Bien pasadas las nueve
desayunaron juntos en el comedor del
hotel. No había más desayunantes que el
pescador y el matrimonio de los hijos.
El pescador, como de unos sesenta años,
con suéter y sombrero de paja, mientras
masticaba muy lentamente escuchaba un
transistor que, puesto muy bajito, tenía
sobre la mesa.
—Y a ver qué hacemos nosotras con
un día tan largo por delante (Gregoria).
—Pues nada. El turismo es para no
hacer nada (Plinio).
—Dais un paseíco. Habláis con los
huéspedes. Os tomáis un cafetillo a
media mañana y así hasta la hora de
comer (Lotario).
—Desde luego que así que sale una
de su rutina, se queda con las manos en
el aire.
—Madre, no está de más quedarse
de vez en cuando con las manos en el
aire, como usted dice.
—Claro, a tu edad, hija mía, eso se
dice bien. Siempre tenéis imaginaciones
amenas. Pero cuando se es mayor, si no
haces algo, sólo te llegan cavilaciones
caidonas.
—¿Por ejemplo? (Lotario).
—Qué sé yo… de mis muertos. De
que me tengo que morir… y de tanto
sombrajo como hay en la vida.
—Eso es verdad. Yo cuando no
tengo faena y me quedo, pongo por caso,
mirando por el balcón, también me
siento caidón y procesionario… ¿Y tú,
Manuel?
—Creo que ya rebasé esos
callejones… La vida es una guerra sin
tregua y hay que llevarla como servicio.
—Vita hominis super terra milicia
est —que decían los antiguos.
—¿Milicia?
—Sí. Milicia…, obligación, guerra
con derrota segura.
—Pues si que están ustedes
optimistas (Alfonsa).
—También hay sus ratos buenos, no
exageréis (Gregoria).
—Como en la guerra o en la cárcel.
Hala, don Lotario, vamos a dar un
garbeejo por ahí.
—Nosotras iremos al saloncillo ese
del hotel.
Don Lotario salió con ellas y Plinio
quedó con don José, el dueño.
En el saloncillo, como le llamaba
Alfonsa, estaba la Reina madre, como
llamaron en lo sucesivo a doña
Margarita, y el matrimonio Riofrío.
Estos escuchaban con aire muy cortés y
ceremonioso, mientras la Reina madre,
con gran voz y ramear de manos, se
expresaba como en escena:
—Porque mi hija es una verdadera
perla marina. Tan limpia, tan suave, tan
amorosa. La he criado como se cría un
lirio, como a un arcangelito… Me
gustaría que la viesen doblar su ropa,
coser una sisa, cortar las flores del
jardín de nuestra casa, sonreír a los
proveedores. Yo, créanme ustedes,
cuando nació, tuve la sensación de que
echaba al mundo algo sobrenatural, un
fruto rodeado de áureo terciopelo.
Al ver entrar a las mujeres de Plinio
y don Lotario, sin duda alentada por el
mayor auditorio, se creció en retórica y
actitudes.
—Todavía no he conocido hombre
que sea digno de mi Margarita. Para
conducirla a la felicidad hace falta tal
delicadeza, que no se da en estos
tiempos de materialismo ateo en que
vivimos.
Plinio asomó y escuchó las últimas
palabras…
—¿Vamos, don Lotario?
—Coño, qué mujer, cómo me
emboba. Cuando habla parece que está
cantando Marina.
Al fijarse en que Plinio llevaba una
caña de pescar, arqueó las cejas:
—¿Pero, Manuel tú de pesca?
—Para que vea.
—Te digo que… Bueno ¿hacia
dónde vamos?
—Hacia donde quiera. Me es igual.
—Me admira tu rigor.
—Esta mañana es que se admira
usted de todo.
—No es para menos. ¿Vamos a
Entrelagos?
—¿A Entrelagos…? No, allí no
habrá nadie a estas horas. Iremos más
tarde. Vamos primero hacia arriba.
El ruiderío de las aguas vertiéndose
unas en otras sonaba a la redonda. Era
cantar general y espumeante que alzaba
la mañana con delgada alegría. Entre
tanta luz y finura de aire, aquel rumor de
aguas lejanas se sentía en todos los
poros, con intensidad y arrullo de nuevo
nacer.
Los montes de maleza, los cabezones
breñeros y ariscados, la vegetación
villana de aquellas piedras, cobraba
lírica con tanto ámbito, sol y canturreo.
Plinio y don Lotario, en el coche a
paso de carreta, respiraban a gusto, con
los ojos festivos y asomos de risa sin
motivo.
—Qué mañana, Manuel.
—Vaya, sí.
—Anoche recordaba que por estos
terrenos fracasamos hace ya muchos
años.
—Se refiere usted al caso del tiro en
la potra.
—Equilicuatre.
—Coño, y que no hubo manera de
aclararlo.
—No hay quien me quite de la
cabeza que a aquel Zurro, que Zurro se
llamaba, no lo mató nadie. Le debió de
estallar el cartucho en el bolso del
pantalón y le voló toda la anatomía de la
bragueta.
—Naaa. A ratos es usted muy terco.
Le he dicho mil veces, que de ser así
habríamos encontrado algún resto de
cartucho entre sus miserias muertas. Y
no hubo nada de eso.
—Y yo te he respondido lo mismo:
que la pólvora y los perdigones le
llevaron los atributos y la pelambre de
la pelvis; y claro está, los restos del
cartucho, cartoncillos al fin y al cabo.
—Ca… a aquel lo desbraguetó
alguien, que no hemos podido averiguar.
—Era un pobre hombre sin cuartos
ni malquerencias.
—Bueno, dejemos eso… Usted con
tal de no reconocer un fracaso.
—Tuyo…
—Gracias, viejo.
Pasadas las lagunas Batanas y la
Salvadora, llegaron ante la que llaman
de la Lengua. No se veía nadie por la
carretera ni junto a las aguas.
—Pero el primer fracaso que tuve yo
por estos terrenos no fue ese. Bueno, la
verdad es que no fue mío. Era yo
guardia reciente y tenía de jefe el
hermano León. Llevamos el caso a
medias con la Guardia Civil y no se
aclaró el negocio.
Entraban en la San Pedro y vieron
que en la orilla más próxima a la
carretera había una tienda de campaña
muy baja, y junto a ella, dos jóvenes
sentados en el suelo comiendo algo.
—¿Y qué pasó, Manuel?
—Párese usted por aquí. A ver si
hay algo de pesca.
Don Lotario hizo un gesto de
extrañeza, apartó el coche de la
carretera y echaron a andar hacia la
laguna. Ya junto al agua simuló examinar
con mucho cuidado la parte donde
podría interesarle echar el anzuelo.
Don Lotario lo seguía con ambas
manos en los bolsillos del pantalón y el
gesto de cabreo que le criaba su
situación de testigo ignorante.
Plinio hacía muy bien su papel de
examinador de riberas. Poco a poco
llegaron hasta la altura de los que
sentados junto a la tienda tomaban café
con galletas. Parecían estudiantes o cosa
así. Uno de ellos con barba y el otro
muy rubio.
—Buenos días tengan ustedes y que
aproveche.
—¿Si ustedes quieren? —dijo el
barbas.
—Muchas gracias. ¿Qué, y vienen
ustedes de muy lejos?
