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HIMNO A TOMELLOSO

lunes, 16 de octubre de 2017

4ª Recuperación de las Sabinas pendientes



Homenaje nacional a Plinio y los consabidos entreveros de merecida recordación.

La mujer y la hija del Jefe, en la puerta de la casa, hacían tertulia con otras vecinas. Vecinas de parla llevar. Vecinas haldudas que ya tenían televisión y remolque. Vecinas que estaban a punto de abandonar las ligas de goma y el sostén semoviente. Vecinas que empezaban a hacer ascos a los platos folclóricos y comían de latas y sobrecitos. Al ver llegar a Plinio, calló el cotarro. A lo mejor hablaban de los hurtos de mozas. El Jefe saludó con afabilidad, dijo algo sobre la buena noche que hacía y pasó hasta el patio. Su mujer entró tras él por si necesitaba algo. —No, voy a sentarme aquí a la fresca. —Como quieras. Se quitó la guerrera y la gorra, se arremangó la camisa, echó un pito y quedó sentado con el pensamiento a mil leguas de viaje submarino. A su mujer le extrañó aquella actitud caída de Manuel y quedó observándolo, bajo la parra, con los brazos cruzados y los ojos pesquisitivos. Plinio no parecía darse cuenta de aquella presencia. Algo embobinaba en su cabeza que lo tenía ausente. Tal vez el cansancio le impedía hilar con más rapidez. Fumaba muy despacio, cerraba los ojos al echar el humo y a veces parecía hablar solo. Hasta pasado un buen rato no reparó, o hizo como que no reparó, en su mujer. —¿Qué haces ahí, contraria? —le preguntó sin mirarla. —Desde luego, hijo mío, estás como una regadera. Te parece que hablando solo y componiendo más gestos que un orate… Te digo. Contigo acaba la criminalidad. —Anda, cansina, vete con las vecinas a ver si arregláis el pueblo. Y la mujer, sin más reparos, salió meneando la cabeza.

Al cabo de un rato, Plinio se levantó y buscó en el bolsillo de la guerrera que había dejado colgada en una silla algo apartada. Sacó un papel, se caló los lentes y leyó con pausa bajo la bombilla. Quedó luego con la hoja entre las manos mirando al frente. Dio un paseíllo muy despacio y volvió junto a la silla. Guardó las gafas y el papel. De nuevo empezó a dar paseos con las manos atrás. Colgadas del cinturón del pantalón, sobre los riñones, llevaba las esposas niqueladas. «Adolfo García, Adolfo García», repetía, mirando al suelo. ¿Dónde había oído él aquel nombre que estaba en su lista de «rubias»? Lo había oído otras veces referido al caso de las Sabinas. ¿Sería la arterieesclerosis? ¿Dónde había oído él aquel nombre? «Adolfo García, Adolfo García». Juraría que la última vez que lo oyó fue aquella noche después de salir de su despacho. Aquella noche, después de apuntar en su despacho que el chófer de la «rubia» que conducía el Rosario, era Adolfo García. ¿Lo dijo la Monje? ¿O fue el Monje? En aquella sesión en el portal de la casa de los Monje, de alguna manera había sonado el nombre de Adolfo García. De pronto le dio un arrebato y con toda precipitación se puso la guerrera, se ciñó el correaje, caló la gorra y salió. —¿Pero te vas otra vez, Manuel? —Vuelvo al contao. Y salió apretando. —Este hombre se va a volver loco, Dios mío. Si es mucha faena para él. Si el pobre ya no está para tantos trotes… Te digo que… —rezongó la mujer. Calle adelante, bajo las luces, se veía a Plinio alpear a una marcha más acelerada que de costumbre. Un buen rato después paraba junto a la puerta de los Monje, en la calle de Don Quijote. Era ya muy tarde y no pasaba nadie. La casa estaba totalmente oscura. Tomó el llamador y cuando iba a golpear presintió una sombra en el callejón inmediato. Dejó caer con tiento la aldaba, sin que golpease, y echó a correr hasta el callejón. La sombra resultó ser un hombre que, sorprendido, corrió un poco y acabó ocultándose en el hueco de una puerta. Plinio fue hasta allí. Como suponía, era Bolado. Estaba pegado a la puerta, con las manos sobre el pecho. —¿Qué haces aquí? —¿Qué hay, Jefe? —respondió con voz alterada. —¿Qué haces aquí? —Vigilar. —¿Vigilar, el qué? —No sé. Espero que pase algo. Que la traigan. Salió hasta la acera y sacó su cajetilla de rubio. —¿Qué le dijeron los padres de Clotilde? —preguntó ya con naturalidad. —Nada, suponen lo mismo que tú. —¿Por qué me lo ocultaron? —Ya sabes cómo son. Tenían la esperanza de que todo se arreglase sin escándalo. —Ya. Y meterme gato por liebre. —No seas así. ¿Qué culpa tiene la pobre chica? —Sí, pero yo hay cosas por las que no paso, tenga la culpa o no. —Anda, siéntate aquí —le dijo Plinio señalando el bordillo de la malísima acera—. Qué antiguo eres, Bolado. —Cada uno es como es. Y todos preferimos que en nuestra comida nadie haya metido el moje antes que nosotros… Y si eso pasa con la comida —añadió muy cargado de razón— cómo no va a pasar con la mujer propia… ¿O es que a usted le hubiera gustado casarse con una ya pasada por la piedra? —… Bueno, dejemos eso. —Dejao está. —Oye… ¿A ti te habló Clotilde alguna vez de un tal Adolfo García? —¿Adolfo García?… Sí, hombre, sí; es ese chalao de las Caballera, que en tiempos pretendía a Clotilde. —Ah, ya… —Se puso tan pesao que tuvieron que avisar a la Guardia Civil. Eso fue hace tres o cuatro años. —Pero yo no lo conozco, o creo que no lo conozco. —Es uno muy palidete, que mira así como de reojo y suele ir mucho al bar Juanito. —No caigo. —Cuando era soldao, en Carabanchel, tuvieron que llevarlo a un manicomio. Desde hace tiempo parece más tranquilo, pero según la cuenta dice muchas chorradas. —¿Y por dónde viven éstos? —Son de Pedro Muñoz, pero llevan aquí desde la guerra, según dicen. Y yo creo que viven por la calle Mayor, muy cerquita del canal, en una casa nueva. —¿Y a qué se dedican? —Tienen viñas y hacen portes pequeños… ¡Coño!, ése que le dio hoy el ataque en el Ayuntamiento es el que les lleva la furgoneta de los portes. —Ya. —¿Es que sospecha usted algo? —No. Pero que tus suegros me han mentado ese nombre y no me acordaba a cuento de qué. —Es un chalao… Ése no creo que sea capaz más que de mirar a las mozas desde largo y luego pasearles la calle.

