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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 29 de octubre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 4ª Capitulo



Bien pasadas las nueve desayunaron juntos en el comedor del hotel. No había más desayunantes que el pescador y el matrimonio de los hijos. El pescador, como de unos sesenta años, con suéter y sombrero de paja, mientras masticaba muy lentamente escuchaba un transistor que, puesto muy bajito, tenía sobre la mesa. —Y a ver qué hacemos nosotras con un día tan largo por delante (Gregoria). —Pues nada. El turismo es para no hacer nada (Plinio). —Dais un paseíco. Habláis con los huéspedes. Os tomáis un cafetillo a media mañana y así hasta la hora de comer (Lotario). —Desde luego que así que sale una de su rutina, se queda con las manos en el aire. —Madre, no está de más quedarse de vez en cuando con las manos en el aire, como usted dice. —Claro, a tu edad, hija mía, eso se dice bien. Siempre tenéis imaginaciones amenas. Pero cuando se es mayor, si no haces algo, sólo te llegan cavilaciones caidonas. —¿Por ejemplo? (Lotario). —Qué sé yo… de mis muertos. De que me tengo que morir… y de tanto sombrajo como hay en la vida. —Eso es verdad. Yo cuando no tengo faena y me quedo, pongo por caso, mirando por el balcón, también me siento caidón y procesionario… ¿Y tú, Manuel? —Creo que ya rebasé esos callejones… La vida es una guerra sin tregua y hay que llevarla como servicio. —Vita hominis super terra milicia est —que decían los antiguos. —¿Milicia? —Sí. Milicia…, obligación, guerra con derrota segura. —Pues si que están ustedes optimistas (Alfonsa). —También hay sus ratos buenos, no exageréis (Gregoria). —Como en la guerra o en la cárcel. Hala, don Lotario, vamos a dar un garbeejo por ahí. —Nosotras iremos al saloncillo ese del hotel. Don Lotario salió con ellas y Plinio quedó con don José, el dueño. En el saloncillo, como le llamaba Alfonsa, estaba la Reina madre, como llamaron en lo sucesivo a doña Margarita, y el matrimonio Riofrío. Estos escuchaban con aire muy cortés y ceremonioso, mientras la Reina madre, con gran voz y ramear de manos, se expresaba como en escena: —Porque mi hija es una verdadera perla marina. Tan limpia, tan suave, tan amorosa. La he criado como se cría un lirio, como a un arcangelito… Me gustaría que la viesen doblar su ropa, coser una sisa, cortar las flores del jardín de nuestra casa, sonreír a los proveedores. Yo, créanme ustedes, cuando nació, tuve la sensación de que echaba al mundo algo sobrenatural, un fruto rodeado de áureo terciopelo. Al ver entrar a las mujeres de Plinio y don Lotario, sin duda alentada por el mayor auditorio, se creció en retórica y actitudes. —Todavía no he conocido hombre que sea digno de mi Margarita. Para conducirla a la felicidad hace falta tal delicadeza, que no se da en estos tiempos de materialismo ateo en que vivimos. Plinio asomó y escuchó las últimas palabras… —¿Vamos, don Lotario? —Coño, qué mujer, cómo me emboba. Cuando habla parece que está cantando Marina. Al fijarse en que Plinio llevaba una caña de pescar, arqueó las cejas: —¿Pero, Manuel tú de pesca? —Para que vea. —Te digo que… Bueno ¿hacia dónde vamos? —Hacia donde quiera. Me es igual. —Me admira tu rigor. —Esta mañana es que se admira usted de todo. —No es para menos. ¿Vamos a Entrelagos? —¿A Entrelagos…? No, allí no habrá nadie a estas horas. Iremos más tarde. Vamos primero hacia arriba. El ruiderío de las aguas vertiéndose unas en otras sonaba a la redonda. Era cantar general y espumeante que alzaba la mañana con delgada alegría. Entre tanta luz y finura de aire, aquel rumor de aguas lejanas se sentía en todos los poros, con intensidad y arrullo de nuevo nacer. Los montes de maleza, los cabezones breñeros y ariscados, la vegetación villana de aquellas piedras, cobraba lírica con tanto ámbito, sol y canturreo. Plinio y don Lotario, en el coche a paso de carreta, respiraban a gusto, con los ojos festivos y asomos de risa sin motivo. —Qué mañana, Manuel. —Vaya, sí. —Anoche recordaba que por estos terrenos fracasamos hace ya muchos años. —Se refiere usted al caso del tiro en la potra. —Equilicuatre. —Coño, y que no hubo manera de aclararlo. —No hay quien me quite de la cabeza que a aquel Zurro, que Zurro se llamaba, no lo mató nadie. Le debió de estallar el cartucho en el bolso del pantalón y le voló toda la anatomía de la bragueta. —Naaa. A ratos es usted muy terco. Le he dicho mil veces, que de ser así habríamos encontrado algún resto de cartucho entre sus miserias muertas. Y no hubo nada de eso. —Y yo te he respondido lo mismo: que la pólvora y los perdigones le llevaron los atributos y la pelambre de la pelvis; y claro está, los restos del cartucho, cartoncillos al fin y al cabo. —Ca… a aquel lo desbraguetó alguien, que no hemos podido averiguar. —Era un pobre hombre sin cuartos ni malquerencias. —Bueno, dejemos eso… Usted con tal de no reconocer un fracaso. —Tuyo… —Gracias, viejo. Pasadas las lagunas Batanas y la Salvadora, llegaron ante la que llaman de la Lengua. No se veía nadie por la carretera ni junto a las aguas. —Pero el primer fracaso que tuve yo por estos terrenos no fue ese. Bueno, la verdad es que no fue mío. Era yo guardia reciente y tenía de jefe el hermano León. Llevamos el caso a medias con la Guardia Civil y no se aclaró el negocio.

Entraban en la San Pedro y vieron que en la orilla más próxima a la carretera había una tienda de campaña muy baja, y junto a ella, dos jóvenes sentados en el suelo comiendo algo. —¿Y qué pasó, Manuel? —Párese usted por aquí. A ver si hay algo de pesca. Don Lotario hizo un gesto de extrañeza, apartó el coche de la carretera y echaron a andar hacia la laguna. Ya junto al agua simuló examinar con mucho cuidado la parte donde podría interesarle echar el anzuelo. Don Lotario lo seguía con ambas manos en los bolsillos del pantalón y el gesto de cabreo que le criaba su situación de testigo ignorante. Plinio hacía muy bien su papel de examinador de riberas. Poco a poco llegaron hasta la altura de los que sentados junto a la tienda tomaban café con galletas. Parecían estudiantes o cosa así. Uno de ellos con barba y el otro muy rubio. —Buenos días tengan ustedes y que aproveche. —¿Si ustedes quieren? —dijo el barbas. —Muchas gracias. ¿Qué, y vienen ustedes de muy lejos? —No, de Madrid —dijo el rubio. —¿A pescar? —No, es que somos estudiantes de geología. —Ah… bueno, pues nada, a divertirse. Anduvieron un poco más y don Lotario dijo de volver al coche. —¿Qué, Manuel, no te interesan? —No. —Pues pronto. —Así que los he oído hablar. —Ah. Oye, lo que ahora buscas ¿es para el caso de las voces… o para el otro que llevas solito? —Para el otro. —Ya… Desde luego, Manuel, que en mi puñetera vida me he sentido más desplazado e inútil. —Paciencia, don Lotario, que todo en esta vida tiene su terminación y reposo. —¿Y cómo tenían que hablar esos chicos para que interesasen? —En chino. —Oye, Manuel, a mí cachondeo no, que ahora mismo me vuelvo a mi clínica. —Don Lotario, por Dios y todos los santos, no sea usted niño y tenga un poco de paciencia. Créame que soy yo el que más sufre con esta situación. De verdad que no puedo decirle nada. Me lo tienen absolutamente prohibido. —¿Es que me consideran indiscreto? —No es eso… Tenga usted confianza en mí. La que tuvo siempre. —Bueno… Bueno. Como tú digas, Manuel. ¿Seguimos? —Sí, pero despacio. —¿Y cuál dices que fue el caso que tuviste aquí con el Jefe León? —El caso que llamábamos el de la yegua… Pero vaya usted despacio que quiero preguntarles a esos una cosa. Se refería a una señora mayor, con los tobillos gordos que caminaba del brazo de un chico alto, rubio, que no pasaría de los veinticinco años.

Don Lotario puso el coche junto a la pareja. La mujer volvió la cabeza con aire de infantil sorpresa. El rubio los miraba muy serio. —Por favor, señores, ¿saben ustedes por dónde se va a la Cueva de Montesinos? —Nosotros no somos de aquí, pero me ha parecido ver una indicación más atrás. —El joven los miraba, ya digo, muy serio. De vez en cuando chupaba un cigarro con aire ritual. —Sí, claro, debe de ser aquel camino que pasamos… —Yo lo sé porque tiene un cartelito. Plinio, sin bajarse del coche se puso un «celta» en la boca: —¿Querría usted darme lumbre, por favor? El chico le aproximó su cigarrillo. —Pero Luis, hijo, dale con el mechero. —Es verdad, sí, perdone. —Es igual… Muchas gracias. Bueno, pues ya seguimos hasta que podamos dar la vuelta. Adiós, gracias. —Estos tampoco hablan en chino — dijo don Lotario con son, cuando arrancaron. —No señor. No hablan en chino. Poco más allá un hombre de aspecto rústico echaba el anzuelo con ademanes muy aspavientosos. —Mira, Manuel, ahí tienes otro pescador. Coge tu caña y arrímate a él a ver si habla en chino. —No; ese es de Alhambra y lo conozco bien. —Entonces no he dicho nada. Pasaron la central eléctrica de Ruipérez. Junto a la casa había árboles y bancos. Y ya bien metidos en la San Pedra o San Pedro vieron el grupo de chalets nuevos. —Coño, lo que han hecho por aquí. Esto no lo había visto. Meta usted el coche y vamos a dar un garbeo a pie. —Mira, muchos están todavía vacíos. Plinio andaba curioseando como el que no va a nada. Don Lotario lo seguía con las manos atrás y una ceja más alta que otra. Poniéndose la mano de visera se asomaron por la ventana a uno de los chalets vacíos. Poco más allá había dos coches, uno con matrícula francesa y el otro de Barcelona. Plinio leyó las patentes. Un Seat bastante viejo enfiló hacia ellos: —¿Qué, pareja, hay crimen a la vista? Plinio guiñó los ojos, como para reconocerlo. El saludador se bajó del coche y vino hacia ellos. Era un maestro de obras de la Ossa. —¿Qué, me compran ustedes un chaletillo? —¿Pero eres tú el constructor? —El mismo que viste y calza. —Tienen muy buena pinta. —Pues venga, anímense. —¿Tienes muchos vendidos? —Bastantes, afortunadamente. —¿Y alquilados? —No, yo no alquilo. —Veo que tienes hasta franceses. —Deben de ser visitantes. ¿Les puedo ser útil en algo? —Sí, que hagas el favor de darme la lista de los propietarios… y un planillo. —Bueno… pero aquí no la tengo. —Me la puedes dejar luego en el hotel. —Vale. ¿Es que pasa algo? —Nada importante —Ah ya sé. Lo de las voces… Siguieron carretera adelante junto a la laguna Tomilla hasta el final de la larga Conceja. Alguna vez se cruzaban con trabajadores en moto. Apenas pasaban coches. —A mí eso de vivir en un chalet en el campo, junto a las lagunas, no me gusta. —No me lo digas. —Me daría mucha tristeza. A ver qué hacía uno. Esto del campo es para gentes raras. —Coño, pues tú toda la vida fuiste campero. —A la fuerza. La naturaleza es muy aburrida. Yo prefiero el personal. ¿Y usted? —Nunca me he parado a pensar. Casi al final de la Conceja había un ganado grande de ovejas al cuido de dos pastores. —Pare usted aquí. Al ver que se acercaban los de la justicia, los pastores miraron con atención. Uno de ellos muy despatarrado y con la barriga salida; el otro con la cayada al hombro. Plinio, después de saludarlos campechano, les ofreció un cigarro. Luego les sacó la conversación de las voces. El despatarrado, después de prender el cigarro con mucha aplicación, dijo: —Nosotros no sabemos nada. Pero de seguro que será algún muerto. Al oírle, el otro empezó a reír. —Ya está con los muertos. No vive más que para ellos. —Anda coño, como todos. Todos vivimos para los muertos. No hay cosa que más ataje. Con la muerte nos levantamos y con ella nos agachamos. Y con la muerte entre las muelas estamos todo el santo del día. —¿Y qué es eso de los muertos que dices? (Plinio). —¿Que qué? Pues que en estos alrededores habitan muchos muertos — dijo serio, esgrimiendo la barriga, que era demasiado gorda para la finura del resto del cuerpo. —Ay qué tío —cortó el de la cayada —, siempre está con la misma castañuela. —Yo sé lo que digo. Conozco lo menos ocho que enterraron y andan por aquí. Ellos no saben que se murieron.

