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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 29 de octubre de 2017

Voces en Ruidera (Plinio) 4ª Capitulo



Bien pasadas las nueve desayunaron juntos en el comedor del hotel. No había más desayunantes que el pescador y el matrimonio de los hijos. El pescador, como de unos sesenta años, con suéter y sombrero de paja, mientras masticaba muy lentamente escuchaba un transistor que, puesto muy bajito, tenía sobre la mesa. —Y a ver qué hacemos nosotras con un día tan largo por delante (Gregoria). —Pues nada. El turismo es para no hacer nada (Plinio). —Dais un paseíco. Habláis con los huéspedes. Os tomáis un cafetillo a media mañana y así hasta la hora de comer (Lotario). —Desde luego que así que sale una de su rutina, se queda con las manos en el aire. —Madre, no está de más quedarse de vez en cuando con las manos en el aire, como usted dice. —Claro, a tu edad, hija mía, eso se dice bien. Siempre tenéis imaginaciones amenas. Pero cuando se es mayor, si no haces algo, sólo te llegan cavilaciones caidonas. —¿Por ejemplo? (Lotario). —Qué sé yo… de mis muertos. De que me tengo que morir… y de tanto sombrajo como hay en la vida. —Eso es verdad. Yo cuando no tengo faena y me quedo, pongo por caso, mirando por el balcón, también me siento caidón y procesionario… ¿Y tú, Manuel? —Creo que ya rebasé esos callejones… La vida es una guerra sin tregua y hay que llevarla como servicio. —Vita hominis super terra milicia est —que decían los antiguos. —¿Milicia? —Sí. Milicia…, obligación, guerra con derrota segura. —Pues si que están ustedes optimistas (Alfonsa). —También hay sus ratos buenos, no exageréis (Gregoria). —Como en la guerra o en la cárcel. Hala, don Lotario, vamos a dar un garbeejo por ahí. —Nosotras iremos al saloncillo ese del hotel. Don Lotario salió con ellas y Plinio quedó con don José, el dueño. En el saloncillo, como le llamaba Alfonsa, estaba la Reina madre, como llamaron en lo sucesivo a doña Margarita, y el matrimonio Riofrío. Estos escuchaban con aire muy cortés y ceremonioso, mientras la Reina madre, con gran voz y ramear de manos, se expresaba como en escena: —Porque mi hija es una verdadera perla marina. Tan limpia, tan suave, tan amorosa. La he criado como se cría un lirio, como a un arcangelito… Me gustaría que la viesen doblar su ropa, coser una sisa, cortar las flores del jardín de nuestra casa, sonreír a los proveedores. Yo, créanme ustedes, cuando nació, tuve la sensación de que echaba al mundo algo sobrenatural, un fruto rodeado de áureo terciopelo. Al ver entrar a las mujeres de Plinio y don Lotario, sin duda alentada por el mayor auditorio, se creció en retórica y actitudes. —Todavía no he conocido hombre que sea digno de mi Margarita. Para conducirla a la felicidad hace falta tal delicadeza, que no se da en estos tiempos de materialismo ateo en que vivimos. Plinio asomó y escuchó las últimas palabras… —¿Vamos, don Lotario? —Coño, qué mujer, cómo me emboba. Cuando habla parece que está cantando Marina. Al fijarse en que Plinio llevaba una caña de pescar, arqueó las cejas: —¿Pero, Manuel tú de pesca? —Para que vea. —Te digo que… Bueno ¿hacia dónde vamos? —Hacia donde quiera. Me es igual. —Me admira tu rigor. —Esta mañana es que se admira usted de todo. —No es para menos. ¿Vamos a Entrelagos? —¿A Entrelagos…? No, allí no habrá nadie a estas horas. Iremos más tarde. Vamos primero hacia arriba. El ruiderío de las aguas vertiéndose unas en otras sonaba a la redonda. Era cantar general y espumeante que alzaba la mañana con delgada alegría. Entre tanta luz y finura de aire, aquel rumor de aguas lejanas se sentía en todos los poros, con intensidad y arrullo de nuevo nacer. Los montes de maleza, los cabezones breñeros y ariscados, la vegetación villana de aquellas piedras, cobraba lírica con tanto ámbito, sol y canturreo. Plinio y don Lotario, en el coche a paso de carreta, respiraban a gusto, con los ojos festivos y asomos de risa sin motivo. —Qué mañana, Manuel. —Vaya, sí. —Anoche recordaba que por estos terrenos fracasamos hace ya muchos años. —Se refiere usted al caso del tiro en la potra. —Equilicuatre. —Coño, y que no hubo manera de aclararlo. —No hay quien me quite de la cabeza que a aquel Zurro, que Zurro se llamaba, no lo mató nadie. Le debió de estallar el cartucho en el bolso del pantalón y le voló toda la anatomía de la bragueta. —Naaa. A ratos es usted muy terco. Le he dicho mil veces, que de ser así habríamos encontrado algún resto de cartucho entre sus miserias muertas. Y no hubo nada de eso. —Y yo te he respondido lo mismo: que la pólvora y los perdigones le llevaron los atributos y la pelambre de la pelvis; y claro está, los restos del cartucho, cartoncillos al fin y al cabo. —Ca… a aquel lo desbraguetó alguien, que no hemos podido averiguar. —Era un pobre hombre sin cuartos ni malquerencias. —Bueno, dejemos eso… Usted con tal de no reconocer un fracaso. —Tuyo… —Gracias, viejo. Pasadas las lagunas Batanas y la Salvadora, llegaron ante la que llaman de la Lengua. No se veía nadie por la carretera ni junto a las aguas. —Pero el primer fracaso que tuve yo por estos terrenos no fue ese. Bueno, la verdad es que no fue mío. Era yo guardia reciente y tenía de jefe el hermano León. Llevamos el caso a medias con la Guardia Civil y no se aclaró el negocio.

