Remate de las historias citadas y otros
entremeses de sabrosa degustación.
Cuando Plinio concluyó su parva cena:
huevos estropeados y unas magras, para
recalcar, se puso a dar paseos cortos por
el patio y a fumarse el pito de la cama.
Caducada la punta del cigarro, se estiró,
bostezó y tomó la derechura de su
alcoba en mangas de camisa y con el
Acutrón al aire.
—Otra vez suena el teléfono —dijo
la mujer.
—Voy, madre —gritó la hija desde
el fondo de la casa.
Plinio se quedó con el bostezo sin
plegar y los brazos medio en cruz.
—Padre, Maleza.
—¿Otra vez?
—Otra vez, padre.
—Sólo falta que te dé saltón, como a
los jamones. Ya no puedes con tanto,
Manuel —le reconvino la mujer
pesarosa.
—¿Qué pasa?
—Jefe, que está aquí un hijo de
Eulogio Rosauro el Culovistoso, que
quiere hablar con usted urgentemente.
¿Va ahí o viene usted?
—¿De qué es?
—No me lo ha querido decir. Sólo
que es muy urgente… y que es muy
urgente. Se le trasluce que está
relacionado con el robo de la mujer.
Dice que ha visto algo muy gordo. Y la
verdad es que está como emocionado.
—Bueno, pues que espere un poco
que voy para allá… Me voy.
—¿No decías que esta noche te
quedabas en casa? Ya me extrañaba a
mí.
—Ea, cada oficio tiene sus reglas…
y éste no tiene ninguna.
—Cuando yo digo que ya no te falta
más que te dé saltón…
Se puso la guerrera y la gorra y salió
a buen paso. Como el sueño lo vencía,
bien pegado a la pared se metió en el
San Fernando para tomarse un café
doble… Pero rápido apareció don
Lotario, que lo columbró desde su
tertulia.
—¿Qué pasa, Manuel?
—Que me ha avisado Maleza que
hay uno con muchas prisas.
—¿Quién?
—El hijo de Eulogio Rosauro, alias
Culovisible.
—Culovistoso dirás —rectificó el
veterinario sin poder tener la risa.
—Si es que estoy que me caigo de
sueño y ya no doy pie con pelota.
Pidió don Lotario dos farias y se
fueron para el Ayuntamiento.
El hijo de Eulogio Rosauro se
llamaba Eufrasio, que tampoco es mal
nombre, y tenía fama de listo entre sus
prójimos porque se había leído tantas
veces un manual de Historia de España
que casi se lo sabía de memoria, aunque
a veces se trucaba un poco y decía cosas
tan peregrinas como aquélla de que
«Colón había descubierto América con
las tres velas…». «Sí, y con el cirio
pascual», le replicó un chusco cierta
vez. Y sin venir a cuento sacaba a plaza
a Indíbil y Mandonio, a doña Urraca y a
don Emilio Castelar, como si fuesen
gentes que trataba mucho…
Lo de Culovistoso le venía de un
abuelo remoto que, según la tradición,
así que se chispaba un poco se bajaba
los pantalones y mostraba el trasero a la
tertulia. El hombre presumía de la curva
parte, aunque no era maricón, según se
dice, porque debía de creer que la tenía
hermosísima. Los testigos antañones de
aquel espectáculo aseguraban que el
culo de López no era peor ni mejor que
los demás culos paisanos, pero fuera por
darle gusto o tal vez por no atinar a
decir visto por vistoso, Culovistosa fue
la familia descendiente.
—Estos pobres Rosauros —comentó
un día Ángel García en el Casino— se
han quedado con el culo de su abuelo a
cuestas para toda la vida.
Cuando Plinio y don Lotario
llegaron al despacho, Eufrasiete paseaba
nervioso. Al verlos entrar se puso
contento y empezó a hablar súbito.
Plinio, con sus pausas y labio escéptico,
lo fue enfriando hasta congelarlo
totalmente, cuando le dijo:
—Anda, Eufrasiete, siéntate y
empieza de nuevo, midiendo bien las
palabras, que la noche es larga y la
justicia paciente.
Eufrasio, con las cejas juntas y la
cara muy muerta, se sentó ante la mesa
de Plinio y con las manos cruzadas
sobre semejante parte esperó que le
preguntasen por orden.
Plinio tomó plaza en su sillón, se
quitó la gorra, dio unas chupadas al puro
y le dijo, al fin, con muchísimo reposo:
—Vamos a ver, Eufrasiete, qué
tienes que decirme.
—Que he visto robar a otra mujer —
respondió con tono seco, como
enfadado.
—¿Quién es ella?
—No lo sé.
—¿Que no la conoces?
—Si la conozco o no la conozco, no
lo sé. Lo que digo es que con la
oscuridad no la distinguí —replicó con
aire de decir «toma del frasco,
Carrasco».
—¿Dónde fue?
—En mi calle.
—Sigue, Eufrasiete.
—Yo estaba asomado a la ventana
de arriba, fumándome el pito del sueño,
y vi que pasaba muy despacio y pegada
a mi acera una furgoneta de ésas que
llaman «rubias», color claro. Por la
misma acera iba una mujer. Yo no reparé
mucho en ella, pero de pronto se paró la
«rubia», se abrieron las puertas de
detrás, saltó un tío y junto con el que
venía conduciendo, que le ayudó, cogen
a la moza, le tapan la boca con la mano
y la meten en el auto a empujones. El
chófer cerró las puertas de detrás
dejando dentro a la moza y al ayudante,
volvió al volante y salió de pira… A la
mujer no le dieron tiempo ni a gritar.
—¿A ellos tampoco los conociste?
—Mi calle anda muy mal de luces,
ya lo sabe usted.
—¿Y la matrícula del coche?
—Seguro que era CR, pero en el
número no reparé bien. Sí recuerdo que
tenía un siete.
—¿A qué hora fue?
—A las once o así. Al contao que lo
vi me vine pa cá.
—¿No te dejas nada en el tintero,
Eufrasiete?
—No, señor. Yo soy leal, como
Guzmán el Bueno.
—Así debe ser, Eufrasio…
Muchísimas gracias por tu información y
si sabes algo nuevo me lo dices en
seguida.
