Plinio llegó al Casino de San
Fernando con tiempo sobrado para
tomarse el café tranquilo y asistir al
entierro de Menandro Almortas, con
todos los requilorios previos tales como
pláticas de cuerpo presente, salutación
de huérfanos, cigarros condolientes,
bostezos oratorios y alguna cabezadilla
hasta escuchar el réquiem. Y menos mal
que estaba la tarde toldilla y amenguada
la calentura que nació con el día, porque
tal y como se habían puesto las cosas, no
había más remedio que ir andando al
cementerio como en los tiempos del
alcalde Contento. Si Menandro
Almortas hubiese sido un amigo
corriente, al entierro, tal y conforme lo
habían preparado, iba a ir su yerno,
pongo por caso de projimidad. Pero
tratándose del deceso de un amigo tan
cabal, no había más cáscaras que ir sin
el Seat del veterinario. Que un buen
acompañamiento a la hora última,
aunque fuese de estilo tan añejo, no se
puede regatear a quien cambió con
nosotros a lo largo de la vida, tantas
palabras y ademanes.
Junto al ventanal donde se
arregostaba su tertulia sólo estaba don
Ricardo, el director del Instituto,
hablando con Manolo Perona el
camarero. Pero el salón estaba
concurrido a pesar de la primería de las
horas, por el deber del entierro.
Plinio dejó la gorra en una percha,
se pasó la mano por la bóveda cabezal y
sacando el Faria de las fiestas, le apretó
la punta más ancha y prendedera.
Perona, poniéndole la mano en el
hombro y con su sonrisa bonanzosa, le
dijo a modo de saludo:
—¿Qué, Manuel, dispuesto a la
caminata?
Plinio movió la cabeza con
resignación chistosa.
Don Ricardo fumaba la cachimba y
entornaba los ojos.
—¿Qué dice la cultura?
—La cultura en este país siempre
tiene poco que decir, Jefe.
—Hombre, pues si ustedes no dicen,
no sé quién va a hacerlo.
—Me refiero a que hay pocos que
escuchen.
En España los decires salen
ahora de bocas muy terceras.
—En eso estamos, pero por ello
mismo hay que apretar.
—Es inútil, Manuel. Antes los
hombres eminentes eran el no va más del
país. Ahora no hay quien los conozca…
¿A que entre todos los socios del casino
no recuerdan el nombre de tres
ministros?
—Hombre, pues no pide usté na.
Entró don Lotario, con mucha prisa,
como siempre, pero así que vio a Plinio,
amainó, colgó el sombrero y se sentó
tranquilo.
Como después de comer hay menos
ganas de hablar, los tres amigos
removían los cafés, chupaban los
fumables, sacudían las cenizas —don
Ricardo uñeteaba la cazueleta de la
cachimba— y pasaron minutos sin decir
cosa de aprecio, hasta que llegó el
Faraón con la barriga más agresiva que
nunca, y un botón de la bragueta
desabrochado. Según confesión
repetida, hasta aquella reconditez, sobre
todo después del ensile, no le llegaban
los pulgares. Se sentó el hombre con los
muslos bien abiertos y se preguntó con
gesto de cómica meditación:
—Y a ver cómo voy yo andando al
cementerio.
—Pues como todos: echando un pie
delante del otro.
—Claro, como usted es un chichipán
que anda más que un ojeador, no hace
aprecio de mi naturaleza, don Lotario.
—Si todos los días te dieses un
paseíco hasta el cementerio a golpe de
senojil, tendrías otra naturaleza.
—Que se cree usted eso. Cuanto más
ando más como. Lo tengo muy meditao.
Estoy, si lo sabré yo, en mi línea media.
Y no es que me canse de andar, a ver si
me entiende, es que me harto de
llevarme. Así que piso doscientos
metros me aburro muchísimo.
—Pues hoy no vas a tener más
remedio, porque Menandro y tú, como
hermanos.
—Peor que como hermanos… Como
primo de mi mujer… que fue hasta
ayer… Era muy buena persona, pero
más antiguo que roncar.
—Y era antiguo en todo. Hasta en la
manera de echar la mano y quitarse la
boina.
—Es verdad lo que dice Manuel. Y
mira que en este país hay gentes
antiguas; él era el no va más (Lotario).
—Lo malo de este país —dijo don
Ricardo entre humos— no es que haya
gente con costumbres anticuadas, sino
con las ideas más viejas de Europa. Va
usted a Francia, pongo por ejemplo, y
encuentra que los más tradicionalistas en
cualquier materia son, qué sé yo, de la
época de Eugenia de Montijo… En
Inglaterra, quedan Victorianos, a mucho
tirar. Pero en España hay todavía
partidarios de Indíbil y Mandonio. Yo
no sé qué puñetero filtro tenemos que
todo nos llega cuando en otros países
está ya en las almonedas ideológicas.
—Si será lo que usted dice —dijo el
Faraón no muy seguro de haber
entendido.
