Empezó el escándalo porque el Ciego
dejó dicho a sus albaceas y otros
contertulios de su agonía y muerte, que
quería en su entierro la Banda
Municipal. Y el alcalde se opuso. Lo
dijo bien claro: «No quiero que mis
músicos amenicen el entierro de un
tratante de blancas».
El Ciego lo repitió toda su vida.
Casi nadie de los que frecuentaban su
lupanar dejó de oírlo; y lo decía así que
alguien canturreaba el tango famoso:
«Cuando me muera, que me toquen el
“Adiós muchachos, compañeros de mi
vida”; así me despediré de los que me
acompañaron en los buenos ratos y de
los que me dieron dinero a ganar».
La burguesía y la clase pretenciosa
aprobó la actitud del alcalde, aunque le
criticaron aquella frase de «mis
músicos». «Los músicos son del pueblo
y no de él. Pues qué se habrá creído,
etc». El estado llano, tal vez por ir en
contra de los guardias, quería que fuese
la Banda al muerto. «Que a los pobres ni
nos dejan música en el entierro. Que
hasta las últimas voluntades nos las
capan, etc».
Los albaceas del Ciego y
contertulios de su agonía y muerte, para
cumplir el deseo del finado sin
desobedecer al alcalde (si bien tuvieron
muy malas palabras para su familia por
línea de mamá y esposa, y sacaron a
recuerdo lo putañero que fue hasta
alcanzar la vara; y aun con la vara en el
puño, sus resobineos con Carolina, la
del carabinero), pensaron que fuera la
Rondalla. Música era a fin de cuentas, y
con tal que se ejecutase el tango, lo
mismo daba con púa y cuerda que con
viento y caña.
Pero estaba de Dios que el entierro
del pobre ciego quedara mudo. Los
curas se opusieron a la amenidad de la
«Rondalla Cultural Recreativa». No
veían los del clero cómo casar la
severidad de los latines responsorios
con el ritmo pizpireto de la Rondalla,
máxime con un tango golfo como base de
repertorio. Y fue la negación del
párroco la que de verdad encrespó los
ánimos del pueblo. (Ya tenía el cura
ecónomo muy mala prensa en aquel año
1931, por una serie de minucias que no
vienen al caso, y aquella negativa colmó
el cántaro).
Por todos estos altercados con lo
civil y lo canónico, el entierro provocó
una gran manifestación, entre dolorosa y
política, en las clases populares y
putafieras del pueblo. Hasta el Colegio
de la Reina Madre llegó el desasosiego
y «los niños republicanos» —como nos
llamaba la hija de don Bartolomé—
decidimos hacer acto de presencia en el
entierro, amordazado por el
«despotismo y la intransigencia» —
como dijo el semanario local en su
sección de «Puyas».
La casa del Ciego y la de la Carmen
eran las más famosas mancebías del
pueblo. La primera se distinguía por la
buena música, que dirigía el mismo
patrón; y las agudezas de éste cuando
estaba en vena. La de la Carmen, por el
esmero en el trato y la simpatía que en la
«alternacía» tenían las pupilas. Él era
hombre de romances, apotegmas,
epigramas y muy sabedor de cante
grande. Ella estaba más arrimada al
cuplé y al baile moderno. Cuando
recibía material nuevo mandaba avisitos
a la buena clientela en tarjetas
perfumadas. Para alabar las prendas de
sus discípulas no había lengua como la
de Carmen.
Las dos casas estaban en la calle de
las Isabeles. Aquella que nace del egido
donde ponen las atracciones de la feria.
No lejos había otras casas de trato de
menos historia y presentación.
Cuando llegamos a la calle de las
Isabeles, ya había mucha gente. La
puerta de la casa estaba abierta de par
en par. Y en el patio, donde se alternaba
en verano, bullían todas las mujeres del
gremio de la ingle que en el pueblo
había. Pintarrajeadas y con velillos
partidos en la cabeza, más bien trozos
de mantilla o de algún velo grande de
viuda, ya que, a buen seguro, en el
colegio de la fornicación de Tomelloso
no debía haber velos suficientes. A
pesar de que querían ponerse serias, por
la gravedad de la ocasión, se les vertían
risillas y gritos, y no daban paz a las
posaderas sobre las sillas. Se rebullían
sus cuerpos vestidos de vivos colores,
en la cálida tarde primaveral soltaban un
tufo de polvos, colonias gruesas y vino
agriado, que trascendía a la calle. Sus
caras eran flores de trapo con ojos
turbios y bocas rotas. Ojos mal
dormidos, desacostumbrados a la luz del
sol.
