Con la prima historia de la mujer
muerta y del hombre del casco
encarnado.
Según convinieron, hacia la una de la
tarde estaba toda aquella gavilla de
sujetos en la huerta de la Rocío. Era la
única hembra de la reunión, según
costumbre. Solía decir ella que no le
gustaban las mujeres. Que eran muy
maliciosas y liantes. Y que los cerebros
más vistosos anidan en la calavera de
los hombres. Soltera y sola en la vida —
vivía con una hermana casada—, la
Rocío siempre que podía hacía juerga
con tíos. Y no era por la picardía, que
tenía fama de virgen e intonsa. Debía de
ser «mujer de poco flujo y más dada a
cavilaciones que a la querencia de la
ingle», como decía Braulio. Desde
luego, al hablar era muy mental y en sus
ademanes se apreciaban algunos vigores
de hombría. Pero tampoco esto
significaba que tuviese hobbies
extraviados. «Las cuestiones catrales no
la desvelaban». Eso era todo, como
decía también Braulio.
La huerta de la Rocío era más bien
huertecillo, con pocos árboles, algunas
verduras, una casita viva de puro
encalada y noria de arcaduces que
movía un rucio más viejo que el quiñón
de la Elía. Solía decir la Rocío que, a su
burro, de tanto dar vueltas con los ojos
tapados, se le había olvidado morirse.
—Si estará chalao por el oficio, el
pobresito pollino, que en la cuadra se
pasa la noche dando vueltas como un
sinaco.
La Rocío tenía aquel viejo huerto de
su padre como consuelo total de su
soltería. Ahorrando, ahorrando, le puso
cerca, mejoró la tierra y amplió la casa.
Cuando salía de la buñolería, allí se
pasaba las horas muertas con el
escabillo, entre las acequias, al son
manso y endechero del agua que vertían
los arcaduces. Las viñas habían vencido
a los huertos por aquellos contornos, y
los productos que en él criaba se los
quitaban de la mano los colindantes.
—Me tengo que buscar influencias
para que me entierren en este cacho tan
fresco. Yo soy andaluza, y no me quiero
pudrir entre los muertos de este pueblo,
que son unos manchegos resecos y
desabridos. Quiero, ya lo sabe Manuel,
que el pacen eternam me lo echen en
este solar. Usted, que es autoridad,
podrá conseguirlo… En esta tierra del
huerto sólo hay esqueletos de pajarillos,
de lagartos y de aquel podenco que
lamía las manos de mi padre cuando
estaba imposibilitao. Yo no quiero estar
enterrada entre huesos de prójimos.
Además, con tanta cal y tantos tiestos
como tengo por aquí, me haré la ilusión
de que estoy enterrada en mi fierra, que
es la de María Santísima.
Antonio López Torres, en vez de un
postre, llevó a su sobrino Santiaguito
López, que también estudiaba para
pintor. Cuando quiso explicar por qué
traía al sobrino, se puso tan colorado y
se armó tal taco, que tuvo que cortarle la
Rocío:
—No sigas, pintorazo, que ya sé que
no te puedes separar de tu sobrino del
alma. Que al que Dios no le da hijos le
da sobrinos.
Santiaguito, con su cuello tan largo,
se excusaba.
—Yo no quería, pero se ha
empeñao…
Braulio trajo en su tartana una
arroba de vino probado y un queso en
aceite como un lamparón de gula.
Plinio y don Lotario llevaron en el
coche pasteles, café, anís y, para darle
la coña a la Rocío, un papelón de
churros.
—Habráse visto la inmoralidad —
dijo la Rocío cuando le ofrecieron el
cucurucho como si fueran flores—. Pues
están ustés apañaos, polizones, que toda
la santa comida les voy a estar hablando
de la Sabina para avinagrarles la
digestión.
Plinio se reía a media boca. Y don
Lotario empezó a esparcir los churros
por la huerta como si los sembrara.
—No me empuerque usted la tierra,
por sus muertos, señor bestiario.
El postrer convidado era Samuel el
Rojo, hombre de casi dos metros de
alzada, con el pelo rojo azafrán, pecas
como trozos de hoja seca por todo su
cuerpo y una batería de dientes tan
completos y crecidos, que jamás podía
abrigarlos con los labios. Era labrador
ricote, vecino de la Rocío, con fama de
ser el que mejor guisaba la carne por
aquellos contornos llaneros.
Según la cuenta, él había comprado
el choto a cargo de la Rocío, y tenía
encomendadas todas las operaciones
que conducen desde la degollación del
inocente, hasta su presentación en corro.
La personalidad de Samuel el Rojo
residía en su saque para comer carne y
su arte para freírla. Por lo demás era
hombre desapacible y esquinado, de
muy secreta biografía. Sólo cuando
alguien en el pueblo organizaba una gran
comida, fritanga, cabritada,
chotomortada o regodeo chicharrón,
aparecía él como maestro supino y sin
contrafuero.
La primera manifestación de la
jornada fue un careo con el tinto que
previamente refrescó la Rocío. Bajo la
parra, en un lebrillo, con ciertos adornos
de melocotón, pera y los andrajos de sol
que se filtraban entre los pámpanos,
lucía el tinto como una luna de sangre a
cada nada rota por el trasiego de los
vasos. Ayudaban el bebercio con unos
tacos de jamón cortados como fichas de
dominó.
—Esto es bebida y no el whisky ése
que beben los señoritos zapirones —
dijo el Braulio mirando al trasluz
aquella lente tinta de su vaso—. ¿A que
sí, Antoñete?
—La gente —confirmó éste— se
pierde por todo lo que no es llano y les
queda lejos. Cuanto más lejos mejor.
Para nosotros los españoles hay muchas
medicinas que saben mejor que el
whisky, y ninguna como el vino honrado
o el anís dulce, que es la flor de los
licores. Habría que hacer una revolución
para volver a las cosas sencillas. La
gente lucha por conseguir mercancías
que le complican la vida y le quitan el
sabor de vivir. La paz, el campo solo y
el vino honrado, son tres bienes que ha
perdido la humanidad.
Samuel el Rojo, apenas se trasladó
dos vasos de vino, dijo a medias
palabras que se iba a tasajar el choto. Y
marchó con cierta prisa, como si lo
llamase el lanudo.
—Lleva razón Antonio —añadió
don Lotario meditabundo, con el vaso
delante de los ojos—. Los hombres de
ahora luchan por el lujo y la tontería.
Los del futuro, si llegan a ser más
sabios, lucharán por un mediano pasar,
tranquilo, con tiempo para hablar, para
desperezarse al sol, para poder mirar la
caída de la tarde sin prisas y sin miedos.
—Que más vale un canario que una
radio —dijo Antonio el pintor—. Y
estoy seguro, como apunta don Lotario,
que llegará una revolución de pureza y
de sencillez, un verdadero cristianismo,
que queme cuanto sobra y procure lo
mucho que falta.
—No creo, eh, no creo —saltó
Braulio el filósofo—. El hombre no es
el animal más inteligente, sino el más
loco, y andará perdido hasta que el
mundo se changue.
La Rocío, que sentada en una silla
baja repartía vasos, dijo:
—Estáis ustedes muy sabedores y yo
no entiendo gran cosa, pero me creo que
el mundo es cada vez mejor.
Cayó la conversación, pues el día no
parecía para filosofías, y quedó un raro
silencio. La Rocío hizo oído como si
escuchara algo especial y sin decir
palabra, con pasos silentes, se llegó al
porche donde el Rojo tasajaba el
cordero. Apenas espió un momento, se
volvió con cara descompuesta hacia sus
amigos y les hizo señas para que
acudieran en silencio. Con mucha
suspensión y extrañeza se allegaron
todos en hilera y casi de puntillas hasta
la altura donde la de los churros estaba.
Y vieron cómo Samuel el Rojo, asido
con cada mano a una paletilla de la res y
muy ahocicado en la parte del pecho,
haciendo ruidos caninos y resoplando
sonoramente, mordía el corazón y los
bofes del cordero crudo. Tan hundido
estaba en aquella fiereza, tan enlobado,
que no advirtió que lo observaban.
Todos quedaron tan atónitos, que
nada dijeron durante un buen rato.
Los tembleques y resuellos del Rojo,
que restregaba toda la cara contra
aquellas partes blandas y muertas,
mientras sus dientes arrancaban cachos
más que medianos, revolvían el cuerpo.
Y fue la Rocío quien rompió aquel
selvático espectáculo, porque empezó a
dar arcadas agónicas y a echar cuanto
llevaba dentro. Entonces Samuel el
Rojo, como si entreoyese que le
llamaban desde lejos, aflojó la presa y
volvió la cara lentamente hacia donde
estaban los espías. La tenía tinta en
aguasangre, con fibras de carne entre sus
dientes jabalinos. Y con ojos fijos
miraba como sonámbulo que no entiende
bien lo que pasa.
Al cabo de unos segundos, alguna
idea debió de llegar a su cabeza, porque
bajó los párpados, se limpió la boca con
la manga y restregándose las manos en
el pantalón de pana, con paso torpe y sin
decir palabra, pasó ante el grupo, llegó
hasta la portada y marchó. Sin decir
palabra también, los espectadores, a
excepción de Plinio que tenía la mano
puesta en la frente de la Rocío para
aliviarle sus angustias, se miraban
estupefactos… Y en estas posiciones
fijas de retrato estaban, cuando apareció
el cabo Maleza lleno de polvo y con la
colilla entre los labios.
Al ver el cuadro quedó suspenso
intentando adivinar lo que allí pasaba.
Pero sus entendederas, acostumbradas a
fenómenos más suaves y contaderos,
sólo le dieron de sí para exclamar:
—Pero ¡arrea!, ¿es que ya está
trompa la Rocío?
Nadie le contestó de momento. La
Rocío acabó por enderezarse, respiró
fuerte, se pasó la mano por la frente,
escupió fino, y con paso lento, seguida
de sus invitados, volvió a la silla que
ocupara junto al lebrillo de la zurra.
—¡Bendito sea Dios! —fueron sus
primeras palabras—. Desde que tengo
potra no he visto otra —fueron las
segundas—. Te parece qué, Virgen de
las Angustias, comiéndose la carne
cruda como una alimaña.
—Es que la condición humana es
infinita —sentenció Braulio mientras se
inclinaba sobre el lebrillo para servirse
un vaso.
—Dirás la condición animal —
tartamudeó Antonio el pintor—. Era
como una fiera… hozando en las
entrañas del corderico… Y eso debe de
ser un vicio… Comerse el corazón a
dentelladas como los prehistóricos.
—Nunca había visto ni oído nada
igual —dijo Plinio a su vez. Y luego a
la Rocío—: ¿Se te pasa?
La pobre se había quedado de cal y
ciertas gotillas de sudor le destilaban
por la patilla.
—Pero bueno, ¿se puede saber qué
pasa? —preguntó Maleza.
—Anda, tómate un vaso y dinos tú
primero a lo que vienes —le ordenó
Plinio.
—Yo, a lo que vengo es gordo, pero
por éstas —e hizo la cruz con los dedos
— que no se lo delato hasta que me
cuenten la causa de este espanto, de esa
angustia y toda esta faramalla de que se
comían un corazón a dentelladas.
—Pues ná, Maleza —dijo Braulio
—, que Samuel el Rojo nos quería dejar
sin comer. Y ahí, debajo del porche, con
el conque de descuartizar el cordero, se
lió a darle bocados en los bofes y en las
asaduras, con arrebato de antropófago…
Y esta pobre, que fue la primera que lo
descubrió, no pudo aguantarse y por
pocas echa el quilo.
—¿Y dónde está ese cafre?
—Se ha ido avergonzado.
—Y borracho de sangre —añadió
Antoñete haciendo un guiño y
poniéndose la mano doblada bajo la
barbilla.
—La leche, qué tío. Ésos son vicios
y no el comerse las uñas.
—Y este hombre —siguió el pintor,
excitado— en su casa debe de
banquetearse con carne bullente hasta
caer redondo. Iba como borracho.
—Sus dientes siempre me han dado
miedo —comentó Maleza.
—Bueno, y ya que estás al tanto de
lo sucedido, ¿puedo saber a qué vienes
tan temprano?
—Pues… ¿me puedo tomar otro
vaso?
—Anda, toma también de este jamón
—le ofreció la Rocío, que empezaba a
alentar.
—Pues que… agárrense ustedes.
Que la guardia civil ha encontrado una
mujer muerta cerca de la Hormiga. Por
lo que me han dicho, está descompuesta
y presentada en un saco de plástico. Ha
llamado el teniente para que, antes de
que el juzgado de Argamasilla levante el
cadáver, lo vea usted. Como saben lo de
la Sabina, dice que examine usted a la
muerta por si saca algo en claro.
—¿Y no te han dicho la edad o algo
que recuerde a la Sabina?
—El teniente, que es nuevo, no
conoce a la Sabina. Por lo que dicen, no
saben ellos quién pueda ser. Todo más
bien es, digo yo, por si usted, que tiene
tanta vista, sacase vislumbre.
—¿Vamos, Manuel? —dijo don
Lotario poniéndose muy nervioso.
—¡Ay, Rocío, vaya convite! —dijo
Plinio tomándose otro taco de jamón.
—Ande, Manuel, vayan ustedes y
procuren volver hacia las tres, que
estará todo preparado. No nos vamos a
amilanar por tan poca cosa. A mal
tiempo, buena cara.
—Vale —dijo Plinio poniéndose de
pie y encendiendo un «Celta»—. A ver
si apañáis bien la carne, pero las
asaduras se las echáis al gato.
—De acuerdo, Manuel, la vamos a
guisar mejor que el tiburón ése de la
caverna. Ya verás qué ricura —le animó
Braulio.
—Jefe, ¿me voy con ustedes o me
quedo aquí echando una manita? Ya sabe
usted que yo tengo gracia para guisotear.
—Tú te vas a tu puesto.
—Él se queda aquí porque lo digo
yo. Es mi invitado —saltó la Rocío muy
enérgica.
—Quien manda, manda, Jefe. Ya lo
ha oído. Me quedo.
—Me río yo de tu vocación de
policía —le reprochó Plinio.
—Y puede usted reírse a gusto. Yo
la única vocación honrada que tengo es
el no dar golpe.
Y sin más dilación el veterinario y el
Jefe salieron del huertecillo. Tomaron el
«Seiscientos» y salieron de pira por la
carretera de la Alavesa.
Pasaron ante «Villa Pampanito», la
finca del pintor Francisco Carretero, y
de la huerta de Menchen, hasta toparse
con la gran barrera verde que abrigaba
la casa de los Huertas. Sobre el terreno
esponjoso, los viñedos dorados, con las
alas de los pámpanos declinativos por el
frontero otoño. No sé qué extraña
reflexión, no sé qué ars muriendi pone
la otoñada en los lienzos de esta tierra.
En la lente del horizonte, en el polvo
leve que levanta el can que hocea; en la
oveja que busca las últimas verduras o
en el pájaro pinto que, sobre un
sarmiento, se confunde con el grumo oro
y ampara en la pámpana vinosa. Era,
aquél, otoño precoz, casi otoño del llano
manchego: una eclosión de violetas y
rojos cansados, de aguas con hojas
flotantes, de grillos caducos y de cielos
que espejan capirotes morados. Una
depresión casi homicida, que sorbe el
corazón de los hombres, traga alegrías,
hace las cópulas dolorosas y reduce a
los humanos a un gran llanto geológico.
Con el despertar de la primavera, este
paisaje se siente pujante y decorativo,
reina sobre los animales y los hombres
que se deslizan sobre él como detalles
delgados. Pero en el otoño, esta tierra
sin árboles siente miedo y todo lo
recoge, abriga y quiere llevárselo a la
honda galería de sus sienes y podres sin
esperanza. El otoño solidariza lo vivo
con su menopausia y hace un gran
panteón con todo lo que cree, grita,
hoza, relincha, ladra, maya, canta y se
mueve. Quiere hacerle el féretro al
pecho en flor, al gozquecillo rabicorto,
al mirlo guácharo, al lobezno de dientes
recién estrenados, al cisne implume y al
muslo joven que goza en la cuneta. El
otoño en este campo es un gran dolor de
pecho y espalda, ganas de morirse sobre
las moras podridas, entre las uvas tintas
comidas de avispas, sobre la pinchería
de los barbechos antiguos, casi cobres.
El cielo se viste cinturones malva, los
caminos se anegan y el agua de los
esteros es barrizal de hojas caídas,
frutas oscuras, pájaros muertos,
cartuchos vacíos y gorriones de tela sin
color.
Ya desde la carretera de Ruidera,
hacia Tomelloso, vieron un espejismo.
Un espejismo que figuraba aguas
sanguinas, altísimos árboles
desmochados, castillotes dentones y no
sé qué banderas moradas, larguísimas,
paralelas al viento. En las llanuras
manchegas hay espejismos como en el
desierto. Espejismos que copian
ciudades que nunca llegaron a ser, fincas
floridas y árboles sin nombre en las
botánicas. A veces los labradores,
seducidos por el espejismo lontano, se
salen del surco y echan a andar besana
adelante pensando llegar a un oasis de
aguas y flores, de casas albas y árboles
mocísimos; a un campo de verdad sin
sed, tapizado de lagos verdeazules.
—No se me va de la cabeza —dijo
Plinio de pronto a don Lotario, que
conducía apescado al volante— el paso
de Samuel el Rojo… Yo he visto matar
hombres, descabezar reses y estirarle
del cuello a los gallos, pero nunca sentí
lo que hoy.
—No me lo recuerdes, Manuel. Qué
ferocidad llevará dentro. ¿Te imaginas
solo en el mundo con un hombre así?
—Tal vez el Rojo no se casó porque
se tiene miedo.
—Claro, cualquier noche se habría
comido a la mujer.
A un lado de la carretera, junto a una
moto, vieron a un hombre con cara de
desconsuelo.
Llevaba puesto un casco rojo, muy
brillante, sobre el que se estrellaba el
sol.
—Pare usted a ver qué le pasa a ése.
Quitó marcha don Lotario y se
detuvo junto al de la moto tumbada.
—¿Qué ocurre, buen amigo? —
preguntóle el guardia.
—Nada. Una avería.
—¿Podemos hacer algo por usted?
—Si fueran hacia el pueblo,
llevarme; pero van hacia donde yo
vengo.
—¿Y de dónde viene usted?
—De Ruidera.
—Nosotros volveremos antes de una
hora; si todavía no encontró acomodo, lo
llevamos.
—Muchas gracias.
Echaron a andar.
—¿Quién es éste? —preguntó don
Lotario.
—No lo sé a ciencia cierta. A veces
lo he visto por el pueblo, pero de paso,
sobre la moto, con ese casco rojo y esa
cara de pocos amigos… Siempre lleva
escopeta o trebejos de pesca.
—Del pueblo no es.
—Quiá, éste lleva por aquí poco
tiempo.
Por los viñedos próximos se veían
hombres que andaban entre cepas,
palpando racimos y haciendo cábalas
para la inmediata vendimia. Gentes que
calculan el peso de las uvas a ojos y les
clavan el diente para medir la
maduración definitiva. Las uvas son los
últimos frutos de la lozanía del año, las
que traen los más escondidos zumos de
la tierra, las últimas mieles que
engendró primavera allá en sus lejanos
abriles. El mosto es caldo de tierra ya
moza vieja, espasmo dulzón de la
cuarentona que echa sus últimos
alegrones bajo oros viejos y pájaros
fugitivos. El mosto cálido y pegajoso es
sangre tardía, llanto de premio Nobel,
poema escrito con canas y olor a tabaco.
Es sangre de abuela joven o de madre
vieja. Sangre con muchas noches de
lágrimas y reíres. El mosto viene del
más soterrado ovarial de la tierra.
Seguían los espejismos como una
laguna Estigia, ahora con líquidos malva
y árboles cansados, como un corrimiento
de aguas sobre la linde de la tierra y el
cielo. El horizonte se rebelaba de tanto
ser raya y se hacía charco larguirucho
con casas veleras y árboles bogavantes.
La tierra y la misma carretera surtían
humores sazonados. Era toda entraña
generosa, jubilada ya del amor.