Eso pasa mucho. Por lo visto les gusta este terreno. —¿Y qué hacen? (Lotario). —Lo que to el mundo. Van, vienen, trabajan, hablan, cagan, pero están más muertos que mi abuelo. Y casi todos menos uno, son de mi pueblo, de Villahermosa. —¿Y con quién viven? —Eso nadie lo sabe. Si por un suponer usted ve a uno y lo sigue, sin saber cómo, se le pierde en la primera revuelta, y no vuelve a encontrarle hasta unos días. —¿Y por qué entonces sabes que cagan? (Lotario). —Es un decir. —¿Y si les preguntas hablan? —Claro, lo corriente. —Estás cada día más chalao, Cirilo —dijo el otro molineando la garrota. —Sí, sí, chalao, lo que pasa es que nadie tiene la vista que yo para reconocerlos. Plinio recordó que el camposantero de Tomelloso tenía la misma manía con uno que decía que salía a mear todas las tardes junto a las tapias del cementerio. —¿Y por qué crees que vienen aquí los muertos? —No sé qué le diga. De un tiempo a esta parte acuden muchos, y mayormente los que murieron en la guerra de mala manera. Yo creo que están preparando algo. Mi hermano, que tiene la misma argucia que yo y trabaja en una fábrica de Valladolid, dice que por allí pasa lo mismo. —Pero vosotros no sabéis a quién mataron o dejaron de matar en la guerra; sois muy jóvenes. —Eso no hace. Se les nota. Son gentes con la cara un poco antigua… Y verá usted cuando el país se arreplete de ellos. —¿Y tú crees que esas voces que se oyen por la Colgada son de un muerto? —Seguro, cierto. Algunas mañanas se juntan algunos en corrillo por la Caña la Manga. Y parece que son obreros almorzando, pero ca, son los muertos. —¿Cómo visten? —Como ahora se lleva. No se les nota, ya digo, más que en el aire que yo me sé. El otro pastor parecía ya estar aburrido y le daba patadas a las chinas. —¿Y también hay mujeres muertas? (Lotario). —No, mujeres no se ven. Esas vendrán luego. —Bueno, bueno. Pues a ver si me presentas a alguno que eche la mano. Estamos en el hotel de la Colgada. —Ahí viven varios. —No me digas. —Como lo oye. —Hombre, me gustaría conocerlos. —Pues fíjese usted cuando esté en el comedor en los que no le soplan a la cuchara aunque esté el guiso pelando. —Ay qué tío y cómo está esta mañana —exclamó el otro pastor dando un garrotazo en el suelo. Montaron en el Seat riéndose de los dichos del pastor. —Estas soledades, Manuel, es que afilan mucho la imaginación. —Sí, será eso, sí, pero este ya está para que lo encierren. A la altura de la San Pedra, frente a los chalets nuevos, se cruzaron con el Minimorris de don Circunciso. —Ahí van el enanillo y su perro. El tío tiene un modelo de auto que ni pintao. —Con todo y con eso debe ir sentado sobre almohadas. —¿Y cómo va a llegar entonces con esas piernecillas hasta los pedales? Y poco más o menos donde antes, volvieron a encontrar a la señora y al mozo rubio, sentados sobre unas piedras y mirando muy serios la laguna. —Tire usted al bar de Entrelagos que nos tomemos un cafetillo. Entrelagos es un conjunto de bar, restaurante alto, y playa artificial para la clientela. El bar estaba completamente solo. Plinio pidió dos cafés y por hablar algo le preguntó al mozo si desde allí se oían las voces. —No, que va, jefe. Anoche estuve en el bar del hotel y los vi a ustedes. —¿Y qué se dice por aquí de eso? —Nada cuerdo, mire usted… Gilipicheces más bien. —Coño, nunca había oído decir esa palabra. —Yo, don Lotario, es que gozo mucho inventando palabras. Verá usted, sólo de esa parte sé decir: gilipolleces, gilipicheces, gilivergueces, gilichorreces. —Hombre, así cualquiera. Si a todo le pones el «gili» delante y el «heces» detrás… —Pero también sé hacer inventos más penosos. —¿Por ejemplo? —Gilicoñeces… Gilicarajeces… —Nada, que no sales de ahí. —Es verdad, esta mañana no atino. Pero otros días sí. El domingo, sin ir más largo, me inventé una palabra muy propia. —¿Cuál? —Preñería. —¿Y eso qué es? —Una casa de putas. —Bueno, eso es un decir, porque si las putas se quedasen preñadas, se acababa el oficio en nueve meses. —Y esta otra: escuartao. —Eso le dicen en mi pueblo al que se queda sin blanca. —Es que Tomelloso es muy decidor. Muchas veces que creo inventar algo me lo pisan sus paisanos. Aquí en Ruidera hay menos inventiva para los ajes de la lengua. —¿Qué es eso de los ajes de la lengua? —Hombre, fácil. De lenguaje; ajes de la lengua. Así estaba la sesión académica cuando entró un hombre como de sesenta años, muy señorito, con el pelo largo y blanco y el gesto ácido. —Atiza manco, dijo el barman para ellos, ya está aquí este otra vez.

Sin saludar se sentó en un taburete y dijo al mozo: —Venga. Con manos temblorosas, encendió un cigarrillo rubio. Le sirvió un coñac. Se lo bebió de un trago y repitió: —Venga. —Tenga cuidado, señor. —Venga, he dicho. —¿Usted ha oído las voces que dan por la Colgada una noche sí otra no? — le preguntó el barman como para distraerlo. —¿Cómo no las voy a oír si las doy yo? —¿Ah sí? —Claro. —¿Y por qué? —Porque sí. Venga, sirve. Verás… Y agarrándose con las dos manos a la barra, alzó la cabeza, abrió la boca y dio una voz bastante chillona, pero de poco trémolo. —¿Has visto? Venga, sirve. Le puso el coñac. Y olvidado de todos, se acodó en el mostrador con la cabeza sobre las manos y el cigarrillo entre los dedos, y de vez en vez repetía la voz aquella, pero en tono confidencial y como remedándose a sí mismo. —Como este y el del hotel son los únicos bares abiertos, por aquí desfila todo el personal (Lotario). —Sí… —respondió Plinio con aire dubitativo. Se detuvo un autocar en el aparcadero y empezaron a bajar chicas con pinta de colegialas. Algunas venían mordisqueando un bocadillo. Y una profesora pantalonera, con aire muy deportivo e infantil, correteaba ante ellas. Entraron en tromba, ocuparon casi toda la barra. El solicopero se quedó entre ellas con sus ademanes y monólogo. Plinio y don Lotario tomaron los vasos y se sentaron a una mesa algo arrinconada. —Las debe de traer a aprender cosas del Quijote. —¿A quién? —Coño, Manuel, a quién va a ser, a las chicas. Estás completamente aislado, mentalmente se entiende. —No, hombre, no. —Que digas. Luego entró una pareja de recién casados de Tomelloso. Él, de la familia de los Ignacios; ella, de los Retoca. Iban muy deportivos. Quiero decir con aire desenvuelto, jerseys y pantalones ella… Claro, y él. Como no encontraban sitio en la barra miraron hacia las mesas. Al ver a Plinio y don Lotario, se les aproximaron sonriendo, más bien él. Los de la justicia se pusieron de pie y les echaron la mano para darles la enhorabuena. —¿Qué, por aquí unos días? —Sí, estuvimos en Madrid, pero antes de volver a la faena, como hace tan buen tiempo, hemos pensado echarle una cola aquí al viaje de novios… Mi padre tiene ahí un apartamentillo, sabe usted —explicó Ignacio. —Ea, pues eso está bien. Cuando se apartaron, don Lotario hizo el comento: —Fíjate estos, que aunque ricotes, son viñeros, y ahí los tienes, con auto nuevo y vestidos como los artistas. —Los tiempos, don Lotario, los tiempos. Él la tomó del brazo y la sacó con cierta prisa. Por lo visto decidieron no tomar nada en vista del acopio de chicas que había en la barra. Los vieron arrancar en el coche rojo, que entonces fue cuando don Lotario hizo el comento que dije. Las chicas, en grupos, tomaban refrescantes, daban bocados a su almuerzo, chillaban y algunas saltaban. La maestra parecía la más animada de todas y a cada poco hacía como que se tronchaba de risa. Cuando se disponían a pagar y a seguir la paseata, entró la Gala, la estupenda del hotel. Venía toda de blanco, con pantalones, claro, y suéter blanco. Ah, y un cadenón rodeándole el pecho. Se quedó en la puerta con los puños apoyados en la cadera y mirando por encima de las gafas ahumadas. Pero al ver tanta chica con gesto contrariado volvió a salir. —¿Y esa no hablará chino, Manuel? —… Coño, es verdad. Espérese usted a ver. Y sin añadir palabra, el jefe echó tras ella. Desde luego como está este hombre ahora no lo he visto en la vida — soliloqueó el veterinario. —Oiga, señorita, señorita. —¿Es a mí? —dijo volviéndose con extrañeza. —Sí… que la he visto entrar… Y si quiere usted tomar una copa con nosotros. —Muy amable, pero me gusta la barra y ya ve usted cómo está. —Como quiera. —Gracias, chao. Quedó unos segundos contemplándole el entrecejo del culo y tornó rascándose la nuca. —¿Qué, Manuel, no habla chino? No. —¿Y qué le has dicho? —Que si quería sentarse con nosotros. —Y ha dicho que nones. —Eso. —Se habrá creído que íbamos de ligue. —No sé. Me ha dicho chao. ¿Eso qué significa? —Hasta luego, en italiano. —Pues italiana no es —Eso lo dice ahora todo el mundo. Volvió a entrar el Ignacio, ahora solo y vino hacia ellos decidido. —Este ya ha dejado a la reciente… ¿Qué querrá? (Lotario). —¿Les importa que me siente con ustedes? —No faltaba más, Ignacio (Plinio). El hombre se sentó entre los dos, puso las manos sobre la mesa y se quedó callado, como pensando. —¿Qué, has dejado a la mujer en el apartamento? —Sí… es que quería hablar con ustedes… Particularmente con usted, don Lotario. —Bueno, pues yo les dejo. —No, no faltaba más, Manuel. No me importa que usted lo oiga. Es más, también quiero su consejo. Plinio y don Lotario se miraron por encima de la cabeza de Ignacio. —Pues tú dirás (Lotario). El Ignacio se avisó el pelo, más bien largo y muy lustroso. Es que —meneó la cabeza— lo que me pasa a mí no le pasa a nadie. —No presumas, Ignacio, que todo lo que le pueda pasar a uno ha pasado ya en el mundo milenta veces. —No crea, no crea, Manuel. Se pasó la mano por la boca y distraído bebió del vaso de don Lotario. Este y Plinio volvieron a mirarse. Las chicas del colegio abandonaron el bar. Cuando casi no lo esperaban, empezó a hablar el Ignacio: —Es que fíjense ustés en mi caso, yo que he sío siempre, no es por presumir, muy hombre… que he tenío dureza y pujanza para atravesar un tapial…, que toa la vida mi mayor martirio ha sío que me tenía que abrochar la chaqueta para disimular los empalmes totalmente injustificaos… va a hacer mañana quince días que me casé con la María Retoca, y aunque no lo crean, todavía no he puesto en condiciones… Suspiró el hombre con mucha sonoridad y agachó la cabeza con signo de vencimiento. —Pero hombre… —No, ni hombre ni na, don Lotario… Como un pañuelo tendío mismamente… Pero oigan ustés, haga lo que haga me ponga como me ponga. Me ensoberbizo, sudo, trajino. Siento a la contraria encendía como la hoguera de San Antón… y no hay remate. Mi puñetera pija ni se entera, como si no fuese con ella, como si no fuera ella la que tenía que cumplir el papel más furibundo. Como si de medio cuerpo para abajo fuese otro… No he podido hasta ahora consultar con nadie, y ahora al verlos a ustedes, sobre todo a don Lotario, que tanto entiende de medicina, y a usted Manuel que tanto sabe de to, me he dicho: a estos me confieso a ver si me dan remedio, que si no yo me tiro a una laguna esta misma noche. Y a joderse solo. —Pero hombre, Ignacio, no te pongas así, que eso le ocurre a muchos hombres… —¿Y por qué, don Lotario? —Por los nervios. —Por los nervios… ¿No será, Jefe, que me he quedao impaciente? —Dirás impotente… —Eso. —Quiá, hombre, son los nervios… —Joder con los nervios. Si yo no he sío nunca nervioso. —Que te crees tú eso. Todos tenemos nervios, manifiestos o no. —Y la pobre mía, al principio lo tomó con resignación, y me decía eso de los nervios. Pero en las últimas noches ha empezado a pensar muy malamente. —¿Te ha dicho algo? —No… Pero es lo mismo. Me mira con una lástima como diciendo: «¿con quién me he casao yo, Virgen Santa?».

Cuando le mando «venga, vamos», ella se pone, que obediente es como nadie, pero con cara de decir: «pero dónde vas sin escopeta, Ignaciete…». Anoche, ya, ni lo intenté. Y pensé tirarme a la laguna. En serio. A ver qué pinta un hombre por el mundo sin na que echar en remojo. ¿Dígame usted? Antes muerto, mecagüenlabicha. Y acabó el párrafo apoyando las quijadas entre ambos puños, con los ojos completamente mojados. Esperaron unos segundos a que se le fuese el congojo. Por fin Manuel le puso la mano en el hombro: —Paz, muchacho. Como dice don Lotario eso es muy frecuente en recién casados. Y él te dirá si hay alguna medicina o remedio, pero yo te aconsejo, y que el veterinario me corrija si voy mal, que lo primero que debes hacer es tranquilizarte. Hacer un esfuerzo de voluntad para apartar esa idea de la cabeza. Los hombres deben saber echarle el freno a la cabeza cuando se obstina en pensar en algo malo, y cambiar el rumbo de las rebinaciones. Si tú consigues olvidar eso de aquí a la noche, y llegas al trance con serenidad, todo acabará bien. —Sus palabras me consuelan mucho, Jefe, pero comprenderá usted que en mi estao no sé pensar en otra cosa. Mi cavilar no tiene otro tango… Y cada vez que la veo, me dan ganas de empezar a guantás con ella, por indefensa y minusválida. —Manuel lleva mucha razón en lo que te ha dicho. No pienses en eso. Cuanto más piensas más te impotencias… —Pero, coño, entonces es que es impotencia. —Impotencia transitoria por los nervios… De todas formas —dijo el veterinario sacando del bolsillo de la chaqueta una caja fina de lata, que antes fue de cigarrillos rubios y en la que solía llevar específicos de urgencia—, esta noche, así que cenes, te vas a tomar esta pastilla de Yohimbina y verás como respondes perfectamente. —¿Yohimbina? —preguntó con ella entre los dedos. —Sí… Esto se lo damos a los cerdos para que se exciten y arremetan. —Coño… —Pero tú hasta la noche no pienses en ello. Ni esta noche. Te la tomas, y al ataque. —… Bueno, bueno —dijo con cierto gesto consolado y a la vez que metía la pastilla en un bolsillete de la cartera. Les invito a unas copas. Pidieron los justicias dos aguardientes y el Ignacio un coñac doble. El hombre bebía con los ojos guiñados y cierto gesto de consolación. Apuró el hombre la copa de coñac de un trago y pidió otra. —¿Quieren ustés otras copas? —No, anda, vámonos ya para el hotel, que nos esperan las mujeres. —Muy bien. El mejor rato que he pasado en estas dos semanas. Ustedes me dan confianza. —Venga, te llevamos. ¿Dónde está tu apartamento? —Ahí, cerca del Club. 