—Pero eso que ha dejado mandado
Menandro de que le hagan un entierro a
la antigua es de chiste.
—Déjese, Manuel, no es de chiste
—saltó el catedrático con energía— es
lo típico del reaccionario que sólo da
valor a lo viejo… que él conoce, claro.
Porque a esos, pongo por caso, les
pones una lira delante, y creen que es la
reja de un ventanal moderno.
—Y que no hay dudas. Hace dos
años escribió la carta, en la que dice
punto por punto cómo tienen que
enterrarlo: en coche de caballos, todos a
pie, despido del duelo y consiguiente
cabezá en la puerta de su casa; y los
curas de largo. Y ha dejado una manda
muy gorda a la Parroquia si cumplen su
deseo (Faraón).
—Pero ¿y de dónde van a sacar los
coches de caballos? —cortó Plinio.
—Ah, chico, yo no sé, pero a mi
mujer le ha dicho su prima la Menandra
que ya está todo arreglado.
—Te advierto que esta tarde irá más
gente al entierro por el espectáculo que
por cumplir (Lotario).
—Y cuidao —siguió Plinio con su
idea— que Menandro era inteligente
para los negocios y apaños de su casa,
pero así que le tocaban algunos hilvanes
de su mente, le salía el Austria.
—Eso es muy corriente en cierto
tipo de hombres. La cabeza les funciona
hasta que les hurgas en el perdigón
atávico.
No hay razón ni cultura que
pueda con él. Es como un microbio de
otras épocas que les dormita en el
colchón de los sesos. Y así que se
despabila, les corretea por todo el
organismo y convierte al portador en
sujeto tal de aquellas calendas… Y eso
que en este pueblo de ustedes —añadió
don Ricardo— no abundan los hombres
así.
—Eso desde luego. Posiblemente
por ser pueblo nuevo (Plinio).
—Y los Almortas no son de estos
terrenos (Faraón).
—Y porque La Mancha de Ciudad
Real no fue nunca tierra de arraigos
feudales… No le dio tiempo. Fue
mayormente tierra de paso… Y todavía
lo es para el turismo. Hasta bien
acabada la Reconquista no se fundaron
muchos de estos pueblos. Ustedes se
libraron de las capas sociales y raciales
más gravosas de la historia de España.
Empezaron con gente de refresco… Sí;
desde los romanos hasta los Reyes
Católicos, estas tierras fueron camino y
no plaza.
—Pero ahora, ya con el turismo,
todo está muy igualado (Lotario).
—No crea. Y lo digo por dos
razones —siguió el catedrático—. La
primera porque el turismo no para por
estos pueblos, y la segunda porque por
donde pasa sólo influye en lo
superficial: modas, desnudos, bebidas y
esas cosas, pero no en las ideas… Los
turistas van a lo suyo: al mar, al sol, y lo
más al románico. Con los españoles
tienen el trato indispensable y
chapurreado. Ni España influye en el
turismo ni el turismo en España a no ser
económicamente y algo en el amor. Y en
La Mancha ni eso porque sigue siendo
camino.
Así estaban las cosas, cuando
Perona se aproximó al corro y dijo a
Plinio, con la discreción que solía, que
lo llamaban por teléfono. Cortó el
catedrático sus teorías sobre La
Mancha-camino y Manuel González, el
jefe de la G. M. T., luego de sacudirse
las cenizas del puro, con pasos lentos,
fue hacia la cabina.
—¿Quién lo llama? —bacineó don
Lotario con Pelona.
—No sé. No ha dicho su nombre.
Los tertulianos siguieron con sus
menudencias parleras, aunque don
Lotario, sin dejar de vibrar la pierna
derecha —según su costumbre y la de su
sobrino Federico— no apartaba los ojos
del teléfono.
—Pues anda con La Mancha —
suspirihabló el Faraón—, no sabía yo
que fuera tan poco posadera.
Plinio volvió del teléfono y, sin
sentarse, apuró el café, se caló la gorra
de plato y dijo:
—Vuelvo en seguida.
Don Lotario lo siguió con los ojos y
la boca prieta hasta que salió del casino.
—¿Qué le habrá pasao a este?
(Faraón).
—No sé…
El catedrático chupó la pipa sin
comentar. En seguida entró Braulio con
la boina calada hasta los flejes peludos
de sus cejas, y las manos en los
bolsillos de la chaqueta de pana verde.
Se quedó un momentillo frenado. La
amistad reciente de Plinio y don Lotario
con el director del Instituto, pensaba que
aminoraba su primacía de filósofo de
Tomelloso ante los amigos.
