BIENVENIDOS


GRACIAS POR TUS VISITAS.



HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 6 de octubre de 2017

El rapto de las Sabinas [Rapto de la primera Sabina]



Manuel González, alias Plinio, Jefe de la G. M. T., y su amigo y cooperito don Lotario, el que las bestias curaba (y lo digo en pretérito, porque desde la rebelión de los tractores su profesión de veterinario se quedó hueca), luego de haber tomado café, copa, faria y consumido todos los turnos imaginables de conversación con amigos y allegados, salieron del Casino de San Fernando para estirar un poco las piernas. Uno junto al otro, con las manos al riñón y en silencio total, empezaron a pasear por la Glorieta de la Plaza con muy poca ilusión, ésa es la pura verdad. Los pantalones de ambos, por tan luenga sentada, mostraban por la parte trasera mil estrellas y dobleces. Desde el famoso caso de Witiza, iba ya para un año, no tenían crimen ni robo sabroso con que distraer la vocación. Y sabido es que en los pueblos, e incluso en las capitales importantes, si no hay faena, los pantalones se arrugan que es un dolor. Cuando en los casinos se está mucho tiempo, todas las energías del cuerpo se van en bostezar, hacer aguas, echar pitos y castigar las entrepiernas de los zaragüelles. En los casinos de los pueblos se ven muchos bordes de braguetas amarillentos por el pis, y otras tantas bocas abiertas expeliendo esos suspiros de goma con olor a especias que son los bostezos. Hay bostezantes muy machos que se quedan con la boca abierta mucho rato y la lengua abatida entre las ringlas de muelas pajizas, como si quisieran tragarse la tarde de una puñetera vez. A los treinta o cuarenta pasos la pareja de sabuesos quedó quieta en medio de la Glorieta, jorobados de aburrimiento y sin saber por dónde rebanar las horas que faltaban para cenar. Sin consultárselo, ambos amigos habían repasado mentalmente las posibilidades existentes de visitas y alternes, sin atinar dónde ir aquella tarde de casi vendimia, porque de verdad pensaban que ya tenían muy sobadas todas las barajas de evasión que el pueblo ofrecía. Así estaban de lacios, arrugados y descontentos los dos justicias del pueblo, cuando atinó a pasar junto a ellos Natalio Torres, alias Copérnico, procedente del otro Casino, con tan pocos proyectos como ellos, parejas arrugas en las perneras y el mismo semblante de no saber qué hacer con aquella tarde sin remedios ni conclusión. Al verlos varados en el cemento con aquel aire de prendas a secar, les echó un cabo de plática. —¿Qué os hacéis, pareja? —Pues ya ves, Natalio. —Ya veo, ya. —¿Y tú? —Pues ya veis… Es que las tardes siguen siendo muy largas. —Coño largas —exclamó Plinio—, son catrales. En éstas estaban cuando las campanas de la iglesia, bajo cuya torre se hallaban, comenzaron a tocar con tal ímpetu y pasión, que los tres parlantes tuvieron que callarse.

Don Lotario, que era el más menudo de los tres, bajo el cañoneo de las campanas siempre sentía una especie de vibraciones en el estómago que lo dejaban palidísimo. Plinio lo miró de reojo porque de antiguo conocía el fenómeno y vio, entre guasón y compasivo, cómo el pobre veterinario aguantaba con los ojos cerrados y la mano delicadamente puesta a la altura del píloro. Así, Plinio mirando a don Lotario, éste con los ojos cerrados y la mano donde se dijo, y Natalio sin caer en la cuenta de todo aquello, aguardaron unos segundos hasta que el campaneo dio remate a su primer toque, y el aire sin badajazos se tornó sedeño y calmo. —¿Y dónde vas tú? —le preguntó don Lotario apenas pudo hablar. —Pues a mi casa. Me he cansado de estar en aquel Casino y me he dicho: «Pues voy a ver cómo se acuestan los gorriones». —¿Es que en tu casa tienes buen aparejo para verlos? —Hombre, colosal. Desde una ventana que da a los trascorrales. Allí, sabes tú, las tardes cansinas me coloco y no me aparto hasta que los dejo a todos acostaícos. Son muy vivos. ¡Qué tíos! Yo me los conozco muy requetebién. —Sí, debe de estar bien eso —dijo don Lotario tirándole una indirectilla—. Yo nunca los he visto con detención. —Hombre, pues veniros y pasamos el ratillo. Además, que tengo un queso en aceite de los de la Inocencia que está cañón —respondió, animado, el buen Natalio. —¿Vamos, Manuel? —preguntó don Lotario al Jefe. —De acuerdo, pero voy a decir a la tropa dónde estoy por si hay algo. —No creo. —Nunca se sabe. Y metiéndose los dos índices entre los dientes, con cierto disimulo, dio un silbido breve. Matojos, el guardia de puertas, que como siempre estaba mirándose las botas lustrosas, entendió el reclamo y despegó en carrerilla hacia Plinio. —¿Diga, Jefe? —Si hay algo estamos en casa de Natalio. —No creo. —¿Cómo que no lo crees? —Que no creo que haya nada. —Cuando menos se espera, ya sabes. —De acuerdo, Jefe. —Vamos, que ésta es la hora en que empieza la recogida —les animó Natalio con cierta diligencia. El segundo toque de campanas ya los tomó de espaldas. El proyecto de ver aparear los gorriones había traído un remedio de esperanza y casi de alegría a don Lotario en aquella tarde sin parcillas. Tan es así, que andando delante, como iba, del guardia y de Natalio, luego de mirar si había alguien más por la calle, dio un leve brinco y a más de media voz echó aquella seguidilla que tanto le gustaba. Cuando voy por tu calle doy un saltete, pa que diga tu madre: ¡qué movidete! —Lotario es el único veterinario del pueblo que se alegró con el remate de las mulas —dijo Natalio. —Me llegó en el momento de la jubilación. —Sí, y porque tiene más perras que un banco —explicó Plinio—, que si no, no andaría tan alujero. —Natural, porque sus colegas están con la cara entre sobras. —Cada época tiene sus aqueles y a los que nos ha tocado entre dos tiempos debemos tomar las cosas como vienen. A ver qué vida. En estas pláticas cronológicas andaban, cuando llegaron ante la puerta de Natalio Torres. Abrió el hombre con la llave que pendía del cabo de una cadeneta, tan tasada, que para hacer funcionar la cerradura tuvo que tomar una posición de figura muy comprometida. —Corta se te quedó la cadena, hombre —saltó el veterinario. —Es verdad. Y siempre digo que la voy a llevar a que le añadan, pero nunca me determino. —Pues determínate, porque te arrimas tanto a la puerta y con la barriga tan sacada que parece te estás haciendo aguas en tu propia casa. —Don Lotario está esta tarde muy ocurrente —comentó Plinio. —Sí está, sí. —No puede uno ni estar contento. —Claro que puede. Y debe —dijo Natalio brindándoles la entrada. Pasaron la umbría del portal y del patio de azulejos, dejaron atrás el primer piso y llegaron hasta un camaranchón muy relimpio con cofres antiguos, sillas de montar cubiertas de lonas, aparejos lujosos de mulas con clavos dorados y banderillas; perolas, un altar desarmado de maderas chillonas y un san Antón con un gorrino descomunal, que le llegaba a media cintura. El san Antón tenía cara de feroche y un barbón que se le enrollaba al cuello como tapabocas. Natalio abrió con tiento las puertas de un ventanuco apaisado. Entró un remedio de sol color viejo y se dibujó un recuadro de cielo tiernísimo. Chistó a sus huéspedes para que guardaran silencio y les ofreció sillas frente al miradero. Desde éste se veía haldear un tejadillo, otro tejado