—No, de Madrid —dijo el rubio.
—¿A pescar?
—No, es que somos estudiantes de
geología.
—Ah… bueno, pues nada, a
divertirse.
Anduvieron un poco más y don
Lotario dijo de volver al coche.
—¿Qué, Manuel, no te interesan?
—No.
—Pues pronto.
—Así que los he oído hablar.
—Ah. Oye, lo que ahora buscas ¿es
para el caso de las voces… o para el
otro que llevas solito?
—Para el otro.
—Ya… Desde luego, Manuel, que
en mi puñetera vida me he sentido más
desplazado e inútil.
—Paciencia, don Lotario, que todo
en esta vida tiene su terminación y
reposo.
—¿Y cómo tenían que hablar esos
chicos para que interesasen?
—En chino.
—Oye, Manuel, a mí cachondeo no,
que ahora mismo me vuelvo a mi
clínica.
—Don Lotario, por Dios y todos los
santos, no sea usted niño y tenga un poco
de paciencia. Créame que soy yo el que
más sufre con esta situación. De verdad
que no puedo decirle nada. Me lo tienen
absolutamente prohibido.
—¿Es que me consideran indiscreto?
—No es eso… Tenga usted
confianza en mí. La que tuvo siempre.
—Bueno… Bueno. Como tú digas,
Manuel. ¿Seguimos?
—Sí, pero despacio.
—¿Y cuál dices que fue el caso que
tuviste aquí con el Jefe León?
—El caso que llamábamos el de la
yegua… Pero vaya usted despacio que
quiero preguntarles a esos una cosa.
Se refería a una señora mayor, con
los tobillos gordos que caminaba del
brazo de un chico alto, rubio, que no
pasaría de los veinticinco años.
Don Lotario puso el coche junto a la
pareja.
La mujer volvió la cabeza con aire
de infantil sorpresa. El rubio los miraba
muy serio.
—Por favor, señores, ¿saben ustedes
por dónde se va a la Cueva de
Montesinos?
—Nosotros no somos de aquí, pero
me ha parecido ver una indicación más
atrás.
—El joven los miraba, ya digo, muy
serio. De vez en cuando chupaba un
cigarro con aire ritual.
—Sí, claro, debe de ser aquel
camino que pasamos…
—Yo lo sé porque tiene un cartelito.
Plinio, sin bajarse del coche se puso
un «celta» en la boca:
—¿Querría usted darme lumbre, por
favor?
El chico le aproximó su cigarrillo.
—Pero Luis, hijo, dale con el
mechero.
—Es verdad, sí, perdone.
—Es igual… Muchas gracias.
Bueno, pues ya seguimos hasta que
podamos dar la vuelta. Adiós, gracias.
—Estos tampoco hablan en chino —
dijo don Lotario con son, cuando
arrancaron.
—No señor. No hablan en chino.
Poco más allá un hombre de aspecto
rústico echaba el anzuelo con ademanes
muy aspavientosos.
—Mira, Manuel, ahí tienes otro
pescador. Coge tu caña y arrímate a él a
ver si habla en chino.
—No; ese es de Alhambra y lo
conozco bien.
—Entonces no he dicho nada.
Pasaron la central eléctrica de
Ruipérez. Junto a la casa había árboles y
bancos. Y ya bien metidos en la San
Pedra o San Pedro vieron el grupo de
chalets nuevos.
—Coño, lo que han hecho por aquí.
Esto no lo había visto. Meta usted el
coche y vamos a dar un garbeo a pie.
—Mira, muchos están todavía
vacíos.
Plinio andaba curioseando como el
que no va a nada. Don Lotario lo seguía
con las manos atrás y una ceja más alta
que otra.
Poniéndose la mano de visera se
asomaron por la ventana a uno de los
chalets vacíos. Poco más allá había dos
coches, uno con matrícula francesa y el
otro de Barcelona. Plinio leyó las
patentes. Un Seat bastante viejo enfiló
hacia ellos:
—¿Qué, pareja, hay crimen a la
vista?
Plinio guiñó los ojos, como para
reconocerlo. El saludador se bajó del
coche y vino hacia ellos. Era un maestro
de obras de la Ossa.
—¿Qué, me compran ustedes un
chaletillo?
—¿Pero eres tú el constructor?
—El mismo que viste y calza.
—Tienen muy buena pinta.
—Pues venga, anímense.
—¿Tienes muchos vendidos?
—Bastantes, afortunadamente.
—¿Y alquilados?
—No, yo no alquilo.
—Veo que tienes hasta franceses.
—Deben de ser visitantes. ¿Les
puedo ser útil en algo?
—Sí, que hagas el favor de darme la
lista de los propietarios… y un planillo.
—Bueno… pero aquí no la tengo.
—Me la puedes dejar luego en el
hotel.
—Vale. ¿Es que pasa algo?
—Nada importante
—Ah ya sé. Lo de las voces…
Siguieron carretera adelante junto a
la laguna Tomilla hasta el final de la
larga Conceja. Alguna vez se cruzaban
con trabajadores en moto. Apenas
pasaban coches.
—A mí eso de vivir en un chalet en
el campo, junto a las lagunas, no me
gusta.
—No me lo digas.
—Me daría mucha tristeza. A ver
qué hacía uno. Esto del campo es para
gentes raras.
—Coño, pues tú toda la vida fuiste
campero.
—A la fuerza. La naturaleza es muy
aburrida. Yo prefiero el personal. ¿Y
usted?
—Nunca me he parado a pensar.
Casi al final de la Conceja había un
ganado grande de ovejas al cuido de dos
pastores.
—Pare usted aquí.
Al ver que se acercaban los de la
justicia, los pastores miraron con
atención. Uno de ellos muy despatarrado
y con la barriga salida; el otro con la
cayada al hombro.
Plinio, después de saludarlos
campechano, les ofreció un cigarro.
Luego les sacó la conversación de las
voces. El despatarrado, después de
prender el cigarro con mucha
aplicación, dijo:
—Nosotros no sabemos nada. Pero
de seguro que será algún muerto.
Al oírle, el otro empezó a reír.
—Ya está con los muertos. No vive
más que para ellos.
—Anda coño, como todos. Todos
vivimos para los muertos. No hay cosa
que más ataje. Con la muerte nos
levantamos y con ella nos agachamos. Y
con la muerte entre las muelas estamos
todo el santo del día.
—¿Y qué es eso de los muertos que
dices? (Plinio).
—¿Que qué? Pues que en estos
alrededores habitan muchos muertos —
dijo serio, esgrimiendo la barriga, que
era demasiado gorda para la finura del
resto del cuerpo.
—Ay qué tío —cortó el de la cayada
—, siempre está con la misma
castañuela.
—Yo sé lo que digo. Conozco lo
menos ocho que enterraron y andan por
aquí. Ellos no saben que se murieron.
Eso pasa mucho. Por lo visto les gusta
este terreno.
—¿Y qué hacen? (Lotario).
—Lo que to el mundo. Van, vienen,
trabajan, hablan, cagan, pero están más
muertos que mi abuelo. Y casi todos
menos uno, son de mi pueblo, de
Villahermosa.
—¿Y con quién viven?
—Eso nadie lo sabe. Si por un
suponer usted ve a uno y lo sigue, sin
saber cómo, se le pierde en la primera
revuelta, y no vuelve a encontrarle hasta
unos días.