Y no era,
claro está, porque creyera las teorías de
don Julián más potentes que las suyas,
sino porque las citas y el vocabulario
fino del otro —aunque dicha sea la
verdad siempre propendía al tono llano
— solían menguar su capacidad de lucha
a los ojos del corro. De manera y modo
que Braulio, cuando estaba el del
Instituto presente, tardaba en despegar,
aunque el otro le pinchara con la mejor
intención, porque reconocía, y así lo
decía a cada paso, que Braulio era una
de las inteligencias naturales más
grandes que había encontrado en su
vida, aunque sin cultivar. Cuando los
amigos transmitían a Braulio aquel
piropo del director del Instituto, no
acababa de saborearlo, pues el rematín
de «sin cultivar» le hería en lo más
profundo. «Hay dos clases de cultivo —
replicaba Braulio—: el que hacen los
tractores y el que hace la naturaleza.
Este se llama fecundidad. A mí, cierto
que no me pasaron los arados por la
cabeza, ni me sembraron al son de la
moda. Yo tengo la fuerza en las honduras
de mi suelo cerebral; yo tengo una
altísima fecundidad, que puede producir
de todo, aunque sea de manera
desordenada, pero siempre pujante y
derribadora. Y posiblemente los libros
no habrían hecho más que ponerme
palabras y capar con ideas y rascaderas
ajenas el portento de mi natural fuerza
ideológica». Por eso si alguna vez en el
decurso de la charla don Ricardo citaba
el nombre de algún filósofo
encumbrado, Braulio encogía el morro,
como si le recordaran el gatillazo que
dio aquel día que quiso tirarse a la
casera culoncísima de la Villa de don
Fadrique.
Haciendo de tripas corazón, se
acercó por fin a los sentados y pasó rato
sin tomar parte en la charla
escachifollada que traían.
Plinio salió del Casino con las
manos en los bolsillos del pantalón y
cara de no querer ver a nadie. Tiró por
la de Socuéllamos, dobló por la Vera
Cruz, llegó al mercado a aquellas horas
y, por la acera de las buñolerías, siguió
hasta la parte trasera del edificio. Se
detuvo un momento en la esquina. No se
veía ningún jeep. Quedó indeciso. Cruzó
hasta la calle de Juan José Rodrigo.
Nadie, sólo carretillas arrimadas a las
paredes grises y una pila de cajas que
contuvieron pescado. Dos gatos
olismeaban junto a las escalerillas de
los servicios. Cuando se disponía a
encender un Celta y a esperar, muy
lentamente apareció el jeep. Se detuvo
junto a Plinio. Conducía el mismo
comisario Anselmo Perales. Plinio abrió
la portezuela y se entró rápido.
—Perdone Manuel, pero me he
perdido.
—¿Qué tal?
—Muy bien.
—¿Quién le enseñó este sitio?
—Lo vi esta mañana, pero ya digo,
calculé mal.
—¿Usted nunca había venido a
Tomelloso?
—No… Quien me lo iba a decir…
Por aquí ahora no pasa nadie ¿verdad?
—No. Además metido en estos
chismes tan altos no es fácil ser visto.
—Por si acaso lo voy a poner
mirando y pegado a la pared.
Cuando acabó la maniobra, sacó los
cigarros de su chaqueta de cazador.
—En fin Manuel, menudo lío.
—¿Qué es?
—Por eso es más lío… Porque no se
lo puedo contar… Quiero decir que no
se lo puedo contar porque no lo sé del
todo.
—Pero sabrá usted cuál va a ser
nuestro papel.
—Su papel, sólo el suyo, Manuel.
No lo olvide.
—Ya me lo apuntó por teléfono.
—Un papel que tampoco está claro
—dijo echando el humo por la nariz y
mirando el cigarro con aire pensativo—.
Vamos al grano, al poco grano… Se
trata de un secuestro. Alguien muy
importante, que no he podido saber si es
español o extranjero, joven o viejo,
mujer u hombre, ha sido secuestrado a
principios de semana.
Debe de ser un
pez muy gordo y comprometido. Los
secuestradores han advertido que si se
hace público o se inicia la menor
investigación, el secuestrado pierde la
vida… ¿Qué piden por él? No lo sé.
Sólo contadísimas personas conocemos
el caso y no más que lo dicho… Parece
ser, según una información reciente, que
secuestrado y secuestradores están por
estas tierras. Concretamente por la zona
de Ruidera o proximidades. En Ruidera
hay ya dos agentes especializados que
conocerá usted en el momento oportuno,
ya que es a los que tiene que ayudar.
—¿Y cuál ha de ser mi ayuda?
—La que ellos le pidan. Se me
ocurrió que, como persona bien
conocedora de estos lugares y dado su
enorme talento, podía usted sernos útil.
Lo propuse a la superioridad y les
pareció bien… Advirtiéndome que
tendría que intervenir solo y no decirle
absolutamente a nadie de qué
andamos… Yo me responsabilicé de
ello.
—¿Entonces cuál es mi misión de
momento?
—Irse a pasar a Ruidera unos días
con la familia en plan de descanso, y
ayudar a las personas que allí conocerá.
—Entonces yo, a estar.
—Eso es.
—Bien fácil.
—Yo comprendo que no es misión
para su categoría, González. Pero los
policías, como los cómicos, tenemos
que hacer toda clase de papeles… Esto,
insisto, siempre que a usted le parezca
bien.