O, a lo más, escribirles cartas. Al cabo de un rato de charla, Plinio consiguió que Bolado marchase a dormir y él volvió a su casa, no más tranquilo que salió. En la puerta de su casa ya no quedaban más que «sus» mujeres, que lo aguardaban. —Siéntate un poquito aquí con nosotras, hombre —le dijo su hija. Manuel, sin decir nada, se sentó en una de las sillas que las vecinas dejaron vacías. Y hablaron de cosas pequeñas y de reír. Pero Plinio seguía dándole vueltas a la cabeza: «Adolfo García, Adolfo García, Adolfo García». —¿Pero qué entredice usted, padre? —le preguntó la hija al oírle musitar. «Otra vez, antes, he oído yo este nombre de Adolfo García. ¿Dónde ha sido?». En un descanso de la conversación, deshilada de por sí, Plinio se levantó y empezó a dar paseíllos cortos por las carrilladas, ante su mujer e hija, que seguían sentadas. —Padre no se puede dormir — comentó la hija en voz baja. —Ya lo veo, ya. —Va a pasar la noche del siglo. —¡Qué ganas tengo de que acabe todo este lío! —Madre, se me está ocurriendo una cosa. —¿Qué? —Sacarle un cafetillo con leche, que ya sabe que le gusta antes de acostarse, y echarle una pastilleja de ésas para dormir que le mandaron a usted cuando los insomnios. —Muy bien pensao, pero échale media nada más, que si no se despierta mañana a media tarde. —Muy bien. —Manuel, ¿no te acuestas? —Sí, en seguida. —¿Te preparo el cafetillo con leche? —Sí. —Anda, hija, hazle el café a tu padre. «Dónde he oído yo este nombre, Dios mío… A mí no se me olvida casi nada, ¿por qué me ocurre esto?». —Hale, vamos dentro, que ya es muy tarde —le pidió su mujer al tiempo que entraba las sillas. —No tengo más remedio que despertar a don Lotario —dijo de pronto. —¿Pero es que te vas a ir otra vez, Manuel? —No, es para preguntarle una cosa que deseo saber. —Déjalo para mañana. —No, hasta que no lo sepa, no duermo. —Aquí tiene usted el café, padre. Plinio lo movió con aire distraído y empezó a dar sorbitos.

Madre e hija se miraron. La mujer con cara un poco de guasa. La hija apretando los labios y vigilando de reojo si el guardia apuraba la taza. Cuando concluyó la toma, se limpió con el dorso de la mano. —Estoy pensando que a lo mejor está don Lotario todavía en el Casino… No han dado las dos. —Prueba a ver. Mejor que despertar a aquellas gentes. —Oye, Perona —se le oía decir al teléfono—. ¿Está ahí don Lotario? —Está con Braulio, esperándole desde las once de la noche. —Dile que se ponga. —Le advierto, Manuel, que Braulio ha estado sembrao contando cosas de la guerra. —Me lo figuro. —Ha sido troncharse. —Ya me contarás. Que se ponga don Lotario. —¿Pero dónde paras, Manuel?, que nos estamos cayendo de sueño —sonó la voz del albéitar. —Menos cuento, que ya sé que Braulio ha echado un buen discurso. —Sí… Pero esperándote. —Oiga usted: ¿le suena que hayamos mentado estos días a un tal Adolfo García Caballero? —Ahora que lo dices… Me suena, pero no sé de dónde ni de qué. —Igual me pasa a mí. Bueno, pues haga usted memoria para mañana —yo ya estoy en casa— y me lo dice. —¿Te urge mucho? —Hombre, me gustaría localizarlo cuanto antes. —Descuida que voy a ver si doy con ese recuerdo. —Vale. Mañana espero su recuerdo… si brota. Hasta mañana entonces. —Hasta mañana, que descanses… ¿Dices Adolfo García? —Sí. Plinio se apartó del teléfono con la boca abiertísima y caidones los párpados. —Hale, padre, a la camita. —Hasta mañana, hija mía. Cuando Plinio estaba casi desnudo, sonó el teléfono. Se puso su mujer. —Manuel, Manuel… —Está acostándose. —Es un segundo nada más. La mujer estaba indecisa. Pero Plinio oyó el teléfono y llegaba en calzoncillos, pisando muy blando y esforzándose por abrir los ojos. —Es don Lotario, Manuel. —Dígame usted —preguntó reclinando la cabeza sobre el auricular como si fuese una almohada. —Nada más sentarme me he acordao. He consultado mis notas y, en efecto, no me equivoco: Adolfo García es uno de los pretendientes de la Sabina. ¿No te acuerdas que nos lo dijeron aquellas vecinas que viven enfrente? —Sí… sí… —¿Algo más? —Mañana, a las ocho, venga usted… con el coche… La mujer le tuvo que colgar el auricular. Entre las dos lo acabaron de desnudar y echaron en la cama. —Creo que hemos hecho muy bien, madre. —Sí, pobrecico. Las dos mujeres apagaron las luces de la casa, cerraron bien la puerta de la calle, echaron los gatos al corral y marcharon a la cama. La luna daba sobre el patio de Plinio corporeando la parra, la higuera y el pozo. Sonaba un grillo y las estrellas, siempre limpias, se quedaron dueñas absolutas de aquel patinillo rural. Don Lotario no pudo llegar al día siguiente hasta las nueve de la mañana. La mujer de Plinio hacía los desayunos y la hija barría el piso de cemento del patio. —Buenos días. ¿Y Manuel? —Durmiendo —dijo la moza. —¿Durmiendo Manuel a las nueve? —Sí, don Lotario. El pobre se acostó muertecico, ya sabe usted a qué hora. —Pero tu padre, aunque se haya acostado una noche, no muerto sino con la autopsia hecha, antes de las ocho ha estado de pie. —Pues ya ve usted… —Este Manuel cada día es más joven. Anda, llámalo. No fue fácil hacer vivo a Manuel. Al hombre le chorrearon los bostezos durante un rato muy largo después de ponerse los pantalones y calzarse los zapatos. Hasta que no se lavó con agua bien fresquita y se tomó un café doble no volvió en sí.

La mujer y la hija procuraron que no saliese con don Lotario hasta no verlo bien despejado. Después del segundo café, éste con leche y churros, y de encender el pito, ya fue otro hombre. Se le notó en la cara el momento en que las ideas y recuerdos volvieron a su cerebro. Los ojos tomaron su brillo habitual y el gesto el semeje de siempre. Se presentó en el patio hecho un hombre. —Buenos días, don Lotario. —La primera vez en mi vida que te veo levantarte tan tarde. —¿Pues qué hora es? —Las nueve, largas. —Qué barbaridad. Pues vamos, que hay faena. Y luego de darle las últimas chupadas al cigarro marcharon a la calle. —Me he notado yo esta noche un sueño muy pesado… Ya va estando uno muy viejo, coño. —Pero cuanto más viejo, menos se duerme. Es la ley. —Pues estaré más joven. —Eso sería fenómeno. Bueno, ¿dónde vamos? —A ver cómo está de su ataque de epilepsia el Rosario. —¿Sabes dónde vive? —Sí. Calle de los Carros. Al principio. En marcha. —Pues en marcha… ¿Tienes luz potente sobre el caso? —Tengo reflejos nada más. —Pues me valen. Como un cohete a la calle de los Carros. Tirando. —Tirando, maestro. De camino le explicó Plinio a don Lotario sus diligencias monjiles de la noche anterior, conversación con la sombra Bolado y su leve esperanza de que el Adolfo García, pretendiente juntamente de la Sabina Rodrigo y de la Clotilde Monje, pudiera ser la clave de aquel laberinto de raptos mujeriles. —Le digo a usted, don Lotario, que como me falle este palpito (que dicho sea de verdad no es muy elocuente), me voy a quedar tan limpio como estaba al principio… ¿Usted conoce a ese Adolfo García Caballero? —Al padre, sí, pero del hijo no me acuerdo. Claro que uno no se fija mucho en los jóvenes. —Me pasa lo mismo. Tengo una vaga idea, pero temo confundirlo con otro que, si no recuerdo mal, es sastre. Al principio de la calle de los Carros casi esquina a la de Oriente había un casutín con portada verde, barda bajísima y una ventanuca de tronera. Ni la cal ni el temple habían posado sobre aquel tapial hacía muchos años. Según las referencias vivía allí Rosario el epiléptico, chófer y furgonetero de Adolfo García Caballero, hijo de la Caballera.