—¿Y por qué entonces sabes que
cagan? (Lotario).
—Es un decir.
—¿Y si les preguntas hablan?
—Claro, lo corriente.
—Estás cada día más chalao, Cirilo
—dijo el otro molineando la garrota.
—Sí, sí, chalao, lo que pasa es que
nadie tiene la vista que yo para
reconocerlos.
Plinio recordó que el camposantero
de Tomelloso tenía la misma manía con
uno que decía que salía a mear todas las
tardes junto a las tapias del cementerio.
—¿Y por qué crees que vienen aquí
los muertos?
—No sé qué le diga. De un tiempo a
esta parte acuden muchos, y mayormente
los que murieron en la guerra de mala
manera. Yo creo que están preparando
algo. Mi hermano, que tiene la misma
argucia que yo y trabaja en una fábrica
de Valladolid, dice que por allí pasa lo
mismo.
—Pero vosotros no sabéis a quién
mataron o dejaron de matar en la guerra;
sois muy jóvenes.
—Eso no hace. Se les nota. Son
gentes con la cara un poco antigua… Y
verá usted cuando el país se arreplete de
ellos.
—¿Y tú crees que esas voces que se
oyen por la Colgada son de un muerto?
—Seguro, cierto. Algunas mañanas
se juntan algunos en corrillo por la Caña
la Manga. Y parece que son obreros
almorzando, pero ca, son los muertos.
—¿Cómo visten?
—Como ahora se lleva. No se les
nota, ya digo, más que en el aire que yo
me sé.
El otro pastor parecía ya estar
aburrido y le daba patadas a las chinas.
—¿Y también hay mujeres muertas?
(Lotario).
—No, mujeres no se ven. Esas
vendrán luego.
—Bueno, bueno. Pues a ver si me
presentas a alguno que eche la mano.
Estamos en el hotel de la Colgada.
—Ahí viven varios.
—No me digas.
—Como lo oye.
—Hombre, me gustaría conocerlos.
—Pues fíjese usted cuando esté en el
comedor en los que no le soplan a la
cuchara aunque esté el guiso pelando.
—Ay qué tío y cómo está esta
mañana —exclamó el otro pastor dando
un garrotazo en el suelo. Montaron en el
Seat riéndose de los dichos del pastor.
—Estas soledades, Manuel, es que
afilan mucho la imaginación.
—Sí, será eso, sí, pero este ya está
para que lo encierren.
A la altura de la San Pedra, frente a
los chalets nuevos, se cruzaron con el
Minimorris de don Circunciso.
—Ahí van el enanillo y su perro. El
tío tiene un modelo de auto que ni
pintao.
—Con todo y con eso debe ir
sentado sobre almohadas.
—¿Y cómo va a llegar entonces con
esas piernecillas hasta los pedales?
Y poco más o menos donde antes,
volvieron a encontrar a la señora y al
mozo rubio, sentados sobre unas piedras
y mirando muy serios la laguna.
—Tire usted al bar de Entrelagos
que nos tomemos un cafetillo.
Entrelagos es un conjunto de bar,
restaurante alto, y playa artificial para la
clientela. El bar estaba completamente
solo. Plinio pidió dos cafés y por hablar
algo le preguntó al mozo si desde allí se
oían las voces.
—No, que va, jefe. Anoche estuve
en el bar del hotel y los vi a ustedes.
—¿Y qué se dice por aquí de eso?
—Nada cuerdo, mire usted…
Gilipicheces más bien.
—Coño, nunca había oído decir esa
palabra.
—Yo, don Lotario, es que gozo
mucho inventando palabras. Verá usted,
sólo de esa parte sé decir: gilipolleces,
gilipicheces, gilivergueces,
gilichorreces.
—Hombre, así cualquiera. Si a todo
le pones el «gili» delante y el «heces»
detrás…
—Pero también sé hacer inventos
más penosos.
—¿Por ejemplo?
—Gilicoñeces… Gilicarajeces…
—Nada, que no sales de ahí.
—Es verdad, esta mañana no atino.
Pero otros días sí. El domingo, sin ir
más largo, me inventé una palabra muy
propia.
—¿Cuál?
—Preñería.
—¿Y eso qué es?
—Una casa de putas.
—Bueno, eso es un decir, porque si
las putas se quedasen preñadas, se
acababa el oficio en nueve meses.
—Y esta otra: escuartao.
—Eso le dicen en mi pueblo al que
se queda sin blanca.
—Es que Tomelloso es muy decidor.
Muchas veces que creo inventar algo me
lo pisan sus paisanos. Aquí en Ruidera
hay menos inventiva para los ajes de la
lengua.
—¿Qué es eso de los ajes de la
lengua?
—Hombre, fácil. De lenguaje; ajes
de la lengua.
Así estaba la sesión académica
cuando entró un hombre como de sesenta
años, muy señorito, con el pelo largo y
blanco y el gesto ácido.
—Atiza manco, dijo el barman para
ellos, ya está aquí este otra vez.
Sin saludar se sentó en un taburete y
dijo al mozo:
—Venga.
Con manos temblorosas, encendió un
cigarrillo rubio. Le sirvió un coñac. Se
lo bebió de un trago y repitió:
—Venga.
—Tenga cuidado, señor.
—Venga, he dicho.
—¿Usted ha oído las voces que dan
por la Colgada una noche sí otra no? —
le preguntó el barman como para
distraerlo.
—¿Cómo no las voy a oír si las doy
yo?
—¿Ah sí?
—Claro.
—¿Y por qué?
—Porque sí. Venga, sirve. Verás…
Y agarrándose con las dos manos a
la barra, alzó la cabeza, abrió la boca y
dio una voz bastante chillona, pero de
poco trémolo.
—¿Has visto? Venga, sirve.
Le puso el coñac. Y olvidado de
todos, se acodó en el mostrador con la
cabeza sobre las manos y el cigarrillo
entre los dedos, y de vez en vez repetía
la voz aquella, pero en tono confidencial
y como remedándose a sí mismo.
—Como este y el del hotel son los
únicos bares abiertos, por aquí desfila
todo el personal (Lotario).
—Sí… —respondió Plinio con aire
dubitativo.
Se detuvo un autocar en el
aparcadero y empezaron a bajar chicas
con pinta de colegialas. Algunas venían
mordisqueando un bocadillo. Y una
profesora pantalonera, con aire muy
deportivo e infantil, correteaba ante
ellas. Entraron en tromba, ocuparon casi
toda la barra. El solicopero se quedó
entre ellas con sus ademanes y
monólogo. Plinio y don Lotario tomaron
los vasos y se sentaron a una mesa algo
arrinconada.
—Las debe de traer a aprender
cosas del Quijote.
—¿A quién?
—Coño, Manuel, a quién va a ser, a
las chicas. Estás completamente aislado,
mentalmente se entiende.
—No, hombre, no.
—Que digas.
Luego entró una pareja de recién
casados de Tomelloso. Él, de la familia
de los Ignacios; ella, de los Retoca. Iban
muy deportivos. Quiero decir con aire
desenvuelto, jerseys y pantalones ella…
Claro, y él. Como no encontraban sitio
en la barra miraron hacia las mesas. Al
ver a Plinio y don Lotario, se les
aproximaron sonriendo, más bien él. Los
de la justicia se pusieron de pie y les
echaron la mano para darles la
enhorabuena.