El estrecho Guadiana, por aquellos
predios, en el otoño, toma color de vena
y arrastra juncos dormidos y hojas como
mechones de cabello castaño. Los
álamos del río son color cana; los
chopos repelones y las amapolas de los
pastizales, ya viejas, forman charcos
morados. Los lagartos, cubiertos de
ceniza verde, ven morir la tarde junto a
la ceña de los molinos aguadores. Una
moza sentada en la ribera muerde con
nostalgia la última hierba sobre la que
fue montada una noche mayera. Todo el
paisaje, aun a esa hora de mediodía,
toma color de corazón antiguo y aroma
de jugos viriles. Los poros de la tierra
transpiran el olor de aquellas bodegas
del pasado de los suelos, donde siempre
nadan Bacos enrojecidos.
El monte bajo que linda la carretera
forma gamas de azules violáceos, de
romeros encanecidos, de tomillos sin
flor
Pasada la Hormiga, al borde de la
carretera, vieron dos civiles en
bicicleta. Frenó don Lotario junto a
ellos. Plinio les echó la mano sin
bajarse del coche.
—¿Dónde está la muerta?
—Ahí mismo, a unos doscientos
metros adentro —dijo uno de los
guardias con la cara del mismo color de
la tierra.
Dejaron el coche junto a la cuneta y
tomaron la orientación que les dijeron
los guardias. Luego de remontar un alcor
pajizo, entre carrascas verde ceniza,
vieron un grupo de paisanos y dos
civiles más.
—Ahí está Plinio el de Tomelloso
—dijeron algunos al verle alpear.
Los que allí estaban eran en su
mayoría pastores, guardas rurales,
gañanes, molineros y gente de huerta.
Los guardias, sentados en una piedra y
apoyados ambas manos en los
mosquetones, fumaban con cara de
aburrimiento. Dos muchachos, también
cansados del espectáculo, en cuclillas,
sorbían de un melón que habían
reventado a golpes. Los civiles se
levantaron al ver a los recién llegados.
Habló el cabo:
—¿Qué hay, Jefe?
—Nada, Zuazo, que venimos a echar
un vistazo a la víctima por si fuese
conocida. ¿Vino ya el juzgado de
Argamasilla?
—No, debe de estar al llegar.
Bajo una carrasca había un bulto
cubierto con una manta.
—¿Quién la descubrió?
—Ese pastor —y señaló a un
mozacón de muy buena presencia, que
sin apartarse del grupo general, no
perdía de vista unas ovejas que por allí
pacían.
Éste, al comprender que hablaban de
él, se acercó tímido, arrastrando las
abarcas y con la cayada sobre el
hombro.
—¿Vienes por aquí todos los días?
—preguntó Plinio.
—No, señor; alguno que otro. Pero
hoy, apenas llegamos, el mastín empezó
a husmear por esta parte. Me llegué y vi
a la mujer metida en una bolsa de
plástico, un poco escondida entre la
maleza, en ese reguerón. Al contao avisé
al hermano Fermín, el casero del Buen
Retiro, para que mandase a alguien a
Argamasilla.
—¿Y el hermano Fermín, que
siempre anda por aquí, no vio nada?
—Él dice que no. Ahí está —
respondió el pastor.
—Llámalo.
El pastor, sin soltar la cayada y
corriendo a brincos, se fue hacia un
corro que había más allá de la muerta.
Le dio el aviso y los dos se acercaron
platicando.
El hermano Fermín debía de rondar
los ochenta años. Gordito, muy
colorado, con ojos picaros e inocentes a
un tiempo y una sonrisa desdentada.
—¿Qué hay, hermano Fermín? —le
saludó Plinio.
—Pues ya ve usted, de velorio.
—Vaya huéspeda que le han traído.
—Bastante averiá, por cierto.
Plinio antes de preguntarle se acercó
al cuerpo muerto. Varios le siguieron.
Tiró de la manta con cuidado. Se veía
muy mal la muerta, porque el plástico
que la cubría —un saco grande atado
sobre la cabeza— estaba sucio de barro
seco.
—Yo no he tocado nadica —se
justificó el pastor.
—Has hecho bien. ¿Y usted, Fermín,
no vio nada estos días que le llamase la
atención? —le preguntó Plinio sin dejar
de mirar el cuerpo, a través del plástico.
—Que no, señor, yo no llego hasta
aquí. Ya estoy muy pesado, sabe usted.
Y como el señorito Tomás corretea todo
cazoteando, pues que yo no vengo.
—¿Y desde cuándo no ha estado por
aquí Tomás?
—Pues qué sé yo, hará ocho días.
Desde que se afeitó el bigote no ha
aparecido… Ya sabe usted, como estoy
aquí solo, porque mi mujer vive en el
pueblo, que no le gusta el monte, más
bien me muevo poco.
—Pero ¿tampoco has oído estos días
nada sospechoso o soliviantado?
—Ca, no señor, esto pilla un poco
apartado de la casa y ya estoy duro de
oreja.
Los curiosos habían hecho un corro
muy apretado en torno a Plinio y a sus
dialogantes.
—Para mí que esta mujer no debe de
ser de estos parajes, porque sacos de
plástico no los he visto nunca. Además
lleva pantalones de turista.
—¿Ninguno de vosotros —alzó la
voz Plinio—, que sois de estos
contornos, visteis estos días nada
sospechoso?
De momento nadie respondió, pero
al poco una mujer chatorra y un poquito
preñada dijo:
—El que viene por aquí algunos días
es un forastero con una moto y un
casquete de hojalata colorado.
—¿Y qué hace?
—… No sé. Cazará, digo yo. Luego
tira para Ruidera.
—Sí que he visto yo a ese hombre,
pero no caza… Ni iba a traer a la muerta
en la moto… —sentenció el hermano
Fermín con su cara de niño.
—Yo no digo eso —aclaró la mujer
—, lo que digo es lo que he dicho y ya
está.
Plinio se apartó hacia el reguerón y
se dirigió al pastor.
—Si dices que la muerta estaba
aquí, ¿quién la llevó hasta ahí?
—Un servidor. Como estaba un poco
cubierta de tierra y no veía bien lo que
era, la arrastré hasta aquí.
—Ahí viene el juez —dijo el cabo
señalando hacia la carretera. Esperaron
todos en silencio.
Venían con don Pedro el juez, el
secretario y el forense. Saludaron a
Plinio y a don Lotario con pocas
palabras. Les resumió el cabo de la
Guardia Civil el hallazgo y se acercaron
al cuerpo. Luego de mirar y remirar los
tres hombres lo que a simple vista se
veía, dijo el juez al cabo:
—Hagan el favor de quitar ese
plástico.
El cabo quedó mirando el cuerpo sin
saber por dónde empezar. Pero el
médico, hombre menudo y nervioso,
abrió su maletín, y sacando unas tijeras
se dispuso a cortar el plástico.
Se agolpaba tanta gente, que el cabo
y los guardias tuvieron que abrir galería.
El médico empezó a cortar de abajo
arriba. Como no era fácil la operación,
don Lotario le tensaba el plástico para
facilitar el corte. En seguida empezó a
esparcirse un olor tan denso y tan
blando, que ahogaba. Las mujeres se
llevaron la mano a la nariz.
Cuando entre el médico y el albéitar
cortaron el envoltorio, dando tirones lo
abrieron y despegaron, ya que estaba
adherido en muchas partes. El cabello
negro de aquella mujer, hecho una pasta
endurecida, cubría toda la cara. El
médico tuvo que tirar con verdadera
fuerza para despejar el rostro. Era
imposible de reconocer. Como si la
hubieran arrastrado cara al suelo durante
mucho trecho o la hubieran mutilado.
Los músculos del rostro estaban
desgarrados, sin nariz, sin ojos y los
dientes a la vista, muy apretados Todo
era un boruño morado e informe. Tenía
las manos atadas atrás y los pies con
sólo un zapato, también maltrechos. La
ropa, una blusa que fue de colores y
unos pantalones azules oscuros, estaban
embarrizados y pegados al cuerpo.
Plinio, con mucho cuidado, despegó
una de las perneras del pantalón y
calándose las gafas examinó las piernas.
Miró a don Lotario y movió la cabeza
con escepticismo.
—¿Qué dices, Manuel, que no la
reconoces? —le preguntó al oído.
—Lo que digo es que no tiene pelos
en las piernas… y que, claro está, no la
conozco. ¡Cualquiera!
El secretario empezó a tomar el
nombre del pastor que descubrió el
cadáver y de algunos otros, así como a
hacer preguntas sobre el caso.
—Mírale los bolsillos —dijo el juez
al forense.
—No hay nada… Joven sí parece.
—Ya está ahí la camioneta —señaló
el cabo.
A poco llegaron dos hombres
trayendo unas angarillas.
—A mí que me apunten o no me
apunten es lo mesmo —dijo el hermano
Fermín entre medroso y tímido—. Que
yo nadica vi hasta que me avisó el
pastor.
—Usted tranquilo, Fermín, que no ha
matado una mosca en su vida —le dijo
Plinio posándole la mano en el hombro.
—Hombre, tanto como no matar es
una desageración, porque liebres,
perdices, pajarillos de las nieves,
culebras, lagartos y hasta un águila sí
que maté en mis tiempos mozos… Y a
una mula vieja, en la agonía, le di un
tiro… Pero hombres humanos o mujeres
humanas, no, señor, nunca he matado…
Ni pienso. Porque ya a los ochenta años
y pico, ¿qué necesidad tengo?
Los que estaban cerca se rieron de
las razones del hermano Fermín. Dijo el
médico que cubrieran otra vez el cuerpo
muerto y que, por su parte, podían
levantarlo.
El juez se apartó un poco con Plinio
y don Lotario, tiró de cajetilla y ya entre
llamas preguntó:
—¿Qué piensas de esto, Manuel?
—Poca cosa. No es la chica de mi
pueblo que ha desaparecido.
—A mí este caso no me parece de
por aquí.
—Ya he pensado yo en eso… Pero
buena gana de traerse una mujer muerta
por estos desvíos y dejarla a la vista.
—Sí, pero no olvides —terció don
Lotario— que ahora viene mucho
turismo por Ruidera.
—Es verdad —afirmó el juez—,
pero los delitos se suelen ocultar más.
—Tiene pintadas las uñas de las
manos y de los pies. Y en los brazos un
corte como de haber tomado mucho el
sol —añadió Plinio.
—Parece como si boca abajo la
hubieran arrastrado por la tierra mucho
tiempo… Y con las manos atadas. ¡Qué
horror! —apuntó el veterinario.
—Sepa Dios qué habrán hecho con
esta pobre muchacha. En fin —dijo el
juez—, vamos para el pueblo. Y usted,
Manuel, si averigua algo, allí nos tiene.
Plinio y don Lotario se despidieron
de todos y tomaron el «Seiscientos»
para salir antes que la caravana fúnebre.
—Vamos a tiempo —dijo don
Lotario consultando su reloj de bolsillo
— para meterle la navaja al cordero de
la Rocío.
—Este caso huele a gamberrada que
apesta —dijo Plinio.
—¿Y tú estás seguro que no es la
Sabina?
—Tan fijo como la vista. Tengo yo
muy bien mirada a esa moza.
—Es una lástima, Manuel, que no
podamos meternos a gusto en este caso
que parece tan prometedor.
—Ea, pero ya sabe usted. El juez,
mucha finura, pero cada uno en su sitio.
Los argamasilleros son muy celosos de
sus cosas.
—Qué me vas a decir. Si ahora están
haciendo propaganda de su Jefe de
policía y dicen que es tan listo como tú.
—¿Quién, Becerra? Qué va, es un
hombre muy prudente y nada presumido.
—Déjate, que desde que descubrió
aquel desfalco está muy crecido.
—Eso tiene gracia.
Plinio se desabrochó el uniforme, se
colocó bien la porra de goma para que
no le hiciese mal, y luego de un rato de
silencio:
—No se me olvida la Sabineja…
Eso de que los testigos de su última
aparición nos la hayan dejado fija como
un cartel pegado en la fachada de su
casa, sin ir para atrás ni para adelante,
es que no lo entiendo… A pocos metros
de su puerta se le pierde la pista.
—Que se la tragó la tierra.
—… O que alguno se tragó la
verdad.
—Mira, si está ahí todavía el del
casco rojo.
—Pare usted, pare usted.
Frenó don Lotario y el del casco
rojo se arrimó al coche por el lado que
estaba el guardia.
—No me ha podido cargar nadie. Un
motocarro que pasó sí se llevó la moto
al taller que dije.
—Bueno, pues suba usted —le dijo
Plinio.
El del casco pimiento era hombre
espigado, cincuentón, moreno, de gesto
inexpresivo y pocas palabras. Parecía
contemplar el paisaje y no mostraba
ganas de coloquio.
Plinio, que de vez en cuando le
echaba una ojeada por el retrovisor, le
preguntó de pronto, mientras con el
pañuelo se limpiaba el sudor adherido a
la gorra:
—¿Sabe usted de qué venimos?
—¿Es a mí?
—Sí.
—No, señor —respondió con
presteza.
—De ahí, de la Hormiga, de levantar
el cadáver de una señorita o señora.
—¿De qué ha muerto?
—No se sabe muy bien todavía.
Estaba metida en una bolsa de plástico
con las manos atadas atrás y señales de
haberla arrastrado boca abajo.
—¡Qué barbaridad!
Volvió el silencio. Plinio, al cabo de
un rato ofreció tabaco. Pero el del casco
dijo que él sólo fumaba en pipa. Y
sacándola empezó a atacarla con tabaco
rubio.
Cuando ambos humeaban, Plinio
volvió al interrogatorio.
—Usted no es de por estas tierras,
¿verdad?
—No, señor, yo soy del norte.
—Ya… ¿Y tiene usted por aquí
negocios?
—No, es que me gusta esta tierra y
paso temporadas.
—¿Y para en Tomelloso?
—Casi siempre. En la pensión
Ondarreta… ya que parece tan
interesado. Y otras veces en el Hogar
del Pescador, aquí en Ruidera.
—Qué es usted, ¿pescador?
—Pescador… cazador y que me
gusta esta tierra.
—Pues su tierra es muy hermosa.
—Sí… pero no me va.
—¿Y en qué trabaja, si se puede
saber?
—Viajante de comercio, pero por mi
cuenta.
—Ya.
Hasta llegar a la Alavesa no
volvieron a hablar.
—Me han dicho que a veces cazotea
usted por esta zona.
—No, señor. Nunca cazo sin
permiso. Me gusta tumbarme por el
monte, pero nada más.
—Pues dicen que usted caza.
—Pues han dicho mal… Además, yo
les he pedido a ustedes el favor de
traerme, pero no que me interroguen.
—Usted perdone; pero si acabamos
de descubrir el crimen de una
desconocida, usted es forastero que
frecuenta estos sitios y yo soy guardia,
lo natural es que le haga algunas
preguntas, ¿no cree?
—Sí, será natural, pero molesto.
Comprenderá que si yo hubiese hecho
algo no iba a ir aquí sentado al lado de
un guardia.
—Ya… pero usted comprenderá que
yo cumplo con mi deber.
—Comprendo… comprendo.
Como entraban en el pueblo, Plinio
volvió a preguntar:
—¿Le dejamos a usted en la
pensión?
—Me apearé mejor ahí, en el garaje
Cervantes o así, a ver qué tiene la
máquina.
—Es muy suyo este tío, ¿no te
parece, Manuel? —preguntó don Lotario
cuando lo hubieron dejado en el garaje.
—Estos vascos son así… según
dicen. Porque yo, la verdad, he tratado
pocos, por no decir ninguno.
Cuando llegaron al huerto los
recibió la Rocío muy sofocada por el
guisoteo de la carne.
—A punto vienen ustedes, que ya
aparté la sartén.
Al fondo, junto a la alberca, bajo los
árboles, estaban los comensales, muy
charlatanes y alujeros. Maleza, sin gorra
ni guerrera, echado en la hierba, fumaba
y bebía feliz.
—Así da gusto —le dijo el Jefe.
—Ya sabe que es mi invitao,
maestro —explicó la Rocío.
—¿Y el servicio?
—No padezca, Jefe, que ya lo he
arreglado por teléfono. Todo está en
orden.
—Anda con Dios, que eres más
fresco que una lechuga en el mes de
enero.
—Aparte de que en enero no hay
lechugas, Jefe, no se ponga usted así.
Que por un día que alterne con usted no
se va a quebrantar la jerarquía. Todos
tenemos derecho a la vida.
Braulio ofreció un taco de jamón a
los recién llegados y Antonio les sirvió
vino.
Llegó la Rocío, ayudada por
Santiaguito, con la sartenada de carne
frita.
Bajo un rincón del porche, dos gatos
devoraban lo que del corazón y los
bofes dejaron los dientes de Samuel el
Rojo.
—¿Se parece esa mujer a la Sabina?
—preguntó la Rocío.
—No, señora.
—Pero bueno, Manué, ¿es que esta
tierra se ha puesto de moda para la
criminalidad?
Plinio contó el caso entre bocado y
bocado.
A todos les impresionó el que la
muerta tuviera el rostro deshecho al
arrastrarla por el suelo.
Con los postres andaban, cuando en
la portada del huerto sonaron dos
aldabonazos estremecedores.
Estremecedores, más que por la
intensidad, por no sé qué trémolo y
precipitación agorera. Quedaron todos
con la navaja en suspenso o el porrón en
el aire.
—Vaya comidita —dijo la Rocío
como para tranquilizarse, a la vez que se
dirigía a abrir la portada.
Cuando iba a mitad de terreno,
volvieron a sonar otros dos aldabonazos
tan solemnes y dramáticos como los
anteriores.
Apenas abrió la Rocío el postigo,
casi se precipitó dentro un hombre muy
sofocado, con la camisa abierta, la
corbata floja y el gesto descolocado.
—Es Pepe Granados —dijo don
Lotario—. ¿Qué le pasará?
Sin cambiar palabras con la Rocío,
que venía tras él con gesto de sorpresa,
avanzó el llamado Granados, hombre de
gran empaque, traje de verano muy
señor, y el cabello rubio, aunque escaso.
Llegó hasta el corro, concretamente
hasta Plinio, y cuando estaba al alcance
de su palabra, ocurrió lo imprevisto: se
sentó —mejor dicho—, se dejó caer
sobre una de las sillas de enea que había
junto a la sartén y poniéndose con gran
furia las manos sobre la cara, empezó a
llorar con mucha energía y amargura.
Todos se miraron entre sí durante un
espacio, hasta que Plinio, dejando la
navaja y el pan, se acercó en silencio
hasta Granados, y poniéndole la mano en
el hombro le preguntó con cariño:
—Pero ¿qué pasa, don José?
Era un llanto sofocado y amargo.
Llanto de hombre caído, con toda el
alma en las lágrimas y el sollozo.
Aguardó un poco más y volvió al
consuelo:
—Venga, don José, tranquilícese.
A don José le surtieron efecto
aquellas nuevas palabras de Plinio,
porque el llanto remitió un poco y
agradecido puso su mano sobre la que el
guardia le tenía en el hombro. Aunque en
más piano, todavía sonlloró unos
segundos, hasta que entre sollozo y
sollozo, mientras se limpiaba las
lágrimas con el pañuelo, dijo:
—La han matado, Manuel, me la han
matado.
—¿A quién?
—A mi hija, Manuel, a mi hija. Tú
lo sabes, Manuel, tú lo sabes —dijo
alzando la cabeza al fin con los ojos
arrasados en lágrimas.
—Explíquese, explíquese, hombre
de Dios.
—¿No has visto el cadáver de una
chica junto a la Hormiga? Era ella, estoy
seguro que era ella.
Plinio hizo una cara de extrañeza y
miró a don Lotario, que también tenía el
gesto de quien se interroga a sí mismo.
—Pero bueno, ¿de dónde saca usted
que era su hija?
—Estaba en Madrid, ¿sabes?, hace
más de una semana… y como
llevábamos tres días sin noticias suyas,
llamamos hoy a casa de mi hermana,
donde estaba pasando estos días —
continuó mientras se enjugaba los ojos
—, y nos ha dicho, fíjate, que salió ayer
mañana… Ya puedes imaginarte. Iba a
tomar el coche, loco, para ir a buscarla,
cuando me han avisado de la Guardia
Civil que han encontrado abandonado el
coche de mi hija, allí por los atrases del
Santuario de la Virgen de las Viñas… Y
ahora, de vuelta de ver el coche, me
dicen lo del cadáver encontrado junto a
la Hormiga.
Y quedó mirando a Plinio
interrogante, con los ojos muy abiertos y
la boca apretada.
El Jefe, que mientras escuchaba se
pasaba la mano por el mentón como
reavivando sus recuerdos, dijo
finalmente:
—Don José, desde ahora me atrevo
a asegurarle que el cadáver encontrado
no es de su hija Rosa, por una razón muy
sencilla. Esa muerte de la Hormiga se
produjo hace muchos días… ¿Digo bien,
don Lotario?