El hombre agachó la cabeza y volvió a su melancolía en lugar de bajarse. —¿Qué te pasa ahora? —Que ni pastilla ni na. Que a mí quien me puede volver a la hombría son ustedes, don Lotario. —Anda coño. —Sí, cierto, fijo como la vista. —Venga, hombre, no digas tonterías. —Que sí. Cuando yo digo una cosa… Y yo les voy a pedir un favor, un favor de esos que no se le pide a nadie. Aquel del segundo piso con los visillos blancos, es mi apartamento. Y la ventana de al lado, la estrecha, es la de nuestra alcoba… Si esta noche a eso de las once y media ustés se vinieran, si yo supiera que estaban aquí, aunque fuese dentro del coche, yo estoy seguro que funcionaba… El saberlos cerca me empitonaría más que toas las droguerías del mundo. —Pero hombre, Ignacio… —¿No dicen ustés que es cosa de nervios? Pues ustés me los quitan… Yo les pido, como si estuviera al pie del sepulcro, que me cuiden, que se vengan esta noche, por Dios y la Virgen. Les pago lo que sea, que miles de duros y muchos no me faltan. —… Bueno, venimos y nos estamos ahí toda la noche… pero cómo vamos a saber… —Na de toa la noche. Si al primer envite me empriapo, me asomo a la ventana y les hago señal. Y si no hay altura, me salgo aquí con ustedes a echar un pito y a tomar unos copazos de coñac a ver si con su compañía me consuelo… ¿Van a venir? ¿Me lo prometen? —¿Tú qué dices, Manuel? —Hombre, qué quiere usted que diga. Por mí que no quede. Una obra de caridad es, aunque se trate de semejante parte. —Pues nada, a las once en punto aquí hacemos el puesto. —Son ustés más que mi madre. Me han salvado. Estoy cierto. Ignacio les echó la mano con mucha efusión y se bajó contentísimo. —Desde que tengo potra no he visto otra. —Eso dirá él, Manuel. —Vaya cometido. —Es una obra de caridad, Manuel. —Ya ya… A las once y media en punto aquí. —A un sobrino mío de Córcoles le pasó igual. Los días que anduvo de viaje de novios no pudo alzar el hombre. Pero la primera noche que pasó en el pueblo, se conoce que al recuperar el clima, se volvió a sentir natural. —Pues a lo mejor este, yéndose a Tomelloso, nos había evitado la centinela. —Son los nervios y nosotros lo hemos sugestionado un poco. —Bueno bueno, ya veremos. Con tal de que no haga una tontería. Al pasar hacia el Club, vieron unas fochas desplegadas en guerrilla sobre el verde caramelo de las aguas, rizadas con pliegues suavísimos por el viento leve. A la izquierda, los Villares, monte basto y semicorto, entre los pedruscos color verde antiguo. Pedruscos en perpetuo trance de caer hasta la carretera, barbados de musgo perenne, cada cual encima de su sombra. Junto al hotel había pocos coches. El bar estaba casi vacío. Las mujeres de Plinio, sentadas a una mesa junto al ventanal, leían revistas. Los dueños del hotel hacían números en otra mesa del rincón. —Ya están aquí el par de dos —dijo la Gregoria. —¿Hubo alguna novedad? — preguntó Plinio a don José al pasar junto a él. —Nada nuevo. —No le diga usted a estas nada del Ignacio. —Descuida. Se sentaron junto a ellas. Los huéspedes llegaban. La rubia Gala entró con su conjunto blanco, se sentó en la barra y pidió whisky. El camarero mirlo, mientras le iba sirviendo el hielo, le silbó malicioso, y ella le dio una manotadilla en la mejilla. Apenas comieron llevaron a las mujeres con el coche a dar un paseo y al mismo tiempo a vigilar quién había por la carretera. Merendaron en la aldea y ya a solespones regresaron al hotel, sin encontrar a ninguno que hablara argentino.

Plinio estaba desazonadísimo. Don Circunciso no aparecía por parte alguna. Tomaron el aperitivo entre silencios y aguas solitarias. A Plinio le tornaba la sensación de que a la pura naturaleza telúrica le sobran los hombres. De que para la tierra, el cielo, y máxime las aguas de los mares y lagunas, el inquilinato de los humanos es condena temporal, que esperan concluya para quedarse solos, sin más ires y venires que los del viento, los temperos y las olas que llegan a la playa cansadísimas. La quietud de las aguas laguneras, sin más ola que el leve rizo que les saca el aire o el derramarse unas en otras cuando se preñan sus honduras, transpiran desprecio y ganas de quedarse en paz algún día. El cielo, tan indiferente a las querellas bajas, a los rasguños de cohetes y aviones. La tierra sufriendo sin conmoverse el hurgar de los arados y tractores; las manchas de los pueblos y ciudades, denuncian ansias de vacación. Posiblemente la repulsa que entre sí nos tenemos los humanos, nazca de ese forzado inquilinato, de ese pisar y nadar en un medio que nos es hostil, que nos admitió por no sé qué potentísimo compromiso… que un día caducara. Ese será el del gran festival de la naturaleza. Perderá su reconcomio de avasallada. Y habrá una gran orgía de árboles que crezcan por dónde y cómo quieran. De mares arrullantes o feroces que modelen las marismas a su capricho. De ríos desmadrados que jueguen a inundar caminos, carreteras de asfalto y urbanizaciones horribles… Y los nichos y tumbas sin enjalbegar, hasta los panteones señoritos estilo modernista, caerán al suelo haciéndose polvo y devolviendo a la tierra los huesos innecesariamente conservados… Tal vez, por esa presentida hosquedad de la tierra y sus aguares, situamos a Dios en una longitud infinita, neutralizada de esta enemistad de la naturaleza. Por convicciones adquiridas tendemos a decir que el campo es maravilloso, que lo es la soledad y la paz de la naturaleza, que los pájaros nos arrullan y el agua nos concierta. Mentira. Tras ese espejismo hedonista sentimos la terrible impresión de que la naturaleza nos desprecia, de que espera un día volver a sí misma, a su soledad, a su reinado absoluto, convirtiendo toda la bola de la tierra en una selva tierna, sin más vivos que los irracionales que se someten a ella, incapaces de romper las misteriosas coordenadas de su ley. … Las aguas solitarias de las lagunas, sin el meneo del mar ni el correr de los ríos, tan impasibles y brillantes, acentúan más este desprecio hacia la zoología rarísima de los hombres. Cuando salieron del comedor a tomar el café vieron a don Circunciso sentado con el perro al lado. Tomaba unos bocadillos con whisky, y «Vida» sus tacos de jamón, como siempre. Ni una sola vez miró a Plinio y a los suyos. A las mujeres del guardia les dio por reír durante toda la comida. Se habían equivocado de cuarto y sorprendieron a la rubia Gala completamente desnuda de espaldas, y con el florón en pompa, como ellas decían, haciendo gimnasia. Parece que la chica al ver que las interruptoras eran mujeres, ni se inmutó. Continuó tocándose los pies con las puntas de las manos y se limitó a decir: «déjenme hacer mis necesidades, por favor». «No te joroba decir que estaba haciendo sus necesidades». «Es que ahora a todo le llaman necesidades». Y apenas habían cesado de comentar el hecho, la rubia apareció en el bar y se sentó en la barra a tomar su café con copa. Tan tranquila. Sobre la banqueta, un poco incorporada, se le dibujaba muy bien el culo bajo los pantalones blancos. Los cuatro se quedaron encanados en aquel monumento tan bien cortado. Plinio lamentó no haber sido él quien se equivocase de puerta. Don Lotario, menos natural y por tanto propicio a lo grotesco, pensó si hubiera sido don Circunciso el equivocado. Y se lo imaginaba así, desde su estatura mirando aquel enfoque cular tan blanco y recortado. ¿Qué hubiera hecho don Circunciso ante aquella presa? Y veía a la Gala saltándose la cama y la silla, huyendo del liliputiense que la perseguía chillando como un gorrión, con lo ojos desencajados, echando vapor por las narices y ofreciéndole su minúscula hombría. La hija de Manuel pensaba que su tras era más liso que el de la Gala, menos sexípero menos aglutinante de los ojos y lascivia. Era el suyo un culo de estrecha, de mucho reclinatorio. Culo alíneo que nunca arrancó piropos de retaguardia. Su cara dulce, sí. Y hasta el suave formato y arranque de su pecho. Pero las piernas le quedaban demasiado derechas, y el nido donde ellas nacían, muy parejo a la espalda. ¿Cómo serán los hombres así? No cabe duda que el culo, que no vale pa «na» es gran aliguí de las mujeres para engalgar tíos. Y eso que ahora con los pantalones se estilan más bien los culos «escurríos», pero siempre con su poquito de peralte, de gracia salidera. Ya cerca de las cinco, el bar se quedó solo y las mujeres pidieron a don Lotario que las llevase a dar un paseíllo por la aldea. Poco había que ver, pero el caso era variar. Don Circunciso arreglaba no sé qué de su coche y Plinio y don Lotario las llevaron donde decían. Luego se dedicaron a sus correrías particulares. Quedaron en recogerlas en la puerta de la iglesia a eso de las ocho. Tiraron hacia la Ossa a paso corto de coche, y don Lotario volvió a atacar al Jefe: —¿Y cuál dices, Manuel, que fue aquel caso de la yegua que os quedó por aclarar en estos terrenos cuando estabas a las órdenes del Jefe León? —Sí hombre… A una moza que vivía en un casutín, en la otra parte de Ruidera, cerca de la carretera, la encontraron en el corral con la cabeza deshecha. La versión de su hermana, con la que vivía, fue que la había coceado una yegua tuerta que tenían. No hubo manera fácil de demostrar otra cosa. Pero a mí me olió a excusa. Yo estuve guiscándole a la yegua y me pareció la más pacífica del mundo. —Según lo que le hicieran, Manuel. —¿Pero qué le podía hacer la moza a una yegua? —Ah, no sé. Los animales, como las personas, pueden tener reflejos muy raros. Pero a lo que vamos, ¿tú qué pensaste? —Yo pensé, nada más que por ciertas miradillas y reservas, que la mató su propia hermana, tal vez porque la sorprendió dándose el verde con su marido. —¿Viven por aquí todavía? —No. El marido desapareció en la guerra… que esa es otra. No se supo que lo mataran. Lo cierto es que no volvió. Y ella se marchó no sé dónde. Pero ya le digo, la cara es el espejo del alma, y un policía que no entiende de caras no tiene na que hacer. Yo se lo sugerí al hermano León, pero era un mocete principiante y no me hizo caso. Pero a mí me quedó otra para toda la vida. —¿Y tú interrogaste al vecindario? —Algo, pero no dieron señal… Ya sabe usted que las gorrinerías entre familiares, la mayoría de las veces quedan entre cortinas… Lo cierto es que la hermana ponía una jeta muy mala y el marido aire de miedo. Pa mí que ella, la casada, o tenía una ventanilla al cierzo o estaba encoñá con el hombre.

Por la carretera de la Ossa no se veía un alma. Muy despacio, muy despacio, miraban a todos lados en busca de algo llamativo. Desde lejos vieron cruzar un ganado muy grande. Hasta ellos llegaban los balidos y las voces de los pastores que encarrilaban a las ovejas. Como a un kilómetro más allá, encontraron junto a la cuneta un borrico en el suelo y un muchacho al lado. Cuando llegaron a su altura pararon el coche. El chico lloraba y le daba patadillas en el lomo al animal. «Anda, borrico», «Anda y ponte de pie» —le decía sonllorando. —¿Qué te pasa, jaro? —Que de pronto se me ha caído el borrico, hermanos. Don Lotario miró y puso mal gesto. El animal, con la boca entreabierta y los ojos a medias, respiraba con mucha dificultad y echaba espuma. —¿Dónde vives, hermoso? —Ahí un poco más abajo, por ese camino. —Pues anda y avísale a tu padre que aquí aguardamos nosotros. El chico cruzó la carretera con paso lerdo y restregándose las lágrimas. Este la espicha antes que vuelvan. El pobre es más viejo que San Antón. Fíjate los dientes que tiene ya. Son del año de Cánovas. Sentados en la cuneta viendo expirar al burro, se fumaron un «caldo» en espera de los amos. El crepúsculo que empezó con tintes rosas, enrojecía ahora aquellos cerros con garnachas brillantes. —Me acuerdo yo de la hermana Antoñona, que tenía un borriquillo casi lanudo que lo quería mucho. Se le murió así poco más o menos. Y la pobre, que vivía sin más consuelo que el asno, siempre que me veía, pero durante muchos años, no creas, me decía: «esta noche he vuelto a soñar con mi “Antoñete”». Porque le llamaba así como un hijo que tuvo. Y cuando murió bastantes años después, en la agonía decía que seguía viendo al «Antoñete». Las dolientes creían que la pobre se acordaba del hijo. Y a lo mejor fue así, pero yo me inclinaba más a que veía al rucio dándole coces suavonas a las nubes. De pronto se oyó un quejido raro, medio relincho. El burro dobló la cabeza sobre el asfalto y se quedó con el ojo visible abierto. —Ya la entregó. —Fíjese usted, se le ha puesto el gesto dulce. Pocos minutos después aparecieron muy sofocados el chico y su padre. Por cierto que este llevaba barbas de dos meses y blusa negra. Sin saludar siquiera se inclinaron sobre el asno. El barbas empezó a echar maldiciones, a la vez que le daba manotadas al animal en la cabeza, y el niño lloraba con los puños en los ojos, pero sin dejar de mirar. —¿Cuántos años tenía? —le preguntó don Lotario. —Vaya usté a saber —le respondió el hombre con cara de más enfado. Cuando volvieron al coche dijo Plinio: —Vaya barbas que tiene el gachó. —Todavía por estos lugares apartados se ven gentes que, en señal de luto, no se afeitan la barba durante dos meses después de morir la mujer. —Coño, yo creí que eso ya era historia. Conforme se hundía el sol, los árboles esparcidos echaban sombras larguísimas sobre la tierra sanguina. En un bar que está a la salida de la Ossa se tomaron unos tintos, pero no encontraron mayormente nada de particular. Al volver vieron unas nubes encimica del último pelo del sol. —Al fin la puesta del sol ha sido con rebole… ¿Pero de que te ríes? —De lo que contaba mi mujer y mi hija del culo de la Gala. —Qué tía, esa debe de descipotar al contrario. —Se queda con la herramienta para siempre. El burro muerto estaba solo junto a la cuneta, con los reflejos rojos del poniente en la barriga. Recogieron a las mujeres en la puerta de la iglesia. Habían comprado chufas en remojo y se las ofrecieron riéndose solas. —Pero coño, ¿os seguís riendo de la gimnasia de la Gala? —No, padre. Es de unos ramos que hemos visto por ahí pintaos. —Ah, ya me fijé la otra mañana.

