De cómo el Quaque
mató al hermano
Folión,
y del curioso
ardid que tuvo
el guardia Plinio para atraparle.
el guardia Plinio para atraparle.
Con haber en el teatrillo del pueblo
cupletistas y estar el tiempo metido en agua,
aquella noche no fueron al Casino
más que los inseparables de Heraclio
Fournier. Zurraba la lluvia de lo lindo
desde que amaneció y las calles venían
rebosantes de las aguas rojizas del
monte. Los hombres llegaban al Casino
bufando y sacudiéndose las capas y
gabanes. Sobre el suelo entarimado
quedaban las huellas de las botas
mojadas, y una pegajosa y caliente
humedad se respiraba en el salón. A la
luz pajiza de dos lámparas menguadas
advertíase un ambiente espeso de humos
y vapores encerrados. Sobre los tapetes
verdes, unos hombres, ausentes de todo,
con las boinas caladas y el cigarro en la
comisura de los labios, manejaban sin
cesar unas cartas mugrientas, dando
grandes golpes con los nudillos,
ensordecidos por el fieltro, sobre el
tablero de la mesa cuadrada. Alrededor
de cada partida, sentado o de pie, había
un piquete de mirones adormilados.
El camarero —Peluco— dormitaba
junto a la estufa, con la greña cana sobre
los ojos. De cuando en cuando, si los
jugadores levantaban la voz en sus
villanas discusiones, Peluco alzaba un
poco los párpados para en seguida
volver a cerrarlos. La partida que más
atraía la atención aquella noche era la
de el Quaque. Éste, con otros tres, entre
ellos el tío Folión, jugaban «al golfo»
tres horas ya, de a peseta el juego. El
Quaque, con la cara muy pálida y sus
purulentos ojos encendidos, a cada nada
daba tales puñetazos sobre la mesa, que
todos parecían atemorizados y deseosos
de acabar pronto la partida. Al Quaque
casi siempre le daba bien el naipe, y al
tío Folión, mal; pero aquella noche, por
un capricho de la suerte, las cosas
ocurrían de muy distinta manera y era el
Folión quien tenía entre sus manos ya
más de diez duros del encolerizado
contrincante.
El Quaque, que por entonces tendría
unos veinticinco años, había dedicado lo
mejor de su vida a atemorizar a la gente.
Era hombre anguloso, con mucho cuello,
nuez ofensiva y cara de perro galgo;
pero con ojos saltones y siempre
echando chispas de ira, cosa esta muy
impropia de los galgos. Iba siempre
vestido de pana negra, con una boinilla
de hongo que nadie le vio quitada jamás,
pantalones muy estrechos, y tan cortos,
que se le veían enteras las boconas
botas de elásticos y buena parte de los
pardos calcetines. Andaba siempre
dando zancadas y con ambas manos en
los bolsillos del pantalón, como si
tuviese prisa de encontrar a alguien para
degollarle. Siendo niño, le quitó a su
padre un enorme revólver, que ya no
abandonó hasta el día que
«levitas» y solía escupir cuando pasaba
ante ellos. Su padre y dos hermanas
habían muerto tuberculosos, y él, al
decir de las gentes, tenía también «un
sapo en los fuelles». Hombre violento y
endemoniado, ya en la escuela pegó un
navajazo a un condiscípulo, porque
arrancó a nuestro hombre el rabito de la
boina. Vivía de vender piensos en un
cuartuchín que tenía junto a la posada de
los «Portales», y el juego era su única
diversión. Nadie en el pueblo quería
cuentas con el Quaque, y no era raro
verlo pasear solo por las afueras, con
ambas manos en los bolsillos y a toda
velocidad. No había blasfemia que no
dijese mil veces a la hora, y a toda la
Humanidad se la tenía por enemiga,
aunque no solía buscar a nadie para
provocarle. En el fondo, era taciturno y
dado a las negras cavilaciones, en las
que de seguro no dejaría de intervenir
de manera muy activa su enorme
revólver. No bebía ni tenía amigos fijos.
Cuando llegaba al Casino, más por la
fuerza que de grado, hacía partida con
los primeros que encontraba.