No hizo falta llamar porque la portadilla estaba abierta. El patio, muy pequeño, un gran tinajón, macetas sin plantas y una mañana de gatos que salió rauda al oír ruido. Se notaba mucho abandono. Latas oxidadas, papeles viejos y basuras había por todas partes. —¿Quién hay por aquí? —gritó Plinio. Nadie contestó. —¿Quién hay por aquí? —gritó el veterinario poniéndose las manos de bocina. Respondió parejo silencio. Sin embargo, alguien había, porque de la puerta de la cocina, cubierta con una cortina de arpillera, salía humo de fritanga. Fritanga de aceite quemado que olía a demonios. Plinio levantó la cortina de saco. La cocina era una nube de humo de aceite chicharrón. Reclinada sobre el fuego bajo con chimenea de campana, una mujer muy vieja, defendiéndose como podía de la jumera, revolvía algo en una sartén. De luto hasta los pies, con un pañuelo del mismo color hecho gorro, tosía y carraspeaba mientras movía el cucharón, sin advertir voces ni presencias. —¡Hermana! —le gritó Plinio con tal voz que la que guisaba, que era sorda mineral, como si hubiera oído un ruidete volvió la cabeza lentamente y miró hacia la puerta con los ojos destripados por el humo, la boca abierta y sin la más remota señal de dientes ni labios. Tampoco debía de estar bien de ojos la pobre vieja, porque miraba inexpresiva, sin acusar el menor recibo. Plinio pasó, tosiendo también y se le plantó delante. —Hermana, ¿no me ve? —¿Qué quieres, qué quieres? — chicleó al fin con voz sumida. —Hablar con usted —le voceó junto al oído. —¿Hablar?… Pues habla. —Pero salgamos al patio, que aquí hace mucho humo. —¿Sí? —Pues claro que hay humo. Menuda zorrera. —Bueno. Pues sí lo habrá, cuando tú lo dices. Y temblando, apartó la sartén, donde se carbonizaba un trozo de tocino. Plinio la ayudó a levantarse de la silla, propósito que no consiguió la vieja al primer intento, y la sacó hasta el patio. —¿Quién eres tú? —preguntó la vieja al Jefe tocándole la guerrera. —Un policía. —¡Ah! ¿Y éste? —Otro policía. —Ah… Pues a simple vista me pareció el veterinario. ¿Y qué queríais? —Ver a Rosario. —Rosario no vive aquí. Es mi nieto. Pero no vive aquí desde hace meses. —¿Pues dónde vive? —En eso que llaman la frontera. —Ah, ya. —¿Qué es eso de la frontera? — preguntó don Lotario al Jefe en voz más baja. —La zona donde están las casas de furcias —respondió, también a voces, como si siguiera con la vieja. —Eso, eso, en una casa de putas vive. —¿En cuál? —En la de la Regalito. —¿Quién es la Regalito? —¿Y tú eres guardia y no la conoces? —Debe de ser nueva. —De hace unos meses. No es casa de pendones de carrera. Dice mi nieto que allí sólo barajan putas caseras. Muy de tapadillo, sabes. Rosario es chófer, pero vive allí para cubrir el tráfico. —Pero ¿quién es la Regalito? —Una andaluza con gafas, muy culona, que está de encargada, porque la dueña, dueña, aunque no aparece, pero gobierna, es la Mirla. ¿Sabes quién te digo? Braulia la Mirla… Que siempre ha sido muy jodedora ella. Y lo debía de hacer muy bien la mujer, porque hay que ver qué parroquia tuvo… Y ahora, como ya es vieja, pues que se dedica al cultivo de las ajenas. Es muy lista la Mirla. Y que tiene muchos cuartos, dice mi Rosario… Sí, y mi Rosario también gana cuartos. Fíjate que me va a comprar un hornillo de petróleo. —Qué tío rumboso —masculló don Lotario.