—Eso seguro —dijo ya más
optimista Eufrasiete Rosauro el
Culovistoso.
Cuando marchó Eufrasio, Plinio
quedó mirando a don Lotario con aire
pensativo:
—Continúan robando Sabinas,
Manuel.
—Vaya, sí.
Plinio tocó el timbre dos veces y al
punto acudió Maleza.
—¿Qué hay, Jefe?
—Oye, mañana temprano quiero la
lista de todas las «rubias» que hay en el
pueblo.
—Atiza, Jefe, ¿es que va a elegir
usted Miss Tomelloso?
—De todas las furgonetas,
camionetas o lo que sean, de ésas que
llaman «rubias». El secretario te dirá
quién te puede proporcionar la relación.
—Vale. ¿Se va usted a dormir?
—No. Cierra.
—¿Qué piensas hacer, Manuel? —le
preguntó don Lotario con los ojos
entornados, como quien intenta adivinar.
—Pensar, pensar, lo que se dice
pensar, nada. Pero tengo así como una
comezón.
—Manuel, lo que tienes es tu pálpito
famoso. Como si lo viera. Tengo ahí el
coche. ¿Adónde vamos?
—Al cuartillejo de la Braulia, y sea
lo que Dios quiera.
—Pues hale. A Roma por todo,
como diría Eufrasio… Oye… ¿Y si la
Braulia está aquí y el cuartillejo cerrao?
—Vamos a pasar por su casa del
pueblo, primero. Y andando, que el café
me ha puesto los nervios de punta.
Como el «Seiscientos» estaba
aparcado junto a la glorieta de la plaza,
todos los contertulios del Casino
suspendieron sus pláticas vinatarias al
ver salir a Plinio y al veterinario con
tanta diligencia.
—¡Ahí van los de la CIPOL, leche!
—gritó Claudio Arrarte a sus amigos—.
Como no anden listos nos van a dejar el
pueblo sin mujeres.
—No caerá esa breva —comentó
otro.
Plinio, ya en el coche, miró el reloj
de la iglesia y comprobó si iba bien con
su Acutrón.
Don Lotario, que estaba a punto de
arrancar, suspendió la maniobra y gritó
casi fuera de sí:
—Pero oye, Manuel, ¿tú con reloj de
gobanilla, como dicen aquí?
—Sí. Un Acutrón; de los astronautas,
nada menos.
—¡Qué bárbaro! A ver, a ver.
Y Plinio se lo mostró y le hizo
escuchar el pitido que daba en vez del
tic-tac.
—¿Y de dónde has sacado esta
lechuga?
Llamaron varias veces en la puerta de la
Braulia y nadie respondió. Una vecina
les certificó que estaba en sus viñotes.
—Cuando lo vea Braulio verás lo
que te dice.
—Pues dirá que hay que tener un par
de acutrones muy grandes para llevar
este reloj.
Cuando pasada la estación de Cinco
Casas calcularon que estaban cerca de
las fanegas de la Mirla, Plinio pidió a
don Lotario que apagase las luces del
coche. Así avanzaron un rato en segunda
y al llegar a la altura del cuartillejo
aparcaron el «Seat» en un barbecho y se
aproximaron con sigilo.
Llegaron hasta la trasera de la casa.
Había dos coches parados. Dentro del
cuartillejo se oían voces. Se filtraba la
luz por las rendijas de las puertas y
ventanas. Estuvieron un rato haciendo
oído. Eran voces alegres, de hombres y
mujeres. Debían de andar de juerga a lo
grande. Sonaba un tocadiscos. Plinio le
entregó la linterna al veterinario.
—Vea usted la patente de esos
coches, a ver de quiénes son.
El veterinario, agachado como un
guerrillero, avanzó hacia los coches. Se
vio durante un rato zigzaguear la luz de
la linterna. Y volvió, también agachado,
como si el enemigo le disparase sin
tregua.
—No son del pueblo. Son de
Valdepeñas.
—¿Tomó usted los nombres?
—Natural, Manuel, natural. ¿Y ahora
qué hacemos? —preguntó un poco
desilusionado por el aire tan poco
misterioso de cuanto oían.
—Pues entrar.
Y sin más palabras, se llegaron a la
puerta de la casa. Plinio golpeó con los
nudillos enérgicamente.
Dentro se hizo el silencio.
Plinio tornó a llamar con el mismo
aire de autoridad.
—¿Quién es? —se oyó al fin la voz
de la Mirla.
—La policía. Abre.
Volvió el silencio. Luego rumores y
palabras cruzadas con sorda energía. Al
fin oyeron abrir la ventana. Plinio,
acercándose, enchufó la linterna. Era
Braulia la Mirla.
—Abre.
—Oye, por favor, apaga eso y
acércate un momento.
Plinio se acercó.
—Por Dios te lo pido, Manuel, no
me desbarates el negocio. Son gentes de
muchas perras las que tengo aquí, y si
entras no vuelven. Te juro que son
parroquia conocida y nada tienen que
ver con lo que tú buscas.
—Ábreme, Braulia. Me hago cargo
de tu tráfico, pero vengo cuando quiero.
—Manuel, por tu mujer y tu hija, no
me hagas esta faena.
Hablaban los dos con tono de
confesionario, agarrados a la verja del
ventanuco.
—Que abras te digo, y sin mentar a
los míos.
—Manuel, hijo mío, por lo que más
quieras. ¿Qué mal te he hecho yo?
—Que abras te digo por última vez.
—¡Manuel! —gritó de pronto el
veterinario.
En silencio habían abierto la puerta
de la casa y entre la oscuridad, unas
cuantas personas corrían hacia los
coches. En la carrera derribaron a don
Lotario, que gritaba desde el suelo.
Plinio les enchufó la linterna y el
revólver y disparó al aire:
—¡Alto, alto!
Los coches, sin encender, salieron
por el caminillo levantando una gran
polvareda.
Plinio continuó disparándoles hacia
las ruedas, pero no debió de alcanzarlos
porque en seguida ganaron la carretera.
—¿Se ha hecho usted daño?