Entraban en la San Pedro y vieron que en la orilla más próxima a la carretera había una tienda de campaña muy baja, y junto a ella, dos jóvenes sentados en el suelo comiendo algo. —¿Y qué pasó, Manuel? —Párese usted por aquí. A ver si hay algo de pesca. Don Lotario hizo un gesto de extrañeza, apartó el coche de la carretera y echaron a andar hacia la laguna. Ya junto al agua simuló examinar con mucho cuidado la parte donde podría interesarle echar el anzuelo. Don Lotario lo seguía con ambas manos en los bolsillos del pantalón y el gesto de cabreo que le criaba su situación de testigo ignorante. Plinio hacía muy bien su papel de examinador de riberas. Poco a poco llegaron hasta la altura de los que sentados junto a la tienda tomaban café con galletas. Parecían estudiantes o cosa así. Uno de ellos con barba y el otro muy rubio. —Buenos días tengan ustedes y que aproveche. —¿Si ustedes quieren? —dijo el barbas. —Muchas gracias. ¿Qué, y vienen ustedes de muy lejos? —No, de Madrid —dijo el rubio. —¿A pescar? —No, es que somos estudiantes de geología. —Ah… bueno, pues nada, a divertirse. Anduvieron un poco más y don Lotario dijo de volver al coche. —¿Qué, Manuel, no te interesan? —No. —Pues pronto. —Así que los he oído hablar. —Ah. Oye, lo que ahora buscas ¿es para el caso de las voces… o para el otro que llevas solito? —Para el otro. —Ya… Desde luego, Manuel, que en mi puñetera vida me he sentido más desplazado e inútil. —Paciencia, don Lotario, que todo en esta vida tiene su terminación y reposo. —¿Y cómo tenían que hablar esos chicos para que interesasen? —En chino. —Oye, Manuel, a mí cachondeo no, que ahora mismo me vuelvo a mi clínica. —Don Lotario, por Dios y todos los santos, no sea usted niño y tenga un poco de paciencia. Créame que soy yo el que más sufre con esta situación. De verdad que no puedo decirle nada. Me lo tienen absolutamente prohibido. —¿Es que me consideran indiscreto? —No es eso… Tenga usted confianza en mí. La que tuvo siempre. —Bueno… Bueno. Como tú digas, Manuel. ¿Seguimos? —Sí, pero despacio. —¿Y cuál dices que fue el caso que tuviste aquí con el Jefe León? —El caso que llamábamos el de la yegua… Pero vaya usted despacio que quiero preguntarles a esos una cosa. Se refería a una señora mayor, con los tobillos gordos que caminaba del brazo de un chico alto, rubio, que no pasaría de los veinticinco años.

Don Lotario puso el coche junto a la pareja. La mujer volvió la cabeza con aire de infantil sorpresa. El rubio los miraba muy serio. —Por favor, señores, ¿saben ustedes por dónde se va a la Cueva de Montesinos? —Nosotros no somos de aquí, pero me ha parecido ver una indicación más atrás. —El joven los miraba, ya digo, muy serio. De vez en cuando chupaba un cigarro con aire ritual. —Sí, claro, debe de ser aquel camino que pasamos… —Yo lo sé porque tiene un cartelito. Plinio, sin bajarse del coche se puso un «celta» en la boca: —¿Querría usted darme lumbre, por favor? El chico le aproximó su cigarrillo. —Pero Luis, hijo, dale con el mechero. —Es verdad, sí, perdone. —Es igual… Muchas gracias. Bueno, pues ya seguimos hasta que podamos dar la vuelta. Adiós, gracias. —Estos tampoco hablan en chino — dijo don Lotario con son, cuando arrancaron. —No señor. No hablan en chino. Poco más allá un hombre de aspecto rústico echaba el anzuelo con ademanes muy aspavientosos. —Mira, Manuel, ahí tienes otro pescador. Coge tu caña y arrímate a él a ver si habla en chino. —No; ese es de Alhambra y lo conozco bien. —Entonces no he dicho nada. Pasaron la central eléctrica de Ruipérez. Junto a la casa había árboles y bancos. Y ya bien metidos en la San Pedra o San Pedro vieron el grupo de chalets nuevos. —Coño, lo que han hecho por aquí. Esto no lo había visto. Meta usted el coche y vamos a dar un garbeo a pie. —Mira, muchos están todavía vacíos. Plinio andaba curioseando como el que no va a nada. Don Lotario lo seguía con las manos atrás y una ceja más alta que otra. Poniéndose la mano de visera se asomaron por la ventana a uno de los chalets vacíos. Poco más allá había dos coches, uno con matrícula francesa y el otro de Barcelona. Plinio leyó las patentes. Un Seat bastante viejo enfiló hacia ellos: —¿Qué, pareja, hay crimen a la vista? Plinio guiñó los ojos, como para reconocerlo. El saludador se bajó del coche y vino hacia ellos. Era un maestro de obras de la Ossa. —¿Qué, me compran ustedes un chaletillo? —¿Pero eres tú el constructor? —El mismo que viste y calza. —Tienen muy buena pinta. —Pues venga, anímense. —¿Tienes muchos vendidos? —Bastantes, afortunadamente. —¿Y alquilados? —No, yo no alquilo. —Veo que tienes hasta franceses. —Deben de ser visitantes. ¿Les puedo ser útil en algo? —Sí, que hagas el favor de darme la lista de los propietarios… y un planillo. —Bueno… pero aquí no la tengo. —Me la puedes dejar luego en el hotel. —Vale. ¿Es que pasa algo? —Nada importante —Ah ya sé. Lo de las voces… Siguieron carretera adelante junto a la laguna Tomilla hasta el final de la larga Conceja. Alguna vez se cruzaban con trabajadores en moto. Apenas pasaban coches. —A mí eso de vivir en un chalet en el campo, junto a las lagunas, no me gusta. —No me lo digas. —Me daría mucha tristeza. A ver qué hacía uno. Esto del campo es para gentes raras. —Coño, pues tú toda la vida fuiste campero. —A la fuerza. La naturaleza es muy aburrida. Yo prefiero el personal. ¿Y usted? —Nunca me he parado a pensar. Casi al final de la Conceja había un ganado grande de ovejas al cuido de dos pastores. —Pare usted aquí. Al ver que se acercaban los de la justicia, los pastores miraron con atención. Uno de ellos muy despatarrado y con la barriga salida; el otro con la cayada al hombro. Plinio, después de saludarlos campechano, les ofreció un cigarro. Luego les sacó la conversación de las voces. El despatarrado, después de prender el cigarro con mucha aplicación, dijo: —Nosotros no sabemos nada. Pero de seguro que será algún muerto. Al oírle, el otro empezó a reír. —Ya está con los muertos. No vive más que para ellos. —Anda coño, como todos. Todos vivimos para los muertos. No hay cosa que más ataje. Con la muerte nos levantamos y con ella nos agachamos. Y con la muerte entre las muelas estamos todo el santo del día. —¿Y qué es eso de los muertos que dices? (Plinio). —¿Que qué? Pues que en estos alrededores habitan muchos muertos — dijo serio, esgrimiendo la barriga, que era demasiado gorda para la finura del resto del cuerpo. —Ay qué tío —cortó el de la cayada —, siempre está con la misma castañuela. —Yo sé lo que digo. Conozco lo menos ocho que enterraron y andan por aquí. Ellos no saben que se murieron.