lateral muy próximo y otro frontal más lejano al que servían de puente unos cables de la luz. En la pared del oeste, una parra de uvas de gallo, vieja y retorcida, casi crispada sobre las cales amalvadas por la tarde. Natalio, sin dejar de otear por el miradero, sacó del cajón de la mesa un mendrugo de pan y con un cuchillo de cocina viejo empezó a migarlo. —Están al llegar —dijo—. Cuando la sombra remonte el emparrado, es su hora. No marran. Son aves organizadas, que reciben la hora exacta del cuadrante del sol. No sé con qué rayo les pincha en los ojos o en su corazoncillo de maíz que, estén donde estén, vuelen por donde vuelen, siempre viran con el tiempo preciso para anidar a su hora. Los gorriones son peones solitarios. Trabajan por su cuenta toda la jornada sin hembra ni compañón. Y sólo vuelven al amor de la familieja al hundirse la tarde. Lo bueno es verlos fornicar. Yo los alcancé varias veces. Nunca vi bichos más duros. Cual si tuvieran mecanismo. Echan veinte y hasta veinticinco casquetes, sin descabalgarse ni perder el compás. Como tarabillas. Y al hablar de estas bajezas, Natalio, pillín, sonreía. —Y que van a lo suyo —continuó—, sin más cascaras. Nada de arrumacos y amoríos, como los palomos, que son propiamente don Juan Tenorio junto al sofá. Los gorriones son expeditos, presos escapados, tacatá, tacatá. Y las hembras aguantan sin aparentar lujuria mayor, como si dijéramos por deber… Así les pasa a los pobres gorriones, igualico que a los hombres, que si tienen abundancia de hembras que llevarse a la entrepatilla, la espichan rápido. Duran poquísimo. Y no mueren por el pico, como los peces, sino por el abuso feroz de la minina. Son machos resecos y sin encanto en el trance. Coleando cual ventiladores. Y además, que ésta es otra, son celosísimos. Si a dos les gusta la misma gorriona, riñen como jabatos. Cierta vez vi a uno pegarle tal picotazo en la cabeza al contrario, que lo dejó seco. Cayó a plomo desde aquella canal frontera con las patillas estiradas y un cavernón en los ojos. Natalio, con las gafas a mitad de nariz, hablaba con tal pausa y seriedad que no cuadraban muy bien con la materia de la charla. Por fin quedó en silencio. Los tres amigos miraban por la ventana. A lo lejos se veía, alta y gorda, la chimenea de la fábrica de alcohol de Domecq, la que pintó Antoñito López García, con el sol a la cintura. La tarde estaba tan serena y translúcida que no parecía remate de un día, sino algo exprofesamente creado, insólito, sin conexión con el resto del tiempo. Era una tarde para morirse junto a aquella ventana. Para morirse dulcemente, sin dolores, llantos ni curas; para morirse suave, abrazado por el cielo. —Gorri, gorri, gorri —se oyó gritar. —Puñeto —saltó Natalio Torres, alias el Copérnico, asomándose mucho a la ventana y mirando hacia arriba—, han entrado primero los del oeste. —Gorri, gorri, gorri. —Al contao vendrán por toda la cortina del cielo —siguió sin dejar de otear—. Suelen hacer unos nidos bastante farfulleros. Ponen pajas, plumas, hilos y todo lo que pillan. Y sabes que tardan. Si se les malogra por cualquier accidente, en un amén te componen otro… Mira, mira, ya llegan tres. En efecto. Uno de ellos atejizó en una canal muy próxima a la ventana que caía a la izquierda de los tres mirones. Quedó parado sobre las patillas zopas y miraba hacia la parte por donde sin duda esperaba a los demás. Daba dos o tres saltitos y tornaba a mirar. Era robusto, duro, con sus alas cortas y la cola geométrica. —Éste es macho —comentó Natalio en voz muy baja—. Tiene en la garganta una mancha negra. Son de la raza moruna, que campan por España hasta la llegada del invierno y se apartan durante la época fría al norte de África. —¿Por qué sabes tú que son morunos? —preguntó Plinio. —¿Que por qué? Porque tienen el casquete de color castaño encendido. Mirados de cerca, los morunos y todos, tienen la raya negra debajo de los ojos, como las mujeres que se pintan… Eh… ya vienen, ya vienen. Acudían desde distintas direcciones e iban posándose escaqueados. —Mira ése, dándole una paja a su mujer. El gorrión asomaba la cabeza bajo la teja con una pajita en el pico. De cómo se la quitó la hembra no pudieron verlo los tres hombres. Tan sutil fue la operación. El gorrión, descargado, dio un vuelo corto hasta encaramarse en un cable de la luz donde formaban ringla otros compañeros. —Faltan todavía más de veinte por llegar. Tengo contados veintiocho estos días, aunque deben de estar al nacer muchos gorrioncetes porque sí hará quince días que salió la última hornada. Algunos entraban en el nido directamente. Natalio seguía contando: —Y dos, doce, y aquél, trece, y ese otro, catorce. Así que estén todos les echamos el pan. —¡Leñe! —gritó don Lotario—, aquél debe de tener mucho apuro porque ha entrado en el nido como centella. —A ése siempre le pasa igual. Debe de ser muy celoso o tiene miedo. —¿Por qué ha de tenerlo? —Ah, no sé, pero estos bichos se parecen mucho a los hombres. Como viven con nosotros y de lo nuestro comen, tienen muchas levas y se las saben todas. Ahora veréis, cuando les eche el pan, cómo operan… Yo me digo que ése que entró en el nido tan raudo, y que yo le llamo Periquito el Rápido, tiene miedo, se la deben de tener sentenciada por alguna fechoría que ha hecho… Y observándolos bien, cada uno muestra su carácter.

Luego veréis a Pepito el Confiado, que presume más que un señorito… Tienen colores de camuflaje (digo yo). Fijaros en el casquete castaño, el plumaje negro y rojizo. Andan a saltos. Los lados del cuello, gris… Los machos más bien lo tienen negro. No le dan paz a la cabeza… Y dos, dieciocho… y tres, veintiuno… Bueno, no esperamos a Pepito el Confiado. Voy a echarles el pan. Ya veréis. Y tomando lo que tenía migado sobre la mesa, en dos puñados lo echó por la ventana. Asustados por el movimiento, los más próximos del tejado de la izquierda levantaron un vuelo corto. —Fijaros. Todos están viendo el pan, pero ninguno se mueve. No se fían ni de su padre… Mira, mira… ya viene el espía. Uno de los gorriones, luego de un vuelo corto hacia la mancha blanca del pan, se aproximó a saltitos y con los ojos alzados. Ya pisaba lo migado. Por fin, rápido, tomó una miga con el pico. La engulló. Esperó. Miró. Tomó otra con igual rapidez. Vuelta a la vigilancia. —Éstos se comen lo que sea. Deben de tener el estómago tan duro como el clavillo fornicativo —dijo Natalio, sonriéndose otra vez con inocencia—. Ya se empiezan a animar los otros. De pronto acudieron casi todos a la vez. Y los que llegaban en aquel momento de su viaje, al ver a los otros picotear, ya sin titubeo, se flechaban hacia el condumio. —… Veintiséis… y veintisiete… Ya sólo falta Pepito el Confiado. Las tejas habían quedado limpias de migas. —Veréis cómo ahora —siguió Natalio— cada uno se va a dormir al sitio que le parece más seguro. No tengáis cargo de que se van a poner al alcance de gato ni hombre… Ves aquél, hale, a los cables de la luz… Ese otro a los sarmientos de la parra más alejados del tronco. Y los que tienen nido, adentro. Cada gorrión iba hacia su sitio con vuelo preciso y sin titubeo. —Las hembras ahora se ven poco. Casi siempre están incubando o al menos eso creo yo. Tal vez todos los que se cuelan en el nido son hembras. En lo que