Plinio, como nacido en pueblo
labrador, nunca se atrevió a confesar
que el campo le deprimía si permanecía
en él unas cuantas horas. Un rato con los
amigos, a base de pito y gota, bueno
está. Y no digamos con comilona por
medio. Pero más allá de esos márgenes
turísticos, le producía anulación.
Cuando de chico vivía entre viñas, ya
notaba este aterramiento y soledad.
Lo suyo era la compañía de los
hombres y de las cosas. Nada de
soledades por sanas que fuesen. Lo suyo
eran las gentes en derredor, los cigarros,
la tertulia de parla o suspirante. Las
cocinas, las calles, su despacho, y sobre
todo la plaza. La plaza con sus ires y
volveres, en tantas direcciones. Las
faldas meneantes. Los tíos
pantaloneando con la cabeza baja y
pensando en sus cosas. Los chicos que
salen de la escuela y mojan una esquina.
Las campanas —hierro verde— tan altas
y olvidadas. Las puertas entreabiertas
con mujeres que hablan echando la voz
de acera a acera. Los coches, los carros
y tractores. Los bautizos colectivos y los
muertos uno a uno. Los balcones con
visillos corridos. Las ventanas de noche
con una luz tras las persianas. Los bares
llenos de voces de hombres con bigotes
de cerveza. Los corrales con perros
aburridos y gallos que fornican
aleteando bajo la gavillera. Los portales
oscuros con sus viejos inválidos que
babean. Los taquilleros y chineros,
cuyos vidrios reflejan la bombilla
pajiza. Las vigas de aire con cuerdas de
uvas y melones. Las camisas y sostenes
colgados en el alambre del corral. El
cementerio sembrado de paisanas
silenciadas para siempre. La academia
de la banda de música con soliloquios
de clarinete y bombardino. Los
comerciantes con los ojos siempre
hincados en el mostrador. Las posadas
con sus huéspedes vestidos de pana que
comen pan y chorizo junto a la bota. El
guardia de puertas que en la noche
solitaria ensaya su oratoria de bostezos.
La tienda de los diarios donde todos
extienden la mano para coger su
periódico deportivo. Los bares con
tocadiscos, eructando humos por la
puerta. Los culos de las mujeres
trajinando en los andares. Los gestos
senatorios de los viejos que hablan bajo
los soportales. Y los regadores echando
la curva de su agua sobre el cemento de
las aceras… Eso era lo suyo.
Pero el campo, tan callado, tan sin
cosas que digan y se muevan, tan sordo,
tan solar… Lo de las lagunas, así al
principio, es una amenidad. Pero al cabo
de un tiempo, aquella indiferencia de las
aguas y refrior para los ojos; aquel no
decir y estar allí porque sí durante miles
de años, sin más explicación, ni
resolverse en nada; aquel líquido
muertear a flor de tierra, le ponían los
ojos tristes y sentía que los pulsos se le
iban por la carretera.
En esto pensaba mientras andaban
los cuatro sin ir a ninguna parte, como
echados de su casa. La conversación se
iba en monosílabos y desganas. De vez
en cuando un coche avivaba aquello. Era
natural que por allí se oyesen voces
desesperadas, voces solas de algún
sensible, que con la noche encima y
apretado por el miedo, antes de llegar a
su casa se le quedase su natura con un
borbotón de voz.
Como las mujeres iban delante, le
dio por fijarse en su hija. Marchaba
apoyada en el brazo de la madre,
diciéndole cosillas, riendo a veces y
moviendo con ritmo sus piernas
firmísimas. Qué raro es eso de tener un
hijo. Que a causa de un refriegue de dos
cuerpos durante un ratillo de la noche, le
saliese a la madre entre las ingles un
cuerpecillo recién hecho y calentuzo,
saquillo de tantas potencias de los
padres, abuelos, pentabuelos y
centeabuelos, era cosa muy rara. Ahí la
tenían, tan ajena y tan de uno; tan de sí y
tan nuestra; pero también tan de otros.