—Un poco, en el brazo… ¡Qué
bestias! Pero no creo que sea nada
importante.
Fueron hacia la casa. La Braulia,
llorando, había encendido las luces de
fuera.
Plinio entró sin decir nada y empezó
a mirar con detenimiento. Había vasos y
botellas por todos los sitios. Un
tocadiscos de pilas. Las camas
deshechas. Prendas de mujer. Bolsos y
una humareda espesa de tabaco. Plinio
fue amontonando todas las cosas que
encontraba.
—La que me has armao, Manuel. La
que me has armao, para nada —
reempezó la Mirla.
—¿Quiénes eran?
—Unos señoritos de Valdepeñas con
sus amigotas, Manuel. ¿Quiénes iban a
ser?
—¿Ellas son del oficio?
—No, Manuel, si lo fueran no tenían
necesidad de venirse aquí. Una es
extranjera. Deben de ser chicas bien, un
poco putillas, eso sí, pero chicas de
familia.
—¿De dónde?
—Ah, yo qué sé. No me huelen a
manchegas.
Todavía Plinio husmeó un rato más.
—Bueno, Braulia, cierra la puerta y
vente con nosotros.
—¿A la cárcel, Manuel? Tendrás
valor.
—No, a tu casa. Pero durante días
no te vas a mover del pueblo. Te voy a
necesitar, ¿estamos? Y el cabaret este,
cerrado hasta nueva orden.
—Pero déjame que recoja un poco.
—Ya he recogido yo todo lo que
importa.
Entre Plinio y don Lotario tomaron
las prendas que dejaron los juerguistas y
salieron con la Mirla, que no dejaba de
rezongar. Cerró la puerta y fueron hacia
el coche.
A la mañana siguiente bien temprano,
Plinio estaba solo en la oficina
intentando poner en claro sus ideas.
Acabó tan derrotado la noche pasada
que no pudo hacerse un plan. El no
haber sacado nada en blanco de la
excursión al cuartillejo de la Mirla
también lo tenía mohíno. «Eso de los
pálpitos —se decía— a veces pueden
ser gilipolleces. No puede uno fiarse…
Claro que, a lo mejor, los pálpitos que
le vienen a uno cuando está tan cansado,
como me pasó a mí en la noche anterior,
no son pálpitos ni ná», se consoló. «Hay
que obedecer sólo a los pálpitos que
llegan en estado lúcido».
Desayunó sobre su mesa de trabajo y
luego, cigarro tras cigarro, empezó a
pasear arriba y abajo con el intento de
ver si le cuajaba algo.
Hasta aquel momento no había sido
denunciado el rapto que vio Eufrasio
Culovistoso desde su ventana. Nadie
había venido a decir quién era la
moza… ¿Y si no hubo tal rapto?
Casi sin darse cuenta tomó el
teléfono y llamó a Tomás Peinado, uno
de los dueños de «la Hormiga».
—Oye, Tomás, perdona que te
moleste. ¿Tú has oído algo que merezca
la pena sobre la muerta esa metida en un
plástico que encontraron en tu finca?
—No. Sólo sé lo que dice la gente.
—¿No viste a nadie raro, que te
llamase la atención?
—No recuerdo.
—Bueno. Perdona y gracias. De
todas formas si recuerdas algo que
pueda valerme me llamas.
—Bueno, bueno.
Luego revisó los nombres de los
valdepeñeros que tomó don Lotario de
las patentes de los coches.
En los bolsos de las chicas sólo
había objetos femeninos nada
interesantes, a excepción de una carta
escrita en inglés con letra femenina.
Se asomó a la ventana de su
despacho y vio que muy pancho, en su
moto, con el casco rojo puesto, las
cañas de pescar y una cesta en el porta,
pasaba el de Zumárraga. El hombre iba
tan serio y estirado como siempre. Tiró
calle del Campo arriba, sin duda hacia
Argamasilla.
Plinio, nada más perderlo de vista,
llamó a Alcázar, por si ya tenían nuevas
de la dueña de la pensión Ondarreta.
—Qué pesaos están ustedes con la
de la pensión Ondarreta —dijo en tono
de broma el agente que se puso al
teléfono—. ¿Pero qué pasa?
—Venga, suelta.
—Esa señora llegó a Bilbao hace
dieciocho años, porque se casó con un
bilbaíno que se llamaba Ignacio
Barrenengoa. Quedó viuda hace dos
años, pizca más o menos, y marchó,
parece ser, a Barcelona. Eso es todo,
Jefe. ¿Algo más?
—Muchas gracias. Abur.
«Vaya, asunto de faldas, más o
menos discreto, como yo suponía —
pensó Plinio—. El de Zumárraga se lió
con la viuda de su casi paisano… Una
pensión en Tomelloso, sitio divino para
despistar».
Y otra vez —aquella mañana estaba
telefonero—, casi sin pensarlo, llamó a
la pensión Ondarreta.
—Óigame, ¿pensión Ondarreta?
Aquí del Quijohotel de Argamasilla.
¿Tienen habitación libre para un cliente?
—¿Fijo o transeúnte? —preguntó la
voz al teléfono.
—Fijo, creo… para unos meses.
—No, no señor. No admitimos fijos.
—Muchas gracias.
«No le digo lo que hay —volvió a
pensar muy satisfecho. Pero de pronto se
quedó parado y torció la boca…—. No
me cuadra bien esta suma. Si ocurre lo
que pienso, y de verdad él tiene la base
de su trabajo en Barcelona, mejor
estarían allí, más fácil es despistar en
Barcelona que en Tomelloso…».
Volvió a pasear por el despacho con
la mano en el mentón. «Y él,
desconocido en Zumárraga, según
informaron. Aquí hay algo más».
Sonó el teléfono. Era don Lotario,
que deseaba saber si se había aclarado
quién era la moza robada la noche
anterior. La tercera Sabina, como decía
él. Luego dijo que tenía que hacer unas
cosillas, pero que pasaría a ver a Plinio
a media mañana.
Entró Maleza con la lista de las
furgonetas «rubias» que había en el
pueblo. Plinio la repasó un par de veces
con las gafas puestas e hizo dos cruces
con lápiz junto a otros tantos nombres.