—Dices bien, Manuel. Es un
cadáver descompuesto de hace por lo
menos una semana.
—Además su hija es rubia, y ésta es
morena… Con las manos delgadas, y
ésta varoniles… No, don José, no es.
—Ande, hombre de Dios —dijo la
Rocío—, y tome un traguito para
quitarse esa basca.
Don José, que tenía pecas en las
manos, al oír las palabras tan
convincentes del Jefe y de su adjunto, se
sintió animado a aceptar el porrón,
beber un largo trago, y limpiarse los
labios con el fino pañuelo que llevaba
en el bolsillo superior de la americana y
a preguntar al fin:
—¿Seguro?
—Seguro, Pepe —le confirmó el
albéitar.
—¿Y qué ha sido de mi hija,
entonces?
—¡Ah!, ése es otro cantar. Hace
unos días desapareció la Sabina
Rodrigo y ayer su hija. Ése debe ser el
camino. Por ahí sí que puede haber
comunidad de casos, pero el de la
muerte de la Hormiga me huele a
interferencia ajena. Casi estoy seguro de
que no me engaño.
—Dice bien, Manuel. Más hay que
ligarlo con el caso Sabina que con el
caso Hormiga —reafirmó el veterinario
muy convencido, como siempre solía
estarlo de las cosas que decía Manuel
González.
Como entre muerte y desaparición
hay un canal de esperanza, don José
cambió el diapasón y pareció más
sosegado.
—Si le parece a usted, tomamos el
postre y vamos a ver ese coche de su
hija y lo que en él hay.
—Muy bien, Manuel. Yo no he
querido moverlo hasta que tú lo veas.
—Ha hecho muy ricamente.
Acabó la comida de prisa y con tal
mala puñeta como había empezado.
Plinio y don Lotario se tomaron el
café en pie y marcharon con don José
Granados en el «Mercedes» que quedó
afuera con el chófer.
Don José, entre el guardia y el
veterinario, aunque tranquilo, iba muy
serio, sin decir palabra. Se enderezó la
corbata, abrochó el cuello y ofreció
cigarrillos rubios que no aceptaron los
justicias, que, como siempre, fumaron de
su «Caldo».
Como a quinientos metros del
santuario de la Virgen de las Viñas había
un «R-10» color verde oscuro. Plinio,
que descendió el primero, empezó a
calcular por dónde habrían llevado el
coche hasta allí. Y después de dar unas
cuantas vueltas, dijo a los otros:
—No hay duda que lo han traído
desde la carretera de Záncara, sin el
menor interés en disimular.
—La Guardia Civil lo vio a primera
hora de la mañana —dijo Granados.
Empezaron luego a examinar el
coche. Plinio les pidió que no tocaran
nada. Y lo dijo muy especialmente por
el mecánico de don José, que trasteaba
sin miramiento. Abrió con un pañuelo la
portezuela junto al volante.
—Tiene la llave del contacto puesta
—dijo Plinio.
Luego abrió el cenicero y miró con
atención las puntas de cigarro que allí
había.
—¿Su hija fuma negro o rubio?
—Rubio.
—Aquí hay ocho de rubio… con
carmín y dos de negro con boquilla.
Levantaron luego el capot por ver si
había maletas, pero estaba vacío.
—¿Traía su hija maletas?
—Traería varias porque fue de
compras.
En la guantera estaba la
documentación de Rosa Granados.
Plinio, luego de mirar bien y tocar
levemente con el pañuelo en la mano,
como los policías del cine, añadió:
—Hay que avisar a la comisaría de
Alcázar para que vean las huellas
digitales… Aunque, bien mirado —se
cortó—, sería mejor dejar el coche en
sitio seguro, donde nadie lo toque, que
tiempo habrá de hacer esa diligencia.
—Si quieres, Manuel, yo lo llevo
guiándolo con dos pañuelos, ya que
guantes no tengo —dijo don Lotario.
—Guantes tiene un servidor —dijo
el mecánico, que había quedado un poco
pospuesto.
—Pues déjaselos a don Lotario, que
él sabrá hacer esto con mucho tiento.
—Qué raro es todo esto —comentó
Granados—. Por estos terrenos nunca ha
ocurrido nada igual.
—Sí… muy raro, pero que muy raro.
—Estas cosas pasan en otros sitios.
¿Pero aquí, en Tomelloso? Tú, ¿qué
piensas?
—Ha pasado una nube malvada que
no sé dónde nos llevará. En fin, vamos a
trabajar, porque todo esto es tan gordo
que no podrá estar oculto mucho
tiempo… digo yo.
—Que Dios te oiga, Manuel.
—Bueno, ahora vamos para allá.
Usted, don Lotario, tira para la casa de
don José y allí veremos de dejar ese
coche a buen recaudo.
—Hay una cochera en que podremos
encerrarlo hasta que tú digas, Manuel.
Plinio oteó un poco más por los
alrededores y al no ver nada ni nadie
que le llamara la atención, dijo:
—Marchen… Pero vamos a parar un
poco en la gasolinera, por si vio alguien
pasar ayer a su hija Rosa.
Llegaron hasta la gasolinera que está
a la entrada del pueblo. Se bajó Plinio y
preguntó al hombre que estaba a su
cargo. Éste se rascó el colodrillo, a la
vez que se miraba la punta del pie, y
dijo al fin, como si se le abriera poco a
poco la ventana de la razón, que sí, que
«R-10» verde oscuro no había en el
pueblo más que aquél, y que fijo que la
vio pasar hacia el mediodía de ayer. Lo
que no sabía el hombre es si había
regresado por la noche en dirección
contraria como quería saber Plinio.
—Las dos mujeres que han
desaparecido —dijo Plinio ya otra vez
en el cochea— ha sido en pleno día y de
manera increíble. La Sabina, cuando iba
de casa de su abuela a la de sus padres,
y a pocos metros de ésta, según testigos.
Y su hija Rosa, a mediodía y subida en
su coche.
—Manuel, sabes lo que te digo —
respondió don José, otra vez con los
ojos llorosos—, que no me quedo
tranquilo hasta comprobar que esa chica
que han encontrado muerta no es mi
Rosa.
—Lo comprendo… Y para quitarse
el resquemor, si quiere, nos acercaremos
ahora mismo al Depósito de
Argamasilla.
—Sí, vamos —dijo con resolución.
Dieron instrucciones a don Lotario
para que marchase a la bodega de don
José, mientras ellos en un momento se
allegaron al cementerio de Argamasilla.
Por el camino no despegaba el pico
don José y de cuando en cuando
suspiraba con muchísimo sentir.
En la puerta del Camposanto
encontraron con gran sorpresa a la
Rocío, Braulio el filósofo, Antoñete,
Santiaguito y Maleza.
—No es cicata la bacinería de éstos,
ni ná. ¿Qué se les habrá perdío aquí? —
dijo el Jefe.
Y pasó ante ellos sin mirarlos ni
responder a Maleza, que le saludó
llevándose la mano a la gorra. Se dirigió
al forense, que también estaba allí:
—Perdón por la intromisión…
Y le explicó lo ocurrido a la hija de
don José. Uno de la secreta y el sargento
de la Guardia Civil les hicieron corro
hasta que acabó el cuento.
—Puede usted estar tranquilo,
Granados —dijo el forense—, le he
hecho la autopsia y esa mujer lleva
muerta seis u ocho días. Tiene
contusiones y hematomas. Posiblemente
la mataron a golpes y arrastraron
después. De todas formas, si usted
quiere, puede asomarse —le dijo
brindándole la entrada.
Don José entró muy decidido
seguido de Plinio y el médico.
Estaba sobre el mármol cubierta con
una manta. El forense tiró de ésta.
Apareció completamente desnuda, la
carne amarilla y las sajaduras de la
autopsia con podres.
Don José quedó mirándola con fijeza
y dijo en seguida:
—En efecto, no es. Pobre mujer.
Plinio se acercó mucho más y
empezó a mirarla con detenimiento. La
cara casi deshecha, como se dijo, la
cubría una espesa crencha negra. Algo
llamó la atención de Plinio. Se puso las
gafas y examinó el pelo con detalle.
Luego tocó la mata de cabello y llamó al
forense:
—Mire usted —señaló.
—Sí, ya me he dado cuenta. Es
grasa, grasa de coche.
Aunque el médico le había desatado
las manos, seguían unidas a la espalda.
—¿Esto son mordiscos? —preguntó
el guardia.
—Está perdida de mordiscos por
todos los lados —dijo el médico—,
pero no son profundos, no son asesinos.
Posiblemente fueron anteriores a la
paliza.
—¿No ha visto usted nada más que
le llame la atención?
—Alcohol en el estómago. Mucho
alcohol. Debía de estar borracha de
whisky cuando le ocurrió lo que fuera.
Parece un caso de sadismo.
Cuando salieron del depósito, Braulio el
filósofo, subido en una tumbilla de
infante, hablaba de esta manera a los que
con él estaban:
—En serio os digo que todo es así
de engañoso y transitivo, que todo nos
pasa por la cabeza y el corazón como el
río bajo los puentes, sin dejar otro rastro
que alguna rama entre los juncos y un
retronar sin bordes, que no se sabe
cuándo empezó ni cuándo ha de concluir.
»Que somos cedazo de figuras,
palabras y quehaceres, en cuya tela, al
final, sólo quedan las arrugas y canas
que nos fabricó el tiempo.
»Y en tocante a la muerte misma, una
de las causas principales por la que a
todos nos duele, es por el temor a que
nuestros convivos nos olviden; a que a
los pocos meses del viaje, nuestros
propios hijos tengan que entornar los
ojos y forzar la memoria para recordar
cómo era nuestra cara y nuestros
andares. Cómo nuestra voz y el ademán
que hacíamos para llevarnos la cuchara
a la boca. Tememos hasta que a nuestra
mujer, el que la tenga, le parezcan
sueños aquellas cabalgadas que durante
tantos años hicimos agarrándonos a sus
ijares… Porque el primero que se
olvida de todo es el que se muere. Se
olvida hasta de sí mismo; y apenas le
cede el párpado, ya no es capaz de
recordar si fue, dónde y cómo vivió, y
cuál fue el mal último que lo llevó al
garete.
»Y se olvida de los hijos que tiene
antes que éstos estrenen el luto; y de los
nietos que jugaron con sus canas; y de la
mujer que le hizo la puñeta hasta el
mismo zaguán de su tránsito…; y de los
dineros, si los tuvo; y de la almohada
donde clavó su último perfil. Leche.
—Le digo, Jefe, que vaya tardesita
—le comentó la Rocío en voz baja—:
primero el comeasaúras; luego, usted,
que se va a ver a la muerta de la
Hormiga; más tarde, el pobre don José
con su pena, otro luego este cementerio;
la muerta ésa que me ha vuelto el cuerpo
y ahora el sermón de la montaña de este
Braulio, que está medio mamao y me
tiene el corazón en un puño.
—Si no fueras tan relicencia no
sufrías.
—Si han sío éstos que me han
arrastrao.
Plinio, sin dejar responderle ni
perder su severidad, siguió mirando a
Braulio, que con los ojos como brasas y
la boina en el cogote, parecía un
anacoreta iluminado por la atención de
la concurrencia.
—… Y el que se muere, ná más
abrir la boca, se olvida de la justicia o
injusticia que fue su vida; y se queda con
la mismísima ignorancia que tuvo antes
de ser alumbrado… Por eso, creedme de
verdad, que no hay injusticia alguna en
olvidar a los muertos, porque ellos son
los delanteros en todo olvido. Y el
cementerio no es el huerto de los
olvidados, sino de los olvidadores.
Hasta el mismo don José Granados,
pese a su natural preocupación,
escuchaba aquel arrebatado discurso de
Braulio, que parecía hinchado de
sabiduría como pocas veces.
—Todavía nosotros nos esforzamos
en recordar a los que fueron, con
lápidas, cruces y epitafios, mientras
ellos yacen bajo la tosca haciéndonos un
corte de mangas eternal.
»Y caeréis en cuál será la alteza de
esta doctrina, si pensáis que la
verdadera compensación de que nos
traigan sin permiso a este valle de
lágrimas, es que después de una corta
biografía de gilipolleces, volvamos a la
misma umbría, también sin aviso,
quedándonos en pareja ignorancia y
limpieza de memoria a la que teníamos
antes de venir… Y pobres de los que
son recordados si volvieran a vivir: no
se reconocerían de lo puro deformes que
quedaron a través de charlas, libros y
esculturas.
»Y tú, Antonio López Torres, pintor
de este llano, escucha particularmente lo
que voy a decir ahora.
Antoñito, al oírse nombrar, se puso
un poco colorado, guiñó los ojos, y
apoyándose el codo derecho sobre la
mano izquierda, se llevó la diestra al
maxilar y se dispuso a escuchar.
—Lo bueno de haber sido, es que se
deja de ser totalmente para los demás y
para uno mismo. Y de verdad, de
verdad, que lo único que queda es lo
que escribieron, inventaron, pintaron y
esculturaron los mejores, los pocos
hombres que en pequeño, como Dios,
saben crear.
»Feroz desigualdad con el resto de
los mortales tienen los artistas. Por eso
los que bien escriben, inventan, pintan o
esculturan son poco apreciados, cuando
no proscritos y muertos por sus
conviventes. Que la mayor injusticia,
Antonio, te lo digo yo, no reside en que
unos sean pobres y otros ricos (que tanto
el hombre como la sociedad poco
duran), unos feos y otros hermosos (que
todas las carnes paran en la misma
caricatura), sino en que muy pocos seres
sean capaces de hacer cosas de verdad
imperecederas, mientras el mundo todo
y la mayoría numerosa, muramos con las
manos sobre el ombligo sin hacer nada
que sobrepase los siglos y honre a los
que vendrán… Ésa sí que es la gran
injusticia sin remedio…
Y según su costumbre, cortó en seco.
Quedó Braulio mirando unos segundos a
su boquiabierto concurso, hizo su
habitual gesto de amargura y despachó
al personal con un «He dicho, carajo».
Bajó el hombre de su piedra en un
silencio entre respetuoso y frío y quedó
escuchando a Antonio, que le hizo un
comentario en voz baja.
—¿Te parece bien que marchemos,
Manuel? —le dijo don José.
—Vamos.
Y partieron hacia la bodega a
recoger a don Lotario.
Plinio se encontraba con tal desazón y
desarreglo de cabeza por la acumulación
de sucesos en aquel día, que pretextando
urgencias, luego de dejar a don José en
su bodega y de prometerle mucha
diligencia en la investigación del caso
Rosa y naturalmente de despedirse de
don Lotario, que también estaba
excitadísimo, marchó a su casa.
Halló a su mujer e hija escuchando
la novela de la radio.
—Así da gusto vivir —les dijo nada
más entrar.
—Malas pulgas trae padre —
comentó la vieja a su hija. Y luego en
voz alta—: ¿Qué te pasa, hombre de
Dios?
—No me pasa nada. Voy a echarme
un rato.
Y sin añadir palabra se fue a su
cuarto. Plinio, entrañable padre y
entrañable esposo, quería a la manera
castellana, sin alujerías ni mimos, sin
cortesías ni finuras, con el ademán
recortado y la palabra seca, temeroso de
que le diera la luz en el corazón de puro
blando y caramelo.
—Pero, muchacho, espera que abra
la cama.
—Deja. Eso también lo sé hacer yo.
Plinio, en su fuero interior, se
lamentaba muchas veces de no haber
tenido un hijo.
Al vivir solo entre mujeres notaba
que le faltaba algo. Pero otras veces se
corregía, e incluso se lo dijo en alguna
ocasión a don Lotario, también padre de
hijas: «Si el hijo sale listo, calmo y
trabajador, es una bendición de Dios.
Pero si sale tuerto de entendederas o de
nervios, es el peor drama que puede
caerle a un padre. Las mujeres, en
cambio, aunque salgan gilipollas, se les
nota mucho menos. Porque no hay más
que dos clases de mujeres: las malas
malas y todas las demás —y añadía—:
En cambio, el catálogo de hombres es
infinito».
Cerró el pestillo, se quedó en
calzoncillos y camiseta y se tendió sobre
la cama sin más apertura. Cruzó las
manos sobre el estómago como si
estuviera de cuerpo presente y cerró los
ojos con alivio.
—Desde luego, es que tu padre, que por
lo demás es un santo, cuando tiene un
caso penoso entre manos, no hay quien
lo aguante.
—¡Ea, madre, qué va usted a hacer!
El pobre se preocupa mucho de todo lo
de su oficio.
—Aparte de eso, es que es rarillo.
Él tiene la cabeza hecha para cosas más
altas y como no es más que lo que es, se
arma unos barullos de miedo. Yo lo
conozco bien. A pesar de ese aire tan
pacífico que muestra, sus sesos siempre
están bullendo. Se calla mucho, pero no
está conforme con nadie. Por su gusto lo
reformaría todo. Como no puede,
explota aquí.
—Es muy listo padre.
—Más de lo que muchos creen. Y
cuando digo esto me acuerdo que decía
mi abuelo que los listos lo pasan en esta
vida mucho peor que los tontos. Los
tontos se conforman con todo. Los listos
casi con ná. Los tontos dicen viva la
gallina con su pepita. Y los listos se
muelen los sesos para ver la forma de
suprimir las pepitas… Yo quiero mucho
a padre, qué te voy a decir, pero me
hubiese gustado que no fuese tan listo.
Que hubiese sido hombre de pan llevar.
—Ea, madre, Dios lo ha dispuesto
así. Yo… claro que es otra cosa verlo
como hija que como mujer, lo prefiero
como es.
La madre suspiró y buscó en la radio
algo que le gustara.
«Desde luego, a la Rocío, así que la
sacas de la buñolería, no es nadie. Allí,
subida en su tarima, parece más alta.
Entre los churros, diciéndole cosas a
todo el que entra, es un personaje. La
sacas al aire, aunque sea en su mismo
huerto, y se queda chiquísima. Qué
cosas».
«La verdad es que me he venío a la
cama de puro cabreo. Que no me aclaro
con todo este tiberio de las Sabinas
robadas. Que no entiendo una jodía
palabra. Y de la muerta, menos».
«Lo del tío del casco rojo y la moto
se me ha metío entre ceja y ceja, pero
me huele que es terquería más que
ciencia… Siempre que no se me ocurre
nada echo mano de cosas fáciles. Porque
lleve un casco rojo, no es para ponerse
así».
«Lo que también tiene causa es lo de
la hermana Braulia, que dejó de ver a la
Sabina a los pocos metros de su
puerta… No te creas, que llamarse
Braulia igualico que mi compadre el
filósofo… que ha dicho cosas muy
buenas en el camposanto de
Argamasilla, ésta es la verdad. Yo no
estaba para reflexiones, pero ha
chaspado como don Melquíades
Álvarez, vaya si… Si en el mundo
hubiera justicia, Braulio y yo no
estaríamos donde estamos. Pero qué
quieres, en este país, cuando no se
tienen cuartos, tontos para toda la vida».
—Padre lo que tiene es mucho pesquis
para conocer a la gente —dijo la hija
levantando los ojos de la costura.
—Nunca lo sabrás tú bien. Así que
le echa a uno las pestañas encima, sabe
de qué pie cojea. Tiene para eso hocico
de lebrel. Cuando dice que uno es así o
asao, pues así o asao resulta.
—Yo lo quiero mucho, madre —dijo
con los ojos húmedos—, a pesar de que
es muy despegao.
—Los hombres, vamos, entiendo yo,
son siempre un poco despegaos… No
les cunde en este mundo si llevan el
corazón en la mano… Aquí no se puede
decir ajo a secas. Hay que decir ajo en
forma.
—¿Y por qué es así la vida, madre?
—Porque hay más tontos que feos,
como decía tu abuelo.
—Pero padre, cuando tiene que
decir las cosas, las dice.
—Claro que las dice. Pero sólo las
que no tiene más remedio.
«La Braulia, antes de heredar sus
vinotes de junto a Cinco Casas, fue
recobera. En silencio, pero recobera…
y bastantico puta. Siempre con dimes y
diretes. Intrigantona. Pero ¿para qué
quiere ella robar mozas…?».