Con su cámara solitaria de pensares, su
saber que se tienen que morir, su afán
secreto de tener más vivos. Qué cosa
más rara es un hijo, con su pelo, suyo;
con sus ojos, suyos; con su culo,
suyísimo, y sus ideas particulares sobre
los mismos padres que la compusieron
en un vaivén de vientres el rato de una
noche. Ahí la tienes, algo salido de
nosotros que no es nosotros. Como una
torta hecha a ciegas, con sus pies que no
paran y la boca dale que dale. Algunas
veces, al mirarle los ojos, creía ver el
fondo de todos los miles de ojos que le
antecedieron por su rama de padre y se
tragó el ejido municipal y católico. Y
cuando algunas noches al irse a acostar
la acariciaba en la tiniebla, sentía como
si metiera las manos en el gran lagar de
su raza y palpase los primeros caldos…
Y le daba por pensar, que «aquella»,
hasta hacía poco no fue nada. Acaso
idea, aspiración oscurísima, sin palabra
ni forma. Y ahora, fíjate, con sus tetas
turgentes, la grupa cadenciosa y aquella
voz, que en fino, se parecía a la suya. La
voz… ¿Cómo su voz llegó a ella? A lo
mejor venía de los primates y volaba
por el aire, para que los nacidos de su
tronco se la encañutasen en el pecho
para hablar con ella hasta el ronquido
final. Era preciso que la Alfonsa se
casase y transmitiese a otros la misma
voz y las mismas lágrimas para seguir
regando la tierra con el llanto de los
ancestrales, que no cortó la muerte de
ninguno… La misma risa para seguir
riéndose con igual son y apertura de
dientes de la puta y rarísima comedia
que es la vida… (Que, digan lo que
digan, no entiende absolutamente nadie,
desde que se cuajó el primer terrón del
globo hasta el día que se descuartice
hecho un braserío sobre el airón sin fin
que nos contiene…). Qué raro es un
hijo, mecagüendiez. Que tenga tanto de
nosotros y de nuestros mayores, sin ser
nosotros ni nuestros mayores… Iba un
viejo al casino que le llamaban Vitrubio,
y siempre decía que en lo que más se
parecen los hijos a los padres es en el
ademán que hacen al dejar la vida.
¿Pero qué ademán hacen, el del padre o
el de la madre?
—El de los dos, leche. Pero por
orden, según sean macho o hembra. Las
mujeres al levantar las manos y abrir la
boca en la última ausión, remedan al
padre. Y al cerrar la boca y bajar los
brazos en la segunda parte de la ausión,
igualico que la madre… Y si de hombre
se trata, al retroceso (que quería decir,
según Vitrubio, a la inversa). ¿Y cuando
se mueren sin hacer ausión y sólo doblan
el cuello como un canario? Entonces,
eso no falla, les temblequean las
rodillas, y el temblor de cada una
responde a un ejecutor. (Que en lenguaje
de Vitrubio quería decir a un autor).
Durante la cena, entre palabras
y bocado, Plinio observaba a los
huéspedes que masticaban en el
comedor. Casi todos parecían gentes
desplazadas en busca de algo poco
frecuentado. No eran turistas de serie, ni
vecinos de los pueblos próximos. Eran
fueras de ruta, con la hiel a cuestas y sin
muchas ganas de compaña. No eran
viajeros forzosos, como los que paran
en los hoteles de las ciudades, sino
descaminados, filtrajos de la sociedad,
que buscaban algo indecible. Ruidera no
es propiamente paso para ningún sitio.
Es lugar de ir y quedarse para mirar o
soñar despropósitos. Es varadero de
ojos flotantes, cañas de pescar o
romances ocultísimos. Por aquí antes no
venía nadie. En los finales del siglo XIX
y primer tercio del XX todas las
arboledas que rodeaban las quince
lagunas cayeron bajo las hachas de los
carboneros. Al igual que se taló el
monte bajo de toda La Mancha para
plantar viñedos y cereales. El carbón
fue, con la pesca y la caza, el único
medio de subsistir por aquellos pagos
de «manos muertas». Y después de la
desamortización de Mendizábal, fue de
propietarios particulares que no tenían
gran cosa que explotar. Luego, con la
afición a viajar, al turismo, aquello se
despabiló un poco y acoge a gentes que
van a ver, a pasar temporadas. En
verano y Semana Santa hay mucha
concurrencia pero en primavera, otoño y
no digamos en invierno cunden poco los
viajeros, que suelen ser muy
ocasionales.