Luego quedó pensativo. Por fin dobló la
lista lentamente y se la guardó en el
bolsillo. Por cierto que al hacerlo se
encontró con las fotografías
pornográficas de José Vicente. Como en
aquel momento volvía Maleza con el
nombre de los propietarios de dos
«rubias» más que se había dejado en el
bolígrafo, Plinio extendió la baraja de
impudicias sobre la mesa.
—Pero, Jefe; ahora, a la vejez, anda
usted con estas vistas.
Plinio, sin contestar, miraba una a
una poniéndoselas muy cerca de los
lentes.
—¡Qué bárbaro! Estas deben de ser
suecas, porque tienen poco de aquí.
—Las hay para todos los gustos,
porque a ésta no me dirás que le falta.
—No le falta, no, señor… Y qué
cara tiene de contenta… Esta otra foto
está muy bien compuesta para que no se
les vean las orejas a ninguno de los
dos… Ve usted, aunque soy bastantico
verde, lo que nunca he entendido es esta
operación. Cada cosa para lo suyo —
dijo mirando otra foto.
Plinio le daba vueltas y vueltas a un
retrato no sabiendo cuál era el derecho.
—No se rompa la cabeza, Jefe, que
como hay tanta gente en el ruedo, vale
por todos lados. ¡Qué república, rediós!
Esto es lo que se llama alternar en
sociedad… Y esta pobre se va a ahogar,
no ha calculado bien, ¿eh?… Joroba, su
padre, para este paso hay que ser
titiritero. Un humano corriente se rompe
el espinazo para los restos… Y esta
jara, que tiene mercancía para toda la
parroquia… ¡Bendito Dios! Eso es
cuento, así no se fabrican —dijo ante la
última.
—¿Y tú qué sabes?
—Hombre, usted dirá.
—En el mundo hay de todo, hijo
Maleza… Bueno, como esto no lo van a
reclamar, al cesto.
Y rompiéndolas en cachos pequeños
las tiró a la papelera.
Salió Maleza y Plinio sacó la
pistola de la funda y le puso un cargador
lleno.
Eran casi las diez y nadie venía con
la denuncia de la que vio robar Eufrasio
Culovistoso.
Plinio pidió otro café y una
conferencia con la guardia municipal de
Valdepeñas para saber de los
propietarios de los coches que
estuvieron la noche anterior en casa de
la Mirla.
—Si no te importa, mándame una
relación detallada de su vida, oficio y
costumbres. No, nada importante.
Asunto de faldas. ¿No te extraña, eh?
¿Mañana? Estupendo. Adiós. Gracias.
Dio otra vuelta por el despacho, se
sacó del bolsillo la lista de los
propietarios de «rubias», la repasó de
nuevo y con aire distraído dio dos
timbrazos. Acudió Maleza.
—¿Qué le pasa, Jefe? Está usted
como león enjaulado.
—Toma —le largó la lista—. A las
nueve de la noche quiero que estén aquí
todas las «rubias», con sus propietarios
o chóferes.
—Ya está usted con las famosas
listas.
—Tú, currela y calla… Y escucha.
Así que venga don Lotario, nos vamos a
ir a Ruidera. Regresaremos a la hora de
comer. Si vienen antes a dar cuenta de la
desaparición de la otra moza, toma
buena nota y chitón hasta que yo
regrese… Otra cosa, que venga también
a las nueve Eufrasio, el hijo de Eulogio,
el que sabe tanta historia. ¿Sabes quién
te digo?
—Sí, hombre, ése que canta por
soleares la lista de los godos… El de
anoche.
—El mismo que viste y calza.
Sonó el teléfono. Era el señor juez:
—Oye, Manuel, ¿es que se han
llevado a otra?
—¿Por qué lo dice?
—Mi criada lo ha oído esta mañana
en la plaza.
—Si no le importa, subo un momento
y le explico. Estaba haciendo hora.
Cuando Plinio bajó del juzgado, don
Lotario lo esperaba en la puerta del
Ayuntamiento.
—Buenos días, Manuel. ¿Alguna
novedad?
—Nada, aparte de que todo el
pueblo debe de saber ya que han raptado
a otra Sabina.
—Sí que se sabe, sí. La Rocío me lo
ha espetado hace un rato.
—Culovistoso ha debido de
predicar su hazaña.
—Seguro que se cree Viriato.
—No te digo.
—¿Qué hacemos?
—Son las diez —dijo mirando su
reloj flamante—, es la hora de ir a
Ruidera.
—Cómo presumes de muñeca, según
dicen los anuncios… ¿Y para qué vamos
a Ruidera, si se puede saber?… Siempre
estamos en Ruidera.
—Pues para nada urgente. Ésa es la
verdad. Pero se me ha metido en la
cabeza aclarar el caso del hombre del
yelmo colorado.
—¿Sigues creyendo que tiene que
ver algo con la mujer muerta?
—No… mayormente, no… Pero es
de esas cosas que le hurgan a uno sin
saber por qué.
—¿Has tenido más noticias?
—Sí. Y abundan en lo que
suponíamos. Éste y la de la pensión han
recorrido los mismos sitios.
Plinio le resumió el resto de sus
indagaciones durante aquella mañana.
—Vamos si quieres, pero creo que
para averiguar eso hay tiempo.
—Si lleva usted razón que le
sobra… Pero ¿tiene algo que hacer en el
pueblo?
—No… Los periódicos siguen
dando información de la muerta de
Ruidera, pero no se habla de pista
alguna.
—Ya… ¿Entonces dice usted que no
vayamos a Ruidera?
—Tú mandas…
—La verdad es, pensándolo bien,
que es una bacinería innecesaria… Lo
dejamos.
Plinio había caído —o al menos lo
parecía— en una de sus crisis famosas.
Cuando los casos estaban muy
avanzados, de pronto se sentía
desnortado y proponía diligencias
aparentemente innecesarias. Don Lotario
lo conocía bien. «Son —se decía— las
caídas y desánimos de los intuitivos.
Algo parecido les debe de ocurrir a los
artistas cuando tienen una obra casi
concluida. No hay más que dejarlo. Él
sólito acaba por recuperarse».