—¿Qué, por aquí unos días?
—Sí, estuvimos en Madrid, pero
antes de volver a la faena, como hace
tan buen tiempo, hemos pensado echarle
una cola aquí al viaje de novios… Mi
padre tiene ahí un apartamentillo, sabe
usted —explicó Ignacio.
—Ea, pues eso está bien.
Cuando se apartaron, don Lotario
hizo el comento:
—Fíjate estos, que aunque ricotes,
son viñeros, y ahí los tienes, con auto
nuevo y vestidos como los artistas.
—Los tiempos, don Lotario, los
tiempos.
Él la tomó del brazo y la sacó con
cierta prisa. Por lo visto decidieron no
tomar nada en vista del acopio de chicas
que había en la barra. Los vieron
arrancar en el coche rojo, que entonces
fue cuando don Lotario hizo el comento
que dije.
Las chicas, en grupos, tomaban
refrescantes, daban bocados a su
almuerzo, chillaban y algunas saltaban.
La maestra parecía la más animada de
todas y a cada poco hacía como que se
tronchaba de risa.
Cuando se disponían a pagar y a
seguir la paseata, entró la Gala, la
estupenda del hotel. Venía toda de
blanco, con pantalones, claro, y suéter
blanco. Ah, y un cadenón rodeándole el
pecho. Se quedó en la puerta con los
puños apoyados en la cadera y mirando
por encima de las gafas ahumadas. Pero
al ver tanta chica con gesto contrariado
volvió a salir.
—¿Y esa no hablará chino, Manuel?
—… Coño, es verdad. Espérese
usted a ver.
Y sin añadir palabra, el jefe echó
tras ella.
Desde luego como está este hombre
ahora no lo he visto en la vida —
soliloqueó el veterinario.
—Oiga, señorita, señorita.
—¿Es a mí? —dijo volviéndose con
extrañeza.
—Sí… que la he visto entrar… Y si
quiere usted tomar una copa con
nosotros.
—Muy amable, pero me gusta la
barra y ya ve usted cómo está.
—Como quiera.
—Gracias, chao.
Quedó unos segundos
contemplándole el entrecejo del culo y
tornó rascándose la nuca.
—¿Qué, Manuel, no habla chino?
No.
—¿Y qué le has dicho?
—Que si quería sentarse con
nosotros.
—Y ha dicho que nones.
—Eso.
—Se habrá creído que íbamos de
ligue.
—No sé. Me ha dicho chao. ¿Eso
qué significa?
—Hasta luego, en italiano.
—Pues italiana no es
—Eso lo dice ahora todo el mundo.
Volvió a entrar el Ignacio, ahora solo
y vino hacia ellos decidido.
—Este ya ha dejado a la reciente…
¿Qué querrá? (Lotario).
—¿Les importa que me siente con
ustedes?
—No faltaba más, Ignacio (Plinio).
El hombre se sentó entre los dos,
puso las manos sobre la mesa y se quedó
callado, como pensando.
—¿Qué, has dejado a la mujer en el
apartamento?
—Sí… es que quería hablar con
ustedes… Particularmente con usted,
don Lotario.
—Bueno, pues yo les dejo.
—No, no faltaba más, Manuel. No
me importa que usted lo oiga. Es más,
también quiero su consejo.
Plinio y don Lotario se miraron por
encima de la cabeza de Ignacio.
—Pues tú dirás (Lotario).
El Ignacio se avisó el pelo, más bien
largo y muy lustroso. Es que —meneó la
cabeza— lo que me pasa a mí no le pasa
a nadie.
—No presumas, Ignacio, que todo lo
que le pueda pasar a uno ha pasado ya
en el mundo milenta veces.
—No crea, no crea, Manuel.
Se pasó la mano por la boca y
distraído bebió del vaso de don Lotario.
Este y Plinio volvieron a mirarse.
Las chicas del colegio abandonaron
el bar.
Cuando casi no lo esperaban,
empezó a hablar el Ignacio:
—Es que fíjense ustés en mi caso,
yo que he sío siempre, no es por
presumir, muy hombre… que he tenío
dureza y pujanza para atravesar un
tapial…, que toa la vida mi mayor
martirio ha sío que me tenía que
abrochar la chaqueta para disimular los
empalmes totalmente injustificaos… va
a hacer mañana quince días que me casé
con la María Retoca, y aunque no lo
crean, todavía no he puesto en
condiciones…
Suspiró el hombre con mucha
sonoridad y agachó la cabeza con signo
de vencimiento.
—Pero hombre…
—No, ni hombre ni na, don
Lotario… Como un pañuelo tendío
mismamente… Pero oigan ustés, haga lo
que haga me ponga como me ponga. Me
ensoberbizo, sudo, trajino. Siento a la
contraria encendía como la hoguera de
San Antón… y no hay remate. Mi
puñetera pija ni se entera, como si no
fuese con ella, como si no fuera ella la
que tenía que cumplir el papel más
furibundo. Como si de medio cuerpo
para abajo fuese otro… No he podido
hasta ahora consultar con nadie, y ahora
al verlos a ustedes, sobre todo a don
Lotario, que tanto entiende de medicina,
y a usted Manuel que tanto sabe de to,
me he dicho: a estos me confieso a ver
si me dan remedio, que si no yo me tiro
a una laguna esta misma noche. Y a
joderse solo.
—Pero hombre, Ignacio, no te
pongas así, que eso le ocurre a muchos
hombres…
—¿Y por qué, don Lotario?
—Por los nervios.
—Por los nervios… ¿No será, Jefe,
que me he quedao impaciente?
—Dirás impotente…
—Eso.
—Quiá, hombre, son los nervios…
—Joder con los nervios. Si yo no he
sío nunca nervioso.
—Que te crees tú eso. Todos
tenemos nervios, manifiestos o no.
—Y la pobre mía, al principio lo
tomó con resignación, y me decía eso de
los nervios. Pero en las últimas noches
ha empezado a pensar muy malamente.
—¿Te ha dicho algo?
—No… Pero es lo mismo. Me mira
con una lástima como diciendo: «¿con
quién me he casao yo, Virgen Santa?».
Cuando le mando «venga, vamos», ella
se pone, que obediente es como nadie,
pero con cara de decir: «pero dónde vas
sin escopeta, Ignaciete…». Anoche, ya,
ni lo intenté. Y pensé tirarme a la laguna.
En serio. A ver qué pinta un hombre por
el mundo sin na que echar en remojo.
¿Dígame usted? Antes muerto,
mecagüenlabicha.
Y acabó el párrafo apoyando las
quijadas entre ambos puños, con los
ojos completamente mojados.
Esperaron unos segundos a que se le
fuese el congojo.
Por fin Manuel le puso la mano en el
hombro:
—Paz, muchacho. Como dice don
Lotario eso es muy frecuente en recién
casados. Y él te dirá si hay alguna
medicina o remedio, pero yo te
aconsejo, y que el veterinario me corrija
si voy mal, que lo primero que debes
hacer es tranquilizarte. Hacer un
esfuerzo de voluntad para apartar esa
idea de la cabeza. Los hombres deben
saber echarle el freno a la cabeza
cuando se obstina en pensar en algo
malo, y cambiar el rumbo de las
rebinaciones. Si tú consigues olvidar
eso de aquí a la noche, y llegas al trance
con serenidad, todo acabará bien.