Apenas cenaron, las mujeres dijeron que iban a acostarse. Así que no hubo que echarles mentiras para justificar su centinela ante la ventana del apartamento del Ignacio. —Le juro a usted, don Lotario, que en mi vida he hecho un papelón como el que ahora nos espera… Y esto me pasa a mí porque no sé decir que no a nada. —La gente es así y hay que tomarla como es. Si tuviéramos una obligación rabiosa, no íbamos a dedicar el tiempo a estas picholerías, pero al estar vacantes, hay que verlo todo Manuel. La vida es una comedia de la que no te puedes salir a fumar antes del entreacto. —No si… Pero esto no es de hombres serios, y además guardias. —Precisamente el dar consuelo, aunque sea tan chusco como este, es de hombres serios. De tontos es despreciar lo que les rodea y creer que sólo tiene importancia lo que está escrito… Los tontos, Manuel, sólo hacen lo que se dice que hay que hacer. Nosotros, los listos, debemos hacer de todo, aunque no esté bien visto, siempre que beneficie a alguien o nos dé solaz. —Viva la modestia. Ya cerca de los apartamentos se les cruzó un conejo. —Lo que no he podido comprender nunca Manuel, es por qué le llaman conejo a lo de las mujeres. Si no se parece nada. —Hombre, a lo mejor en algún caso especial. —Quiá, es que las comparaciones que más gustan son las que menos se parecen. Lo mismo que lo de llamarle galápago. Tampoco es semeje. Lo de pitorra, ves tú, sí. —Pues está usted bueno. —¿Dónde paramos? —Ahora estamos enfrente, de modo que hágase usted a un lado de la carretera. —Aquí mismo. —Ea, pues a esperar a ver si Ignacio se le entecia… Te digo que. —Ya son las once en punto. Mira, acaban de encender la luz. Verás que presto se asoma a ver si cumplimos… No te digo. En efecto, se abrió la ventana y el Ignacio adelantó la cabeza, hizo un breve saludo y se metió rápido. —La que te espera macho, como las pastillas no rijan. —Siendo normal como este… parece, rigen, porque a los gorrinos más cansinos, la Yohimbina los pone a cien. Todavía no había salido la luna y todo estaba oscuro, menos la ventana de algún apartamento. Las lagunas y montes ladereños, negro total. —Y la pobre, que ya no se fía un pelo, lo estará mirando con esa cara de desesperanza que nos contó esta tarde. —Y que debe ser triste, Manuel, el ver que el macho que te has echao para toda la vida se te encara con el finistripa lacio. —Y máxime que las mujeres solteras e inocentes creen que los hombres somos el no va más. Que todo el santo día estamos con ganas de abrir latas. —Es verdad. Las han educao como si los hombres fuésemos los ponedores de la creación, cuando de verdad de verdad son ellas más calurosas. Nosotros somos temporeros. Lo que da de sí el nervio. Pero ellas, como no tienen más que ponerse, particularmente así que han parido unas cuantas veces, siempre tienen el hornillo cálido. —Usted sabe de eso más que yo, pero las hembras animales tienen su tiempo de celo, que es como debe ser, y el resto a pastar. —Y a las mujeres en su origen les ocurriría lo mismo, pero la imaginación perturbó los compases de la naturaleza. El ser humano con la imaginación lo varía todo. —Y no digamos el Ignacio. —Muy bien dicho. ¿Estará ya aferruchando? —Aferruchando seguro, pero no sabemos si con la herramienta o solo con la intención. —Si falla le pego seis copazos de coñac y le doy otra pastilla. —Yo con seis copas de coñac me tengo que ir a dormir, pero solo. —Bueno, quien dice seis dice dos. —Eso es otra cosa… No crea usted, que como le salga bien el salto y se duerma… Nos da la noche. —Qué va. Ese si descarga se pone tan contento que no duerme en tres días. Menuda perdigonera debe de tener retenía, con veinticinco años y quince días la presa cerrá. —Y el caso es que la Retoca tiene buen ver. —Y mejor comer. Pues ya ves tú las cosas, a lo mejor le ponen delante una medio averiá y le canta el pájaro. Pero a veces, el desear mucho a una, ahoga el príapo. —Mucho tarda, para ser el primero. —Manuel, hombre, si llevamos quince minutos escasos. —En ese tiempo, a los veinticinco años, tiene uno tiempo de desvirgar una granja. —Ah, ya ha encendido la luz… A ver si se asoma. Esperaron los dos con los ojos fijos en la ventana. Pero abrieron la puerta. Era Ignacio, con la chaqueta del pijama, pantalones del traje, y en zapatillas. —Anda, leche. ¿Pero qué trae en la mano? —Una botella. —¡Salud, maestros! —gritó— háganme un laíco aquí en el auto que vengo aprecio. —¿Qué tal, qué tal, Ignacio? —¡Fenómenooooo! Venga, beban un trago a la salud de mi porra. ¡Fenómenoooo! —Cuenta, cuenta. —Pero, hombre, don Lotario, va usted a hacerle contar pormenores. —Si no importa. Si soy más feliz que Dios, y gracias a ustedes. Esto no lo pago yo en la vida. —Venga cuenta. —Una copita por el nacimiento del pulgar del Ignacio.

Bebieron el coñac de un trago solo. —Pues verán ustedes… ¿Otra copita…? La pobre cuando le dije de hacerlo, se empezó a desnudar muy tristona, como quien entra en velatorio… Y yo callao, porque mayormente desde que se quitó la bata, noté la presencia como un ramalazo. «Venga, ponte». Y ella, ya digo, con aire aburrido, empezó a quitarse las horquillas, sentada en la cama… «¡He dicho que te pongas!». Y alzó la cabeza mirándome con muchísima tristeza… Pero yo, cuando tuve sus ojos bien enfrentaos, le dije: «¡Mira! ¡mira aquí!, esposa del corazón». Oigan ustés, y na más verlo, se le encendió la cara como arco de feria y sin quitarse más horquillas ni na… (a lo mejor pensaba que aquello se podía deshinchar como un globo) se plantó en el colchón con un muslo mirando a Ciudad Real y el otro a Albacete… y allí fue ella, señores. Allí fue ella. Una avenía, lo que se dice una avenía del Guadiana. La pobre se quedó un poquito vencía y con la cara de gusto así apoyá en la almohada… Yo, como soy agradecido de verdad, creí que ella debía serlo también y bajar aquí a tomar una copa con ustedes. Pero como se ha quedao así de acuná y con ese gesto tan grato, he preferío que repose y alternar yo solo con ustedes. —Has hecho bien, porque a las mujeres el pudor… —Déjese usted de pudor, si esto es la gloria… Atiza, otra vez. —¿Cómo otra vez? —Sí, don Lotario, otra vez que la siento viva. —Pues Ignacio, alivia al catre y a ver si recuperas. —¡Ay qué gusto! ¡Ay qué gusto! Santos, ustés son unos santos, na más que estar con ustés soy otro. —Pues ¡hala!, aprovecha y ya sabes donde estamos. Y tomando las copas y la botella, salió rápido hacia el apartamento. —No ves Manuel, qué bien ha salido todo. —Y si no venimos también había salido. —O no. —Así ha sido mejor. —Desde luego, don Lotario, es usted más humano que San Martín.

Cuando Manuel entró en su habitación halló otro papel: «Le ruego que a la hora que llegue pase a mi habitación. Ya sabe, llame tres veces». Se rascó la sien, entreabrió la puerta por ver si venía alguien, y bajó hasta la número treinta y cinco. Dio los tres golpes de rigor y oyó la vocecilla: —Pase. Don Circunciso estaba igual que la noche anterior. Metido en la cama y leyendo con las gafas puestas. Junto a él, el perro sobre la alfombra. —Siéntese —le dijo señalando una descalzadora. El enanillo, con el aire interesante de siempre, cerró el libro, dejando guía, se quitó las gafas y quedó mirando al guardia con mucha gravedad. —¿Qué me cuenta usted, Manuel? —Poca cosa. —¿No averiguó nada de las voces misteriosas? —le preguntó de pronto con cierto son. —No. Y luego con aire severo: —¿Vio u oyó a algunos argentinos? —No. Anduvimos todo el día dando vueltas por ahí y nada… Claro, que no es fácil sin poder preguntar. —Comprendo. Tal vez haya que cambiar de táctica, aunque es muy arriesgado. —Usted sabrá. Yo aquí soy un mandao. —Cosa que no le gusta. —Más bien no… ¿Y usted ha avanzado algo? Don Circunciso no respondió. Plegó los labios y quedó mirando al cobertor. Plinio clavó los ojos en los zapatillos del enanillo con ternura. Allí estaban muy bien colocados, debajo de la cama, por el niño ordenado y obediente. Medio cubiertos por los flecos de la colcha. Así estaban las cosas cuando se oyó que algo rozaba la puerta. Don Circunciso miró con astucia. Plinio también volvió la cabeza. Un sobre azul estaba junto a la puerta. El pequeñito se destapó rápido y saltó descalzo, en pantaloncitos. Parecía un niño, el de los zapatos, que había envejecido en la cuna. Tomó el sobre y antes de abrirlo volvió a la cama. Se caló las gafas y leyó rápido. Luego quedó mirando al vacío, sobre la cabeza de Plinio. —… Hay en el hotel un colaborador mío. ¿Comprende? —explicó como obligado. —Ya. —Y ha tenido más suerte que usted y que yo. Ha visto argentinos. Son dos, con barbas, de unos cincuenta y cuarenta años respectivamente. Los encontró en un Seat 1500, matrícula de Madrid, cerca de la Cueva de Montesinos. Mañana por la mañana, con las señoras que le acompañan, su esposa e hija según tengo entendido, deberían hacer una excursión a esa Cueva y alrededores. Yo también iré por mi cuenta. —Bueno… Ya veré si voy con las mujeres o no. —Yo lo decía para disimular. —Usted perdone, pero a mí no hay quien me quite la idea, que tal como usted lo pone, con una docena de policías se daba una batida por estos parajes, y en un par de horas todo quedaba arreglado. —Bueno, bueno, ya conozco esa teoría. Y es nefasta. —Usted sabe más que yo. —Desde luego. —Bien, pues si usted no manda otra cosa me voy a descansar un rato. —Si cuando vuelva de la excursión tiene algo que decirme, ya sabe, acaricia al perro. —Si los veo. —Nos verá. —Hasta mañana. —Hasta mañana.



miércoles, 25 de octubre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 3ª Capitulo



Plinio, como nacido en pueblo labrador, nunca se atrevió a confesar que el campo le deprimía si permanecía en él unas cuantas horas. Un rato con los amigos, a base de pito y gota, bueno está. Y no digamos con comilona por medio. Pero más allá de esos márgenes turísticos, le producía anulación. Cuando de chico vivía entre viñas, ya notaba este aterramiento y soledad. Lo suyo era la compañía de los hombres y de las cosas. Nada de soledades por sanas que fuesen. Lo suyo eran las gentes en derredor, los cigarros, la tertulia de parla o suspirante. Las cocinas, las calles, su despacho, y sobre todo la plaza. La plaza con sus ires y volveres, en tantas direcciones. Las faldas meneantes. Los tíos pantaloneando con la cabeza baja y pensando en sus cosas. Los chicos que salen de la escuela y mojan una esquina. Las campanas —hierro verde— tan altas y olvidadas. Las puertas entreabiertas con mujeres que hablan echando la voz de acera a acera. Los coches, los carros y tractores. Los bautizos colectivos y los muertos uno a uno. Los balcones con visillos corridos. Las ventanas de noche con una luz tras las persianas. Los bares llenos de voces de hombres con bigotes de cerveza. Los corrales con perros aburridos y gallos que fornican aleteando bajo la gavillera. Los portales oscuros con sus viejos inválidos que babean. Los taquilleros y chineros, cuyos vidrios reflejan la bombilla pajiza. Las vigas de aire con cuerdas de uvas y melones. Las camisas y sostenes colgados en el alambre del corral. El cementerio sembrado de paisanas silenciadas para siempre. La academia de la banda de música con soliloquios de clarinete y bombardino. Los comerciantes con los ojos siempre hincados en el mostrador. Las posadas con sus huéspedes vestidos de pana que comen pan y chorizo junto a la bota. El guardia de puertas que en la noche solitaria ensaya su oratoria de bostezos.

La tienda de los diarios donde todos extienden la mano para coger su periódico deportivo. Los bares con tocadiscos, eructando humos por la puerta. Los culos de las mujeres trajinando en los andares. Los gestos senatorios de los viejos que hablan bajo los soportales. Y los regadores echando la curva de su agua sobre el cemento de las aceras… Eso era lo suyo. Pero el campo, tan callado, tan sin cosas que digan y se muevan, tan sordo, tan solar… Lo de las lagunas, así al principio, es una amenidad. Pero al cabo de un tiempo, aquella indiferencia de las aguas y refrior para los ojos; aquel no decir y estar allí porque sí durante miles de años, sin más explicación, ni resolverse en nada; aquel líquido muertear a flor de tierra, le ponían los ojos tristes y sentía que los pulsos se le iban por la carretera. En esto pensaba mientras andaban los cuatro sin ir a ninguna parte, como echados de su casa. La conversación se iba en monosílabos y desganas. De vez en cuando un coche avivaba aquello. Era natural que por allí se oyesen voces desesperadas, voces solas de algún sensible, que con la noche encima y apretado por el miedo, antes de llegar a su casa se le quedase su natura con un borbotón de voz. Como las mujeres iban delante, le dio por fijarse en su hija. Marchaba apoyada en el brazo de la madre, diciéndole cosillas, riendo a veces y moviendo con ritmo sus piernas firmísimas. Qué raro es eso de tener un hijo. Que a causa de un refriegue de dos cuerpos durante un ratillo de la noche, le saliese a la madre entre las ingles un cuerpecillo recién hecho y calentuzo, saquillo de tantas potencias de los padres, abuelos, pentabuelos y centeabuelos, era cosa muy rara. Ahí la tenían, tan ajena y tan de uno; tan de sí y tan nuestra; pero también tan de otros.

Con su cámara solitaria de pensares, su saber que se tienen que morir, su afán secreto de tener más vivos. Qué cosa más rara es un hijo, con su pelo, suyo; con sus ojos, suyos; con su culo, suyísimo, y sus ideas particulares sobre los mismos padres que la compusieron en un vaivén de vientres el rato de una noche. Ahí la tienes, algo salido de nosotros que no es nosotros. Como una torta hecha a ciegas, con sus pies que no paran y la boca dale que dale. Algunas veces, al mirarle los ojos, creía ver el fondo de todos los miles de ojos que le antecedieron por su rama de padre y se tragó el ejido municipal y católico. Y cuando algunas noches al irse a acostar la acariciaba en la tiniebla, sentía como si metiera las manos en el gran lagar de su raza y palpase los primeros caldos… Y le daba por pensar, que «aquella», hasta hacía poco no fue nada. Acaso idea, aspiración oscurísima, sin palabra ni forma. Y ahora, fíjate, con sus tetas turgentes, la grupa cadenciosa y aquella voz, que en fino, se parecía a la suya. La voz… ¿Cómo su voz llegó a ella? A lo mejor venía de los primates y volaba por el aire, para que los nacidos de su tronco se la encañutasen en el pecho para hablar con ella hasta el ronquido final. Era preciso que la Alfonsa se casase y transmitiese a otros la misma voz y las mismas lágrimas para seguir regando la tierra con el llanto de los ancestrales, que no cortó la muerte de ninguno… La misma risa para seguir riéndose con igual son y apertura de dientes de la puta y rarísima comedia que es la vida… (Que, digan lo que digan, no entiende absolutamente nadie, desde que se cuajó el primer terrón del globo hasta el día que se descuartice hecho un braserío sobre el airón sin fin que nos contiene…). Qué raro es un hijo, mecagüendiez. Que tenga tanto de nosotros y de nuestros mayores, sin ser nosotros ni nuestros mayores… Iba un viejo al casino que le llamaban Vitrubio, y siempre decía que en lo que más se parecen los hijos a los padres es en el ademán que hacen al dejar la vida. ¿Pero qué ademán hacen, el del padre o el de la madre? —El de los dos, leche. Pero por orden, según sean macho o hembra. Las mujeres al levantar las manos y abrir la boca en la última ausión, remedan al padre. Y al cerrar la boca y bajar los brazos en la segunda parte de la ausión, igualico que la madre… Y si de hombre se trata, al retroceso (que quería decir, según Vitrubio, a la inversa). ¿Y cuando se mueren sin hacer ausión y sólo doblan el cuello como un canario? Entonces, eso no falla, les temblequean las rodillas, y el temblor de cada una responde a un ejecutor. (Que en lenguaje de Vitrubio quería decir a un autor).