Y el pobre don Lotario se molía el
caletre para hallar la manera de
proponerle algo divertido y eficaz. Le
daba lástima verlo allí parado, ante la
puerta del Ayuntamiento, con el cigarro
entre los labios, una mano descansando
sobre la pistola y la otra sobre la porra
de goma.
De pronto preguntó Plinio:
—Usted, don Lotario, ¿sabría
traducir una carta en inglés?
—No, hijo mío. En mis tiempos no
se estilaba ese idioma.
—¿Y quién sabe aquí inglés?
—Hombre, mucha gente.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, Ignacio Carretero, el
ingeniero que ha estado mucho tiempo
en los Estados Unidos y vino el otro
día… Y me acuerdo de él en primería
porque hace un rato lo he visto entrar en
las Carmelitas.
—Vamos para allá.
Llegaron al colegio de Santo Tomás
de Aquino, que está a un paso, y
encontraron a Ignacio, moreno, alto,
estirado y sonriente, paseando por el
patio con fray Albertano.
—¿De qué anda la autoridad por
esta casa? —preguntó el fraile, que era
anchísimo de cuerpo y de risa.
Se saludaron despacio.
—Pasen, si quieren tomar una
copita.
—Muchas gracias. Sólo queríamos
que aquí, Ignacio, nos tradujese esta
carta del inglés, ¿puedes? —dijo Plinio.
—Con mucho gusto. Vamos a ver.
Plinio la sacó de la cartera, donde la
llevaba cuidadosamente doblada, y la
entregó al joven. Éste empezó a leer:
Madrid, 25 de agosto.
Querida Peggy, ¿cómo estás?
¿Acabasteis la ruta de don Quijote?
¿Fuisteis por fin a Almagro?
Afortunadamente, John se ha repuesto
ya. Hemos pasado unos días muy
desagradables. Ahora hace mucho
calor, demasiado. Si Fany continúa con
vosotros, dile que, por favor, me traiga
el paquete que me dejé en vuestro
hotel. Es una pena, las vacaciones se
acaban para nosotros. Que lo pases
bien. Saludos a todos esos amigos
españoles de John y míos.
Cordialmente, Mery.
—¿Son americanas? —preguntó
Plinio.
—Sí. Hay giros y abreviaturas muy
americanas.
—Hombre, pues muchas gracias por
la traducción.
—De nada.
—Entonces, ¿no quieren ustedes
tomar una copita? —repitió el fraile.
Los dos hombres salieron del colegio de
Santo Tomás sin norte ni proyecto. La
lectura de la carta no había animado a
Plinio lo más mínimo. Compraron los
periódicos en casa de Edelmiro y con
ellos bajo el brazo volvieron a la puerta
del Ayuntamiento.
Al cabo de un rato, Plinio puso la
mano sobre el hombro de don Lotario y
le dijo con terca obstinación:
—No tenemos más remedio que ir a
Ruidera, don Lotario. Ya está dicho.
—Por mí que no quede, qué puñeta.
A contar los frailes.
—No, ya los hemos contado y sólo
había uno.
Y sin más preámbulos tiraron hacia
Ruidera.
Don Lotario, que según se apuntó iba
de muy mala gana, llevaba el
«Seiscientos» a todo gas y sin despegar
el pico. Cada cual tenemos nuestros
gustos y nuestros días, y a don Lotario
en tal fecha le chinchaba ir a Ruidera. Si
en vez de pedirle el viaje Plinio, se lo
pide el lucero del alba, pues no va. Más
fijo que la vista. Pero a Manuel no le
negaba nada.
«¿Qué sería de él sin Plinio?»,
pensaba muchas veces. Cada cual tiene
que buscarse justificaciones para seguir
en la vida, sobre todo cuando ya no hay
mucho camino por andar. Ahora creía
que todos sus años primeros, antes de
asociarse con Manuel González, fueron
tiempo baldío. Comprendía que nunca
tuvo verdadera vocación de veterinario,
que le aburrían las conversaciones de la
gente y que su mujer e hijas constituían
un gran mundo aparte, que de verdad
nunca llegó a comprender del todo… Tal
vez si hubiera tenido hijos todo hubiera
sido distinto. Y las hijas, de pequeñas,
también le valían, pero ahora eran seres
vertidos hacia una serie de menudencias,
que le resultaban tan ajenas como las
cuitas de las moscas. «Las mujeres —se
decía muchas veces— son un mundo
aparte, ni mejor ni peor que el de los
hombres, pero que me aburre como un
tambor. Son seres parleros y menudos
que van y vienen, que hacen y deshacen
lo mismo todos los días, con un ritual
casi zoológico».
Tampoco entendía muy bien su
afición a Plinio, ésa era la verdad. Él,
don Lotario, no tenía vocación ni
pesquis para ser policía. Por otra parte,
los casos interesantes en un pueblo se
presentaban de uvas a peras… Y luego,
lo que encerraba en sí cada caso,
tampoco le arrebataba. A él lo que de
verdad le gustaba —había llegado a esa
conclusión— era Plinio. Era Plinio, el
hombre bueno. Plinio, el honrado.
Plinio, el amigo. Plinio, el de los
pálpitos. Plinio, el entusiasta de su
profesión. Si Plinio hubiera sido
carnicero, cura, aparejador, o médico,
sería igual, estaba seguro. Plinio era el
semeje más próximo a lo que él había
pensado siempre que debía ser un
hombre. Sin orgullo, sin petulancia, tan
llano, tan auténtico, tan justo y benigno.
Con una idea de los hombres y de la
vida llena de contenida ternura y de
prudente admiración por cuanto era
admirable. Le hubiese gustado a don
Lotario que Plinio fuese su padre. No lo
concebía como hijo; como padre o como
abuelo, sí.
«Eso es —repetía para sí—, Plinio
es mi amigo y un amigo puede ser lo más
grande del mundo, porque puede servir
de padre, de hermano, de hijo y de
todo». Tan a flor de sesos llevaba estas
ideas mientras conducía a noventa por
hora, que casi sin darse cuenta se oyó
decir:
—Manuel, ¿qué piensas tú que es la
amistad?