—Sus palabras me consuelan mucho,
Jefe, pero comprenderá usted que en mi
estao no sé pensar en otra cosa. Mi
cavilar no tiene otro tango… Y cada vez
que la veo, me dan ganas de empezar a
guantás con ella, por indefensa y
minusválida.
—Manuel lleva mucha razón en lo
que te ha dicho. No pienses en eso.
Cuanto más piensas más te
impotencias…
—Pero, coño, entonces es que es
impotencia.
—Impotencia transitoria por los
nervios… De todas formas —dijo el
veterinario sacando del bolsillo de la
chaqueta una caja fina de lata, que antes
fue de cigarrillos rubios y en la que
solía llevar específicos de urgencia—,
esta noche, así que cenes, te vas a tomar
esta pastilla de Yohimbina y verás como
respondes perfectamente.
—¿Yohimbina? —preguntó con ella
entre los dedos.
—Sí… Esto se lo damos a los
cerdos para que se exciten y arremetan.
—Coño…
—Pero tú hasta la noche no pienses
en ello. Ni esta noche. Te la tomas, y al
ataque.
—… Bueno, bueno —dijo con cierto
gesto consolado y a la vez que metía la
pastilla en un bolsillete de la cartera.
Les invito a unas copas.
Pidieron los justicias dos
aguardientes y el Ignacio un coñac
doble. El hombre bebía con los ojos
guiñados y cierto gesto de consolación.
Apuró el hombre la copa de coñac
de un trago y pidió otra.
—¿Quieren ustés otras copas?
—No, anda, vámonos ya para el
hotel, que nos esperan las mujeres.
—Muy bien. El mejor rato que he
pasado en estas dos semanas. Ustedes
me dan confianza.
—Venga, te llevamos. ¿Dónde está tu
apartamento?
—Ahí, cerca del Club.
El hombre agachó la cabeza y volvió a su melancolía en lugar de
bajarse.
—¿Qué te pasa ahora?
—Que ni pastilla ni na. Que a mí
quien me puede volver a la hombría son
ustedes, don Lotario.
—Anda coño.
—Sí, cierto, fijo como la vista.
—Venga, hombre, no digas tonterías.
—Que sí. Cuando yo digo una
cosa… Y yo les voy a pedir un favor, un
favor de esos que no se le pide a nadie.
Aquel del segundo piso con los visillos
blancos, es mi apartamento. Y la ventana
de al lado, la estrecha, es la de nuestra
alcoba… Si esta noche a eso de las once
y media ustés se vinieran, si yo supiera
que estaban aquí, aunque fuese dentro
del coche, yo estoy seguro que
funcionaba… El saberlos cerca me
empitonaría más que toas las droguerías
del mundo.
—Pero hombre, Ignacio…
—¿No dicen ustés que es cosa de
nervios? Pues ustés me los quitan… Yo
les pido, como si estuviera al pie del
sepulcro, que me cuiden, que se vengan
esta noche, por Dios y la Virgen. Les
pago lo que sea, que miles de duros y
muchos no me faltan.
—… Bueno, venimos y nos estamos
ahí toda la noche… pero cómo vamos a
saber…
—Na de toa la noche. Si al primer
envite me empriapo, me asomo a la
ventana y les hago señal. Y si no hay
altura, me salgo aquí con ustedes a echar
un pito y a tomar unos copazos de coñac
a ver si con su compañía me consuelo…
¿Van a venir? ¿Me lo prometen?
—¿Tú qué dices, Manuel?
—Hombre, qué quiere usted que
diga. Por mí que no quede. Una obra de
caridad es, aunque se trate de semejante
parte.
—Pues nada, a las once en punto
aquí hacemos el puesto.
—Son ustés más que mi madre. Me
han salvado. Estoy cierto.
Ignacio les echó la mano con mucha
efusión y se bajó contentísimo.
—Desde que tengo potra no he visto
otra.
—Eso dirá él, Manuel.
—Vaya cometido.
—Es una obra de caridad, Manuel.
—Ya ya… A las once y media en
punto aquí.
—A un sobrino mío de Córcoles le
pasó igual. Los días que anduvo de viaje
de novios no pudo alzar el hombre. Pero
la primera noche que pasó en el pueblo,
se conoce que al recuperar el clima, se
volvió a sentir natural.
—Pues a lo mejor este, yéndose a
Tomelloso, nos había evitado la
centinela.
—Son los nervios y nosotros lo
hemos sugestionado un poco.
—Bueno bueno, ya veremos. Con tal
de que no haga una tontería.
Al pasar hacia el Club, vieron unas
fochas desplegadas en guerrilla sobre el
verde caramelo de las aguas, rizadas
con pliegues suavísimos por el viento
leve. A la izquierda, los Villares, monte
basto y semicorto, entre los pedruscos
color verde antiguo. Pedruscos en
perpetuo trance de caer hasta la
carretera, barbados de musgo perenne,
cada cual encima de su sombra.
Junto al hotel había pocos coches. El
bar estaba casi vacío. Las mujeres de
Plinio, sentadas a una mesa junto al
ventanal, leían revistas. Los dueños del
hotel hacían números en otra mesa del
rincón.
—Ya están aquí el par de dos —dijo
la Gregoria.
—¿Hubo alguna novedad? —
preguntó Plinio a don José al pasar junto
a él.
—Nada nuevo.
—No le diga usted a estas nada del
Ignacio.
—Descuida.
Se sentaron junto a ellas. Los
huéspedes llegaban.
La rubia Gala entró con su conjunto
blanco, se sentó en la barra y pidió
whisky.
El camarero mirlo, mientras le iba
sirviendo el hielo, le silbó malicioso, y
ella le dio una manotadilla en la mejilla.
Apenas comieron llevaron a las
mujeres con el coche a dar un paseo y al
mismo tiempo a vigilar quién había por
la carretera. Merendaron en la aldea y
ya a solespones regresaron al hotel, sin
encontrar a ninguno que hablara
argentino.
Plinio estaba desazonadísimo. Don
Circunciso no aparecía por parte alguna.
Tomaron el aperitivo entre silencios y
aguas solitarias.
A Plinio le tornaba la sensación de
que a la pura naturaleza telúrica le
sobran los hombres. De que para la
tierra, el cielo, y máxime las aguas de
los mares y lagunas, el inquilinato de los
humanos es condena temporal, que
esperan concluya para quedarse solos,
sin más ires y venires que los del viento,
los temperos y las olas que llegan a la
playa cansadísimas.
La quietud de las aguas laguneras,
sin más ola que el leve rizo que les saca
el aire o el derramarse unas en otras
cuando se preñan sus honduras,
transpiran desprecio y ganas de
quedarse en paz algún día.
El cielo, tan indiferente a las
querellas bajas, a los rasguños de
cohetes y aviones. La tierra sufriendo
sin conmoverse el hurgar de los arados y
tractores; las manchas de los pueblos y
ciudades, denuncian ansias de vacación.
Posiblemente la repulsa que entre sí nos
tenemos los humanos, nazca de ese
forzado inquilinato, de ese pisar y nadar
en un medio que nos es hostil, que nos
admitió por no sé qué potentísimo
compromiso… que un día caducara. Ese
será el del gran festival de la naturaleza.