—¿Y cuándo vence el plazo del
secuestro?
—No me lo han dicho, pero supongo
que pronto… La consigna es: toda
prudencia es poca… Sólo despachará
usted con las personas que encontrará
allí, insisto. Pero en caso de suma
emergencia, puede llamarme a uno de
estos teléfonos. Yo marcho ahora mismo
a Madrid en este jeep.
—Bueno, bueno, pues veremos lo
que se puede hacer… Lo que más me
duele es no podérselo decir a don
Lotario.
—Ordenes son órdenes… Ni al
alcalde ni a nadie. Esta colaboración es
totalmente solitaria.
—¿Y usted no cree que si esos
secuestradores se enteran que estoy en
Ruidera, pues pienso que al menos por
estas tierras soy bastante conocido,
sospecharán?
—Hombre, qué cosas. Creerán que
usted va a lo de las voces.
—¿A lo de las voces? ¿Qué voces?
—Anda con Dios. De modo que el
jefe de la detectivesca manchega no
sabe que desde hace unas noches a eso
de las doce se oyen unas voces
misteriosas en Ruidera.
—Nadie me ha dicho ni pum.
—Vaya con Manuel, que tenemos
que venir los de Madrid a denunciarle
los misterios de su región.
—Para que vea usted, Perales, lo
cortos que somos los paletos —dijo
Plinio entre bromas, pero un punto
picado.
—Pues nada, usted va a Ruidera a lo
de las voces.
—Pero aquello no es de mi
jurisdicción. Piense usted que yo soy un
simple guardia municipal de Tomelloso.
—Usted se va a pasar unos días de
vacaciones a Ruidera, y da la casualidad
que se encuentra con las voces… que
hasta ahora nadie ha denunciado
oficialmente.
Plinio se rascó la nuca.
—Carajo, lo que estoy aprendiendo
esta tarde.
—¡Ay!, y qué Manuel este. Ya sabe
cómo se le admira. En usted confío.
Muchísima suerte —remató poniéndole
la mano en el hombro y mirándolo con
ternura.
—Adiós.
—Adiós, Manuel. Y si no tiene más
remedio que llamarme por teléfono,
haga como que me habla del caso de las
voces de amor. Usted me entiende.
—¿De amor?
—Digo yo. O de terror… Pero suena
mejor de amor.
—Viva con Dios. Suerte.
Como se volvió al tema del
muerto retrógrado, tomó el Faraón el
uso del discurso, y contó cómo el día
antes de la boda tuvo que explicarle a su
primo político Menandro el
funcionamiento nocturno del matrimonio.
Pues el pobre, tan apegado estuvo
siempre al mandamiento nacional, o sea
el sexto, que tenía ideas muy confusas
sobre ciertos repliegues del cuerpo
femenino y no digamos de la mecánica a
seguir para dar gusto y preñez a la
contraria.
—Si sería inocente el pobre mío —
decía el Faraón— que creía que las
mujeres, igual que las niñas, tenían
calvo aquel semeje de alcancía donde
les remate el vientre. Y es más: pensaba
el infeliz que el virgo de la hembra era
como una tapaderilla de hojalata, que
después del empuje viril caía en la
sábana, para exhibido toda la vida como
certificado de honradez. Y yo le decía:
«pero coño ¿dónde has visto tú en tu
casa o en la de quien sea una caja con
los virgos de las antepasados? Que los
iglesieros todo lo veis en forma de
medalla».
Pues nunca me pareció tan niño (Don
Julián).
—Y no lo era. Pero hasta los veinte
años que se casó vivió bajo las Faldas
de su madre y de su abuela, que de tan
puras se lavaban las ropas interiores con
agua bendita.
Cuando faltaba un cuarto de hora
para el entierro, don Lotario se puso
nerviosísimo porque Plinio no volvía.
—Hay personas que pueden ser todo
lo listas que se quiera, pero carecen de
imaginativa para las cosas de la ingle —
aventuró Braulio.
—Eso es una gran verdad (Ricardo).
—Hombre, pero ya en la escuela,
por muy planchá de bragueta que sea la
propia familia, los amiguetes le dicen a
uno todo lo que hay que saber de medio
cuerpo macho pa arriba, y de cuerpo
entero de hembra por delante y por
detrás… Por cierto que no sé por qué el
culo de las mujeres llama tanto la
avaricia visual, siendo parte, que aunque
mona, no vale para nada —se
interrumpió el Faraón con aire pensador
—… A lo mejor es que todos los
hombres tenemos algo de maricas, y por
conservar las formas ojeamos el culo de
las hembras en vez del de los
prójimos… Porque ellas, que yo sepa,
no se engalgan con las posaderas de los
machos.
—Es que el culo de la mujer —saltó
Braulio— no se mira como tal culo, sino
como piloto de todo el cuerpo a la hora
de la transmisión de placeres.
—Anda leche, también se mueve el
culo del hombre en el molinete del
polvo.