Plinio se había quedado tan perplejo que ya ni preguntaba. —¿Qué te pasa, Manuel? —le preguntó el «vete» en voz normal. —Que se cree uno listísimo y no se entera de nada… La Mirla tiene una casa y yo sin enterarme. —Tiene dos. —Ya, ya. —Tus guardias, que no te informan. —Alguien estará chupando de ahí… —Así que me regale el hornillo de petróleo, por lo que tú dices —seguía la abuela—, yo sigo con el fuego de cepas, pero sólo para calentarme, ¿tú me entiendes? Que guisar, guisaré en mi hornillo. Y también he comprao dos sábanas. A mí no me gusta mucho el olor del petróleo, pero se guisa mejor. Cuando serví en casa de doña Liria, me regaló otras dos sábanas. Un poco pieceás, eso es verdad, pero en buen uso. Lo peor del hornillo de petróleo es que hay que echarle petróleo, pero ha dicho mi Rosario que me lo va a traer él. Pues yo estaba en que usted era el veterinario. Es que claro, no veo bien. Pero ahora caigo en que el veterinario se murió ya. La cabeza también me falla mucho. —Ya se nota —dijo don Lotario muy serio. —Me falla mucho. Muchas veces creo que no me meo y sí me meo. Y creo que uno no se ha muerto y sí se ha muerto. —Y otras veces cree usted que uno se ha muerto, y no se ha muerto —le voceó Plinio. —No, eso no me pasa nunca. Cuando creo que se ha muerto, es que se ha muerto, y cuando creo que no se ha muerto, a lo mejor se ha muerto… Pues sí, hace ya dos años o tres que me iba a regalar el hornillo de petróleo, pero se le olvida los días que viene… Y tú, policía, ¿cómo te llamas? —Manuel González. —Ah, sí. El que era un buen policía era Plinio. Pero ése también se murió cuando la guerra de los alemanes. Lo trajeron de Rusia en una caja muy rara. Los dos de la justicia empezaron a reírse muchísimo. —No os riáis que la caja era muy rara. Fue mucho gentío. Y el muerto estuvo dos noches presentado en la Casa del Pueblo, que estaba ahí en la casa de doña Rita. ¿No sabéis? Fue un entierro muy sonao. Fueron todos los milicianos con sus monos y sus escopetas. Y encima de la caja le pusieron, decían, una cruz de hierro, pero yo sólo vi una cruz muy chiquita con la hoz y el martillo… A mi hijo también lo mataron en la guerra y lo pusieron en la Casa del Pueblo —dijo con tono muy grave—, el padre de Rosario, ¿sabes? Pero la caja de mi hijo no era tan rara como la de Plinio… Ése sí que me hubiera regalao al contao un hornillo de petróleo… Y cayó una lágrima por las mejillas de la abuela. —Ése sí que me habría traído el hornillo pronto… —Bueno, abuela, siga usted con su frito que nos vamos —le dijo Plinio dándole una palmadita en el hombro. —Bueno, andad con Dios… y tened cuidado con los autos. Don Lotario y Plinio, antes de arrancar al «Seiscientos», pasaron un buen ratillo comentando las palabras de la vieja. —Total, que somos un par de fiambres —dijo el veterinario metiéndole la primera al coche. —Entonces, Manuel, ¿vamos a casa de la Regalito? —Yo no sé dónde está… Vamos a casa de la Olga que nos informe. —Pues vamos… Como somos de la justicia, nadie pensará mal. Y si fuésemos jóvenes, con el conqui de la poli podíamos armar muchas francisquillas imponentes. —A mí ya sabe usted que nunca me gustaron las del oficio. —Hombre, algunas caseras no están mal. —Ni caseras ni callejeras. Nunca me tiró la ingle de pago. Como los puteros cualificados, llegaron a la casa de la Olga, pararon el coche ante la portada de hierro, y dio don Lotario dos golpes suaves de claxon. En seguida se movió una persiana y al poco se abrió la puerta corredera de hierro con gran sigilo. Quien abría era la Macedonia, horizontal de viejos servicios pobretones en Tomelloso, que ahora hacía de guardesa de lechos y cobradora de casquetes. Gorda, pelirroja y con gafas negras, hablaba con un desparpajo graciosísimo. Nunca decía que era del pueblo sino de Muñera y de oficio comadrona, pero que la echaron de allí porque quiso sacar una criatura con un hurón, en vez de fórceps. La Macedonia, al ver a los del Ayuntamiento, sacó una risa de pez muy indecisa. De todas formas, una vez que entró el «Seiscientos», cerró la portada con prudencia, como si de clientes corrientes se tratase, y les pasó a la gran pieza, donde «hacía salón» el meretricio y putañería, caseras de colegiación acreditada. —Menos mal que se le ve por esta casa, Jefe —dijo, ya algo más encajada. Les ofreció asiento y una copa, que los hombres no aceptaron, y sentándose a su vez quedó en espera de que los visitantes dijesen su mandado. —Oye —rompió Plinio—, ¿dónde está la casa de la Regalito? —Ahí, en la calle de la Alegría. Junto al corralazo de Funesto Machote, el de las lentejas. —Ya. ¿Y desde cuándo está abierta? —Hace muy poquito. Pero debe de estar bien amarra. Debe de untar muy a gusto al vecindario, que yo lo sé cierto, con vestidos, puros y garrafas de mistela, porque todos parecen taparla. Aparte de que no quiero hablar, pero me parece que alguien gordo protege y se hace el longuis… Porque no hay derecho que a todas las casas acreditadas del pueblo nos hagan cerrar a las ocho de la noche y ésa, por su linda cara, tenga tráfico hasta que amañana… La Olga, que por cierto está en Benidorm, a un concejal amiguete ha llegado inclusive a ofrecerle veinte mil duros para que paguen el fichaje de un futbolista, como ahora los alcaldes están tan animaos con el fútbol. Pero nada, no han querido ni por el fichaje. Que como ella dice, dejándonos abrir nada más que hasta las doce de la noche, eso lo sacamos en dos patás. Sin embargo, a la Regalito, Jefe, sin pagar fichaje ni ná que yo sepa, pues con los cierres sin echar toda la noche. Y eso no es decente, Jefe, porque la mocedad se muere de ganas. ¿Ustedes saben los batallones que vienen por estas casas desde que anochece? Y al decirles que no podemos abrir después de las ocho empiezan a berrear e incluso a tirar piedras. «¡Olga, Olga!», gritan. «¿Es que quieres que nos hagamos maricones? ¡Abre, que nos llega el licor a las patillas!». Ustedes no saben. Vocean como los soldados cercados en la guerra… Los hombres necesitan verterse como sea y hay que tenerles dispuestas las cosas para las horas Ubres… Que hasta las ocho sólo pueden venir los señoritos, como siempre. Y en la fornicación, que es un bien general, debe haber democracia libre, porque si no… va a haber que hacerlo por correspondencia… El otro día me dijo un pobre muchacho que sólo puede venir los domingos, que soñaba con majanos de tetas y bosques de pelo. Ya digo, una lástima. A ver si usted, Manuel, que es muy corriente, pone influencia para deshacer esta injusticia. Que no haya favoritismos, y que trabajemos a todo gas, porque si no la gente joven va a acabar robando mozas, como ahora ha hecho alguno… —¿Y quién es la dueña de la casa de la Regalito? —No lo sé. Dicen que la Mirla, pero yo no lo sé. Ahí entran menores y ella se lleva la mejor fruta del pueblo. —¿Y el Rosario qué hace allí? —De recadero… para poner el tocadiscos… A ciencia cierta, no lo sé. —Muy bien, Macedonia. Gracias por tu información. —¿De verdad no quieren ustedes una copita? —No, ya vendremos más despacio. —Pues hale, a mandar.

Sacaron el «Seiscientos», previa apertura de la puerta corredera, y salieron para la calle de la Alegría. La casa de la Regalito era, al menos por fuera, de menos apariencia que la de la Olga. No había puerta para coches, pero el interior, aunque más pequeño, estaba mejor puesto. Por un estilo del cuartillejo de la misma dueña situado junto a Cinco Casas. Se notaba que había intervenido la misma mano —que no podía ser la de la Mirla— en la decoración de la mancebía. La Regalito, que se levantó a abrirles con cara de sueño, ni era gorda ni tenía gafas como dijo la abuela del Rosario. En este punto debía de estar tan trascordada como en lo tocante a guerras, muertos y vivos. La Regalito, totalmente nueva en la plaza, toma del frasco —como dijo luego don Lotario —, era venezolana. Tenía una pizca de india correosa y tristísima. Apenas hablaba y parecía escuchar por aquellos ojazos de cristal color ala de mosca que miraban fijos sin expresión alguna. Se cubría la mujer con una bata celeste muy larga y recibió a los visitantes con seriedad burocrática. Los aposentó en un gabinetillo de cales, alacenas, muebles castellanos y lámpara de hierro. Sin pedirles parecer les sirvió una copita de anís dulce. La venezolana Regalito tenía pesquis para los gustos de la parroquia. Ella se sirvió otra copa que dejó reposar un buen rato y luego se bebió de un trago, con furia nada pareja a sus ademanes parsimoniosos. —Veníamos a ver a Rosario, que ayer le dio un ataque en el Ayuntamiento. —Muy bien. Pero no se movió. Se hizo un silencio. —Oye. ¿Quién es la dueña de esta casa? —Una servidora. —¿Seguro? —Seguro, Jefe. —Me han dicho que no. —Pues le han dicho mal. —Bueno, eso ya lo averiguaré cuando importe. Vamos a ver a Rosario —repitió Plinio puesto en pie. —Muy bien. Y siguió sentada, inmóvil. —¡Venga, vamos! —¿Y para qué quieren ustedes ver a Rosario? —Ya te he dicho que porque está malo y para preguntarle unas cosas. —Está mejor. —Bueno, pues vamos. —Iré yo, si no, a darle el aviso. Y siguió quieta. —No, vamos ya. Y tomándola del brazo la levantó del asiento. Y al echar a andar se dieron cuenta de que andaba de manera rara, vacilante, laxa. —Está drogada —le dijo don Lotario al oído. El Jefe hizo un gesto de extrañeza. Y luego también en voz baja: —¿Drogas en Tomelloso? La Regalito, que iba delante, perezosamente volvió la cabeza al notar que hablaban entre sí. Y siguió despacio, sin dejar de mirarlos, con la cabeza vuelta. —Yo decía que esperasen un poco, porque Rosario está en la cama con una chica —aclaró al fin con palabras suaves. Y se detuvo con cara de lástima. —No importa, venga. ¿Cuál es el cuarto? Y levantó un brazo muy lentamente hacia el pasillo largo y penumbroso. —En la última puerta. Plinio se adelantó seguido de don Lotario. Probó a abrir. Estaba cerrada. Llamó con los nudillos. —¿Quién es? —respondió una voz de mujer con mal tono. —Abre, es urgente. —Voy… Todavía tardaron un poco. Por fin abrió una gorda despeinada y con morro de husmear. Plinio empujó la puerta hasta dejarse paso. A la luz de un ventanuco entreabierto se veía a Rosario el Sietemachos en la cama. Mostraba un pijama viejo y en su cara lechal barba de tres días. Barba negra, vertical, alámbrica. Tal vez erizada por temor a la visita que vio encuadrarse en la puerta. Rosario miraba al guardia y al veterinario con sus ojos de botón negro.