«A la Sabina y a la Rosa la de don
José no las caso. No sé para qué pueden
quererlas juntas. No es que la Rosa no
esté buena, pero en comparación con la
Sabina… ná. La Rosa tiene las piernas
un poco tristes y el culo plano… Desde
luego, que el que sea o la que sea
demuestra un par de pelotas para robar a
dos mujeres en el centro del pueblo
como quien dice. Esto sí que no me cabe
en la cabeza por más que le busco
camino… Tendrán que ponerles un
aliguí muy atractivo y bien alto. La una
desapareció a la siesta y la otra al
mediodía. Toma del frasco. De
nocturnidad, nada… Tiene que ser
(¡coño, menos mal que se me ocurre
algo!) alguien que opera con una técnica
nueva y rápida como los de la televisión
u otro alguien que inspire mucha
confianza a la hora del abordaje. ¿La
Braulia? Nones. Todavía a la Sabina
puede acercársele con confianza, pero la
Rosita es una señorita muy
empingorotada que no da audiencia a
una vende virgos… Ni la Sabina
tampoco; qué narices. Es mujer
honrada… Sólo puede darle confianza a
la Rosita otro señorito como ella… y
desde luego la Sabina ante un señorito
se despepita».
Plinio, un poco más animado, prendió
un «Celta» de los que tenía siempre en
la mesilla.
La mujer se asomó en silencio por la
ventana que estaba entreabierta.
—Anda con Dios, echado sobre la
colcha —dijo al verlo despierto.
—¿Qué espiabas, cansina?
—Quería ver si dormías y
plancharte el uniforme.
—Bueno, te abro y hazlo
rápidamente, que me marcho al contao.
—¿Con eso salimos ahora?
Plinio salió en calzoncillos tras su
mujer.
—¡Pero hombre, espera un momento
que te lo planche!
—Tú anda y plancha, que voy a
resfrescarme un poco.
—Padre, debía usted comprarse
calzoncillos más cortos, ya no se llevan
así.
—¿Y cómo lo sabes tú, puñeto?
—En los escaparates que los veo.
¡Qué cosas tiene usted!
Plinio daba las últimas chupadas al
cigarro, descalzo y en calzoncillos,
dando paseos cortos por el patio.
—¿Has hablado ya con don Lotario
para que te compre el vino?
—Eso está hecho.
Se quitó la camiseta y ahocicándose
en la pila que había junto al pozo
empezó a chapotearse con fruición. Pasó
luego al cuarto, se peinó a gusto los
cuatro pelos, se lavó las manos y el
cuello con jabón, se cortó con las tijeras
los pelos de la nariz y volvió al patio.
—Chica.
—¿Qué, padre?
—Dame un cafetillo.
—Voy al contao. Ya teníamos el
agua a calentar.
—Aquí tienes el uniforme.
Plinio salió del cuarto muy
replanchao y lucido. Mientras le traían
el café, lió un cigarro de hoja, muy
pensativo, y de pronto, como si se le
ocurriera algo, echó para el teléfono.
—¿Está tu padre…? Que se ponga.
Haz el favor. Don Lotario, óigame.
Tengo un plan. Voy a llamar por teléfono
desde el Ayuntamiento al del casco rojo,
para hacerle unas preguntas. Cosa de
nada. El caso es sacarlo de la pensión
Ondarreta. Usted, mientras, va allí con
el pretexto de ver si tienen cama para un
amigo suyo. Echa usted un vistazo y se
entera un poco a ver qué gente es ésa de
la pensión que apenas conocemos.
¿Vale? Usted se sienta en la terraza del
Lovi y así que lo vea venir camino del
Ayuntamiento, se va a la pensión. Yo lo
retendré cosa de media hora. No, no
venga usted, yo me voy para allá dando
un paseo.
Plinio se tomó el café de pie, según
su costumbre, y se dispuso a salir.
—¿Vendrás a cenar?
—Claro.
—Luego veremos.
Y salió sin más.
—La siesta no le ha durado ni una
hora.
—Ni siesta ni ná. Se queda sólo un
rato hasta que se le ocurre algo.
—¿Y si no se le ocurre nada?
—Siempre se le ocurre.
Plinio, desde su despacho de la G. M.
T., preguntó a la pensión Ondarreta por
el huésped del casco rojo.
—Nos ha dicho que tardará un poco,
hasta que le acaben de arreglar la moto.
«Qué fino —comentó Plinio para sí
—, qué al tanto tiene a su patrona de lo
que hace y no hace».
Salió rápido al bar Lovi para ver a
don Lotario. Estaba atisbando desde la
puerta con el cigarro en la boca y el ala
del sombrero caída, como en plan
misterioso.
—Vámonos juntos a la pensión. El
del casco rojo no volverá hasta que no
le hayan arreglado la moto.
—¿Quién te lo ha dicho?
—La dueña.
—Bien informada la tiene.
—Ya he reparao en ello.
Subieron por la calle Alfonso XII
hasta tomar la de Toledo, en cuyo
comedio estaba la pensión.
Era casa nueva de dos plantas. En la
alta un mirador modesto. A la entrada,
en un cartel pequeñísimo, rezaba el
nombre de la pensión. Llamaron.
—Nunca vi una fonda de pueblo con
la puerta cerrada —dijo don Lotario.
—Ya.
Abrió con cierta cautela una chica
muy guapa, como de dieciocho años, que
se quedó un tanto sorprendida al ver el
uniforme de Plinio.
—¿A que tú eres la hija de la dueña
de la pensión? —dijo Plinio con aire
tranquilizador.
—Sí, señor. ¿Qué desean?
—¿Está tu madre?
—Sí, señor, pasen.
Apenas dejó paso vieron a la
señora, como de unos cuarenta años, con
costura entre manos, pero que avizoraba
con mucha atención cuanto en la puerta
pasaba.
—Usted perdone. Vengo a hacerle un
informe de pura rutina —le dijo Plinio
con afabilidad desacostumbrada.
Todo aquello, sin saber muy bien por
qué, le inspiró de pronto una extraña
ternura.
—Usted dirá —preguntó la mujer
cautelosa.
—Pero tomen asiento —rogó la hija,
confiada en el aire cordial del Jefe.
—¿Desde cuándo tiene usted esta
pensión?
—Hará unos seis meses. Me di de
alta con todas las de la ley —añadió la
mujer como quien se previene.
—¿Cuántos huéspedes tiene usted?
—Muy poquitos todavía.
—¿Estables?
—No, señor… estables no tenemos
Vamos, como no sea así algo muy
particular.
—Y ahora, ¿cuántos tiene
transeúntes?
—Ahora, lo que se dice ahora, uno
solo.
—¿Ese señor de la motocicleta?
—Sí… —dijo insegura.
—¿Cómo se llama?
—¿Quién?
—El huésped.
—Miguel Echevarría.
—¿A qué se dedica?
—Es viajante de comercio.
—Pero por aquí viene mucho, ¿no?
—Sí, señor. Parece que le gusta esta
tierra. Y cuando le quedan días libres o
está por esta zona viene a pescar por
Ruidera.
—¿De dónde es?
—Creo que de Zumárraga.
—¿Y usted?
—De Madrid.
—¿Y cómo se le ocurrió poner una
pensión en este pueblo de tan pocos
forasteros?
—Pues verá usted. Me quedé viuda
y no quise seguir en Madrid. Me daba no
sé qué. Además, allí hay muchos
peligros para la hija, tan joven. Toda mi
vida soñé con vivir en un pueblo. Mi
padre era de Alhambra y me tiraba esta
tierra. Me hablaron bien del Tomelloso,
como lugar tranquilo y con gentes de
buen natural, y aquí nos vinimos. Yo,
con la pensión que me quedó, puedo
vivir, ésa es la verdad. Esto de la casa
de huéspedes para gente de buen ver,
siempre es una ayudita.
—¿Hace mucho tiempo que viene
por aquí Miguel Echevarría?
—Pues sí, a poco de abrir la
pensión. Se la recomendó otro viajante
que suele parar aquí.
—¿Dónde reside habitualmente el
señor Echevarría?
—En Barcelona, creo.
—Muy bien —dijo Plinio pensativo
y como sin saber qué añadir.
—¿Y se puede saber qué pasa con
nuestro pupilo? —preguntó la señora
con cierta timidez.
—Nada de particular, señora. Ha
tenido una avería en la moto y lo hemos
traído hasta el pueblo… Yo, ya sabe
usted, como Jefe de la policía, debo
saber quién es quién en este pueblo.
—Pues si no es más que eso…
—Nada más, señora. Muchas
gracias y usted perdone.
Plinio y don Lotario fueron al Lovi a
tomar otro café.
—¿Que qué me dices, Manuel?
—Sabe usted que esa pensión me ha
gustado mucho. Qué señora más
simpática y qué hija tan guapa… Qué
tranquilidad y qué pocos huéspedes…
Vamos, que ahí no hay más huésped que
Miguel Echevarría.
—El del yelmo de Mambrino.
—Exacto.
—¿Y tú qué piensas?
—No sé muy bien, pero no me
extrañaría nada que hubiera por en
medio un lío de faldas… Espere usted
un momento.
Y dejando a don Lotario con el gesto
a medio hacer se fue para el teléfono.
—A este Manuel ya le ha dado el
telele. Su padre, qué hombre. Su cabeza
es un telégrafo —dijo don Lotario
hablando solo y gesticulando con gran
asombro del de la barra.
Lió un pito sin dejar de hacer visajes
y cuando estaba sacudiéndose el polvo
del tabaco que le quedaba en las palmas
de la mano, volvió Plinio con su aire de
perro aburrido.
—Le he dicho a Pepe el mecánico
—explicó— que se fijase bien en la
patente de la moto del Echevarría, de su
dirección y demás.
—Me parece bien.
—Si no hay caso, al menos
bacinearemos un poco.
Salieron a la plaza y nada más llegar
a la puerta del Ayuntamiento se les
acercó un número:
—Ha llamado don José Granados.
Que vaya usted, Jefe, a su casa, en
seguida que pueda.
Plinio y don Lotario se quedaron
mirando.
—Vamos, don Lotario.
La casa de don José era muy elegante,
con puerta de caoba y patio muy señor.
Una criada de uniforme los pasó hasta el
jardín. En torno a un cenador, entre la
hiedra, tomaba copas junto a su señora y
su cuñado Rafael.
Don Rafael, aunque debía de tener
casi ochenta años, era alto y todavía de
buen ver. Como un señorito de los años
veinte. Chaqueta blanca, pantalón gris,
un anillo gordo, pecas en las manos y la
cara larga y severa como la de un
cardenal veraneante. La señora de don
José, doña Gertrudis, sobre la butaca
tenía el desmayo de una palmera.
—Adelante, Manuel y compañía.
Sentaros aquí. Perdona que te haya
molestado, pero tengo una noticia.
—¿Qué es?
—¿Queréis tomar algo?… Me ha
dicho un escribiente de casa de mi
hermano, ese chico de Rosado,
pequeñito, que se llama Raimundo,
¿sabes quién te digo?…
—Sí, señor…
—… Que ayer, cuando salía de la
oficina, vio parado el coche de mi hija a
la entrada del Parque Viejo. Y alguien
que no conoció o que no pudo ver,
subido en otro coche, hablaba con ella.
—¿Qué clase de coche era?
—Dice que uno pequeño, pero que
no está seguro… Que hablaban en tono
amistoso y ella fumaba.
—¿A él no le vio la cara?
—No. Lo tapaba el coche de mi hija.
—Alguien más debió de verlos a
esas horas.
—Eso digo yo. Y por eso te llamé.
¿Qué hacemos?
Plinio se rascó la cabeza alzándose
un poco la gorra y sacó un «Caldo».
Empezó a liarlo con gesto de quien
piensa con desgana, y al fin dijo:
—Vamos a hacer una cosa.
Llamaremos a Raimundo para
reconstruir el hecho a la misma hora.
Así vemos quiénes son los habituales de
por allí. ¿Qué le parece?
—En principio muy bien, Manuel.
Se estaba muy rebién en el jardín de
don José. Bajo aquel cenador como una
cúpula de verdes y jazmines. Las hojas
de los árboles mostraban rodales
cobrizos y el agua de la fuente,
amarillenta por otras hojas nadadoras,
sonaba delgada y lejos. Tardes con
fuente que mana. Coronas de gorriones y
el coqueteo de las flores tardías
solapadas entre verduras. El aroma acre
de tantas maduraciones y vencimientos
de la naturaleza cuajaba la atmósfera. Y
la cola de la tarde se agarraba al suelo,
con garras sanguinas y resoles malvas. A
veces llegaba el quirio ronco de un
claxon, el petardeo de un motor o un
grito infantil. Pero volvía la calma del
agua y de los pájaros, de la última
sombra de las tejas o la mirada fría de
un gato enroscado a la vera de un
regatillo. Los cinco contertulios en aquel
segundo miraban al suelo, como si sus
párpados cansados también estuvieran a
punto de ser desprendidos por la
otoñada. Qué raro atardecer hubiese
sido el de aquellos ojos sin párpados.
Tenían las manos cruzadas sobre el
vientre o dormidas sobre los muslos.
Manos a las que la tarde longa daba un
tinte castaño. Sonaron los mimbres de
una butaca, movió las hojas del plátano
un pájaro alujero y la esposa de don
José, de pronto, empezó a llorar
sordamente. Granados hizo un gesto de
comprensión lamentosa.
—Por favor, Gertrudis —la consoló
su hermano quitándose de la boca el
cigarro con boquilla larga.
Todos esperaron a que la señora
desaguase su tristeza. En la congoja se
le caló el respiradero, y sus pechos,
todavía lúcidos, vibraron como palomas
mal sujetas. Sin destaparse los ojos con
una mano regordeta y pálida, sacó con la
otra el pañuelo y se sonó con presión
inesperada.
—Ya verás, Gertrudis, Manuel lo
arreglará todo —dijo Granados.
Ella movió la cabeza como diciendo
que su tristeza y susto ya no tenían
arreglo, y quedó con la frente apoyada
en una mano, mirando al suelo y de vez
en cuando pescándose lágrimas con el
pañuelo.
Plinio tuvo la sensación de que
durante el breve llanto de doña
Gertrudis había llegado la noche.
—¿Enciendo la luz, señora? —
preguntó una voz alejada.
—Todavía no, déjalo —dijo
Granados.
Al cuñado Rafael, con la huida del
sol, le quedó el rostro sin sombras y
parecía muy rejuvenecido. Él debía
notarlo, porque cruzó las piernas con
mucha energía y chupó del cigarro con
más delectación que antes. El cuñado
Rafael era solterón y veraneaba seis
meses entre San Sebastián y San Juan de
Luz con una amiga. Su historia amorosa
era una leyenda de fidelidad. Su primera
amante fue una tal Lola Solares, puta de
tronío cuando la Primera Guerra
Mundial, por nombre de batalla «la
Calurosa». Su segunda amante fue Lola
Solares, hija de «la Calurosa», por mal
nombre «la Chorritos». Se decía de ella
que jamás fue virgo porque la parió su
madre una noche al salir del Casino de
París. Consiguió el cuñado Rafael casar
a «la Chorritos» con un viejo de tropa,
pero con la guerra quedó viuda, y con
una hija, Lola Lara —ésta, claro, tuvo
padre conocido—, y según las malas
lenguas era la actual amante…
contemplativa, de don Rafael. Lola Lara
no tenía apodo conocido. Las tres Lolas,
menos a Tomelloso, acompañaban a
todas partes al cuñado Rafael, famoso
porque jamás trabajó en oficio,
profesión, pesca ni caza. Que su
exclusivo menester fue la delectación
del cuerpo, sin salir del tierno coro de
las Lolas… Su única venida, y breve, al
pueblo, era en aquellos últimos días de
agosto, tiempo oportuno para coger los
dineros de la siega y vender las uvas en
la misma viña para evitarse
complicaciones. Ya en septiembre
volaba otra vez para reanudar su
merecido descanso.
—Veremos a ver… Esto no puede
durar mucho —se oyó decir a Plinio,
aunque en el fondo no pensaba en ello.
Pensaba en la longitud de aquel día que
ahora acababa. Le parecía que la
llegada al huerto de la Rocío, la caninez
de Samuel el Rojo y demás negocios de
aquella jornada, habían ocurrido durante
muchos días. Desde un día muy pasado,
de su juventud o así. Y en su cabeza
mezclaba las imágenes de los pelos
negros de las piernas de la Sabina, los
dientes del Rojo devorando las
criadillas… Las criadillas no, las
asaduras del cordero. Y el equívoco le
hizo reír hacia dentro y recordar una
lejana anécdota doméstica. Dijo su
mujer: «No he podido traer criadillas
porque hoy sólo han matado corderas».
«Madre, pues haberlas traído de
cordera», dijo la hija de Plinio
inocente… La cara sin rasgos de la
hallada en la Hormiga, el talle delgado
de Rosita, la señoritinga que fumaba y
se iba sola a Madrid en coche… Y la faz
enajenada de Braulio echando su sermón
junto al cementerio de Argamasilla de
Alba… «Yo os digo que me importa un
carajo el olvido de propios y ajenos,
porque el que primero se olvida de todo
es el que se muere». Gran Braulio, coño,
gran Braulio. Por conocer hombres
como Braulio el filósofo merece la pena
vivir. Y por Antonio López Torres,
cuando mira el paisaje entornando los
ojos y tocándose el mentón. Antonio,
hermano, el pintor del aire, ingeniero de
pájaros y perito en piares.
Cinco minutos después, Plinio no
habría sabido explicar cómo se deshizo
la tertulia. Más estuvo en sus cosas que
en el ceremonial.
Sólo recordaba, por imperativo del
oficio, que habían quedado en juntarse, a
la una del día siguiente, a la entrada del
Parque Viejo, para reconstruir el
encuentro de Raimundo Rosado con la
hija de don José y el hombre
desconocido.
Se pararon don Lotario y él en la
puerta del Ayuntamiento, sin saber muy
bien qué partido tomar, cuando llegó
Pepe el mecánico y le entregó un papel
con las señas del hombre del yelmo,
como le llamaba don Lotario. «Miguel
Echevarría Martínez. Viajante de
Comercio, Plaza del Palacio, 58.
Barcelona».
—Sabe usted en lo que estoy
pensando, don Lotario —le dijo cuando
marchó el mecánico—. Que la dueña de
la pensión es madrileña y, sin embargo,
le ha puesto al establecimiento un
nombre vasco como el del yelmo, que es
de Zumárraga.
Don Lotario encogió los hombros:
—Hombre —se aclaró—, por las
pensiones pasan vascos y cordobeses.
Mi sobrino vivía en Madrid en la
pensión Leontina y los dueños son de
Honrubia y no de León.
—Pero Leontina no quiere decir de
León. De León sería leonesa y una
leontina es una joya, señor veterinario
—dijo Plinio un poco picado.
—Coño, Manuel, pues llevas razón.
Los estudiantes que allí paraban solían
decir: «No es igual la pensión Leontina,
que el león no atina con la pensión»… y
claro, se me ha trucado el toponímico.
—¿El topo… qué?
Don Lotario se llenó de gozo al ver
lo fácil que le había salido el contratiro:
—… El toponímico, señor Jefe,
quiere decir nombre de pueblo o de
lugar.
—Toponímico… toponímico —
repetía Plinio—, todos los días aprende
uno algo.
—A la orden, Jefe —saludó Maleza,
que llegaba en aquel momento muy
afeitado y compuesto.
—Hola, Maleza… Hombre, ¿a que
no sabe qué quiere decir toponímico?
—Sí, Jefe, Tomelloso es un
toponímico.
Plinio tuvo que encoger la nariz y
limpiarse la ceniza del cigarro caída
sobre su uniforme, para no darse por
enterado de la cara de guasa de don
Lotario.
—Eso ahora se dice mucho, Jefe —
siguió Maleza en plan de profe y sin
comprender la situación—, toponico… y
que te fagoricen.
—Gracias por la información y
buena guardia, Maleza.
—Pues yo creo, Manuel, que debes
preguntarle a la señora de la pensión por
qué le puso Ondarreta.
Y de pronto empezaron los dos a reír
como niños por el trance recién
acabado.
—En fin, vámonos a cenar. Y
mañana a las ocho si le parece nos
damos un garbeo por las viñas de la
Braulia, junto a Cinco Casas, a ver qué
tortas se cuecen allí… Ah, y antes que
se me olvide voy a decir que telegrafíen
a Barcelona para informarnos de quién
es este Miguel Echevarría.
A las ocho de la mañana o un poco
después, desayunaron en el bar Juanito,
por variar y porque Plinio tenía muy
presente todavía la «pequeñez» de la
Rocío. Tiraron para Cinco Casas. Don
Lotario echó por si acaso los gemelos
de campaña. Sepa Dios lo que el
veterinario habría imaginado que iba a
ver por las Moyas y parajes vecinos.