De vez en cuando llegaban del
interior los lloros perrunos y cansados
de las «encargadas» y coimas de la
reserva. «¡Ay, Jesús! ¡Lo que somos!».
Entre el personal macho, casi todo
en pie en la puerta de la calle y en el
salón de invierno, junto al organillo,
abundaban los barberos, muchos de
ellos músicos de aquellas casas en las
horas libres y casi todos discípulos de
bandurria, guitarra o laúd del Ciego.
Que éste enseñó a mover la prima y el
bordón a varias generaciones de
tomelloseros. Como guitarrista en el
género flamenco, y especialmente en
acompañamiento, no había quien le
quitase la palma al Ciego en toda la
provincia. Hasta de Argamasilla y
Socuéllamos venían barberillos en
bicicleta para que él, que no veía, les
diese luz de guitarra. Entre los
entendidos tenía fama de mover la
izquierda sobre los trastes como el
mismísimo Segovia. Había chulos y
queridones de las «sicalípticas», con
pañuelo blanco terciado al cuello, gorra
de cuadritos, y los dedos enguantados de
nicotina hasta la primera falange;
alguaciles y policías retirados, que
recibieron buen trato y favor del difunto
en años mejores. Y discretamente
apartados, señoritos finos, que le habían
roto muchas sillas y bandurrias en
noches gozosas; que tiraron al pozo
veladores, sostenes y botellas del
«Mono» en madrugadas agrias, y alguno
que cierta madrugada de enero lanzó una
«azofaifa» a los charcos de la calle,
porque no quiso bailarle el moro. En
grupo aparte, con las caras largas y el
pito en la boca o el puro entre dedos, la
corte de los flamencos de todas las
edades: los viejos, que sólo
conservaban el compás o el canto por lo
«bajini» para los cabales; los
cuarentones, como Tizón, que todavía
alzaban su voz con grietas en los ratos
que estaban a gusto, y los mocetes de la
última hornada, que cantaban a todas
horas; amén del guitarrista señorito, que
sólo tocaba cuando llegaban los
Domecq o la Niña de los Peines y en
sesiones privadísimas. En fin, allí
estaban todos los productores del ramo
de la fornicativa.
Apenas faltaban unos minutos para la
hora del entierro, cuando abocó en la
calle de las Isabeles un Citroën negro,
enorme, como coche de toreros, que
avanzaba muy lentamente entre el gentío
hasta pararse frente mismo de la puerta
del duelo. Era de la Padilla. Pepa la
Padilla, famosa cupletista local, que
venía ex profeso de Albacete, donde
actuaba con su elenco. Su madre fue
antigua pupila de la casa y junto al
Ciego nació (había quien la creía hija de
éste) y él la enseñó a cantar, a bailar y a
tocar la guitarra, hasta que un buen día,
con sus muchas influencias, la lanzó a
los tablados, donde andaba apaleando
los miles de duros.
Pepa la Padilla bajó del auto como
una marquesa. De luto hasta los pies,
pero cargada de pulseras y collares.
Llevaba un gran ramo de flores rojas. La
acompañaban dos gitanos culichicos de
su ballet; el «cantaor» Cañameras,
natural de Pedro Muñoz, gordo, sin
corbata y con las patillas muy bajas, un
chófer de uniforme gris, con la cara
trastornada por un costurón vinoso con
traza de barboquejo.
Pepa la Padilla dio en seguida al
duelo una categoría y seriedad que hasta
entonces faltaba. Seguida de los suyos, y
sin saludar a nadie, pasó desde el auto
hasta la capilla ardiente. Nosotros, «los
niños republicanos», aprovechamos el
descuido para colarnos hasta la
«cámara», como decía el Coleóptero. Al
verla entrar en el patio se agitaron las
furcias, se la comían con los ojos, llenos
de veneración. Dos o tres se pusieron en
pie y la besaron con repentina y
cortesana mesura, como si aquélla fuese
la ocasión de lucir las finuras y
urbanidades que cotidianamente habían
de olvidar por razones de oficio.