Eso pasa mucho. Por lo visto les gusta este terreno. —¿Y qué hacen? (Lotario). —Lo que to el mundo. Van, vienen, trabajan, hablan, cagan, pero están más muertos que mi abuelo. Y casi todos menos uno, son de mi pueblo, de Villahermosa. —¿Y con quién viven? —Eso nadie lo sabe. Si por un suponer usted ve a uno y lo sigue, sin saber cómo, se le pierde en la primera revuelta, y no vuelve a encontrarle hasta unos días. —¿Y por qué entonces sabes que cagan? (Lotario). —Es un decir. —¿Y si les preguntas hablan? —Claro, lo corriente. —Estás cada día más chalao, Cirilo —dijo el otro molineando la garrota. —Sí, sí, chalao, lo que pasa es que nadie tiene la vista que yo para reconocerlos. Plinio recordó que el camposantero de Tomelloso tenía la misma manía con uno que decía que salía a mear todas las tardes junto a las tapias del cementerio. —¿Y por qué crees que vienen aquí los muertos? —No sé qué le diga. De un tiempo a esta parte acuden muchos, y mayormente los que murieron en la guerra de mala manera. Yo creo que están preparando algo. Mi hermano, que tiene la misma argucia que yo y trabaja en una fábrica de Valladolid, dice que por allí pasa lo mismo. —Pero vosotros no sabéis a quién mataron o dejaron de matar en la guerra; sois muy jóvenes. —Eso no hace. Se les nota. Son gentes con la cara un poco antigua… Y verá usted cuando el país se arreplete de ellos. —¿Y tú crees que esas voces que se oyen por la Colgada son de un muerto? —Seguro, cierto. Algunas mañanas se juntan algunos en corrillo por la Caña la Manga. Y parece que son obreros almorzando, pero ca, son los muertos. —¿Cómo visten? —Como ahora se lleva. No se les nota, ya digo, más que en el aire que yo me sé. El otro pastor parecía ya estar aburrido y le daba patadas a las chinas. —¿Y también hay mujeres muertas? (Lotario). —No, mujeres no se ven. Esas vendrán luego. —Bueno, bueno. Pues a ver si me presentas a alguno que eche la mano. Estamos en el hotel de la Colgada. —Ahí viven varios. —No me digas. —Como lo oye. —Hombre, me gustaría conocerlos. —Pues fíjese usted cuando esté en el comedor en los que no le soplan a la cuchara aunque esté el guiso pelando. —Ay qué tío y cómo está esta mañana —exclamó el otro pastor dando un garrotazo en el suelo. Montaron en el Seat riéndose de los dichos del pastor. —Estas soledades, Manuel, es que afilan mucho la imaginación. —Sí, será eso, sí, pero este ya está para que lo encierren. A la altura de la San Pedra, frente a los chalets nuevos, se cruzaron con el Minimorris de don Circunciso. —Ahí van el enanillo y su perro. El tío tiene un modelo de auto que ni pintao. —Con todo y con eso debe ir sentado sobre almohadas. —¿Y cómo va a llegar entonces con esas piernecillas hasta los pedales? Y poco más o menos donde antes, volvieron a encontrar a la señora y al mozo rubio, sentados sobre unas piedras y mirando muy serios la laguna. —Tire usted al bar de Entrelagos que nos tomemos un cafetillo. Entrelagos es un conjunto de bar, restaurante alto, y playa artificial para la clientela. El bar estaba completamente solo. Plinio pidió dos cafés y por hablar algo le preguntó al mozo si desde allí se oían las voces. —No, que va, jefe. Anoche estuve en el bar del hotel y los vi a ustedes. —¿Y qué se dice por aquí de eso? —Nada cuerdo, mire usted… Gilipicheces más bien. —Coño, nunca había oído decir esa palabra. —Yo, don Lotario, es que gozo mucho inventando palabras. Verá usted, sólo de esa parte sé decir: gilipolleces, gilipicheces, gilivergueces, gilichorreces. —Hombre, así cualquiera. Si a todo le pones el «gili» delante y el «heces» detrás… —Pero también sé hacer inventos más penosos. —¿Por ejemplo? —Gilicoñeces… Gilicarajeces… —Nada, que no sales de ahí. —Es verdad, esta mañana no atino. Pero otros días sí. El domingo, sin ir más largo, me inventé una palabra muy propia. —¿Cuál? —Preñería. —¿Y eso qué es? —Una casa de putas. —Bueno, eso es un decir, porque si las putas se quedasen preñadas, se acababa el oficio en nueve meses. —Y esta otra: escuartao. —Eso le dicen en mi pueblo al que se queda sin blanca. —Es que Tomelloso es muy decidor. Muchas veces que creo inventar algo me lo pisan sus paisanos. Aquí en Ruidera hay menos inventiva para los ajes de la lengua. —¿Qué es eso de los ajes de la lengua? —Hombre, fácil. De lenguaje; ajes de la lengua. Así estaba la sesión académica cuando entró un hombre como de sesenta años, muy señorito, con el pelo largo y blanco y el gesto ácido. —Atiza manco, dijo el barman para ellos, ya está aquí este otra vez.

Sin saludar se sentó en un taburete y dijo al mozo: —Venga. Con manos temblorosas, encendió un cigarrillo rubio. Le sirvió un coñac. Se lo bebió de un trago y repitió: —Venga. —Tenga cuidado, señor. —Venga, he dicho. —¿Usted ha oído las voces que dan por la Colgada una noche sí otra no? — le preguntó el barman como para distraerlo. —¿Cómo no las voy a oír si las doy yo? —¿Ah sí? —Claro. —¿Y por qué? —Porque sí. Venga, sirve. Verás… Y agarrándose con las dos manos a la barra, alzó la cabeza, abrió la boca y dio una voz bastante chillona, pero de poco trémolo. —¿Has visto? Venga, sirve. Le puso el coñac. Y olvidado de todos, se acodó en el mostrador con la cabeza sobre las manos y el cigarrillo entre los dedos, y de vez en vez repetía la voz aquella, pero en tono confidencial y como remedándose a sí mismo. —Como este y el del hotel son los únicos bares abiertos, por aquí desfila todo el personal (Lotario). —Sí… —respondió Plinio con aire dubitativo. Se detuvo un autocar en el aparcadero y empezaron a bajar chicas con pinta de colegialas. Algunas venían mordisqueando un bocadillo. Y una profesora pantalonera, con aire muy deportivo e infantil, correteaba ante ellas. Entraron en tromba, ocuparon casi toda la barra. El solicopero se quedó entre