no se parecen a los hombres es en lo respectivo a la propiedad ajena. No tengas cargo que ninguno de ellos va a ir al nido del otro. Cuánto más justos son que nosotros… Muchas veces pienso, y Dios me perdone, si el hombre será un fallo de la Naturaleza. Los animales viven por vivir nada más. Nosotros vivimos que sé yo pa qué… Mira, ya llega Pepito. Fíjate qué tranquilo. En efecto, llegó un gorrión solitario que, tal vez sugestionados por la caracterización de Natalio, les pareció reposado y hasta displicente. Se posó sobre una canal bien visible desde la ventana. Miró con seguridad hacia uno y otro lado. Natalio le echó unas migas. Pepito el Confiado quedó inmóvil, mirando hacia el sitio de las migas. Por fin se decidió. Bajó. Picó unas cuantas, no todas, que así era el hombre de elegante, y volvió a su canal. Se esponjó un poco, dio dos saltitos, y de pronto, en vuelo cortado, se metió en su nido. —Éste es capaz de tener un nido para él solo. Como un piso de soltero… Todo el gorrionaje a dormir. Se acabó la función —dijo Natalio dando una palmada. —El que sabe cosas de pájaros es Antoñete López Torres, el pintor — comentó Plinio. —Ese sabe más que Adán, el del Paraíso. Especialmente de jilgueros. Un día tenemos que convocarlo —dijo Natalio. —Como es pintor de cosas pequeñas, de aire y de sombras, sabe mirar a los pájaros como nadie, con esos ojos que ya le nacieron a propósito para ver plumillas y suspiros —comentó don Lotario. —Ése, mirando un canario se pasa las horas muertas. Él y Canuto el barbero son el no va más en tocante a pajarería. Y ahora —se cortó Natalio— vamos abajo a tomar queso y vino que nos lo tenemos ganado. —Y que lo digas, qué caray, que esto es vivir y no el estar tomando autobuses y metros en Madrid —saltó don Lotario. —¡Si no se aburriera uno tantos ratos! —suspiró Plinio. —Tú, Manuel, es que cuando no tienes casos te desazonas mucho —le comentó Torres. —No es eso, es que hay poca amenidad. Todo muy igual. —La paz es así. Quienes buscan cambios son los bélicos, que cuando se hastían arman una zapatiesta. Yo no creo que las guerras vienen sólo por apetencia de cuartos y negocios, sino porque los hombres se cansan del bienestar y empiezan a meterse con el vecino para buscar variación. Cuando el hombre está mucho tiempo quedo, piensa en lo que es, en su miseria y vecindad de la muerte, y enloquece — sentenció Natalio Torres, Copérnico. —Hombre, yo no soy de ésos. —No eres, pero te gusta el vaivén. Andad, vamos abajo. En el comedor de Natalio el ágape, servido por su hija, no se redujo a queso manchego y vino como prometía: se amplió al lomo extremeño, salchichón catalán, hojuelas, rosquillas de anís y unas natillas con muchas soletillas. Merendaban los tres amigos en amor y compañía, con muy buenas hambres después de la ruda faena gorrionera, cuando se abrió la puerta del comedor y sin más aviso entró el cabo Maleza con la barba de tres días y una punta de cigarro color algarroba en un rincón de los labios. —Así da gusto vivir —dijo a manera de saludo clavando los ojos en los masticables. —Anda, siéntate y pica —le invitó Natalio. —Con esas barbas ni hablar —le respondió Plinio. —Si se hubiera usted chupado dos guardias seguidas como yo, seguro que no estaba con la cureña tan rasa. —¿Qué pasa? —Primero me permitirá usted que tome un trago, que para eso invita aquí el amigo Natalio. —Sí, anda, Maleza, come y bebe lo que gustes, que tiempo habrá de dar recados. El cabo, sin más explicaciones, arrimó una silla a la mesa camilla, y después de regarse la plaza con un vaso de vino tinto, comenzó a menudear lo mismo en lo dulce que en lo salado, con tal asura, que los cuatro que allí estaban, contando a la hija de Natalio, lo miraban sin pestañear Y la operación tomó unas proporciones tan desmedidas, que Plinio empezó a retirarle con mucha indignación los platos que estaban a su alcance. —Pero déjelo usted que coma, Manuel —dijo la hija. —Que se vaya a la cuadra. Pues vaya unos modales. Que lleva treinta años conmigo en el cuerpo y todavía no he conseguido que sea digno del uniforme. Maleza, sin responder palabra, cesó su conversación con los comestibles, se envasó otro cristal de vino y empezó a liar un cigarro sin ofrecer. —Desde luego —comentó al fin—, señores, es que todo lo que hay sobre la mesa está regular en su clase… Con cosas de este quilataje cómo no va a perder uno la compostura, Jefe. —Mal educado es lo que tú eres. Y como antes de que hubiese encendido su cigarro, don Lotario sacó el «caldo», Maleza se trasladó el pito propio a la oreja y se dejó querer por el tabaco del veterinario. Cuando todos, menos Natalio, que no fumaba, habían encendido y los chorros del humo empezaban a mirrar el comedor, Plinio, poniéndose ambas manos sobre las tablas de los pantalones, dijo: —Bueno, señor cabo Maleza, ¿puedo saber por fin a qué se debe tan diplomática visita? —Sí, señor Jefe, vengo a poner en su conocimiento que han robado a la Sabina. —¿A qué Sabina? —A la Sabina Rodrigo. —¿La Sabina Rodrigo? —Sí, Jefe, ésa de las crenchas negras, la del lunar al remate de la boca, la hija de Augusto Rodrigo Melgares, el de la Casa del Aire. —¡Pero hombre! ¿La que tiene pelos en las piernas? —Quiquilicuatre. —Es una hembra de chupa de dómine —casi suspiró Natalio guiñando el ojo con malicia infantil. —¡Pero padre! —le gritó la hija. —Hija, uno, aunque es viejo, todavía distingue. —No sé qué distinguirá usted, porque es muy ordinaria. —Ya me explicarás despacio lo que tú entiendes por ordinariez —rezongó el padre mirándola sobre las gafas. —A Manuel siempre le ha gustado esa mujer por los pelos de las piernas —dijo don Lotario. —¡Otro que luce! —volvió la hija. —Chica, perdona; pero a mí los pelos en las piernas de las mujeres siempre me dan qué pensar. —Bueno, al grano —dijo impaciente don Lotario mirando a Maleza. —¿Qué es eso de que la han robao? —terció Plinio, que no parecía muy de acuerdo. —Pues nada, que lleva dos días sin aparecer por su casa. —Pero hombre —dijo Natalio riéndose a toda boca—, a ver si es que ha ido a que la depilen. —No, señor —aclaró Maleza—, que salió anteayer tarde de casa de su abuela después de comer, porque con su abuela está, para ir a ver a su madre, que vive en el Paseo de Circunvalación, y hasta ahora. Antes de dar parte han estado haciendo averiguaciones, pero nadie la ha visto ni da razón.