Perderá su reconcomio de avasallada. Y
habrá una gran orgía de árboles que
crezcan por dónde y cómo quieran. De
mares arrullantes o feroces que modelen
las marismas a su capricho. De ríos
desmadrados que jueguen a inundar
caminos, carreteras de asfalto y
urbanizaciones horribles… Y los nichos
y tumbas sin enjalbegar, hasta los
panteones señoritos estilo modernista,
caerán al suelo haciéndose polvo y
devolviendo a la tierra los huesos
innecesariamente conservados… Tal
vez, por esa presentida hosquedad de la
tierra y sus aguares, situamos a Dios en
una longitud infinita, neutralizada de esta
enemistad de la naturaleza.
Por convicciones adquiridas
tendemos a decir que el campo es
maravilloso, que lo es la soledad y la
paz de la naturaleza, que los pájaros nos
arrullan y el agua nos concierta.
Mentira. Tras ese espejismo hedonista
sentimos la terrible impresión de que la
naturaleza nos desprecia, de que espera
un día volver a sí misma, a su soledad, a
su reinado absoluto, convirtiendo toda la
bola de la tierra en una selva tierna, sin
más vivos que los irracionales que se
someten a ella, incapaces de romper las
misteriosas coordenadas de su ley.
… Las aguas solitarias de las
lagunas, sin el meneo del mar ni el
correr de los ríos, tan impasibles y
brillantes, acentúan más este desprecio
hacia la zoología rarísima de los
hombres.
Cuando salieron del comedor a
tomar el café vieron a don Circunciso
sentado con el perro al lado. Tomaba
unos bocadillos con whisky, y «Vida»
sus tacos de jamón, como siempre. Ni
una sola vez miró a Plinio y a los suyos.
A las mujeres del guardia les dio por
reír durante toda la comida. Se habían
equivocado de cuarto y sorprendieron a
la rubia Gala completamente desnuda de
espaldas, y con el florón en pompa,
como ellas decían, haciendo gimnasia.
Parece que la chica al ver que las
interruptoras eran mujeres, ni se inmutó.
Continuó tocándose los pies con las
puntas de las manos y se limitó a decir:
«déjenme hacer mis necesidades, por
favor». «No te joroba decir que estaba
haciendo sus necesidades». «Es que
ahora a todo le llaman necesidades». Y
apenas habían cesado de comentar el
hecho, la rubia apareció en el bar y se
sentó en la barra a tomar su café con
copa. Tan tranquila. Sobre la banqueta,
un poco incorporada, se le dibujaba muy
bien el culo bajo los pantalones blancos.
Los cuatro se quedaron encanados en
aquel monumento tan bien cortado.
Plinio lamentó no haber sido él quien se
equivocase de puerta. Don Lotario,
menos natural y por tanto propicio a lo
grotesco, pensó si hubiera sido don
Circunciso el equivocado. Y se lo
imaginaba así, desde su estatura mirando
aquel enfoque cular tan blanco y
recortado. ¿Qué hubiera hecho don
Circunciso ante aquella presa? Y veía a
la Gala saltándose la cama y la silla,
huyendo del liliputiense que la perseguía
chillando como un gorrión, con lo ojos
desencajados, echando vapor por las
narices y ofreciéndole su minúscula
hombría. La hija de Manuel pensaba que
su tras era más liso que el de la Gala,
menos sexípero menos aglutinante de los
ojos y lascivia. Era el suyo un culo de
estrecha, de mucho reclinatorio. Culo
alíneo que nunca arrancó piropos de
retaguardia. Su cara dulce, sí. Y hasta el
suave formato y arranque de su pecho.
Pero las piernas le quedaban demasiado
derechas, y el nido donde ellas nacían,
muy parejo a la espalda. ¿Cómo serán
los hombres así? No cabe duda que el
culo, que no vale pa «na» es gran
aliguí de las mujeres para engalgar
tíos. Y eso que ahora con los
pantalones se estilan más bien los
culos «escurríos», pero siempre con su
poquito de peralte, de gracia salidera.
Ya cerca de las cinco, el bar se
quedó solo y las mujeres pidieron a don
Lotario que las llevase a dar un paseíllo
por la aldea. Poco había que ver, pero el
caso era variar. Don Circunciso
arreglaba no sé qué de su coche y Plinio
y don Lotario las llevaron donde decían.
Luego se dedicaron a sus correrías
particulares. Quedaron en recogerlas en
la puerta de la iglesia a eso de las ocho.
Tiraron hacia la Ossa a paso corto
de coche, y don Lotario volvió a atacar
al Jefe:
—¿Y cuál dices, Manuel, que fue
aquel caso de la yegua que os quedó por
aclarar en estos terrenos cuando estabas
a las órdenes del Jefe León?
—Sí hombre… A una moza que
vivía en un casutín, en la otra parte de
Ruidera, cerca de la carretera, la
encontraron en el corral con la cabeza
deshecha. La versión de su hermana, con
la que vivía, fue que la había coceado
una yegua tuerta que tenían. No hubo
manera fácil de demostrar otra cosa.
Pero a mí me olió a excusa. Yo estuve
guiscándole a la yegua y me pareció la
más pacífica del mundo.
—Según lo que le hicieran, Manuel.
—¿Pero qué le podía hacer la moza
a una yegua?
—Ah, no sé. Los animales, como las
personas, pueden tener reflejos muy
raros. Pero a lo que vamos, ¿tú qué
pensaste?
—Yo pensé, nada más que por
ciertas miradillas y reservas, que la
mató su propia hermana, tal vez porque
la sorprendió dándose el verde con su
marido.
—¿Viven por aquí todavía?
—No. El marido desapareció en la
guerra… que esa es otra. No se supo que
lo mataran. Lo cierto es que no volvió.
Y ella se marchó no sé dónde. Pero ya le
digo, la cara es el espejo del alma, y un
policía que no entiende de caras no tiene
na que hacer. Yo se lo sugerí al hermano
León, pero era un mocete principiante y
no me hizo caso. Pero a mí me quedó
otra para toda la vida.
—¿Y tú interrogaste al vecindario?
—Algo, pero no dieron señal… Ya
sabe usted que las gorrinerías entre
familiares, la mayoría de las veces
quedan entre cortinas… Lo cierto es que
la hermana ponía una jeta muy mala y el
marido aire de miedo. Pa mí que ella, la
casada, o tenía una ventanilla al cierzo o
estaba encoñá con el hombre.
Por la carretera de la Ossa no se
veía un alma. Muy despacio, muy
despacio, miraban a todos lados en
busca de algo llamativo. Desde lejos
vieron cruzar un ganado muy grande.
Hasta ellos llegaban los balidos y las
voces de los pastores que encarrilaban a
las ovejas. Como a un kilómetro más
allá, encontraron junto a la cuneta un
borrico en el suelo y un muchacho al
lado. Cuando llegaron a su altura
pararon el coche. El chico lloraba y le
daba patadillas en el lomo al animal.
«Anda, borrico», «Anda y ponte de pie»
—le decía sonllorando.
—¿Qué te pasa, jaro?
—Que de pronto se me ha caído el
borrico, hermanos. Don Lotario miró y
puso mal gesto. El animal, con la boca
entreabierta y los ojos a medias,
respiraba con mucha dificultad y echaba
espuma.
