecía estudiar con mucha furia.
(Temblaba). Don Bartolomé seguía
quieto. (Éstos eran los verdaderos
momentos de absoluto silencio en el
«Colegio de la Reina Madre»).
Había pasado demasiado tiempo. El
alumno por fin levantaba los ojos hacia
el profesor. Unos ojos suplicantes,
llorosos. Entonces… don Bartolomé,
rapidísimo, seguro, le daba uno, diez,
veinte puñetazos en la cara. Luego, ya en
plena rabia, le empujaba en los
hombros, lo arremetía bajo el larguísimo
pupitre hasta sacarlo por el otro lado y,
a empellones, lo clavaba de rodillas
sobre el suelo entarimado.
Don Bartolomé, impasible, con las
manos entrelazadas y el cigarro en la
boca, volvía a su silla, junto a la estufa.
Tomaba el periódico. («El señor conde
de Romanones ha declarado a los
periodistas…»). Sólo se oían ahora en
el salón los sollozos del alumno
castigado, que lloraba tapándose la cara
con el libro abierto, y el hervir del agua
de la lata de la estufa.
Las diez de la mañana. La hija de
don Bartolomé entraba en el «estudio»
con un plato de morcilla frita, un tenedor
negruzco, un vaso de vino y un trozo de
pan. Don Bartolomé dejaba el
periódico, se sentaba junto a la mesa del
profesor que había más allá, y
comenzaba a engullir la morcilla frita.
El humo de la morcilla acompañaba
ahora al humo de la estufa. Un tufo
blanco y picante, de cebolla, llegaba a
nuestras narices.
Mientras don Bartolomé comía
morcilla, sin ponerse servilleta, la hija,
con las manos sobre la mesa, nos miraba
uno a uno.
—¡Qué buena está la tía!
—Me la llevaba a mi catre sin
lavarla, tal como está.
—¡Qué tío más guarro! ¡Cómo come!
El que estaba de rodillas hacía
gestos a don Bartolomé, tapándose la
cara con el libro. Todos reíamos por lo
bajo. César, que estaba siempre junto a
mí, pintaba en su cuaderno una mujer
desnuda dándole de comer a un gorrino
y debajo ponía los nombres de don
Bartolomé y de su hija.
Cuando don Bartolomé concluía su
desayuno, volvía junto a la estufa,
prendía otro cigarro, y tornaba al ABC. La hija, al salir, quedó mirando a
Antoñito, el castigado, y vio los gestos
que hacía tras el libro.
—¡Qué niñote eres! —le increpó.
Don Bartolomé asomó los ojos por
cima del periódico y, después de
dudarlo un segundo, decidió seguir
leyendo lo de las elecciones
municipales en toda España. (Al fin y al
cabo pagábamos ocho duros mensuales.
Algo había que consentirnos).
En cualquier momento ya empezaban
las clases. Don Bartolomé, tras el papel,
decía:
—Geografía, primer curso.
Empiece, Perales.
Perales se levantaba y empezaba a
balbucear la lección. Con un ojo miraba
al libro y con otro observaba si don
Bartolomé bajaba el ABC.
—Siga, Martínez.
Martínez hacía lo mismo, pero
además, con poco disimulo, gestos
obscenos.
Luego, gramática segundo. Empiece,
Sandoval. Siga López. Historia tercero.
Empiece, Delgado. Siga, Sánchez.
Agricultura de quinto. Empiece, Peláez.
Siga, Ramírez, etc.
A las doce, que ya había preguntado
a la mitad de los cursos y concluido el
ABC, nos mandaba al recreo.
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