Doña Margarita Reina y su hija
Margarita González Reina, vistas desde
lejos, parecían imágenes de una
secuencia de cine mudo. La madre, con
aire muy señor, pelo blanco y vestido
clarísimo. La hija, ya con ramalazos de
canas, nariz muy aquilina, pantalones
listados y culo propincuo, se expresaba
con mimos muy afectados, alzando los
ojos al cielo raso, y moviendo los
brazos con ademanes de comedia
antigua. La madre parecía la maestra de
aquella retórica, aunque más recortada y
contundente, menos lírica. A veces se
acariciaban los brazos, se miraban con
ojos de ternura y hablaban vaciándose
mucho las palabras en las orejas. O se
concentraban en místicos silencios y
miradas al aire, como si no existiese la
otra. Ambas siempre se sentían en
escena, midiendo la gesticulación y
decir de los ojos.
Bastante cerca tenían a los hermanos
Riofrío. A cualquiera le parecerían
matrimonio. Muy bien vestidos; él con
corbata y ella con joyas; ambos con
gafas y por los setenta. No dejaban de
hablarse en tono muy quedo, juntando
las cabezas, aunque siempre con los
ojos bajos.
La mujer de Plinio, muy animada,
contaba a don Lotario, con gracejo,
historias antiguas de sus parientes.
Especialmente de su primo el que se
casó con una mora. Tanto don Lotario
como la Alfonsa celebraban mucho los
acuerdos de la Gregoria, que al verse
reída, se crecía en sus dichos. Plinio,
aunque había oído aquellas historias con
mucha repetición, sonreía de vez en
cuando. Le contentaba que su mujer se
atemperase un poco.
Pasaron al bar a tomar café. Ya
había mucha parroquia en mesas y barra.
Los vecinos de los apartamentos, de las
fábricas de la luz; los venidos de
Tomelloso, Argamasilla, la aldea de
Ruidera y algunos de Manzanares, se
habían concentrado allí entre divertidos
y suspensos para «sentir» las voces.
Entre los coches aparcados, se veía
a don Circunciso paseando a su «Vida»,
muy bien abrigadito el lomo con
mantilla de cuadros.
—Las once y sin acostarse don
Circunciso —dijo Honorio que ya
estaba allí bien despatarrado y las
manos sobre las tablas de los muslos.
—Es que el perro tiene algo de
estreñimiento —dijo el mozo mirlo de la
barra, con aire muy humano.
—Pero leche, no te pongas tan
doliente, que cada vez que habláis de
don Circunciso lo hacéis como si se
tratase del propio Papa.
—Es todo un caballero —aclaró don
José que ayudaba a los de la barra.
—Todo lo caballero que usted
quiera, pero pasearse con el relente que
hay porque el perro está estreñido, no
deja de ser chusco.
Los de la barra callaron y bajaron
los ojos.
—Dichoso don Circunciso. Ni que
fuera el único huésped de este hotel.
Doña Margarita Reina y su hija
Margarita González Reina, sentadas en
un rincón, agradecidas por la oración de
Honorio contra el liliputiense, lo
cortaron con aire de reto.
—Lleva usted razón, Honorio, es
demasiada pleitesía. En este hotel
parece que las personas de estatura
normal no contamos nada.
—Eso está muy bien traído. Y no
digamos los altos como yo. Aquí no hay
como ser enanos y nada más. Vaya una
leche.
Este último dicho convocó una
carcajada muy general.
Los hermanos Riofrío, sentados muy
juntitos, tomaban sendas manzanillas con
aire tímido.
Plinio, don Lotario y las dos
mujeres, en una mesa muy pegada a la
barra, eran muy mirados y comentados
por la parroquia.
Llegó un coche de Argamasilla con
jóvenes muy alegrados. Uno disfrazado
de bruja; capirote alto, capa vieja y una
escoba. Otro con un magnetófono
grande.
—Anda, este ha tenido la misma
idea que yo —dijo Blas, enseñando el
suyo de cassettes.
Acabado el café, como quedaba
tiempo hasta medianoche, Plinio se puso
nervioso:
—Don Lotario, ¿le parece que
demos una vuelta?
—Como quieras, Manuel.
—No te digo, ya van estos a enredar
—dijo la Gregoria a su hija.
Salieron sin responder y entre el
mirar de la gente.