—¿Dónde vives, hermoso?
—Ahí un poco más abajo, por ese
camino.
—Pues anda y avísale a tu padre que
aquí aguardamos nosotros.
El chico cruzó la carretera con paso
lerdo y restregándose las lágrimas. Este
la espicha antes que vuelvan. El pobre
es más viejo que San Antón. Fíjate los
dientes que tiene ya. Son del año de
Cánovas.
Sentados en la cuneta viendo expirar
al burro, se fumaron un «caldo» en
espera de los amos. El crepúsculo que
empezó con tintes rosas, enrojecía ahora
aquellos cerros con garnachas brillantes.
—Me acuerdo yo de la hermana
Antoñona, que tenía un borriquillo casi
lanudo que lo quería mucho. Se le murió
así poco más o menos. Y la pobre, que
vivía sin más consuelo que el asno,
siempre que me veía, pero durante
muchos años, no creas, me decía: «esta
noche he vuelto a soñar con mi
“Antoñete”». Porque le llamaba así
como un hijo que tuvo. Y cuando murió
bastantes años después, en la agonía
decía que seguía viendo al «Antoñete».
Las dolientes creían que la pobre se
acordaba del hijo. Y a lo mejor fue así,
pero yo me inclinaba más a que veía al
rucio dándole coces suavonas a las
nubes.
De pronto se oyó un quejido raro,
medio relincho. El burro dobló la
cabeza sobre el asfalto y se quedó con el
ojo visible abierto.
—Ya la entregó.
—Fíjese usted, se le ha puesto el
gesto dulce.
Pocos minutos después aparecieron
muy sofocados el chico y su padre. Por
cierto que este llevaba barbas de dos
meses y blusa negra.
Sin saludar siquiera se inclinaron
sobre el asno. El barbas empezó a echar
maldiciones, a la vez que le daba
manotadas al animal en la cabeza, y el
niño lloraba con los puños en los ojos,
pero sin dejar de mirar.
—¿Cuántos años tenía? —le
preguntó don Lotario.
—Vaya usté a saber —le respondió
el hombre con cara de más enfado.
Cuando volvieron al coche dijo
Plinio:
—Vaya barbas que tiene el gachó.
—Todavía por estos lugares
apartados se ven gentes que, en señal de
luto, no se afeitan la barba durante dos
meses después de morir la mujer.
—Coño, yo creí que eso ya era
historia.
Conforme se hundía el sol, los
árboles esparcidos echaban sombras
larguísimas sobre la tierra sanguina.
En un bar que está a la salida de la
Ossa se tomaron unos tintos, pero no
encontraron mayormente nada de
particular. Al volver vieron unas nubes
encimica del último pelo del sol.
—Al fin la puesta del sol ha sido
con rebole… ¿Pero de que te ríes?
—De lo que contaba mi mujer y mi
hija del culo de la Gala.
—Qué tía, esa debe de descipotar al
contrario.
—Se queda con la herramienta para
siempre.
El burro muerto estaba solo junto a
la cuneta, con los reflejos rojos del
poniente en la barriga.
Recogieron a las mujeres en la
puerta de la iglesia. Habían comprado
chufas en remojo y se las ofrecieron
riéndose solas.
—Pero coño, ¿os seguís riendo de la
gimnasia de la Gala?
—No, padre. Es de unos ramos que
hemos visto por ahí pintaos.
—Ah, ya me fijé la otra mañana.
Apenas cenaron, las mujeres
dijeron que iban a acostarse. Así que no
hubo que echarles mentiras para
justificar su centinela ante la ventana del
apartamento del Ignacio.
—Le juro a usted, don Lotario, que
en mi vida he hecho un papelón como el
que ahora nos espera… Y esto me pasa
a mí porque no sé decir que no a nada.
—La gente es así y hay que tomarla
como es. Si tuviéramos una obligación
rabiosa, no íbamos a dedicar el tiempo a
estas picholerías, pero al estar vacantes,
hay que verlo todo Manuel. La vida es
una comedia de la que no te puedes salir
a fumar antes del entreacto.
—No si… Pero esto no es de
hombres serios, y además guardias.
—Precisamente el dar consuelo,
aunque sea tan chusco como este, es de
hombres serios. De tontos es despreciar
lo que les rodea y creer que sólo tiene
importancia lo que está escrito… Los
tontos, Manuel, sólo hacen lo que se
dice que hay que hacer. Nosotros, los
listos, debemos hacer de todo, aunque
no esté bien visto, siempre que beneficie
a alguien o nos dé solaz.
—Viva la modestia.
Ya cerca de los apartamentos se les
cruzó un conejo.
—Lo que no he podido comprender
nunca Manuel, es por qué le llaman
conejo a lo de las mujeres. Si no se
parece nada.
—Hombre, a lo mejor en algún caso
especial.
—Quiá, es que las comparaciones
que más gustan son las que menos se
parecen. Lo mismo que lo de llamarle
galápago. Tampoco es semeje. Lo de
pitorra, ves tú, sí.
—Pues está usted bueno.
—¿Dónde paramos?
—Ahora estamos enfrente, de modo
que hágase usted a un lado de la
carretera.
—Aquí mismo.
—Ea, pues a esperar a ver si Ignacio
se le entecia… Te digo que.
—Ya son las once en punto. Mira,
acaban de encender la luz. Verás que
presto se asoma a ver si cumplimos…
No te digo.
En efecto, se abrió la ventana y el
Ignacio adelantó la cabeza, hizo un
breve saludo y se metió rápido.
—La que te espera macho, como las
pastillas no rijan.
—Siendo normal como este…
parece, rigen, porque a los gorrinos más
cansinos, la Yohimbina los pone a cien.
Todavía no había salido la luna y
todo estaba oscuro, menos la ventana de
algún apartamento. Las lagunas y montes
ladereños, negro total.
—Y la pobre, que ya no se fía un
pelo, lo estará mirando con esa cara de
desesperanza que nos contó esta tarde.
—Y que debe ser triste, Manuel, el
ver que el macho que te has echao para
toda la vida se te encara con el finistripa
lacio.
—Y máxime que las mujeres
solteras e inocentes creen que los
hombres somos el no va más. Que todo
el santo día estamos con ganas de abrir
latas.
—Es verdad. Las han educao como
si los hombres fuésemos los ponedores
de la creación, cuando de verdad de
verdad son ellas más calurosas.
Nosotros somos temporeros. Lo que da
de sí el nervio. Pero ellas, como no
tienen más que ponerse, particularmente
así que han parido unas cuantas veces,
siempre tienen el hornillo cálido.
—Usted sabe de eso más que yo,
pero las hembras animales tienen su
tiempo de celo, que es como debe ser, y
el resto a pastar.
—Y a las mujeres en su origen les
ocurriría lo mismo, pero la imaginación
perturbó los compases de la naturaleza.
El ser humano con la imaginación lo
varía todo.
—Y no digamos el Ignacio.
—Muy bien dicho. ¿Estará ya
aferruchando?
—Aferruchando seguro, pero no
sabemos si con la herramienta o solo
con la intención.
—Si falla le pego seis copazos de
coñac y le doy otra pastilla.
—Yo con seis copas de coñac me
tengo que ir a dormir, pero solo.
—Bueno, quien dice seis dice dos.