Los hombres, como a toque de
corneta, volvieron los ojos a su paso en
derechura al trasero, que era de aquellos
gozosos y lozanos, con la canal maestra
bien marcada, de los que solía llamar el
Coleóptero «culos imperiales». «El
mejor culo de Europa», dijo un
decrépito, poniendo un ojo en blanco y
sin quitar el otro de la diana. (Que según
el Coleóptero, un peritísimo teórico en
estas plásticas andantes, los había
imperiales como aquél; dicharacheros y
pendoncillos, como pitorros de botijo o
clavel en el ojal; a la buena fin o
confiadotes, es decir, de pa allá y pa
acá; de balandrán o planos, es decir,
amarillos o a la inglesa —que así
aseguraba tenerlos todos los de la
Pérfida Albión—; de coronel o rígidos,
como obra de tonelero; de mermelada o
bombón, sin más referencia figurativa, y
que parecían aludir a los de mocita en
flor o de cuarto verdor, y, por último,
«los tristes», culos sin sonrisa y de jeta
larga, culos de menopáusicas y beatas
correosas).
Llegamos a la cámara, que estaba
instalada en el dormitorio del Ciego.
Unos paños negros cubrían el armario
de luna con garras de bronce, y en un
rincón, sobre la mesita redonda, estaba
la guitarra en su estuche negro, ya
gastado por el palpo lento y untoso del
que fue su dueño.
El pobre Ciego, gordo, moreno, casi
negro, con manchas verdosas en la nariz
y la papada, verde, de bronce viejo,
parecía casi dormido con las manos
cruzadas sobre el pecho. Lo vistieron
con terno marrón, botas enterizas de
color sangre de toro, sortija de plata y
cadena gruesa del reloj, que brillaba a
la luz de los cirios.
Al entrar la cómica en la cámara,
amainaron los llantos perrunos del
meretricio jubilado, que circundaban el
féretro. Todos dejaron de mirar al
muerto por mirar a la viva frescachona,
cuyas patillas de pelusa negrísima y
rizada le caían hasta más abajo de los
pendientes rojos. La Padilla, sin
inmutarse, se acercó al cadáver, le besó
en la frente y dejó las flores con mucho
amor sobre todo el cuerpo del difunto.
Se hincó luego de rodillas a los pies de
la caja y rezó largamente alzando mucho
sus ojos enormes y oscuros. Persignada
con mucha unción, volvió a su aire
imperativo de mujer con muchas tablas,
y dijo a las viejas que lloraban otra vez:
—Hasen falta más flores.
Se armó una rebatiña de correr sillas
y taconazos. Empezaron a moverse las
coimas como si hubieran recibido la
orden del mismísimo muerto, cuando
mandaba desde la tarimilla de la
orquesta el gran rigodón de su negocio,
y súbitamente empezaron a llegar flores
por todos sitios. Venían las fornicarias
con grandes brazadas de rosas, lirios y
hasta yerbabuena y amapola, que,
imitando los ademanes de la Padilla,
esparcían sobre el cuerpo muerto. La
misma Padilla les ayudaba a colocarlas
con mayor simetría, hasta que quedó la
caja completamente cubierta, sin más
resquicio de muerto que su cara
verdinegra y las puntas rojas de las
botas… Todavía durante un buen rato
siguieron llegando capulinas con flores,
y la Padilla, con ademanes de maître de
escena, ordenó echarlas a los lados de
la caja y al pie de los candelabros.
Luego se sentó en la silla más próxima
al muerto y, clavando la barbilla en el
pecho, quedó presa de una congoja
sombría, casi irracional. Los
«bailaores» y rufos que la acompañaron,
con los sombreros de ala ancha entre las
manos, en posición de en su lugar
descansen y situados en el centro de la
habitación, contemplaban entristecidos
las muestras de dolor de «su figura».
Cuando corrió la noticia de que habían
llegado los curas, se armó un gran
alboroto. Arreciaron los llantos,
empezaron los hombres a salirse a la
calle, y un jayán con pañuelo negro al
cuello, de cuatro empujones nos echó a
la calle a los chicos que andábamos por
allí curioseando.
El coche negro estaba en la puerta
cargado de coronas: «Sus huéspedas que
no lo olvidan», en una corona. En otra:
«El eterno recuerdo de la Rondalla
Cultural Tomellosera». Estaba la calle
tan llena de gente que no hallábamos a
los curas por ningún sitio. Nos abrimos
paso a codazos, y ya casi en la
explanada que servía de parque de
atracciones en las ferias, vimos con
sorpresa que los curas cantaban
tímidamente en la esquina de la calle,
casi a cien metros de la puerta de la
casa. Don Leopoldo, el coadjutor; Paco,
el sacristán, y Becerra, el monaguillo,
latineaban mirando al suelo y casi
vueltos de espaldas hacia la mancebía,
como si enderezasen sus oraciones a
otro muerto que no se veía. Sólo
Becerra, descansando el cirial en tierra
con cierto abandono, echaba reojos
hacia la nefasta calle de las Isabeles, y
casa del muerto Ciego.