Don Circunciso, sentado en una
piedra, entre la tiniebla, acariciaba el
lomo de su «Vida» como dándole
animaciones para deponer. Al pasar los
justicias, se hizo el distraído.
Caminaban despacio, pegados a la
laguna. Había muy poca luna y a cada
paso velada por telarañas de nubes.
Entre la tiniebla, sólo se oían los roidos
de las escorrentías próximas. Aquella
primavera las aguas estaban muy
sobronas y sacaban una música entre
medrosa y burlera. Cuando la luna
asomaba del todo entre las nubes
enredadas, sobre las aguas-sombras
rompía la claridad, copiando el cielo
entre los juncos. Y los árboles delgados,
de vivero, se miraban como fila de
lanzas. Ya apartados del hotel, el paisaje
con luna se hacía tétrico. De vez en
cuando pájaros nocturnos volaban sobre
las aguas, y sus aletazos sonaban a
palmas huecas.
—Desde luego, Manuel, aquí de
noche es para que dé miedo cualquier
cosa.
—Ya.
—No una voz; todo cobra mucha
elocuencia.
—Yo supongo que esto de las voces
debe de ser una chuminá.
—A lo mejor. Ojalá.
—¿Es que tiene usted miedo, don
Lotario?
—Un poquillo de respeto más bien.
A mí las noches no me gustan más que en
el casino o en un teatro.
A veces, canto de cigarras. Cantos
seguidos, sin cortocircuitos.
Plinio se paró a mirar con fijeza el
centro de la laguna.
—¿Qué ves, Manuel?
—Me pareció que algo cayó al
agua… A lo mejor es que rasó un
pájaro.
Dicen que estos lagos de origen
tectónico, con emisarios subterráneos y
superficiales (los que sonaban con canto
burlón aquella noche), proceden de la
Edad Cuaternaria. Desde entonces,
cuántos millones de noches negras y
solas; noches con el cielo copiado en
sus aguas. Cuántos millones de millones
de pájaros batiendo las alas con
palmadas tétricas… Y posiblemente,
miles de voces solas, desgarradas.
Parece que en tiempos de los romanos
hubo mucho movimiento por estos
contornos. Se hablaba de poblaciones,
de calzadas y caminos que cruzaban esta
región Oretana… Y quizá riquezas que
no se recuerdan. Después, durante
siglos, montes solitarios sin visita, poco
a poco desmochados, batanes, y aislados
episodios bélicos. Tierra de pescadores,
leñadores y furtivos. Sin más visita
señera que la posible de Cervantes, de
algún artista extravagante y del general
Prim que cazoteó por estos montes. La
gran historia de España después de los
romanos anduvo alejada de este engarce
de aguas aisladas. Su gran historia fue
literaria.
Hacia las once y media dieron la
vuelta despacio, mucho más despacio de
lo que quisiera don Lotario. Plinio tenía
mucho empeño en mirar a todos sitios,
en hacer oído a cada paso. Si bien es
verdad que no se apreciaba nada
anormal.
Cuando él era chico,casi nadie
venía a Ruidera. El camino era malo y
treinta y cinco kilómetros desde el
pueblo eran mucha cuerda. Se hablaba
de Ruidera más de leídas que de vista.
De tarde en tarde llegaban a Tomelloso
noticias de algún muerto hallado sobre
las lagunas o entre los matojos de una
cueva. Su abuelo le contaba las hazañas
del Locho o el Ocho, que era de Ciudad
Real capital. Primero luchó contra los
franceses, pero ya amigado con las
armas, la aventura y el grado de alférez,
en 1821 se alzó carlista, y llegó a
mandar mil quinientos hombres. Nunca
fue la provincia de Ciudad Real tierra
de carlistas, pero el tal Ocho debió de
tener labia política y enzarzaba bien.
Llegó a Ruidera con seiscientos leales,
perseguido y batido por las tropas
cristinas, y dejó entre montes y lagunas
más de sesenta muertos. Pero el Ocho
consiguió escapar, y vivió en Londres
hasta el fin de sus días, aderezado de
leyendas heroicas y varonías.
Cuando volvieron al hotel ya no
estaba don Circunciso. Sin duda
consiguió que el can expulsora y marchó
tranquilo.