Por la carretera llana de
Argamasilla iba el «Seiscientos» suave
como una seda. Hacia las nueve se
hallaron perdidos. No atinaban con la
finquilla de la Braulia. Pararon y se
acercaron hasta un hombre que había en
la puerta de un bombo atacándose los
pantalones.
—Bien pasá la estación. Como a
media legua. A la mano derecha. Es una
casa pequeña con pocos árboles y pozo.
Se ve en seguida.
Al pasar por el pueblo de Cinco
Casas —que ahora debe tener veinte—
don Lotario empezó a cantar:
Cinco Casas, Cinco Casas,
tierra de amor y alegría.
Tus mujeres son de fuego
con gracia de Andalucía.
—¿Te acuerdas, Manuel, de ese
cantar?
—No he de acordarme. Ése es el
pasodoble que compuso Manolito
Arriera, el hijo de don Gregorio, el
poeta.
—Qué imaginación tenía el tío.
—Ya lo creo.
Cruzaron el paso a nivel y
continuaron con poca marcha, hasta ver
la casa de los árboles que le dijo el del
bombo.
—Pare por aquí para que lleguemos
con cautela.
Don Lotario sonrió, porque a Plinio,
siempre que iban de servicio a las casas
de campo, le gustaba llegar camuflado.
Pasico avanzaron por la trasera de la
casa, que de verdad era cuartillejo,
aunque muy enjalbegado. El veterinario
llevaba los gemelos en bandolera.
—¿No oye usted voces?
—Sí que las oigo, sí.
Y se caló los gemelos.
—Deben de estar muy a la otra
parte, no se ve nada.
Avanzaron hasta apostarse entre los
árboles que rodeaban la casa. Las voces
eran muy recias. Un hombre con azadón
al hombro y pañuelo de hierbas a la
cabeza, increpaba a una mujer que debía
de estar dentro de la casa y que por la
voz sacaron que era la Braulia. El
hombre estaba fijo, mirando hacia la
casa y voceaba congestionado y
sudoroso. La otra le replicaba con gritos
histéricos:
—Ceporro, carajolero, cachote.
Meapilas, vicemarica, mamón… —le
decía ella.
—Holgona, que eres una holgona.
Repiputera. Hija de caballo blanco.
—Lumbrera de ocios, culo en
subasta… ¡Jocoleches!
—Coño rejalcar, que eres coño
rejalcar. Zorra cimera.
—Maricón perpetuo,
grandirregüeldo, perro ronco —
contraatacaba la Braulia con mayor
saña.
—Catacatres, pupaculo,
verbileches… que no eres más que una
verbileches.
—¿Y tú? Resquiciero, topanalgas,
robaligas, hijo de cabrón maestro…
Lamerón.
—Anda que tú, estuche de males,
cazapililas, coñoalhóndiga, que eres un
coñoalhóndiga.
—Anda ya de ahí, mealeches,
amortajero, pichiflauta, hijo de gato
montés, cuerno sin fin.
El hombre del azadón, que había ido
perdiendo fuerza, le volvió la espalda
después de escupir hacia la casa, y echó
a andar hacia el sitio donde los de la
justicia municipal estaban apostados.
—Anda y que te maten —continuaba
la andriaga—, pedolobero, ronca
truenos. Hijo de feriante.
—¡Hurré!, ahí, putón, corre, ve y
toca.
—¡Hurré!, tú, pies de escarbaera,
rompetinajas… Propincuero.
Cuando el hombre del azadón llegó a
la altura de Plinio, venía con una cara
casi sonriente en contra de lo que podía
esperarse después de aquel cambio de
lavazas.
Para no asustarlo, el guardia le
chistó discretamente.
Al principio el azahonero no dio de
dónde venía el siseo, pero cuando el
Jefe se destapó del árbol, se quedó
perplejo.
—No te asustes, buenos días.
—Hombre, Plinio —dijo el hombre,
que era de Tomelloso, más que
cuarentón y con las narices muy bajas.
—Siéntate aquí, Catalino, y no hagas
alusiones.
Apartándolo un poco se sentaron y
lo sentaron tras una pedriza que había a
la par de los árboles.
—¿Qué follón traíais ahí? ¿Qué
pasa? ¿Con quién reñías? —le preguntó
Plinio haciéndose el inocente.
—¿Que con quién? Con la puta vieja
de la Braulia. La Mirla, por mal
nombre. Con esa cosevirgos de la
puñeta, que no me deja beber agua del
pozo. Y por éstas se lo juro, y así ya lo
sabe, puesto que es de la justicia, que el
primer día que tenga coyuntura le echo
en el pozo una mula muerta para que le
pierda el agua.
—¿Y por una poca agua armas esa
batalla?
—Siempre, de toda la vida de Dios,
las gentes de estos linderos bebíamos el
agua de ese pozo. Desde mil años antes
de que estas cepas fueran de la Mirla. Y
ella, las cosas como son, siempre
transigió, pero desde unos meses a esta
parte, cada vez que nos ve llegar al
zaque, arma la de Dios. Y además le ha
puesto un candao más gordo que mi
gobanilla. Pero palabra, Jefe, que esto
no concluye así. Por aquí no hay más
pozo que ése y todos tenemos un
derecho a no morirnos bascando.
—¿Y por qué crees tú que le ha dado
por impedir el pozo a estas alturas?
—Deben de ser manías de vieja o
vaya usted a saber.
Le dieron un pito y buenas palabras al
Catalino y marchó hacia su haza con la
herramienta al hombro. Cuando lo
perdieron de vista, desplegaron hacia la
casa de la Mirla.
La mujer estaba sentada en la puerta
de su cuartillejo cosiendo unas sábanas.
Al ver a los legales se incorporó rauda y
cerró con dos vueltas de llave la puerta
de la casa. Después de hacerlo se le
notaba en la cara que estaba repisa por
tan poca simulación.
—Buenos días, Braulia —saludó el
Jefe con mucha severidad.
—Buenas —contestó insegura.
—Venimos a ver tu casa —anunció
sin ambages.
—¿Mi casa?
—Claro, mujer. Tengo el capricho
de verla.
—Traerás un papel del juez.
—Mucho sabes tú, Mirla.
—Lo que hay que saber para vivir,
en estos tiempos.
—Pues no traigo papel del juez,
Mirla, como tú dices, pero como eres
una mujer muy amable, muy relimpia y
no tienes nada que ocultar, nos vas a
enseñar la casa sin más palique.
—Pues lo siento mucho, pero no
puede ser. No es legal.
—Yo soy más justo que la ley,
Mirla. Anda, abre.
—He dicho que no, Jefe. Lo siento
muchísimo, pero sin el papel del juez, ni
hablar.
—Mira, Braulia, no te pongas tonta,
que con esas formalidades no vas a
hacer más que retrasar la cosa una hora
lo más. Porque te cojo en el coche, nos
vamos al pueblo, le pido al juez el
mandamiento, que me lo va a dar al
contao, y en seguida estamos de vuelta
con todas las de la ley. Así es que anda,
abre.
—¿Pero qué te crees que hay dentro?
—preguntó más amainada.
—Nada de particular. Un cuartillejo.
Pero a mí ya sabes que me gustan mucho
las casas en el campo.
—¿Es que una no va a poder estar
tranquila en ninguna parte? ¡Pues sí que
hemos llegado a un extremo, vamos!
—Venga la llave, paloma, que
tenemos prisa.
—Manuel, esto no te lo perdono, es
una injusticia.
—¡Que abras te digo! —le gritó
Plinio con cara feroche.
Y la Mirla, con los peores modales
del mundo, abrió la puerta de par en par.
Entraron los de la justicia y ella
zaguera. Se encontraron primeramente
con una cocina, como es costumbre,
pero muy bien enjalbegada, con
alfombra de esparto nueva, un bargueño,
flores en un jarro, periódicos y revistas
de ésas de Soraya sobre una silla de
estilo castellano comprada en una
tienda. Luego dos alcobas, también muy
limpias, con colchas del Bonillo,
perchas y bidé móvil. Miraron todos los
rincones y chineros y sólo encontraron
aperitivos en lata, vino, botellas de
whisky, algunas viandas y un transistor.
Plinio y don Lotario quedaron
mirando a la Mirla, con aire acusatorio.
Ella desvió los ojos.
—¡Cómo han progresado los
cuartillejos, con whisky, lavabete de
culos y de tó lo del mundo! —comentó
al fin Plinio pasándose la mano por la
barba.
—No hay ropas de hombre ni de
mujer —dijo el veterinario.
—Ca, se las llevan puestas.
Liaron un «Caldo» y volvieron a la
puerta.
Braulia la Mirla, como quien no
hace nada, tornó a hacer como que
cosía.
—¿Por dónde entran los coches
hasta aquí, Braulia? —preguntó Plinio.
—… Por un caminillo que viene más
allá, desde la carretera… Cada una se
gana la vida como puede —siguió sin
levantar los ojos del trapo—, con estas
pocas cepas yo no tengo para comer.
—Tú siempre te la has ganado así
pizca más o menos.
—Cada uno a lo suyo.
—Tú lo has dicho.
—Y yo, al fin y al cabo, lo hago aquí
donde sólo pueden llegar los señoritos
hechos y derechos y con coche… y no
como otras que lo hacen en el mismo
pueblo, a la vista de todo el mundo.
¿Qué me dices de la Olga, de las
Pichelas y la Leónidas?
—No, si tú eres una moralista.
—Ya me puedes denunciar si
quieres. Si me muero de hambre, ¿a ti
qué?
—¿Y qué mujeres llegan hasta aquí?
—Ah, yo no me entero ni me
importa. Ellos las traen y yo a lo mío.
Sirvo y cobro… Yo no me fijo en ellas.
—¿Y en ellos?
—Eso ya es otra cosa. Con ellos
cierro el trato y me dan el aviso.
—Muy bien. Mira, Braulia —le dijo
poniéndole la mano sobre la cabeza para
que lo mirase fijamente—, yo no te voy
a denunciar si tú te portas bien conmigo.
—¿Yo? ¿Es que me vas a traer algún
apaño?
—Lo que quiero que me digas de
momento es dónde viste por última vez a
la Sabina Rodrigo.
—¿A la Sabina? —preguntó con
extrañeza, y se levantó de la silla para
escapar de la tenaza del guardia—. Yo
la vi por donde te dije, pizca más o
menos. ¿O es que te crees que la Sabina
es de las que vienen por aquí?
—No me creo eso, conozco a esa
muchacha. Lo que quiero, entiéndeme
bien, es que me digas dónde viste a la
Sabina.
—Donde te he dicho, Manuel, donde
te he dicho, y ni con el papel del juez
puedo decir más de esa mujer… Porque
no lo sé. Palabra.
—Muy bien, Braulia. Te voy a dejar
tres días… para que hagas memoria y si
no la haces, no tendré más remedio que
denunciar tu comercio.
Plinio y don Lotario, sin añadir
palabra, se fueron hacia el coche para
llegar al pueblo con tiempo suficiente de
reconstruir la parada de Rosita con el
amigo desconocido.
Entre Cinco Casas y Tomelloso,
llanura. Tierras a nivel. Ni alcores ni
montañuelas. Si acaso alguna pedriza.
Bombos. Pámpanos abarquillados.
Barbecheras de color ético. Sol a
plomo. Campo sin placeres.
Desde que se acabaron los carros y
las mulas, desde que labriegan las
máquinas, aquellas llanuras se han
quedado solas como plazas de toros en
lunes. Han vuelto a ser el desierto de
antaño. Leguas y leguas sin arado,
mulas, carro, perro ni oveja. Campos sin
solar ni población. Solar del sol y de la
luna. La gañanía ya duerme en el pueblo.
No hay asnos camineros, ni carros con
el carrero dormido. Los viñeros ya no
echan pitos en las lindes, en el desagüe
del surco. Los segadores, no liberados
por la justicia social, sino por la
máquina, acabaron gracias a Dios… Te
ganarás el pan con el sudor del segador.
Ya no hay de eso. Encadenan muchos
días con muchas noches sin verse
sombra de hombre en los barbechos. Ya
no se ven caporales con los calzones
bajados entre las cardenchas. Las visitas
al campo son ahora como las de los
médicos. Rápidas y caras. Entre un
amanecer y mediodía una cosechadora
pela a cero docenas de fanegas de mies
rubia. Las gentes del agro ya se
acuartelan en el pueblo. Casi diez mil
personas de estos contornos marcharon a
las grandes ciudades o al extranjero. Las
genealogías seculares de Villenas, hijos
de Villenas y nietos de Villenas; de
Torres y Madrigales, biznietos de Torres
y tataranietos de Torres y Madrigales, se
están quebrando por Valencia, por
Madrid y por Alemania. Las hijas y
nietas despachan en cafeterías, trabajan
en fábricas de Frankfurt y se casan a la
internacional. Se jorobó la limpieza de
sangre. Ha llegado la hora de casarse
con los «herejes» extranjeros. Las
máquinas han sido más justas y
hermanadoras que los propios hombres.
Los campos desoladores, solos.
Llegar, quitarles el fruto y a la sombra,
que salen pecas. Los pájaros planean
más libres sin ligas ni escopetas. La
solanera para los bañistas. Aquella
alegría de los campos antiguos con tanto
ir y venir, con tanta voz y tanta piel de
tierra, pasó a la historia de los
cancioneros. Otra vez los surcos y el
cielo mano a mano. De vez en cuando un
tractor solitario entre la berra. El
tractorero escucha un transistor y en vez
de seguidillas aprende las canciones del
Festival de Eurovisión. Todo el mundo
es de Dios. Las fronteras de la cabeza y
de la geografía, las alambradas
nacionales las va derrumbando el
carajo, a Dios gracias. Los últimos
nacionalistas del mundo se mueren
añorando un pintoresquismo miserable.
Los orgullos de raza y de pueblo han
pasado como una broma funesta…
Hermano francés, hermano inglés,
hermano alemán, hermano luterano,
hermano anabaptista, hermano de
Jehová, salve. Se vaciaron los campos
para irse a dar la mano a los que viven y
sienten al otro lado de este mapa. Entre
Cinco Casas y Tomelloso otra vez el
silencio de Dios.
Antes de llegar a Argamasilla,
recién pasadas las Moyas, encontraron
un viejo camión averiado apartado en
una cuneta. Y sobre la carrocería, un
caballo gris. Dos hombres miraban y
remiraban el carruaje con cara de pocas
esperanzas. Don Lotario frenó por si
podía ayudar.
—Atiza, si es el caballo de Áureo
—dijo mirando con ternura al animal
aburrido.
—Pocos deben de quedar ya en el
pueblo.
—Que yo sepa éste es el último.
—Y seguramente se lo llevarán al
matadero… o a los toros.
—Todavía está de buen ver para
echarlo a picadores.
Preguntaron a los del camión si
podían ayudarles en algo. Pidieron que
por favor llevaran a uno de ellos hasta
el garaje de Argamasilla de Alba, para
avisar a un mecánico.
El caballo gris quedó sobre la
carrocería mirando a uno y otro lado con
desgana. Debía de importarle todo muy
poco. Después del amo Áureo, que lo
cuidó como a un príncipe, que lo tuvo
por su mejor amigo y con él se
desahogaba de sus pesares, nada mejor
podía venirle. Áureo solía echarles
grandes discursos a sus caballos.
Discursos sobre política, moral y
convivencia. Y fue tan leal al gris, por
nombre Floridor, que cuando por sus
achaques tuvo que deshacerse de la
cuadra, tílburi, tartana y cesto, se quedó
con él para que no saliese de su casa
hasta después de su entierro.
Áureo fue hombre que en su larga
vida sólo se llevó bien con los caballos.
Con los humanos siempre andaba un
poco escorzado. En negocios y relación
hizo lo que no había más remedio, pero
los caballos fueron sus hermanos y
tertulia, su senado y gobierno, su
cabildo y concejo, su coro y su corro,
sus hijos y compadres. En la prima
mañana de los veranos, apenas el sol
asomaba la ceja, con el puro en la boca
y mirando un poco hacia el cielo como
él solía —que también le llamaban
«miracielos»—, salía raudo con su
tílburi y el caballo de turno a cansar los
vientos. En invierno paseaba en tartana,
bien rebozadas las piernas con una
manta y siempre el puro en la boca.
A los anocheceres cruzaba la plaza
como un auriga romano, sobre su cesto,
despreciando automóviles y motos. De
joven también era jinete cobertero y casi
despótico. Se le veía trotar con el puro
en la boca y mirando a los cielos como
si no quisiera perder de vista el humo de
su tabaco. Fue el último centauro del
pueblo. Su suspiro postrero fue para
aquel Floridor que llevaba semanas
arrumbado en la cuadra, sin los
discursos y azucarillos del amo Áureo.
En los claros de la agonía oía el cocear
del caballo impaciente y dicen que
decía: «Espera, Floridor, que ya nos
vamos».
Cuando iba a caballo no saludaba a
nadie. Estaba en su trono. Por no sé qué
paso atrás de su naturaleza, no era
hombre sino a horcajadas de una bestia.
A veces hacía exhibiciones triunfales. Y
sacaba sus seis caballos —que hasta
seis llegó a tener— enganchados en un
landó de tronco. Vestido de pana rojiza,
con gorra de visera y el puro enhiesto,
surcaba las carreteras en una borrachera
de galopes y trallazos al aire. Al verlo
avanzar entre el polvo, los autos se
aparcaban junto a la cuneta, porque
Áureo, como un emperador cargado de
triunfos, no reparaba en obstáculos.
Odiaba los motores y las bicicletas.
Cuando veía alguna junto a una acera y
sola, le arrimaba el carruaje a toda
marcha para tirarla con el cubo de la
rueda y hacerla una chatarra. Verlo con
doce riendas en la mano, a todo galope
por el camino del Salto, era espectáculo
que enloquecía a todos los chicos del
pueblo.
Una vez que estuvo malo el caballo
gris, dormía con él en la cuadra, bajo la
misma manta y abrazado a su cuello para
darle calor. Decía entender el lenguaje
equino y aseguraba que la vida de un
jaco valía por la de cien hombres. A las
yeguas las trataba con galantería
tiernísima. Y según don Lotario, que fue
su veterinario, les daba de comer flores
y bombones como un enamorado.
En verano, acampaba unos días a las
lagunas de Villafranca, para bañar los
jacos a gusto. Y apenas les notaba refrío
o dolor, obligaba a don Lotario a
pasarse horas en vela junto a sus bestias
como si fueran criaturas. De
farmacopeas equinas sabía más que
nadie. Y un día que fue preciso matar a
un caballo cojo, él mismo lo punzó para
que se sangrara dulcemente mientras le
daba azucarillos y palabras de ánimo.
Hasta llegar al pueblo, Plinio y don
Lotario hicieron su planto a aquel último
caballo de la ciudad. Y recordaron sus
años niños, cuando por todas las calles
y caminos pasaban caballos. Los
percherones que llevaban las cubas de
vino a la estación. Los caballos villanos
de los panaderos y vendedores de
gaseosa. Las yeguas tartaneras de los
labradores con acomodo. Los caballos
mejores de los señoritos, que paseaban
a la caída de la tarde con botas
lustrosas, espuelas de plata y mucho
corveteo. Los caballos burocráticos que
tiraban de las berlinas de los médicos.
Los caballones gigantes de la Guardia
Civil, cargados de cueros, sable, fusiles
y gualdrapas con escudo y castillo los
días de gala. Los ponys de los niños
señoritos que saltaban por las huertas y
montes próximos al pueblo. Los
caballos viejos de la diligencia de Paco
«el del coche», que iba a la estación,
con aquellos collarones de cascabeles,
que aceleraban un momentico, cuando el
auriga Paco les largaba la tralla sobre el
pico de las orejas. Y los caballos de los
coches fúnebres, con su paso de marcha
solemne, un tanto vestidos de cura con
aquellos plumeros y telas moradas.
Caballos clericales que olían a incienso
y relinchaban en latín.
Los funerarios y los de los médicos
fueron los penúltimos caballos del
pueblo. Y el penúltimo de verdad, el de
don Juan Antonio Olmedo, el médico
tranquilo. Y los dos de la justicia se
rieron recordando cuando Anastasio el
Pimpla, un día que llovía mucho, y que
el cochero de don Juan Antonio estaba
liado en su impermeable, sin ganas de
verse, esperando al doctor, el Pimpla,
rápido como la vista, se metió en la
berlina y le dijo al cochero por la
trampilla con voz apagada:
—A la calle de Pedrero, 89.