Plinio sonrió y se acarició los
labios:
—¿A qué viene eso ahora?
—Anda, Manuel, contéstame. ¿Qué
crees que es un amigo?
—Primeramente, creo que es lo
único que en esta vida puede uno
escoger con libertad. Todas las demás
relaciones nos llegan impuestas por
algo.
—¿También el matrimonio?
—Incluso el matrimonio, porque no
vamos a la mujer por las potencias
libres, sino por las potencias oscuras.
—Pero a la mayor parte de los
amigos, Manuel, también nos los impone
la vida.
—Sí, la mayor parte, sí. Pero los
verdaderos, que son muy pocos, no. Tan
es así que no todo el mundo vale para
tener amigos verdaderos. Hay quien no
los conoce nunca. Los hombres falsos,
los maricones y los malos de cualquier
maldad, rara vez tienen amigos
verdaderos. Decir amigo es decir
lealtad. Es decir confianza sin límites.
—¿Tú crees que un amigo es la suma
de todas las relaciones humanas?
—Lo creo de verdad. La buena
amistad dura lo que la vida de los dos
amigos juntos. Porque cuando a un buen
amigo se le muere el otro, lo añora
siempre como lo más grande que tuvo en
su vida… Ya vio usted lo que le pasó al
pobre Lillo con Luis García el del
Infierno. Hasta el día de su muerte,
muchos años después, tuvo el nombre de
Luis entre labios. Con él soñaba y
hablaba a solas. Y deseaba morirse
cuanto antes, porque creía que Luis le
guardaba una silla a su lado en el gran
patio del cielo. Entre los buenos amigos
no hay dineros, ni celos, ni envidias.
Sólo querencia desinteresada. Sólo
arregosto placentero. Porque cuando el
otro vive en mejoría, el amigo se siente
mejorado. Y cuando perdido, sufre por
puro intercambio espiritual, sin espera
de medros ni reproches.
—Me estás emocionando, Manuel. Y
nunca te había oído hablar tan bien —
dijo don Lotario parpadeando.
—Yo, como dice el cuento, no he
tenido en mi vida más que dos medios
amigos: Braulio el filósofo y usted.
—¿Y por qué medios, Manuel?
—Es lo que dice el cuento… Sin
duda porque tener un amigo total es tan
hermoso, que da vergüenza decirlo.
Don Lotario respiró hondo y se pasó
una mano, rapidísimamente, por los
ojos.
—¿Y si paramos un momento, señor
veterinario, para echar un pito a gusto,
como los buenos amigos?
Don Lotario, sonriendo, aflojó la
marcha y con tiento paró junto a la presa
del pantano de Peñarroya.
Sacó Plinio el «caldo» y empezaron
a liar con paciencia y todavía con restos
de emoción por la pasada plática.
—¿Usted sabe cuál es el secreto
para que pueda darse el milagro de la
amistad? La libertad. Sí, señor. La
libertad. Para que las cosas sean
perfectas en este mundo, deben ser
libres. El hombre siempre está forzado
por mil contrafuertes. Y la amistad
empieza y acaba cada día o cada mes, o
cada cuando sea. Cada cual lleva su
vida y sus compromisos y luego, a la
hora libre, el amigo, con el que todo
tema y confidencia es posible.
Desde la Alavesa, habían pasado
por la Florida, el Membrillo, los
molinos de San Juan, Santa María y el
Curro; los Cerrillos y el pantano de
Peñarroya, donde estaban.
Don Lotario, que miraba a lo lejos,
dijo de pronto:
—Tú has armado este viaje a
Ruidera por ver al del yelmo rojo, ¿no
es así?
—Así es.
—Pues no es menester seguir. Que
ahí lo tienes, sobre la presa, fumándose
su pipa tranquilamente.
Y Plinio vio que, en efecto, el
hombre de Zumárraga, acodado en la
barbacana de la presa, con cara
abstraída y la pipa entre los dientes,
miraba al nada rebosante pantano de
Peñarroya.
—Pues éste, aquí, ni pesca, ni caza,
ni ná.
—También le gustará mirar el agua,
digo yo. ¿Qué hacemos, Manuel?
—Esperemos cómo reacciona él
cuando nos vea.
Y siguieron un buen rato sin
moverse, sin hablar y fumando a sus
anchas. Y el del yelmo sin reparar, al
parecer.
Hasta que Plinio, impaciente o
inspirado, que don Lotario nunca lo
supo, tocó prolongadamente el claxon
del coche. El hombre de Zumárraga
volvió como distraído la cabeza, los
contempló un rato sin mayor alteración,
y al cabo, emprendió el camino hacia
ellos sin precipitación ni dejar de
chupar de la cachimba.
—A los buenos días —dijo
acercándose y poniendo una mano sobre
la puerta del «Seiscientos»—. ¿Me
llamaban ustedes o así?
—No, que le hemos visto ahí, tan
distraído… Y por el gusto de saludarle.
El del casco echó una sonrisa
escéptica.
—¿Qué pasa? ¿No se lo cree? —le
preguntó Plinio también sonriendo.
—¿Lo del gusto de saludarme?
Claro que me lo creo. Yo sé que ustedes
son muy amables y se interesan mucho
por mis cosas.
Plinio se rió ahora francamente.
—Es usted más listo de lo que yo
imaginaba.
—No hace falta ser como muy listo.
¿No cree?
El hombre estaba de buen humor y
no parecía ofendido.
—Desde hace unos días —continuó
— no se ocultan para preguntar por mí y
saber de mi vida y milagros… Lo que
pasa es que yo también me he informado
de ustedes y sé que son personas muy
buenas y honradas. Y así cambian las
cosas.
Plinio, con mucha pausa, se bajó del
coche y le puso la mano en el hombro.
—Gracias, amigo. Una cosa es el
oficio y otra la simpatía. Y usted, aunque
así de pronto, no tiene cara de muchos
amigos, las cosas como son, me cae
bien.