Dentro del bar las cosas ya tenían
otro clímax. Abiertas las ventanas de
par en par, los clientes y huéspedes
miraban hacia la laguna en silencio. Don
Lotario se sentó con las mujeres y lio un
caldo con aire menos severo que el que
llevó por la carretera. Plinio quedó
frente a los ventanales, entre el personal.
Los de Argamasilla habían colocado
el micrófono del magnetófono en el
alféizar de la ventana. Blas hizo lo
mismo. Los hermanos Riofrío, cada vez
más unidos, estaban cogidos de la mano.
Él con la cabeza inclinada, bajo el
sombrero, se le notaba un labiotear de
rezos. Dos niños dormitaban sobre una
mesa mientras el padre manipulaba el
sonotone. Algunos ruidereños, con cara
soñolienta y el rostro surcado, cuidando
no hacer ruido, menudeaban copas de
anís. Cada nada todos miraban los
relojes. Los que parecían más miedosos
eran los dueños del hotel. Echaban
reojos al campo como si en lugar de
voces esperasen algún ser temible.
Plinio, que solía gozar al empezar un
caso, le sonaba a juego todo aquello.
Temía que fuesen fantasías moriscas de
solitarios o alguna gamberrada bien
urdida. Lo único que le animaba a
pensar que había verdad era la actitud
de los dueños del hotel. Los mozos de la
barra también parecían preocupados.
Uno de ellos, el que no silbaba, sólo
apartaba los ojos de la ventana para
mirar el reloj. Don Lotario, con el
sombrero un poco echado hacia atrás, y
el cigarro entre los labios, miraba a
Plinio. La Gregoria, sin aparentar
emoción, aguardaba lo que pasase con
los brazos cruzados. La hija, con la
mano en la mejilla y cierta tensión en los
ojos.
Apenas vieron los magnetofónicos
que eran las doce, pusieron sus cintas en
marcha. Se notaba que todos, incluso el
vestido de bruja, tomaban la espera muy
en serio.
Pasadas las doce el silencio se hizo
tensísimo. Hasta el mismo Plinio se
sintió cogido. A veces se oía el gotear
de los grifos de la barra. Las nubes
entoldaban ahora la poca luna que
tintaba de gris negro la carretera, las
aguas del otro lado y los coches
aparcados junto al hotel. El señor
Riofrío se concentraba en el rezo con la
barbilla sobre las manos cruzadas. Sin
duda por miedo, y no por chuscada, sonó
un pedo cabal, seco, recortado, sin amo.
Y nadie movió la cabeza en busca del
culo causante. Era mucha la tensión. Uno
de los ruidereños, reseco por la espera
temeroso de hacer el menor ruido,
alargó la mano hacia la copa de
aguardiente, pero antes de llegar al
cristal, unos centímetros antes:
—¡Aaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaah!
Sonó el grito. Dos veces. No
demasiado lejos y, como dijeron, con un
tono que no era precisamente patético…
Después de tanta tensión, resultaba casi
insignificante. Todos se movieron en
silencio, pero como liberados.
—Esta noche han sido dos gritos —
rompió el dueño muy serio.
—¿Y las demás? (Plinio).
—Todas, uno.
—La tercera noche también dos,
pero el primero apenas se oyó —dijo el
barman que silbaba.
El señor Riofrío había dejado de
rezar y miraba a uno y otro lado como
sorprendido de que ya hubiera pasado
todo. Las Reinas hacían entre sí mimos
agoreros y muy expresivos. La hija de
Plinio miraba a su padre sonriendo. Ya
hablaban todos en pequeños corros.
Varios se acercaron a Plinio a ver qué
opinaba.
—Silencio un momento, por favor
—dijo uno de Argamasilla—, vamos a
ver qué tal ha salido.
Todos callaron. Empezó la cinta a
sonar. Tardaba mucho. Por fin se oyó el
pedo con blandura casi espiritual. Pero
otra vez igual, nadie rio. No encajó la
gracia. …Y luego las dos voces apenas
perceptibles.
—A ver como te ha salido a ti —
dijo a Blas Honorio.
—En la mía se oye todavía menos
—dijo manipulando.
—¿Hacia dónde tenías tú, Blas,
enfocado el micrófono?
—Hacia allá, hacia la del Rey.
—¿Y vosotros?
—De frente, a la carretera.
—Y ahora ¿qué pasa más? —
preguntó don Lotario al dueño con aire
festivo.