Durante la cena, entre palabras y bocado, Plinio observaba a los huéspedes que masticaban en el comedor. Casi todos parecían gentes desplazadas en busca de algo poco frecuentado. No eran turistas de serie, ni vecinos de los pueblos próximos. Eran fueras de ruta, con la hiel a cuestas y sin muchas ganas de compaña. No eran viajeros forzosos, como los que paran en los hoteles de las ciudades, sino descaminados, filtrajos de la sociedad, que buscaban algo indecible. Ruidera no es propiamente paso para ningún sitio. Es lugar de ir y quedarse para mirar o soñar despropósitos. Es varadero de ojos flotantes, cañas de pescar o romances ocultísimos. Por aquí antes no venía nadie. En los finales del siglo XIX y primer tercio del XX todas las arboledas que rodeaban las quince lagunas cayeron bajo las hachas de los carboneros. Al igual que se taló el monte bajo de toda La Mancha para plantar viñedos y cereales. El carbón fue, con la pesca y la caza, el único medio de subsistir por aquellos pagos de «manos muertas». Y después de la desamortización de Mendizábal, fue de propietarios particulares que no tenían gran cosa que explotar. Luego, con la afición a viajar, al turismo, aquello se despabiló un poco y acoge a gentes que van a ver, a pasar temporadas. En verano y Semana Santa hay mucha concurrencia pero en primavera, otoño y no digamos en invierno cunden poco los viajeros, que suelen ser muy ocasionales.

Doña Margarita Reina y su hija Margarita González Reina, vistas desde lejos, parecían imágenes de una secuencia de cine mudo. La madre, con aire muy señor, pelo blanco y vestido clarísimo. La hija, ya con ramalazos de canas, nariz muy aquilina, pantalones listados y culo propincuo, se expresaba con mimos muy afectados, alzando los ojos al cielo raso, y moviendo los brazos con ademanes de comedia antigua. La madre parecía la maestra de aquella retórica, aunque más recortada y contundente, menos lírica. A veces se acariciaban los brazos, se miraban con ojos de ternura y hablaban vaciándose mucho las palabras en las orejas. O se concentraban en místicos silencios y miradas al aire, como si no existiese la otra. Ambas siempre se sentían en escena, midiendo la gesticulación y decir de los ojos. Bastante cerca tenían a los hermanos Riofrío. A cualquiera le parecerían matrimonio. Muy bien vestidos; él con corbata y ella con joyas; ambos con gafas y por los setenta. No dejaban de hablarse en tono muy quedo, juntando las cabezas, aunque siempre con los ojos bajos. La mujer de Plinio, muy animada, contaba a don Lotario, con gracejo, historias antiguas de sus parientes. Especialmente de su primo el que se casó con una mora. Tanto don Lotario como la Alfonsa celebraban mucho los acuerdos de la Gregoria, que al verse reída, se crecía en sus dichos. Plinio, aunque había oído aquellas historias con mucha repetición, sonreía de vez en cuando. Le contentaba que su mujer se atemperase un poco. Pasaron al bar a tomar café. Ya había mucha parroquia en mesas y barra. Los vecinos de los apartamentos, de las fábricas de la luz; los venidos de Tomelloso, Argamasilla, la aldea de Ruidera y algunos de Manzanares, se habían concentrado allí entre divertidos y suspensos para «sentir» las voces. Entre los coches aparcados, se veía a don Circunciso paseando a su «Vida», muy bien abrigadito el lomo con mantilla de cuadros. —Las once y sin acostarse don Circunciso —dijo Honorio que ya estaba allí bien despatarrado y las manos sobre las tablas de los muslos. —Es que el perro tiene algo de estreñimiento —dijo el mozo mirlo de la barra, con aire muy humano. —Pero leche, no te pongas tan doliente, que cada vez que habláis de don Circunciso lo hacéis como si se tratase del propio Papa. —Es todo un caballero —aclaró don José que ayudaba a los de la barra. —Todo lo caballero que usted quiera, pero pasearse con el relente que hay porque el perro está estreñido, no deja de ser chusco. Los de la barra callaron y bajaron los ojos. —Dichoso don Circunciso. Ni que fuera el único huésped de este hotel.

Doña Margarita Reina y su hija Margarita González Reina, sentadas en un rincón, agradecidas por la oración de Honorio contra el liliputiense, lo cortaron con aire de reto. —Lleva usted razón, Honorio, es demasiada pleitesía. En este hotel parece que las personas de estatura normal no contamos nada. —Eso está muy bien traído. Y no digamos los altos como yo. Aquí no hay como ser enanos y nada más. Vaya una leche. Este último dicho convocó una carcajada muy general. Los hermanos Riofrío, sentados muy juntitos, tomaban sendas manzanillas con aire tímido. Plinio, don Lotario y las dos mujeres, en una mesa muy pegada a la barra, eran muy mirados y comentados por la parroquia. Llegó un coche de Argamasilla con jóvenes muy alegrados. Uno disfrazado de bruja; capirote alto, capa vieja y una escoba. Otro con un magnetófono grande. —Anda, este ha tenido la misma idea que yo —dijo Blas, enseñando el suyo de cassettes. Acabado el café, como quedaba tiempo hasta medianoche, Plinio se puso nervioso: —Don Lotario, ¿le parece que demos una vuelta? —Como quieras, Manuel. —No te digo, ya van estos a enredar —dijo la Gregoria a su hija. Salieron sin responder y entre el mirar de la gente. Don Circunciso, sentado en una piedra, entre la tiniebla, acariciaba el lomo de su «Vida» como dándole animaciones para deponer. Al pasar los justicias, se hizo el distraído. Caminaban despacio, pegados a la laguna. Había muy poca luna y a cada paso velada por telarañas de nubes. Entre la tiniebla, sólo se oían los roidos de las escorrentías próximas. Aquella primavera las aguas estaban muy sobronas y sacaban una música entre medrosa y burlera. Cuando la luna asomaba del todo entre las nubes enredadas, sobre las aguas-sombras rompía la claridad, copiando el cielo entre los juncos. Y los árboles delgados, de vivero, se miraban como fila de lanzas. Ya apartados del hotel, el paisaje con luna se hacía tétrico. De vez en cuando pájaros nocturnos volaban sobre las aguas, y sus aletazos sonaban a palmas huecas. —Desde luego, Manuel, aquí de noche es para que dé miedo cualquier cosa. —Ya. —No una voz; todo cobra mucha elocuencia. —Yo supongo que esto de las voces debe de ser una chuminá. —A lo mejor. Ojalá. —¿Es que tiene usted miedo, don Lotario? —Un poquillo de respeto más bien. A mí las noches no me gustan más que en el casino o en un teatro. A veces, canto de cigarras. Cantos seguidos, sin cortocircuitos.

Plinio se paró a mirar con fijeza el centro de la laguna. —¿Qué ves, Manuel? —Me pareció que algo cayó al agua… A lo mejor es que rasó un pájaro. Dicen que estos lagos de origen tectónico, con emisarios subterráneos y superficiales (los que sonaban con canto burlón aquella noche), proceden de la Edad Cuaternaria. Desde entonces, cuántos millones de noches negras y solas; noches con el cielo copiado en sus aguas. Cuántos millones de millones de pájaros batiendo las alas con palmadas tétricas… Y posiblemente, miles de voces solas, desgarradas. Parece que en tiempos de los romanos hubo mucho movimiento por estos contornos. Se hablaba de poblaciones, de calzadas y caminos que cruzaban esta región Oretana… Y quizá riquezas que no se recuerdan. Después, durante siglos, montes solitarios sin visita, poco a poco desmochados, batanes, y aislados episodios bélicos. Tierra de pescadores, leñadores y furtivos. Sin más visita señera que la posible de Cervantes, de algún artista extravagante y del general Prim que cazoteó por estos montes. La gran historia de España después de los romanos anduvo alejada de este engarce de aguas aisladas. Su gran historia fue literaria. Hacia las once y media dieron la vuelta despacio, mucho más despacio de lo que quisiera don Lotario. Plinio tenía mucho empeño en mirar a todos sitios, en hacer oído a cada paso. Si bien es verdad que no se apreciaba nada anormal. Cuando él era chico,casi nadie venía a Ruidera. El camino era malo y treinta y cinco kilómetros desde el pueblo eran mucha cuerda. Se hablaba de Ruidera más de leídas que de vista. De tarde en tarde llegaban a Tomelloso noticias de algún muerto hallado sobre las lagunas o entre los matojos de una cueva. Su abuelo le contaba las hazañas del Locho o el Ocho, que era de Ciudad Real capital. Primero luchó contra los franceses, pero ya amigado con las armas, la aventura y el grado de alférez, en 1821 se alzó carlista, y llegó a mandar mil quinientos hombres. Nunca fue la provincia de Ciudad Real tierra de carlistas, pero el tal Ocho debió de tener labia política y enzarzaba bien. Llegó a Ruidera con seiscientos leales, perseguido y batido por las tropas cristinas, y dejó entre montes y lagunas más de sesenta muertos. Pero el Ocho consiguió escapar, y vivió en Londres hasta el fin de sus días, aderezado de leyendas heroicas y varonías. Cuando volvieron al hotel ya no estaba don Circunciso. Sin duda consiguió que el can expulsora y marchó tranquilo. Dentro del bar las cosas ya tenían otro clímax. Abiertas las ventanas de par en par, los clientes y huéspedes miraban hacia la laguna en silencio. Don Lotario se sentó con las mujeres y lio un caldo con aire menos severo que el que llevó por la carretera. Plinio quedó frente a los ventanales, entre el personal. Los de Argamasilla habían colocado el micrófono del magnetófono en el alféizar de la ventana. Blas hizo lo mismo. Los hermanos Riofrío, cada vez más unidos, estaban cogidos de la mano. Él con la cabeza inclinada, bajo el sombrero, se le notaba un labiotear de rezos. Dos niños dormitaban sobre una mesa mientras el padre manipulaba el sonotone. Algunos ruidereños, con cara soñolienta y el rostro surcado, cuidando no hacer ruido, menudeaban copas de anís. Cada nada todos miraban los relojes. Los que parecían más miedosos eran los dueños del hotel. Echaban reojos al campo como si en lugar de voces esperasen algún ser temible.

Plinio, que solía gozar al empezar un caso, le sonaba a juego todo aquello. Temía que fuesen fantasías moriscas de solitarios o alguna gamberrada bien urdida. Lo único que le animaba a pensar que había verdad era la actitud de los dueños del hotel. Los mozos de la barra también parecían preocupados. Uno de ellos, el que no silbaba, sólo apartaba los ojos de la ventana para mirar el reloj. Don Lotario, con el sombrero un poco echado hacia atrás, y el cigarro entre los labios, miraba a Plinio. La Gregoria, sin aparentar emoción, aguardaba lo que pasase con los brazos cruzados. La hija, con la mano en la mejilla y cierta tensión en los ojos. Apenas vieron los magnetofónicos que eran las doce, pusieron sus cintas en marcha. Se notaba que todos, incluso el vestido de bruja, tomaban la espera muy en serio. Pasadas las doce el silencio se hizo tensísimo. Hasta el mismo Plinio se sintió cogido. A veces se oía el gotear de los grifos de la barra. Las nubes entoldaban ahora la poca luna que tintaba de gris negro la carretera, las aguas del otro lado y los coches aparcados junto al hotel. El señor Riofrío se concentraba en el rezo con la barbilla sobre las manos cruzadas. Sin duda por miedo, y no por chuscada, sonó un pedo cabal, seco, recortado, sin amo. Y nadie movió la cabeza en busca del culo causante. Era mucha la tensión. Uno de los ruidereños, reseco por la espera temeroso de hacer el menor ruido, alargó la mano hacia la copa de aguardiente, pero antes de llegar al cristal, unos centímetros antes: —¡Aaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaah! Sonó el grito. Dos veces. No demasiado lejos y, como dijeron, con un tono que no era precisamente patético… Después de tanta tensión, resultaba casi insignificante. Todos se movieron en silencio, pero como liberados. —Esta noche han sido dos gritos — rompió el dueño muy serio. —¿Y las demás? (Plinio). —Todas, uno. —La tercera noche también dos, pero el primero apenas se oyó —dijo el barman que silbaba. El señor Riofrío había dejado de rezar y miraba a uno y otro lado como sorprendido de que ya hubiera pasado todo. Las Reinas hacían entre sí mimos agoreros y muy expresivos. La hija de Plinio miraba a su padre sonriendo. Ya hablaban todos en pequeños corros. Varios se acercaron a Plinio a ver qué opinaba. —Silencio un momento, por favor —dijo uno de Argamasilla—, vamos a ver qué tal ha salido. Todos callaron. Empezó la cinta a sonar. Tardaba mucho. Por fin se oyó el pedo con blandura casi espiritual. Pero otra vez igual, nadie rio. No encajó la gracia. …Y luego las dos voces apenas perceptibles. —A ver como te ha salido a ti — dijo a Blas Honorio. —En la mía se oye todavía menos —dijo manipulando. —¿Hacia dónde tenías tú, Blas, enfocado el micrófono? —Hacia allá, hacia la del Rey. —¿Y vosotros? —De frente, a la carretera. —Y ahora ¿qué pasa más? — preguntó don Lotario al dueño con aire festivo. —Ahora nada. Hasta pasado mañana.

En cada corro se hacían los comentarios más diversos. Había vuelto la animación, el ruido de vasos y sorbos. Pero se notaba que nadie quería salir el primero, ni siquiera subir a la habitación. Las mujeres de Plinio no parecían afectadas. Los únicos serios eran los dueños del hotel y los chicos de la barra. —Es grito raro. Ni de agonizante ni de parturienta. —Claro, como que es de hombre. —Más bien grito de cachondeo. —Tampoco. —A lo mejor de uno que sueña. ¿Pero cómo coño va a dormir en medio del campo…? —Es lamento de ánima —dijo el señor Riofrío con voz de predicador y alzando el dedo temblón. Todos lo miraron con desprecio. —De ánima del Purgatorio —asintió la señora Reina con aire de senadora. —Qué va, si el Purgatorio no cae por aquí. —Lo raro es que sea tan cerca. A lo mejor no es cerca, sino que a estas horas, por las condiciones del aire, se oye bien… —Te digo que es alguno que duerme en los apartamentos de enfrente con la ventana abierta y entre sueños le da un dolor de barriga y se queja soñando. —Pero, coño, cómo le va a dar justo cada dos noches a las doce… —Un compañero en la mili, que tenía su colchoneta junto a la mía, siempre, en el momento de dormirse daba un gritillo. —Pero una cosa es un gritillo y otra ese vozarrón. —Si no es tanto vozarrón, es que en el silencio se aprecia más. —Mira que como fuese un tocadiscos… Cuando consiguieron quedarse solos, Plinio se acercó a don José, que parecía muy cansado: —Don José ¿qué huéspedes no han bajado al bar a oír las voces? —Pues… Don Circunciso —se precipitó doña Jose€a. —Ya. —La señorita Gala. —La familia esa que vino ayer con los chicos, que no deben de saber nada ni se lo hemos querido decir. —Don Eusebio el pescador. —No caigo en quién es don Eusebio. —Se le ve poco. Siempre está pescando. Come junto a la laguna y no cena. Es uno pequeño que lleva sombrero de paja. —Ah, ya sé. —Y creo que ninguno más. Plinio estuvo a punto de preguntar por qué a don Circunciso no le interesaba el fenómeno de las voces, pero se calló. Le dirían otra vez que «era un caballero». —¿Y la psicóloga que parece aburrirse tanto, tampoco baja? —No, esa así que cena se acuesta a leer. Dice que ha venido a descansar (Doña Josefa). Muy cerca de la una consiguió Plinio llegar a su habitación. Apenas encendió la luz vio un sobre en el suelo, que sin duda habían pasado bajo la puerta.