El tío Folión, por el contrario,
aunque muy vago, era hombre bien visto
en el pueblo. De buen natural, gordón y
coloradote, comiendo y bebiendo
pasaba los mejores ratos de su vida.
Tenía chispa contando cosas, y era el
hombre del pueblo que más consejas y
sucesos conocía. A sus setenta años,
siempre andaba con mocetes… y ello le
perdió. Le dominaba el vicio del juego,
tal vez porque perdió siempre, pero el
hombre llevaba las cosas con mucha
resignación y filosofía. Se contaba de él,
que siendo concejal organizó entre las
amas de casa un concurso de rosquillas
de anís y, como único jurado, se pasó un
día entero por todas las casas del pueblo
probando las rosquillas. Los agraciados
con el premio le invitaron a cenar…, y
Folión pidió rosquillas de postre, de las
que se zampó una docena.
Aquella noche, con la novedad del
ganar, el tío Folión estaba muy
dicharachero, diciendo bromejas al
Quaque y haciendo chistes sobre los
accidentes del juego.
Con venirle las cosas tan negras, el
Quaque estaba para estallar. Las burlas
le tenían acerado y encerado el rostro
más que de costumbre, y cada vez que
robaba carta, mientras la punteaba, no le
llegaba el culo a la silla. Aguantábalo
todo sin despegar el pico, sin duda por
miedo a que le temblara al hacerlo toda
la caja de la boca. Muy a menudo
soltaba un aire estrepitoso por sus
narices de alcayata; pero su mayor
elocuencia consistía en lanzar miradas
raseras y de soplete al hermano Folión.
Las últimas dos pesetas que le
quedaban al Quaque las tiró a la mesa
como si estuvieran apestadas. Acto
seguido dio una patada a la silla y salió
bufando del Casino. Del portazo que
dio, así como de las estruendosas
carcajadas que soltó el tío Folión
cuando le vio salir, despertó el
camarero Peluco, dando un respingo y
diciendo:
—¡Voy!
No se apartó mucho del Casinillo el
Quaque, después de dar el portazo. Se
quedó pegado al cafetín de la Lola, que
estaba en la misma esquina del «Pretil».
No había luz alguna en aquel lugar, y el
Quaque podía acechar muy a su sabor,
sin quitar los ojos de la puerta vidriera
del Casinillo, que sobre las completas
tinieblas se dibujaba con un cuadrante
de luz amortiguada. Había cesado la
lluvia; pero un vientecillo barbero
silbaba estremeciendo de firme los
árboles de la plaza próxima.
No llevaría un cuarto de hora el
Quaque en su negro acecho, cuando se
abrió la puerta del Casinillo y se vio
salir, por el recuadro rojizo de su luz, la
abundante naturaleza del tío Folión,
envuelta en su pañosa. Confiado y
contento, sintiendo los diez duros del
Quaque en la faja, junto al ombligo,
venía cantandillo aquello de:
De la uva sale el vino,
¡qué rico vino!
plin, pliriplín…
De la uva va a la cuba,
¡qué rica cuba!,
plin, pliriplín…
¡qué rico está en la cuba!…
Cantaba bajo el embozo de su capa,
y la voz le salía gorda y abrigada, como
si cantase en la cama.
Cuando hubo pasado un buen trecho
del bar de la Lola, el Quaque, sigiloso,
encorvado y desconchando las paredes
de puro ceñido a ellas, echó tras el
gordinflón. Así que entró Folión en la
calle de las Huertas, el Quaque apretó
el paso, aunque sin perder el silencio.
Llegó hasta unos cuantos metros del
gordo, que cada vez más metido en su
gozo, cantaba a grandes voces… Ya iba
por aquello de:
… de la copa va a la panza,
¡qué rica panza!,
plin, pliriplín…
cuando el Quaque, dando un par de
zancadas, se echó por la espalda sobre
el tío Folión. Éste no tuvo tiempo de
volverse. Anudándole los brazos al
cuello y clavándole la rodilla en los
riñones, el Quaque hizo fácilmente
troncharse al gordo, que dio en el suelo
encharquitado, con toda su naturaleza.
Poniéndole luego una rodilla sobre la
barriga y el codo en la boca, le arrancó
de un tirón la bolsita que llevaba en la
faja con el dinero.