Sacaron el ataúd sobrenadando a
hombros de seis lupanarios pálidos.
Uno, con la colilla en la comisura del
labio. Dos, con pañuelo blanco terciado.
Otro, completamente doblado, cual si
llevara encima el universo mundo.
Apenas estuvo el féretro en el coche, los
curas echaron a andar muy delante,
conservando la distancia que se habían
marcado.
Según la costumbre, los hombres,
con su duelo, iban primero. Lo formaban
los músicos de la casa y un hermano del
difunto, que era guardia civil en
Argamasilla. Detrás, las mujeres, y
presidiendo, la Padilla, como una
emperatriz entre velos y pulseras;
adelantando el busto, y el paso bien
marcado con aquellos miembros que
Dios le dio. («No hay prenda como los
muslos», dijo un doliente mirándole el
aldear por aquellas alturas).
Ellos, pálidos y delgados, iban
fumando. Se les veían sombras de
antiquísimas ojeras y las bocas torcidas
de tanto pegarse al vaso. Ellas,
pintarrajeadas de carmín, en grupos,
cogidas del brazo, con vestidos
chillones y los medio velillos mal
colocados. A pesar de que se proponían
ir serias, sobre todo por imitar a la
Padilla, se les escapaban ademanes
disparatados, miradas furtivas, risas mal
sofocadas. A las más viejas, las
lágrimas les hacían surcos sobre los
polvos y el colorete. Era una extraña
multitud un poco circense, nerviosa,
desacompasada, en procesión locaria.
Se comentó mucho en el pueblo la
asistencia al entierro de algunos hijos de
buena familia, grandes visitadores del
barrio. Iban con su canotier y aire de
estar muy por encima de los prejuicios
de la masa.
Las gentes abrían calle a aquel
entierro, cuyos curas marchaban casi a
cien metros del muerto. Las mujeres
decentes que presenciaban el
espectáculo miraban boquiabiertas tanto
puterío junto. Los hombres las
chicoleaban y decían barbaridades
importantes:
—Juana, «aspérame» esta noche.
Ellas se reían, hacían dengues y se
daban codazos. Pero la mayor atracción
para los espectadores era la Padilla, tan
famosa y tan rica, dando solemnidad y
señorío a aquel muerto en entredicho.
De pronto se vio revuelo en el duelo
de mujeres. Algo habían dicho a la
Padilla sus compañeras que le hizo
detenerse, interrumpiendo el cortejo.
Hacía oídos a lo que venían a comentar
unas y otras. Se partió el entierro en dos
partes. Curas, carro fúnebre y hombres
se alejaban, mientras las mujeres se
arremolinaban en torno a la Padilla, que
escuchaba con los ojos muy abiertos y la
boca fruncida. Por fin, con ademán
autoritario, dio la cupletista orden de
continuar, y a buen paso, se soldaron al
resto de la comitiva.
Al llegar a la capilla, que está al
principio del paseo del Cementerio, y
apenas los curas echaron el último
responso y se volvieron en silencio, la
Padilla, con voz de flamenca que
difícilmente sabe salir de su son,
comenzó a cantar aquel tango:
Adiós, muchachos,
compañeros de mi vida,
farra querida
de aquellos tiempos.
Todos volvieron hacia ella la cabeza
con estupor, pero al comprender la
intención, y que iba en serio, primero las
pelandruscas y en seguida los
gamberros, encabezados por los
señoritos del canotier, jubilosísimos,
continuaron el cantar.
Arrancó el coche, y todo el duelo, a
voz en grito, rompiendo cada cual la
estrofa por donde no sabía más, hasta la
misma puerta del Cementerio Católico,
cantaron aquél son que tantas veces
tocase el Ciego para la juerga de turno.
Adiós, muchachos,
ya con ésta me despido
frente al destino
no somos nada.
Ya se acabaron para mí
todas las farras…
Otros blogs que te pueden interesar.
0 comentarios:
Publicar un comentario