El padre, Augusto, fue a la Guardia Civil, y el teniente lo ha remitido al juez y el juez a usted, Jefe. Me ha dicho que se ponga usted en marcha ahora mismo y que mañana le lleve noticias. —¡Dios mío, Dios mío, y qué le habrá pasao! —exclamó la hija—. No me lo explico. Porque decente es muy decente. —Pues que se la ha llevado uno que tenía los mismos gustos que Manuel —le respondió Natalio. —Aquí no han raptado una mujer jamás… ni con pelos en las piernas — comentó Plinio pensativo—. Eso no se estila por estas tierras. Además, que no es fácil robar a una mujer dentro del pueblo, donde todos la conocen. —Eso mismo he pensado yo, Jefe, y no soy listo como usted… Y en este caso tampoco cabe que la hayan raptado para pedir rescate, porque son gentes con buen acomodo; pero de millones, nada. —Sí es raro, sí —dijo Natalio. —Esto huele a caso gordo —dijo el veterinario frotándose las manos. —La madre de Augusto Rodrigo, es decir, la abuela de la chica, vive en la calle de San Mateo —dijo Plinio como para sí mismo. —Justamente en esa casa del corralazo y el ciprés —certificó el cabo. —Siempre me ha extrañado el ciprés de esa casa, que asoma sobre las bardas del corral como un chorro de tinta —glosó don Lotario. —Mi abuelo Lorenzo —dijo Natalio — contaba que antes de edificar por esa parte ya estaba el ciprés y a su pie, enterrado, un capitán liberal que mataron las tropas carlistas en cierta descubierta sobre el pueblo. Luego, cuando los Rodrigos compraron el solar, lo aparcillaron y después hicieron la casa, conservaron el árbol como adorno. Pero yo he preguntado a Augusto Rodrigo y dice que nunca oyó que hubiera allí sepultura de carlistas o liberales… Y que muchas veces han tenido tentación él y sus mayores de talar el ciprés, porque es árbol medroso, pero nunca se han determinado por si la tala les traía desgracia. —Yo no tendría un ciprés en mi casa por ná del mundo —dijo la hija. —Son árboles tristes que recuerdan frailes y muertos —dijo don Lotario con desgana. —Para el gato los cipreses y cuanto linde a la jetamuerte —añadió Maleza. —Pues morir habemus. Es rabiche que no se excusa —sentenció Natalio mirándose las palmas de las manos con el gesto pensativo. —Puta, puta, puta muerte. Cuando ella llega se acaban las mujeres con pelos en las piernas y reculonas como la Sabina, las tortillas de patatas, las hojuelas, la sobrasada, el vino claro del año, los cigarros bien echados y todas las cosas grandilocuentes de la vida — dijo Maleza. —Te paice que la que han tomao con los pelos en las piernas… — rezongó como un coro entre sombras la hija de Natalio. —Yo, cada vez que me miro el cuerpo y pienso que se lo han de comer las raíces, me entra un asco de vivir… —siguió Maleza. —Dios Nuestro Señor nos acogerá en su seno y dará la vida eterna —casi rezó Natalio, que era hombre de buenos principios, mejores finales y muchísima religión—. ¿No te parece, Manuel? Plinio dobló un poco la cabeza, entornó los ojos y dijo casi suspirando: —Así está escrito. —Yo, como casi no sé leer, no me fío mucho de las escrituras. —No sea usted hereje, Maleza — chilló la hija desde un rincón. —No soy hereje, muchacha. Sólo un poquito desconfiao. —Bueno —cortó Plinio—. Será cosa de irnos a casa de los Rodrigos a ver qué explicación nos dan. Se pusieron de pie los de la justicia. Maleza tomó la última hojuela que había en el plato como el que no hace nada y se despidieron de aquella familia que tan buena tarde les dio. Plinio y don Lotario tomaron el «Seiscientos», que estaba aparcado en el bar Alhambra, y marcharon hacia la calle de San Mateo. —No me cabe en la cabeza eso del rapto de la Sabina —dijo Plinio como para sí. Don Lotario, afianzando junto al volante su pequeño esqueleto, contestó casi riéndose: —Quién sabe, Manuel, a lo mejor hay suerte y comenzamos una etapa de casos apoteósicos. Plinio se limitó a levantarse un poco la gorra de plato y a rascarse un parietal con gesto desanimado. A contraluz del poniente, sobre las bardas bien enjalbegadas del corral de la hermana Asunción Melgares, la de la Casa del Aire, asomaba el cantado ciprés, como inacabable y vertical pluma de sombra. Antes de bajarse del coche, preguntó Plinio con sorna: —¿Tendrá que ver algo este ciprés con el rapto de la Sabina Rodrigo? Don Lotario quedó mirando al Jefe con los ojos entornados, como quien intenta columbrar el recóndito alcance de un dicho cabalístico. —A veces, Manuel, dices cosas muy extrañas. Siempre lo comento. —Qué raro es en un corralón manchego este capirucho de penitente, este calamar que quiere saltarse la tapia y entintar la calle… A lo mejor la hermosura triste de los ojazos de la Sabina se logró mirando al misterio de este ciprés. Una casa con ciprés nunca se olvida. Es torre agorera que desasosiega mucho. —El vino de Natalio te ha puesto lírico, Manuel. —No; yo muchas noches de mi vida he soñado con este árbol de carroñas de la calle de San Mateo. Lo llevo fijo en el cerebro como una ceja mental. Había vecinas ojeando desde las puertas y ventanas. Cuchicheaban entre sí sin dejar de mirar el coche de los de la poli. Les abrió Tomás Rodrigo, hijo de Augusto, hermano de Sabina. Era un mozo casi moro con las cejas negras y sin norte, como puñaladas locas. La boca, sensual, voladora y brillante. Los dejó pasar sin apenas contestar el saludo de los visitantes. —Pasen ustés por aquí. Cruzaron un patizuelo con piso de cemento sin montera y con ventanas amarillas, hasta una cocina lúgubre, con banca pintada color chocolate y vestiduras granates del Bonillo, mesa camilla raquítica y una bombilla insignificante y pegada al techo. Sobre la mesa había una «capilla» altísima, de madera de haya, con una Virgen de las Viñas alumbrada con dos mariposas de aceite. —Siéntense —dijo Tomás—. La pobre abuela está rezando desde que desapareció mi hermana. Tras la imagen de la Virgen y a la escasa luz, apenas se veía el bulto de la abuela Asunción. Tenía un pañuelo negro a la cabeza que apenas dejaba ver un jirón de su cara morena y rugosa. Los brazos y casi los hombros se perdían tras la mesa camilla, porque el asiento era bajo y la pobre vieja se arrimaba cuanto podía a la vitrina de la Virgen como si quisiera untarla con sus palabras. —Abuela, Plinio y don Lotario, que vienen a hablar contigo —dijo Tomás como si hablase a alguien que estaba muy lejos. La abuela miró a los tres sin dejar sus jaculatorias. Virgen de las Viñas, cuando yo era niña me hiciste mujer… El nieto hizo un gesto de resignación. Virgen de las Viñas, a los de mi sangre cuídamelos bien. —Abuela, que esperan estos hombres. —Calla, coño… Virgen niña, niña virgo, todos puros, todos santos, y pateta al terraplén. Virgen de las Viñas, que mi nieta niña regrese a su casa con su virgo, amén. Virgen virgo, virgo, Virgen. Mientras la letanía, el nieto ofreció ronda de tabaco. Y cuando andaban por las primeras chupadas, la vieja soltó el amén con un respiro que casi fue un grito, se santiguó varias veces y con no pequeño esfuerzo apartó la «capilla» para mejor ver y ser vista por los visitantes. Por la ventana que daba al corral se veía el arranque del ciprés, como una gran cadera que bailase quedo. —¿Qué quieren? —preguntó la vieja. —Nada. Que nos explique usted cosas de la Sabina —dijo Plinio. Asunción quedó mirando con sus ojos chuchurríos, color frasco de yodo, y de pronto, sin que se notase preparación, dio otro de aquellos suspiro-gritos que solía, y al remate empezó: —Mi Sabina. ¿Qué voy a decirte? Estaba demasiado buena para que la respetasen. Siempre temí que cualquier siesta un macho se la llevara a lomos. Aquel pisar tan duro, aquel brocal de caderas, aquellos pechos como ramos de flores no podían ser respetados. Tenía demasiada vida en un solo cuerpo. —La pobre siempre habla de ella como si estuviera muerta —les confidenció el nieto. —¿Qué dices? —le preguntó la vieja, recelosa. —Nada, no digo nada. —Estaba demasiado buena, hijos míos. No me gustaría haberme muerto sin verla parir, porque aquella carne tan morena y tan prieta, tan zumosa, a la hora de dar de sí, sería como una montaña después de la tormenta. —Bueno, abuela, si a Manuel y al señor veterinario no les interesan esas cosas.