Quedó mirándolo con gesto ambiguo, y por fin lo abrió con ademanes rebinatorios. Era blanco, cerrado, sin la menor indicación. Se ennarizó las gafe. Escrito con letra menuda decía en media cuartilla: «Hasta la hora que sea, le espero en la habitación 35. Es importante. Dé tres golpes antes de entrar». Plinio se quitó las gafas, guardó el papel y empezó a dar paseíllos por la habitación. Por la ventana abierta, se veía la Colgada, ahora completamente enlunada. Emigraron aquellas nubes telarañosas que había después de la cena, y un cacho de ciclo con estrellas se copiaba en el agua, entre juncos. Sólo cuando se mecía el aire, aquel espejo celeste rizaba unas delgadeces. Con ambas manos sobre el alféizar miraba el agua. Ya no se veía un coche por la carretera. Le hubiese gustado estar un buen rato allí observando, haciendo oído, pero la cita en la habitación treinta y cinco le alteraba los planes. No tenía irás remedio que ir primero donde sus mujeres. —¿Quién? —gritaron con sobresalto. —Soy yo. —Ya te iba yo a llevar las cosas. Plinio tomó el pijama, lo de aseo y la pistola. —¿Qué piensa usted, padre, de las voces? —le dijo la hija ya en camisón. —No sé que te diga, pero no me parece nada importante. —Quién sabe, quién sabe —rezongó Gregoria. —A lo mejor una virulada. Besó a la hija, le dio con la mano en la cabeza tiernamente a Gregoria y volvió a su cuarto. Se metió la pistola en el bolsillo derecho de la americana, dejó lo demás sobre la cama y salió de puntillas. Subió a la planta inmediata en busca del treinta y cinco. Bajo la puerta, una regla de luz. Quitó el seguro a la pistola sin sacarla del bolsillo, y pegado a la pared, dio los tres golpes. —Pase. Entreabrió y echó un ojo, sin abandonar su posición. —No se ande con astucias. Pase pronto. Sentado en la cama, con pijama verde, las gafas caladas y un libro entre manos, estaba don Circunciso. Junto a él, en un cajón bajo y ancho, cubierto con manta, dormía «Vida». Ante el cuadro, Plinio aflojó la boca y estuvo a punto de reír. Entró y cerró despacio. Don Circunciso, en aquella camanca de matrimonio abultaba poquísimo, sobre todo a lo largo, ya que las piernecillas le concluían a pocas cuartas del cabezal. —Siéntese, si no le importa. Plinio se sentó a media anqueta en una descalzadora, como quien está de cumplido. —Yo soy la persona que le dijeron encontraría aquí —se explicó con son muy severo y mirando al de la G. M. T. por encima de las gafas. Plinio asintió con la cabeza. —Ya le anunciaron lo delicado del caso. —Sí. —Todo cuidado es poco. —Sí… ¿Sabe usted ya algo en concreto? —No… Sólo que están aquí. —¿Seguro? —Seguro. —¿Cómo se ha enterado? —… Por una verdadera casualidad. —Ayer no había certeza. —Hoy total. El enanillo se quitó las gafas y junto con el libro las dejó sobre la mesilla. Tomó los pitillos. —¿Usted fuma rubio? —No señor. —Hay que descubrirlos antes del día quince. —Ya… Pero le advierto que no soy policía para finuras de esta clase. —Usted, con limitarse a obedecer, cumple. —¿A quién? —A mí —dijo mirándole con los ojos militares. Vaya ganas que me están dando de pegarle una hostia al cañamón este. —Pues usted dirá cuál es mi primera misión. —La misma que la mía. Pasearnos de arriba abajo por todos estos alrededores hasta que sepamos dónde paran unos argentinos. —¿Argentinos? Don Circunciso asintió. —¿Cómo son? —Lo ignoramos. ¿Usted habrá oído hablar en argentino alguna vez? —Sí… en los tangos y en la televisión. —Pues eso basta. Pero nada de preguntar. Si sospechan que los hemos descubierto, todo está perdido. —¿El qué? —Eso no importa de momento. Y pensar que no tiene media pata el ajo sobrao este. ¿Para qué me habré metido en este lío? —¿Pero usted tendrá documentación…? Se oyó decir Plinio aquello que no había pensado.

Don Circunciso, al oírlo, avinagró la cara hasta el verde bronce, y dando un cobertorazo se tiró de la cama. En pijama de pantalones cortos, parecía un chiquillo cabreado. Con el cigarrillo entre los labios y el flequillo sobre la frente, buscó en un bolsillo secreto, en el fondo de su maleta. Por fin, alzando mucho el bracete, ofreció a Plinio, que se había puesto también en pie, su documentación. Plinio se puso las gafas, leyó a conciencia y comparó la foto con la cara del enano. —Está bien, y usted perdone. —Está usted en su derecho —dijo el pequeño muy calmado. Y volvió a la cama con la misma postura de antes. —Si yo pudiera contarle estas cosas a don Lotario, todo sería más fácil. Él me ayuda muy bien y tengo que hacer las pesquisiciones en su auto. —A ese veterinario, ni hablar. Ni a él ni a nadie. Que quede bien claro cuanto le dijeron en el momento oportuno. —Bueno… bueno. Y oiga usted, ¿eso de las voces no cree que tenga nada que ver con lo que usted busca? —Eso son imbecilidades de paletos que no nos interesan para nada… Usted lo que tiene que meterse bien en la cabeza, es que si esos argentinos, o alguien más que muy bien pudiera estar en este hotel, se enteran que usted y yo andamos en esto, puede costarle la vida a alguien que interesa muchísimo que viva o a nosotros. —¿A quién le interesa? —A la justicia. —Entonces mi misión es localizar a los argentinos. —Exactamente. —De modo que usted no cree que eso de las voces… —Sólo nos interesan, y por venturoso casualidad, para justificar su presencia aquí. —¿No las darán por mandato de ustedes para justificar mi presencia? —No llegamos a tanto… que yo sepa. Quedó un momento pensativo y al fin siguió: —Usted piense que si fracasamos en esto nos hemos hundido. —Oiga, yo soy un modesto guardia municipal que está aquí para echarles una mano en algo que no sé muy bien qué es, y en plan particular, ya que mi único Jefe, el Alcalde de Tomelloso, no sabe una palabra. A ver si nos entendemos. Yo sólo me responsabilizo de lo que llevo por mi cuenta. —Bueno, bueno, don Plinio… Perdón, don Manuel. Cuanto dice es correcto, pero comprenderá que no puede concedérsele a usted toda la responsabilidad en un caso tan delicado. —Ya, ya… No es para dármelo a mí y sí a un renacuajo como este que puede mirarle la panza a una mula sin necesidad de agachar la cabeza. Te digo que… —Ya habrá usted observado que paso aquí por un ser excéntrico, que sólo conversa con los camareros. De modo que no me dirija la palabra en público. Si tiene algo que decirme, pase junto a mí, haga una caricia a mi perro, y suba a su habitación a esperar mi llamada. —Sí señor. A la orden emperador, que aparte de chico eres más feo que pegar a una madre pariendo. —De modo que a partir de mañana a rastrear argentinos. Y al curacanes que le acompaña, ni palabra. Que conduzca el coche y no pregunte. —Ese que usted llama curacanes, es mi mejor amigo y una de las personas más cabales que pisan esta pelota pestiza que es el mundo… Le ruego que en lo sucesivo se refiera a él con el máximo respeto porque si no en este momento ha terminado mi colaboración… con ustedes. —Por favor, Manuel, no se ponga así. Tiene toda la razón… Como no me ha tratado ignora que mi manera de ser y sobre todo de hablar es así… un poco despectiva. Le ruego que me perdone. —Perdonado, procure apausar cuando hable de los míos.

Joder qué tío, ya que es tan cagarruto lo menos que podía hacer era hablar modoso y no tener esos destiemples de terrateniente. —Bien, Manuel, le insisto en que no tome en cuenta mi tono… Todos le apreciamos y admiramos muchísimo. Vamos a descansar un poco y mañana empezaremos la faena. Hasta mañana. Y tumbándose y echándose el embozo hasta las orejillas, dio por terminada la entrevista. —Apague la luz antes de salir; procure que no lo vean. —Hasta mañana. Qué tío. Así «tapao» parece un niño que envejeció en la cuna. Plinio volvió a su habitación con una indignación infrecuente… Y el caso es que no le parecía mala persona. Hasta le daba su poquita lástima. Pero lo de trabajar de peón no le iba… Había aceptado aquello por aburrimiento. El que tiene vocación de policía, en los pueblos lo pasa fatal… porque no ocurre nada, y claro, así que te ofrecen una anchoa, picas. Pensaba esto con la luz apagada y mirando por la ventana abierta hacia la laguna, ahora casi negra por la trasposición de la luna. Comenzaba a quitarse la guerrera cuando le pareció oír pasos por la trasera del hotel. Se asomó. No se veía absolutamente nada, pero alguien andaba cauteloso por allí. Los pasos cesaron en seguida, y se oyó cerrar levemente una ventana del piso bajo… Debía de caer justamente debajo de la suya, o un poco a la derecha. Estuvo atento un rato más, al fin se metió en la cama



domingo, 22 de octubre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 2ª Capitulo



A media mañana, por la carretera de Argamasilla, si iría el Seat de don Lotario a sus sesenta por hora. Delante, el veterinario y Plinio. Detrás la mujer y la hija del jefe. Plinio, de paisano, con la boca apretada y los ojos entornados, pensando, él sabría en qué. Y don Lotario, haciendo memoria si era aquella la primera vez que llevaba en su Seiscientos a las mujeres de Manuel. La Gregoria, sin acabar de explicarse tan rápida excursión a Ruidera de toda la familia, incluido don Lotario, como no podía ser menos. Y la hija, como siempre que iba en coche, abstraída tras la ventanilla, sintiendo que ideas muy varias y evanescentes pasaban por su magín con la misma rapidez que los aledaños de la carretera.

Aquel paisaje de llanura absoluta no lo comprende casi nadie. Hace falta mucho acomodo de los ojos. La gente ante el paisaje va al bulto: árboles, montes, valles y lomerales. Los viajeros de toda la vida se aburren al atravesar las llanuras manchegas, camino de Levante o Andalucía. Van en tren o en coche, con los ojos inexpresivos, por aquellas tierras que consideran paso forzado hacia destinos más amenos. No conciben el paisaje sin anécdota, sin los esquemas convencionales. Ante el rincón verde con vacas bucólicas el viajero entorna los ojos. Ante las montañas amenazantes, hacedoras de valles y desfiladeros truculentos, se le encoge el ánimo y piensa en fábulas épicas. Ante los campos rimados de montes suaves, de olivos trepadores o bosques de pinares y alcornoques, recuerda melodías conocidas. Pero en la llanura manchega se adormece, no la ve. Allí el paisaje no sale hacia el cielo, no son relieves que hagan mimos líricos o medrosos. La llanura manchega parece hecha para soportar el cielo en sus bordes lejanísimos. No es naturaleza que sale, que salta. Es tierra que está, que aguanta. Es plataforma ¿de qué? De lindes sin sombras. De un aire inmedible. El paisaje, en aquellos días de primavera, era cuadrantes de siembras ralas; de cepas que empiezan a romper, entre surcos rígidos.

Longuísimos barbechos, pardos, grises. Gamas de ocres y verdes tímidos. Suelo total, alfombra sin arruga, cuyos colores amortigua la extensión y el cielo limpio. Allí el prodigio no se consigue con alzas del terreno. Lo logra la luz, la luz igual, que todo lo adelgaza y espirita; que cuaja una cromía diluida, casi gaseosa. La evaporación, las anchas lejanías, el alumbrar tan uniforme del sol, hacen pensar que todas aquellas infinitudes están pasándose al cielo. O que el cielo y la tierra se reflejan mutuamente porque allá en el horizonte no se sabe bien si el cielo está sembrado o la siembra está hecha cielo de tan parecidos celestes- verdes, verdes-celestes, pardoscelestes, celestes-pardos. Todo cobra a lo lejos suspensión en la llanura y no sé qué plenitud atmosférica, cristalina, irreal. La figura lejana que avanza por la linde, el tractor de más allá, el labrador que ara tras la mula, parecen modulaciones del terreno o creaciones del aire. Figuras más lejanas de lo que están realmente, arropadas con las infinitas cristaleras que el aire pone sobre tan dilatada planicie. Los ojos, fatigados de tierra plana y cielo azul, se obsesionan con aquellas figuritas que apenas se mueven… Y solamente, de vez en vez, como un espejo perdido y fugaz, brilla el acero de una azada o rutila la cal de una casita desnuda. El paisaje manchego es sordo, sordo y mudo. La campana del cielo ha hecho el vacío sobre él. Nada se oye en la llanura. El labrador y el carrero no cantan, y si cantan su voz no llega. El aire tan libre y ancho es como la voz a flor de labios. El carro que traquetea, la esquila de la mula, el son del tractor y el ladrido del perro se pierden apenas sonados. A veces, una ráfaga de aire dislocado nos trae un chorrillo de palabras, traqueteos, motores y ladridos, que pasan veloces junto a nuestro oído, para perderse en seguida en la anchura que sigue… En los días de verano zumba el sol. En los ásperos, un aire largo nos aleja nuestra propia voz. A fuerza de no ser paisaje al uso el de estas llanuras, de ser imaginación de la tierra y forro del cielo, el terreno en primavera, como en el desierto, crea espejismos de paisajes figurativos para contentar al viandante aburrido o al pintor buscador de anécdota. Los vapores de la siembra, de la tierra yermal y del viñedo, se aglutinan y toman forma de casas con árboles, reflejados en un río inexistente.

