A media mañana, por la carretera
de Argamasilla, si iría el Seat de don
Lotario a sus sesenta por hora. Delante,
el veterinario y Plinio. Detrás la mujer y
la hija del jefe. Plinio, de paisano, con
la boca apretada y los ojos entornados,
pensando, él sabría en qué. Y don
Lotario, haciendo memoria si era
aquella la primera vez que llevaba en su
Seiscientos a las mujeres de Manuel. La
Gregoria, sin acabar de explicarse tan
rápida excursión a Ruidera de toda la
familia, incluido don Lotario, como no
podía ser menos. Y la hija, como
siempre que iba en coche, abstraída tras
la ventanilla, sintiendo que ideas muy
varias y evanescentes pasaban por su
magín con la misma rapidez que los
aledaños de la carretera.
Aquel paisaje de llanura absoluta no
lo comprende casi nadie. Hace falta
mucho acomodo de los ojos. La gente
ante el paisaje va al bulto: árboles,
montes, valles y lomerales. Los viajeros
de toda la vida se aburren al atravesar
las llanuras manchegas, camino de
Levante o Andalucía. Van en tren o en
coche, con los ojos inexpresivos, por
aquellas tierras que consideran paso
forzado hacia destinos más amenos. No
conciben el paisaje sin anécdota, sin los
esquemas convencionales. Ante el
rincón verde con vacas bucólicas el
viajero entorna los ojos. Ante las
montañas amenazantes, hacedoras de
valles y desfiladeros truculentos, se le
encoge el ánimo y piensa en fábulas
épicas. Ante los campos rimados de
montes suaves, de olivos trepadores o
bosques de pinares y alcornoques,
recuerda melodías conocidas. Pero en la
llanura manchega se adormece, no la ve.
Allí el paisaje no sale hacia el cielo, no
son relieves que hagan mimos líricos o
medrosos. La llanura manchega parece
hecha para soportar el cielo en sus
bordes lejanísimos. No es naturaleza
que sale, que salta. Es tierra que está,
que aguanta. Es plataforma ¿de qué? De
lindes sin sombras. De un aire
inmedible. El paisaje, en aquellos días
de primavera, era cuadrantes de
siembras ralas; de cepas que empiezan a
romper, entre surcos rígidos.
Longuísimos barbechos, pardos, grises.
Gamas de ocres y verdes tímidos. Suelo
total, alfombra sin arruga, cuyos colores
amortigua la extensión y el cielo limpio.
Allí el prodigio no se consigue con alzas
del terreno. Lo logra la luz, la luz igual,
que todo lo adelgaza y espirita; que
cuaja una cromía diluida, casi gaseosa.
La evaporación, las anchas lejanías, el
alumbrar tan uniforme del sol, hacen
pensar que todas aquellas infinitudes
están pasándose al cielo. O que el cielo
y la tierra se reflejan mutuamente porque
allá en el horizonte no se sabe bien si el
cielo está sembrado o la siembra está
hecha cielo de tan parecidos celestes-
verdes, verdes-celestes, pardoscelestes,
celestes-pardos. Todo cobra a
lo lejos suspensión en la llanura y no sé
qué plenitud atmosférica, cristalina,
irreal. La figura lejana que avanza por la
linde, el tractor de más allá, el labrador
que ara tras la mula, parecen
modulaciones del terreno o creaciones
del aire. Figuras más lejanas de lo que
están realmente, arropadas con las
infinitas cristaleras que el aire pone
sobre tan dilatada planicie. Los ojos,
fatigados de tierra plana y cielo azul, se
obsesionan con aquellas figuritas que
apenas se mueven… Y solamente, de
vez en vez, como un espejo perdido y
fugaz, brilla el acero de una azada o
rutila la cal de una casita desnuda. El
paisaje manchego es sordo, sordo y
mudo. La campana del cielo ha hecho el
vacío sobre él. Nada se oye en la
llanura. El labrador y el carrero no
cantan, y si cantan su voz no llega. El
aire tan libre y ancho es como la voz a
flor de labios. El carro que traquetea, la
esquila de la mula, el son del tractor y el
ladrido del perro se pierden apenas
sonados. A veces, una ráfaga de aire
dislocado nos trae un chorrillo de
palabras, traqueteos, motores y ladridos,
que pasan veloces junto a nuestro oído,
para perderse en seguida en la anchura
que sigue… En los días de verano
zumba el sol. En los ásperos, un aire
largo nos aleja nuestra propia voz. A
fuerza de no ser paisaje al uso el de
estas llanuras, de ser imaginación de la
tierra y forro del cielo, el terreno en
primavera, como en el desierto, crea
espejismos de paisajes figurativos para
contentar al viandante aburrido o al
pintor buscador de anécdota. Los
vapores de la siembra, de la tierra
yermal y del viñedo, se aglutinan y
toman forma de casas con árboles,
reflejados en un río inexistente.