ellas con sus ademanes y monólogo. Plinio y don Lotario tomaron los vasos y se sentaron a una mesa algo arrinconada. —Las debe de traer a aprender cosas del Quijote. —¿A quién? —Coño, Manuel, a quién va a ser, a las chicas. Estás completamente aislado, mentalmente se entiende. —No, hombre, no. —Que digas. Luego entró una pareja de recién casados de Tomelloso. Él, de la familia de los Ignacios; ella, de los Retoca. Iban muy deportivos. Quiero decir con aire desenvuelto, jerseys y pantalones ella… Claro, y él. Como no encontraban sitio en la barra miraron hacia las mesas. Al ver a Plinio y don Lotario, se les aproximaron sonriendo, más bien él. Los de la justicia se pusieron de pie y les echaron la mano para darles la enhorabuena. —¿Qué, por aquí unos días? —Sí, estuvimos en Madrid, pero antes de volver a la faena, como hace tan buen tiempo, hemos pensado echarle una cola aquí al viaje de novios… Mi padre tiene ahí un apartamentillo, sabe usted —explicó Ignacio. —Ea, pues eso está bien. Cuando se apartaron, don Lotario hizo el comento: —Fíjate estos, que aunque ricotes, son viñeros, y ahí los tienes, con auto nuevo y vestidos como los artistas. —Los tiempos, don Lotario, los tiempos. Él la tomó del brazo y la sacó con cierta prisa. Por lo visto decidieron no tomar nada en vista del acopio de chicas que había en la barra. Los vieron arrancar en el coche rojo, que entonces fue cuando don Lotario hizo el comento que dije. Las chicas, en grupos, tomaban refrescantes, daban bocados a su almuerzo, chillaban y algunas saltaban. La maestra parecía la más animada de todas y a cada poco hacía como que se tronchaba de risa. Cuando se disponían a pagar y a seguir la paseata, entró la Gala, la estupenda del hotel. Venía toda de blanco, con pantalones, claro, y suéter blanco. Ah, y un cadenón rodeándole el pecho. Se quedó en la puerta con los puños apoyados en la cadera y mirando por encima de las gafas ahumadas. Pero al ver tanta chica con gesto contrariado volvió a salir. —¿Y esa no hablará chino, Manuel? —… Coño, es verdad. Espérese usted a ver. Y sin añadir palabra, el jefe echó tras ella. Desde luego como está este hombre ahora no lo he visto en la vida — soliloqueó el veterinario. —Oiga, señorita, señorita. —¿Es a mí? —dijo volviéndose con extrañeza. —Sí… que la he visto entrar… Y si quiere usted tomar una copa con nosotros. —Muy amable, pero me gusta la barra y ya ve usted cómo está. —Como quiera. —Gracias, chao. Quedó unos segundos contemplándole el entrecejo del culo y tornó rascándose la nuca. —¿Qué, Manuel, no habla chino? No. —¿Y qué le has dicho? —Que si quería sentarse con nosotros. —Y ha dicho que nones. —Eso. —Se habrá creído que íbamos de ligue. —No sé. Me ha dicho chao. ¿Eso qué significa? —Hasta luego, en italiano. —Pues italiana no es —Eso lo dice ahora todo el mundo. Volvió a entrar el Ignacio, ahora solo y vino hacia ellos decidido. —Este ya ha dejado a la reciente… ¿Qué querrá? (Lotario). —¿Les importa que me siente con ustedes? —No faltaba más, Ignacio (Plinio). El hombre se sentó entre los dos, puso las manos sobre la mesa y se quedó callado, como pensando. —¿Qué, has dejado a la mujer en el apartamento? —Sí… es que quería hablar con ustedes… Particularmente con usted, don Lotario. —Bueno, pues yo les dejo. —No, no faltaba más, Manuel. No me importa que usted lo oiga. Es más, también quiero su consejo. Plinio y don Lotario se miraron por encima de la cabeza de Ignacio. —Pues tú dirás (Lotario). El Ignacio se avisó el pelo, más bien largo y muy lustroso. Es que —meneó la cabeza— lo que me pasa a mí no le pasa a nadie. —No presumas, Ignacio, que todo lo que le pueda pasar a uno ha pasado ya en el mundo milenta veces. —No crea, no crea, Manuel. Se pasó la mano por la boca y distraído bebió del vaso de don Lotario. Este y Plinio volvieron a mirarse. Las chicas del colegio abandonaron el bar. Cuando casi no lo esperaban, empezó a hablar el Ignacio: —Es que fíjense ustés en mi caso, yo que he sío siempre, no es por presumir, muy hombre… que he tenío dureza y pujanza para atravesar un tapial…, que toa la vida mi mayor martirio ha sío que me tenía que abrochar la chaqueta para disimular los empalmes totalmente injustificaos… va a hacer mañana quince días que me casé con la María Retoca, y aunque no lo crean, todavía no he puesto en condiciones… Suspiró el hombre con mucha sonoridad y agachó la cabeza con signo de vencimiento. —Pero hombre… —No, ni hombre ni na, don Lotario… Como un pañuelo tendío mismamente… Pero oigan ustés, haga lo que haga me ponga como me ponga. Me ensoberbizo, sudo, trajino. Siento a la contraria encendía como la hoguera de San Antón… y no hay remate. Mi puñetera pija ni se entera, como si no fuese con ella, como si no fuera ella la que tenía que cumplir el papel más furibundo. Como si de medio cuerpo para abajo fuese otro… No he podido hasta ahora consultar con nadie, y ahora al verlos a ustedes, sobre todo a don Lotario, que tanto entiende de medicina, y a usted Manuel que tanto sabe de to, me he dicho: a estos me confieso a ver si me dan remedio, que si no yo me tiro a una laguna esta misma noche. Y a joderse solo. —Pero hombre, Ignacio, no te pongas así, que eso le ocurre a muchos hombres… —¿Y por qué, don Lotario? —Por los nervios. —Por los nervios… ¿No será, Jefe, que me he quedao impaciente? —Dirás impotente… —Eso. —Quiá, hombre, son los nervios… —Joder con los nervios. Si yo no he sío nunca nervioso. —Que te crees tú eso. Todos tenemos nervios, manifiestos o no. —Y la pobre mía, al principio lo tomó con resignación, y me decía eso de los nervios. Pero en las últimas noches ha empezado a pensar muy malamente. —¿Te ha dicho algo? —No… Pero es lo mismo. Me mira con una lástima como diciendo: «¿con quién me he casao yo, Virgen Santa?».

