El estudio de la noche —de siete a
nueve— se hacía en el salón grande.
Hasta las siete, desde las seis que
acababan las clases, jugábamos en el
patio del colegio, totalmente a oscuras.
Carreras brutales entre los árboles
negros. Defecaciones y onanismo
colectivo en los retretes empantanados,
pútridos. Oscuras riñas en un rincón. Y
siempre, siempre, vocerío atronador. A
lo mejor uno encendía una bengala.
Gritos. O un cohete rastrero. Eugenio
trepaba a un árbol y desde allí orinaba a
los de abajo. Manolo, seguido de su
panda, con una linterna encendida,
buscaba a «la víctima» y lo apaleaban o
le hacían los «galguillos»… Aquella
tarde de abril los ánimos estaban
exaltados por la política. Los hijos de
los «carcas» más recalcitrantes, a la
vista del resultado de las elecciones
municipales, se habían declarado
republicanos sin condiciones. No
quedaba más monárquico que Tof e, el
hijo de don Bartolomé, monárquico
liberal dinástico, incondicional de las
instituciones tradicionalistas y
«decadentes». Había sido declarado
Tof e enemigo número «único». Y
aquella anochecida se procedió a la gran
venganza. Todo había sido meditado de
consuno por Manolo y su banda
(gánsters de Al Capone) y Eugenio y sus
bucaneros. Gentes de pistola automática
y linterna, los unos; gentes de cuchillo y
horca a bordo, los otros.
En el corralillo con porche lleno de
basura hasta el tejado, se encendieron a
la vez siete bengalas de a diez céntimos.
Al ver las luminarias, verdes, rojas,
amarillas, acudimos todos los del patio.
Entre ellos, Tof e. Cuando miraba
embobado las luces, los bucaneros por
un flanco y los gánsters por otro, lo
acorralaron. Manolo lo sujetó
fuertemente por el cuello redondo del
jersey de lana azul marino y le acercó
una bengala a la cara.
—¿Renuncias a tu condición
monárquica? ¿Quieres jurar la fe en la
República?
—¡¡Jamás!! —gritó con las narices
abiertas y los ojos hinchados de sangre.
—¿Prefieres entonces ir al cepo?
—¡Viva don Alfonso XIII, patrón de
este centro docente! —volvió a gritar,
desafiando la bengala.
—¡Al cepo, al cepo, al cepo!
Y con la cuerda de Eugenio fue
atado a uno de los postes del porche,
junto al basurero. Y se le amordazó
metiéndole previamente una gran bola
de papel de periódico en la boca. Quedó
totalmente inmóvil. Sus ojos estaban
llenos de lágrimas, de rabia.
En el patio se oyó la voz rabiosa de
don Bartolomé:
—¡Niños! ¡Niños, al salón!
Hubo un momento de titubeo. Al fin,
Manolo dio la orden:
—Venga, al salón. Y el que se chive
morirá esta noche.
Salimos todos en silencio. Al
vernos, don Bartolomé echó delante.
Cada cual ocupamos nuestro puesto
con un silencio extraño. Don Bartolomé
se sentó junto a la estufa, y cuando se
cercioró de que todo estaba en orden,
comenzó a leer un viejo libro de
geografía, que siempre tenía entre
manos.
Todos callábamos. Unos a otros nos
mirábamos sin levantar la cabeza, de
reojo. Era aquél un silencio rarísimo,
inédito. Sólo se oía el hervir del agua de
la lata que había en la estufa.
De pronto, don Bartolomé, que
debió «oír» aquel silencio sin historia
en la casa, dejó descansar el libro sobre
los muslos y empezó a mirar hacia todos
lados, con los ojos entornados. Más que
mirar parecía oler con los ojos. Casi
inconscientemente sacó un cigarro, le
dio media vuelta entre los dedos
después de haberle sacado las puntas, y
lo encendió sin mojar, ni apenas poner
ojo en la cerilla. Decidió levantarse y
dar una vuelta al salón. Los paseos de
don Bartolomé por el salón siempre eran
peligrosísimos para la clientela. Andaba
lentísimo, casi sigiloso, mirando uno por
uno, con los ojos entornados, sin dejar
de fumar. Su vieja nariz perdigonera no
cataba la presa. Luego se quedó clavado
en medio del salón, frente al sitio que
solía ocupar su hijo Bartolomeín, alias
Tof e.
—¿Y Bartolomeín? —preguntó a
César.
César se encogió de hombros hasta
casi hundir la cabeza entre las telas de
su guardapolvos amarillo.
Don Bartolomé se fue derecho hasta
la puerta del estudio, abrió y gritó:
—¡Paquita! ¡Paquita!
Mientras él gritaba mirando al
pasillo, Manolo y Eugenio nos hacían a
todos furiosos gestos para que
callásemos, so pena de gravísimas
penas.
—¿Qué, papá? —Se oyó a lo lejos.
—¿Dónde está el nene?
—¿El nene?… No sé; estaba en el
recreo jugando con los chicos… ¿Qué
pasa?
—Nada.
Don Bartolomé volvió al salón. Sin
titubeos se dirigió hacia Antoñito el
gordo, ex «carca», que solía ir mucho
con Tof e.
—Salga usted aquí al centro.
