Hacia media tarde oíamos lejano el
intenso petardeo y salíamos corriendo a
la puerta de la calle.
—¡El Bugatti!
—¡El Bugatti de Pablo!
Aquella tronata se acercaba, cruzaba
por las cuatro esquinas como un
relámpago amarillo, largo como un puro.
En la tarde de verano quedaba la
peste de gasolina quemada, el humo
denso que salía por el grueso tubo de
escape y la polvareda, que parecía ir a
la zaga del coche hasta el fin del pueblo.
Yo nunca había conseguido ver el
Bugatti parado. Siempre fue la imagen
fugaz del puro amarillo con una correa
como el cinto de un hombre, ciñendo el
capot.
Todos los demás que habían visto el
Bugatti de cerca se hacían lenguas de
sus hechuras:
«Tiene el volante tan grande como la
rueda de una tartana».
«Sólo caben dos, que van muy
hondos».
«Todo es motor».
«Corre más que un avión».
Los mayores decían que su dueño se
había gastado media fortuna en el
coche…, «total para matarse».
Y una tarde, cuando después de la siesta
y merendados llegamos al patio de la
fábrica del abuelo, nos quedamos
clavados en el suelo por la impresión.
Allí estaba el Buga
el pobre Ford, alto, torpe, doméstico).
—Tendré que buscar un mecánico de
Madrid, será lo más derecho —decía
Pablo, mirando su auto con cara triste.
—Sí, porque aquí no entienden estos
coches —añadió papá.
—Esto te lo arreglo yo en dos
patadas —afirmó don Luis intentando
abrir el capot, muy nervioso.
—Ya está Luis con sus cosas —dijo
Pablo.
Abierto el capot, apareció el motor
larguísimo, embadurnado de grasa.
Don Luis metía las gafas y la nariz,
husmeando la avería, y con sus manos
nerviosas tocaba por todos lados.
—Debe ser en la bomba de la
gasolina —aventuró Pablo, mientras se
colocaba bien el lazo de la corbata
blanca.
—Todo lo achacáis a la bomba de la
gasolina —respondió don Luis, sin dejar
de andar en el motor.
Cansados de mirar el auto y de oír a los
mayores, nos fuimos a jugar a los
porches. Olía a pino entre las sombras
de la tarde. Y sentados sobre la pila más
alta de madera, veíamos las estampas de
Jesusín con mujeres desnudas muy
gordas. Hablábamos en voz cada vez
más baja. Luego nos repartimos las
estampas.
Don Luis se había quitado la
chaqueta y seguía enredando en el
coche, casi sin ver. Papá y Pablo se
habían ido. También marcharon los
operarios después del toque de
campana.
Jesusín se guardó todas las estampas
y dijo de irnos. Pero Salvadorcito dijo
que no. Que don Luis nos lo notaría
todo. Y tumbados sobre los tirantes,
medio adormilados, esperábamos que se
fuese. De lejos llegaban voces confusas
y el ruido de algún coche.
—Ya se tiene que marchar, que es de
noche.
—¡Atiza! Si ha sacado la linterna.
Desde nuestro puesto se veía el ir y
venir nervioso de la luz.
—Está guardando las herramientas.
Durante varios días, desde la
mañana a la noche, don Luis aferruchaba
en el auto, que había metido en el porche
de enfrente del que olía a pino. De vez
en cuando encendía un cigarro y se
quedaba mirando su faena, con los
brazos en jarras. Pero de pronto tiraba
el cigarro a medias y volvía a inclinarse
sobre el motor.
Papá, Pablo, el abuelo, el tío, o
alguno de los que entraban y salían a la
fábrica, se acercaban de vez en cuando
por ver cómo iban los trabajos de don
Luis.
Un día dijo Pablo al tío cuando
salían: «Sería la primera cosa que
arreglase en su vida».
Aquella tarde, desde nuestro
observatorio de las pilas de pinos de
Soria, vimos que los obreros, al salir
del taller, se reunían en grupo con papá,
el abuelo, el tío y don Luis. Hablaban de
los militares de África, de no sé qué
levantamiento. Don Luis escuchaba sin
dejar de mirar al Bugatti.
—Ha dicho la radio que ya
movilizan las quintas —dijo uno.
—Se van a cargar la República.
—En este país siempre ganan las
derechas.