Y el hombre, sin mayor
discriminación, arreó el caballo. Y
cuando llegaron, el Pimpla se bajó y
arrimándose al pescante dijo:
—Gracias, hombre, por haberme
traído. Y ahora vuelve a la puerta de
Soubriet que estará esperando el
médico.
Y cuando volvió el cochero,
echando leches, halló al pobre don Juan
Antonio en el poyete meditando qué
habría sido de su berlina amarilla.
Qué cosas, Señor. Qué caballos
hubo siempre. Desde los preshistóricos.
Tantos siglos y siglos y ahora, mira. Que
estos bichos, que durante miles y miles
de años aguantaron sobre su lomo los
culetazos de miles de millones de
hombres, en ná de tiempo se han ido a
las cuadras de la nada, dejando los
caminos y carreteras pasto de los coches
y camiones. Don Lotario pensaba en los
miles de caballos que trató en su larga
vida profesional. Y los veía en tropel,
saliendo de la tierra y echando su galope
final sobre la raya del horizonte…
Todavía bajo los terrones se pudrían
miles de esqueletos de caballos ya sin
montura, ni muesca del bocado, ni
cicatrices de las espuelas,
alimentándose de raíces de perejiles.
Aquél era un día histórico para
Tomelloso. Salía de su término el último
caballo, Floridor. Y no salía por su pie,
sino montado sobre un motor. Se acabó
la raza. Las monturas se pudrían en los
desvanes como en el de Natalio Torres,
cual galápagos disecados… Y en
algunas cocheras de automóviles, antes
de tartanas y berlinas, todavía quedaban
reliquias invendibles: cabezales,
colleras, pretales, tiros y bridas que
fueron de lujo. Don Lotario guiaba
melancólico. Su último caballo cliente
emigraba. Ganas le daban de parar y
tirar su recetario a la cuneta… En el
futuro, para ver a los caballos habría
que ir a la casa de las fieras. Tal vez eso
sería lo mejor. Pero el corazón de un
hombre también es importante, y al de
don Lotario acababan de sacarle su
arteria maestra… Y recordaba sus
noches jóvenes, cuando desde la cama
oía el paso duro de los caballos sobre el
empedrado, su cocear en la cuadra, el
relincho lejano y desvelado y veía las
huellas de las herraduras sobre el polvo
del camino, las cajonadas entre los
guijarros de la calle del pueblo y la
figura de un jinete solo ante la puesta del
sol.
—El mundo ha cambiado —dijo en
voz alta sin darse cuenta.
—¿Qué? —preguntó Plinio, que iba
plegado en sus cavilaciones.
—Nada, Manuel, cosas mías.
El día estaba entre nubes. Nubes
mengajo, pero que a cada nada
bigoteaban el sol. Cuando llegaron a la
plaza del pueblo todavía no era
mediodía. Se arregostaron a refrescar en
el bar Alhambra. La gente entraba y
salía, hablaba de sus pequeñas cosas.
Barruntando ferias y vendimia. En un
corro grande que cercaba un velador se
hablaba de las mujeres raptadas, pero
callaron al ver a los que entraban.
Plinio se hizo el desentendido. Todo el
pueblo estaba obsesionado con aquellos
misterios. El Jefe, cuando andaba con un
caso complicado y todavía por resolver,
se sentía intimidado ante la gente. Le
molestaban las miradas y preguntas.
Pensaba sobre todo, dada la baja
condición humana, en cómo se frotarían
las manos algunos, si no llegaba a buen
fin. Hasta la fecha no había tenido
fracasos espectaculares y no pensaba
que por su mucho talento, sino porque
—él lo decía— los casos de pueblo
siempre resultan elementales. Por todas
estas cosas, él y don Lotario bebieron en
silencio, sin ligar conversación ni casi
mirar a nadie. Apenas liaron los
cigarros marcharon hacia el
Ayuntamiento por si había alguna
novedad.
Sólo había un telegrama de Alcázar:
«Miguel Echevarría. Procedente de
Bilbao, avecindado en Barcelona,
aunque sin domicilio conocido.
Comisionista sin sueldo fijo en la casa
“Tejidos López Díaz”».
Plinio pensó un poco y luego de
enseñarle el telegrama a don Lotario
dijo que pidieran información a Bilbao.
Y cuando ya estaba en la puerta del
Ayuntamiento volvió a su despacho y dio
órdenes al cabo para que se enterase del
nombre completo de la dueña de la
pensión Ondarreta y pidiese información
a Madrid.
Era casi la una y tomaron el coche
para acudir a la cita con don José y
Raimundo. Ya los esperaban junto al
Parque.
Raimundo era muy gordón, con gafas
y cara inexpresiva. Siempre parecía reír,
aunque estuviera triste, pero es que se le
ponían así los labios. Apenas se
saludaron, Raimundo echó a andar hasta
pararse en la casi conjunción del Parque
Viejo con la carretera adoquinada. Le
siguieron hasta allí. Clavó bien los
tacones en el suelo:
—Aquí estaba el coche de Rosita y
detrás, mirando hacia el Parque, el del
otro. Yo, que iba por aquella acera de
enfrente, vi el coche de su hija Rosa muy
bien, pero el otro, no, porque lo tapaba,
y porque… ¿yo qué sabía lo que iba a
pasar?, no puse interés.
—¿Y dices que fue a qué hora? —
preguntó Plinio.
—A la una y media o unos minutos
más.
—¿Ella te vio?
—No. O si me vio no dio señales.
Quiero decir que no me saludó.
—Bueno, pues vamos a esperar que
pasen los habituales de esa hora.
Plinio no perdonó a nadie. Vecino
que entraba o salía y gentes que pasaban
y se sabía que trabajaban por allí fueron
interrogados.
Se llevarían entrevistadas unas
veinte personas, sin resultado, cuando
uno que iba en bicicleta, y que según
dijo trabajaba en la fábrica de Fábregas
el de Reus, el que está casado con la
Pili la de la farmacia, ésa que lee tantos
libros, aclaró la cuestión:
—Yo vi al que hablaba con la
señorita Rosita montado en su coche…
Era el sobrino de don José.
—¿Qué sobrino? —preguntó con
interés el tío.
—Sí, señor, su sobrino José Vicente,
el hijo de don Salustiano que en paz
descanse en su panteón.
—¡Bah!, entonces estamos listos —
dijo don José encogiéndose de hombros,
a la vez que interrogaba con los ojos a
Plinio.
Plinio hizo un gesto de conformidad
con las palabras de don José.
Suspendieron el interrogatorio,
despidieron a Raimundo y cambiaron
impresiones.
—Ya tenemos localizada la entrada
de su hija en el pueblo —dijo Plinio—;
por lo tanto, lo que ocurrió, como en el
rapto de la Sabina, fue dentro del mismo
cerco de población.
—Sería conveniente hablar con mi
sobrino, José Vicente. ¿Qué te parece,
Manuel? A ver qué le contó ella.
—Me parece muy rebién.
—Vamos ahora mismo.
Y sin más conversación, montaron en
los coches y fueron hacia allí.
—Manuel —dijo ya dentro del
coche don Lotario—. ¿Cómo es que el
sobrino, José Vicente, al enterarse de
todo esto, no fue a su tío a decirle que
había visto a Rosita en el pueblo?
—No lo sé, pero supongo que a
estas horas el primer extrañado es don
José, aunque no haya dicho nada.
Esperaron en la puerta de la casa de
José Vicente hasta que llegara el
«Mercedes» del tío. Cuando estuvieron
todos, llamaron y abrió una criada con
uniforme.
Al fresco del patio, la madre leía
una revista. Y al ver a la claridad de la
puerta de la calle quiénes eran los
visitantes, que hablaban con la criada,
quedó mirándolos con cierta suspensión.
Se puso de pie. Don José besó a su
cuñada. Plinio y don Lotario quedaron
algo rezagados.
—¿Qué tal, Manuel; qué tal,
Lotario? —saludó la señora muy
cariñosa.
—Perdona la irrupción, Santa, pero
andamos de indagaciones por lo de la
Rosita.
—¿Seguís sin saber nada?
—Nada absolutamente… Mejor
dicho, hemos podido averiguar que llegó
al pueblo. A la entrada del Parque Viejo
fue la última vez que la vieron.
—¿Ah, sí? ¿De modo que llegó al
pueblo?
—E incluso habló con José Vicente.
—¿Con José Vicente?… No me ha
dicho nada… Claro que calla, si el
pobre no lo sabe todavía. ¡Cómo me lo
iba a decir! Vino del campo muy tarde.
Todavía está en la cama. Cuando le pasé
el zumo de naranja dijo que se
encontraba un poco mal. El hígado no le
funciona nada bien. Como su padre.
Pero no hay quien le haga ir al medico.
Me tiene con mucho cargo.
Doña Santa, con el pelo totalmente
blanco, tenía un aire avispado, de mujer
que está en todo. Miraba como centinela
precavida. Y en sus manos había
siempre una especial crispación.
—Te parece qué cosa, Dios mío.
Dos mujeres desaparecidas en pocos
días… Y la otra muerta… ¿Todavía no
sabéis quién es, Manuel?
—No, señora.
—Mira, aquí sale José Vicente.
Apareció en pijama. Alto y enteco.
Un poco doblado de tronco, pero con
aire muy elegante y señorito.
Despeinado, con un pijama azul y las
gafas puestas. A cierta distancia parecía
muy joven, pero de cerca se le
apreciaban bastantes arrugas. No tendría
más de cuarenta y dos años y aparentaba
cincuenta.
—Ustedes perdonen la manera de
presentarme. No sabía que estaban aquí.
Saludó a todos, se sentó y encendió
un cigarro.
—Que anoche, José Vicente, no te
pude decir que también ha desaparecido
la prima Rosita.
José Vicente frunció las cejas
componiendo un gesto de discreta
extrañeza.
—Si yo la vi al llegar al pueblo.
—Según sabemos, tú fuiste el último
que la vio —dijo su tío.
—Cuando yo me iba al campo la
encontré que entraba en el pueblo, junto
al Parque.
—¿Qué te dijo? —le preguntó
Plinio.
—Nada. Le pregunté por su viaje.
Me dijo que estaba cansada de
volante… que estaba deseando llegar a
casa para darse una ducha… Nada más.
Nos despedimos y cada cual marchó
para su lado.
José Vicente aplastó con
displicencia sobre el cenicero su
cigarrillo sin concluir.
—Mamá, si fueses tan amable de
darme más agua de naranja… Tengo mal
sabor de boca.
Doña Santa pulsó un timbre que
había tras su mecedora e hizo el encargo
a una sirvienta.
—¿Y no sospechas de nadie,
Manuel? —dijo doña Santa como por
decir algo.
—No, no, señora.
—¿Qué raro, eh?
—Éste no parece un caso de los que
suelen estilarse en Tomelloso, ¿verdad
Manuel? —comentó José Vicente con
sonrisa desganada.
—Nunca se sabe… Oye, y tu prima,
¿iba sola en el coche?
—Sí, sola. Y con muchos bultos en
el asiento de detrás… Como siempre —
añadió sonriente a su tío.
—Sí, para comprar es única.
Le trajeron el vaso de naranjada y
José Vicente se la bebió a sorbitos.
Cuando ya estaban en la calle, dijo
don José a sus compañeros:
—Miedo me da el llegar a casa sin
llevarle a aquella pobre ningún
consuelo.
—Todo esto tiene que aclararse
pronto. Es demasiado gordo —le alivió
Plinio.
—Sí, pero ya hay una muerta por
medio.
—Ya le he dicho, y no quisiera
equivocarme, que me parece que ésas
son otros Garcías.
—Pero tú, Manuel —le atacó don
José con arrogante gravedad—,
¿pensarás algo, no?
—… Pienso muchas cosas, mi
querido amigo. Muchas. Pero una cosa
es pensar y otra es tener pruebas. Estos
robos son típicos de locos o
chantajistas. Casi desecho la idea de
chantajistas, porque en el caso de la
Sabina no hay de dónde… Pero
cualquier caballero que pasea
tranquilamente por la calle puede llevar
dentro un loco que a lo mejor tarda
mucho en dar la cara. Quienes obran por
locura, que no por profesión, al
principio confunden, pero en seguida
acaban enseñando la cresta. En dos días
dos mujeres desaparecidas es
demasiado.
—Dos desaparecidas y una muerta.
—Vale, si usted lo quiere así. Mejor
me lo pone. Ahora bien —continuó
Plinio como en monólogo—, el tal loco
o lo que sea es habilidoso, porque, y
éste es un punto que me preocupa
mucho, ¿cómo se las arreglaría para
hacerlas desaparecer en pleno día, en
medio del pueblo, y en el caso de su
Rosa, para mayor inri, yendo montada en
un coche?
—¿Y las huellas digitales que debe
haber en el coche de mi hija no darían
camino?
—Cuando tengamos sospechosos
para confrontar, sí. Y de momento, en el
caso de Rosa —subrayó con muy mala
uva—, sólo tenemos a su sobrino, José
Vicente… Si le parece, le tomamos las
huellas y mandamos analizarlas.
Don José, con ambas manos en los
bolsillos de los pantalones, quedó
mirando al suelo con mucha
preocupación.
Don Lotario y Plinio le
contemplaban en silencio.
De pronto los miró de frente con aire
decidido:
—¿Os importa que hablemos más
despacio?
—Para oír estamos.
—Muy bien, seguidme.
Y sin añadir palabra marchó hacia
su «Mercedes».
El chófer le abrió la puerta.
—Subir primero, por favor. Vamos a
la fábrica —ordenó al mecánico.
Hicieron el corto viaje sin un
comentario. Cuando llegaron, don José
despidió al que guiaba y llevó a los
visitantes hasta su despacho. Les hizo
tomar asiento en un lujoso tresillo, se
aflojó el cuello de la camisa y medio se
tumbó en el sofá.
—Lo que voy a contaros —comenzó
con gravedad— es un asunto de familia
que debe quedar entre nosotros.
Don José se pasó la mano por la
frente antes de continuar. Mano delgada,
elegante, pecosa, levemente tinta por la
nicotina. Tendría por entonces don José
unos sesenta años, pero retenía todavía
el empaque del guapo chico que fue. Sus
piernas largas se cruzaban sobre el sofá.
Conservaba el bigote estrecho, rubio,
con algunas canas, de sus años mozos.
—Es una historia antigua y
dolorosa… Mi sobrino, José Vicente,
siempre estuvo enamorado de Rosita. Él
es hombre inteligente y discreto y ante
extraños nunca dejó transparentar este
amor. Yo mismo no me enteré hasta hace
poco tiempo… Hablaron repetidas
veces, sobre todo en Madrid, y Rosa, a
pesar que es veinte años más joven que
mi sobrino, llegó a interesarse por él…
Pero, a ver si me explico. Todo ocurría
de manera un poco desconcertante para
Rosa… Él parecía muy enamorado, pero
a la vez indeciso… Sin llegar a
proposiciones concretas. Se veían en
Madrid como dije, se hablaban por
teléfono, llegaron a escribirse algunas
cartas, pero todo de una manera
oscilante, con largos espacios de
silencio. Esta actitud de José Vicente,
lejos de enfriar a mi hija, cosa natural en
las mujeres, la estimuló, y decidió tomar
la ofensiva y aclarar las cosas. Su
confidente, claro está, fue Gertrudis, mi
mujer. Gertrudis desde el primer
momento se opuso. Pretextó que eran
primos hermanos, de edad muy distinta,
etcétera. Pero la verdadera razón era
otra. José Vicente, a consecuencia, al
parecer, de unas paperas que tuvo de
niño quedó mal de sus partes. Lo más
seguro es que sea impotente. Ante la
insistencia de Rosa, mi mujer tuvo que
decirle estas cosas, que siempre fueron
un secreto rigurosísimo entre los padres
de José Vicente, mi madre, que en paz
descanse, y nosotros. Rosa, es natural,
decidió olvidar al primo. Como también
es natural, se volvieron las tornas. José
Vicente insistió, la acosó por todos los
medios y, avisado por mi mujer, no tuve
más remedio que intervenir. Y le hablé.
La escena, como comprenderéis, fue
muy desagradable… Se empeñó en
mantener que estaba totalmente
normalizado. Es muy humano querer
olvidar nuestros dramas. Porfió tanto,
lloró y me hizo tales juramentos, que a
pesar de que yo estaba absolutamente
seguro de que se mentía a sí mismo, le
dije que estaba dispuesto a transigir en
su matrimonio con Rosa, si un médico
de toda solvencia me daba garantías.
Aparentemente fue la solución. Se puso
contentísimo y quedamos en vernos en
Madrid al cabo de unos días para ir a la
consulta que yo indicase… No apareció.
Marchó a Suiza y estuvo más de un año.
Parece que allí intentó toda clase de
tratamientos y remedios. Seis meses
largos pasó en un sanatorio psiquiátrico.
Su madre lo acompañó hasta que le
dieron el alta.
»A poco de regresar, hará un año,
volvió a las andadas. Apenas hablaba
con Rosa, apenas la llamaba por
teléfono, pero le escribía casi a diario…
Unas cartas que no queráis saber. Cartas
de loco. Últimamente se había
tranquilizado un poco.
Don José se levantó del sofá y de un
frigorífico que había en el despacho, sin
consultar, sacó dos cervezas para Plinio
y don Lotario y él se sirvió un whisky.
Dio un trago larguísimo y de pie en el
centro de la habitación continuó:
—… Por eso, Manuel, cuando has
dicho, al salir de casa de mi cuñada, que
este tipo de cosas son propias de locos,
he pensado que era imprescindible
contarte todo esto.
Y quedó callado, en espera de la
reacción de Plinio.
Éste, al sentirse interrogado, se pasó
la mano por el poco pelo que le
quedaba, ya que en el curso de la larga
plática de don José había dejado su
gorra de plato sobre el brazo del sillón,
y dijo en voz muy baja:
—Pero, admitida su sospecha o
como queramos llamarle, ¿qué relación
puede tener entonces el caso de Rosa
con el de la Sabina… y si quiere usted
con el de la muerta de la Hormiga?
—Dios me libre de aventurar
juicios, Manuel. Aquí estamos hablando
de manera muy confidencial. Pero
¿quién es capaz de clasificar las
maquinaciones de un demente?
—No, si en eso lleva usted razón.
—Soy plenamente consciente de que
te he dado una pista, todo lo
problemática que quieras, pero que hay
que aprovecharla. ¿Cómo vas a
empezar? No hace falta decirte que
tratándose de quien se trata, cualquier
resbalón podría ser fatal para mí.
—Ya… Usted sabe muy bien que los
crímenes, robos y suicidios nunca
vienen solos. A la gente le gusta imitar
todo… hasta eso. Bien podría ser que el
rapto de la Sabina le «hubiera dado la
idea», como dicen en el cine, a su
sobrino de robar a Rosa.
—¿Y si quien se la dio… fue la
muerta de la Hormiga? —preguntó don
José con aire dramático.
—… Olvide usted eso… por favor.
Se hizo un largo silencio. Don José
sacó del rubio y don Lotario dio
«caldo» al guardia. Liaron, prendieron y
don José volvió a tumbarse en el sofá
con el vaso de whisky puesto de una
manera coquetona.
—¿Qué es lo primero que vas a
hacer, Manuel?
Y Plinio, sin comentar nada, pero
con mucha prosopopeya, se sacó del
bolsillo de la guerrera un pañuelo en el
que venía algo envuelto. Levantó los
picos con mucho tiento y apareció una
cucharilla. Todos siguieron con la vista
aquella morosa desempañuelación de la
cuchara.
Luego de unos segundos, Plinio
habló:
—Ésta es la cucharilla —dijo— con
que su sobrino ha movido la naranjada
que le sirvieron mientras estábamos
allí… Esta tarde, con el coche de su hija
y con esta cuchara, iremos a Alcázar
para que examinen las huellas digitales.
¿Le parece?
Don José respiró con satisfacción y
dijo mirando fijamente al guardia y con
los ojos húmedos:
—Manuel… cada día te admiro más.
—Si coinciden las huellas ya
podemos operar sin miedo a
equivocarme del todo.
—De acuerdo… Oye, Manuel, ¿y
por qué has sospechado de mi sobrino?
—Hombre, porque fue la última
persona con la que vieron a su hija.
—¿Nada más…? No es motivo. Es
mi sobrino y no conociendo lo que
acabo de contaros…
Plinio se rió de media cara.