Antoñito pasó como pudo bajo el
estrechísimo pupitre. Quedó casi firme
ante el profesor. Respiraba
ruidosamente por las narices. Le
temblaban las carnes de sus muslos de
miga. Don Bartolomé lo miraba en
silencio, con fijeza de malo de cine.
Antoñito comenzó a comerse las uñas y
bajó los ojos.
(«Ya lo está sometiendo al terrible
suplicio de su mirada de hombre cruel y
déspota», me dijo el Coleóptero, con su
voz de vieja folletinera. «No aguantará
este tormento inenarrable…». «Es como
si todos los buitres de las Colinas Rojas
se posasen en sus ojos…». «Mira cómo
le tiemblan los pernilillos… Si no canta
se defeca»).
Don Bartolomé puso a Antoñito
ambas manos sobre los hombros.
(«Segundo grado del martirio. Ahora
es cuando se siente que la columna
vertebral se hiela y los testículos se
sumergen en el cuerpo hasta la altura
dorsal. Gravísimo»).
Las palabras primeras de don Bartolomé
salieron lentas, sílaba a sílaba,
silbantes:
—¿Dón-de es-tá Bar-to-lo-mé-
ííííííííín?
Antoñito, zarandeado, bajó la cabeza
y nada dijo.
—¿Dón-de es-tá Bar-to-lo-mé-
ííííííííín?
Volvió a oírse, descarnando las
palabras y zarandeando al gordo.
(«Tercer grado: flagelación silábica
con babeo en la faz y maceración de las
escápulas. Se siente en la cabeza la
punzada de todos los cuchillos de
Búfalo Bill»).
Ya las manos de don Bartolomé
habían asido las orejas de Antoñito y,
moviéndole la cabeza con gran aire, le
gritó como cristal sobre mármol:
—¿Dón-de es-tá Bar-to-lo-mé-
ííííííííín?
(«Cuarto grado: roturación auricular.
Se sienten en el fondo del cerebro todas
las trompetas y fanfarrias del Juicio
Final… y el galope crudelísimo de
todos los caballos de los apaches en
misión de guerra»). La voz de el
Coleóptero era siniestrísima y su nariz
afilada casi le picaba en la barbilla. Un
como sudor frío le untaba las manos, que
se frotaba pausadamente, casi con
fruición, mientras me iba enumerando
los grados del martirio bartolomeico.
Un extraño rumor se oyó en la sala.
Luego un chorro. Don Bartolomé se
apartó.
—¡Marrano!
(«Solución de la crisis por
micción… Ya no canta. Todas las
presiones de los cuatro grados
desfogaron por el caño de la orina»).
Antoñito acabó su desfogue bien
despatarrado, con las manos un poco en
el aire y haciendo pucheros.
—¡No se lo digo, no se lo digo y no
se lo digo! —gritó como indignado
consigo mismo.
Don Bartolomé comenzó a pegarle
con toda su alma, con ceguera,
puñetazos, puntapiés, tirones de pelos.
Antoñito esquivaba como podía,
retrocedía, se cubría la cabeza con las
manos. Por fin consiguió clavarlo de
rodillas sobre la tarima, empujándole en
el hombro, y así fijada la víctima, siguió
la paliza.
—¡Si no lo voy a decir…, si no se lo
voy a decir! —continuaba Antoñito.
(«Alma estoica y resistente a pesar
de su contextura pícnica. El verdugo,
buen psicólogo, desespera; ya sabe que
no conseguirá nada. Gran fase de
liberación por el heroísmo una vez
evacuado el miedo por el dicho caño»).
Cuando don Bartolomé tomaba
resuello, sudoroso, y Antoñito lloraba
de bruces sobre el suelo, Manolo, el
gran jefe, se levantó palidísimo:
—Don Bartolomé…
El hombre se volvió hacia él
vacilante, como no sabiendo de dónde
venía la voz, a la vez que se secaba con
su oscuro pañuelo.
—Su hijo ha sido condenado al cepo
por designio popular al no haber
abjurado a su fe monárquica.
Don Bartolomé nos miró a todos
como si no comprendiera, rascándose la
cabeza. Antoñito seguía en el suelo con
una especie de llantina mecánica.
(«Valentía tribunicia del gran jefe
que echa su corazón a los buitres por
salvar a la recia víctima. Final heroico»
—añadió el Coleóptero inflando sus
narices y rascándose con ambas manos
su pecho estrecho, de teja).
—Por no abjurar de su fe
monárquica, ji, ji, ji, ji —empezó a reír
don Bartolomé con voz de cómico…
Pero ¿dónde está ese cepo?
Manolo alargó la linterna:
—Tome. En el corralillo.
Don Bartolomé miró la linterna sin
saber bien lo que era y al fin se fue
hacia la puerta con un medio trote… «Su
fe monárquica…, su fe monárquica»,
repetía.
Apenas traspasó la puerta, Manolo
dio la orden tajante:
—Muchachos: ¡huyamos sin dejar
rastro ni lugar a la venganza de este
colegio retrógrado!
Todos tomamos los libros casi al
vuelo y salimos alocados por el oscuro
patio.
El Coleóptero y yo esperábamos
ocultos en una esquina la salida de
Antoñito, que al cabo de un rato muy
corto apareció sin prisa, limpiándose
los ojos. («Gran ardid el de nuestro gran
jefe. Hermoso gesto»).
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