Ellos quieren hacerte preguntas para indagar su paradero. La abuela suspiró chillando otra vez y siguió por su cuenta: —Si hubiese sido de condición zorra, hubiese arruinado a todos los hombres de Tomelloso y aun de Socuéllamos y Villa Robledo. Pero nació decente y con su mera presencia atormentaba a todas las braguetas del contorno… ¿A que digo verdad, Manuel? —Pero abuela, que vas a poner cachondos a estos señores —protestó el nieto. Manuel González, alias Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, al oír aquello se pasó la mano por la cara para rasparse la risa. Y al tiempo, pensó en los pelos de las piernas de la Sabina… y en el ciprés del patio. Y don Lotario, también por cortarse la risa con la mano, se tragó el humo del cigarro por desviado conducto y empezó a toser y a echar lágrimas, como bombero que sale de las llamas. —La han robado entre muchos, estoy segura. La han robado en cuadrilla y a estas horas se la habrán tirado ya entre aquellos prietos montes que están pasando la Ossa de Montiel. —¿Y por qué cree usted que se la han llevado a la Ossa? —Porque la Ossa le va. —Vamos a ver, Asunción. ¿Usted había notado algo raro en los últimos tiempos? ¿La perseguía o rondaba alguien particularmente sospechoso? —Todos la perseguían, todos la rondaban. —Pero bueno, ¿alguien raro que hiciese cosas extravagantes? —Todos los hombres que la querían hacían cosas rabanagantes. —Extravagantes, abuela. —Rabanagantes, Tomás. El domingo de Ramos nos ponían la fachada llena de carajos pintados. Muchas noches se oía a los mozos gruñir junto a la puerta, como perros enloquecidos. —¿Le escribía alguien? ¿La amenazaba alguien concretamente? —Ella no contaba nada ni hacía caso. El último domingo de Ramos puso uno en la tapia del corralón este versete: Porque me digas que no, Sabina, yo no me enojo. Que un conejo como el tuyo en cualquier monte lo cojo. »¡Miau!, digo yo —gritó la vieja—. Sí, sí… y que no se enojaba, y que en cualquier monte… ¡Miau! Y volvió a suspirar con el grito. —¿Usted sospecha de alguno fijo? —¿Yo? —Sí, usted. —No. Y ya me he hartao de hablar. A hacer puñetas guardias y veterinarios. Y poniéndose otra vez la Virgen delante de la cara, empezó a rezar a toda voz, como para que se fueran: Virgen de las Viñas, quítame la tiña, no quiero morir. Virgen de las Viñas, con tu mano niña llévame hasta el fin. Plinio y don Lotario se levantaron y seguidos del nieto salieron al patio. —La pobre está ya como una turbina. Tiene noventa y cuatro años y claro… Luego este entripado de la Sabina la ha trastornado más… Pero no, señor Manuel, no sospechamos de nadie. La chica es guapa y gusta, pero no es para tanto como dice la pobre abuela. Es su ojito derecho. Siempre lo fue. Aunque a veces le da la sombría y no conoce a nadie. Los días que está el tiempo así, un poco nublado mayormente, pues que ve a mi padre y le pregunta que quién es. Hoy está muy clara. Otros días cree que la Sabina es una hija que se le murió de moza. Y muchas veces que se le acuna el gato en el halda, le canta pensando que es uno de sus hijos cuando era mamón. Ya le digo, el torrao le funciona malamente. Pero aparte, no señor, no sospechamos de nadie. A la luz de la tarde, las cejas del mozo moro parecían jirones de lana, o ramillas de ciprés colocadas de cualquier manera. Y cuando quedaba pensativo, los ojos se le fijaban en un sitio como anieblados y la boca entreabierta como si le pesara el maxilar de abajo y no se hiciera de él. Plinio y don Lotario quedaron en la puerta de la hermana Asunción así como irresolutos. El Jefe, mirando al suelo, se rascaba la nuca, y el veterinario vigilaba al guardia en espera de luz. Pero Plinio no alumbraba. El ciprés, con las sombras de la última tarde, parecía más sólido y plomo. Sin embargo, en su masa verdinegra de vez en cuando rebullían pájaros. Los pájaros que verían a la Sabina en camisa mañanera y con la mata de negro al viento. —Todas las vecindonas nos observan —dijo don Lotario por decir algo. Plinio miró a su alrededor como si estas palabras del albéitar le dieran una idea. —Vamos a preguntarles. Y echó hacia la puerta de enfrente, en la que había dos mujeres. Una gorda, arremangada y salpicada de blanco, como si estuviera en la faena de enjalbegar. Y otra mediana y de luto con una cesta al brazo. Al ver que el Jefe y su contramaestre iban hacia ellas, callaron y se pusieron tensas. —A la buena tarde. —Buenas tardes —respondieron cautelosas. —¿Visteis salir ayer a la Sabina a eso de las tres? —Pues verá usted —dijo la enjalbeganta—, yo estaba tras la ventana, como todas las siestas, dando una cabezadilla, porque así que se va mi Romero, sabe usted, y me levanto tan temprano, pues que me amodorro un rato… sí que la vi salir, como la veo todas las tardes. Tan reapañá que iba, tan airosa, con ese cacho de moñazo negro que Dios le dio… Sí que la vi, tan natural, con sus narices tan abiertas y el abrigo blanco de verano… La vi, le digo, pero no vi más digno de señalarse. —¿Y no has notado si la rondaba alguien así, cómo te diría yo, especial? —Yo, sabe usted, no soy de esta calle —dijo la otra mujer mediana creyendo que Plinio la miraba a ella—, no soy de esta calle, pero bien que la conozco… y es cicata. ¡Con ese despeje de cadera y nalga!, y usted disimule. Plinio se puso la mano por la boca para borrarse la sonrisa que se le vertía del labio y volvió a la gorda: —¡Eh! ¿No recuerdas haber visto a alguien? —Rondadores tiene a montones. Ya lo puedes suponer. La rondan señoritos y de los nuestros, pero a mí me parecen más enamorados que ladrones. —Mujer, pero podría haber alguno que te llamara la atención. —Para que te quedes tranquilo te voy a decir los rondadores que le conozco de los últimos tiempos. Mira… —Un momento —le cortó Manuel—. Apunte usted, don Lotario. Y el veterinario, súbito, se aprestó el lápiz y el bloc de ex-recetas. Y digo «ex» porque llevaba meses y aun semestres sin mandar unos simples calomelanos. —Venga, enumera. —Pues verás: Adolfo García «El Caballero», hijo, claro está, de la Caballera, la hermana de la Rosa-puta por mal nombre. Ése, ¿sabes quién te digo?, lleva años gastando suelas por estas carrilas.

De vez en cuando, entiendo yo que la Sabina le da un trallazo y se evade. Pero se ve que al poco le renace la esperanza y otra vez a la ronda. Parece que el pobre no ha visto otra mujer en su vida. —Otro. —¿Otro?… Don Sebas, el de la botica. Claro que es mucho mayor que ella. Éste, el hombre es muy fino, raro era el día que no se daba una paseata por aquí. Y luego, se conoce que hablaron, yo no lo vi, y la muchacha le dijo que no. Yo sé, ¿sabes?, que lo pensó mucho, porque fíjate de qué familia es don Sebas y los cuartos que tiene, pero claro, tan viejo y ella tan carnal y tan refrescona, pues que midió las fuerzas, con el pensamiento digo, tú me entiendes y tiró las cartas. Él, don Sebas, para qué te voy a decir, no ha vuelto. Es un señor, claro. —Otro. —¿Otro? Un forastero, que es no sé qué del vino y viene por el pueblo de vez en cuando. Es un buen mozo. Un poquillo con pinta de matasiete. Es la tacha que le pongo. Se llama Fermín Utrillo o Burillo, no sé bien. Lo cierto es que han hablado varias veces y el juego, digo yo, que debe de estar en tablas… Y últimamente nadie más. Vamos, algún acompañante de ocasión, pero sin fijeza. —Bueno, ¿entonces no te figuras qué puede haberle pasado? —No… Mi hombre, pero ya sabes que el pobre es muy animal, estos días, desde que se corrió lo del asalto, es propenso a decir que como está tan buena se la ha comido alguien. Que se la ha comido entera. Yo me río con él. Que aunque una es mujer hay que reconocer que la Sabina está para eso y para más. —¿Para más que comérsela? —dijo Plinio riéndose. —Tú me entiendes. Como a dos o tres puertas más allá, en la misma acera, había una viejecilla con un puesto de pipas y caramelos. Y junto a ella un mozo ya viejo, retraído mental según los visajes que hacía, sentado en un cajón de tabaco, con las piernas cruzadas a lo moro y unas gafas gordas sobre la nariz siempre acuática. Cuando Plinio le hizo la pregunta, la vieja le respondió con desgana, nerviosa: —Yo, mire usted, en cuanto me acuesto, ceno. —Querrás decir —le corrigió Plinio con flema— que así que cenas te acuestas. —Sí, señor policía… Y mayormente que no tengo vista. —¡Releche! —gritó el porro echando aire y babas. —¿Qué dice éste? —Pos ya ve usted, que nació así. El mozo sacaba la lengua mucho rato y los miraba con ojos vidriosos. —¡Releche, releche! —repetía, aleteando con los brazos. —¿Entonces no vio usted a la Sabina? —Sí que la vi salir calle adelante, pero nada más, no, señor… Este pobre nació así, sí, señor. Es el nieto, que me lo dejaron sus padres que están en Alemania. Luego de preguntar a otras vecinas sin sacar luz, fueron, por la calle de la Feria, hasta el comercio de Clavete. La tienda estaba vacía, y Clavete, sentado sobre el mostrador, leía una novela. —A las buenas tardes, Félix —dijo Plinio plantándose en la puerta. —¡Leche, la poli! Pum, pum, pum — gritó, haciendo como el que dispara—. Estoy leyendo una novela de malos y se presentan ustés, telepatio, telepatio. Pum, pum, pum. Cuando no entra clientela leo novelas de tiros y así me creo que estoy en Nueva York… De mocete leía novelas picantes, pero ahora no las venden. Yo, la verdad, prefería las verdes. Mejor se está con cachondas en ligas que con los del FBI. Pero la moral de ahora dice que es mejor apiolar que hacer la picardía y no hay más que aguantarse. Y, hablando de otra cosa, ¿a qué debo esta visita de la autoridad? Y los miraba con los ojos pequeños y la sonrisa apretada, como para hacerles reír, según solía. —¿Tú sabes lo de la Sabina, Félix? —Claro que lo sé —dijo bajándose de un salto del mostrador. —¿La viste pasar por aquí el día que desapareció camino de su casa? —Claro que la vi. Todas las tardes en punto como un clavo, como un Clavete, salía a verla. Me saludaba y yo le decía: —Adiós, tremendona, que estás más buena que el arroz con leche. »Y ella riéndose: »¡Ay, Félix, que ya eres muy mayor! »Otras veces le pedía: »Anda, Sabina, déjame una vueltecilla con tu motocarro. Y ella se tronchaba. Y yo me quedaba fijo aquí, en la esquina, sin fallar un solo día, hasta verla desaparecer por la calle de la Concordia. Para mí, verle la tabla de la espalda —y lo de tabla es un decir— es un reconstituyente, me sentía hombre… usted medíquela. Algunas veces la paro para hablarle, y ¡madre!, echa un olor a hembra. ¡Qué rubicón!… Y les voy a decir un secreto. Cuando me toca alpear con la parienta y estoy así un poco desganao, pienso en la Sabina con la camisa a medio muslo y me pongo en forma. —De modo que la viste pasar ese día. —Sí, señor, y cruzar, y meterse por la calle de la Concordia camino de su casa. —¿No la seguía nadie? ¿No viste algo sospechoso? —Yo qué voy a ver, yo no veo más que a ella. —No sabía que estabas tan enamorado. —Qué va, si eso no es amor, es hambre. —Pues como no aparezca te has quedado sin afrodisíaco —dijo don Lotario. —A ésa, fíjese lo que le digo, la ha robado un ansioso. Yo, si hubiera entrado en mis cuentas robar alguna, desde luego que habría sido a ella… ¿Qué tendrán dentro las mujeres tan buenas —dijo de pronto como pensativo —, que de tal manera le revuelven a uno el universo? Ve usted una maleta de billetes, y se pone nerviosete. Nada más que nerviosete.