Espejismos que ondean en el lejano
horizonte, como protesta de la llanura
que, cansada de jugar a matices por unos
momentos se concede en tópico… Sólo
un pintor español, López Torres, ha
sabido ver este ser tembloroso y
vientero del paisaje manchego, estas
llanuras siempre en evaporación,
rielantes, que hacen de gas las figuras y
todo lo llenan de zonas transparentes,
distanciadoras, matizadas.
Ni Sancho ni don Quijote pudieron
ver este paisaje. Sabían que pasaban
tierra llana, pero para ellos no había
horizonte. Todos aquellos lienzos de
tierra tan a nivel estaban cubiertos de
monte bajo, de carrascas cenicientas, de
verdes viejos, que le quitaban
profundidad. Sólo en los ejidos de los
pueblos, el remedio de cereales y algún
huerto, despejaban las encinas y la
chasca del suelo. Hasta que llegó el
desmonte no se descubrió la repisa de la
llanura y sus miradores. Todavía de vez
en cuando, sobre aquellos planos
solitarios aparece alguna encina con los
ramos al viento, clamando sus cuitas al
cierzo, haciendo su solo patético ante el
horizonte sin lindes… Encinas que a
poco que te alejes, por la masa del aire,
no sabes si son reales o un espejismo
más.
No es paisaje de encuentros súbitos,
de retablos, y corros imprevistos. Al
que viene se le ve apuntar desde muchos
surcos y el que se va nunca acaba de
desaparecer. El hombre que va en el
carro, en el tractor o la bicicleta, lleva
cara de no mirar. Va sin temor a
sorpresas. El llanero manchego fue
siempre hombre de pensares solos, de
gesto inexpresivo, de caminos y labores
sin misterio… De vez en cuando, una
casa blanca, casi diluida en el aire; un
bombo, un descardenchador, muchas
ovejas. ¿Qué se mueve junto al pozo? Y
la llanura sigue detrás, delante y sólo
deja imaginar.
Por la carretera de Argamasilla,
antes de llegar al pueblo y torcer hacia
Ruidera, cambia el panorama. Ya vas al
hilo del Guadiana. Del Guadiana
siempre enjuto, y ahora más por el
Pantano. A la derecha, los chopos y
álamos del río; y hacia la izquierda, la
terca llanura que sostiene a Tomelloso,
que sigue sin un pliegue hasta
Socuéllamos, Pedro Muñoz y Campo de
Criptana.
La biografía de las aguas es rarísima
en este rodal de La Mancha. El que haya
unas lagunas tan nórdicas y hermosas en
tierra tan poco lagunera como es
España, y no digamos en esta
altiplanicie manchega, ya es notable.
Pero la manera que tiene de comportarse
el Guadiana desde su alumbramiento
hasta renacer en los Ojos del Guadiana,
junto a Daimiel, supone la historia de
río más única que se conoce. Y es que
en la Mancha —la gente no se fija—
todo es bastante raro. Desde que el
Guadiana toma forma de río y deja las
lagunas sucesivas, después de la
Cenagal, ya pasada la aldea de Ruidera,
y empieza a caminar enclenque por
todos aquellos campos de Montiel, sin
mayores fuerzas antaño, que para mover
los molinos del Membrillo, el Curro,
Santa María, San Juan, San José y ahora,
para llenar cuando puede la presa del
Pantano de Peñarroya, es toda un
crónica. Río canijo, cruzable en dos
brazadas, que discurre entre juncos: el
negro, el común, el bolita, y el de sapo.
Entre bayunguillos y juncias redondas o
castañuelas; a veces flanqueado de
álamos blancos y negros, chopos
lombardos y bastardos. Y así que sus
estrechas aguas alcanzan la gran anchura
de San Juan, tierras calizas y
esponjosas, empiezan sus filtraciones, y
fatiga. Cruza el pueblo de Argamasilla
sin aliento y, al llegar al molino de la
Membrilla, lo traga la tierra y bajo ella
camina siete leguas hasta resalir, como
lágrimas abundosas, por los Ojos del
Guadiana, allá por Daimiel.
Ya decía Plinio el latino, y no
Manuel González el de Tomelloso, que
el río Anas tenía en la llanura un
puente de siete leguas sobre el que
pastaban los rebaños. Sin embargo, los
sabios posteriores, aseguran que esas
aguas resurgentes que lavan los Ojos de
Villarrubia, no son todas las que se tragó
el terreno por las llanezas de San Juan,
del Guadiana alto, sino que una buena
parte son recaudo de las nuevas
filtraciones de las lluvias en el llano
manchego. Es decir, que aquel Guadiana
que renace junto a Daimiel, y engorda en
su largo camino hasta pasar por Badajoz
y Portugal como río señor, tiene poco
que ver con el abortillo de tan
anchurosas lagunas, lleno de vicisitudes
y escamoteos.