—Pero no es lo mismo, porque a la
mujer puede apañársela por la grupa,
figura esta que, aparte del placer, da
mucho provecho imaginativo… Y
volviendo a lo de no tener vocación de
catre —siguió Braulio— hay materias
que para muchos quedan en blanco total,
como a mí me pasa con el fútbol, que
por más que pongo atención todavía no
sé cuántos hombres forman un equipo, ni
en qué se diferencia un medio de un
entero.
Hay gentes con las cabezas tan
reviradas a un sitio que, aunque los
abociques una semana entera a lo que
quieres que vean, no se enteran. Y es
que cada cerebro tiene algunos
callejones tabicados —concluyó sin
dejar de mirar de reojo al catedrático.
—Eso es verdad —confirmó este—.
Cada cual tenemos unos ventanales que
nos nacieron con la vida misma y sólo
vemos de esta lo que por ellos se
trasluce. Todo lo demás, aunque nos lo
enseñen, lo ignoramos.
—Además que en el mundo hay
pueblos que sólo crían a sus habitantes
para que miren por unas escotillas. Y
eso amolda mucho a las generaciones.
—Sí señor —volvió el catedrático
corifeo—, eso son hábitos sociales que
acaban por conformar lo que podríamos
llamar personalidades nacionales,
regionales o de pueblo. Muy bien dicho.
Por ahí andaba la conversación
cuando Plinio entró con gesto muy
rebinador.
—Que ya es la hora del entierro,
señores —dijo acercándose, y
observando con ojos maliciosos el
espionaje y temblequeo de pierna de don
Lotario.
Se pusieron todos de pie, se
estiraron las perneras de los
zaragüelles, se cubrieron con ritual casi
unánime y el Faraón dijo:
—¡Ay qué leche de vida!
Y emprendieron camino hacia la
calle de Raimundo Cepeda, donde vivía
el decesado Menandro.
Don Lotario procuró engancharse al
jefe y le preguntó con ansia natural:
—¿Qué pasa, Manuel, qué pasa?
Plinio chupó el remate del faria
antes de la respuesta, y dijo al fin con
ojos pensativos:
—Ya le contaré en otro momento.
El veterinario morreó a manera de
disgusto, pero no insistió en la
indagatoria.
La plaza estaba casi solitaria. Con
su cielo y su suelo de siempre. Las
plazas de los pueblos son cacerolones
que cada poco tiempo cuecen una
generación de humanos. De su iglesia
los sacan recién bautizados y ante ella
pasan al cabo de unos años camino del
Campo Santo. Venga de enchorritarles
vivos y muertos, recién desencoñados o
recién tiesos, y las plazas de los pueblos
tan tranquilas. Con su Ayuntamiento
enfrente, tan municipal, tan lleno de
máquinas de escribir y concejales. De
cuando en cuando, en sus balcones
asoma una bandera. La rojigualda
cuando pasó aquel ministro de Alfonso
XIII que iba a traer el ferrocarril. La
roja, gualda y morada de la República,
cuando llegó el otro a inaugurar las
obras del Pantano de Peñarroya. La roja
de la guerra. La rojigualda, la otra y la
otra de después de la guerra. Y la plaza
igual, con los párpados caídos ante los
cambios de bandera, las sangres de unos
y de otros, y los muertos y bautizos
generales que le llegan cada día. Todo el
que muere se lleva la imagen de su plaza
inundándole los ojos. Y la plaza tan
queda, sin echarle un gesto a nadie.
Bajo la Posada de los Portales —
calles blancas, maderas almagre y
columnas de cemento blanquigordas— a
aquella hora los enlutados y emboinados
de siempre. Los que miran la nada del
redondel o del auto que lo cruza, y a
veces levantan la mano muy pausera
para sentenciar sobre la viña y el
tempero. Son gentes de piernas
blanquísimas bajo los pantalones de
pana. La cara y las manos atezadas, y un
cielo de la boca coreado de muelas
amarillas que asoman en la
grandilocuencia del bostezo. La de
veces que habrán oído las plazas
bostezar, sonar los caños narigales, y
echar risotadas estruendosas. La de
veces que habrán visto a los borrachos
del pueblo aldoneando la cabeza y los
decires; las sombras de las panzas
empreñadas, y los mimos de los chicos
que salen de la escuela. Cuánta moza
con el pie brioso, la bocadura y los
pechos escapantes. Ay qué coño de
plazas, tristísimos calderos que nos
recuerdan tantas vidas escurridas… y
las mismas figuras de nuestra primera
biografía que se llevó el viento.
Calle de la Independencia abajo
iban Plinio y don Lotario con Braulio
entre hombros. Detrás, don Ricardo y el
Faraón. En la esquina de la hermana
Mariana vieron perros ligados. Acabado
el gusto o asustados, tiraban cada cual
hacia su cabeza.