—Toma bollagas —le dijo,
sacudiéndole unos puntapiés—; de mí no
se ríe nadie…
Pero cuando el Quaque intentó
marcharse, la cosa no fue fácil. El tío
Folión le había cogido una pierna y
abrazándola con todas sus ansias, le
mordía en la enjuta pantorrilla. El
Quaque gritaba sordamente y aporreaba
con ambos puños la calva cabeza del
gordo. Pero éste no soltaba su bocado…
Fue entonces cuando el mozo sacóse de
un tirón su histórico revólver y le dio al
mordedor un «casquío» a quemarropa…
Se aflojó la boca del tío Folión. El
Quaque echó a correr como loco,
creyendo que el eco repetía mil veces el
ruido de su disparo. Al llegar a la calle
de Martos, se serenó un poco. Tiró por
una lumbrera la talega del tío Folión,
guardándose los cuartos, y empujado por
una repentina y tozuda idea de desquite,
enderezó sus pasos hacia el Casinillo…
Sin darse cuenta, con voz cascada y
trágica, iba repitiendo la canción que
oyera a su víctima:
De la cuba va a la bota,
¡qué rica bota!,
plon, ploroplón…,
¡qué rico está en la bota!
Cuando Plinio, el
punta del cigarro en la boca, Rosendo,
el guardia de servicio, que estaba
arrepantingado sobre el brasero, le dijo:
—Poco me equivoco si lo que se ha
sentío por ahí hace poco no ha sido un
tiro.
Plinio, que se había puesto en
cuclillas ante el brasero, levantó la
cabeza y le miró astutamente, con los
ojos entornados, según acostumbraba:
—¿Dices que un tiro?
—Sí, señor… Que no soy yo de los
que confunden los tiros con los cohetes.
—Pues anda y búscate a los serenos
que estén más cerca, a ver qué dicen.
Rosendo se levantó de mala gana. Se
estiró, se vistió la pelliza con cuello y
puños de astracán y salió carraspeando
del cuartillo de guardia.
Plinio tenía fama de ser el hombre
más pacienzudo y callado de Tomelloso.
Oía siempre con el cigarro pegado a la
boca y cara de escéptico. Llevaba casi
veinte años «arrastrando el sable»,
como él decía, y sabía más del pueblo
que nadie. Dotado de gran talento
natural, sabía mucho del corazón
humano, aunque «en pardo». Sin decir
nada, con el solo instrumento de sus ojos
socarrones, desarmaba a los rateros,
placeras de malas artes, prostitutas
rústicas, robamulas y demás sujetos de
su habitual clientela. Famosos eran sus
ardides y coartadas, como algún día dirá
la historia; y muy pocos sucesos,
grandes o pequeños, quedaron por
discriminar en su mandato…, a no ser
aquel famoso robo de la tonelería, que
hacía entonces tres años que no le
dejaba dormir.
Sin pedir permiso, un hombre liado
en una manta entró en el cuartelillo de
guardia, y se quedó varado, con los ojos
fijos y la boca a medio abrir.
—A la paz de Dios —dijo al fin.
Plinio lo miró sin responder de
momento.
—¿Qué hay?
—Pos, na; que venía de ver a mi
yerno, que está un poco averiao, y al
cruzar la calle de las Huertas me ha
parecido ver en el suelo un bulto.
—¿Te ha parecido verlo o lo has
visto?
—Sí, señor; lo he visto. Es un
hombre muerto… Poco me equivoco si
no es el tío Folión.
En éstas estaban cuando entró
Rosendo acompañado de dos serenos.
—Éstos dicen que no han oído na —
dijo.
Plinio le miró con su cara
socarrona, ladeando un poquito la boca,
en sonrisa capada.
—Vete a avisar al juez. Y tú —a un
sereno—, al forense. Y tú —al otro
sereno—, vete al Casinillo y dile al
Peluco que me traiga un café bien
cargado, en seguida.
Mientras venía el Peluco, Plinio
mandó a otro guardia para que guardase
el cadáver… Pero el Peluco llegó en
seguida.
—Buenas noches, jefe.
—¿Ha estado el tío Folión esta
noche en el Casino? —le preguntó de
sopetón.