—Eso ya lo veremos.
Como mamá no nos dejaba salir de casa,
pasamos muchos días sin ir a la fábrica,
pero nos asomábamos a la ventana del
comedor de verano. Habían amanecido
banderas rojas en todos los balcones y
las contábamos y buscábamos cuáles
eran las mayores y las más pequeñas.
Las gentes, con los ojos recelosos, se
asomaban a las puertas y miraban a uno
y otro lado. Hacía mucho sofoco, pero
no había sol. Desde casa se veía la
plaza y la puerta del Ayuntamiento. A
cada instante llegaban autos y hombres
con escopetas y «monos».
—¡Dios mío! —gritó mamá, que
estaba con nosotros tras la persiana.
Entre varios milicianos pasaban por
delante de casa a don Luis, en mangas de
camisa, lleno de tiznajos de grasa.
—Lo traen de la fábrica.
—Viene del Bugatti.
Cuando las cosas amainaron un poco y
las banderas rojas de las ventanas se
habían decolorado, volvimos por las
tardes a la fábrica. En el porche estaba
el Bugatti despanzurrado, el capot
abierto y las herramientas por el suelo.
En él hicimos nuestro escondite.
Jugábamos a carreras; y al anochecer,
allí veíamos las estampas de Jesusín…
Fueron días maravillosos. Nadie se
acordaba ni del Bugatti ni de nosotros. A
veces sacábamos un mapa grande de
carreteras y buscábamos Madrid.
Una de aquellas tardes, cuando
estábamos más distraídos, se presentó
don Luis muy pálido, y sin decir nada,
empezó a remover otra vez en el motor
del coche. Nosotros le mirábamos a ver
cómo traía la cara un hombre que
acababa de salir de la cárcel. Pero él ni
nos hizo caso. Despacito, nos bajamos y
marchamos a la pila de pino de Soria.
Pronto aparecieron papá, el abuelo y
el tío, que lo abrazaron y hablaron un
buen rato. Don Luis todo lo contaba
como en chiste. Por fin desmayó la
conversación y unos se volvieron al
taller y don Luis se quedó junto al
Bugatti.
Tuvimos que volver a la pila de pino
de Soria a las anochecidas para ver las
estampas de Jesusín. Todo parecía ya
que estaba como antes para nosotros,
aunque la gente cada vez hablaba más de
la guerra. Hasta en nuestros juegos,
algunas veces, salían nombres de
políticos y militares o cantábamos
himnos como si fuesen canciones de
moda. María de la O, que fue la última
canción que privó los días antes de la
guerra, había quedado un poco
descolocada por las músicas
revolucionarias… Don Luis, sin perder
tarde ni mañana, seguía reclinado sobre
el Bugatti, cuyas ruedas estaban
totalmente desinfladas (había quedado
en zapatillas) y su color amarillo había
perdido brillo. El polvo cubría la
brillante tapicería de cuero y el
salpicadero.
Cuando llegamos una tarde vimos gran
animación en el patio. Varios milicianos
estaban atando el Bugatti con una cuerda
a la trasera del Ford. Don Luis, papá, el
tío y el abuelo los miraban hacer con los
brazos cruzados. Pusieron el Ford en
marcha, pero apenas podía tirar del
Bugatti. Don Luis dijo que era porque
estaban las ruedas desinfladas. Un
miliciano intentó hincharlas, pero no
sabía. Don Luis le quitó la bomba de la
mano y las hinchó él. Terminó sudando.
Luego todos se subieron en el Ford,
menos uno, que tomó el volante del
Bugatti.
El abuelo, como tímido, se acercó
lloroso y le dio al Ford un beso en la
toldilla.
Despacito, despacito, salieron del
patio.
Don Luis se echó la chaqueta sobre
los hombros y se miró las manos
manchadas de grasa con un gesto
escéptico. Luego de un silencio muy
largo, durante el que todos estuvieron
mirando por las portadas que habían
salido los coches, don Luis dijo:
—No era la bomba de la gasolina.
El abuelo, papá y el tío se volvieron
a la fábrica cabizbajos.
Don Luis, con las manos atrás y
mirando al suelo, con el cigarro en la
boca, marchó a su casa.
Luego nos dijeron que don Luis
convenció a los del «Cuerpo de Tren»
para que le dejasen arreglar el Bugatti.
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