—… Es que José Vicente siempre
me ha parecido a mí un señor rarísimo.
Y estoy casi seguro de que salió al patio
cuando llegamos porque nos vio entrar o
nos oyó. Su manera de mirar era de
hombre muy prevenido, que mide todos
sus ademanes y palabras… Bueno, ya
sabe usted que yo me muevo un poco por
pálpitos y aprensiones, más que por
ciencia… Y cuando lo vi… pues pensé
que había algo más que lo que se veía.
—Ay, Manuelejo González, alias
Plinio. ¡Cuánto te queremos todos! —
dijo don José con sincerísima
admiración—. Tú eres uno de esos
pocos hombres que nunca se pueden
olvidar. Mi padre, que tenía pasión por
ti, siempre me lo decía: «Plinio es el
único hombre de este pueblo»… A mí
—continuó en su tono exaltivo—, como
sabes, nunca me ha ocurrido nada para
necesitar de tus servicios, pero mil
veces, cuando pensaba que podía
sucederme algo, siempre me
tranquilizaba diciendo: «Bueno, en
Tomelloso, con Plinio, no hay nada que
temer… Sale uno a la plaza y se lo
encuentra en la terraza del Casino o en
la puerta del Ayuntamiento, dispuesto a
prestarle su inteligencia, su autenticidad,
su honradez… y sus pálpitos».
—Bueno, bueno… ya está, que me
va a poner usted colorao.
—Y este bueno de Lotario, siempre
contigo… Qué suerte has tenido,
Lotario. Bien merece la pena la vida si
se dedica a un amigo así.
Don Lotario bajó los ojos y sonrió,
casi gaga.
—Bueno, pues si le parece, don
Lotario, nos vamos ahora mismo a
comer a Alcázar, pero en vez de con su
«Seiscientos», con el «Renault-10» de
Rosa… Y, de paso, ponemos al
comisario en… relativos antecedentes
de cuanto pasa aquí.
—¿Y al juez, Manuel?
—Ya le hablé por teléfono. Esta
noche le contaré más cosas… Pues en
marcha.
—Manuel —le dijo don José, ya en
pie y poniéndole la mano sobre el
hombro—. Comprenderás lo que deseo
que aparezca mi hija… pero también
comprenderás que me gustaría
equivocarme respecto a José Vicente.
—Lo comprendo, don José. Lo
comprendo muy bien, pero verdades no
hay más que una.
—Y, sobre todo, evitar el escándalo,
Manuel. Somos gente… muy conocida y
es mi sobrino.
—Por mí no ha de quedar.
—En casa está el coche de Rosa.
Vais por él cuando queráis. Yo voy a
quedarme aquí un rato. Avisadme en
seguida con lo que haya.
Cuando iban por la calle, Plinio, que
fue un rato pensativo, se paró en seco de
pronto:
—¿Sabe usted lo que le digo, don
Lotario?
—¿Qué?
—Que eso de las huellas digitales
son monsergas.
—Ya estás con tus cosas.
—Sí, son monsergas a las que sólo
se debe recurrir cuando ya está agotado
todo lo que puede ver y escuchar un
hombre… De manera y modo que aún
nos queda mucho por hacer antes de ir a
perder una tarde entera en Alcázar.
—¿Entonces, qué?
—¿Qué? Pues no perder un solo
momento la pista de José Vicente. Eso
es, coño. Vamos.
Y sin añadir razones, apretó el paso
y cruzó varias calles hasta llegar a la
calle de José Vicente, el sobrino de don
José.
—¿Cuánto tiempo hace que
estuvimos aquí?
—Hora y media, poco más o menos.
—Ahora estará comiendo. De todas
formas nos aseguraremos, por si las
moscas.
Y siguió andando. Llegaron al
Ayuntamiento y dijo al guardia de
puertas:
—Mira, muchacho, vete a casa de
doña Santa y preguntas a ver si me he
dejado allí la petaca… Pero no me la he
dejado, a ver si me entiendes. Tú a lo
que vas es a ver si está allí su hijo, José
Vicente, ¿me explico? Si no está, me lo
dices por teléfono desde el bar Romero.
Y si está, que es lo más seguro, te
quedas allí hasta que salga. Ves la
dirección que toma y nos avisas aquí
súbito. ¿Te has aprendido bien la
lección?
—Muy bien, Jefe. Éstos son los
trabajos que a mí me gustan.
—Me alegro. Espabila y chitón.
—A la orden.
Cuando pasó un cuarto de hora largo
sin sonar el teléfono, Plinio mandó
pedir al bar Alhambra unos pepitos,
cerveza y melocotón en almíbar. Como
concluida la comida seguía sin haber
señal alguna, pidió cafés, copas y farias.
Y a eso de las cuatro, cuando ya
empezaban a impacientarse y a dar
alguna cabezadilla que otra, llegó el
guardia sudando.
—Acaba de salir en el coche. Lo he
seguido un poco con una bicicleta. Lo ha
dejado en la puerta del San Fernando.
Debe estar tomando café… Ahí lo tiene
usted.
Plinio se asomó a la ventana de su
despacho, que daba a la plaza.
—Es aquel «MG» azul —dijo el
guardia, que miraba sobre su hombro.
—Muy bien, muchacho. Ahora te vas
al Casino a tomarte un café, que yo te
convido. Y si ves que don José Vicente
se ha sentado de tertulia, vienes y me lo
dices. Pero si toma café en la barra y va
a marchar rápido, te asomas a la puerta.
Con eso basta. Y sigues dentro.
¿Entendido?
—Voy, Jefe.
—Todo con el disimulo que te tengo
enseñao.
—Sí, Jefe, sí, no faltaba más.
Plinio y don Lotario volvieron a su
observatorio, pero muy poco tiempo. A
los pocos minutos apareció el guardia en
la puerta.
—¡Al coche, maestro! —gritó a don
Lotario. Y ambos salieron a la plaza y se
acomodaron en el «Seiscientos»—.
Póngalo en marcha.
—En marcha está.
—Ahora coloque el coche ahí en la
calle del Campo, sólo asomando el
morro a la plaza para que podamos ver
cuándo sale y hacia dónde va.
Ambos, aspirando de sus farias
mecánicamente, aguardaban,
impacientes, la aparición de José
Vicente.
Salió doce minutos después. Llevaba
camisa sport, pantalón de mahón, gafas
oscuras y un gran cigarro puro. Subió,
bajó el cristal y lentamente arrancó y
salió calle de Socuéllamos adelante.
—Vaya despacio, pero sin perderlo
de vista.
José Vicente cruzó el Parque Viejo y
tomó la carretera de Pedro Muñoz.
—Ya sabemos dónde va.
—A su finca derechico —coreó don
Lotario.
—Quiquilicuatre. No hace falta
seguirlo. Déjelo que se pierda, no vaya
a guiparnos…
—Aprovecharemos para echar
gasolina.
—De acuerdo.
Se detuvieron en la gasolinera y
veinte minutos después, pian, piando,
volvieron a la carretera de Pedro
Muñoz.
—Voy pensando que en esta parte el
terreno es muy llano para poder
disimularnos cuando estemos a la vista
de la finca.
—Ya veremos. Todavía faltan unos
veinte kilómetros.
Andando un buen trecho, Plinio
pidió a don Lotario que parase.
—¿Tiene usted ahí los gemelos?
—Natural. Los gemelos y el
revólver.
—Déjeme que me oriente.
Manuel se bajó del cochecillo y
miró un largo rato con los anteojos.
Luego de entrarse otra vez, dijo:
—Quiero recordar que la casa de
doña Santa está a unos doscientos o
trescientos metros de la carretera.
—Por lo menos.
—Bueno, entonces vamos a pasar de
largo y si vemos que no hay nadie todo
será más fácil. Ahora apriete usted.
—Tanta llanura como la de este
terreno nuestro es mala para la
investigación policíaca —dijo don
Lotario muy en razón. Plinio se sonrió
para sus adentros.
El veterinario puso el coche a todo
gas. Plinio, que iba con los gemelos
bien aprestados, miró con ellos hacia la
finca cuando pasaron ante ella.
Poco más allá encontraron un
camión averiado y arrimado a la cuneta.
—Fenómeno, esto nos viene
fenómeno. Vuelva usted y aparcamos el
coche detrás de este camión. Me ha
parecido que está solo.
Volvieron. El camión debía llevar
allí mucho tiempo. Estaba cerrado y las
ruedas sin aire. No llevaba carga. Don
Lotario pegó bien el coche a la parte
trasera de la carrocería.
—El coche de José Vicente no está
fuera. Lo debe de haber entrado por la
portada de la corraliza.
—¿Y ahora qué hacemos?
Plinio, sin responder, volvió a otear
con los gemelos.
—A la izquierda de la carretera,
frente a la finca, hay una pedriza que
podría servirnos de excelente
atisbadero.
—Pues vamos a ella.
—Vamos, pero por ahí entre las
cepas. No salgan y la jorobemos.
Corriendo agachados, Plinio
siempre con los gemelos, se llegaron
hasta la pedriza que señaló. Desde allí
se veía la portada de la finca.
Tras los montones de piedras, al
repecho del sol, hacía una agostera que
cocía. A los pocos minutos de estar allí
sudaban.
—Aquí se suda como sobacos —se
lamentó don Lotario.
Se calaron bien el uno la gorra y el
otro el sombrero para ampararse del sol
en lo posible. Luego, Plinio se
desabrochó la guerrera y don Lotario,
por primera vez en su vida, el chaleco.
—Yo diría que crepitan las
pámpanas secas de tanta calina —se
quejó don Lotario.
Y como Plinio no despegó los
labios, abundó:
—Esto es la guerra en el desierto,
como en las películas.
—Tengo una sed que basco —dijo el
guardia al cabo de un buen rato—. ¡Qué
chicharrera!
—Y luego estas piedras, que echan
fuego… Mira que como José Vicente no
se haya quedado en la finca y haya
seguido…
—No sea usted cenizo, hombre de
Dios.
Al cabo de una hora larga, medio
amodorrados, aguantaban en aquel
resistero. Plinio acabó por quitarse la
guerrera y se la colocó sobre la cabeza.
Don Lotario intentó fumar, pero tuvo que
tirar el cigarro entero, porque en vez de
saliva contenía su boca una especie de
pegamento que le fijaba el pito entre los
labios.
—… Éste no sale de ahí hasta la
fresca… si es que va a llegar alguna vez
—volvió a rezongar don Lotario.
—O hasta media noche.
—Pues si es así, lo va a ver Rita
porque estaremos atizonados.
Hacia las seis les llegó cierto tufo.
Humo de leña quemada. Se despabilaron
un poco de su media soñorra.
—Coño, Manuel, huele a hoguera.
—Es cierto —dijo don Lotario,
olfateando.
Levantó la cabeza sobre la trinchera.
Se aparejó los gemelos y quedó fijo en
una era que había a su izquierda y al
otro lado de la carretera, bastante
separada de la finca.
—¿Qué es?
—Van a quemar carros.
—Ya, otro auto de fe —comentó don
Lotario con sus labios de piedra pómez.
—Querrá usted decir otro carro de
fe… Qué tiempos —siguió el guardia
sin quitarse los gemelos.
—Deben ir ya quemados más de tres
mil carros en este pueblo… Y no
digamos en la provincia… Están
quemando una edad que ha durado desde
la prehistoria hasta nuestros días.
Supongo que en otros países más listos
estas hogueras las encendieron hace ya
bastantes años.
Sobre las piedras de la era habían
preparado montones de gavillas de
sarmientos. Chicos y gañanes las
hacinaban bajo y sobre los carros:
rodeándolos, entre las ruedas, sobre el
tablero. Eran cientos y cientos de
gavillas. Los condenados en aquella
tarde debían de ser ocho o diez carros.
Todos los de una labranza grande.
La hacina era más que regular. Y
sobre ella asomaban los varales y
escaleras de aquellos carros de roble
americano que costaron un dineral y que
ya no había sitio para ellos. Carros que
habían quebrado durante siglos los
empedrados y luego los adoquines de
las calles del pueblo.
Los construyeron aquellos carreteros
parsimoniosos y artesanos que hubo por
las calles del pueblo hasta ayer mismo.
Y don Lotario recordaba al hermano
Gayo, con sus barbas de profeta y el
largo mandil, acuchillando el roble,
puliendo los radios de la rueda,
hembrando el cubo. Y al viejo Lillo, con
la brocha en la mano pintando los
«rayos», como allí los llamaban, o
aplicando las poleas de cadena de los
carretones que llevaban las cubas de
vino a la estación.
Las carreterías solían ser grandes
encamarados. Cuando las piezas estaban
cortadas y en condiciones, los armaban
en la calle, con mucha paciencia,
rodeados de muchachos y amigos.
Carros de una mula, grandones y
sólidos, de tipo valenciano. Carros
alevines para el tiro de un asno.
Carracos de yunta con una sola lanza.
Galeras con miriñaque volador para
llevar mieses; y los carretones de vino.
Los carretones, al cabo de los años,
olían a odre y las galeras de cuatro
ruedas y con platillos sonaban por la
siesta sobre los empedrados con un
ruido de crótalos metálicos.
Trabajo les costó a los alcaldes
silenciar las galeras, suprimir aquellos
platillos que atronaban las tardes de
agosto y las madrugadas.
Habían prendido fuego a los bordes
de aquella parva de gavillas por
distintos lados, y el humo se extendía
por todo aquel llano.
Recordaba don Lotario la rebelión
de los carromateros cuando empezó a
hablarse en serio de traer el ferrocarril a
Tomelloso. En uno de los primeros
intentos, él era muchacho, los
carromateros, los transportistas como se
dice ahora, temerosos de perder su
industria, se dice que apedrearon a los
ingenieros que iban a trazar el proyecto.
Aquello todavía era muy reciente, y
ahora mira. «Los carros de fe», como
Plinio decía. El pueblo quemaba un
trozo largo de su historia, entre alegrías
y bullicios. La primera gran revolución
en muchas regiones de España fue el
trocar los bueyes por mulas, que eran
más ligeras y baratas. Constituyó una
gran crisis en el siglo XIX. Luego el
ferrocarril, que acabó con los oficiantes
del transporte con tiro. Y ahora los
tractores y camiones.
A pesar del sol se veían las llamas
alzadas. Y los vapores del fuego que
hacían rielar la línea del horizonte. Y el
humo denso, gordo, azul, que, a falta de
viento, se alzaba en bolas grandes,
precipitadas, atragantadas, hacia el cielo
lechal.
Los varales y los adrales, maderas
más delgadas, eran las primeras en
arder. Amagada la torta de gavillas, se
veían las llamas entre los palillos
ladrales y trepar raudas por las varas
que miraban al cielo. Después el fuego
se entremetía entre los radios de las
ruedas como banderolas temblorosas.
Los hombres y chiquillos que había
en torno atizaban el fuego con palos,
arrimando los sarmientos encendidos a
los birloches y carromatos próximos.
Hacia las siete sólo quedaban los
hierros, ejes y estornijas retorcidos
entre las ascuas. Y sobre la era, el
enorme brasero ya puesto a enfriar, para
el día siguiente recoger los hierros,
último esqueleto de aquella población
carrera, y venderlos al peso.
«En este mundo —pensaba don
Lotario— siempre pervive lo más
duro».
Los fogoneros fueron marchándose y
ya casi sin sol quedó sola aquella parva
de ascuas que ahora brillaba más,
espinada por los hierros más retorcidos
y martirizados.
Acababa la hoguera carreteril, y con
la fresca, como presumió Plinio,
comenzó la verbena. Don Lotario, que
estaba un poco apartado haciendo aguas
y ya con el chaleco abrochado, dijo de
pronto en voz baja:
—Manuel, Manuel. ¡Pájaro!
Plinio se recompuso rápido, miró
por la pedriza y vio una mujer que muy
apresurada abría las portadas de par en
par. Casi temblando se echó los gemelos
a los ojos.
—¿Quién es, Manuel, quién es? —
preguntó el veterinario impaciente y
mientras se abrochaba a manotazos la
parte del pantalón que le fue
imprescindible abrir momentos antes.
—¡Rosita, es Rosita! Vamos.
Y los dos echaron a correr de mala
manera. Atravesaron la carretera y
tomaron el camino que llevaba hacia la
finca en el momento que salía el «MG»
de José Vicente por la portada,
conducido por Rosa. Le hicieron señas
para que parase. La chica titubeó, pero
al fin dio un frenazo.
Llegaron alpeando hasta el coche.
Rosa bajó el cristal y luego de mirarlos
un momento casi sin expresión, empezó
a llorar, convulsamente.
—Tranquilízate, mujer, tranquilízate,
no tengas miedo —dijo Plinio.
Don Lotario, con la pistola presta,
miraba hacia la portada. Plinio decidió
esperar a que Rosita, más tranquila,
pudiese hablar.
—¿Dónde está él? —le preguntó al
fin.
—En la cueva, en la cueva.
—Anda, sal y serénate un poco.
Plinio la ayudó a salir. Estaba
despeinada, con el vestido roto por la
espalda. Le faltaba un zapato.
Plinio volvió a decirle cosas
tranquilas y en vista de que no podía
andar la obligó a sentarse otra vez en el
baquet.
—¿Quién hay más?
—Nadie…
—¿Tampoco hay caseros?
—No he visto a nadie.
Se limpió los ojos y dijo:
—Él debe de estar herido… o
muerto. Lo he tirado por las escaleras de
la cueva abajo. Le he empujado.
—¿Cómo no te has podido escapar
antes?
—Me tenía encerrada en la cueva…
allí me puso un colchón y mantas.
—Bueno, espera. Vamos a bajar a
ver lo que pasa. No te muevas. No
puedes ir así.
—Yo no quiero verlo…
—No te preocupes, tenemos ahí el
coche… Mira, aquí tienes tabaco —le
indicó la guantera del coche—, echa un
pito y verás cómo te apaciguas. Venimos
al contao.
Rosa encendió el cigarro todavía
con el pulso temblón. Aspiró el humo
con profundidad y se miró en el
retrovisor.
Plinio y don Lotario entraron en la
finca.
Desde la escalera de la cueva
oyeron quejidos. Encendieron la luz, que
ya se veía poco en el subterráneo, y
vieron a José Vicente tendido junto al
primer escalón. Bajaron. Estaba
completamente desnudo. Tenía arañazos
en la cara y se quejaba mucho, con unos
gritos sordos, zoológicos. No parecía
darse cuenta de quienes le rodeaban.
Intentaron incorporarlo, pero fue
imposible.
—Este hombre debe de tener una
fractura —dijo don Lotario—. Sin una
camilla no habrá forma de subirlo.
—Bien. Entonces vaya usted con
Rosita al pueblo. Usted en su coche.
Desde el primer teléfono avise a don
José de la visita. Y disponga que traigan
una camilla desde la Cruz Roja y una
ambulancia, furgoneta o lo que sea, para
llevarse a este hombre. Yo espero aquí.
—De acuerdo.
Y marchó por las pinas escaleras
con las manos en los riñones.
La cueva era grandísima y moderna,
con tinajas de cemento. Al fondo, Plinio
vio las maletas y paquetes de Rosita. En
una rinconera, el colchón y las mantas.
Esparcidas por la cueva, las ropas de
José Vicente. Plinio, no pudiendo
remediar en nada al herido, que ahora se
quejaba sordamente, lo tapó con una de
las mantas y se puso a examinarlo todo
con cuidado.
Entre las mantas y por el suelo,
había fotografías pornográficas y
cigarrillos. En una nevera portátil,
refrescos y alimentos. Plinio, cuando
todo lo tuvo visto, se sentó en el
colchón, se bebió una botella de
naranjada y encendió un cigarro. «¡Qué
habrá pasado aquí, Dios mío! —pensaba
—. Qué habrá querido hacer este pobre
muchacho… Claro que está viva, y
según la cuenta, si la Rosita tenía virgo,
no lo ha perdido con este muchacho tan
desdichado por la punta de la barriga. El
hombre habrá querido hacer la última
intentona para avivarse el príapo y,
claro está, no le ha respondido… La
verdad es que un nombre con el pudendo
inservible, máxime si es joven, es para
enloquecer. Tener las ansias ensacadas
en el cuerpo como todo el mundo, la
simiente agitándose en los
compañones… y la verga, caída como
una corbata. Qué drama. Me lo explico
todo y más. Qué biografía, macho. Así
por los años y por las calles. Viendo
mujeres y oyendo a los hombres hablar
de follaciones. Y para colmo, el pobre,
barajando estas fotografías con posturas
tan divinas… Si al menos se inventara
algo para quitarle el gusto a estos faltos
y que viesen una mujer como quien ve
una Fanta. Pero sí, sí, toda la vida con el
ansia de hacer fuego, y la escopeta con
el cañón doblado».