Cuando le mando «venga, vamos», ella se pone, que obediente es como nadie, pero con cara de decir: «pero dónde vas sin escopeta, Ignaciete…». Anoche, ya, ni lo intenté. Y pensé tirarme a la laguna. En serio. A ver qué pinta un hombre por el mundo sin na que echar en remojo. ¿Dígame usted? Antes muerto, mecagüenlabicha. Y acabó el párrafo apoyando las quijadas entre ambos puños, con los ojos completamente mojados. Esperaron unos segundos a que se le fuese el congojo. Por fin Manuel le puso la mano en el hombro: —Paz, muchacho. Como dice don Lotario eso es muy frecuente en recién casados. Y él te dirá si hay alguna medicina o remedio, pero yo te aconsejo, y que el veterinario me corrija si voy mal, que lo primero que debes hacer es tranquilizarte. Hacer un esfuerzo de voluntad para apartar esa idea de la cabeza. Los hombres deben saber echarle el freno a la cabeza cuando se obstina en pensar en algo malo, y cambiar el rumbo de las rebinaciones. Si tú consigues olvidar eso de aquí a la noche, y llegas al trance con serenidad, todo acabará bien. —Sus palabras me consuelan mucho, Jefe, pero comprenderá usted que en mi estao no sé pensar en otra cosa. Mi cavilar no tiene otro tango… Y cada vez que la veo, me dan ganas de empezar a guantás con ella, por indefensa y minusválida. —Manuel lleva mucha razón en lo que te ha dicho. No pienses en eso. Cuanto más piensas más te impotencias… —Pero, coño, entonces es que es impotencia. —Impotencia transitoria por los nervios… De todas formas —dijo el veterinario sacando del bolsillo de la chaqueta una caja fina de lata, que antes fue de cigarrillos rubios y en la que solía llevar específicos de urgencia—, esta noche, así que cenes, te vas a tomar esta pastilla de Yohimbina y verás como respondes perfectamente. —¿Yohimbina? —preguntó con ella entre los dedos. —Sí… Esto se lo damos a los cerdos para que se exciten y arremetan. —Coño… —Pero tú hasta la noche no pienses en ello. Ni esta noche. Te la tomas, y al ataque. —… Bueno, bueno —dijo con cierto gesto consolado y a la vez que metía la pastilla en un bolsillete de la cartera. Les invito a unas copas. Pidieron los justicias dos aguardientes y el Ignacio un coñac doble. El hombre bebía con los ojos guiñados y cierto gesto de consolación. Apuró el hombre la copa de coñac de un trago y pidió otra. —¿Quieren ustés otras copas? —No, anda, vámonos ya para el hotel, que nos esperan las mujeres. —Muy bien. El mejor rato que he pasado en estas dos semanas. Ustedes me dan confianza. —Venga, te llevamos. ¿Dónde está tu apartamento? —Ahí, cerca del Club. 

El hombre agachó la cabeza y volvió a su melancolía en lugar de bajarse. —¿Qué te pasa ahora? —Que ni pastilla ni na. Que a mí quien me puede volver a la hombría son ustedes, don Lotario. —Anda coño. —Sí, cierto, fijo como la vista. —Venga, hombre, no digas tonterías. —Que sí. Cuando yo digo una cosa… Y yo les voy a pedir un favor, un favor de esos que no se le pide a nadie. Aquel del segundo piso con los visillos blancos, es mi apartamento. Y la ventana de al lado, la estrecha, es la de nuestra alcoba… Si esta noche a eso de las once y media ustés se vinieran, si yo supiera que estaban aquí, aunque fuese dentro del coche, yo estoy seguro que funcionaba… El saberlos cerca me empitonaría más que toas las droguerías del mundo. —Pero hombre, Ignacio… —¿No dicen ustés que es cosa de nervios? Pues ustés me los quitan… Yo les pido, como si estuviera al pie del sepulcro, que me cuiden, que se vengan esta noche, por Dios y la Virgen. Les pago lo que sea, que miles de duros y muchos no me faltan. —… Bueno, venimos y nos estamos ahí toda la noche… pero cómo vamos a saber… —Na de toa la noche. Si al primer envite me empriapo, me asomo a la ventana y les hago señal. Y si no hay altura, me salgo aquí con ustedes a echar un pito y a tomar unos copazos de coñac a ver si con su compañía me consuelo… ¿Van a venir? ¿Me lo prometen? —¿Tú qué dices, Manuel? —Hombre, qué quiere usted que diga. Por mí que no quede. Una obra de caridad es, aunque se trate de semejante parte. —Pues nada, a las once en punto aquí hacemos el puesto. —Son ustés más que mi madre. Me han salvado. Estoy cierto. Ignacio les echó la mano con mucha efusión y se bajó contentísimo. —Desde que tengo potra no he visto otra. —Eso dirá él, Manuel. —Vaya cometido. —Es una obra de caridad, Manuel. —Ya ya… A las once y media en punto aquí. —A un sobrino mío de Córcoles le pasó igual. Los días que anduvo de viaje de novios no pudo alzar el hombre. Pero la primera noche que pasó en el pueblo, se conoce que al recuperar el clima, se volvió a sentir natural. —Pues a lo mejor este, yéndose a Tomelloso, nos había evitado la centinela. —Son los nervios y nosotros lo hemos sugestionado un poco. —Bueno bueno, ya veremos. Con tal de que no haga una tontería. Al pasar hacia el Club, vieron unas fochas desplegadas en guerrilla sobre el verde caramelo de las aguas, rizadas con pliegues suavísimos por el viento leve. A la izquierda, los Villares, monte basto y semicorto, entre los pedruscos color verde antiguo. Pedruscos en perpetuo trance de caer hasta la carretera, barbados de musgo perenne, cada cual encima de su sombra. Junto al hotel había pocos coches. El bar estaba casi vacío. Las mujeres de Plinio, sentadas a una mesa junto al ventanal, leían revistas. Los dueños del hotel hacían números en otra mesa del rincón. —Ya están aquí el par de dos —dijo la Gregoria. —¿Hubo alguna novedad? — preguntó Plinio a don José al pasar junto a él. —Nada nuevo. —No le diga usted a estas nada del Ignacio. —Descuida. Se sentaron junto a ellas. Los huéspedes llegaban. La rubia Gala entró con su conjunto blanco, se sentó en la barra y pidió whisky. El camarero mirlo, mientras le iba sirviendo el hielo, le silbó malicioso, y ella le dio una manotadilla en la mejilla. Apenas comieron llevaron a las mujeres con el coche a dar un paseo y al mismo tiempo a vigilar quién había por la carretera. Merendaron en la aldea y ya a solespones regresaron al hotel, sin encontrar a ninguno que hablara argentino.