Ve usted un muerto, y le da pena. Ve usted un niño, y le da ternura. Ve usted un tío fuerte, y le da envidia, pero ve uno una tía de éstas, tan rebuenísimas, y le da de todo a la vez… —Muy bien, Félix, pero no nos aclaras nada —le cortó Plinio. —Hombre, según y como; yo no le aclaro del robo, pero sí de mi sentir. Echaron Plinio y don Lotario por la calle de la Concordia y antes de llegar a la casa de Augusto Rodrigo Melgares, padre de la Sabina, se sentaron en la terraza del bar Los Faroles, que está en los Paseos de Circunvalación, cerca de donde iban. Allí tomaron unas cervezas con papas fritas y liaron unos cigarros en paz. Las pocas luces del paseo ya alumbraban y entre sombras, haciendo gurrapatos en el suelo, se veían pasar ciclistas, viandantes y algunos coches. Dentro del bar, en el salón de baile, se oía el ruido de futbolines y discos. En torno a una mesa próxima, mocetes en corro hablaban de los equipos de tercera división. —¿Que qué me dices de la Sabina, Manuel? —preguntó el veterinario cuando ya andaban entre humos. —Que entiendo lo mismo que usted, don Lotario —respondió el guardia sacudiéndose la ceniza de la guerrera gris claro—, que según la cuenta a la Sabina se la ha tragado la tierra. —Pues ahí está el caso. Que no se la ha tragao. —Por más que le doy vueltas a la cabeza no me imagino cómo puede haber ocurrido. Que no es una niña de teta, ni una peseta que se encuentra en el suelo. Que es una moza de veinticinco años que no pasa inadvertida a nadie y que sabe gritar y dar puñetazos si se presenta el caso. —En este tiempo todavía hace calor y por la siesta suele haber poca gente en la calle. —Pero en un pueblo se oye y ve todo lo que no sea normal. —Habrás observado que en la calle de la Concordia, a las cinco familias que hemos preguntado, nadie la vio pasar. —Pero eso no quiere decir nada. —¿Por qué no preguntamos a éstos del corro? Plinio quedó pensativo. —No —decidió—, veamos primero lo que dice la familia. Si no aclaran nada, luego seguiremos las investigaciones más por menudo. Pagaron la consumición y con pasos perezosos se acercaron a la casa de Augusto Rodrigo Melgares, padre de la Sabina. Llamaron por la puerta principal y al cabo de un buen rato alguien se asomó por la ventana y les dijo: —Entren por la portada que está abierto el postigo. Parecía mentira que Sabina, la robada, fuera hermana, por ambos sexos creadores, de la Lorenza Rodrigo. Si la Sabina era el sol padre, la Lorenza era una perra chica. Si la Sabina era el triunfo de la carne, Lorenza la apoteosis de las magras. Si la mayor era sobresaliente en curvas, la menor en perfiles arrecíos. Si la Sabina era la campeona de los muslos y el culo retrechero, la Lorenza lo era del horcate y el culo tablajero. Si la Sabina era una risa llena de luces y enjalbiegues, la Lorenza un pliegue de labios de tela y dientes ignorados. —Pasen ustedes —les dijo la Lorenza, siempre con tendencia a pegarse a la pared para ser menos vista. En la cocina, sentados en sus butacas de enea, como figuras de palo pintado, estaban Rodrigo Melgares y su mujer, la Sabina Perona. Gente de peso y reposo que no se movían con cualquier aire. Augusto Rodrigo, boina negra, chaqueta negra, sin corbata, pantalón de corte y botas de elásticos. El pelo blanco se le enlanaba sobre el cuello alto. Inmóvil, con las manos sobre las tablas de los muslos. Su mujer, la Sabina, hueco el pañuelo de seda negro de la cabeza, fruncidos los labios y reclinado el corpachón, suspiraba a cada paso: «¡Ay, Jesús!».

Se veía que el matrimonio estaba allí como esperando pésames. Plinio y don Lotario se sentaron en unas sillas muy bajas, entre las butacas de los amos. A la Lorenza se le sentía sombrear por toda la cocina, sin ponerse nunca a tiro de ojo. Una vez echó insecticida. Otra largó al gato y se rebulló no sé cuántas veces. —¡Ay, Jesús mío! Los suspiros de la madre de la Sabina parecían salirle del último doblez de las entrañas, a través de tubos con recodos agudísimos. Aire de flato que sacaba algunas palabras enganchadas en su roce. A cada suspiro abría mucho la boca, como si se ahogase de verdad, y en un tic repetidísimo se pasaba la mano entre el pañuelo y la cara. Eran suspiros con algo de relincho, de nariz y boca abierta, de ojos desorbitados y mano en la mejilla. Eran unos suspiros mucho más trágicos y prolongados que los de su suegra, aunque de la misma escuela. Rodrigo era, por el contrario, una escultura solemne. Ausente de aires y soles, como si la vida no le rozase. Cada movimiento le costaba un compás de meditación. Cuando hubo pasado un buen rato de suspiros y silencios, que Plinio no se atrevió a interrumpir, preguntó Augusto Rodrigo: —¿Veníais a cosa hecha, Manuel? —Sí… a ver si teníais algo que decirnos. —Nada nuevo, Manuel. Que aquí no llegó. Mi madre, ya sabes, nunca quiso venirse a vivir con nosotros. No quiso apartarse de la casa de sus muertos. Siempre quiso ser ama. —Siempre, siempre —coreó la madre Sabina con notable mal café. —Desde chica le tomó querencia a la Sabinilla. Y la crió mayormente. Fue golosa de ella al verla tan hermosa y precoz de carnes. La sombra de la Lorenza, desde no sé qué rincón, hizo un agrio ruido de vajillas y cristales. —¡Ay, Dios mío! —Por la siesta siempre venía a vernos. Y nos contaba las cosas del día, hasta media tarde, que merendaba y se iba con sus amigas a la novena, al cine o a pasear por la calle de la Feria. A la hora de cenar se volvía derechica a casa de su abuela. Eso es todo, amigo… Hasta el jueves, que no llegó. —¿Tú sabes si alguien la quería de mala manera, si la seguían? —¡Ay, Jesús mío! —Nunca supe nadica de eso —dijo, luego de una pausa, Rodrigo. Volvió el silencio. —No se conocía una cosa así en nuestro pueblo —habló por vez primera la Sabina madre. —Y tú, Lorenza, ¿sospechas de alguien? —le preguntó el guardia. —¿Yo? ¡Ca! No, no señor… ¿Por qué había de sospechar? —respondió con dengue agrio, al tiempo que tomaba otra vez, sin venir a cuento, el aparato del insecticida. Se oyó llamar a la portada con grandes aldabonazos. Salió la Lorenza. Y en seguida pasos y voces se acercaron a la cocina. —A las buenas tardes tengan ustés —saludó con mucho copero una mujer reseca y decidida—. Pero ¿qué pasa en esta casa? Pero ¿qué acabo de oír? Pero ¿quién ha dicho que la Sabina no estuvo aquí el jueves? Dijo esto plantada tras el corro de aquéllos que la miraban con la cabeza vuelta. —Pero, Braulia, hija, explícate — dijo Augusto Rodrigo