Desde que pusieron el Instituto, don
Bartolomé andaba por todo el pueblo
como un mono loco, raboteando. Y
hablaba solo. «Me han quitado el pan de
mis hijos». Volvió a hacerse
monárquico. Las aulas del Santo Tomás
quedaron vacías, y él leía el ABC y se
comía la morcilla frita completamente
solo en el «estudio». Según el
Coleóptero, sagaz espía de la banda de
Manolo, a las horas señaladas, don
Bartolomé salía al triste patio y
voceaba: «¡Niños, a clase!». Lo decía
muchas veces, y como nadie respondía,
se entraba llorando. No le quedó más
discípulo que su hijo Tof e, que declaró:
«Antes la muerte que ir a ese Instituto de
socialistas». Y también volvió a su fe
monárquica.
—Esta tarde traed un bocadillo, el bloc
de dibujo, lápiz y goma. Iremos a
dibujar al campo.
La señorita de dibujo lo dijo sin
darle importancia, pero todos los de la
clase nos miramos entornando los ojos,
sin comprender del todo. Intentando
componer esta novísima imagen en
nuestro imaginero.
El Coleóptero alzó los omóplatos,
encorvó la cabeza entre ellos, sacó el
suplemento extraordinario de su nariz y
nos miró a todos como si algo le oliese
mal.
Sólo Merceditas, tocándose uno de
sus tirabuzones, rubio, poderoso y terso
como el muslo de un niño, tomó la cosa
con naturalidad.
—¡Qué bien!
(Los papás, y especialmente las
mamás de algunas compañeras, según se
supo, interpretaron muy malamente
aquello de dibujar en el campo. Las
ideas: chicos y chicas juntos; campo,
lápiz, les trascendía a erotismo; a
nefastas consignas republicanas,
masónicas, judaizantes… francesas, en
una palabra. Una niña acudió a la cita
acompañada de su hermana mayor. Otra
trajo una silleta de tijera. El papá de
Clotilde, bien apostado tras un
cuartillejo, nos vigiló con sus anteojos
toda la jornada).
Cara al sol, en grupos familiares,
subimos por la calle de San Luis, tras la
señorita, que nos enseñaba canciones
populares:
Eres buena moza, sí,
cuando por la calle vas.
Eres buena moza, sí;
pero no te casarás,
pero no te casarás,
carita de serafín,
pero no te casarás,
porque me lo han dicho a mí.
Era una tarde de sol y refrío, entre
febrero y marzo. Tarde de medio gabán y
nariz caldosa. Las golondrinas andaban
de valijas y la tierra a punto de romper
la costra inverniza. La cabeza se
calentaba, pero con los pantalones
cortos, se pegaba a los muslos, como
sable, un fresquillo de menta. Los
pañuelos que llevaban las chicas a la
cabeza revolaban suavemente, iniciando
salutaciones tímidas a la primavera. Los
perros barriobajeros, estirándose,
bostezando y rascándose en las
esquinas, se probaban el lomo para las
coyundas primaverales. Dos chicas
susurraron elogios a donde nacía la cola
de un perrazo mastín con unas carlancas
como el sol del purgatorio. Y pegada a
la cal, recosía una vieja su falda bajera
con la nariz pegada a la aguja.
Al final de la calle, las eras, con
hierbas tiernas entre los cantillos
rodados. Al fondo, al otro lado de la
«estación vieja», el camposanto. Tras
las tapias de cal vibrante asomaban las
cruces más caras, los cipreses lentos y
las espaldas de los peatones.
Desde la puerta del cementerio hasta
la ermita de la Buena Muerte, el paseo
de los Muertos, entre dos hileras de
árboles tristísimos. Y al otro costado del
paseo, las fábricas de alcohol con sus
chimeneas y humos de vida, ajenos a la
cercana muertería.
La señorita quedó mirando un momento
hacia el cementerio. Todos esperamos
como si fuera a decir algo. Pero no, de
pronto se volvió hacia el otro lado y se
puso la mano de visera, como buscando.
(Antoñito me dijo, imitando el
palpala de la codorniz y señalando con
los ojos la pechera de la señorita:
«Chicastetas, chicastetas»).
En medio de unas viñas antiguas
había unos bombos negripardos. Viñas
de liego, viejísimas, que asomaban sus
cabezonas negras, atizonadas, hendidas,
entre los grisantos pámpanos de varios
años. La linde de la viña era un lomazo
bien trepado de hierba nueva, con su
miaja de amapolas y margaritas
tempranas.
Allí nos sentamos en fila larga.
Nuestras sombras quedaban a la
espalda. Dijo la señorita que
dibujásemos los bombos. «Son —dijo
—, fijaros bien, como cerritos de
piedra, pero huecos. Ved la puerta bajita
por la que entran los labriegos para
guarecerse de las inclemencias del
tiempo».
(Labriego suena a espliego; gañán, a
pan, dijo el Coleóptero).
(Chicastetas. Chicastetas).
—No hace falta dibujar todas las
piedras superpuestas que forman el
bombo, pero sí dar sensación de ellas
con líneas más o menos imaginarias.
Mirad.
Tomó un gran bloc y comenzó la
señorita a hacer rayas muy de prisa.
Todos le hicimos corro.
—¿Veis? Ya está.
Y nos hacíamos lenguas de lo bien
que estaba aquello.
—Así hay que hacerlo. Fijaros que
los bombos son como galápagos
grandotes, como bóvedas, como panzas.
—Sí, señorita; al final de la panza y
la panceta, las mujeres fresón y los
hombres corneta —dijo Antoñito en voz
baja.
Y empezamos a dibujar. Y todos
borrábamos mucho.
Y un niño hizo un bombo que cabía
el cuaderno dentro, como una giba de
camello.
Y otro, dos bombos pequeñines,
como puntos. Otro, preguntó si podía
dibujar un perro.
Otro, un gañán saliendo del bombo.
Y Matilde, que si podía pintar a la
Canastera. Y todos se rieron mucho.
Corrió como un siseo confidencial entre
los chicos que habíamos estado en el
Colegio de Santo Tomás, antes de la
Reina Madre, y todos los ojos fueron
hacia un camino próximo. Venía don
Bartolomé con el sombrero sobre las
narices, las manos en los bolsillos del
gabán azul y los negros zapatos
puntiagudos. Parecía un paraguas
semiabierto que avanzaba por el
terragueo. Un cuervo, una figura hecha
de cagarrutas sobre las hierbas nuevas.
Un exabrupto de la primavera, una
mortaja desbandada. Un postrer
excremento de muerto antiquísimo.
(Debía traer la nariz morada y el
colmillo amarillo). Un intestino de bruja
mal vestido. Un escroto de burro hecho
figura.
—Toca madera —dijo uno.
—Llegó el juicio final.
Alguien avisó a la señorita, que
continuó su trabajo sin hacer caso.
El
viejo daba vueltas como grajo a cierta
distancia de nuestro grupo. Andaba
tropezando en piedras y pisando
margaritas. Se paró al fin. Alzaba el
brazo. Algo debía decir que se llevaba
el viento. Se levantó el abrigo. Un
líquido brilló al sol. Volvió a levantar el
brazo y vocear. Y de pronto marchó casi
corriendo, pisando los terrenos todavía
húmedos, hacia el cementerio.
—Niños: cada cual a su dibujo.
Volvimos a solespones, cantando
aquello de:
El carbonero
por las esquinas
va pregonando
carbón de encina.
Carbón de encina,
cisco de roble,
la confianza
no está en los hombres.
Un crepúsculo cárdeno, larguísimo y
estrecho quedaba allí, tras las altas
chimeneas del alcohol.
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