Plinio estaba desazonadísimo. Don Circunciso no aparecía por parte alguna. Tomaron el aperitivo entre silencios y aguas solitarias. A Plinio le tornaba la sensación de que a la pura naturaleza telúrica le sobran los hombres. De que para la tierra, el cielo, y máxime las aguas de los mares y lagunas, el inquilinato de los humanos es condena temporal, que esperan concluya para quedarse solos, sin más ires y venires que los del viento, los temperos y las olas que llegan a la playa cansadísimas. La quietud de las aguas laguneras, sin más ola que el leve rizo que les saca el aire o el derramarse unas en otras cuando se preñan sus honduras, transpiran desprecio y ganas de quedarse en paz algún día. El cielo, tan indiferente a las querellas bajas, a los rasguños de cohetes y aviones. La tierra sufriendo sin conmoverse el hurgar de los arados y tractores; las manchas de los pueblos y ciudades, denuncian ansias de vacación. Posiblemente la repulsa que entre sí nos tenemos los humanos, nazca de ese forzado inquilinato, de ese pisar y nadar en un medio que nos es hostil, que nos admitió por no sé qué potentísimo compromiso… que un día caducara. Ese será el del gran festival de la naturaleza. Perderá su reconcomio de avasallada. Y habrá una gran orgía de árboles que crezcan por dónde y cómo quieran. De mares arrullantes o feroces que modelen las marismas a su capricho. De ríos desmadrados que jueguen a inundar caminos, carreteras de asfalto y urbanizaciones horribles… Y los nichos y tumbas sin enjalbegar, hasta los panteones señoritos estilo modernista, caerán al suelo haciéndose polvo y devolviendo a la tierra los huesos innecesariamente conservados… Tal vez, por esa presentida hosquedad de la tierra y sus aguares, situamos a Dios en una longitud infinita, neutralizada de esta enemistad de la naturaleza. Por convicciones adquiridas tendemos a decir que el campo es maravilloso, que lo es la soledad y la paz de la naturaleza, que los pájaros nos arrullan y el agua nos concierta. Mentira. Tras ese espejismo hedonista sentimos la terrible impresión de que la naturaleza nos desprecia, de que espera un día volver a sí misma, a su soledad, a su reinado absoluto, convirtiendo toda la bola de la tierra en una selva tierna, sin más vivos que los irracionales que se someten a ella, incapaces de romper las misteriosas coordenadas de su ley. … Las aguas solitarias de las lagunas, sin el meneo del mar ni el correr de los ríos, tan impasibles y brillantes, acentúan más este desprecio hacia la zoología rarísima de los hombres. Cuando salieron del comedor a tomar el café vieron a don Circunciso sentado con el perro al lado. Tomaba unos bocadillos con whisky, y «Vida» sus tacos de jamón, como siempre. Ni una sola vez miró a Plinio y a los suyos. A las mujeres del guardia les dio por reír durante toda la comida. Se habían equivocado de cuarto y sorprendieron a la rubia Gala completamente desnuda de espaldas, y con el florón en pompa, como ellas decían, haciendo gimnasia. Parece que la chica al ver que las interruptoras eran mujeres, ni se inmutó. Continuó tocándose los pies con las puntas de las manos y se limitó a decir: «déjenme hacer mis necesidades, por favor». «No te joroba decir que estaba haciendo sus necesidades». «Es que ahora a todo le llaman necesidades». Y apenas habían cesado de comentar el hecho, la rubia apareció en el bar y se sentó en la barra a tomar su café con copa. Tan tranquila. Sobre la banqueta, un poco incorporada, se le dibujaba muy bien el culo bajo los pantalones blancos. Los cuatro se quedaron encanados en aquel monumento tan bien cortado. Plinio lamentó no haber sido él quien se equivocase de puerta. Don Lotario, menos natural y por tanto propicio a lo grotesco, pensó si hubiera sido don Circunciso el equivocado. Y se lo imaginaba así, desde su estatura mirando aquel enfoque cular tan blanco y recortado. ¿Qué hubiera hecho don Circunciso ante aquella presa? Y veía a la Gala saltándose la cama y la silla, huyendo del liliputiense que la perseguía chillando como un gorrión, con lo ojos desencajados, echando vapor por las narices y ofreciéndole su minúscula hombría. La hija de Manuel pensaba que su tras era más liso que el de la Gala, menos sexípero menos aglutinante de los ojos y lascivia. Era el suyo un culo de estrecha, de mucho reclinatorio. Culo alíneo que nunca arrancó piropos de retaguardia. Su cara dulce, sí. Y hasta el suave formato y arranque de su pecho. Pero las piernas le quedaban demasiado derechas, y el nido donde ellas nacían, muy parejo a la espalda. ¿Cómo serán los hombres así? No cabe duda que el culo, que no vale pa «na» es gran aliguí de las mujeres para engalgar tíos. Y eso que ahora con los pantalones se estilan más bien los culos «escurríos», pero siempre con su poquito de peralte, de gracia salidera. Ya cerca de las cinco, el bar se quedó solo y las mujeres pidieron a don Lotario que las llevase a dar un paseíllo por la aldea. Poco había que ver, pero el caso era variar. Don Circunciso arreglaba no sé qué de su coche y Plinio y don Lotario las llevaron donde decían. Luego se dedicaron a sus correrías particulares. Quedaron en recogerlas en la puerta de la iglesia a eso de las ocho. Tiraron hacia la Ossa a paso corto de coche, y don Lotario volvió a atacar al Jefe: —¿Y cuál dices, Manuel, que fue aquel caso de la yegua que os quedó por aclarar en estos terrenos cuando estabas a las órdenes del Jefe León? —Sí hombre… A una moza que vivía en un casutín, en la otra parte de Ruidera, cerca de la carretera, la encontraron en el corral con la cabeza deshecha. La versión de su hermana, con la que vivía, fue que la había coceado una yegua tuerta que tenían. No hubo manera fácil de demostrar otra cosa. Pero a mí me olió a excusa. Yo estuve guiscándole a la yegua y me pareció la más pacífica del mundo. —Según lo que le hicieran, Manuel. —¿Pero qué le podía hacer la moza a una yegua? —Ah, no sé. Los animales, como las personas, pueden tener reflejos muy raros. Pero a lo que vamos, ¿tú qué pensaste? —Yo pensé, nada más que por ciertas miradillas y reservas, que la mató su propia hermana, tal vez porque la sorprendió dándose el verde con su marido. —¿Viven por aquí todavía? —No. El marido desapareció en la guerra… que esa es otra. No se supo que lo mataran. Lo cierto es que no volvió. Y ella se marchó no sé dónde. Pero ya le digo, la cara es el espejo del alma, y un policía que no entiende de caras no tiene na que hacer. Yo se lo sugerí al hermano León, pero era un mocete principiante y no me hizo caso. Pero a mí me quedó otra para toda la vida. —¿Y tú interrogaste al vecindario? —Algo, pero no dieron señal… Ya sabe usted que las gorrinerías entre familiares, la mayoría de las veces quedan entre cortinas… Lo cierto es que la hermana ponía una jeta muy mala y el marido aire de miedo. Pa mí que ella, la casada, o tenía una ventanilla al cierzo o estaba encoñá con el hombre.