sin perder sus calmas. —Si ya me estoy explicando, contra: que anoche llegué de Cinco Casas, adonde me fui el jueves, y me han dicho que han robado a la Sabina, que no vino aquí… Y sí que vino, vaya si vino, que yo la vi cuando me iba a la estación, y la vi con estos mismos ojos que un día criarán melgos. —Anda, siéntate aquí y explícate — le dijo Plinio señalándole una silla—. Vamos por partes. ¿El jueves, tú viste entrar a la Sabina en esta casa hacia las tres de la tarde? —Sí, señor, a las tres y cuarto, que el tren sale a las tres y media y yo me iba a mis vinotes a la par de Cinco Casas. —Bueno, digamos a las tres y cuarto. ¿Tú la viste entrar en esta casa? —No, señor, entrar, entrar, lo que se dice entrar, no, señor. La vi llegar, que es otra cosa. Usted me entiende, Manuel. Pero yo me iba a la estación y no tenía tiempo de reparar si entró por el postigo o no entró. Que llegaba, fijo, que sí. —Entiendo, pero ¿a qué distancia de la puerta la viste? —Conchis, ¿que a qué distancia? Yo no me acuerdo… A cinco pasos o diez pasos de la portada. Desde luego metida en la fachada. —¿La saludaste? —No, no la saludé. Yo iba a lo mío. Y ella mirando al frente. Plinio pidió a Braulia que le acompañase a la calle. Todos se pusieron de pie y quedaron en silencio, como si el guardia hubiese propuesto una cosa muy dramática. Todos miraban a Braulia. Rodrigo con cara de tierna lástima, su mujer entre párpados, Plinio y don Lotario con impaciencia. —Vamos, Braulia —dijo el Jefe. Y la Braulia, con una congoja súbita, empezó a llorar: —Pero ¿qué he hecho yo, Jesús mío, qué he hecho yo?… Encima que vengo. —Pero mujer, no te pongas así — dijo Rodrigo con suavidad. —Venga, chica. ¿A qué vienen esas aguas? —la persuadió Plinio. —¡Ay, Dios mío! —gritó insólita la Sabina madre. —¡Qué desgracia! —añadió la Braulia echando a andar sin ganas. Salieron a los paseos, frente a la casa, ante la expectación de los vecinos. Un paso delante de los demás iba Plinio y llevaba cariñosamente a la Braulia cogida por el brazo. —Venga, no seas llorica y dinos por dónde la viste, mujer. Ella se puso a mirar a la fachada de los Rodrigo con mucha fijeza. —Si no es como decía, si no es como decía —empezó de nuevo a gimotear. —¿Que no es como decías? —Que yo dije que la vi dentro de la fachada, pero la fachada, mire usted, empieza casi donde la misma portada. —Ya decía yo —comentó tardón el Rodrigo—, si entre el comencipio de la fachada por poniente y la portada hay dos cuartas menguadas. —Vamos a ver, Braulia, tú no pienses en la fachada —le rogó Plinio — y procura recordar a qué distancia la viste de la portada. La Braulia dio un paso atrás para tener más perspectiva, pero no pareció satisfecha. —Vámonos más para atrás. Y telanda se cruzó hasta el otro paseo seguida de todos. La noche era muy clara y se divisaba todavía toda aquella longura de casas. —Como por aquí, enfrente de donde estoy —dijo después de haberse desviado diez o doce pasos hacia la izquierda—, como por aquí enfrentico. Aquel enfrentico que señalaba ella era por lo menos veinte pasos antes de la portada de los Rodrigo y correspondía al tapial de un cercado que sí tendría sesenta metros largos, hasta la esquina a cuyo rodeo estaba su entrada. Plinio se quedó con la mano en la mejilla mirando la pared sin enjalbegar del cercado. Todos a su vez miraban a Plinio. —Vamos a ver una cosa, Braulia — dijo al fin con mucha meditación—, mírame a mí. La Braulia se volvió hacia el guardia un poco temerosa, como obedeciendo una orden del médico. —Piensa, recuerda bien. ¿Tú viste a la Sabina pasar delante de un enjalbegado o de una tierra de tapial? Recuerda. La Braulia entornó los ojos y puso cara de astuta. —Yo juraría —dijo al fin sentenciosa— que la vi delante de un enjalbegado, porque tenía mucho bulto su cuerpo. —¿Seguro? —Hombre, seguro, seguro… tanto como seguro… Pues, sí, señor, seguro, qué contra. —Entonces no la viste antes de llegar a su portada. La verías pasada su casa. O en la otra manzana de más allá que también tiene cal. —Hombre, es que bien visto yo iba para la estación, iba en contra de ella y a lo mejor yo había andado más de lo que creo hacia allá. —Total, que lo mismo la pudiste ver doscientos metros más a un lado que a otro. —¡Ay, Señor! —gritó la Sabina madre. —Pues mire usted, a lo mejor. ¡Ay, Dios mío!, ¡y en qué lío me he metío! Que en esta vida todo es engaño, lo tengo dicho, y no sabe uno lo que ve y lo que no ve. —Anda, vamos a ir un poco más allá, a ver si se te despierta la memoria. Y todos, seguidos de un grupo de curiosos muy razonable, avanzaron paseo adelante, hacia la estación. La Braulia iba como sonámbula, sin saber qué decir. —Ya no, ya no —dijo con mucha desolación y parándose de pronto. —¿Ya no qué? —le preguntó Plinio. —Que ya no sé dónde fue. El Jefe se plantó ante ella y poniéndole las manos sobre los hombros, ante la expectación de todos, le dijo de manera muy sentenciosa: —¿No lo soñarías, Braulia? ¿No será un recuerdo de otro día? —¡Ay, Manuel! —empezó a sollozar arrimándose al Jefe—, que me vais a volver loca… ¡Ay, Manuel! Que hace poco pensé que había tenido a mi marido a la par y hace cinco años que se murió el pobre… Cuando he llegado a mi casa y me dijeron que habían robado a la Sabina, me acordé de que la vi… ¿Para qué me iba a haber acordao si no la hubiera visto? —Porque la has visto muchas veces. —Pero ¿así, tan fija, yéndome a la estación? —dijo disgustada. —Si siempre te vas a la estación a esa hora la habrás visto más de una vez, digo yo. —Mil veces, Manuel. Milentas veces, Manuel. —Bueno, mira, tú serénate, Braulia, duerme bien esta noche y mañana, más tranquila, piensa otra vez en esto a ver si recuerdas algún detalle que dé más claridad. —¡Ay, Dios mío! —suspiró la Sabina madre, y luego, acercándose a Plinio—: Sabes lo que te digo, Manuel, que habéis puesto las cosas de una manera que ya pienso si no hará más de un mes que no he visto a mi Sabina. —Pero, mujer —le amonestó el marido—, qué cosas. Entonces, ¿no recuerdas que el mismo miércoles se estuvo bañando en el tinajón? ¿Que la vimos desde la ventana? —Todos los miércoles se baña en el tinajón. —Mujer, no entontezcas. —Bueno, dejemos este asunto para otro día, que las cabezas se están poniendo muy bombizas. Ya seguiremos otro día. Y sin decir más, guardia y veterinario marcharon hacia la estación. —Has hecho bien, Manuel, en cortar, porque empezaba a ser una sesión de espiritismo. —Quite usted, por Dios.