—Ahora nada. Hasta pasado
mañana.
En cada corro se hacían los
comentarios más diversos. Había vuelto
la animación, el ruido de vasos y
sorbos. Pero se notaba que nadie quería
salir el primero, ni siquiera subir a la
habitación.
Las mujeres de Plinio no parecían
afectadas. Los únicos serios eran los
dueños del hotel y los chicos de la
barra.
—Es grito raro. Ni de agonizante ni
de parturienta.
—Claro, como que es de hombre.
—Más bien grito de cachondeo.
—Tampoco.
—A lo mejor de uno que sueña.
¿Pero cómo coño va a dormir en medio
del campo…?
—Es lamento de ánima —dijo el
señor Riofrío con voz de predicador y
alzando el dedo temblón.
Todos lo miraron con desprecio.
—De ánima del Purgatorio —asintió
la señora Reina con aire de senadora.
—Qué va, si el Purgatorio no cae
por aquí.
—Lo raro es que sea tan cerca. A lo
mejor no es cerca, sino que a estas
horas, por las condiciones del aire, se
oye bien…
—Te digo que es alguno que duerme
en los apartamentos de enfrente con la
ventana abierta y entre sueños le da un
dolor de barriga y se queja soñando.
—Pero, coño, cómo le va a dar justo
cada dos noches a las doce…
—Un compañero en la mili, que
tenía su colchoneta junto a la mía,
siempre, en el momento de dormirse
daba un gritillo.
—Pero una cosa es un gritillo y otra
ese vozarrón.
—Si no es tanto vozarrón, es que en
el silencio se aprecia más.
—Mira que como fuese un
tocadiscos…
Cuando consiguieron quedarse
solos, Plinio se acercó a don José, que
parecía muy cansado:
—Don José ¿qué huéspedes no han
bajado al bar a oír las voces?
—Pues… Don Circunciso —se
precipitó doña Jose€a.
—Ya.
—La señorita Gala.
—La familia esa que vino ayer con
los chicos, que no deben de saber nada
ni se lo hemos querido decir.
—Don Eusebio el pescador.
—No caigo en quién es don Eusebio.
—Se le ve poco. Siempre está
pescando. Come junto a la laguna y no
cena. Es uno pequeño que lleva
sombrero de paja.
—Ah, ya sé.
—Y creo que ninguno más.
Plinio estuvo a punto de preguntar
por qué a don Circunciso no le
interesaba el fenómeno de las voces,
pero se calló. Le dirían otra vez que
«era un caballero».
—¿Y la psicóloga que parece
aburrirse tanto, tampoco baja?
—No, esa así que cena se acuesta a
leer. Dice que ha venido a descansar
(Doña Josefa).
Muy cerca de la una consiguió Plinio
llegar a su habitación. Apenas encendió
la luz vio un sobre en el suelo, que sin
duda habían pasado bajo la puerta.
Quedó mirándolo con gesto ambiguo, y
por fin lo abrió con ademanes
rebinatorios. Era blanco, cerrado, sin la
menor indicación. Se ennarizó las gafe.
Escrito con letra menuda decía en media
cuartilla:
«Hasta la hora que sea, le
espero en la habitación 35. Es
importante. Dé tres golpes antes
de entrar».
Plinio se quitó las gafas, guardó el
papel y empezó a dar paseíllos por la
habitación. Por la ventana abierta, se
veía la Colgada, ahora completamente
enlunada. Emigraron aquellas nubes
telarañosas que había después de la
cena, y un cacho de ciclo con estrellas
se copiaba en el agua, entre juncos. Sólo
cuando se mecía el aire, aquel espejo
celeste rizaba unas delgadeces. Con
ambas manos sobre el alféizar miraba el
agua. Ya no se veía un coche por la
carretera. Le hubiese gustado estar un
buen rato allí observando, haciendo
oído, pero la cita en la habitación treinta
y cinco le alteraba los planes. No tenía
irás remedio que ir primero donde sus
mujeres.
—¿Quién? —gritaron con
sobresalto.
—Soy yo.
—Ya te iba yo a llevar las cosas.
Plinio tomó el pijama, lo de aseo y
la pistola.
—¿Qué piensa usted, padre, de las
voces? —le dijo la hija ya en camisón.
—No sé que te diga, pero no me
parece nada importante.