Por la carretera de la Ossa no se veía un alma. Muy despacio, muy despacio, miraban a todos lados en busca de algo llamativo. Desde lejos vieron cruzar un ganado muy grande. Hasta ellos llegaban los balidos y las voces de los pastores que encarrilaban a las ovejas. Como a un kilómetro más allá, encontraron junto a la cuneta un borrico en el suelo y un muchacho al lado. Cuando llegaron a su altura pararon el coche. El chico lloraba y le daba patadillas en el lomo al animal. «Anda, borrico», «Anda y ponte de pie» —le decía sonllorando. —¿Qué te pasa, jaro? —Que de pronto se me ha caído el borrico, hermanos. Don Lotario miró y puso mal gesto. El animal, con la boca entreabierta y los ojos a medias, respiraba con mucha dificultad y echaba espuma. —¿Dónde vives, hermoso? —Ahí un poco más abajo, por ese camino. —Pues anda y avísale a tu padre que aquí aguardamos nosotros. El chico cruzó la carretera con paso lerdo y restregándose las lágrimas. Este la espicha antes que vuelvan. El pobre es más viejo que San Antón. Fíjate los dientes que tiene ya. Son del año de Cánovas. Sentados en la cuneta viendo expirar al burro, se fumaron un «caldo» en espera de los amos. El crepúsculo que empezó con tintes rosas, enrojecía ahora aquellos cerros con garnachas brillantes. —Me acuerdo yo de la hermana Antoñona, que tenía un borriquillo casi lanudo que lo quería mucho. Se le murió así poco más o menos. Y la pobre, que vivía sin más consuelo que el asno, siempre que me veía, pero durante muchos años, no creas, me decía: «esta noche he vuelto a soñar con mi “Antoñete”». Porque le llamaba así como un hijo que tuvo. Y cuando murió bastantes años después, en la agonía decía que seguía viendo al «Antoñete». Las dolientes creían que la pobre se acordaba del hijo. Y a lo mejor fue así, pero yo me inclinaba más a que veía al rucio dándole coces suavonas a las nubes. De pronto se oyó un quejido raro, medio relincho. El burro dobló la cabeza sobre el asfalto y se quedó con el ojo visible abierto. —Ya la entregó. —Fíjese usted, se le ha puesto el gesto dulce. Pocos minutos después aparecieron muy sofocados el chico y su padre. Por cierto que este llevaba barbas de dos meses y blusa negra. Sin saludar siquiera se inclinaron sobre el asno. El barbas empezó a echar maldiciones, a la vez que le daba manotadas al animal en la cabeza, y el niño lloraba con los puños en los ojos, pero sin dejar de mirar. —¿Cuántos años tenía? —le preguntó don Lotario. —Vaya usté a saber —le respondió el hombre con cara de más enfado. Cuando volvieron al coche dijo Plinio: —Vaya barbas que tiene el gachó. —Todavía por estos lugares apartados se ven gentes que, en señal de luto, no se afeitan la barba durante dos meses después de morir la mujer. —Coño, yo creí que eso ya era historia. Conforme se hundía el sol, los árboles esparcidos echaban sombras larguísimas sobre la tierra sanguina. En un bar que está a la salida de la Ossa se tomaron unos tintos, pero no encontraron mayormente nada de particular. Al volver vieron unas nubes encimica del último pelo del sol. —Al fin la puesta del sol ha sido con rebole… ¿Pero de que te ríes? —De lo que contaba mi mujer y mi hija del culo de la Gala. —Qué tía, esa debe de descipotar al contrario. —Se queda con la herramienta para siempre. El burro muerto estaba solo junto a la cuneta, con los reflejos rojos del poniente en la barriga. Recogieron a las mujeres en la puerta de la iglesia. Habían comprado chufas en remojo y se las ofrecieron riéndose solas. —Pero coño, ¿os seguís riendo de la gimnasia de la Gala? —No, padre. Es de unos ramos que hemos visto por ahí pintaos. —Ah, ya me fijé la otra mañana.

Apenas cenaron, las mujeres dijeron que iban a acostarse. Así que no hubo que echarles mentiras para justificar su centinela ante la ventana del apartamento del Ignacio. —Le juro a usted, don Lotario, que en mi vida he hecho un papelón como el que ahora nos espera… Y esto me pasa a mí porque no sé decir que no a nada. —La gente es así y hay que tomarla como es. Si tuviéramos una obligación rabiosa, no íbamos a dedicar el tiempo a estas picholerías, pero al estar vacantes, hay que verlo todo Manuel. La vida es una comedia de la que no te puedes salir a fumar antes del entreacto. —No si… Pero esto no es de hombres serios, y además guardias. —Precisamente el dar consuelo, aunque sea tan chusco como este, es de hombres serios. De tontos es despreciar lo que les rodea y creer que sólo tiene importancia lo que está escrito… Los tontos, Manuel, sólo hacen lo que se dice que hay que hacer. Nosotros, los listos, debemos hacer de todo, aunque no esté bien visto, siempre que beneficie a alguien o nos dé solaz. —Viva la modestia. Ya cerca de los apartamentos se les cruzó un conejo. —Lo que no he podido comprender nunca Manuel, es por qué le llaman conejo a lo de las mujeres. Si no se parece nada. —Hombre, a lo mejor en algún caso especial. —Quiá, es que las comparaciones que más gustan son las que menos se parecen. Lo mismo que lo de llamarle galápago. Tampoco es semeje. Lo de pitorra, ves tú, sí. —Pues está usted bueno. —¿Dónde paramos? —Ahora estamos enfrente, de modo que hágase usted a un lado de la carretera. —Aquí mismo. —Ea, pues a esperar a ver si Ignacio se le entecia… Te digo que. —Ya son las once en punto. Mira, acaban de encender la luz. Verás que presto se asoma a ver si cumplimos… No te digo. En efecto, se abrió la ventana y el Ignacio adelantó la cabeza, hizo un breve saludo y se metió rápido. —La que te espera macho, como las pastillas no rijan. —Siendo normal como este… parece, rigen, porque a los gorrinos más cansinos, la Yohimbina los pone a cien. Todavía no había salido la luna y todo estaba oscuro, menos la ventana de algún apartamento. Las lagunas y montes ladereños, negro total. —Y la pobre, que ya no se fía un pelo, lo estará mirando con esa cara de desesperanza que nos contó esta tarde. —Y que debe ser triste, Manuel, el ver que el macho que te has echao para toda la vida se te encara con el finistripa lacio. —Y máxime que las mujeres solteras e inocentes creen que los hombres somos el no va más. Que todo el santo día estamos con ganas de abrir latas. —Es verdad. Las han educao como si los hombres fuésemos los ponedores de la creación, cuando de verdad de verdad son ellas más calurosas. Nosotros somos temporeros. Lo que da de sí el nervio. Pero ellas, como no tienen más que ponerse, particularmente así que han parido unas cuantas veces, siempre tienen el hornillo cálido. —Usted sabe de eso más que yo, pero las hembras animales tienen su tiempo de celo, que es como debe ser, y el resto a pastar. —Y a las mujeres en su origen les ocurriría lo mismo, pero la imaginación perturbó los compases de la naturaleza. El ser humano con la imaginación lo varía todo. —Y no digamos el Ignacio. —Muy bien dicho. ¿Estará ya aferruchando? —Aferruchando seguro, pero no sabemos si con la herramienta o solo con la intención. —Si falla le pego seis copazos de coñac y le doy otra pastilla. —Yo con seis copas de coñac me tengo que ir a dormir, pero solo. —Bueno, quien dice seis dice dos. —Eso es otra cosa… No crea usted, que como le salga bien el salto y se duerma… Nos da la noche. —Qué va. Ese si descarga se pone tan contento que no duerme en tres días. Menuda perdigonera debe de tener retenía, con veinticinco años y quince días la presa cerrá. —Y el caso es que la Retoca tiene buen ver. —Y mejor comer. Pues ya ves tú las cosas, a lo mejor le ponen delante una medio averiá y le canta el pájaro. Pero a veces, el desear mucho a una, ahoga el príapo. —Mucho tarda, para ser el primero. —Manuel, hombre, si llevamos quince minutos escasos. —En ese tiempo, a los veinticinco años, tiene uno tiempo de desvirgar una granja. —Ah, ya ha encendido la luz… A ver si se asoma. Esperaron los dos con los ojos fijos en la ventana. Pero abrieron la puerta. Era Ignacio, con la chaqueta del pijama, pantalones del traje, y en zapatillas. —Anda, leche. ¿Pero qué trae en la mano? —Una botella. —¡Salud, maestros! —gritó— háganme un laíco aquí en el auto que vengo aprecio. —¿Qué tal, qué tal, Ignacio? —¡Fenómenooooo! Venga, beban un trago a la salud de mi porra. ¡Fenómenoooo! —Cuenta, cuenta. —Pero, hombre, don Lotario, va usted a hacerle contar pormenores. —Si no importa. Si soy más feliz que Dios, y gracias a ustedes. Esto no lo pago yo en la vida. —Venga cuenta. —Una copita por el nacimiento del pulgar del Ignacio.