Quedaron ambos platicantes
mirándose a los ojos y añadió el del
yelmo quitándose la pipa de la boca:
—Yo, señores, he venido a este
pueblo a vivir tranquilamente. Si me
hubiesen dicho por ahí que ustedes eran
unos bichos, mi mujer, mi hija, y yo, ya
estaríamos a cien leguas de estos
lugares… Pero siendo ustedes como
son, toda la mañana he estado pensando
lo que debía hacer… Y precisamente
cuando han tocado el claxon, ya lo tenía
resuelto: invitarles a comer.
—¿Ha dicho usted su mujer y su
hija?
—Eso he dicho y diré más a la hora
de los postres, si ustedes no rechazan mi
convite.
—Muy bien. Pues, podemos
almorzar en Argamasilla.
—No, tiene que ser en Ruidera, en
Entrelagos. Por cosas de su oficio es
muy importante que sea ahí. De modo
que tiren para allá que yo les adelanto
con la moto.
Y sin decir más se fue en busca de su
vehículo.
Plinio, una vez dentro del coche,
miró a don Lotario con cara de asombro.
Pero éste, frotándose las manos y
sonriendo, dijo:
—Manuel, eres el tío más grande del
universo mundo que yo he conocido.
Y rebosante de gozo por todos sus
poros y ojales, puso el cochecillo en
marcha.
Antes de dos kilómetros les adelantó
el del casco rojo. Y muy tras él pasaron
ante la Huerta de Aguas, la Casa del
Cura, la Casa de Virutas, con su bombo
gigante, Catalina, el Gao, el Buen
Retiro, la Hormiga, el Sotillo, la Cañada
del Rivero y la Mejorana a la izquierda.
Subieron la Cuesta de la Malena, a cuya
entrada está Peñalosa; la Moraleja,
Mirabetes y, al fin, el pueblo de
Ruidera. Camino del hirsuto Guadiana,
entre vueltas y oteros de monte bajo y
viñedo. Guadiana, el río hidalgo, que
llega a Argamasilla de Alba tan cansado
de remover molinos, regar predios y ser
administrado por el pantano, que parece
propiamente un chorro de ovas, sin
aliento ni empuje para reemprender
luego el viaje hasta el mar.
Cuando subieron al restaurante de
Entrelagos, que está enclavado entre las
lagunas del Rey y la Colgada, ya les
aguardaba el de Zumárraga tras una
mesa situada en discreto rincón. Por
cierto, que el de Guipúzcoa de nuevo
parecía haber perdido su anterior
cordialidad y otra vez estaba con su cara
de palo, los ojos hundidos y el rostro
paliado por el humear incansable de su
oloroso pipón.
Al ver entrar a la pareja les hizo un
ademán desleído para que se sentasen
frente a él.
Plinio notó en seguida el cambio y
adoptó parecida reserva. Eligieron un
menú sencillo, claro que para hacérselo
servir tuvieron que llamar varias veces
al camarero, que con tanta gente como
allí había, no se daba abasto.
Don Lotario, totalmente
desconcertado por tan misteriosa
preparación y cita, mostraba su
nerviosismo no dejándose las piernas en
paz. Las cruzaba y descruzaba y movía
ambos pies sobre las puntas como si
tuviera el baile de San Vito.
Por la vidriera del restaurante, que
está en el segundo piso, se veía el azul
de las lagunas, y un trampolín desde el
que se lanzaban unas jovencitas con el
cuerpo duro y todavía sin pámpanos.
Más lejos, un barquito blanco con
guirnaldas de banderas pequeñas. El de
Zumárraga, aferrado a la pipa y con los
ojos entornados, miraba al vacío.
Plinio, con el pito entre los labios y de
cara a la pared, aguardaba. Y los
camareros sin llegar.
—¡Ni se muere padre, ni cenamos!
—dijo al fin don Lotario en una especie
de desahogo tan espontáneo que Plinio
se echó a reír. Y el del yelmo, cuya
seriedad tal vez se debiera antes a
pasiones del estómago que a otra causa
más especulativa, dijo poniéndose de
pie con mucha diligencia:
—Morirse aitacho, no sé si morirá,
pero que comemos, ya lo saben en
Vitoria.
Y echó con furia hacia uno de los
camareros y tomándole del brazo con
toda energía, casi haciéndole el paseo
del señorito, lo arrimó hasta la mesa
ante la estupefacción de algunos
comensales.
El muchacho puso cara de
defenderse, pero al ver el uniforme de
Plinio, recompuso el gesto y pidió
excusas.
—Es que hay mucho personal, ¿sabe
usted?
—Lo comprendo —le dijo Plinio
con severidad—, pero estamos de
servicio.
—Sí, señor, en seguida.
Con el vino previo y unas olivas
cetrinas y bordadas de cebolla, se
ensancharon un poco los ánimos. Poco
después, en el fragor de la pitanza, los
tres hombres tornaron a su concierto, y
comentando cosas menudas y
calificando los companajes que les traía
el mozo, ya todo diligencia, llegaron al
café y los puros en trance de verdadera
euforia.
Poco a poco se desalojó el comedor
de turistas baratos con toda la familia a
cuestas, y cuando ya a nadie tenían a tiro
de orejas, el de Zumárraga, con los ojos
entornados y apartándose la cachimba
de la dentadura, comenzó de esta
manera:
—Mi verdadero nombre es Camilo
Zulueta Sánchez y nací en Bilbao… —
Hizo una pausa, sin duda en espera de la
reacción del Jefe y de don Lotario, pero
al ver que ambos lo miraban
interesados, pero sin la mayor sorpresa
en el rostro, dio un chupetazo a la pipa y
continuó—: Desde chico me tiré el
campo. Me hubiera gustado ser
ingeniero de montes o agrónomo.
Cazador furtivo o pescador de altura o
de río. Algo que no fuese de ciudad o
despacho. Pero mi padre, que tenía sus
ideas y no andaba sobrado de posibles,
me hizo profesor mercantil, para poder
colocarme en una empresa importante de
Bilbao, donde él era director
administrativo… He estado casi treinta
años metido en un despacho.