La gorda, su concamera, en camisón arrugado, luego de abrir reculó con la mirada borrega y ambas manos sobre el brocal del escote. Quedó pegada a la pared y al aire unas rodillas equinas. Plinio entró, miró a uno y a otra en silencio y con aire natural, sin decir palabra, se sentó en la cama, junto al Rosario, que se rebulló un poco para dejarle sitio al guardia. Manuel dominaba la técnica del silencio. «Imponer con el mutis», como decía don Lotario. Sacó los «Celtas» de servicio y con mucha pausa le colocó un pito entre los labios al Rosario, que lo recibió, dicha sea la verdad, sin entusiasmo alguno y sin desfijar sus ojos del Jefe. Largó otro «Celta» a don Lotario, que aceptó, y otro a la barragana en camisón, que no lo quiso, porque, según se excusó con voz distraída, «no usaba del negro». Plinio, al dar lumbre al encamado, le tuvo un ratillo el mechero encendido frente al cigarro, mirándole mientras hasta el fondo ultísimo de sus cuévanos. Cuando le dio lumbre y se prendió él mismo, siguió mirándole muy fijo y con aire maestoso le echó el humo en la cara. «A Manuel no le gustan las chulerías, pero sabe que entre determinado personal dan dominio y aculatan al sospechoso», pensó el albéitar. En efecto, Rosario el Sietemachos bajó los párpados como acosado. Plinio, para estrechar el cerco, se recalcó en el asiento y ocupó más colchón. El Rosario, humillado, se torció hacia la pared. —¡Habla! —le gritó el Jefe cuando nadie lo esperaba. El Rosario, asustado y con ademán inofensivo como si le hubieran levantado la mano, volvió los ojos entornados hacia la gorda de las rodillas asnales. Plinio vio que ella le prevenía con mirada fulminativa. Don Lotario, todo prevenciones, al ver que había estallado la tormenta, entró totalmente en el cuarto y cerró la puerta tras de sí, dejándose fuera a la Regalito, que hasta el momento, y entre umbrales, fue una espectadora desvanecida. —¡Habla, Sietemachos! —le insistió el Jefe agarrándole del cuello del pijama. Y el Rosario empezó a hipar con un temblequeo que recordaba su ataque de la noche anterior. —Él no tiene nada que decir —saltó la gorda incontinente. —¿Y a ti quién te ha preguntado? —Es un criado que hace lo que le mandan y cobra. —¿Qué cobra? La gorda pareció arrepentida de su demasía. —Don Lotario, vamos a registrar la habitación de arriba abajo, sin dejar un solo rincón. La mujer, instintivamente, dio paso hacia el armario de luna, con los brazos un poco alzados. Plinio la apartó, abrió el armario y empezó a rebuscar entre ropas revueltas y cajas de zapatos. Don Lotario miraba bajo la cama y en la mesilla. Rosario Doraba ya sonoramente con el rostro entre las manos. La gorda, ahora sentada en la cama, nerviosísima, se mordisqueaba un dedo y miraba al suelo. Plinio dejaba sobre una silla cuanto sacaba de los cajones del armario. Del último sacó una caja de bombones. La abrió: —Ya está aquí… Empezó a contar billetes de mil muy nuevos. —… Y veinte mil. Barato trabajas, macho. Bueno, vístete, que nos vamos todos a la cárcel.