Espejismos que ondean en el lejano horizonte, como protesta de la llanura que, cansada de jugar a matices por unos momentos se concede en tópico… Sólo un pintor español, López Torres, ha sabido ver este ser tembloroso y vientero del paisaje manchego, estas llanuras siempre en evaporación, rielantes, que hacen de gas las figuras y todo lo llenan de zonas transparentes, distanciadoras, matizadas. Ni Sancho ni don Quijote pudieron ver este paisaje. Sabían que pasaban tierra llana, pero para ellos no había horizonte. Todos aquellos lienzos de tierra tan a nivel estaban cubiertos de monte bajo, de carrascas cenicientas, de verdes viejos, que le quitaban profundidad. Sólo en los ejidos de los pueblos, el remedio de cereales y algún huerto, despejaban las encinas y la chasca del suelo. Hasta que llegó el desmonte no se descubrió la repisa de la llanura y sus miradores. Todavía de vez en cuando, sobre aquellos planos solitarios aparece alguna encina con los ramos al viento, clamando sus cuitas al cierzo, haciendo su solo patético ante el horizonte sin lindes… Encinas que a poco que te alejes, por la masa del aire, no sabes si son reales o un espejismo más.

No es paisaje de encuentros súbitos, de retablos, y corros imprevistos. Al que viene se le ve apuntar desde muchos surcos y el que se va nunca acaba de desaparecer. El hombre que va en el carro, en el tractor o la bicicleta, lleva cara de no mirar. Va sin temor a sorpresas. El llanero manchego fue siempre hombre de pensares solos, de gesto inexpresivo, de caminos y labores sin misterio… De vez en cuando, una casa blanca, casi diluida en el aire; un bombo, un descardenchador, muchas ovejas. ¿Qué se mueve junto al pozo? Y la llanura sigue detrás, delante y sólo deja imaginar.

Por la carretera de Argamasilla, antes de llegar al pueblo y torcer hacia Ruidera, cambia el panorama. Ya vas al hilo del Guadiana. Del Guadiana siempre enjuto, y ahora más por el Pantano. A la derecha, los chopos y álamos del río; y hacia la izquierda, la terca llanura que sostiene a Tomelloso, que sigue sin un pliegue hasta Socuéllamos, Pedro Muñoz y Campo de Criptana.

La biografía de las aguas es rarísima en este rodal de La Mancha. El que haya unas lagunas tan nórdicas y hermosas en tierra tan poco lagunera como es España, y no digamos en esta altiplanicie manchega, ya es notable. Pero la manera que tiene de comportarse el Guadiana desde su alumbramiento hasta renacer en los Ojos del Guadiana, junto a Daimiel, supone la historia de río más única que se conoce. Y es que en la Mancha —la gente no se fija— todo es bastante raro. Desde que el Guadiana toma forma de río y deja las lagunas sucesivas, después de la Cenagal, ya pasada la aldea de Ruidera, y empieza a caminar enclenque por todos aquellos campos de Montiel, sin mayores fuerzas antaño, que para mover los molinos del Membrillo, el Curro, Santa María, San Juan, San José y ahora, para llenar cuando puede la presa del Pantano de Peñarroya, es toda un crónica. Río canijo, cruzable en dos brazadas, que discurre entre juncos: el negro, el común, el bolita, y el de sapo.

Entre bayunguillos y juncias redondas o castañuelas; a veces flanqueado de álamos blancos y negros, chopos lombardos y bastardos. Y así que sus estrechas aguas alcanzan la gran anchura de San Juan, tierras calizas y esponjosas, empiezan sus filtraciones, y fatiga. Cruza el pueblo de Argamasilla sin aliento y, al llegar al molino de la Membrilla, lo traga la tierra y bajo ella camina siete leguas hasta resalir, como lágrimas abundosas, por los Ojos del Guadiana, allá por Daimiel. Ya decía Plinio el latino, y no Manuel González el de Tomelloso, que el río Anas tenía en la llanura un puente de siete leguas sobre el que pastaban los rebaños. Sin embargo, los sabios posteriores, aseguran que esas aguas resurgentes que lavan los Ojos de Villarrubia, no son todas las que se tragó el terreno por las llanezas de San Juan, del Guadiana alto, sino que una buena parte son recaudo de las nuevas filtraciones de las lluvias en el llano manchego. Es decir, que aquel Guadiana que renace junto a Daimiel, y engorda en su largo camino hasta pasar por Badajoz y Portugal como río señor, tiene poco que ver con el abortillo de tan anchurosas lagunas, lleno de vicisitudes y escamoteos. —Oye, Manuel ¿y tú crees que esta noche se oirán en la Colgada esas voces tan misteriosas que te dijo el alcalde? Plinio le hizo un gesto disimulado para que no hablase del tema, pero don Lotario, con la fijeza puesta en la carretera, no lo advirtió. —¿De qué voces habla usted, don Lotario? —preguntó la hija de Plinio incorporándose hacia el respaldo del veterinario. —Que por lo visto, de unas noches a esta parte, está la gente del hotel muy asustada, porque grita una voz misteriosa. —Vaya, vaya, Manuel —saltó la Gregoria— ya me extrañaba a mí tu repentina fineza de traernos a Ruidera. No será porque no se lo dije a esta: Milagrillo, que tu padre no vaya a algo del servicio que no nos ha dicho… Si no podía ser. —Atiza, he metido la pata — rezongó don Lotario. —Padre, ¿es verdad eso? —Es verdad, pero me lo dijo el alcalde precisamente cuando fui a pedirle permiso para venir con vosotras. Eso de las voces serán fantasías moriscas de los ruidereños, y yo no tengo nada que ver con ellas. —Es cierto, Gregoria, se lo dijo al pedirle permiso. Además, no compete a la Policía de Tomelloso. —Ya, ya, aunque así sea —reatacó la mujer— como que van ustedes a dejar de fisgar en un misterio como ese, por mucho que competa a la policía de otro sitio. Verás hija como nos dan la temporada. —Tampoco es para ponerse así, madre. ¿Qué más nos da que se distraigan en una cosa que en otra? Nosotras a estar tranquilicas, y en paz. —Sí, tranquilicas. Narices. Estaremos toda la noche oyendo voces agónicas y estos por allí corriendo peligros. Te digo que es como para volverse. —Pero, coño, mujer, ¿a qué vienen esos extremos? Ni esas voces serán tan agónicas como tú dices, ni nosotros correremos peligros, ni vamos a hacerles pizca de caso. —Bueno, bueno, te conozco bacalao y si no al tiempo. —Pues esperemos a ver qué trae el tiempo —dijo Plinio volviendo la cabeza con aire severo y de poner punto a la discordia matrimonial.

Pasados el Pantano de Peñarroya y el Castillo del mismo nombre, la llanura se quiebra, y empiezan las cuestas del Castillo, del Rivero, de la Malena y de Miravetes, tan pecheras y acibantadas, que parece pisamos otra región. Los cuatro auteros iban callados, y cada cual a su manera con la boca tensa y los ojos vueltos hacia el telón de sus preocupaciones. Conforme se llega a Ruidera, ya digo, las cuestas se empinan y las curvas se cierran. El estrecho Guadiana a ratos queda muy alejado de la carretera, tras la barrera de álamos y carrizales. La mujer de Plinio, que debía sentir mareo por tanta rúbrica del camino, se puso los dedos en la frente. La hija aspiraba con gana.

—¿Se marea usted, madre? —No… —No mires a la carretera y cierra los ojos, mujer (Lotario). Plinio pensaba que iba incómodo con las mujeres. Había organizado mal la cosa. A nadie quería él más en el mundo que a las dos que componían su familia. Pero una cosa es el cariño y estar con ellas a gusto en casa o en los sitios naturales, y otra llevarlas al oficio, donde el comportamiento de él tenía que ser distinto. Ellas estaban acostumbradas a verlo, a sentirlo en la paz de la casa o de las holganzas propias de su clase y condición humana, pero así en trance de faena, todo iba a ser de otra forma. Y si no al tiempo. Era la primera vez que lo iban a ver actuar, a aguantar sus teleles y pálpitos, sus entradas y salidas con don Lotario o… solo. Sus rebinaciones y ausencias. Aquellas otras caras que ponía cuando había caso por medio. No debía haberlas traído.

Entraban en Ruidera. La primera laguna que se encuentra, la Cenagal, Cenagosa o Cenaguera, es de poca vista y anchura. Es un feo boceto de laguna. Estaba muy baja de agua. Aguas verdes turbias a aquella hora. Amago de laguna, claveteada de juncos y carrizos. Entre ellos nadeaban patos azulones, gallinas de agua y aves-toro o abotaurus stellaris, que dicen en las vitrinas. Pasaron la centralilla eléctrica que llaman de Mirabetes, y en seguida la Colgadilla, la otra laguna menor, con la que colean las quince grandes que encabezan la Blanca, treinta kilómetros al sur, en terrenos 120 metros más altos, que son la misma ubre del Guadiana. La Colgadilla, algo más alongada, recibe el agua por filtraciones subterráneas de la Cueva Morenilla, y se vierte por la superficie, con un cacho de río, en la Cenagosa. La Laguna de la Cueva Morenilla es la última de las lagunas bajas, que según se viene de Argamasilla, están antes de llegar a la aldea de Ruidera. Son prólogos del lagunario. Pasaron ante la centralita de San Alberto. Cruzaron la aldea, a aquellas horas con poca vida en la calle. Dos mujeres con escobas en la mano hablaban entre sí, y quedaron mirando al coche de los justicias. Como estaba recién pasada la Semana Santa, se veían en las fachadas enjalbegadas dibujones del Domingo de Ramos hechos con pintura verde. Debieron ser obra del mismo «equipo» de artistas y poetas, por la tintura, el tipo de letra y la sinrazón de los versos. Sólo pudieron leer uno:

Cada vez que te sientas
das un respingo.
… Yo sé lo que te duele
desde el domingo.

En la puerta de la iglesia nueva, el cura encendía un pito con aire pensaroso. —¿Qué pensará el señor cura de estos ramos? —se medio preguntó don Lotario. Como nadie le contestaba, echó un reojo por el retrovisor. La mujer de Plinio iba con la cabeza reclinada y los ojos cerrados. La hija la llevaba cogida del brazo. Y el jefe, con el pito entre comisuras, dijo: —No se va a poner él a borrar los ramos. Tendrá que aguantarse y luego decir algo en el púlpito. Las calles estrechas en cuesta. Las casas bajas con cal, la antigua fábrica de pólvora y luego residencia particular. Aldea pequeña y clara, criada a la vera de las aguas y sus lucios, de los árboles que fueron cortados antaño para poder comer. Aldea que pasó de la caza furtiva y pesca solitaria, al trajín del turismo provinciano.

Apenas salir del pueblo, entraron en el camino de las lagunas maestras. La del Rey, de casi un kilómetro de larga y más de trescientos metros de ancha. Honda, clara y verde a aquellas horas. De una quietud enferma sin el menor pellizco de relieve, como dejada por milagro, intocada. La mañana parecía salida de aquellas aguas calmas, verdes clarísimas; de su paz un poco temerosa. Esta quietud verde, azul, malva, rojiza a veces, según las luces, de las aguas quedas, bajo un cielo tan límpido, tienen algo estremecedor. De paz agorera que calambrea un punto el nervio del alma. Algo se ha roto en la armonía de la tierra, para que existan aquellos ojos gigantes, sin parpadeo, sin lágrima, sin reflejo súbito. No se sabe qué muerte cósmica representan. Tanta copia de cielo quedo a ras de tierra, tiene viso de paisaje espacial, solo. De espejo patético que somormujó palacios romanos con deidades frígidas de cabellos rubios.

Los lagos parecen pedir un contorno blandorro y lírico; o tremebundo e infernario. Pero las lagunas de Ruidera están rodeadas de un paisaje manchego, de pocas alturas, sin verduras líricas ni rincones plácidos. Monte bajo, cuñas arcillosas, tierra rota, sin disfrute ni bucolismo. Humildes paisajes de salvias, tomillos y romeros color verde viejo. Esoliegues, marrubios y lentiscos. Espinos, aliagas y velerzas. Paisaje villano y desarreglado, que sin los montes que le talaron, no resulta encuadre adecuado a la suavidad de las aguas. Contraste de rodeos cabrerizos con aguas lunarias. Colación de hadas frígidas entre lentiscos y cagarrutas. Los romanos y romanas blanquísimos que se bañaron aquí, dejaron las ropas terragosas y guerreras en las orillas del lagunario. Este contraste de aguas persas y tierra desmañada cuaja en belleza desusada, que punza con escalofríos chuscos y líricos, negros y luminares, como el viaje de don Quijote entre cabrahigos y murciélagos, hasta el cuerpo insepulto de Durandarte. Sí; no extraña que Cervantes viese este panorama del alto Guadiana como obra merlinesca, que trocó a un escudero en río y a las hijas y sobrinas de la dueña Ruidera en lagunas. Las lagunas son magia tétrica, cuerpos enaguados, insepultos. Un cuerpo de Durandarte mil veces repetido bajo las aguas. Una procesión de muertos palidísimos romanos y carolingios diciendo durante siglos la historia de sus amores frigorificados. Y fuera, las ropas pastoreñas, las monteras y los zurrones esparcidos por los montes, las esquilas oxidadas de mil rebaños seculares entre los lentiscos, como frutos perdidos. Pasaron frente a Miralagos. Y pegada a la Laguna del Rey, la mayor de todas: la Colgada. Casi dos kilómetros y medio de longitud y medio de anchura. Ambas se comunican por un estrecho muro de caliza, de suerte que parecen una, y logran la plenitud de esta cadena de aguas de la Mancha. —Ya hemos cruzado el límite de nuestra provincia con la de Albacete. ¿Qué sientes, Manuel? —le preguntó don Lotario con tono festivo. —¡Nostalgia, don Lotario, nostalgia! Llegaron al Hotel de la Colgada y la dueña, nada más ver entrar a Plinio con la maleta grande de la familia: —Bienvenido, Manuel. Ya sabía yo que no podía usted faltar tal y como están las cosas por aquí.

Plinio, con el traje gris usado, la camisa oscura, sin corbata, la boina y la maleta en la mano, quedó parado con cara de contrariedad por si oían sus mujeres, pero enseguida reaccionó: —Para que usted vea. ¿Habrá habitaciones? —Estamos casi vacíos. Y como sigan las voces dichosas nos tendremos que ir todos. El dueño, don José, llegó con un periódico bajo el brazo. La mujer de Plinio, con gesto tirante dijo algo en voz baja a su hija. Don Lotario esperaba con la maleta breve. Plinio abrió de par en par la ventana de su cuarto, que daba sobre la Colgada. Miró el agua verde clara, transparente. Don José y doña Josefa comentaban tras el mostrador del hotel: —No creas que esto de que venga el guardia es bueno. —¿Por qué? —Verás como se van los pocos que quedan. Ahora va a parecer que todo es más peligroso. —Qué va, les dará más seguridad. —No, un guardia siempre es un guardia. La mujer y la hija de Plinio deshacían la maleta con mucho esmero. —¡Qué silencio, madre!