—Fíjate —saltó el Faraón— hacer
eso en plena calle y estando solteros. Y
es que los curas, ahora, dejan unas
libertades que pa qué. ¿Qué sería si los
humanos, al acabar la concatenación de
las ingles anduviésemos todo el día por
la casa engatillados a la vista de los
suegros y vecinos…? Menos mal que al
hombre, así que acaba la puja se le
evapora la tensión.
Al doblar la esquina se les acercó
Ramoncito Serrano y volvieron a hablar
del muerto.
—Pues no sabe usted, Manuel, lo
más grande de todo.
—¿El qué?
—Que Menandro Almortas ha
dejado una carta al alcalde presentando
su dimisión como ciudadano.
—¿Su dimisión como ciudadano…?
No me jodas.
—Sin joderlo, Manuel. Aquí llevo
una fotocopia que se la leeré a ustedes
en el primer claro.
—¿Habéis oído? —volvió Braulio a
los otros—, que Menandro deja carta al
alcalde presentándole su dimisión como
ciudadano.
—Aprieta huevo. Es capaz. Si era
más cumplido que una nuera reciente. ¿Y
cómo enfoca el texto? (Faraón).
—Ahora lo leeré en el cuerpo
presente.
A ver si nos apañamos un
rinconcillo.
Al llegar a la casa del muerto se
enteraron que, por el aparato especial,
el entierro se retrasaba hasta las seis.
Decidieron hacer el velatorio completo
y no volverse al casino.
El yerno de Menandro, como todo
estaba enracimado de pesameros, los
llevó a una alcoba grandísima, llena de
cómodas y armarios panzudos,
habilitada para los del cumplido. Más
que alcoba era almacén de alcobas con
sillas altipateras entre las cortinas
amarillas y los lavabos con espejo
pajizo. Se entreveían mujeres sentadas
en sillas muy altas o descalzadoras muy
bajas; y un viejo tumbado en una hamaca
casi a ras de suelo.
Plinio y los suyos se aparcaron en
unas descalzadoras tristísimas, tapizadas
de seda celeste, pero tan altas que a don
Lotario le quedaban los pies
badajeando. Dentro de un armario que
no podían cerrar por más que empujaban
la puerta cuantos pasaban por allí, se
veían muchos paraguas grises y
sombrillas color ancianísima naranja. Y
es que en la familia de Menandro
Almortas, aunque de labradores llanos,
hubo una antepasada que vivió siempre
en un palacio de Madrid y dejó todo su
dinero para hospitales y beneficencia,
pero los muebles y crespones, las
vajillas y chinelas, y un cofre de caoba
muy grande lleno de barajas de todos los
tiempos, se lo dejó a su sobrino nieto
Menandro, que siempre habló de ella
con reverencia de altar.
Cruzó una vieja entre las
descalzadoras y los armarios de luna
panzudísimos, con una taza de caldo
anchísima. Y al poco volvió con un
rosario:
—Es que le vamos a poner al pobre
este, que es peorcillo, que no hay
necesidad de enterrarlo con el de plata
atado a la muñeca. Que la tierra es muy
poco agradecida.
Y lo explicaba a todos los
pesameros que le hacían pasillo a lo
largo de la casa, desde la cómoda donde
lo sacó, hasta el catafalco de Almortas,
que estaba sobre el suelo del gabinete y
tenía la bandera nacional y la de Acción
Católica cruzadas sobre al tabique de la
derecha, conforme se entra de la
habitación.
—¡Ay! No somos nadie —exclamó
el Faraón encendiendo un pito con cara
triste y muy acomodao en una jamuga
anchísima y negra como mal vaticinio—.
Pero os advierto, que cuando uno se
muere, vive como Dios.
—Pues no dices mal —coreó un
vejete sentado sobre el estuche de un
bidet portátil.
No era fácil saber la gente que había
en aquella alcobona de alcobas. Pues
por tanto espejo de coqueta y lavabo, se
veían los mismos dolientes de frente, de
espalda y en corros repetidos.
Como la cosa iba para largo,
Serranito sacó su fotocopia y pidió
audiencia:
—¿Les leo la dimisión de
Menandro?
Y como todos alargaron los cuellos
con las orejas abiertas, formando una
corona de cartílagos rizados rosados,
morenos y peludos, alrededor del
concejal, este, echando un vistazo al
contorno de los espejados para
cerciorarse de que su voz les llegaba,
empezó a leer con son de oficio: «Sr.
Alcalde Presidente del Excmo.
Ayuntamiento de Tomelloso: Muy señor
mío y de toda mi consideración. No crea
usted que es de mi gusto escribir la
presente.