La gorda se levantó con aire de resignación y cogió los pantalones de Rosario. Éste, con la cabeza caída, y ya sin llorar, miraba al embozo y suspiraba afligido. —¿Dónde estará ahora el Jefe? —No sé, supongo que en su casa. —¿Y ellas?… —se arriesgó Plinio, que todavía temía que las cosas fueran por otro lado. Rosario cerró los ojos y tragó saliva, como si al fin le hubiera hecho la pregunta definitiva, la que más temía. —En el bombo —silabeó al fin. —¿En qué bombo? —En el bombo de la viña de Adolfo. —¿Y la Mirla? —Un momento, Jefe —saltó intrépida la gorda—, la Mirla no tiene nada que ver en este negocio. Ni la Mirla ni nadie de esta casa… Ni yo, claro, tampoco. —Tú te conformabas con guardarle los cuartos al Rosario. La gorda calló. —Oye una cosa —dijo Plinio ya confiado y en plan más natural—, es una curiosidad: ¿cómo os las arreglasteis para robar a la Sabina Rodrigo? El Rosario pensó un poco y echó un reojo a la gorda, que parecía distraída. —Muy fácil. La fuimos siguiendo por los paseos de Circunvalación muy despacio. Ella iba muy mosqueá. Y cuando vimos que no venía nadie, subimos el coche a la acera para que no pudiera pasar, nos bajamos corriendo… y la metimos en la furgoneta tapándole la boca. Adolfo se quedó con ella detrás. Yo, en el volante, salí hacia el bombo. —¿Y tú crees que no os vio la Mirla, que pasaba por allí? Rosario, sorprendido por la pregunta, miró a la gorda como interrogando. Ella no se atrevió a decir nada, pero otra vez se le notó cara de susto. La pobre no estaba hecha para el disimulo. —Ella no tiene nada que ver en este negocio, como le he dicho —repitió en voz baja la gorda y mirando al suelo. —Yo no digo si tuvo que ver o no. Pregunto si los vio —y le volvió a coger del pijama—, porque sé muy bien que os vio. Os vio y se calló. Mejor dicho, contó las cosas de otra manera. ¿Qué tiene que ver la Mirla en esto? —Fue la única persona que nos vio —aclaró Rosario con gesto de dolor por la presión que le hacía el guardia. El hombre se esforzaba por aclararse aunque se le notaba muy débil y a veces se le iban los ojos o monosileaba en voz baja. —¿Y por qué no denunció el caso y además mintió? La gorda dio un suspiro sonorosísimo, que parecía querer decir: «parece mentira que pregunte usted esas cosas». —Le pagó Adolfo. —¿Cuánto? —No sé, pero más que a mí. —La Mirla siempre alcahueta. De lo propio y de lo ajeno —comentó Plinio. Y la gorda asintió de manera inconsciente. —Oye otra cosa, ¿y para qué quiere el Adolfo robar mujeres? Rosario movió la cabeza como dando a entender: «No es para contado». —El pobre está loco —dijo la gorda, ya más tranquila—, y un loco hace ciento. —Bueno, ya sé que está loco, pero para qué las quiere. La gorda no pudo evitar una sotarrisa de ésas que se llaman sardónicas. —Para poner un club en Madrid — dijo el Rosario como en monólogo. —¿Cómo? —preguntó Plinio en la cima de su asombro. —Sí, señor, que hay mucho chalao —empezó la gorda con el desgarre que debía de serle habitual—. Se le ha metío en la cabeza que las mujeres de Tomelloso son las más buenas del mundo y piensa que si consigue una colección bien elegida, y pone una casa con «club Naite» en Madrid, que va a hacer el negocio del siglo. Ya digo, un chalao… Lo que pasa es que este pobre está cogido por el Adolfo, que es un miserable, y como no lo tiene asegurao ni ná, si no lo obedecía lo echaba a la calle y lo dejaba sin comer. Porque ése está loco, pero es el tío más miserable del pueblo. A éste le tiene cuartos dados con recibo. Vamos, que lo tiene totalmente en sus manos. Y Rosario no tenía más remedio que obedecerlo. Eso es todo. —Qué barbaridad. Conque una casa de furcias y un club en Madrid con mujeres robadas en Tomelloso. ¿Qué le parece a usted, don Lotario? —preguntó Plinio, cuyo asombro lo había convertido en espectador desinteresado del tema—. Desde luego en esta vida no acaba uno nunca de aprender. —Todo esto parece de manicomio —comentó don Lotario con cara graciosísima. —No es que parece, es que lo es, señor don Lotario —replicó la gorda, ya en plan amistoso—. Nosotros somos unos pobres que nos hacen una falta espantosa las perras. —Pero se puede ser pobre y honrado —cortó Plinio— y no hacerle el caldo gordo a un loco, aunque sea rico. —Eso se dice muy presto… Bueno, señor Plinio —siguió la gorda ya en plan compadre—, ya que lo sabe usted todo, por Dios le pido que no mueva a este hombre de la cama, porque está, después de lo de ayer, que para mí fue de la impresión, que no se tiene, puede creerme. —Vale. Concedido. Pero ni moverse de esta casa. Ni moverse, ni recibir visitas. Tú me entiendes, joven. Os llamarán del juzgado, hoy o mañana. Alquiláis un taxi y vais. Procuraré que a éste no lo encierren hasta que esté un poco repuesto… O que lo lleven al hospital. —Pero si este pobre… —Este pobre, como tú y la Mirla, sois sus cómplices, eso está claro como la luz del día.

La gorda moqueaba. —Oye… —preguntó Plinio como si la idea le viniese de pronto—. ¿Y qué habéis hecho con las dos mozas en el bombo de los Caballero? —Yo, nadica —dijo el Rosario moviendo la cabeza muy triste. —Es que si haces algo, te mato. Ya se cuidará él —saltó la gorda, que resultó llamarse Virtudes, y por nombre de oficio, la Olimpia. —Tú, nadica… ¿Y el Jefe Adolfo? —Ése, no sé. —Ése, tampoco nadica —respondió la Virtudes muy cargada de razón—, porque yo sé que tiene la cosa muy chiquirrina y le da vergüenza ir con mujeres. —Mujer —se rió Plinio—, por chiquirrina que la tenga, como tú dices, algo podrá hacer el pobre. —Mire usted… me lo ha dicho una compañera que estuvo de criada en su casa y él quiso trajinarla. Tiene tal menudencia, que por lo visto es propiamente como un ideal de hilo de ésos de Hilaturas Fabra para ojalar. Si su mochalez, como yo digo, debe venir de ahí, de cuando se dio cuenta que era pitifino, que dicen fue cuando el servicio militar. Allí les vio a otros el instrumental corriente y se acomplejó lo indecible. Es natural… Oiga usted, ¿y nos pondrán mucha cárcel? —No creo. —Ay, Dios mío… y por tan poco hombre ir a la trena. Don Lotario, con la mano en el estómago, muy en silencio, eso sí, y con la otra apoyado en el piecero de la cama del Rosario, reía haciendo muchísimos ruidetes con las explicaciones de la Virtudes, alias la Olimpia. —Bendito Dios —dijo al fin, secándose las lágrimas—, y qué mañana más buena estamos pasando. —Sí, hombre, ustedes de juerga y nosotros al penal —comentó ella con las manos en jarras. —Bueno. Lo dicho, ¿eh? Sin moverse de casita hasta que yo les avise. Y esto es un favor personal. Nos vamos. Rosario se volvió a tumbar en la cama y tapada la cabeza con el embozo empezó a llorar con mucho hipo. —Calla, hermoso, calla —le consoló la Virtudes poniéndole las manos por el sitio de la cabeza. Sentada ante una mesa, el cigarrillo en la boca y haciendo solitarios, estaba en el salón la Regalito, con su cara de ausencia sin retorno. Al ver a los del Ayuntamiento, hizo ademán de levantarse, pero Plinio le dijo: —No te molestes, monería. Sigue con el solitario. Y ella, con la mayor indiferencia, volvió a sus cartas. Ya en el coche, Plinio guardó en la guantera la caja de billetes, y dijo a don Lotario: —Vamos primero a por el colaborador Braulio para hacer la descubierta en el bombo de los Caballero. Le va a dar mucho gusto. —Sí, que anoche con tu ausencia se quedó muy cabreao. —Vaya, vaya, con el Adolfo García. Qué negocios se inventa más originales. —Adolfo García, alias el Falín — dijo don Lotario con la risa tan renovada que no acertaba con el contacto. —Dice que como una cubilla. —Como una cubilla de ojalar. —Qué tamaño más raro. Encontraron a Braulio preparando las espuertas para la vendimia. En mangas de camisa y las manos mojadas, mandaba más que hacía a dos chicos sobrinos suyos. —Que está prohibido hacer trabajar a los chicos, Braulio —le dijo el Jefe. —Pues en lo suyo trabajan, porque como no me dé una locura y me lo gaste tó en pelucas, ellos van a ser los herederos. —Sí, tío —dijo el más pequeño con cara de gusto. —Tú calla y trabaja, leche, que todavía tengo mucha vida por delante. —Venimos a que nos acompañes, como colaborador que eres, para dar el golpe final en lo que tú sabes. —Yo ya no soy colaborador ni puñetas. Tuvimos muy mal empiece. A mí no me da plantón ni tú, que eres mi mejor amigo… Fíjate, me hizo esperar la primera y única novia que tuve… Una hora ná más. Y se acabó la historia. No volví a arrimarme a una mujer con miras matrimoniales. —Parece mentira que siendo tan listo como eres, seas tan terco. —Ni listo ni terco. Soy cabal. —Anda, vente, que no vas a ver en tu vida cosa tan buena como la que tenemos preparada. —Nada, nada, tengo que hacer y no puedo. —Acércate un momentico —le rogó don Lotario— que te diga lo que es. Y se lo llevó aparte, y en pocas palabras le contó lo del bombo de Adolfo García. —Hombre, eso promete —dijo pasándose la mano por la barbilla. —Ya sabía yo que no ibas a resistir tentación tan fuera de talla —comentó don Lotario. —Venga —urgió Plinio mirando el reloj—, son las once largas. —Pero Manuel, ¿tú con reloj de muñequera? ¿Cuándo se ha visto en ti semejante lujuria?… ¡Atiza! —añadió —, si parece un higo verde. Qué tío, cómo te estás pasando a los ye-yés, o como se diga. —Venga, venga, que estamos de servicio. —Bueno, muchachos, seguir con las espuertas que al contao vuelvo. Si acabáis antes, tiráis de la puerta y a comer a vuestra casa.

Se puso la chaqueta colgada en los ladrales de un carro, se aplacó un poco el flequillo canoso, caló la gorra y fue con ellos. Se detuvieron unos minutos en la puerta del juzgado para que Manuel diese cuenta al juez de cómo iban las cosas. Luego, Plinio llamó a Maleza para que les acompañase y tiraron hacia la calle Mayor. Cuando llegaron ante la puerta, Plinio dijo a los demás que esperasen en el coche para no hacer demasiado espectáculo. Llamó, y una mujer se asomó por la ventana. Habló Plinio con ella y en seguida volvió al coche. —Que no está. Vamos al bombo. —¿Eso está por allí, por Záncara? —Sí, antes de llegar. —Anda, Manuel, cuéntales a éstos lo del pizarrín del Caballero. —Oye, sí, seguir, que eso es troncharse —animó Braulio. Plinio narró con pelos y señales toda la diligencia de aquella mañana por la frontera, haciendo, claro está, especial hincapié en el nunca visto negocio que pensaba Adolfo García con la copericia del Rosario y la Virtudes, amén del chantaje de la Mirla, y concluir con sabrosísimas prosas sobre la pililísima de aquel hombre de tan desusadas empresas financieras. Carretera de Záncara adelante, entre risas y choteos solemnísimos, dejaron atrás el bombo de Menora, Pinilla, la casa de don Sergio, Guadiela, Sagastizábal, el Coto, Bodega del Sevillano, Casa de los Árboles, el Carril de la Moscarda (que lleva a Escarramán y Pocopán). Lejos: Corcóles. Aquél es campo raso, de llanura sin pliegues, muelas, gajos, motas y ni siquiera tetas que alzasen una cuarta el nivel del camino y de sus viñas aledañas. Por allí los autos corrían de verdad, sin más temor que la estrechez de la carretera. —Me ha dicho que no está el Adolfo en casa. De modo que vamos a por las chicas que tiempo hay de atraparlo. —Salvo que esté aquí cuidando el averío —siguió Braulio. —Ojalá. —Maestro albéitar, para ir al bombo de los Caballero tiene usted que meterse por el camino que vamos a encontrar en seguida, a la derecha, porque si no vamos a tener que caminar más que el andarín Valero, aquél que decía haber recorrido España, Portugal y parte de Francia a golpe de borceguí —indicó el filósofo. Y por el camino dicho terció don Lotario. Como a dos kilómetros se distinguía el bombo de los Caballero, que era de los más grandes y antiguos del término. Siguieron a toda marcha. —En la puerta del bombo hay un tío y un Seat «Ochocientos» —dijo Maleza que tenía la vista muy joven. —¿Y lo ves con esta polvareda? — le preguntó Plinio. —Lo vi antes de empezar la polvareda. —¡Qué tío! —Atiza —siguió Maleza aguzando la vista y con la mano sobre la visera—, el Adolfo ese ha montado en el coche y quiere huir entre las cepas. ¡Si será chalao! —Toma los gemelos que están en la guantera, Manuel. —Pero si ya llegamos, qué gemelos ni que… Frenó el «vete» junto al bombo y salieron todos vomitados del «Seiscientos». El «Ochocientos», a más velocidad de la que podía esperarse, caminaba entre dos hilos de cepas, rompiendo pámpanos, sarmientos y todo el follaje vínico. —Si no puede correr, vamos a por él —gritó Maleza que era el más ágil. Y echó a toda pierna entre los mismos hilos que avanzaba el coche Sin duda, al ver que lo seguía el cabo, apretó más la marcha, y antes de lo que todos pensaban chocó con una cepa y dio una vuelta de campana. —Se jodió el minicolita —exclamó Braulio. Pero no se jodió, porque antes que llegase Maleza a donde el coche estaba, el hombre salió de mala manera y siguió corriendo en la misma dirección que llevaba montado. —Atiza, si se arde el coche —dijo Plinio. En efecto, una humareda se elevaba del motor y sin duda debía haber llamas, porque en seguida se oyó una gran explosión y fue hoguera visible. El que corría, al oír la explosión, volvió la cabeza, tropezó al poco con una cepa y cayó de bruces. Todavía se levantó antes que le diese alcance Maleza, pero había perdido tanto terreno, que en un sprint final el cabo lo agarró por los faldones de la chaqueta. Y debió haber su poco de lucha, pues les pareció a los observadores que forcejeaban, pero tan breve, que en seguida apreciaron que Adolfo y el cabo venían emparejados en dirección al bombo. —Vaya, hombre, la primera vez en mi vida que he visto correr a Maleza — dijo Plinio con cara de satisfacción—. Y vamos al bombo a ver qué hacen estas pobres mozas. —Este delito —dijo Braulio— debe llamarse: «intento de comercio de blancas». —De morenas —aclaró don Lotario, que estaba impaciente por ver lo que había en el bombo de los Caballero. La puerta, pintada de verde —era uno de los pocos bombos cerrados—, tenía la llave echada. Su único respiradero era por el agujero hecho sobre la cúpula para que saliera el humo. —A ver si éste tiene las llaves. Esperaron unos segundos a que llegaran Maleza y el apresado. Venían despacio, jadeantes, empapados de sudor. El Adolfo, enterragado y con una cortadura larga, pero poco profunda, en la frente, de la que salía alguna sangre. Plinio lo reconoció en seguida. Era un jovencillo estrecho de cara y cuerpo. También era palidillo, como dijo el Bolado, y miraba con ojos que de pronto parecían inocentes. Venía el hombre muy contrito, derrotado.