Don Lotario puso el bicarbonato sobre la mesilla y sin saber qué hacer se asomó también a la ventana. El agua verde clara con mucho sol diluido, le echaba claridades en los ojos y entornó los párpados. Plinio liaba un cigarro y respiró hondo, sin dejar de mirar al tabaco. El silencio completo de vez en cuando lo rompían sones de esquilas alejadas, balidos de invisibles ovejas o la voz corta de un pastor, también invisible. Por la orilla frontera, Plinio veía el reflejo de los montes color verde viejo, que daba a las aguas un tono más bravo y adensado. Las mujeres de Plinio colgaban las ropas en la percha. —Tu padre no se ha llevado nada a su cuarto. —Ya irá pidiendo. Don Lotario se quitó la corbata y sacó unas botas. Así que se acostumbraba el oído a aquel silencio, se percibía el ruido que hacían las aguas de una laguna al caer en otra. En la Colgada vierten las aguas de escorrentía de la Cañada de las Hazadillas. En los días de primavera las aguas de escorrentía se multiplican, los saltos de laguna a laguna se asonoran, y en algunos parajes todo es concierto de aguas saltadoras y escaloneras. Que por eso Ruidera se llama como se llama. Porque es la zona «roidera» o ruidosa del Guadiana. Plinio seguía de codos sobre la ventana acomodándose a aquella paz de ruidos sensitivos, de luces tan anchas y licuosas. Allí uno volvía al sí mismo, al desierto solitario que es, sin más turbanza que el breve esquilear de las ovejas lejanas. Se desvestía de las imágenes de las gentes, vehículos, casas y perros del pueblo, y ganaba romancillas de agua; solos de balido, reflejos que limpian la sensitiva y aguas en las que no nos vemos, pero copian el cosmillo rodeante. Con la ventana abierta se tumbó en la cama.

Don Lotario así que sacó las botas y se quitó la corbata no sabía qué hacer. Dio dos paseos por el cuarto y bajó al bar. Las mujeres se arreglaban el pelo. —¿Se le pasó el mareo, madre? —Nada más bajarme. En el bar rodeado de cristales tomaban café los cuatro. Sólo ellos. El chico de la barra limpiaba unos vasos con mucha calma, mirando a otro sitio. Junto a la puerta, coches estacionados. El viaje los había dejado algo varados. O tal vez era la calma. Se cruzaban las manos de todos sobre la mesa para coger las tazas de café. El cielo que se veía por los cristales era una lumbrera de luz delgada. Allí no se oía el bando de las ovejas. Salió otro chico a la barra. Silbaba con mucho regusto, oyéndose, entornando los ojos. Era un camarero mirlo. Plinio y los suyos lo miraban sonriendo. El chico era divo del silbato. El otro de la barra, lo miraba y los miraba cachonriendo. Pero él, tan tranquilo. Cuando terminó la romanza pitada, se puso a ordenar las tazas, tan indiferente. Plinio hizo un mimo de silbar sólo para los suyos. Por la puerta del bar que daba al hotel se oyó un vozarrón: —¡Este, este era el que hacía falta aquí!

Era Honorio de la Cruz, grandón, con los brazos alzados, acompañado de Blas Camacho, que señalaban a Plinio riéndose con cariño. —Sí, Manuel, a ver si descubres pronto al de las voces, que aquí está to el mundo aterrao. Las mujeres tomaban el café con gesto circunspecto. —Pero si veníamos a pasar unos días sin saber nada. Me lo dijo el alcalde al despedirme. —Pues ya verás la que os espera. Menuda ocasión has elegido para traerte a las mujeres. —No me diga usted más —le confirmó la Gregoria. —¿Vosotros habéis oído esas voces? —No —dijo Blas— porque vivimos lejos, pero esta noche, que creo que tocan, vamos a venir a oírlas. —Nosotros y mucha gente. Esta noche esto va a ser una romería (Honorio). —¿Y qué texto tienen las voces? (Lotario). —Ninguno —dijo el barman del silbido—. Es un quejío muy triste. —No tan triste —dijo el otro barman que no silbaba. —¿Pero en qué quedamos, leche, en que es triste o no? (Blas). —Es más bien triste. —Pero menos… más de sorpresa. —Pero triste. —De sorpresa. Y dale. —¿Vosotros entonces lo habéis oído? (Plinio). —Claro. —¿A qué hora? —Sobre la medianoche. Entre las doce y la una. —¿Cada cuarenta y ocho horas me han dicho? —Una vez, la última, se retrasó y tardó tres noches. —¿Entonces esta noche hace cuarenta y ocho horas desde la última vez? (Plinio). —Eso es. —¿Y de qué parte vienen? (Lotario). —Varía. Pero de bastante cerca… Al menos eso parece. —Pues nada —dijo Plinio quitándole importancia— estaremos a la escucha. Los dueños del hotel entraron en el bar. Ella con unos papeles en la mano. —Ya estará usted tranquilo, don José; con Plinio aquí, todo resuelto (Blas). —A ver si es verdad —dijo don José con aire melancólico. —¿Y quién piensan que puede ser el que vocea? (Plinio). —Nadie se explica. —Pero algunas conjeturas se harán. —Yo no oigo más que tonterías. —¿Por ejemplo? —Por ejemplo… que el voceador es un forastero que se ahogó el año pasado en la Laguna del Rey y nunca lo encontraron. —Esa conjetura no nos vale, ¿verdad don Lotario? —Creo que no. —¿Otra? —Que es uno que quiere que nos arruinemos y dejemos el hotel. —Esa ya es más verosímil (Honorio). —Yo esta noche me voy a traer un magnetófono a ver si puedo tomarla (Blas). —En fin, lo que sea sonará. Tras las vidrieras del bar se veían unas torres bajas y fronteras de apartamentos. Entre los coches que estaban aparcados, junto al bar, apareció un liliputiense que aparentaba unos cincuenta años, con pantalón corto y aire muy deportivo. Sujeto traía un perro lobo que casi le igualaba en alzada. Le llevaba puesto un sombrerillo de paja amarilla sujeto con un barboquejo. —Ahí viene don Circunciso Zaplana y su «Vida». Miraron hacia donde señalaba Honorio.

Don Circunciso, ahora inclinado sobre el perro, lo desguarnecía del sombrerete. —¿Y quién es su vida? —preguntó la mujer de Plinio. El perro. —El perro (Don José). —¿Es que se llama así? —Así lo llama él. Por lo visto algunos parientes suyos murieron al contao de morir sus perros. Y él cree que le va a pasar lo mismo. Por eso lo cuida tanto. —Coño, pues con no tener perro tendría la tranquilidad ganada. Don Circunciso, después de destocar al perro le acariciaba la testa. —¿Y es de estos terrenos? (Gregorio). —No, es forastero total (Don José). Abrió la puerta del bar y, sin soltar al perro, entró con aire ausente. Se fue a la mesa más apartada y a su lado sentó al lobo. El barman mayor, el que no silbaba, que desde que vio aparecer a don Circunciso empezó a preparar un whisky doble y tacos de jamón, lo puso todo en la bandeja y fue hacia él con aire muy ceremonial. El perro, al ver el gran plato de jamón, moneó goloso y sacudió las orejas. Don Circunciso, sin ojos nada más que para su «Vida», tomó un taco de jamón, se lo enseñó sonriendo y con el mayor amor del mundo se lo puso entre dientes. Luego con aire suficiente tomó un buen trago de whisky. Encendió un cigarrillo rubio con boquilla y mirando al campo con aire concentrado, expelió el humo con muchísimo gusto. No habrían pasado dos minutos cuando «Vida» levantó suavemente su mano derecha hasta posarla en el muslillo de su amo. Y este, sacando su lírica sonrisa de antes, trasladó otro taco de jamón a la lengua del perrazo. Se echó otro trago de whisky, y etcétera.

Blas y Honorio, sentados a la mesa de Plinio, bebían y hablaban con discreción. La llegada del liliputiense y su «Vida» habían impuesto respeto. Don José y señora, desde la puerta, parecían esperar cualquier instrucción de don Circunciso. Al cabo de un buen rato, cuando el perro acabó con el jamón y el enanillo con el whisky, este hizo una seña para que le trajesen más bebida. El mozo mayor ya la tenía preparada, pues estuvo observando los volúmenes del vaso y del companaje, y apenas el pequeño hizo el gesto, le entregó la bandeja al otro mozo, al silbante. Una vez que retiró el servicio usado y puso el renuevo, don Circunciso le guiñó un ojo. El silbante consultó con los ojos al patrón. Este le dijo que sí con la cabeza. Y sin más, se arrodilló ante el perro, y empezó a hacer un concierto de silbo dulcísimo, con los ojos blanqueados y meneando suavemente el ademán. El lobo lo miraba muy fijo como sonriendo, mientras su amo lo acariciaba suavemente.

Algunos huéspedes entraban en el hotel directamente sin pasar por el bar. Hasta que de pronto Blas le dio un codazo a Honorio: —Ahí viene la que tú querías ver, so galgo. Por la puerta del bar entró una rubia de repartida encarnadura, con pantalones blancos, grandes gafas ahumadas, suéter que le realzaba el tetuario y pañuelo a la cabeza. Saludó con un movimiento de cuello muy británico, y se sentó en un taburete de la barra, mostrando la línea acampanada de su tras, con la ceja central bien embutida. El mozo de la barra acabó su romanza pitada dedicada al «Vida». Don Circunciso, le dio con discreción unas monedas. Se retiró reverente. El perro bostezó en espera de más jamón. En el comedor grandísimo, poca gente, en mesas muy separadas, con la luz del sol y las lagunas sobre los platos, y sacando destellos agudísimos a la cristalería. La señorita rubia y bonísima comía, casi abriendo la boca, somormujándose la cuchara con mucha precisión entre los labios. Don Circunciso y su «Vida» quedaron en el bar. Plinio y los suyos comían con ritmo de pueblo, paneando, levantando la ceja mucho cuando decían algo, servilleteándose la boca muy cumplidamente. Su mujer no había comido en hotel desde que fue a Madrid a una Feria de San Isidro, hacía qué sé yo los años. No tenía costumbre de que la sirvieran, se ponía nerviosa. Seguía al camarero con los ojos entre intimidada y criticona. Le gustaba servir la mesa a su marido, temía que le pusieran algo mal. Pero Plinio parecía indiferente a todo. Comía y bebía sin prestar atención, pensando en sus cosas.

A la hora del café se quedaron solos Plinio y don Lotario. Las mujeres fueron a descansar. Don José, el dueño, se sentó con ellos. Plinio, como que no quería la cosa, aprovechó para interrogarle. —Esta noche, por lo que dicen, no le faltará parroquia al bar. —Preferiría no tenerla por tal motivo. —Pero hombre, no creo que sea para tanto. —Imponen mucho, no crea. —¿Cuántas veces se han oído ya? —Seis. —¿Cómo ocurrió la primera noche? —Estábamos ahí en el bar viendo la televisión, y como la teníamos alta no oímos casi nada. Pero algunos huéspedes, que paseaban por la carretera, se llevaron el susto. Los de la Central Eléctrica de ahí al lado, los de Santa Elena, al día siguiente dijeron lo mismo. »Dos noches después, a eso de las doce y media, estaba yo en la puerta del hotel con los chicos de la barra echando un cigarro, cuando la oímos por primera vez. De verdad que se me puso carne de gallina. Es un grito largo que impone. Qué sé yo, el tono es poco humano. Como de un animal parecido al hombre o al revés. —¿Y dura mucho? —No mucho, pero lo bastante. Suena muy fuerte, se mantiene unos segundos y luego decae. —¿Y no repite? —No. Sólo una vez… En este lugar de aguas, montes y tinieblas, impone mucho. Esa noche como era fin de semana, hacía buen tiempo y había bastante gente, lo oyeron muchos… Aquella señora que hay allí comiendo con su hija, se desmayó… o hizo que se desmayaba.

Plinio se fijó en la pareja. Era una señora ya anciana con aire y papada retóricas, y su hija rondaba la cincuentena. —¿Y el enano del perro? —¿Don Circunciso? No. Ese se acuesta pronto. No le importan esas cosas —¿A la hora de los perros? —le preguntó don Lotario con sorna. —Pues sí, porque, al «Vida» lo acuesta en su habitación… Pero les advierto que es todo un caballero. Plinio y don Lotario se miraron. —¿Y la rubia tremendona, no se asusta? (Lotario). —También se recoge pronto. Cena en su habitación y no ha dicho nada. —Siga —le pidió Plinio. —Pues nada, que a partir de esa noche y cada cuarenta y ocho horas, todo el mundo está con el oído alerta hasta que se oye el graznido. —¿Y no se sospecha quién pueda ser? —No. —¿Ni desde dónde? —No. Cerca. —¿Y no han visto alguna barca por las noches? —Nadie lo dijo. —¿Desde qué distancia no lo han oído? —Sólo lo oímos los de este rodal del hotel, en los apartamentos y en la Central Eléctrica. —¿Y no han intentado hacer alguna descubierta por estos alrededores? —No… Que yo sepa. Se meten aquí en el bar a bacinear. —Bueno, pues veremos qué pasa hoy. —Veremos, pero ojalá que acabe, porque no me gustan estas cosas. —¿No ha observado a alguien raro entre los huéspedes? —No, aquí en este tiempo paran pocos. Hoy, como final de semana, hay más. Y todos gente corriente. —Antiguamente —terció don Lotario— de Ruidera siempre se decían cosas misteriosas. Estas lagunas alientan mucho la imaginación. Me acuerdo que oí contar lo de aquellos muertos que encontraron en la Cueva de María Garria. —Pero siempre fueron historias de venganzas campesinas o matados en otro lado que trajeron a estas soledades. —Lo que quieras Manuel, pero que estos terrenos y sus aguas provocaron mucho romance negro. —… ¿Podría pedirle un favor, don José? —Usted dirá, Manuel. —La lista de los huéspedes que están aquí desde que empezaron las voces. —No faltaba más, pero son pocos y no creo. Volvió en seguida con las fichas disimuladas entre las manos. —Y esa rubia tan guapa que come ahí, ¿quién es? —No lo sé bien. Llegó hace diez o doce días. Y apenas tiene trato con nadie, que yo sepa. Coquetea mucho, eso sí. El documento de identidad dice que es psicóloga. Yo no sabía que eso fuese una profesión. Y aquí no sé qué psicologías va a estudiar. —Quién sabe, don José, quién sabe. —Psicóloga. Toma del frasco. Verás cuando se lo diga a mi mujer. —Con cierto disimulo don José iba dejando las fichas sobre la mesa. Plinio apuntaba los nombres y apellidos en un cuadernillo. —¿Los hermanos Riofrío? —Aquella pareja de viejos que está allí en el rincón. —¿Señora y señorita Reina, las que manean tanto al hablar? —Sí. —Eusebio… —El pescador. Así le decimos. Casi nunca come aquí. Y así siguieron la lista de los huéspedes. Plinio al lado de cada nombre ponía una observación para entenderse: «Los viejos», «Las que manean», etc. Cuando pasaron las cinco sin que le llamasen por teléfono, Plinio propuso dar un paseo por la carretera. Las dos mujeres y ellos salieron a paso tardo. Metido en su cochecillo —debía ir sentado sobre cojines, porque se le veía mucha cabeza— encontraron a don Circunciso y perro a poquísima velocidad. Llevaba el hombre un gafas ahumadas que casi le tapaban la cara.