Que aunque enfermo y con el
poco gusto por las cosas que da la vejez,
uno siente cierta pereza para cambiarse
de vida. Y aunque observé siempre
todos los mandamientos de nuestra Santa
Madre la Iglesia, y estoy seguro que
Dios nuestro Señor me tiene preparado
un buen destino, créame que cuesta
trabajo firmar el “acepto”. Pero, en fin,
como quiera que la vida no fue nunca
prenda perenne, asumo el reclamo con
toda resignación, y antes de que me
falten los pulsos necesarios quiero
ofrecerle mis respetos por última vez, y
presentarle formalmente y de manera
irrevocable mi dimisión como
ciudadano de Tomelloso. Sé
perfectamente que este requisito es
innecesario, dada la supremacía del
Destino sobre toda autoridad municipal
e incluso provincial, pero deseo quede
bien claro mi pesar por no poder
colaborar en lo sucesivo por los
intereses comunales del pueblo, como
siempre hice cuando se me requirió,
antes y después del Glorioso
Movimiento Nacional. Dos veces fui
concejal, una teniente de alcalde y otra
de la Hermandad de Labradores y no
hubiera tenido empacho en ser alcalde
presidente si se me hubiera pedido. Pero
no debió quererlo Dios, cuando ninguno
de los treinta y dos gobernadores que
pasaron por la provincia desde que
tengo memoria me hizo el envite. Le
ruego perdone en nombre propio y en el
de los alcaldes que le antecedieron si
alguna falta cometí en mis funciones. Y
tenga la seguridad de que quedan
hombres en el pueblo capaces de
suplirme en cualquier menester que
requieran las casas consistoriales de
Tomelloso. Que Dios le dé mucha
duración como hombre y como alcalde,
y sin más petitoria que una oración por
el eterno descanso de mi alma, ruego
haga extensiva esta renuncia y deseos a
toda la Corporación que tan dignamente
representa, así como a las autoridades
provinciales y nacionales que crea
conveniente… Este que ya no lo será
cuando la presente llegue a sus manos.
Menandro Almortas».
—Esa carta es un cachondeo —dijo
el Faraón enalteciendo la barriga desde
la jamuga.
—Estás equivocao —saltó Plinio
sereno desde su altísima descalzadora
—, la escribió en serio, por un apremio
cívico muy suyo, muy almortero.
—Estoy con Manuel —añadió el
catedrático moviendo la cachimba con
círculos de incensario—. Es una
renuncia subconsciente… a las ganas
que tuvo de ser alcalde toda la vida.
—Fue muy buen hombre —añadió
Braulio entre su chaqueta color
malvavisco—, pero siempre le gustó
figurar a su manera.
Las disposiciones
que dejó para su entierro y esta misma
carta a las Casas Consistoriales prueban
la importancia que se daba, sin querer
ofender a nadie.
—Sí, señor Braulio, eso es
certísimo y agudo.
Esta confirmación del catedrático y
competidor, ablandó mucho los ojos de
Braulio tan vidriados aquella tarde.
Apenas sonaron las seis se oyeron
los latines que el clero parroquial
cantaba en la puerta de la calle. Y al
contado: ruidos de sillas, pasos, toses y
el arrecio de los llantos familiares allá
en la hondura de la capilla ardiente.
Los condolientes se amontonaban de
pie en el patio y el portal, en espera de
que los curas dejasen de cantar.
Nubecillas de incienso entraban hasta
las honduras del patio. Y a la luz del sol,
la alta cruz de plata reflejaba las manos
nerviosas del monaguillo. Cuando los
sacerdotes rompieron su semicorro
latino, Plinio y los amigos salieron del
portal. Y a dos pasos de la puerta de
Menandro, vieron un carro virilón de
yunta, cargado de coronas y largas cintas
con leyendas oferentes. A las dos mulas
que tiraban de él —que caballos no
hubo modo— las agualdraparon con
paños morados, y plumas negras en las
cabezas. Las gentes contemplaban con la
boca floja aquel artificio, e incluso en
los curas se apreciaba un dengue
irónico. En el pescante de aquella, más
que carro, galera sin miriñaque,
aguardaba Felipe, el auriga fúnebre
envuelto en su blusón negro, y con la
boca prieta por frenar la risa.
Apenas sacaron el féretro de
maderas grandes y molduras áureas, y lo
pusieron sobre el tablero del carro con
un gruñido doledor, se formó el primer
duelo bien ennegrecido, de los hijos y
yernos del finado. Inmediatamente, los
hombres condolientes, ocupando toda la
anchura de la calle. Y luego, las
mujeres, encabezadas por el duelo
femenino, con velos y pañuelos prontos
para el lagrimeo. Como las mulas eran
viejas, iban a poco paso y todo el
acompañamiento se trasladada con
cansinez impropia de los tiempos Las
gentes que ignoraban la historia de aquel
entierro, al verlo pasar miraban la
galera y luego a los dolientes y a los
curas, buscando explicación a aquella
anacronía. Y muchos desocupados,
especialmente niños, se añadían al
cortejo por ver en qué acababa aquel
funeral, carretonil y risero.
Plinio y los suyos, a pasico, con toda
la paciencia del mundo, iban tan
pegados al duelo primero, que no podían
expresar los comentarios que les
llegaban a la boca. El Faraón, que antes
de llegar a la plaza se amarró al brazo
de Braulio, discretamente hacía mimos
juanetudos. AL pasar junto al
Ayuntamiento se incorporó el alcalde
con paso precipitado y sujetándose las
gafas, hasta colocarse al lado de Plinio.