—Quién sabe, quién sabe —rezongó
Gregoria.
—A lo mejor una virulada.
Besó a la hija, le dio con la mano en
la cabeza tiernamente a Gregoria y
volvió a su cuarto. Se metió la pistola en
el bolsillo derecho de la americana,
dejó lo demás sobre la cama y salió de
puntillas. Subió a la planta inmediata en
busca del treinta y cinco. Bajo la puerta,
una regla de luz. Quitó el seguro a la
pistola sin sacarla del bolsillo, y pegado
a la pared, dio los tres golpes.
—Pase.
Entreabrió y echó un ojo, sin
abandonar su posición.
—No se ande con astucias. Pase
pronto.
Sentado en la cama, con pijama
verde, las gafas caladas y un libro entre
manos, estaba don Circunciso. Junto a
él, en un cajón bajo y ancho, cubierto
con manta, dormía «Vida».
Ante el cuadro, Plinio aflojó la boca
y estuvo a punto de reír. Entró y cerró
despacio.
Don Circunciso, en aquella camanca
de matrimonio abultaba poquísimo,
sobre todo a lo largo, ya que las
piernecillas le concluían a pocas cuartas
del cabezal.
—Siéntese, si no le importa.
Plinio se sentó a media anqueta en
una descalzadora, como quien está de
cumplido.
—Yo soy la persona que le dijeron
encontraría aquí —se explicó con son
muy severo y mirando al de la G. M. T.
por encima de las gafas.
Plinio asintió con la cabeza.
—Ya le anunciaron lo delicado del
caso.
—Sí.
—Todo cuidado es poco.
—Sí… ¿Sabe usted ya algo en
concreto?
—No… Sólo que están aquí.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Cómo se ha enterado?
—… Por una verdadera casualidad.
—Ayer no había certeza.
—Hoy total.
El enanillo se quitó las gafas y junto
con el libro las dejó sobre la mesilla.
Tomó los pitillos.
—¿Usted fuma rubio?
—No señor.
—Hay que descubrirlos antes del
día quince.
—Ya… Pero le advierto que no soy
policía para finuras de esta clase.
—Usted, con limitarse a obedecer,
cumple.
—¿A quién?
—A mí —dijo mirándole con los
ojos militares.
Vaya ganas que me están dando de
pegarle una hostia al cañamón este.
—Pues usted dirá cuál es mi primera
misión.
—La misma que la mía. Pasearnos
de arriba abajo por todos estos
alrededores hasta que sepamos dónde
paran unos argentinos.
—¿Argentinos?
Don Circunciso asintió.
—¿Cómo son?
—Lo ignoramos. ¿Usted habrá oído
hablar en argentino alguna vez?
—Sí… en los tangos y en la
televisión.
—Pues eso basta. Pero nada de
preguntar. Si sospechan que los hemos
descubierto, todo está perdido.
—¿El qué?
—Eso no importa de momento.
Y pensar que no tiene media pata el
ajo sobrao este. ¿Para qué me habré
metido en este lío?
—¿Pero usted tendrá
documentación…?
Se oyó decir Plinio aquello que no
había pensado.
Don Circunciso, al oírlo, avinagró la
cara hasta el verde bronce, y dando un
cobertorazo se tiró de la cama. En
pijama de pantalones cortos, parecía un
chiquillo cabreado. Con el cigarrillo
entre los labios y el flequillo sobre la
frente, buscó en un bolsillo secreto, en
el fondo de su maleta. Por fin, alzando
mucho el bracete, ofreció a Plinio, que
se había puesto también en pie, su
documentación.
Plinio se puso las gafas, leyó a
conciencia y comparó la foto con la cara
del enano.
—Está bien, y usted perdone.
—Está usted en su derecho —dijo el
pequeño muy calmado.
Y volvió a la cama con la misma
postura de antes.
—Si yo pudiera contarle estas cosas
a don Lotario, todo sería más fácil. Él
me ayuda muy bien y tengo que hacer las
pesquisiciones en su auto.
—A ese veterinario, ni hablar. Ni a
él ni a nadie. Que quede bien claro
cuanto le dijeron en el momento
oportuno.
—Bueno… bueno. Y oiga usted,
¿eso de las voces no cree que tenga nada
que ver con lo que usted busca?