—Eso es otra cosa… No crea usted,
que como le salga bien el salto y se
duerma… Nos da la noche.
—Qué va. Ese si descarga se pone
tan contento que no duerme en tres días.
Menuda perdigonera debe de tener
retenía, con veinticinco años y quince
días la presa cerrá.
—Y el caso es que la Retoca tiene
buen ver.
—Y mejor comer. Pues ya ves tú las
cosas, a lo mejor le ponen delante una
medio averiá y le canta el pájaro. Pero a
veces, el desear mucho a una, ahoga el
príapo.
—Mucho tarda, para ser el primero.
—Manuel, hombre, si llevamos
quince minutos escasos.
—En ese tiempo, a los veinticinco
años, tiene uno tiempo de desvirgar una
granja.
—Ah, ya ha encendido la luz… A
ver si se asoma.
Esperaron los dos con los ojos fijos
en la ventana. Pero abrieron la puerta.
Era Ignacio, con la chaqueta del pijama,
pantalones del traje, y en zapatillas.
—Anda, leche. ¿Pero qué trae en la
mano?
—Una botella.
—¡Salud, maestros! —gritó—
háganme un laíco aquí en el auto que
vengo aprecio.
—¿Qué tal, qué tal, Ignacio?
—¡Fenómenooooo! Venga, beban un
trago a la salud de mi porra.
¡Fenómenoooo!
—Cuenta, cuenta.
—Pero, hombre, don Lotario, va
usted a hacerle contar pormenores.
—Si no importa. Si soy más feliz
que Dios, y gracias a ustedes. Esto no lo
pago yo en la vida.
—Venga cuenta.
—Una copita por el nacimiento del
pulgar del Ignacio.
Bebieron el coñac de un trago solo.
—Pues verán ustedes… ¿Otra
copita…? La pobre cuando le dije de
hacerlo, se empezó a desnudar muy
tristona, como quien entra en
velatorio… Y yo callao, porque
mayormente desde que se quitó la bata,
noté la presencia como un ramalazo.
«Venga, ponte». Y ella, ya digo, con aire
aburrido, empezó a quitarse las
horquillas, sentada en la cama… «¡He
dicho que te pongas!». Y alzó la cabeza
mirándome con muchísima tristeza…
Pero yo, cuando tuve sus ojos bien
enfrentaos, le dije: «¡Mira! ¡mira aquí!,
esposa del corazón». Oigan ustés, y na
más verlo, se le encendió la cara como
arco de feria y sin quitarse más
horquillas ni na… (a lo mejor pensaba
que aquello se podía deshinchar como
un globo) se plantó en el colchón con un
muslo mirando a Ciudad Real y el otro a
Albacete… y allí fue ella, señores. Allí
fue ella. Una avenía, lo que se dice una
avenía del Guadiana. La pobre se quedó
un poquito vencía y con la cara de gusto
así apoyá en la almohada… Yo, como
soy agradecido de verdad, creí que ella
debía serlo también y bajar aquí a tomar
una copa con ustedes. Pero como se ha
quedao así de acuná y con ese gesto tan
grato, he preferío que repose y alternar
yo solo con ustedes.
—Has hecho bien, porque a las
mujeres el pudor…
—Déjese usted de pudor, si esto es
la gloria… Atiza, otra vez.
—¿Cómo otra vez?
—Sí, don Lotario, otra vez que la
siento viva.
—Pues Ignacio, alivia al catre y a
ver si recuperas.
—¡Ay qué gusto! ¡Ay qué gusto!
Santos, ustés son unos santos, na más
que estar con ustés soy otro.
—Pues ¡hala!, aprovecha y ya sabes
donde estamos.
Y tomando las copas y la botella,
salió rápido hacia el apartamento.
—No ves Manuel, qué bien ha
salido todo.
—Y si no venimos también había
salido.
—O no.
—Así ha sido mejor.
—Desde luego, don Lotario, es usted
más humano que San Martín.
Cuando Manuel entró en su
habitación halló otro papel:
«Le ruego que a la hora que
llegue pase a mi habitación. Ya
sabe, llame tres veces».
Se rascó la sien, entreabrió la puerta
por ver si venía alguien, y bajó hasta la
número treinta y cinco. Dio los tres
golpes de rigor y oyó la vocecilla:
—Pase.
Don Circunciso estaba igual que la
noche anterior. Metido en la cama y
leyendo con las gafas puestas. Junto a él,
el perro sobre la alfombra.
—Siéntese —le dijo señalando una
descalzadora.
El enanillo, con el aire interesante
de siempre, cerró el libro, dejando guía,
se quitó las gafas y quedó mirando al
guardia con mucha gravedad.
—¿Qué me cuenta usted, Manuel?
—Poca cosa.
—¿No averiguó nada de las voces
misteriosas? —le preguntó de pronto
con cierto son.
—No.
Y luego con aire severo:
—¿Vio u oyó a algunos argentinos?
—No. Anduvimos todo el día dando
vueltas por ahí y nada… Claro, que no
es fácil sin poder preguntar.
—Comprendo. Tal vez haya que
cambiar de táctica, aunque es muy
arriesgado.
—Usted sabrá. Yo aquí soy un
mandao.
—Cosa que no le gusta.
—Más bien no… ¿Y usted ha
avanzado algo?
Don Circunciso no respondió. Plegó
los labios y quedó mirando al cobertor.
Plinio clavó los ojos en los
zapatillos del enanillo con ternura. Allí
estaban muy bien colocados, debajo de
la cama, por el niño ordenado y
obediente. Medio cubiertos por los
flecos de la colcha.
Así estaban las cosas cuando se oyó
que algo rozaba la puerta. Don
Circunciso miró con astucia. Plinio
también volvió la cabeza. Un sobre azul
estaba junto a la puerta.
El pequeñito se destapó rápido y
saltó descalzo, en pantaloncitos. Parecía
un niño, el de los zapatos, que había
envejecido en la cuna. Tomó el sobre y
antes de abrirlo volvió a la cama. Se
caló las gafas y leyó rápido. Luego
quedó mirando al vacío, sobre la cabeza
de Plinio.
—… Hay en el hotel un colaborador
mío. ¿Comprende? —explicó como
obligado.
—Ya.
—Y ha tenido más suerte que usted y
que yo. Ha visto argentinos. Son dos,
con barbas, de unos cincuenta y cuarenta
años respectivamente. Los encontró en
un Seat 1500, matrícula de Madrid,
cerca de la Cueva de Montesinos.
Mañana por la mañana, con las señoras
que le acompañan, su esposa e hija
según tengo entendido, deberían hacer
una excursión a esa Cueva y
alrededores. Yo también iré por mi
cuenta.
—Bueno… Ya veré si voy con las
mujeres o no.
—Yo lo decía para disimular.
—Usted perdone, pero a mí no hay
quien me quite la idea, que tal como
usted lo pone, con una docena de
policías se daba una batida por estos
parajes, y en un par de horas todo
quedaba arreglado.
—Bueno, bueno, ya conozco esa
teoría. Y es nefasta.
—Usted sabe más que yo.
—Desde luego.
—Bien, pues si usted no manda otra
cosa me voy a descansar un rato.
—Si cuando vuelva de la excursión
tiene algo que decirme, ya sabe, acaricia
al perro.
—Si los veo.
—Nos verá.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
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