—Sí. Por cierto que le ha ganado
toda la «chatarra» al Quaque.
Plinio tomaba la tacita de café a
sorbitos menudos.
—¿Hace mucho que salió el
hermano Folión de allí?
—Sí, hará casi una hora.
—Y el Quaque, ¿se fue también?
—Sí, pero volvió en seguida. Se
conoce que fue a su casa a por dineros.
—¿Quién salió antes?
—Primero, el Quaque. Después, el
tío Folión. ¿Es que pasa algo?
—No, pero tú te callas.
—Sí, señor.
—¿Quién más había en la partida?
—El tío Fuchino y el hermano Paco
Vitor.
—¿Se han ido también?
—No; no se han movido del Casino.
Todavía siguen jugando con el Quaque
otra vez y con el Cabrero.
—Vuélvete al Casino, y ni una
palabra.
—¿Me puedo ir ya? —dijo el de la
manta, que seguía inmóvil y sin
desarroparse.
—No. Siéntate aquí un rato. Tendrás
que declarar.
—Yo no quiero líos con la justicia…
Si he estado por no venir… que cada
cual cuide de su petaca… que el que se
arrima a desgracias, algo se le pega.
—Toma. Echa un pito y calla —le
dijo el jefe, alargándole la petaca.
Media hora después, con aire
soñoliento y el sable desceñido, entraba
Plinio en el Casinillo de San Fernando.
Como que no hacía nada, se acercó a la
partida d Quaque, que, olvidado de
todo, al parecer, seguía jugando con la
pésima suerte de antes e idénticos
puñetazos sobre la mesa. El Quaque vio
de reojo acercarse al jefe. Como éste
era mirón con frecuencia, nadie se
extrañó de verle allí, pero al Quaque
comenzaron a bailarle las sotas que
tenía delante y a jugar distraídamente…
Y nadie sabe por qué extraño milagro, le
empezó a dar bien el juego desde que
llegó el jefe.
De cuando en cuando, el criminal le
echaba un reojo a Plinio, que parecía
muy atento a las jugadas. El Quaque
comenzó a sentir frío. Un frío
endemoniado, que se le clavaba en la
espalda como espinillas.
El jefe, impasible, persistía en no
encender su cigarro, que ya entró
apagado. Peluco, el camarero, con los
ojos abiertos como liebre, no le quitaba
la vista de encima al jefe.
El Quaque quería que lo tragase la
tierra, salir de allí; pero no se atrevía.
Cuando no tenía cartas que mirar porque
barajaba otro, miraba con ahínco el
verde tapete… Pasaban los minutos y el
guardia no movía un dedo.
El próximo reloj de la plaza dio las
tres de la madrugada… Y de pronto,
cuando el criminal se disponía a robar
del montón una carta, le dijo Plinio,
quitándose la colilla de la boca y con
voz socarrona:
—Vaya susto que le has pegado al
hermano Folión, Quaque.
Al Quaque se le quedó parada en el
aire la mano con que iba a robar la
carta.
—¿Susto?… —dijo sin aliento.
—Sí, hombre, sí —añadió el jefe,
que lo miraba con mucho examen—. Me
lo he encontrado por la calle e iba
blanco como el yeso.
El Quaque robó la carta por fin e
hizo un esfuerzo por seguir jugando.
—¿A quién se le ocurre más que a ti
dispararle la pistola sin venir a cuento?
… Podías haberle herido… El pobre iba
descompuesto. Hasta tila ha tenido que
beber… ¡Qué puñetero, Quaque! ¡No
seas tan bromista! —añadió, dándole
una palmada en la espalda—, que yo te
quiero bien y esta noche podías haberte
buscado el bollo.
La partida se había interrumpido y
todos oían con atención lo que decía
Plinio. El Quaque tenía la barbilla
clavada en el pecho.
—En fin, me voy a acostar —dijo
Plinio—. Pero no vuelvas a gastar esas
bromas, mocetón.
—¿Entonces es que no le he tocao
na, na, na? —dijo el Quaque, algo
animado.
Plinio, al oírle esto, le echó la garra
sobre el hombro brutalmente y le dijo:
—¡Date preso, Quaque!
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