En esto se demuestra cuánta es la endeblez de la cabeza humana. —¿Tú crees que la Braulia vio a la Sabina el jueves, como dice? —Sé lo mismo que usted. Tengo la impresión de que quiso decir una cosa, le salió mal la explicación y luego se armó el bollo, al ver que no había fachada antes de la portada. —Puede ser. —O una oficiosidad por hacerse la importante, por ser bacina. Y dándole vueltas a esto se llegaron hasta el bar Alhambra a tomarse una cerveza. A las nueve de la mañana del día siguiente llegó Plinio a la buñolería de la Rocío a tomarse un cafetito con churros. A veces se mataba el gusanillo con una copa de cazalla, otras, particularmente si se sentía optimista, prescindía de la copa. Aquella mañana la tomó. —Malamente andamos de ánimo, Manuel, cuando le da usted al Chinchón —le dijo la churrera mientras colocaba sobre el mármol una nueva rosca de buñuelos—; a la Sabina se le ha birlao el mengue… Y es que está usté malísimamente acostumbrado, so alguacil, a que tó le salga de perlas, y claro, así que se le atraviesa un negocio, le ronca el estómago. Plinio se limitó a mover el café sin responder. —Y además, señor centurión, como me entere yo de que vuelve usted a desayunar en el Bar Lovi, cuando aparezca por aquí le arsenizo el mejunje, por éstas. Como la hermana de la Rocío despachaba también aquella mañana, ésta tenía tiempo para amargarle la sangre a Plinio, que mojaba los churros en el café, sin darle réplica. Llevaba tantos años soportando sus bromas y cariño, que no podía pasar sin ellos ni necesitaba responder. —¿Y si hubiese sido la Sabina la que hubiera robado a algún barbiespeso para llevárselo de viaje de novios? Al escuchar aquella versión, algunos clientes que compraban tejeringos, esperaron con curiosidad la respuesta del guardia. Pero éste siguió como si tal cosa, aplicado a su desayuno y sin levantar los ojos del vaso. —Estaría bueno, ¿eh, Jefe?, pero no se apure usted, que pa levantarle el espíritu y según les tenía avisado, sin necesidad de aguardientes, hoy comeremos en mi huerto una carnesita con ajos que se va a chupar los dátiles. Fuera por el acicate del convite o, lo que es más razonable, por no seguir de hombre duro, Plinio, con el último trago de café, alzó los ojos hacia la de Linares y le sonrió con blandura. —Y ¿cómo no? Puede usted llevar a su don Lotario y, si es preciso, al antipático de Maleza. Pero ni uno más. ¿Clarito? Estas cosas decía cuando entró Braulio el filósofo, con un cestón de mimbre colgado del brazo que pesaba más que él. —Coño —saltó al ver a Plinio—, si está aquí el maestro. Buenos días, Manuel. —Hombre, Braulio, llegas a tiempo, ahora mismo pensaba ir a decírtelo. La Rocío, aquí presente, nos invita a comer choto frito en su huerta. —¿De verdad? —Clarito que de verdad —dijo ella, mirando a Plinio de mala manera. —Eso está muy bien. Yo pongo el vino y al otro domingo invito en mi cueva a un pisto, porque no me gusta estar sin cumplimiento durante mucho tiempo —añadió al comprender la jugarreta del guardia a la churrera. —Sí, señor Braulio. Se le agradece la aceptación y participaré en el pisto. Trato cerrao. —Tós contentos. —Y me gustará que podamos hablar despacio con el pretexto de la fritada, Braulio, que hace mucho tiempo que no te oigo cosas de la vida. —Pues os hablaré mucho y longo, que estoy muy prieto de doctrinas. Y de un tiempo a esta parte cavilo más que nunca. —¿Sobre qué, por ejemplo? —Por ejemplo sobre el misterio de las mujeres. —Lagarto, lagarto y no miente usted la soga —saltó la Rocío. —Qué soga ni qué guita, que ya sé por dónde vas, Rocío; pero paciencia, que Plinio se hará con la moza… Yo me refiero a que, cuando mozo, a casi todas las mujeres les encontraba misterio. Unas por una cosa y otras por otra, todas me decían algo… Y de un tiempo a esta parte, fíjate lo que te digo, la mayoría me semejan materia inerte. —Pero eso, Braulio —cortó la churrera—, no es porque a las mujeres les falte el ángel de pronto, sino porque usted ya no debe de estar cabal. —Qué tendrá que ver lo cabal y lo no cabal. Aparte de que estoy bastante bien por las partes naturales que tú apuntas. Es otra cosa. Es, ¿sabes qué?, la desilusión del mundo. Que cuando uno es inocente todas las criaturas te parecen divinas, y ya en el otoño de la hombría, todas las divinidades te parecen carne pudridera. —¡Ole, machote! —le gritó la Rocío maliciosamente a la vez que entregaba un papelón de churros a una moza crujiente. —Déjate de cuchufletas, que estoy hablando en profundo. —¿Es que esta moza tan prieta y sanguina ya no tiene misterio para usted, filósofo? —dijo la Rocío señalando a la chica, que se puso como un capullo. —No me personalices, Rocío, que eso no vale. Anda, muchacha, vete con Dios, que siga con el tema. Marchó la moza más que aprisa y continuó Braulio: —Con los años y el pesquis, llega uno a conocer de tal manera la naturaleza humana, la verdadera forma de la carne y las reacciones del cuerpo, que de verdad es difícil encontrar algo que te sobresalte el sentimiento o te encele. Todo, como cada día, nos llega ya sin sorpresa y sin esperanza… Antes, yo veía una mujer por detrás, pongo por caso, y decía: «¡Ay, lo que debe de tener ésa!», y ahora, si es que la miro, me digo: «Bah, esto, lo otro y lo de más allá lo tendrá igualico que aquel este, aquel otro y aquel más allá que ya vi». Todo queda ya alejado y nebuloso. Todo empieza a trocarse en sombras y calcomanías… La muerte inicia su trabajo mucho antes de lo que creemos. —Ya está Braulio con su tema — comentó Plinio. —Realmente, cuando uno muere de mayor, lo que de verdad caduca es la tubería, como si dijéramos, porque el licor poco a poco se fue evaporando en los tiempos antecesores. —Total, que usted ya no es más que un sifón. —Casi, casi. Una vasija en la que queda muy poco por evaporar… Está uno vivo de verdad mientras cree que todo es posible. Y empieza a morir cuando sólo se preocupa de sujetarse los bolsillos para no perder lo poco que de verdad sabe que tiene. Yo de mocete quería ser coronel… O señorito con montes y queridas… Ahora me conformo con que no se me hielen las viñas y que por la noche no me dé la acritud de estómago… Fíjate qué diferencia. Así se explicaba Braulio cuando entró Antonio López Torres, el pintor. Venía sin corbata y con los pelos blancos muy tufos. —Hombre, Antoñete, a propósito — dijo Plinio—, estás invitado para comer hoy una carne frita en el huerto de la Rocío. —Muchas gracias, Manuel… —dijo guiñando los ojos y llevándose la mano al mentoncillo, según solía—, pero ya que la anfitriona está presente, que ella lo diga. —A quien Manuel invita es mi invitado. Y tratándose de un artistazo como usted, pa mi casa es una honra que la frecuente. —Ya lo oyes —añadió Plinio riéndose. —Pues muchas gracias… —dijo Antonio con timidez—. ¿De qué andáis? —Aquí, Braulio, que dice que las mujeres ya casi no tienen misterio para él. ¿Tú piensas igual? —Hombre… yo soy casi de la edad de Braulio y todavía me pica la curiosidad así que veo alguna que está bien. —Bueno, es que los artistas son de otro nacer. Son gente con fe en cosas que los demás no olemos… Pero yo veo ya la vida como desde una ventana muy alta. ¡Qué coño! —reaccionó de pronto —, y tú, aunque seas artista, también, Antonio. —Pero todavía la vida tiene sus alicientes. —Tiene sus conformidades. ¿A que tú ya no piensas que puedes ser Goya y de chico sí lo pensabas? ¿O me equivoco? —Hombre… —Ni hombre, ni hombro. Ya te conformas con pintar una tableja que te salga bien. —Pero algunos días como hoy, tan luminoso, tan transparente, y tan sereno, con el presentimiento de la vendimia, da gusto vivir. —Claro que da gusto vivir, repiso, pero no con el motor alocado de los años mozos. De mozo salía uno a la calle cada mañana creyéndose el Gran Capitán. Y ahora, qué leche, sales sabiéndote muy rebién tu nombre y tus dos apellidos y que vas a volver con ganas de echarte la siesta. La vida es un engaño y mi tesis es, y aquí acabo, que se empieza uno a morir presto, pero que muy presto. —Todo depende, Braulio, de la naturaleza sensible de cada cual. Hay viejos que son una hermosura. Y si no los pájaros… —Ya está éste con los pájaros — exclamó Braulio. —Los pájaros —siguió Antonio como iluminado— nunca sienten la pesadumbre de vivir. —Coño, porque los pájaros son tontos. El hombre es un animal muy raro. Es un mono guapo y con chispa que tiene la desgracia de verse morir. Y los pájaros, no.



0 comentarios: