Homenaje nacional a Plinio y los
consabidos entreveros de merecida
recordación.
La mujer y la hija del Jefe, en la puerta
de la casa, hacían tertulia con otras
vecinas. Vecinas de parla llevar. Vecinas
haldudas que ya tenían televisión y
remolque. Vecinas que estaban a punto
de abandonar las ligas de goma y el
sostén semoviente. Vecinas que
empezaban a hacer ascos a los platos
folclóricos y comían de latas y
sobrecitos.
Al ver llegar a Plinio, calló el
cotarro. A lo mejor hablaban de los
hurtos de mozas. El Jefe saludó con
afabilidad, dijo algo sobre la buena
noche que hacía y pasó hasta el patio. Su
mujer entró tras él por si necesitaba
algo.
—No, voy a sentarme aquí a la
fresca.
—Como quieras.
Se quitó la guerrera y la gorra, se
arremangó la camisa, echó un pito y
quedó sentado con el pensamiento a mil
leguas de viaje submarino. A su mujer le
extrañó aquella actitud caída de Manuel
y quedó observándolo, bajo la parra,
con los brazos cruzados y los ojos
pesquisitivos.
Plinio no parecía darse cuenta de
aquella presencia. Algo embobinaba en
su cabeza que lo tenía ausente. Tal vez el
cansancio le impedía hilar con más
rapidez. Fumaba muy despacio, cerraba
los ojos al echar el humo y a veces
parecía hablar solo.
Hasta pasado un buen rato no reparó,
o hizo como que no reparó, en su mujer.
—¿Qué haces ahí, contraria? —le
preguntó sin mirarla.
—Desde luego, hijo mío, estás como
una regadera. Te parece que hablando
solo y componiendo más gestos que un
orate… Te digo. Contigo acaba la
criminalidad.
—Anda, cansina, vete con las
vecinas a ver si arregláis el pueblo.
Y la mujer, sin más reparos, salió
meneando la cabeza.
Al cabo de un rato, Plinio se levantó
y buscó en el bolsillo de la guerrera que
había dejado colgada en una silla algo
apartada. Sacó un papel, se caló los
lentes y leyó con pausa bajo la bombilla.
Quedó luego con la hoja entre las manos
mirando al frente. Dio un paseíllo muy
despacio y volvió junto a la silla.
Guardó las gafas y el papel. De nuevo
empezó a dar paseos con las manos
atrás. Colgadas del cinturón del
pantalón, sobre los riñones, llevaba las
esposas niqueladas.
«Adolfo García, Adolfo García»,
repetía, mirando al suelo.
¿Dónde había oído él aquel nombre
que estaba en su lista de «rubias»? Lo
había oído otras veces referido al caso
de las Sabinas. ¿Sería la
arterieesclerosis? ¿Dónde había oído él
aquel nombre? «Adolfo García, Adolfo
García». Juraría que la última vez que lo
oyó fue aquella noche después de salir
de su despacho. Aquella noche, después
de apuntar en su despacho que el chófer
de la «rubia» que conducía el Rosario,
era Adolfo García. ¿Lo dijo la Monje?
¿O fue el Monje? En aquella sesión en
el portal de la casa de los Monje, de
alguna manera había sonado el nombre
de Adolfo García.
De pronto le dio un arrebato y con
toda precipitación se puso la guerrera,
se ciñó el correaje, caló la gorra y salió.
—¿Pero te vas otra vez, Manuel?
—Vuelvo al contao.
Y salió apretando.
—Este hombre se va a volver loco,
Dios mío. Si es mucha faena para él. Si
el pobre ya no está para tantos trotes…
Te digo que… —rezongó la mujer.
Calle adelante, bajo las luces, se
veía a Plinio alpear a una marcha más
acelerada que de costumbre.
Un buen rato después paraba junto a
la puerta de los Monje, en la calle de
Don Quijote.
Era ya muy tarde y no pasaba nadie.
La casa estaba totalmente oscura. Tomó
el llamador y cuando iba a golpear
presintió una sombra en el callejón
inmediato. Dejó caer con tiento la
aldaba, sin que golpease, y echó a correr
hasta el callejón.
La sombra resultó ser un hombre
que, sorprendido, corrió un poco y
acabó ocultándose en el hueco de una
puerta.
Plinio fue hasta allí.
Como suponía, era Bolado. Estaba
pegado a la puerta, con las manos sobre
el pecho.
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué hay, Jefe? —respondió con
voz alterada.
—¿Qué haces aquí?
—Vigilar.
—¿Vigilar, el qué?
—No sé. Espero que pase algo. Que
la traigan.
Salió hasta la acera y sacó su
cajetilla de rubio.
—¿Qué le dijeron los padres de
Clotilde? —preguntó ya con naturalidad.
—Nada, suponen lo mismo que tú.
—¿Por qué me lo ocultaron?
—Ya sabes cómo son. Tenían la
esperanza de que todo se arreglase sin
escándalo.
—Ya. Y meterme gato por liebre.
—No seas así. ¿Qué culpa tiene la
pobre chica?
—Sí, pero yo hay cosas por las que
no paso, tenga la culpa o no.
—Anda, siéntate aquí —le dijo
Plinio señalando el bordillo de la
malísima acera—. Qué antiguo eres,
Bolado.
—Cada uno es como es. Y todos
preferimos que en nuestra comida nadie
haya metido el moje antes que
nosotros… Y si eso pasa con la comida
—añadió muy cargado de razón— cómo
no va a pasar con la mujer propia… ¿O
es que a usted le hubiera gustado casarse
con una ya pasada por la piedra?
—… Bueno, dejemos eso.
—Dejao está.
—Oye… ¿A ti te habló Clotilde
alguna vez de un tal Adolfo García?
—¿Adolfo García?… Sí, hombre, sí;
es ese chalao de las Caballera, que en
tiempos pretendía a Clotilde.
—Ah, ya…
—Se puso tan pesao que tuvieron
que avisar a la Guardia Civil. Eso fue
hace tres o cuatro años.
—Pero yo no lo conozco, o creo que
no lo conozco.
—Es uno muy palidete, que mira así
como de reojo y suele ir mucho al bar
Juanito.
—No caigo.
—Cuando era soldao, en
Carabanchel, tuvieron que llevarlo a un
manicomio. Desde hace tiempo parece
más tranquilo, pero según la cuenta dice
muchas chorradas.
—¿Y por dónde viven éstos?
—Son de Pedro Muñoz, pero llevan
aquí desde la guerra, según dicen. Y yo
creo que viven por la calle Mayor, muy
cerquita del canal, en una casa nueva.
—¿Y a qué se dedican?
—Tienen viñas y hacen portes
pequeños… ¡Coño!, ése que le dio hoy
el ataque en el Ayuntamiento es el que
les lleva la furgoneta de los portes.
—Ya.
—¿Es que sospecha usted algo?
—No. Pero que tus suegros me han
mentado ese nombre y no me acordaba a
cuento de qué.
—Es un chalao… Ése no creo que
sea capaz más que de mirar a las mozas
desde largo y luego pasearles la calle.
O, a lo más, escribirles cartas.
Al cabo de un rato de charla, Plinio
consiguió que Bolado marchase a
dormir y él volvió a su casa, no más
tranquilo que salió.
En la puerta de su casa ya no
quedaban más que «sus» mujeres, que lo
aguardaban.
—Siéntate un poquito aquí con
nosotras, hombre —le dijo su hija.
Manuel, sin decir nada, se sentó en
una de las sillas que las vecinas dejaron
vacías.
Y hablaron de cosas pequeñas y de
reír. Pero Plinio seguía dándole vueltas
a la cabeza: «Adolfo García, Adolfo
García, Adolfo García».
—¿Pero qué entredice usted, padre?
—le preguntó la hija al oírle musitar.
«Otra vez, antes, he oído yo este
nombre de Adolfo García. ¿Dónde ha
sido?».
En un descanso de la conversación,
deshilada de por sí, Plinio se levantó y
empezó a dar paseíllos cortos por las
carrilladas, ante su mujer e hija, que
seguían sentadas.
—Padre no se puede dormir —
comentó la hija en voz baja.
—Ya lo veo, ya.
—Va a pasar la noche del siglo.
—¡Qué ganas tengo de que acabe
todo este lío!
—Madre, se me está ocurriendo una
cosa.
—¿Qué?
—Sacarle un cafetillo con leche, que
ya sabe que le gusta antes de acostarse,
y echarle una pastilleja de ésas para
dormir que le mandaron a usted cuando
los insomnios.
—Muy bien pensao, pero échale
media nada más, que si no se despierta
mañana a media tarde.
—Muy bien.
—Manuel, ¿no te acuestas?
—Sí, en seguida.
—¿Te preparo el cafetillo con
leche?
—Sí.
—Anda, hija, hazle el café a tu
padre.
«Dónde he oído yo este nombre,
Dios mío… A mí no se me olvida casi
nada, ¿por qué me ocurre esto?».
—Hale, vamos dentro, que ya es
muy tarde —le pidió su mujer al tiempo
que entraba las sillas.
—No tengo más remedio que
despertar a don Lotario —dijo de
pronto.
—¿Pero es que te vas a ir otra vez,
Manuel?
—No, es para preguntarle una cosa
que deseo saber.
—Déjalo para mañana.
—No, hasta que no lo sepa, no
duermo.
—Aquí tiene usted el café, padre.
Plinio lo movió con aire distraído y
empezó a dar sorbitos.
Madre e hija se miraron. La mujer
con cara un poco de guasa. La hija
apretando los labios y vigilando de
reojo si el guardia apuraba la taza.
Cuando concluyó la toma, se limpió con
el dorso de la mano.
—Estoy pensando que a lo mejor
está don Lotario todavía en el Casino…
No han dado las dos.
—Prueba a ver. Mejor que despertar
a aquellas gentes.
—Oye, Perona —se le oía decir al
teléfono—. ¿Está ahí don Lotario?
—Está con Braulio, esperándole
desde las once de la noche.
—Dile que se ponga.
—Le advierto, Manuel, que Braulio
ha estado sembrao contando cosas de la
guerra.
—Me lo figuro.
—Ha sido troncharse.
—Ya me contarás. Que se ponga don
Lotario.
—¿Pero dónde paras, Manuel?, que
nos estamos cayendo de sueño —sonó la
voz del albéitar.
—Menos cuento, que ya sé que
Braulio ha echado un buen discurso.
—Sí… Pero esperándote.
—Oiga usted: ¿le suena que hayamos
mentado estos días a un tal Adolfo
García Caballero?
—Ahora que lo dices… Me suena,
pero no sé de dónde ni de qué.
—Igual me pasa a mí. Bueno, pues
haga usted memoria para mañana —yo
ya estoy en casa— y me lo dice.
—¿Te urge mucho?
—Hombre, me gustaría localizarlo
cuanto antes.
—Descuida que voy a ver si doy con
ese recuerdo.
—Vale. Mañana espero su
recuerdo… si brota. Hasta mañana
entonces.
—Hasta mañana, que descanses…
¿Dices Adolfo García?
—Sí.
Plinio se apartó del teléfono con la
boca abiertísima y caidones los
párpados.
—Hale, padre, a la camita.
—Hasta mañana, hija mía.
Cuando Plinio estaba casi desnudo,
sonó el teléfono. Se puso su mujer.
—Manuel, Manuel…
—Está acostándose.
—Es un segundo nada más.
La mujer estaba indecisa. Pero
Plinio oyó el teléfono y llegaba en
calzoncillos, pisando muy blando y
esforzándose por abrir los ojos.
—Es don Lotario, Manuel.
—Dígame usted —preguntó
reclinando la cabeza sobre el auricular
como si fuese una almohada.
—Nada más sentarme me he
acordao. He consultado mis notas y, en
efecto, no me equivoco: Adolfo García
es uno de los pretendientes de la Sabina.
¿No te acuerdas que nos lo dijeron
aquellas vecinas que viven enfrente?
—Sí… sí…
—¿Algo más?
—Mañana, a las ocho, venga
usted… con el coche…
La mujer le tuvo que colgar el
auricular. Entre las dos lo acabaron de
desnudar y echaron en la cama.
—Creo que hemos hecho muy bien,
madre.
—Sí, pobrecico.
Las dos mujeres apagaron las luces
de la casa, cerraron bien la puerta de la
calle, echaron los gatos al corral y
marcharon a la cama. La luna daba sobre
el patio de Plinio corporeando la parra,
la higuera y el pozo. Sonaba un grillo y
las estrellas, siempre limpias, se
quedaron dueñas absolutas de aquel
patinillo rural.
Don Lotario no pudo llegar al día
siguiente hasta las nueve de la mañana.
La mujer de Plinio hacía los desayunos
y la hija barría el piso de cemento del
patio.
—Buenos días. ¿Y Manuel?
—Durmiendo —dijo la moza.
—¿Durmiendo Manuel a las nueve?
—Sí, don Lotario. El pobre se
acostó muertecico, ya sabe usted a qué
hora.
—Pero tu padre, aunque se haya
acostado una noche, no muerto sino con
la autopsia hecha, antes de las ocho ha
estado de pie.
—Pues ya ve usted…
—Este Manuel cada día es más
joven. Anda, llámalo.
No fue fácil hacer vivo a Manuel. Al
hombre le chorrearon los bostezos
durante un rato muy largo después de
ponerse los pantalones y calzarse los
zapatos. Hasta que no se lavó con agua
bien fresquita y se tomó un café doble no
volvió en sí.
La mujer y la hija procuraron que no
saliese con don Lotario hasta no verlo
bien despejado. Después del segundo
café, éste con leche y churros, y de
encender el pito, ya fue otro hombre. Se
le notó en la cara el momento en que las
ideas y recuerdos volvieron a su
cerebro. Los ojos tomaron su brillo
habitual y el gesto el semeje de siempre.
Se presentó en el patio hecho un hombre.
—Buenos días, don Lotario.
—La primera vez en mi vida que te
veo levantarte tan tarde.
—¿Pues qué hora es?
—Las nueve, largas.
—Qué barbaridad. Pues vamos, que
hay faena.
Y luego de darle las últimas
chupadas al cigarro marcharon a la
calle.
—Me he notado yo esta noche un
sueño muy pesado… Ya va estando uno
muy viejo, coño.
—Pero cuanto más viejo, menos se
duerme. Es la ley.
—Pues estaré más joven.
—Eso sería fenómeno. Bueno,
¿dónde vamos?
—A ver cómo está de su ataque de
epilepsia el Rosario.
—¿Sabes dónde vive?
—Sí. Calle de los Carros. Al
principio. En marcha.
—Pues en marcha… ¿Tienes luz
potente sobre el caso?
—Tengo reflejos nada más.
—Pues me valen. Como un cohete a
la calle de los Carros. Tirando.
—Tirando, maestro.
De camino le explicó Plinio a don
Lotario sus diligencias monjiles de la
noche anterior, conversación con la
sombra Bolado y su leve esperanza de
que el Adolfo García, pretendiente
juntamente de la Sabina Rodrigo y de la
Clotilde Monje, pudiera ser la clave de
aquel laberinto de raptos mujeriles.
—Le digo a usted, don Lotario, que
como me falle este palpito (que dicho
sea de verdad no es muy elocuente), me
voy a quedar tan limpio como estaba al
principio… ¿Usted conoce a ese Adolfo
García Caballero?
—Al padre, sí, pero del hijo no me
acuerdo. Claro que uno no se fija mucho
en los jóvenes.
—Me pasa lo mismo. Tengo una
vaga idea, pero temo confundirlo con
otro que, si no recuerdo mal, es sastre.
Al principio de la calle de los
Carros casi esquina a la de Oriente
había un casutín con portada verde,
barda bajísima y una ventanuca de
tronera. Ni la cal ni el temple habían
posado sobre aquel tapial hacía muchos
años. Según las referencias vivía allí
Rosario el epiléptico, chófer y
furgonetero de Adolfo García Caballero,
hijo de la Caballera.
No hizo falta llamar porque la
portadilla estaba abierta. El patio, muy
pequeño, un gran tinajón, macetas sin
plantas y una mañana de gatos que salió
rauda al oír ruido. Se notaba mucho
abandono. Latas oxidadas, papeles
viejos y basuras había por todas partes.
—¿Quién hay por aquí? —gritó
Plinio.
Nadie contestó.
—¿Quién hay por aquí? —gritó el
veterinario poniéndose las manos de
bocina.
Respondió parejo silencio.
Sin embargo, alguien había, porque
de la puerta de la cocina, cubierta con
una cortina de arpillera, salía humo de
fritanga. Fritanga de aceite quemado que
olía a demonios.
Plinio levantó la cortina de saco. La
cocina era una nube de humo de aceite
chicharrón. Reclinada sobre el fuego
bajo con chimenea de campana, una
mujer muy vieja, defendiéndose como
podía de la jumera, revolvía algo en una
sartén. De luto hasta los pies, con un
pañuelo del mismo color hecho gorro,
tosía y carraspeaba mientras movía el
cucharón, sin advertir voces ni
presencias.
—¡Hermana! —le gritó Plinio con
tal voz que la que guisaba, que era sorda
mineral, como si hubiera oído un ruidete
volvió la cabeza lentamente y miró hacia
la puerta con los ojos destripados por el
humo, la boca abierta y sin la más
remota señal de dientes ni labios.
Tampoco debía de estar bien de ojos
la pobre vieja, porque miraba
inexpresiva, sin acusar el menor recibo.
Plinio pasó, tosiendo también y se le
plantó delante.
—Hermana, ¿no me ve?
—¿Qué quieres, qué quieres? —
chicleó al fin con voz sumida.
—Hablar con usted —le voceó junto
al oído.
—¿Hablar?… Pues habla.
—Pero salgamos al patio, que aquí
hace mucho humo.
—¿Sí?
—Pues claro que hay humo. Menuda
zorrera.
—Bueno. Pues sí lo habrá, cuando tú
lo dices.
Y temblando, apartó la sartén, donde
se carbonizaba un trozo de tocino.
Plinio la ayudó a levantarse de la silla,
propósito que no consiguió la vieja al
primer intento, y la sacó hasta el patio.
—¿Quién eres tú? —preguntó la
vieja al Jefe tocándole la guerrera.
—Un policía.
—¡Ah! ¿Y éste?
—Otro policía.
—Ah… Pues a simple vista me
pareció el veterinario. ¿Y qué queríais?
—Ver a Rosario.
—Rosario no vive aquí. Es mi nieto.
Pero no vive aquí desde hace meses.
—¿Pues dónde vive?
—En eso que llaman la frontera.
—Ah, ya.
—¿Qué es eso de la frontera? —
preguntó don Lotario al Jefe en voz más
baja.
—La zona donde están las casas de
furcias —respondió, también a voces,
como si siguiera con la vieja.
—Eso, eso, en una casa de putas
vive.
—¿En cuál?
—En la de la Regalito.
—¿Quién es la Regalito?
—¿Y tú eres guardia y no la
conoces?
—Debe de ser nueva.
—De hace unos meses. No es casa
de pendones de carrera. Dice mi nieto
que allí sólo barajan putas caseras. Muy
de tapadillo, sabes. Rosario es chófer,
pero vive allí para cubrir el tráfico.
—Pero ¿quién es la Regalito?
—Una andaluza con gafas, muy
culona, que está de encargada, porque la
dueña, dueña, aunque no aparece, pero
gobierna, es la Mirla. ¿Sabes quién te
digo? Braulia la Mirla… Que siempre
ha sido muy jodedora ella. Y lo debía de
hacer muy bien la mujer, porque hay que
ver qué parroquia tuvo… Y ahora, como
ya es vieja, pues que se dedica al
cultivo de las ajenas. Es muy lista la
Mirla. Y que tiene muchos cuartos, dice
mi Rosario… Sí, y mi Rosario también
gana cuartos. Fíjate que me va a
comprar un hornillo de petróleo.
—Qué tío rumboso —masculló don
Lotario.
Plinio se había quedado tan perplejo
que ya ni preguntaba.
—¿Qué te pasa, Manuel? —le
preguntó el «vete» en voz normal.
—Que se cree uno listísimo y no se
entera de nada… La Mirla tiene una
casa y yo sin enterarme.
—Tiene dos.
—Ya, ya.
—Tus guardias, que no te informan.
—Alguien estará chupando de ahí…
—Así que me regale el hornillo de
petróleo, por lo que tú dices —seguía la
abuela—, yo sigo con el fuego de cepas,
pero sólo para calentarme, ¿tú me
entiendes? Que guisar, guisaré en mi
hornillo. Y también he comprao dos
sábanas. A mí no me gusta mucho el olor
del petróleo, pero se guisa mejor.
Cuando serví en casa de doña Liria, me
regaló otras dos sábanas. Un poco
pieceás, eso es verdad, pero en buen
uso. Lo peor del hornillo de petróleo es
que hay que echarle petróleo, pero ha
dicho mi Rosario que me lo va a traer
él. Pues yo estaba en que usted era el
veterinario. Es que claro, no veo bien.
Pero ahora caigo en que el veterinario
se murió ya. La cabeza también me falla
mucho.
—Ya se nota —dijo don Lotario muy
serio.
—Me falla mucho. Muchas veces
creo que no me meo y sí me meo. Y creo
que uno no se ha muerto y sí se ha
muerto.
—Y otras veces cree usted que uno
se ha muerto, y no se ha muerto —le
voceó Plinio.
—No, eso no me pasa nunca.
Cuando creo que se ha muerto, es que se
ha muerto, y cuando creo que no se ha
muerto, a lo mejor se ha muerto… Pues
sí, hace ya dos años o tres que me iba a
regalar el hornillo de petróleo, pero se
le olvida los días que viene… Y tú,
policía, ¿cómo te llamas?
—Manuel González.
—Ah, sí. El que era un buen policía
era Plinio. Pero ése también se murió
cuando la guerra de los alemanes. Lo
trajeron de Rusia en una caja muy rara.
Los dos de la justicia empezaron a
reírse muchísimo.
—No os riáis que la caja era muy
rara. Fue mucho gentío. Y el muerto
estuvo dos noches presentado en la Casa
del Pueblo, que estaba ahí en la casa de
doña Rita. ¿No sabéis? Fue un entierro
muy sonao. Fueron todos los milicianos
con sus monos y sus escopetas. Y
encima de la caja le pusieron, decían,
una cruz de hierro, pero yo sólo vi una
cruz muy chiquita con la hoz y el
martillo… A mi hijo también lo mataron
en la guerra y lo pusieron en la Casa del
Pueblo —dijo con tono muy grave—, el
padre de Rosario, ¿sabes? Pero la caja
de mi hijo no era tan rara como la de
Plinio… Ése sí que me hubiera regalao
al contao un hornillo de petróleo…
Y cayó una lágrima por las mejillas
de la abuela.
—Ése sí que me habría traído el
hornillo pronto…
—Bueno, abuela, siga usted con su
frito que nos vamos —le dijo Plinio
dándole una palmadita en el hombro.
—Bueno, andad con Dios… y tened
cuidado con los autos.
Don Lotario y Plinio, antes de
arrancar al «Seiscientos», pasaron un
buen ratillo comentando las palabras de
la vieja.
—Total, que somos un par de
fiambres —dijo el veterinario
metiéndole la primera al coche.
—Entonces, Manuel, ¿vamos a casa
de la Regalito?
—Yo no sé dónde está… Vamos a
casa de la Olga que nos informe.
—Pues vamos… Como somos de la
justicia, nadie pensará mal. Y si
fuésemos jóvenes, con el conqui de la
poli podíamos armar muchas
francisquillas imponentes.
—A mí ya sabe usted que nunca me
gustaron las del oficio.
—Hombre, algunas caseras no están
mal.
—Ni caseras ni callejeras. Nunca
me tiró la ingle de pago.
Como los puteros cualificados, llegaron
a la casa de la Olga, pararon el coche
ante la portada de hierro, y dio don
Lotario dos golpes suaves de claxon. En
seguida se movió una persiana y al poco
se abrió la puerta corredera de hierro
con gran sigilo. Quien abría era la
Macedonia, horizontal de viejos
servicios pobretones en Tomelloso, que
ahora hacía de guardesa de lechos y
cobradora de casquetes. Gorda,
pelirroja y con gafas negras, hablaba
con un desparpajo graciosísimo. Nunca
decía que era del pueblo sino de Muñera
y de oficio comadrona, pero que la
echaron de allí porque quiso sacar una
criatura con un hurón, en vez de fórceps.
La Macedonia, al ver a los del
Ayuntamiento, sacó una risa de pez muy
indecisa. De todas formas, una vez que
entró el «Seiscientos», cerró la portada
con prudencia, como si de clientes
corrientes se tratase, y les pasó a la gran
pieza, donde «hacía salón» el meretricio
y putañería, caseras de colegiación
acreditada.
—Menos mal que se le ve por esta
casa, Jefe —dijo, ya algo más encajada.
Les ofreció asiento y una copa, que
los hombres no aceptaron, y sentándose
a su vez quedó en espera de que los
visitantes dijesen su mandado.
—Oye —rompió Plinio—, ¿dónde
está la casa de la Regalito?
—Ahí, en la calle de la Alegría.
Junto al corralazo de Funesto Machote,
el de las lentejas.
—Ya. ¿Y desde cuándo está abierta?
—Hace muy poquito. Pero debe de
estar bien amarra. Debe de untar muy a
gusto al vecindario, que yo lo sé cierto,
con vestidos, puros y garrafas de
mistela, porque todos parecen taparla.
Aparte de que no quiero hablar, pero me
parece que alguien gordo protege y se
hace el longuis… Porque no hay derecho
que a todas las casas acreditadas del
pueblo nos hagan cerrar a las ocho de la
noche y ésa, por su linda cara, tenga
tráfico hasta que amañana… La Olga,
que por cierto está en Benidorm, a un
concejal amiguete ha llegado inclusive a
ofrecerle veinte mil duros para que
paguen el fichaje de un futbolista, como
ahora los alcaldes están tan animaos con
el fútbol. Pero nada, no han querido ni
por el fichaje. Que como ella dice,
dejándonos abrir nada más que hasta las
doce de la noche, eso lo sacamos en dos
patás. Sin embargo, a la Regalito, Jefe,
sin pagar fichaje ni ná que yo sepa, pues
con los cierres sin echar toda la noche.
Y eso no es decente, Jefe, porque la
mocedad se muere de ganas. ¿Ustedes
saben los batallones que vienen por
estas casas desde que anochece? Y al
decirles que no podemos abrir después
de las ocho empiezan a berrear e incluso
a tirar piedras. «¡Olga, Olga!», gritan.
«¿Es que quieres que nos hagamos
maricones? ¡Abre, que nos llega el licor
a las patillas!». Ustedes no saben.
Vocean como los soldados cercados en
la guerra… Los hombres necesitan
verterse como sea y hay que tenerles
dispuestas las cosas para las horas
Ubres… Que hasta las ocho sólo pueden
venir los señoritos, como siempre. Y en
la fornicación, que es un bien general,
debe haber democracia libre, porque si
no… va a haber que hacerlo por
correspondencia… El otro día me dijo
un pobre muchacho que sólo puede venir
los domingos, que soñaba con majanos
de tetas y bosques de pelo. Ya digo, una
lástima. A ver si usted, Manuel, que es
muy corriente, pone influencia para
deshacer esta injusticia. Que no haya
favoritismos, y que trabajemos a todo
gas, porque si no la gente joven va a
acabar robando mozas, como ahora ha
hecho alguno…
—¿Y quién es la dueña de la casa de
la Regalito?
—No lo sé. Dicen que la Mirla,
pero yo no lo sé. Ahí entran menores y
ella se lleva la mejor fruta del pueblo.
—¿Y el Rosario qué hace allí?
—De recadero… para poner el
tocadiscos… A ciencia cierta, no lo sé.
—Muy bien, Macedonia. Gracias
por tu información.
—¿De verdad no quieren ustedes
una copita?
—No, ya vendremos más despacio.
—Pues hale, a mandar.
Sacaron el «Seiscientos», previa
apertura de la puerta corredera, y
salieron para la calle de la Alegría.
La casa de la Regalito era, al menos por
fuera, de menos apariencia que la de la
Olga. No había puerta para coches, pero
el interior, aunque más pequeño, estaba
mejor puesto. Por un estilo del
cuartillejo de la misma dueña situado
junto a Cinco Casas. Se notaba que
había intervenido la misma mano —que
no podía ser la de la Mirla— en la
decoración de la mancebía.
La Regalito, que se levantó a
abrirles con cara de sueño, ni era gorda
ni tenía gafas como dijo la abuela del
Rosario. En este punto debía de estar tan
trascordada como en lo tocante a
guerras, muertos y vivos. La Regalito,
totalmente nueva en la plaza, toma del
frasco —como dijo luego don Lotario
—, era venezolana. Tenía una pizca de
india correosa y tristísima. Apenas
hablaba y parecía escuchar por aquellos
ojazos de cristal color ala de mosca que
miraban fijos sin expresión alguna. Se
cubría la mujer con una bata celeste muy
larga y recibió a los visitantes con
seriedad burocrática. Los aposentó en un
gabinetillo de cales, alacenas, muebles
castellanos y lámpara de hierro. Sin
pedirles parecer les sirvió una copita de
anís dulce. La venezolana Regalito tenía
pesquis para los gustos de la parroquia.
Ella se sirvió otra copa que dejó
reposar un buen rato y luego se bebió de
un trago, con furia nada pareja a sus
ademanes parsimoniosos.
—Veníamos a ver a Rosario, que
ayer le dio un ataque en el Ayuntamiento.
—Muy bien.
Pero no se movió. Se hizo un
silencio.
—Oye. ¿Quién es la dueña de esta
casa?
—Una servidora.
—¿Seguro?
—Seguro, Jefe.
—Me han dicho que no.
—Pues le han dicho mal.
—Bueno, eso ya lo averiguaré
cuando importe. Vamos a ver a Rosario
—repitió Plinio puesto en pie.
—Muy bien.
Y siguió sentada, inmóvil.
—¡Venga, vamos!
—¿Y para qué quieren ustedes ver a
Rosario?
—Ya te he dicho que porque está
malo y para preguntarle unas cosas.
—Está mejor.
—Bueno, pues vamos.
—Iré yo, si no, a darle el aviso.
Y siguió quieta.
—No, vamos ya.
Y tomándola del brazo la levantó del
asiento. Y al echar a andar se dieron
cuenta de que andaba de manera rara,
vacilante, laxa.
—Está drogada —le dijo don
Lotario al oído.
El Jefe hizo un gesto de extrañeza. Y
luego también en voz baja:
—¿Drogas en Tomelloso?
La Regalito, que iba delante,
perezosamente volvió la cabeza al notar
que hablaban entre sí. Y siguió
despacio, sin dejar de mirarlos, con la
cabeza vuelta.
—Yo decía que esperasen un poco,
porque Rosario está en la cama con una
chica —aclaró al fin con palabras
suaves.
Y se detuvo con cara de lástima.
—No importa, venga. ¿Cuál es el
cuarto?
Y levantó un brazo muy lentamente
hacia el pasillo largo y penumbroso.
—En la última puerta.
Plinio se adelantó seguido de don
Lotario. Probó a abrir. Estaba cerrada.
Llamó con los nudillos.
—¿Quién es? —respondió una voz
de mujer con mal tono.
—Abre, es urgente.
—Voy…
Todavía tardaron un poco. Por fin
abrió una gorda despeinada y con morro
de husmear. Plinio empujó la puerta
hasta dejarse paso.
A la luz de un ventanuco entreabierto
se veía a Rosario el Sietemachos en la
cama. Mostraba un pijama viejo y en su
cara lechal barba de tres días. Barba
negra, vertical, alámbrica. Tal vez
erizada por temor a la visita que vio
encuadrarse en la puerta. Rosario
miraba al guardia y al veterinario con
sus ojos de botón negro.
La gorda, su concamera, en camisón
arrugado, luego de abrir reculó con la
mirada borrega y ambas manos sobre el
brocal del escote. Quedó pegada a la
pared y al aire unas rodillas equinas.
Plinio entró, miró a uno y a otra en
silencio y con aire natural, sin decir
palabra, se sentó en la cama, junto al
Rosario, que se rebulló un poco para
dejarle sitio al guardia.
Manuel dominaba la técnica del
silencio. «Imponer con el mutis», como
decía don Lotario.
Sacó los «Celtas» de servicio y con
mucha pausa le colocó un pito entre los
labios al Rosario, que lo recibió, dicha
sea la verdad, sin entusiasmo alguno y
sin desfijar sus ojos del Jefe. Largó otro
«Celta» a don Lotario, que aceptó, y
otro a la barragana en camisón, que no
lo quiso, porque, según se excusó con
voz distraída, «no usaba del negro».
Plinio, al dar lumbre al encamado,
le tuvo un ratillo el mechero encendido
frente al cigarro, mirándole mientras
hasta el fondo ultísimo de sus cuévanos.
Cuando le dio lumbre y se prendió él
mismo, siguió mirándole muy fijo y con
aire maestoso le echó el humo en la
cara.
«A Manuel no le gustan las
chulerías, pero sabe que entre
determinado personal dan dominio y
aculatan al sospechoso», pensó el
albéitar.
En efecto, Rosario el Sietemachos
bajó los párpados como acosado.
Plinio, para estrechar el cerco, se
recalcó en el asiento y ocupó más
colchón. El Rosario, humillado, se
torció hacia la pared.
—¡Habla! —le gritó el Jefe cuando
nadie lo esperaba.
El Rosario, asustado y con ademán
inofensivo como si le hubieran
levantado la mano, volvió los ojos
entornados hacia la gorda de las rodillas
asnales.
Plinio vio que ella le prevenía con
mirada fulminativa.
Don Lotario, todo prevenciones, al
ver que había estallado la tormenta,
entró totalmente en el cuarto y cerró la
puerta tras de sí, dejándose fuera a la
Regalito, que hasta el momento, y entre
umbrales, fue una espectadora
desvanecida.
—¡Habla, Sietemachos! —le
insistió el Jefe agarrándole del cuello
del pijama.
Y el Rosario empezó a hipar con un
temblequeo que recordaba su ataque de
la noche anterior.
—Él no tiene nada que decir —saltó
la gorda incontinente.
—¿Y a ti quién te ha preguntado?
—Es un criado que hace lo que le
mandan y cobra.
—¿Qué cobra?
La gorda pareció arrepentida de su
demasía.
—Don Lotario, vamos a registrar la
habitación de arriba abajo, sin dejar un
solo rincón.
La mujer, instintivamente, dio paso
hacia el armario de luna, con los brazos
un poco alzados.
Plinio la apartó, abrió el armario y
empezó a rebuscar entre ropas revueltas
y cajas de zapatos. Don Lotario miraba
bajo la cama y en la mesilla. Rosario
Doraba ya sonoramente con el rostro
entre las manos. La gorda, ahora sentada
en la cama, nerviosísima, se
mordisqueaba un dedo y miraba al
suelo.
Plinio dejaba sobre una silla cuanto
sacaba de los cajones del armario. Del
último sacó una caja de bombones. La
abrió:
—Ya está aquí…
Empezó a contar billetes de mil muy
nuevos.
—… Y veinte mil. Barato trabajas,
macho. Bueno, vístete, que nos vamos
todos a la cárcel.
La gorda se levantó con aire de
resignación y cogió los pantalones de
Rosario. Éste, con la cabeza caída, y ya
sin llorar, miraba al embozo y suspiraba
afligido.
—¿Dónde estará ahora el Jefe?
—No sé, supongo que en su casa.
—¿Y ellas?… —se arriesgó Plinio,
que todavía temía que las cosas fueran
por otro lado.
Rosario cerró los ojos y tragó
saliva, como si al fin le hubiera hecho la
pregunta definitiva, la que más temía.
—En el bombo —silabeó al fin.
—¿En qué bombo?
—En el bombo de la viña de
Adolfo.
—¿Y la Mirla?
—Un momento, Jefe —saltó
intrépida la gorda—, la Mirla no tiene
nada que ver en este negocio. Ni la
Mirla ni nadie de esta casa… Ni yo,
claro, tampoco.
—Tú te conformabas con guardarle
los cuartos al Rosario.
La gorda calló.
—Oye una cosa —dijo Plinio ya
confiado y en plan más natural—, es una
curiosidad: ¿cómo os las arreglasteis
para robar a la Sabina Rodrigo?
El Rosario pensó un poco y echó un
reojo a la gorda, que parecía distraída.
—Muy fácil. La fuimos siguiendo
por los paseos de Circunvalación muy
despacio. Ella iba muy mosqueá. Y
cuando vimos que no venía nadie,
subimos el coche a la acera para que no
pudiera pasar, nos bajamos corriendo…
y la metimos en la furgoneta tapándole la
boca. Adolfo se quedó con ella detrás.
Yo, en el volante, salí hacia el bombo.
—¿Y tú crees que no os vio la
Mirla, que pasaba por allí?
Rosario, sorprendido por la
pregunta, miró a la gorda como
interrogando. Ella no se atrevió a decir
nada, pero otra vez se le notó cara de
susto. La pobre no estaba hecha para el
disimulo.
—Ella no tiene nada que ver en este
negocio, como le he dicho —repitió en
voz baja la gorda y mirando al suelo.
—Yo no digo si tuvo que ver o no.
Pregunto si los vio —y le volvió a coger
del pijama—, porque sé muy bien que os
vio. Os vio y se calló. Mejor dicho,
contó las cosas de otra manera. ¿Qué
tiene que ver la Mirla en esto?
—Fue la única persona que nos vio
—aclaró Rosario con gesto de dolor por
la presión que le hacía el guardia.
El hombre se esforzaba por
aclararse aunque se le notaba muy débil
y a veces se le iban los ojos o
monosileaba en voz baja.
—¿Y por qué no denunció el caso y
además mintió?
La gorda dio un suspiro
sonorosísimo, que parecía querer decir:
«parece mentira que pregunte usted esas
cosas».
—Le pagó Adolfo.
—¿Cuánto?
—No sé, pero más que a mí.
—La Mirla siempre alcahueta. De lo
propio y de lo ajeno —comentó Plinio.
Y la gorda asintió de manera
inconsciente.
—Oye otra cosa, ¿y para qué quiere
el Adolfo robar mujeres?
Rosario movió la cabeza como
dando a entender: «No es para contado».
—El pobre está loco —dijo la
gorda, ya más tranquila—, y un loco
hace ciento.
—Bueno, ya sé que está loco, pero
para qué las quiere.
La gorda no pudo evitar una
sotarrisa de ésas que se llaman
sardónicas.
—Para poner un club en Madrid —
dijo el Rosario como en monólogo.
—¿Cómo? —preguntó Plinio en la
cima de su asombro.
—Sí, señor, que hay mucho chalao
—empezó la gorda con el desgarre que
debía de serle habitual—. Se le ha metío
en la cabeza que las mujeres de
Tomelloso son las más buenas del
mundo y piensa que si consigue una
colección bien elegida, y pone una casa
con «club Naite» en Madrid, que va a
hacer el negocio del siglo. Ya digo, un
chalao… Lo que pasa es que este pobre
está cogido por el Adolfo, que es un
miserable, y como no lo tiene asegurao
ni ná, si no lo obedecía lo echaba a la
calle y lo dejaba sin comer. Porque ése
está loco, pero es el tío más miserable
del pueblo. A éste le tiene cuartos dados
con recibo. Vamos, que lo tiene
totalmente en sus manos. Y Rosario no
tenía más remedio que obedecerlo. Eso
es todo.
—Qué barbaridad. Conque una casa
de furcias y un club en Madrid con
mujeres robadas en Tomelloso. ¿Qué le
parece a usted, don Lotario? —preguntó
Plinio, cuyo asombro lo había
convertido en espectador desinteresado
del tema—. Desde luego en esta vida no
acaba uno nunca de aprender.
—Todo esto parece de manicomio
—comentó don Lotario con cara
graciosísima.
—No es que parece, es que lo es,
señor don Lotario —replicó la gorda, ya
en plan amistoso—. Nosotros somos
unos pobres que nos hacen una falta
espantosa las perras.
—Pero se puede ser pobre y
honrado —cortó Plinio— y no hacerle
el caldo gordo a un loco, aunque sea
rico.
—Eso se dice muy presto… Bueno,
señor Plinio —siguió la gorda ya en
plan compadre—, ya que lo sabe usted
todo, por Dios le pido que no mueva a
este hombre de la cama, porque está,
después de lo de ayer, que para mí fue
de la impresión, que no se tiene, puede
creerme.
—Vale. Concedido. Pero ni moverse
de esta casa. Ni moverse, ni recibir
visitas. Tú me entiendes, joven. Os
llamarán del juzgado, hoy o mañana.
Alquiláis un taxi y vais. Procuraré que a
éste no lo encierren hasta que esté un
poco repuesto… O que lo lleven al
hospital.
—Pero si este pobre…
—Este pobre, como tú y la Mirla,
sois sus cómplices, eso está claro como
la luz del día.
La gorda moqueaba.
—Oye… —preguntó Plinio como si
la idea le viniese de pronto—. ¿Y qué
habéis hecho con las dos mozas en el
bombo de los Caballero?
—Yo, nadica —dijo el Rosario
moviendo la cabeza muy triste.
—Es que si haces algo, te mato. Ya
se cuidará él —saltó la gorda, que
resultó llamarse Virtudes, y por nombre
de oficio, la Olimpia.
—Tú, nadica… ¿Y el Jefe Adolfo?
—Ése, no sé.
—Ése, tampoco nadica —respondió
la Virtudes muy cargada de razón—,
porque yo sé que tiene la cosa muy
chiquirrina y le da vergüenza ir con
mujeres.
—Mujer —se rió Plinio—, por
chiquirrina que la tenga, como tú dices,
algo podrá hacer el pobre.
—Mire usted… me lo ha dicho una
compañera que estuvo de criada en su
casa y él quiso trajinarla. Tiene tal
menudencia, que por lo visto es
propiamente como un ideal de hilo de
ésos de Hilaturas Fabra para ojalar. Si
su mochalez, como yo digo, debe venir
de ahí, de cuando se dio cuenta que era
pitifino, que dicen fue cuando el
servicio militar. Allí les vio a otros el
instrumental corriente y se acomplejó lo
indecible. Es natural… Oiga usted, ¿y
nos pondrán mucha cárcel?
—No creo.
—Ay, Dios mío… y por tan poco
hombre ir a la trena.
Don Lotario, con la mano en el
estómago, muy en silencio, eso sí, y con
la otra apoyado en el piecero de la cama
del Rosario, reía haciendo muchísimos
ruidetes con las explicaciones de la
Virtudes, alias la Olimpia.
—Bendito Dios —dijo al fin,
secándose las lágrimas—, y qué mañana
más buena estamos pasando.
—Sí, hombre, ustedes de juerga y
nosotros al penal —comentó ella con las
manos en jarras.
—Bueno. Lo dicho, ¿eh? Sin
moverse de casita hasta que yo les
avise. Y esto es un favor personal. Nos
vamos.
Rosario se volvió a tumbar en la
cama y tapada la cabeza con el embozo
empezó a llorar con mucho hipo.
—Calla, hermoso, calla —le
consoló la Virtudes poniéndole las
manos por el sitio de la cabeza.
Sentada ante una mesa, el cigarrillo
en la boca y haciendo solitarios, estaba
en el salón la Regalito, con su cara de
ausencia sin retorno. Al ver a los del
Ayuntamiento, hizo ademán de
levantarse, pero Plinio le dijo:
—No te molestes, monería. Sigue
con el solitario.
Y ella, con la mayor indiferencia,
volvió a sus cartas.
Ya en el coche, Plinio guardó en la
guantera la caja de billetes, y dijo a don
Lotario:
—Vamos primero a por el
colaborador Braulio para hacer la
descubierta en el bombo de los
Caballero. Le va a dar mucho gusto.
—Sí, que anoche con tu ausencia se
quedó muy cabreao.
—Vaya, vaya, con el Adolfo García.
Qué negocios se inventa más originales.
—Adolfo García, alias el Falín —
dijo don Lotario con la risa tan renovada
que no acertaba con el contacto.
—Dice que como una cubilla.
—Como una cubilla de ojalar.
—Qué tamaño más raro.
Encontraron a Braulio preparando
las espuertas para la vendimia. En
mangas de camisa y las manos mojadas,
mandaba más que hacía a dos chicos
sobrinos suyos.
—Que está prohibido hacer trabajar
a los chicos, Braulio —le dijo el Jefe.
—Pues en lo suyo trabajan, porque
como no me dé una locura y me lo gaste
tó en pelucas, ellos van a ser los
herederos.
—Sí, tío —dijo el más pequeño con
cara de gusto.
—Tú calla y trabaja, leche, que
todavía tengo mucha vida por delante.
—Venimos a que nos acompañes,
como colaborador que eres, para dar el
golpe final en lo que tú sabes.
—Yo ya no soy colaborador ni
puñetas. Tuvimos muy mal empiece. A
mí no me da plantón ni tú, que eres mi
mejor amigo… Fíjate, me hizo esperar
la primera y única novia que tuve… Una
hora ná más. Y se acabó la historia. No
volví a arrimarme a una mujer con miras
matrimoniales.
—Parece mentira que siendo tan
listo como eres, seas tan terco.
—Ni listo ni terco. Soy cabal.
—Anda, vente, que no vas a ver en
tu vida cosa tan buena como la que
tenemos preparada.
—Nada, nada, tengo que hacer y no
puedo.
—Acércate un momentico —le rogó
don Lotario— que te diga lo que es.
Y se lo llevó aparte, y en pocas
palabras le contó lo del bombo de
Adolfo García.
—Hombre, eso promete —dijo
pasándose la mano por la barbilla.
—Ya sabía yo que no ibas a resistir
tentación tan fuera de talla —comentó
don Lotario.
—Venga —urgió Plinio mirando el
reloj—, son las once largas.
—Pero Manuel, ¿tú con reloj de
muñequera? ¿Cuándo se ha visto en ti
semejante lujuria?… ¡Atiza! —añadió
—, si parece un higo verde. Qué tío,
cómo te estás pasando a los ye-yés, o
como se diga.
—Venga, venga, que estamos de
servicio.
—Bueno, muchachos, seguir con las
espuertas que al contao vuelvo. Si
acabáis antes, tiráis de la puerta y a
comer a vuestra casa.
Se puso la chaqueta colgada en los
ladrales de un carro, se aplacó un poco
el flequillo canoso, caló la gorra y fue
con ellos.
Se detuvieron unos minutos en la
puerta del juzgado para que Manuel
diese cuenta al juez de cómo iban las
cosas. Luego, Plinio llamó a Maleza
para que les acompañase y tiraron hacia
la calle Mayor.
Cuando llegaron ante la puerta,
Plinio dijo a los demás que esperasen
en el coche para no hacer demasiado
espectáculo. Llamó, y una mujer se
asomó por la ventana. Habló Plinio con
ella y en seguida volvió al coche.
—Que no está. Vamos al bombo.
—¿Eso está por allí, por Záncara?
—Sí, antes de llegar.
—Anda, Manuel, cuéntales a éstos
lo del pizarrín del Caballero.
—Oye, sí, seguir, que eso es
troncharse —animó Braulio.
Plinio narró con pelos y señales
toda la diligencia de aquella mañana por
la frontera, haciendo, claro está,
especial hincapié en el nunca visto
negocio que pensaba Adolfo García con
la copericia del Rosario y la Virtudes,
amén del chantaje de la Mirla, y
concluir con sabrosísimas prosas sobre
la pililísima de aquel hombre de tan
desusadas empresas financieras.
Carretera de Záncara adelante, entre
risas y choteos solemnísimos, dejaron
atrás el bombo de Menora, Pinilla, la
casa de don Sergio, Guadiela,
Sagastizábal, el Coto, Bodega del
Sevillano, Casa de los Árboles, el
Carril de la Moscarda (que lleva a
Escarramán y Pocopán). Lejos:
Corcóles. Aquél es campo raso, de
llanura sin pliegues, muelas, gajos,
motas y ni siquiera tetas que alzasen una
cuarta el nivel del camino y de sus viñas
aledañas. Por allí los autos corrían de
verdad, sin más temor que la estrechez
de la carretera.
—Me ha dicho que no está el Adolfo
en casa. De modo que vamos a por las
chicas que tiempo hay de atraparlo.
—Salvo que esté aquí cuidando el
averío —siguió Braulio.
—Ojalá.
—Maestro albéitar, para ir al bombo
de los Caballero tiene usted que meterse
por el camino que vamos a encontrar en
seguida, a la derecha, porque si no
vamos a tener que caminar más que el
andarín Valero, aquél que decía haber
recorrido España, Portugal y parte de
Francia a golpe de borceguí —indicó el
filósofo.
Y por el camino dicho terció don
Lotario. Como a dos kilómetros se
distinguía el bombo de los Caballero,
que era de los más grandes y antiguos
del término. Siguieron a toda marcha.
—En la puerta del bombo hay un tío
y un Seat «Ochocientos» —dijo Maleza
que tenía la vista muy joven.
—¿Y lo ves con esta polvareda? —
le preguntó Plinio.
—Lo vi antes de empezar la
polvareda.
—¡Qué tío!
—Atiza —siguió Maleza aguzando
la vista y con la mano sobre la visera—,
el Adolfo ese ha montado en el coche y
quiere huir entre las cepas. ¡Si será
chalao!
—Toma los gemelos que están en la
guantera, Manuel.
—Pero si ya llegamos, qué gemelos
ni que…
Frenó el «vete» junto al bombo y
salieron todos vomitados del
«Seiscientos». El «Ochocientos», a más
velocidad de la que podía esperarse,
caminaba entre dos hilos de cepas,
rompiendo pámpanos, sarmientos y todo
el follaje vínico.
—Si no puede correr, vamos a por él
—gritó Maleza que era el más ágil.
Y echó a toda pierna entre los
mismos hilos que avanzaba el coche Sin
duda, al ver que lo seguía el cabo,
apretó más la marcha, y antes de lo que
todos pensaban chocó con una cepa y
dio una vuelta de campana.
—Se jodió el minicolita —exclamó
Braulio.
Pero no se jodió, porque antes que
llegase Maleza a donde el coche estaba,
el hombre salió de mala manera y siguió
corriendo en la misma dirección que
llevaba montado.
—Atiza, si se arde el coche —dijo
Plinio.
En efecto, una humareda se elevaba
del motor y sin duda debía haber llamas,
porque en seguida se oyó una gran
explosión y fue hoguera visible. El que
corría, al oír la explosión, volvió la
cabeza, tropezó al poco con una cepa y
cayó de bruces. Todavía se levantó antes
que le diese alcance Maleza, pero había
perdido tanto terreno, que en un sprint
final el cabo lo agarró por los faldones
de la chaqueta. Y debió haber su poco
de lucha, pues les pareció a los
observadores que forcejeaban, pero tan
breve, que en seguida apreciaron que
Adolfo y el cabo venían emparejados en
dirección al bombo.
—Vaya, hombre, la primera vez en
mi vida que he visto correr a Maleza —
dijo Plinio con cara de satisfacción—.
Y vamos al bombo a ver qué hacen estas
pobres mozas.
—Este delito —dijo Braulio— debe
llamarse: «intento de comercio de
blancas».
—De morenas —aclaró don Lotario,
que estaba impaciente por ver lo que
había en el bombo de los Caballero.
La puerta, pintada de verde —era
uno de los pocos bombos cerrados—,
tenía la llave echada. Su único
respiradero era por el agujero hecho
sobre la cúpula para que saliera el
humo.
—A ver si éste tiene las llaves.
Esperaron unos segundos a que
llegaran Maleza y el apresado. Venían
despacio, jadeantes, empapados de
sudor. El Adolfo, enterragado y con una
cortadura larga, pero poco profunda, en
la frente, de la que salía alguna sangre.
Plinio lo reconoció en seguida. Era un
jovencillo estrecho de cara y cuerpo.
También era palidillo, como dijo el
Bolado, y miraba con ojos que de pronto
parecían inocentes. Venía el hombre muy
contrito, derrotado.
Plinio le puso las esposas y registró
los bolsillos. Llevaba una pistola
pequeña y la llave grande del bombo.
—Tenlo ahí, Maleza.
Los otros dos siguieron a Plinio
hasta el bombo. Metió la llave y abrió
con dos vueltas.
En el fondo, deslumbradas por la luz
del sol, abrazadas, llenas de temor,
sucias, despeinadas y muy pálidas,
estaban las dos chicas. La Sabina y la
Clotilde.
—No tengáis miedo, muchachas —
les dijo Plinio sonriendo.
—¡Si es Manuel, si es Manuel! —
gritó la Sabina, llorando y yéndose a
abrazarlo.
—¡Si es Plinio, Plinio y don
Lotario! —gritaba entre lloros y gozos
la Clotilde, echándose a su vez a los
brazos del veterinario.
—Venga, venga, señoritas,
tranquilizaros. Lo importante es que
estáis buenas y sanas —les
recomendaba Braulio, que estaba entre
ambas parejas sin abrazo que llevarse a
los hombros.
Las pobres lloraban sobre sus
salvadores con histérica mezcla de risas
y lágrimas. En el suelo de tierra del
bombo había sacas de paja, mantas,
restos de comida y varias velas metidas
en botellas. «Las chicas no olían bien,
ésa es la verdad —como luego comentó
Braulio—. Llevaban muchos días sin
lavarse las carnestolendas y sabido es
que la mujer se deteriora en seguida y
aguanta poco sin agua. Le pasa igual que
al perejil. El hombre resiste más la
naturaleza. Pero la hembra tiene muchos
pudrideros».
Las pobres, después de los abrazos,
respiraron con ansia, pero en seguida
que repararon en Adolfo, que tenía a
prudente distancia y maniatado el cabo
Maleza, como puestas de acuerdo,
pugnaron por ir hacia él. Las sujetaron
sus libertadores, y a falta de bofetadas,
empezaron a decirle al pobre todos los
tacos maestros, de madre, padre y partes
pudendas, desvíos y cuernos que
encierre el lujurioso vocabulario
español a la hora de degradar al
prójimo.
Como no cabían todos en el
«Seiscientos», mandó Plinio a don
Lotario que llevase primeramente a
Maleza y al Adolfo García Caballero, y
tornase en seguida a por ellos y las
mujeres, pues le parecía imprudencia
dejar allí al cabo con el detenido, no
fuese a ocurrir cualquier cosa mala.
Total, tardarían poco. Dijo asimismo a
Maleza que mandasen aviso a la casa de
las dos Sabinas de que estaban sanas y
cerca.
Cuando marchó el coche se sentaron
los cuatro sobre una piedra que había
junto al bombo.
Lejos el «Ochocientos» seguía
echando humo.
Las mozas no tardaron en calmarse y
pudieron responder a las preguntas
explorativas de Plinio. Y comprobó el
Jefe que la Sabina Rodrigo, a pesar del
largo encierro y de la cochambre que la
cubría, no había perdido su salvaje
hermosura y, por supuesto, conservaba
aquel vello en las piernas que tanto le
removía. La Clotilde, de mejor ver por
la brevedad de su clausura bombil,
también dejaba entrever su risa picante y
el guiñar de ojos prometedores, amén de
las demás barandas del pecho y de la
espalda, que tan en desacuerdo estaban
con la severa regla y estética de sus
padres, abuelos y aun se dice que
bisabuelos Monje.
La Sabina decía:
—A mí me trajo aquí, me encerró y
sólo venía a traerme la comida. Él, la
mayor parte del día, se la pasaba
rondando el bombo, que yo lo oía a lo
mejor toser o mover las piedras. Pero ni
entraba ni me decía nada. Yo, claro,
pensé que me quería para… otra cosa.
Pero no me dijo esta boca es mía. Ni de
eso, ni nada.
—Y conmigo igual —abundó la
Clotilde.
—Bueno, es que si estando las dos
intenta algo, lo enterramos ahí… Él nos
tenía miedo. Desde que trajo a ésta
nunca venía solo. Venía con el Rosario,
ése que le lleva la furgoneta.
—Oye, Sabina, ¿y cómo fue posible
que te pudiera robar en tu misma calle y
a pleno día?
—Manuel, a mí no me cogieron en la
calle. Yo iba por los Paseos y al pasar
ante la portada del cercado de estos
Caballero, que está en la esquina antes
de llegar a mi casa, la Braulia la Mirla,
que estaba en la puerta, me llamó.
—Ángela María… Eso sí…
—Y que me tenía que dar una noticia
muy triste… Algo así como si se me
hubiera muerto algún familiar. Claro,
como ella es vecina, aunque ya sabemos
todo lo que es, ante una cosa así yo
entré. Cerró un poco la portada y apenas
empezamos a hablar, salieron Rosario y
el sinvergüenza ese de una rubia que
había allí y, ayudados por la Mirla, me
encerraron en ella y trajeron aquí.
—¿La Mirla también?
—No, ella se quedó.
—No podía ser de otra manera —
asintió Plinio mirando a Braulio.
—¿Y el Rosario tampoco intentó
nada?
—No —dijeron ambas—, nunca
venía solo.
—¿Y no os dijeron para qué os
querían? —preguntó ahora Plinio.
—Sólo que en viniendo otras nos
llevarían a Madrid.
—Me lo juran y no lo creo —rezó
Braulio—. Y es que la maldad humana
es infinita.
—… Y la bondad, también es
infinita —le corrigió la Clotilde con
mucho seso.
—Eso está muy bien dicho…
Por la carretera vieron que llegaba,
hasta el comienzo del camino, el
«Seiscientos» de don Lotario.
El rapto de las Sabinas había llegado a
su feliz término. Sin embargo, el caso
del vizcaíno fingido y de las suecas
lesbianas no tuvo su conclusión,
estupenda por cierto, hasta bien entrado
octubre. Cuando totalmente aclarado y
publicado por toda la prensa española y
extranjera el modo que tuvo la sueca
rubia de matar a la morena, según propia
declaración ante la policía de su país
(que no la arrastró, como todos
supusieron, sino que en un ataque de
celos la arrojó del coche cuando iban a
toda marcha). El retrato de Plinio
apareció hasta en las revistas que
siempre hablan de las bodas y los
divorcios de los famosos, amén de la
Soraya y de otros seres ficticios. Lo que
nunca aclararon los suecos fue lo del
saco de plástico.
Ante tan universal fama, el Gobierno
español concedió a Manuel González,
alias Plinio, la cruz del mérito policial,
que le entregó en un homenaje popular el
entonces gobernador civil de Ciudad
Real, el mejor que ha tenido la
provincia, José María del Moral, amén
del título de comisario honorario, según
rezaba en un papel grandísimo y color
barquillo, que tenía muchas orlas, letras
de colores y símbolos de la justicia.
El Jefe, siempre acompañado de don
Lotario, cuando ante más de quinientos
comensales, en el salón grande del
Casino de Tomelloso, se levantó a
hablar, mejor dicho a leer, dijo un
párrafo que este modesto cronista no
quiere dejar sin darle espacio en la
relación de sus hechos, nunca
olvidaderos por los hijos de Tomelloso.
Y era así: «Al fin y al cabo, señores, las
mayores injusticias del mundo no las
cometen los malhechores que solemos
apresar los policías de cualquier
cuerpo. Estos malhechores suelen ser
pobres enfermos, seres maltratados por
la naturaleza; o miserables con hambre
de generaciones, que abandonó esta
sociedad tan primitiva que todavía
padecemos. Las mayores injusticias del
mundo, las que causan el mal de
legiones de criaturas desde la
prehistoria, son obra de hombres y
grupos de hombres que lejos de ponerse
al alcance de los profesionales de la
justicia, suelen poseer y enseñorear lo
mejor del mundo».
No les gustó a muchos comensales
este parrafillo del Jefe Plinio, pero
como era tan bien querido de todos,
unos se lo perdonaron y otros dijeron,
para su descargo, que el discurso no lo
había escrito él sino este modesto
relator que aquí firma y concluye.
Benicasim-Madrid. Verano de 1968.
Otros blogs que te pueden interesar.
0 comentarios:
Publicar un comentario