—Eso son imbecilidades de paletos
que no nos interesan para nada… Usted
lo que tiene que meterse bien en la
cabeza, es que si esos argentinos, o
alguien más que muy bien pudiera estar
en este hotel, se enteran que usted y yo
andamos en esto, puede costarle la vida
a alguien que interesa muchísimo que
viva o a nosotros.
—¿A quién le interesa?
—A la justicia.
—Entonces mi misión es localizar a
los argentinos.
—Exactamente.
—De modo que usted no cree que
eso de las voces…
—Sólo nos interesan, y por
venturoso casualidad, para justificar su
presencia aquí.
—¿No las darán por mandato de
ustedes para justificar mi presencia?
—No llegamos a tanto… que yo
sepa. Quedó un momento pensativo y al
fin siguió:
—Usted piense que si fracasamos en
esto nos hemos hundido.
—Oiga, yo soy un modesto guardia
municipal que está aquí para echarles
una mano en algo que no sé muy bien
qué es, y en plan particular, ya que mi
único Jefe, el Alcalde de Tomelloso, no
sabe una palabra. A ver si nos
entendemos. Yo sólo me responsabilizo
de lo que llevo por mi cuenta.
—Bueno, bueno, don Plinio…
Perdón, don Manuel. Cuanto dice es
correcto, pero comprenderá que no
puede concedérsele a usted toda la
responsabilidad en un caso tan delicado.
—Ya, ya…
No es para dármelo a mí y sí a un
renacuajo como este que puede mirarle
la panza a una mula sin necesidad de
agachar la cabeza. Te digo que…
—Ya habrá usted observado que
paso aquí por un ser excéntrico, que
sólo conversa con los camareros. De
modo que no me dirija la palabra en
público. Si tiene algo que decirme, pase
junto a mí, haga una caricia a mi perro, y
suba a su habitación a esperar mi
llamada.
—Sí señor.
A la orden emperador, que aparte
de chico eres más feo que pegar a una
madre pariendo.
—De modo que a partir de mañana a
rastrear argentinos. Y al curacanes que
le acompaña, ni palabra. Que conduzca
el coche y no pregunte.
—Ese que usted llama curacanes, es
mi mejor amigo y una de las personas
más cabales que pisan esta pelota
pestiza que es el mundo… Le ruego que
en lo sucesivo se refiera a él con el
máximo respeto porque si no en este
momento ha terminado mi
colaboración… con ustedes.
—Por favor, Manuel, no se ponga
así. Tiene toda la razón… Como no me
ha tratado ignora que mi manera de ser y
sobre todo de hablar es así… un poco
despectiva. Le ruego que me perdone.
—Perdonado, procure apausar
cuando hable de los míos.
Joder qué tío, ya que es tan
cagarruto lo menos que podía hacer
era hablar modoso y no tener esos
destiemples de terrateniente.
—Bien, Manuel, le insisto en que no
tome en cuenta mi tono… Todos le
apreciamos y admiramos muchísimo.
Vamos a descansar un poco y mañana
empezaremos la faena. Hasta mañana.
Y tumbándose y echándose el
embozo hasta las orejillas, dio por
terminada la entrevista.
—Apague la luz antes de salir;
procure que no lo vean.
—Hasta mañana.
Qué tío. Así «tapao» parece un niño
que envejeció en la cuna.
Plinio volvió a su habitación con una
indignación infrecuente… Y el caso es
que no le parecía mala persona. Hasta le
daba su poquita lástima. Pero lo de
trabajar de peón no le iba… Había
aceptado aquello por aburrimiento. El
que tiene vocación de policía, en los
pueblos lo pasa fatal… porque no
ocurre nada, y claro, así que te ofrecen
una anchoa, picas.
Pensaba esto con la luz apagada y
mirando por la ventana abierta hacia la
laguna, ahora casi negra por la
trasposición de la luna. Comenzaba a
quitarse la guerrera cuando le pareció
oír pasos por la trasera del hotel. Se
asomó. No se veía absolutamente nada,
pero alguien andaba cauteloso por allí.
Los pasos cesaron en seguida, y se oyó
cerrar levemente una ventana del piso
bajo… Debía de caer justamente debajo
de la suya, o un poco a la derecha.
Estuvo atento un rato más, al fin se metió
en la cama
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