Por cierto, que apenas el hombre se
serenó un poco y enjugó el sudor, el jefe
se las amañó para zaguearlo de los
amigos. Y le dijo, pasándose la mano
por la boca con aire corto:
—Señor alcalde, usted perdone,
pero quería pedirle unos días de
permiso.
—¿Usted permiso, Manuel? Nunca
le oí pedir nada semejante.
—Para que usted vea.
—Le corresponde un mes al año. De
modo que puede empezar cuando guste
siempre que me deje aquello en buen
orden.
—No; sólo quiero unos días.
Menos
de una semana calculo.
—¿Y dónde va a ir si se puede
saber, Manuel?
—Ahí cerca… a Ruidera.
—¿A Ruidera? Ay, Manuel, Manuel,
ya me extrañaba a mí lo del permiso. A
usted le han contado lo de las voces
nocturnas y quiere hacer una
investigación.
—… No creo que eso sea cosa
seria.
—Yo tampoco, pero algo es algo.
—Pues no había reparado en eso,
señor alcalde. Es que mi mujer y mi hija
llevan qué sé yo el tiempo con la perra
de pasar unos días en las lagunas, y,
como han puesto un hotel que está bien,
pensé llevarlas estos días antes de que
empiecen los calores.
—¿Usted de turista a Ruidera con su
mujer y su hija? Muy extraño.
—Hombre, alguna vez tenía que
salirse uno de la rutina. A las pobres
nunca las llevo a ningún sitio. ¿Qué le
han dicho a usted de las voces?
—No sé… que hace algún tiempo,
cada dos o tres noches, precisamente
desde el hotel, a eso de las doce, se
oyen unas voces de hombre, que asustan
a los huéspedes.
—¿Y duran mucho?
—No, sólo una voz. Larga.
—¿Y no saben de dónde salen?
—De muy cerca del hotel, de las
orillas de la Colgada, pero nada más.
—¿Y no han hecho denuncia en
serio?
—… Como tampoco ocurre nada
denunciable.
Plinio se rascó el cogote con cierto
disimulo sin quitarse la gorra, y quedó
con gesto meditativo hasta que al fin
rompió:
—Pues mire, así tendremos
distracción estos días. Porque al no ser
pescador, cazador ni nada que se salga
del oficio, iba a aburrirme como un
galgo…
Antes de que el duelo saliera del
cementerio, el Faraón anunció que el
hijo de su madre no volvía a andando,
que ya se daba por cumplido y que
desde el teléfono del camposantero iba a
pedir un taxi para llegar a tiempo de dar
la cabezá en la casa, pero sobre cuatro
ruedas. El catedrático se sumó y los
demás del grupo se quedaron para
cumplir el ritual completo.
Los sacerdotes también se montaron
en el coche de un amigo. Sólo el
sacristán y el monaguillo volvieron
andando con la cruz y el hisopo. Por
consejo de alguien mandaron delante el
carro con las coronas. Y duelo y
acompañamiento volvieron a buen paso,
entre una polvisca que se alzaba hasta
las hojas de los árboles del paseo.
Desde lejos se veía a aquella multitud
andar como a destajo. Aldeando las
mujeres y cogidas del brazo. Los
hombres más bien mirando al suelo, y
los deudos con esa cara de mala uva que
a veces ponen los que demuestran
muchísimo dolor.
Plinio y don Lotario,
desemparejados de los otros, tornaban
hablando con mucha aplicación.
—¿Y dices que tenemos caso a la
vista?
—Parece que sí… Desde hace dos o
tres noches, a eso de las doce, se oye
una voz bastante miedosa… según dicen,
cerca del hotel nuevo que han hecho
junto a la Colgada, en Ruidera.
—¿Voz de hombre?
—De hombre.
—Ruidera siempre fue sitio de
misterios.
—Mayormente de pescadores.
—Yo me entiendo, Manuel. La
Cueva de Montesinos, el Castillo de
Rochafrida y esas aguas tan quietas.
—He pedido permiso al alcalde
para ir allí unos días.
—Para irnos querrás decir.
—Natural. Pero voy a llevarme a la
mujer y a la chica. Las pobres están qué
sé yo el tiempo con la letanía de pasarse
una temporadilla junto a las lagunas,
como ahora se estila tanto.
—¿Y no serán impedimento para
nuestras pesquisiciones?
—Qué va.
—¿Y te han dado permiso o vas
como de servicio?
—He pedido permiso. Eso queda
fuera de mi jurisdicción.
—Ya… ¿Y la llamada telefónica al
casino tiene algo que ver con eso?
—Algo… Pero ya le contaré en el
momento oportuno.
Don Lotario pateó una china, e hizo
una tragada de saliva.
Otros blogs que te pueden interesar.
0 comentarios:
Publicar un comentario