Plinio le puso las esposas y registró los bolsillos. Llevaba una pistola pequeña y la llave grande del bombo. —Tenlo ahí, Maleza. Los otros dos siguieron a Plinio hasta el bombo. Metió la llave y abrió con dos vueltas. En el fondo, deslumbradas por la luz del sol, abrazadas, llenas de temor, sucias, despeinadas y muy pálidas, estaban las dos chicas. La Sabina y la Clotilde. —No tengáis miedo, muchachas — les dijo Plinio sonriendo. —¡Si es Manuel, si es Manuel! — gritó la Sabina, llorando y yéndose a abrazarlo. —¡Si es Plinio, Plinio y don Lotario! —gritaba entre lloros y gozos la Clotilde, echándose a su vez a los brazos del veterinario. —Venga, venga, señoritas, tranquilizaros. Lo importante es que estáis buenas y sanas —les recomendaba Braulio, que estaba entre ambas parejas sin abrazo que llevarse a los hombros. Las pobres lloraban sobre sus salvadores con histérica mezcla de risas y lágrimas. En el suelo de tierra del bombo había sacas de paja, mantas, restos de comida y varias velas metidas en botellas. «Las chicas no olían bien, ésa es la verdad —como luego comentó Braulio—. Llevaban muchos días sin lavarse las carnestolendas y sabido es que la mujer se deteriora en seguida y aguanta poco sin agua. Le pasa igual que al perejil. El hombre resiste más la naturaleza. Pero la hembra tiene muchos pudrideros». Las pobres, después de los abrazos, respiraron con ansia, pero en seguida que repararon en Adolfo, que tenía a prudente distancia y maniatado el cabo Maleza, como puestas de acuerdo, pugnaron por ir hacia él. Las sujetaron sus libertadores, y a falta de bofetadas, empezaron a decirle al pobre todos los tacos maestros, de madre, padre y partes pudendas, desvíos y cuernos que encierre el lujurioso vocabulario español a la hora de degradar al prójimo. Como no cabían todos en el «Seiscientos», mandó Plinio a don Lotario que llevase primeramente a Maleza y al Adolfo García Caballero, y tornase en seguida a por ellos y las mujeres, pues le parecía imprudencia dejar allí al cabo con el detenido, no fuese a ocurrir cualquier cosa mala. Total, tardarían poco. Dijo asimismo a Maleza que mandasen aviso a la casa de las dos Sabinas de que estaban sanas y cerca. Cuando marchó el coche se sentaron los cuatro sobre una piedra que había junto al bombo. Lejos el «Ochocientos» seguía echando humo. Las mozas no tardaron en calmarse y pudieron responder a las preguntas explorativas de Plinio. Y comprobó el Jefe que la Sabina Rodrigo, a pesar del largo encierro y de la cochambre que la cubría, no había perdido su salvaje hermosura y, por supuesto, conservaba aquel vello en las piernas que tanto le removía. La Clotilde, de mejor ver por la brevedad de su clausura bombil, también dejaba entrever su risa picante y el guiñar de ojos prometedores, amén de las demás barandas del pecho y de la espalda, que tan en desacuerdo estaban con la severa regla y estética de sus padres, abuelos y aun se dice que bisabuelos Monje.

La Sabina decía: —A mí me trajo aquí, me encerró y sólo venía a traerme la comida. Él, la mayor parte del día, se la pasaba rondando el bombo, que yo lo oía a lo mejor toser o mover las piedras. Pero ni entraba ni me decía nada. Yo, claro, pensé que me quería para… otra cosa. Pero no me dijo esta boca es mía. Ni de eso, ni nada. —Y conmigo igual —abundó la Clotilde. —Bueno, es que si estando las dos intenta algo, lo enterramos ahí… Él nos tenía miedo. Desde que trajo a ésta nunca venía solo. Venía con el Rosario, ése que le lleva la furgoneta. —Oye, Sabina, ¿y cómo fue posible que te pudiera robar en tu misma calle y a pleno día? —Manuel, a mí no me cogieron en la calle. Yo iba por los Paseos y al pasar ante la portada del cercado de estos Caballero, que está en la esquina antes de llegar a mi casa, la Braulia la Mirla, que estaba en la puerta, me llamó. —Ángela María… Eso sí… —Y que me tenía que dar una noticia muy triste… Algo así como si se me hubiera muerto algún familiar. Claro, como ella es vecina, aunque ya sabemos todo lo que es, ante una cosa así yo entré. Cerró un poco la portada y apenas empezamos a hablar, salieron Rosario y el sinvergüenza ese de una rubia que había allí y, ayudados por la Mirla, me encerraron en ella y trajeron aquí. —¿La Mirla también? —No, ella se quedó. —No podía ser de otra manera — asintió Plinio mirando a Braulio. —¿Y el Rosario tampoco intentó nada? —No —dijeron ambas—, nunca venía solo. —¿Y no os dijeron para qué os querían? —preguntó ahora Plinio. —Sólo que en viniendo otras nos llevarían a Madrid. —Me lo juran y no lo creo —rezó Braulio—. Y es que la maldad humana es infinita. —… Y la bondad, también es infinita —le corrigió la Clotilde con mucho seso. —Eso está muy bien dicho… Por la carretera vieron que llegaba, hasta el comienzo del camino, el «Seiscientos» de don Lotario. El rapto de las Sabinas había llegado a su feliz término. Sin embargo, el caso del vizcaíno fingido y de las suecas lesbianas no tuvo su conclusión, estupenda por cierto, hasta bien entrado octubre. Cuando totalmente aclarado y publicado por toda la prensa española y extranjera el modo que tuvo la sueca rubia de matar a la morena, según propia declaración ante la policía de su país (que no la arrastró, como todos supusieron, sino que en un ataque de celos la arrojó del coche cuando iban a toda marcha). El retrato de Plinio apareció hasta en las revistas que siempre hablan de las bodas y los divorcios de los famosos, amén de la Soraya y de otros seres ficticios. Lo que nunca aclararon los suecos fue lo del saco de plástico.

Ante tan universal fama, el Gobierno español concedió a Manuel González, alias Plinio, la cruz del mérito policial, que le entregó en un homenaje popular el entonces gobernador civil de Ciudad Real, el mejor que ha tenido la provincia, José María del Moral, amén del título de comisario honorario, según rezaba en un papel grandísimo y color barquillo, que tenía muchas orlas, letras de colores y símbolos de la justicia. El Jefe, siempre acompañado de don Lotario, cuando ante más de quinientos comensales, en el salón grande del Casino de Tomelloso, se levantó a hablar, mejor dicho a leer, dijo un párrafo que este modesto cronista no quiere dejar sin darle espacio en la relación de sus hechos, nunca olvidaderos por los hijos de Tomelloso. Y era así: «Al fin y al cabo, señores, las mayores injusticias del mundo no las cometen los malhechores que solemos apresar los policías de cualquier cuerpo. Estos malhechores suelen ser pobres enfermos, seres maltratados por la naturaleza; o miserables con hambre de generaciones, que abandonó esta sociedad tan primitiva que todavía padecemos. Las mayores injusticias del mundo, las que causan el mal de legiones de criaturas desde la prehistoria, son obra de hombres y grupos de hombres que lejos de ponerse al alcance de los profesionales de la justicia, suelen poseer y enseñorear lo mejor del mundo». No les gustó a muchos comensales este parrafillo del Jefe Plinio, pero como era tan bien querido de todos, unos se lo perdonaron y otros dijeron, para su descargo, que el discurso no lo había escrito él sino este modesto relator que aquí firma y concluye. Benicasim-Madrid. Verano de 1968.



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