Se reía Plinio con sus propias
imágenes, y consumido el cigarro, tomó
las fotos del suelo y les dio un repasillo
sin especial atención. Se las guardó en
el bolsillo y dio un paseo hasta el
enfermo, que parecía dormitar. Aburrido
iba y venía mirando tinajas. Y viéndolas
se le trasladó el pensamiento a otra cosa
que ocurría en su pueblo últimamente: el
final de las cuevas y bodeguillas
caseras.
A su pueblo, tan grande por debajo
como por arriba, con igual habitación
bajo el suelo que sobre la tosca, ahora
le tocaba perder de medio cuerpo para
abajo; cegar los hondones y quedar liso
como todos los pueblos del mundo.
El escudo de Tomelloso, que era una
liebre saltándose un tomillo, debió
aludir a la otra mitad invisible. Ahora ya
no había caso. Se jorobó el anclaje bajo
la tosca… Tal vez José Vicente acababa
de dar un ejemplo, y en el posllegar, los
machos de la ciudad llenarían sus
cuevas de mujeres desnudas para luchar
amores entre las tinajas.
Desde que pusieron la Cooperativa,
que verifica y administra el vino de la
mayor parte de los labradores medianos
y picholeros, las cuevas que minan
Tomelloso quedaron vacías. Son ahora
calabozos de tinajas hueras. De tinajas
con telarañas y sin aliento de vinazas.
Tinajas sin cuido, tapaderas, ni corcho.
Maltrechos los empotres, sin aireo ni
limpieza, las bodegas quedaron en
sótanos sin empleo. Cuevas muertas que
tal vez en un futuro serán negocios de
ágapes, bailongos y magreo. Las que
encerraron hecho líquido la razón de
tantas vidas, y la sangre de tantas penas,
ahora, al faltarles la alegría de los
trasiegos y el chupar de bombas, de
serpientes mangueras, de catadores,
corredores de vino y los amigos del amo
que se sentaban en las haldas de las
tinajas a pasar un rato de la vida entre
paladeo y paladeo, quedarían en
espeluncas olvidadas.
La riqueza de las casas de
Tomelloso estaba en sus partes bajas,
donde se guardaban las herencias de la
familia y de la casa. Partes recónditas
de la esperanza y de la lágrima, del buen
rato y la comida escandiada.
Ahora —Plinio se sonrió al
pensarlo— a las casas de su pueblo les
pasaba lo que al José Vicente, que se
habían quedado con las bajuras hueras.
Hasta dos horas después no llegaron con
la camilla de la Cruz Roja. Razón
llevaba don Lotario. Pues habría sido
imposible subir a aquel hombre de otra
manera.
—Rosa me ha dicho que hagamos el
favor de llevarle sus maletas.
—Las mujeres siempre a lo suyo —
gruñó Plinio.
Él y don Lotario tuvieron que echar
una mano a los camilleros.
José Vicente permanecía sin sentido.
Habían traído la camilla en una
«rubia» de alquiler. Al ponerle los
pantalones y la camisa, el herido, a
pesar del desmayo, se quejaba.
Cuando todo estuvo apañado,
salieron delante en el coche de don
Lotario con las cosas de Rosa y la llave
de la bodega. La rubia les seguía muy
despacio.
—Ya le he dicho a Saturnino por
teléfono que esté preparado para hacerle
una radiografía.
—¿Cómo ha reaccionado don José?
—Ya puedes imaginarte. Como unas
castañuelas. No quieras saber los
piropos que te ha dedicado… Le he
dicho que prevenga a su cuñada Santa.
—¿Y cómo dice Rosa que fue el
rapto?
—Por lo visto, cuando se
encontraron, José Vicente le pidió
hablar con ella de una cosa muy urgente.
Como no quería contrariarlo por lo que
ya sabemos, se adentró con él en el
Parque. Se sentaron en un banco. Él le
dijo lo de siempre: que no podía vivir
sin ella y demás cosas de su
enamoramiento. Rosa lo tranquilizó, y
cuando todo parecía más concorde, al
subirse a su coche, José Vicente la
empujó brutalmente hacia el fondo, se
sentó en el volante, y embalado la trajo
a la finca. Durante estos días, en esta
cueva ha debido de ocurrir la
intemerata.
—Ya me imagino.
—Ella, naturalmente, se limita a
decir «que todo ha sido horroroso…».
Pero habrá que ver.
—Como yo pensé después de la
confidencia de don José, esto estaba
bastante claro, y, desde luego, lo de la
Sabina es otro cantar.
—Eso de la impotencia debe de ser
muy mala cosa —dijo don Lotario como
para sí.
—Sí debe ser, sí… Veremos qué
dice Braulio de todo esto.
—Es verdad. Hay que contárselo
cuando sea oportuno.
—Esto mañana lo sabe todo el
pueblo. Menudo escándalo.
Cuando llegaron a la plaza, Plinio
pasó a informar al señor juez de la
sesión de la tarde —a pesar de que don
José no llegó a presentar denuncia en
forma de la desaparición de su hija— y
a cambiar impresiones sobre los otros
casos pendientes.
Antes de cenar se sentaron un rato en
la terraza del San Fernando.
Cerca de ellos había un corro muy
grande en torno a tres mesas que
hablaban con mucha animación de algo
que Plinio no llegaba a coger el hilo.
Cuando llegó Manolo Perona a ofrecer
sus servicios, le preguntó:
—Oye, Manolo, ¿de qué hablan en
ese corro con tanto interés?
—Del loro de Compte, que se ha
muerto.
—No me digas.
—Parece mentira —le bromeó
Manolo— que sea usted el jetazo de la
G. M. T. y no sepa la noticia.
—Es que hemos estado fuera. Pobre
lorito. Era el ser vivo más antiguo que
quedaba en este lugar.
—Eso es verdad, Manuel, pero la
cosa no es para tanto. Todo el pueblo
hablando de lo mismo, más que de la
Sabina.
—Pues sí lo es, Manolito, que tú
eres muy joven y no das importancia a
estas cosas —le replicó don Lotario—.
El loro de Compte era una verdadera
institución. Los loros viven mucho, pero
éste era el no va más de viejo.
—Pues sí, creo que está desfilando
medio pueblo por aquella casa —añadió
Perona.
—¿Pero es que lo tienen de cuerpo
presente? —preguntó Manuel con
extrañeza.
—No han tenido más remedio, en
vista de la cantidad de gente que acude a
darle su último adiós.
—Ah, pues tenemos que ir a verlo,
don Lotario.
—Yo tengo un retrato que me
hicieron junto a su jaula hace muchos
años.
—Pues ésa será una foto histórica,
don Lotario —le dijo Perona con cierta
ironía.
—Éste no toma en serio lo del loro
—dijo el veterinario al guardia un poco
fastidiado.
—Sí, hombre, sí… —y marchó
riéndose.
Así que descansaron un poco y
tomaron la cerveza, fueron hacia la casa
de los Compte a ver al loro.
Las puertas de la calle estaban
abiertas de par en par, como cuando
muere un humano; y la gente entraba y
salía sin cesar. Se veían especialmente
viejos y viejas apoyados en cayadas o
del brazo de alguien.
Don Lotario y Plinio entraron
haciéndose lado con cierta dificultad.
—Ya está ahí Plinio —comentaron
algunos con misterio, como si se tratara
de un caso criminal.
En el suelo, al fondo del patio, yacía
el loro insepulto. Lo habían colocado
junto a una lámpara de pie, para que
todos pudieran verlo mejor. El
papagayo, panza arriba, con las patillas
agarrotadas y los ojos cerrados, posaba
sobre una gamuza de limpiar los
muebles. De puro tieso y sólido, parecía
loro de madera. Y por lo deslucido del
pintivario plumaje, objeto muy usado.
Era una birria de loro, así en muerto.
Los dueños de la casa, muy
señoritos, fumaban pitos y hablaban con
unos y otros. La verdad es que debe de
resultar difícil comportarse en el duelo
de un loro. Porque si te pones muy triste,
es ridículo. Y si alegre o despectivo,
como la gente le tenía tanta ley, podría
resultar frívolo. Así es que los Compte
llevaban las cosas en un ten con ten.
—Con lo que tendrá hablado este
loro —dijo un viejo con voz cascada,
que de puro gaga contemplaba al difunto
desde una silla baja y con ambas manos
sobre la revuelta de la cayada—.
Cuando nos llevaron a la guerra de
Cuba, gritaba a todo el que se paraba en
la ventana: «Yanqui jodío, yanqui jodío,
rrrrrrrrrr».
—Es que este loro siempre fue muy
patriota —coreó un hombre gordo con
una verruga vinosa en la nariz—, porque
cuando la guerra de África decía cosa
contra los moros.
—Claro, el pobre, repetía lo que oía
—comentó una mujer que tenía a una
chica muy grandona entre los brazos.
—Sí, porque cuando la guerra civil
—dijo uno de los Compte— se pasó tres
años gritando: «¡Mueran los fachas!». Y
claro, luego, el treinta y nueve, mi madre
tuvo que quitarlo de la ventana unos
cuantos días para evitarnos
compromisos.
—Es natural, el pobre —volvió a
corear el hombre de la verruga— no se
apercibió de que había acabao la guerra
y que había que decir lo contrario.
—Claro, así que aprendió a decir —
continuó el Compte— «nacionales
valientes y rojillos sinvergüenzas», mi
madre lo volvió a la ventana… Ha
pasado el pobre por tantas guerras y
bandos, que no sé cómo no le han pegao
algún trabucazo, porque en este país ya
se sabe…
—Es verdad —volvió el de la
verruga—; aquí, en España, hay que
estar preparado para cambiar de ideas a
tiempo si quieres que no te enfosen por
grito más o menos.
—Este loro lleva en Tomelloso
desde los franceses —dijo uno.
—No tanto, hombre, no tanto —dijo
el mayor de los Compte.
—Pues yo le he conocido toda mi
vida. Mi padre también. Y mi abuela
hablaba de él —insistió el de los
franceses.
—Siempre se dijo en el pueblo
«eres más viejo que el loro de Compte».
Por algo será —aclaró la mujer de la
niña.
—Pues a una calle de este pueblo
debían llamarle «del loro de Compte».
Se lo tiene bien merecido —dijo uno.
—Por terco —saltó otro. Y sonó un
coro de risas.
—Por terco y porque siempre estuvo
de acuerdo con los poderes constituidos
—dijo Rosauro el barbero, que era muy
irónico.
Otra mujer, que había sido casera
muchos años en una finca de los
Compte, intentó ponerse de rodillas para
besar al loro, pero como no llegaba y
estuvo a punto de caerse, la hija, que la
acompañaba, y que parecía muy bajita,
tomó el loro con gran decisión y lo alzó
hasta los labios de la vieja.
—Con el permiso de los señoritos.
Es una obra de caridad —dijo muy
recortada.
La vieja besó la cabeza del
pajarraco; le acarició las plumas y dijo:
—Pobrecito mío. Ya has descansao.
—Ahora que picardías, también
sabía un rato —dijo una puritana—. La
gente que pasaba por la ventana,
mayormente los chicos, le enseñaban
todo el abecedario.
La vieja del beso, que seguía con el
loro en la mano, abundó:
—Y cuando los jueves desfilaban
las pendones, camino de la casa de
socorro a que les hicieran el
reconocimiento, se armaban unas
zapatiestas… Claro, el pobre mío, les
decía las cuatro letras. Y las zorras le
contestaban lo que no quiera usted saber.
La mujer besó otra vez el loro, lo
volvió la hija a su lugar y dijo triste:
—Éste me conoció a mí bien moza.
Con las carnes prietas y cantando tó el
día… Y ahora, mira.
Plinio y don Lotario, ya en la calle,
se pararon junto a la ventana abierta,
donde estaba la antiquísima jaula
dorada, ahora vacía.
—Vaya, hombre… toda mi vida
viéndolo aquí —se lamentó el
veterinario.
Una mujer que había detrás,
sumándose a la razón de don Lotario, les
dijo:
—Cuando mis hijos eran pequeños,
y ahora los nietecillos, en los ratos que
se ponían muy mohínos y tabarristas, yo
les decía: «Vamos si no a ver el loro». Y
así los distraía una miaja… Pero ahora
ya, fíjese usted.
En la plaza de nuevo, se encontraron con
don Saturnino el médico.
—¿Qué ha sido lo de José Vicente?
—le preguntó Plinio.
—Una fractura doble del hueso de la
cadera… Va a tener para rato.
—¡Pobre hombre! —exclamó el
veterinario.
El médico parecía con ganas de
preguntar algo, pero como vio a Plinio
poco propicio al diálogo, no se
determinó.
—Han pedido una ambulancia para
llevárselo a Madrid —se limitó a
contestar.
Manuel González, alias Plinio, Jefe de
la G. M. T., se despidió de don Lotario y
del médico hasta el día siguiente. Tan
cansado estaba, que, a pesar de su
redomada costumbre, no pensaba salir a
tomar café aquella noche.
Echó calle adelante —no quiso que
lo llevase don Lotario— con el uniforme
bordado de arrugas, folios los
zaragüelles, mal equilibradas la porra y
la pistola en el cinto y la gorra un poco
volcada hacia los atrases de la cabeza.
En aquel momento, como en tantos
otros, no pensaba en el «caso», mejor,
en «los casos» que traía entre manos; ni
pensaba en persona alguna. Pensaba en
la vida, en lo que es esta extraña
zarabanda, este inesperado convite, este
gilipollear sobre tantas cuerdas, ante
tantos vientos y sobre tan numerosas y
variables olas. Y, ¿cómo no?, añoró a su
amigo Braulio el filósofo, que ahora, a
buen seguro, en la soledad de su casa
enorme, andaría cacharreando y
masticando en voz baja sus importantes
reflexiones. A la hora de la verdad, sólo
puede asirse uno a la razón de un buen
amigo, a la existencia de un hombre o de
un libro singular… Todo lo demás…
¡Ay, leche, qué vida ésta!
Y cuando llegó a su casa vio que el
descanso que presumía iba a sufrir una
alteración. En la puerta estaba parado el
«Mercedes» de don José.
Abrió y halló en el patio, de charla,
a su mujer y a su hija, nada menos que
con don José y Rosita.
—¡Hombre, quién está aquí! —
exclamó al verlos.
—Manuel, no hemos querido esperar
a mañana para darte las gracias por todo
—dijo don José.
—No he hecho otra cosa que
cumplir con mi deber, don José.
—Manuel, todos los hombres
tenemos deberes que solemos cumplir
como si fuesen condenas. Y tú los
cumples echándoles corazón… No
quiero pensar lo que podía haber
ocurrido si Rosa pasa más tiempo en
poder de ese pobre sobrino mío.
—Ha sido horroroso, Manuel, de
verdad —le dijo Rosita, que venía muy
elegante y perfumada—. Cuando ustedes
llegaron estaba a punto de volverme
loca.
Se notaba que la mujer y la hija de
Plinio estaban gozosísimas de tener en
su casa aquella visita tan importante. Y
se las apreciaba en la manera de fruncir
la boca, de cruzarse de manos y de
sonreír a todo sin estar muy seguras si
era oportuno.
Rosa era rubia, más bien alta y con
no sé qué fragilidad de bailarina de
ballet. Su único defecto era que, cuando
escuchaba, se quedaba con la boca laxa
y los ojos muy abiertos, como si todo le
sorprendiese muchísimo.
—Está llena de cardenales y
magulladuras —dijo don José mirando a
su hija.
Y Rosita enseñó las que tenía más a
la vista.
—¡Qué barbaridad, qué salvaja…
da! —dijo la hija de Plinio poniéndose
fina en la última sílaba.
—¡Qué cosas, Señor, qué cosas! —
coreó su madre, mostrándose también
muy escandalizada, a lo señorito.
—Mi cuñada —añadió luego don
José—, que naturalmente conoce muy
bien a su hijo, temía desde hace tiempo
que esto pudiera ocurrir. Me lo ha
confesado esta tarde. Está consternada.
Ya te lo puedes imaginar. Tiene el
propósito decidido de irse a vivir a
Madrid. Esta misma noche se llevarán a
José Vicente para que lo escayolen
allí… Os pido otra vez discreción sobre
todo esto, ya que más que un caso
policíaco es un drama familiar.
—Por nosotras, pierda cuidao —
dijo la Plinia.
Manuel quedó mirando a Rosita, y
luego de sonreír con cierta cazurrería le
preguntó:
—Tú, Rosita, que eres muy culta y
muy fina, ¿cómo definirías lo que ha
pretendido tu primo con esta encerrona?
Y Rosita quedó mirándolo con su
boca entreabierta y los ojos inmóviles,
como si pensara con frivolidad:
—Pues mira, Manuel —arrancó
luego de parpadear un poquitín—, creo
que se le había metido en la cabeza
que… ¿cómo le diré a usted?… con mi
presencia física como estimulante,
reaccionaría su virilidad. ¿Está claro?
—Clarísimo. Suponía que era eso.
Don José quedó satisfecho por la
respuesta de su hija.
Y Plinio quedó callado y pensando
que la contestación de Rosita resultó
mucho más inteligente de lo que supuso.
Y también que aquella pregunta había
sido totalmente innecesaria para aclarar
las cosas; y que la había hecho con
malísima intención, para que Rosita
probase sus habilidades dialécticas.
—… Ya… ya —dijo de pronto la
mujer de Plinio, que no debía de
haberse enterado de la explicación de
Rosa.
—Sí, estaba obsesionado con que mi
hija podía ser el remedio de todos sus
males.
»Y ahora, Manuel, permitirás a mi
hija que te entregue un pequeño
recuerdo.
—Pero, hombre, no es necesario…
Y sin añadir palabra, Rosa sacó de
su bolso de charol negro un estuche
regular de grande. Lo abrió.
—Es un reloj.
—Me lo trajo Rosa de Nueva York y
no llegué a estrenarlo —dijo don José
—. Es un Acutrón. El reloj electrónico
que usan los astronautas… según dicen,
por lo exacto que es… Yo le digo que
parece de tebeo, por estas tripas rojas y
verdes que se le ven ahí dentro, pero en
fin, es de oro. Cada año se le pone una
pila en este sitio de la trasera. Ahí lleva
unas cuantas de repuesto. No hay que
darle cuerda.
—Y escuche usted cómo suena —
dijo la chica—. Es como un pitido.
Y lo puso en el oído de cada uno de
los visitados.
—Qué cosas, qué cosas se inventan
—dijo la mujer de Plinio.
E hicieron otros comentarios por la
rareza del son y lo carnavalesco de la
esfera.
Luego, Rosa se lo colocó a Manuel
con gran solemnidad.
—Todavía son raros en los Estados
Unidos.
—Un policía tan exacto como tú —
dijo don José sonriendo— necesita un
reloj puntual.
—Hombre, pues muchas gracias. Yo
nunca he llevado reloj de pulsera.
Siempre anduve con el viejo Roskof que
me regaló mi padre cuando me casé.
Creo que me acostumbraré.
—Usted, padre, que bien lo conozco,
se pone este reloj tan hermoso y lo
llevará siempre, pero el Roskof no se lo
quita del bolsillo. Estoy cierta.
Y Plinio se rió:
—Es mucho decir.
—Si no, al tiempo —añadió la chica
sonriendo a Rosita.
Marchó la visita y los tres González
contemplaron y escucharon el reloj a su
sabor.
Se hicieron lenguas de la fineza de
Rosita y de su padre y Plinio, después
de quitarse la guerrera y lavarse las
manos, pidió la cena.
—Estoy que no me tengo. Me voy a
acostar en seguida.
—¿Es posible que no vayas a ir al
Casino? —dijo su mujer sorprendida.
—Como lo oyes.
—Qué raro se me hace usted, padre,
con reloj de pulsera.
—Yo pensaba morirme sin catarlo.
—Desde luego que no hay otro en el
pueblo como éste.
—¿Tan feo?
—Padre, tanto como feo, no. Que
tiene color de huerta, eso es todo.
—No le pongáis faltas —dijo la
madre—, que debe costar un dineral.
—Como que es de los astronautas —
comentó Plinio—. Y cualquiera se lo
quita. Ya hay que llevarlo siempre. Es
regalo de los señoritos del pueblo y
todo el mundo lo va a tener en cuenta…
Menudo pitorreo se va a armar.
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