—Oye, Manuel ¿y tú crees que esta
noche se oirán en la Colgada esas voces
tan misteriosas que te dijo el alcalde?
Plinio le hizo un gesto disimulado
para que no hablase del tema, pero don
Lotario, con la fijeza puesta en la
carretera, no lo advirtió.
—¿De qué voces habla usted, don
Lotario? —preguntó la hija de Plinio
incorporándose hacia el respaldo del
veterinario.
—Que por lo visto, de unas noches a
esta parte, está la gente del hotel muy
asustada, porque grita una voz
misteriosa.
—Vaya, vaya, Manuel —saltó la
Gregoria— ya me extrañaba a mí tu
repentina fineza de traernos a Ruidera.
No será porque no se lo dije a esta:
Milagrillo, que tu padre no vaya a algo
del servicio que no nos ha dicho… Si no
podía ser.
—Atiza, he metido la pata —
rezongó don Lotario.
—Padre, ¿es verdad eso?
—Es verdad, pero me lo dijo el
alcalde precisamente cuando fui a
pedirle permiso para venir con vosotras.
Eso de las voces serán fantasías
moriscas de los ruidereños, y yo no
tengo nada que ver con ellas.
—Es cierto, Gregoria, se lo dijo al
pedirle permiso. Además, no compete a
la Policía de Tomelloso.
—Ya, ya, aunque así sea —reatacó
la mujer— como que van ustedes a dejar
de fisgar en un misterio como ese, por
mucho que competa a la policía de otro
sitio. Verás hija como nos dan la
temporada.
—Tampoco es para ponerse así,
madre. ¿Qué más nos da que se
distraigan en una cosa que en otra?
Nosotras a estar tranquilicas, y en paz.
—Sí, tranquilicas. Narices.
Estaremos toda la noche oyendo voces
agónicas y estos por allí corriendo
peligros. Te digo que es como para
volverse.
—Pero, coño, mujer, ¿a qué vienen
esos extremos? Ni esas voces serán tan
agónicas como tú dices, ni nosotros
correremos peligros, ni vamos a
hacerles pizca de caso.
—Bueno, bueno, te conozco bacalao
y si no al tiempo.
—Pues esperemos a ver qué trae el
tiempo —dijo Plinio volviendo la
cabeza con aire severo y de poner punto
a la discordia matrimonial.
Pasados el Pantano de Peñarroya y
el Castillo del mismo nombre, la llanura
se quiebra, y empiezan las cuestas del
Castillo, del Rivero, de la Malena y de
Miravetes, tan pecheras y acibantadas,
que parece pisamos otra región. Los
cuatro auteros iban callados, y cada cual
a su manera con la boca tensa y los ojos
vueltos hacia el telón de sus
preocupaciones.
Conforme se llega a Ruidera, ya
digo, las cuestas se empinan y las curvas
se cierran. El estrecho Guadiana a ratos
queda muy alejado de la carretera, tras
la barrera de álamos y carrizales.
La mujer de Plinio, que debía sentir
mareo por tanta rúbrica del camino, se
puso los dedos en la frente. La hija
aspiraba con gana.
—¿Se marea usted, madre?
—No…
—No mires a la carretera y cierra
los ojos, mujer (Lotario).
Plinio pensaba que iba incómodo
con las mujeres. Había organizado mal
la cosa. A nadie quería él más en el
mundo que a las dos que componían su
familia. Pero una cosa es el cariño y
estar con ellas a gusto en casa o en los
sitios naturales, y otra llevarlas al
oficio, donde el comportamiento de él
tenía que ser distinto. Ellas estaban
acostumbradas a verlo, a sentirlo en la
paz de la casa o de las holganzas
propias de su clase y condición humana,
pero así en trance de faena, todo iba a
ser de otra forma. Y si no al tiempo. Era
la primera vez que lo iban a ver actuar, a
aguantar sus teleles y pálpitos, sus
entradas y salidas con don Lotario o…
solo. Sus rebinaciones y ausencias.
Aquellas otras caras que ponía cuando
había caso por medio. No debía
haberlas traído.
Entraban en Ruidera. La primera
laguna que se encuentra, la Cenagal,
Cenagosa o Cenaguera, es de poca vista
y anchura. Es un feo boceto de laguna.
Estaba muy baja de agua. Aguas verdes
turbias a aquella hora. Amago de laguna,
claveteada de juncos y carrizos. Entre
ellos nadeaban patos azulones, gallinas
de agua y aves-toro o abotaurus
stellaris, que dicen en las vitrinas.
Pasaron la centralilla eléctrica que
llaman de Mirabetes, y en seguida la
Colgadilla, la otra laguna menor, con la
que colean las quince grandes que
encabezan la Blanca, treinta kilómetros
al sur, en terrenos 120 metros más altos,
que son la misma ubre del Guadiana. La
Colgadilla, algo más alongada, recibe el
agua por filtraciones subterráneas de la
Cueva Morenilla, y se vierte por la
superficie, con un cacho de río, en la
Cenagosa. La Laguna de la Cueva
Morenilla es la última de las lagunas
bajas, que según se viene de
Argamasilla, están antes de llegar a la
aldea de Ruidera. Son prólogos del
lagunario. Pasaron ante la centralita de
San Alberto. Cruzaron la aldea, a
aquellas horas con poca vida en la calle.
Dos mujeres con escobas en la mano
hablaban entre sí, y quedaron mirando al
coche de los justicias.
Como estaba recién pasada la
Semana Santa, se veían en las fachadas
enjalbegadas dibujones del Domingo de
Ramos hechos con pintura verde.
Debieron ser obra del mismo «equipo»
de artistas y poetas, por la tintura, el
tipo de letra y la sinrazón de los versos.
Sólo pudieron leer uno:
Cada vez que te sientas
das un respingo.
… Yo sé lo que te duele
desde el domingo.
En la puerta de la iglesia nueva, el
cura encendía un pito con aire
pensaroso.
—¿Qué pensará el señor cura de
estos ramos? —se medio preguntó don
Lotario.
Como nadie le contestaba, echó un
reojo por el retrovisor. La mujer de
Plinio iba con la cabeza reclinada y los
ojos cerrados. La hija la llevaba cogida
del brazo. Y el jefe, con el pito entre
comisuras, dijo:
—No se va a poner él a borrar los
ramos. Tendrá que aguantarse y luego
decir algo en el púlpito.
Las calles estrechas en cuesta. Las
casas bajas con cal, la antigua fábrica de
pólvora y luego residencia particular.
Aldea pequeña y clara, criada a la vera
de las aguas y sus lucios, de los árboles
que fueron cortados antaño para poder
comer. Aldea que pasó de la caza furtiva
y pesca solitaria, al trajín del turismo
provinciano.
Apenas salir del pueblo, entraron en
el camino de las lagunas maestras. La
del Rey, de casi un kilómetro de larga y
más de trescientos metros de ancha.
Honda, clara y verde a aquellas horas.
De una quietud enferma sin el menor
pellizco de relieve, como dejada por
milagro, intocada. La mañana parecía
salida de aquellas aguas calmas, verdes
clarísimas; de su paz un poco temerosa.
Esta quietud verde, azul, malva, rojiza a
veces, según las luces, de las aguas
quedas, bajo un cielo tan límpido, tienen
algo estremecedor. De paz agorera que
calambrea un punto el nervio del alma.
Algo se ha roto en la armonía de la
tierra, para que existan aquellos ojos
gigantes, sin parpadeo, sin lágrima, sin
reflejo súbito. No se sabe qué muerte
cósmica representan. Tanta copia de
cielo quedo a ras de tierra, tiene viso de
paisaje espacial, solo. De espejo
patético que somormujó palacios
romanos con deidades frígidas de
cabellos rubios.
Los lagos parecen pedir un contorno
blandorro y lírico; o tremebundo e
infernario. Pero las lagunas de Ruidera
están rodeadas de un paisaje manchego,
de pocas alturas, sin verduras líricas ni
rincones plácidos. Monte bajo, cuñas
arcillosas, tierra rota, sin disfrute ni
bucolismo. Humildes paisajes de
salvias, tomillos y romeros color verde
viejo. Esoliegues, marrubios y lentiscos.
Espinos, aliagas y velerzas. Paisaje
villano y desarreglado, que sin los
montes que le talaron, no resulta
encuadre adecuado a la suavidad de las
aguas. Contraste de rodeos cabrerizos
con aguas lunarias. Colación de hadas
frígidas entre lentiscos y cagarrutas. Los
romanos y romanas blanquísimos que se
bañaron aquí, dejaron las ropas
terragosas y guerreras en las orillas del
lagunario. Este contraste de aguas persas
y tierra desmañada cuaja en belleza
desusada, que punza con escalofríos
chuscos y líricos, negros y luminares,
como el viaje de don Quijote entre
cabrahigos y murciélagos, hasta el
cuerpo insepulto de Durandarte. Sí; no
extraña que Cervantes viese este
panorama del alto Guadiana como obra
merlinesca, que trocó a un escudero en
río y a las hijas y sobrinas de la dueña
Ruidera en lagunas. Las lagunas son
magia tétrica, cuerpos enaguados,
insepultos. Un cuerpo de Durandarte mil
veces repetido bajo las aguas. Una
procesión de muertos palidísimos
romanos y carolingios diciendo durante
siglos la historia de sus amores
frigorificados. Y fuera, las ropas
pastoreñas, las monteras y los zurrones
esparcidos por los montes, las esquilas
oxidadas de mil rebaños seculares entre
los lentiscos, como frutos perdidos.
Pasaron frente a Miralagos. Y
pegada a la Laguna del Rey, la mayor de
todas: la Colgada. Casi dos kilómetros y
medio de longitud y medio de anchura.
Ambas se comunican por un estrecho
muro de caliza, de suerte que parecen
una, y logran la plenitud de esta cadena
de aguas de la Mancha.
—Ya hemos cruzado el límite de
nuestra provincia con la de Albacete.
¿Qué sientes, Manuel? —le preguntó
don Lotario con tono festivo.
—¡Nostalgia, don Lotario, nostalgia!
Llegaron al Hotel de la Colgada y la
dueña, nada más ver entrar a Plinio con
la maleta grande de la familia:
—Bienvenido, Manuel. Ya sabía yo
que no podía usted faltar tal y como
están las cosas por aquí.
Plinio, con el traje gris usado, la
camisa oscura, sin corbata, la boina y la
maleta en la mano, quedó parado con
cara de contrariedad por si oían sus
mujeres, pero enseguida reaccionó:
—Para que usted vea. ¿Habrá
habitaciones?
—Estamos casi vacíos. Y como
sigan las voces dichosas nos tendremos
que ir todos.
El dueño, don José, llegó con un
periódico bajo el brazo. La mujer de
Plinio, con gesto tirante dijo algo en voz
baja a su hija. Don Lotario esperaba con
la maleta breve.
Plinio abrió de par en par la ventana
de su cuarto, que daba sobre la Colgada.
Miró el agua verde clara, transparente.
Don José y doña Josefa comentaban tras
el mostrador del hotel:
—No creas que esto de que venga el
guardia es bueno.
—¿Por qué?
—Verás como se van los pocos que
quedan. Ahora va a parecer que todo es
más peligroso.
—Qué va, les dará más seguridad.
—No, un guardia siempre es un
guardia.
La mujer y la hija de Plinio
deshacían la maleta con mucho esmero.
—¡Qué silencio, madre!
Don Lotario puso el bicarbonato
sobre la mesilla y sin saber qué hacer se
asomó también a la ventana. El agua
verde clara con mucho sol diluido, le
echaba claridades en los ojos y entornó
los párpados. Plinio liaba un cigarro y
respiró hondo, sin dejar de mirar al
tabaco. El silencio completo de vez en
cuando lo rompían sones de esquilas
alejadas, balidos de invisibles ovejas o
la voz corta de un pastor, también
invisible. Por la orilla frontera, Plinio
veía el reflejo de los montes color verde
viejo, que daba a las aguas un tono más
bravo y adensado. Las mujeres de Plinio
colgaban las ropas en la percha.
—Tu padre no se ha llevado nada a
su cuarto.
—Ya irá pidiendo.
Don Lotario se quitó la corbata y
sacó unas botas. Así que se
acostumbraba el oído a aquel silencio,
se percibía el ruido que hacían las aguas
de una laguna al caer en otra. En la
Colgada vierten las aguas de escorrentía
de la Cañada de las Hazadillas. En los
días de primavera las aguas de
escorrentía se multiplican, los saltos de
laguna a laguna se asonoran, y en
algunos parajes todo es concierto de
aguas saltadoras y escaloneras. Que por
eso Ruidera se llama como se llama.
Porque es la zona «roidera» o ruidosa
del Guadiana. Plinio seguía de codos
sobre la ventana acomodándose a
aquella paz de ruidos sensitivos, de
luces tan anchas y licuosas. Allí uno
volvía al sí mismo, al desierto solitario
que es, sin más turbanza que el breve
esquilear de las ovejas lejanas. Se
desvestía de las imágenes de las gentes,
vehículos, casas y perros del pueblo, y
ganaba romancillas de agua; solos de
balido, reflejos que limpian la sensitiva
y aguas en las que no nos vemos, pero
copian el cosmillo rodeante. Con la
ventana abierta se tumbó en la cama.
Don Lotario así que sacó las botas y se
quitó la corbata no sabía qué hacer. Dio
dos paseos por el cuarto y bajó al bar.
Las mujeres se arreglaban el pelo.
—¿Se le pasó el mareo, madre?
—Nada más bajarme.
En el bar rodeado de cristales
tomaban café los cuatro. Sólo ellos. El
chico de la barra limpiaba unos vasos
con mucha calma, mirando a otro sitio.
Junto a la puerta, coches estacionados.
El viaje los había dejado algo varados.
O tal vez era la calma. Se cruzaban las
manos de todos sobre la mesa para
coger las tazas de café. El cielo que se
veía por los cristales era una lumbrera
de luz delgada. Allí no se oía el bando
de las ovejas. Salió otro chico a la
barra. Silbaba con mucho regusto,
oyéndose, entornando los ojos. Era un
camarero mirlo. Plinio y los suyos lo
miraban sonriendo. El chico era divo
del silbato. El otro de la barra, lo
miraba y los miraba cachonriendo. Pero
él, tan tranquilo. Cuando terminó la
romanza pitada, se puso a ordenar las
tazas, tan indiferente. Plinio hizo un
mimo de silbar sólo para los suyos.
Por la puerta del bar que daba al
hotel se oyó un vozarrón:
—¡Este, este era el que hacía falta
aquí!
Era Honorio de la Cruz, grandón,
con los brazos alzados, acompañado de
Blas Camacho, que señalaban a Plinio
riéndose con cariño.
—Sí, Manuel, a ver si descubres
pronto al de las voces, que aquí está to
el mundo aterrao.
Las mujeres tomaban el café con
gesto circunspecto.
—Pero si veníamos a pasar unos
días sin saber nada. Me lo dijo el
alcalde al despedirme.
—Pues ya verás la que os espera.
Menuda ocasión has elegido para traerte
a las mujeres.
—No me diga usted más —le
confirmó la Gregoria.
—¿Vosotros habéis oído esas voces?
—No —dijo Blas— porque vivimos
lejos, pero esta noche, que creo que
tocan, vamos a venir a oírlas.
—Nosotros y mucha gente. Esta
noche esto va a ser una romería
(Honorio).
—¿Y qué texto tienen las voces?
(Lotario).
—Ninguno —dijo el barman del
silbido—. Es un quejío muy triste.
—No tan triste —dijo el otro
barman que no silbaba.
—¿Pero en qué quedamos, leche, en
que es triste o no? (Blas).
—Es más bien triste.
—Pero menos… más de sorpresa.
—Pero triste.
—De sorpresa. Y dale.
—¿Vosotros entonces lo habéis
oído? (Plinio).
—Claro.
—¿A qué hora?
—Sobre la medianoche. Entre las
doce y la una.
—¿Cada cuarenta y ocho horas me
han dicho?
—Una vez, la última, se retrasó y
tardó tres noches.
—¿Entonces esta noche hace
cuarenta y ocho horas desde la última
vez? (Plinio).
—Eso es.
—¿Y de qué parte vienen? (Lotario).
—Varía. Pero de bastante cerca…
Al menos eso parece.
—Pues nada —dijo Plinio
quitándole importancia— estaremos a la
escucha.
Los dueños del hotel entraron en el
bar. Ella con unos papeles en la mano.
—Ya estará usted tranquilo, don
José; con Plinio aquí, todo resuelto
(Blas).
—A ver si es verdad —dijo don
José con aire melancólico.
—¿Y quién piensan que puede ser el
que vocea? (Plinio).
—Nadie se explica.
—Pero algunas conjeturas se harán.
—Yo no oigo más que tonterías.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo… que el voceador es
un forastero que se ahogó el año pasado
en la Laguna del Rey y nunca lo
encontraron.
—Esa conjetura no nos vale,
¿verdad don Lotario?
—Creo que no.
—¿Otra?
—Que es uno que quiere que nos
arruinemos y dejemos el hotel.
—Esa ya es más verosímil
(Honorio).
—Yo esta noche me voy a traer un
magnetófono a ver si puedo tomarla
(Blas).
—En fin, lo que sea sonará.
Tras las vidrieras del bar se veían
unas torres bajas y fronteras de
apartamentos. Entre los coches que
estaban aparcados, junto al bar, apareció
un liliputiense que aparentaba unos
cincuenta años, con pantalón corto y aire
muy deportivo. Sujeto traía un perro
lobo que casi le igualaba en alzada. Le
llevaba puesto un sombrerillo de paja
amarilla sujeto con un barboquejo.
—Ahí viene don Circunciso Zaplana
y su «Vida».
Miraron hacia donde señalaba
Honorio.
Don Circunciso, ahora inclinado
sobre el perro, lo desguarnecía del
sombrerete.
—¿Y quién es su vida? —preguntó
la mujer de Plinio. El perro.
—El perro (Don José).
—¿Es que se llama así?
—Así lo llama él. Por lo visto
algunos parientes suyos murieron al
contao de morir sus perros. Y él cree
que le va a pasar lo mismo. Por eso lo
cuida tanto.
—Coño, pues con no tener perro
tendría la tranquilidad ganada.
Don Circunciso, después de destocar
al perro le acariciaba la testa.
—¿Y es de estos terrenos?
(Gregorio).
—No, es forastero total (Don José).
Abrió la puerta del bar y, sin soltar
al perro, entró con aire ausente. Se fue a
la mesa más apartada y a su lado sentó
al lobo. El barman mayor, el que no
silbaba, que desde que vio aparecer a
don Circunciso empezó a preparar un
whisky doble y tacos de jamón, lo puso
todo en la bandeja y fue hacia él con
aire muy ceremonial. El perro, al ver el
gran plato de jamón, moneó goloso y
sacudió las orejas. Don Circunciso, sin
ojos nada más que para su «Vida», tomó
un taco de jamón, se lo enseñó
sonriendo y con el mayor amor del
mundo se lo puso entre dientes. Luego
con aire suficiente tomó un buen trago de
whisky. Encendió un cigarrillo rubio con
boquilla y mirando al campo con aire
concentrado, expelió el humo con
muchísimo gusto. No habrían pasado dos
minutos cuando «Vida» levantó
suavemente su mano derecha hasta
posarla en el muslillo de su amo. Y este,
sacando su lírica sonrisa de antes,
trasladó otro taco de jamón a la lengua
del perrazo. Se echó otro trago de
whisky, y etcétera.
Blas y Honorio, sentados a la mesa
de Plinio, bebían y hablaban con
discreción. La llegada del liliputiense y
su «Vida» habían impuesto respeto. Don
José y señora, desde la puerta, parecían
esperar cualquier instrucción de don
Circunciso.
Al cabo de un buen rato, cuando el
perro acabó con el jamón y el enanillo
con el whisky, este hizo una seña para
que le trajesen más bebida. El mozo
mayor ya la tenía preparada, pues estuvo
observando los volúmenes del vaso y
del companaje, y apenas el pequeño hizo
el gesto, le entregó la bandeja al otro
mozo, al silbante. Una vez que retiró el
servicio usado y puso el renuevo, don
Circunciso le guiñó un ojo. El silbante
consultó con los ojos al patrón. Este le
dijo que sí con la cabeza. Y sin más, se
arrodilló ante el perro, y empezó a hacer
un concierto de silbo dulcísimo, con los
ojos blanqueados y meneando
suavemente el ademán. El lobo lo
miraba muy fijo como sonriendo,
mientras su amo lo acariciaba
suavemente.
Algunos huéspedes entraban en el
hotel directamente sin pasar por el bar.
Hasta que de pronto Blas le dio un
codazo a Honorio:
—Ahí viene la que tú querías ver, so
galgo.
Por la puerta del bar entró una rubia
de repartida encarnadura, con
pantalones blancos, grandes gafas
ahumadas, suéter que le realzaba el
tetuario y pañuelo a la cabeza. Saludó
con un movimiento de cuello muy
británico, y se sentó en un taburete de la
barra, mostrando la línea acampanada
de su tras, con la ceja central bien
embutida.
El mozo de la barra acabó su
romanza pitada dedicada al «Vida». Don
Circunciso, le dio con discreción unas
monedas. Se retiró reverente. El perro
bostezó en espera de más jamón.
En el comedor grandísimo, poca
gente, en mesas muy separadas, con la
luz del sol y las lagunas sobre los
platos, y sacando destellos agudísimos a
la cristalería. La señorita rubia y
bonísima comía, casi abriendo la boca,
somormujándose la cuchara con mucha
precisión entre los labios. Don
Circunciso y su «Vida» quedaron en el
bar. Plinio y los suyos comían con ritmo
de pueblo, paneando, levantando la ceja
mucho cuando decían algo,
servilleteándose la boca muy
cumplidamente. Su mujer no había
comido en hotel desde que fue a Madrid
a una Feria de San Isidro, hacía qué sé
yo los años. No tenía costumbre de que
la sirvieran, se ponía nerviosa. Seguía al
camarero con los ojos entre intimidada y
criticona. Le gustaba servir la mesa a su
marido, temía que le pusieran algo mal.
Pero Plinio parecía indiferente a todo.
Comía y bebía sin prestar atención,
pensando en sus cosas.
A la hora del café se quedaron solos
Plinio y don Lotario. Las mujeres fueron
a descansar. Don José, el dueño, se
sentó con ellos. Plinio, como que no
quería la cosa, aprovechó para
interrogarle.
—Esta noche, por lo que dicen, no le
faltará parroquia al bar.
—Preferiría no tenerla por tal
motivo.
—Pero hombre, no creo que sea
para tanto.
—Imponen mucho, no crea.
—¿Cuántas veces se han oído ya?
—Seis.
—¿Cómo ocurrió la primera noche?
—Estábamos ahí en el bar viendo la
televisión, y como la teníamos alta no
oímos casi nada. Pero algunos
huéspedes, que paseaban por la
carretera, se llevaron el susto. Los de la
Central Eléctrica de ahí al lado, los de
Santa Elena, al día siguiente dijeron lo
mismo.
»Dos noches después, a eso de las
doce y media, estaba yo en la puerta del
hotel con los chicos de la barra echando
un cigarro, cuando la oímos por primera
vez. De verdad que se me puso carne de
gallina. Es un grito largo que impone.
Qué sé yo, el tono es poco humano.
Como de un animal parecido al hombre
o al revés.
—¿Y dura mucho?
—No mucho, pero lo bastante. Suena
muy fuerte, se mantiene unos segundos y
luego decae.
—¿Y no repite?
—No. Sólo una vez… En este lugar
de aguas, montes y tinieblas, impone
mucho. Esa noche como era fin de
semana, hacía buen tiempo y había
bastante gente, lo oyeron muchos…
Aquella señora que hay allí comiendo
con su hija, se desmayó… o hizo que se
desmayaba.
Plinio se fijó en la pareja. Era una
señora ya anciana con aire y papada
retóricas, y su hija rondaba la
cincuentena.
—¿Y el enano del perro?
—¿Don Circunciso? No. Ese se
acuesta pronto. No le importan esas
cosas
—¿A la hora de los perros? —le
preguntó don Lotario con sorna.
—Pues sí, porque, al «Vida» lo
acuesta en su habitación… Pero les
advierto que es todo un caballero.
Plinio y don Lotario se miraron.
—¿Y la rubia tremendona, no se
asusta? (Lotario).
—También se recoge pronto. Cena
en su habitación y no ha dicho nada.
—Siga —le pidió Plinio.
—Pues nada, que a partir de esa
noche y cada cuarenta y ocho horas, todo
el mundo está con el oído alerta hasta
que se oye el graznido.
—¿Y no se sospecha quién pueda
ser?
—No.
—¿Ni desde dónde?
—No. Cerca.
—¿Y no han visto alguna barca por
las noches?
—Nadie lo dijo.
—¿Desde qué distancia no lo han
oído?
—Sólo lo oímos los de este rodal
del hotel, en los apartamentos y en la
Central Eléctrica.
—¿Y no han intentado hacer alguna
descubierta por estos alrededores?
—No… Que yo sepa. Se meten aquí
en el bar a bacinear.
—Bueno, pues veremos qué pasa
hoy.
—Veremos, pero ojalá que acabe,
porque no me gustan estas cosas.
—¿No ha observado a alguien raro
entre los huéspedes?
—No, aquí en este tiempo paran
pocos. Hoy, como final de semana, hay
más. Y todos gente corriente.
—Antiguamente —terció don
Lotario— de Ruidera siempre se decían
cosas misteriosas. Estas lagunas alientan
mucho la imaginación. Me acuerdo que
oí contar lo de aquellos muertos que
encontraron en la Cueva de María
Garria.
—Pero siempre fueron historias de
venganzas campesinas o matados en otro
lado que trajeron a estas soledades.
—Lo que quieras Manuel, pero que
estos terrenos y sus aguas provocaron
mucho romance negro.
—… ¿Podría pedirle un favor, don
José?
—Usted dirá, Manuel.
—La lista de los huéspedes que
están aquí desde que empezaron las
voces.
—No faltaba más, pero son pocos y
no creo.
Volvió en seguida con las fichas
disimuladas entre las manos.
—Y esa rubia tan guapa que come
ahí, ¿quién es?
—No lo sé bien. Llegó hace diez o
doce días. Y apenas tiene trato con
nadie, que yo sepa. Coquetea mucho, eso
sí. El documento de identidad dice que
es psicóloga. Yo no sabía que eso fuese
una profesión. Y aquí no sé qué
psicologías va a estudiar.
—Quién sabe, don José, quién sabe.
—Psicóloga. Toma del frasco. Verás
cuando se lo diga a mi mujer.
—Con cierto disimulo don José iba
dejando las fichas sobre la mesa. Plinio
apuntaba los nombres y apellidos en un
cuadernillo.
—¿Los hermanos Riofrío?
—Aquella pareja de viejos que está
allí en el rincón.
—¿Señora y señorita Reina, las que
manean tanto al hablar?
—Sí.
—Eusebio…
—El pescador. Así le decimos. Casi
nunca come aquí.
Y así siguieron la lista de los
huéspedes. Plinio al lado de cada
nombre ponía una observación para
entenderse: «Los viejos», «Las que
manean», etc.
Cuando pasaron las cinco sin que le
llamasen por teléfono, Plinio propuso
dar un paseo por la carretera. Las dos
mujeres y ellos salieron a paso tardo.
Metido en su cochecillo —debía ir
sentado sobre cojines, porque se le veía
mucha cabeza— encontraron a don
Circunciso y perro a poquísima
velocidad. Llevaba el hombre un gafas
ahumadas que casi le tapaban la cara.
Otros blogs que te pueden interesar.
0 comentarios:
Publicar un comentario