Bebieron el coñac de un trago solo. —Pues verán ustedes… ¿Otra copita…? La pobre cuando le dije de hacerlo, se empezó a desnudar muy tristona, como quien entra en velatorio… Y yo callao, porque mayormente desde que se quitó la bata, noté la presencia como un ramalazo. «Venga, ponte». Y ella, ya digo, con aire aburrido, empezó a quitarse las horquillas, sentada en la cama… «¡He dicho que te pongas!». Y alzó la cabeza mirándome con muchísima tristeza… Pero yo, cuando tuve sus ojos bien enfrentaos, le dije: «¡Mira! ¡mira aquí!, esposa del corazón». Oigan ustés, y na más verlo, se le encendió la cara como arco de feria y sin quitarse más horquillas ni na… (a lo mejor pensaba que aquello se podía deshinchar como un globo) se plantó en el colchón con un muslo mirando a Ciudad Real y el otro a Albacete… y allí fue ella, señores. Allí fue ella. Una avenía, lo que se dice una avenía del Guadiana. La pobre se quedó un poquito vencía y con la cara de gusto así apoyá en la almohada… Yo, como soy agradecido de verdad, creí que ella debía serlo también y bajar aquí a tomar una copa con ustedes. Pero como se ha quedao así de acuná y con ese gesto tan grato, he preferío que repose y alternar yo solo con ustedes. —Has hecho bien, porque a las mujeres el pudor… —Déjese usted de pudor, si esto es la gloria… Atiza, otra vez. —¿Cómo otra vez? —Sí, don Lotario, otra vez que la siento viva. —Pues Ignacio, alivia al catre y a ver si recuperas. —¡Ay qué gusto! ¡Ay qué gusto! Santos, ustés son unos santos, na más que estar con ustés soy otro. —Pues ¡hala!, aprovecha y ya sabes donde estamos. Y tomando las copas y la botella, salió rápido hacia el apartamento. —No ves Manuel, qué bien ha salido todo. —Y si no venimos también había salido. —O no. —Así ha sido mejor. —Desde luego, don Lotario, es usted más humano que San Martín.

Cuando Manuel entró en su habitación halló otro papel: «Le ruego que a la hora que llegue pase a mi habitación. Ya sabe, llame tres veces». Se rascó la sien, entreabrió la puerta por ver si venía alguien, y bajó hasta la número treinta y cinco. Dio los tres golpes de rigor y oyó la vocecilla: —Pase. Don Circunciso estaba igual que la noche anterior. Metido en la cama y leyendo con las gafas puestas. Junto a él, el perro sobre la alfombra. —Siéntese —le dijo señalando una descalzadora. El enanillo, con el aire interesante de siempre, cerró el libro, dejando guía, se quitó las gafas y quedó mirando al guardia con mucha gravedad. —¿Qué me cuenta usted, Manuel? —Poca cosa. —¿No averiguó nada de las voces misteriosas? —le preguntó de pronto con cierto son. —No. Y luego con aire severo: —¿Vio u oyó a algunos argentinos? —No. Anduvimos todo el día dando vueltas por ahí y nada… Claro, que no es fácil sin poder preguntar. —Comprendo. Tal vez haya que cambiar de táctica, aunque es muy arriesgado. —Usted sabrá. Yo aquí soy un mandao. —Cosa que no le gusta. —Más bien no… ¿Y usted ha avanzado algo? Don Circunciso no respondió. Plegó los labios y quedó mirando al cobertor. Plinio clavó los ojos en los zapatillos del enanillo con ternura. Allí estaban muy bien colocados, debajo de la cama, por el niño ordenado y obediente. Medio cubiertos por los flecos de la colcha. Así estaban las cosas cuando se oyó que algo rozaba la puerta. Don Circunciso miró con astucia. Plinio también volvió la cabeza. Un sobre azul estaba junto a la puerta. El pequeñito se destapó rápido y saltó descalzo, en pantaloncitos. Parecía un niño, el de los zapatos, que había envejecido en la cuna. Tomó el sobre y antes de abrirlo volvió a la cama. Se caló las gafas y leyó rápido. Luego quedó mirando al vacío, sobre la cabeza de Plinio. —… Hay en el hotel un colaborador mío. ¿Comprende? —explicó como obligado. —Ya. —Y ha tenido más suerte que usted y que yo. Ha visto argentinos. Son dos, con barbas, de unos cincuenta y cuarenta años respectivamente. Los encontró en un Seat 1500, matrícula de Madrid, cerca de la Cueva de Montesinos. Mañana por la mañana, con las señoras que le acompañan, su esposa e hija según tengo entendido, deberían hacer una excursión a esa Cueva y alrededores. Yo también iré por mi cuenta. —Bueno… Ya veré si voy con las mujeres o no. —Yo lo decía para disimular. —Usted perdone, pero a mí no hay quien me quite la idea, que tal como usted lo pone, con una docena de policías se daba una batida por estos parajes, y en un par de horas todo quedaba arreglado. —Bueno, bueno, ya conozco esa teoría. Y es nefasta. —Usted sabe más que yo. —Desde luego. —Bien, pues si usted no manda otra cosa me voy a descansar un rato. —Si cuando vuelva de la excursión tiene algo que decirme, ya sabe, acaricia al perro. —Si los veo. —Nos verá. —Hasta mañana. —Hasta mañana.



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