Últimamente trabajaba de ocho a tres y
me quedaba luego a comer en la oficina
para hacer por la tarde tres o cuatro
horas extraordinarias y redondear mis
ingresos. Hace veinte años conocí en
Madrid a mi mujer, la actual dueña de la
pensión Ondarreta. El matrimonio
aumentó mi disgusto por el trabajo que
tenía. Me pasaba días enteros sin ver a
mi hija. Y sentía cómo, poco a poco, me
ganaba la desesperanza. ¿Qué vida era
la mía? ¿Tenía razón el vivir, la única
vida que nos dan, encerrado once horas
en una oficina? Los lunes eran
insoportables. Pasaba el domingo en el
campo y era peor. Me aterraba la vuelta
al encierro y a la sutilidad… para mí, de
mi trabajo.
»Las cosas empeoraron últimamente.
Murió mi jefe, el viejo, y ocupó su
puesto el yerno. Al principio nos mejoró
los sueldos y las condiciones de
jubilación, pero… ¿Ustedes saben lo
que es un hombre duro? —preguntó de
pronto y cambiando el tono.
Plinio, en vista de que la pregunta
iba en serio, se rascó la calva, pensó un
momento, y le respondió al fin:
—… Yo creo que son duros aquellos
hombres que no pueden ser otra cosa.
Que no pueden ser cordiales,
persuasivos e inteligentes… Aquéllos
que por no tener autoridad natural,
digamos, tienen que fabricarse una
autoridad teatral.
—Exactamente —respondió el
vizcaíno fingido con mucha satisfacción
—. Eso es un hombre duro. El que no
tiene talento ni corazón para funcionar
normalmente. Pues bien… El caso es
muy vulgar; este yerno duro —los
americanos han puesto de moda los
hombres duros que lanzó primero el
nazismo— empezó a hacernos la vida
imposible a todos los empleados de la
empresa. Se despertó en él no sé qué
manía persecutiva que llegó a ser un
martirio, para mí agudísimo. Lo vigilaba
todo obsesivamente, deseando encontrar
un error o descuido para increparnos.
No reía nunca. Al entrar en la fábrica su
cara se transformaba en una careta agria,
de ojos fríos, boca fruncida y manos
convulsas. Sin imaginación alguna para
mejorar y renovar el negocio, se
empeñaba en hacer cumplir las fórmulas
del viejo con rigor carcelario…
Bastantes compañeros se marchaban.
Yo, disimuladamente empecé a buscar
otra cosa, aunque temía que no me sería
fácil ya a mi edad, dadas las ventajas
que allí tenía por mi antigüedad y
digamos tradición familiar. Ya que
desde que murió mi padre ocupaba su
puesto. No quiero entrar en detalles —
continuó después de hacer una pausa
para encender su cachimba—, basta
decir que mi pobre mujer y mi hija, al
verme tan abatido, me pedían que
hiciese cualquier cosa, la emigración
incluso, con tal de salir de aquel
infierno… Un día, nunca lo olvidaré,
que me retrasé unos minutos en llegar a
la oficina, me amenazó delante de todos
con echarme y mandó que de la paga del
mes me descontasen el importe de una
hora.
Pidió el de Zumárraga, que resultó
ser de Bilbao, una copa de coñac y
continuó con aire añorante:
—Justamente este mes hace dos años
que murió mi suegro en Suiza. Lo habían
enviado a un sanatorio. Mi mujer e hija
estaban con él, atendiéndolo en los
últimos días de su enfermedad. Según
teníamos convenido, me avisaron el
mismo día de su muerte. Saqué un billete
de avión hasta Madrid para allí
empalmar con otro camino de Zurich…
Pero algo pasaba en Zurich. Una
conferencia internacional de no sé qué.
Lo cierto fue que cuando faltaba menos
de media hora para que saliera el avión,
dijeron por los altavoces que los
señores tales y cuales, entre los que
estaba yo, tendríamos que esperar para
tomar otro avión que saldría una hora
después… por razones de urgencia
oficial. Me contrarió la cosa por la
gravedad de mi caso, pero me resigné.
¿Qué iba a hacer? Llegué a Zurich.
Enterramos a mi suegro y al día
siguiente me entero por los periódicos
de que el avión primero, el que yo debía
tomar, se había estrellado en los
Alpes… A continuación, en la lista de
pasajeros desaparecidos, venía mi
nombre y apellidos… Oigan ustedes, fue
una inspiración rápida. Mi suegro no era
rico, pero algo tenía, aparte de que al
casarme con su única hija me obligó a
hacerme un seguro de vida de dos
millones de pesetas que él pagaba. Así
era el hombre de previsor.
»Estuve casi todo aquel día
paseándome por las calles de la ciudad
dándole vueltas a mi situación. A la
caída de la tarde me encerré en el hotel
con mi mujer y mi hija y les expuse mi
plan… Precisamente cuando estábamos
en esta conversación, llegó un telegrama
de mi Jefe, del duro, muy protocolario,
en el que daba el pésame a mi mujer por
mi “desgraciado accidente” y se ponía a
su disposición.
»Mis mujeres, al principio se
mostraban un poco reacias a admitir mi
plan, pero el telegrama las animó. Yo
estaba muerto oficialmente. Ellas
marcharían a Bilbao para arreglar las
cosas. Yo esperaría en Suiza unos días
hasta que todo se confirmase y quedase
en orden. Después, ellas me aguardarían
en Barcelona. Sobre la marcha me
inventé un nuevo nombre, compuesto con
los apellidos de unos antepasados
míos… Las pobres, claro está, no se
atrevían, pero les revelé detalles tan
elocuentes de mi vida en la oficina y del
martirio que era mi existencia, que
acabé por convencerlas. Su dolor por la
muerte del abuelo era también muy
buena oportunidad. Inmediatamente me
puse en movimiento para ver la manera
de encontrar quién pudiera cambiar el
nombre de mi pasaporte y poner el
nuevo.
»Pasaron tres días sin rectificación
alguna sobre las noticias del desastre
aéreo, y mis dos familiares volvieron a
España para cobrar el seguro y legalizar
mi situación de fallecido.
»Empecé a frecuentar un café al que
acudían españoles emigrados y del
exilio, y después de localizar a los más
significados, les expliqué que por
razones políticas necesitaba cambiar el
nombre de mi pasaporte y carnet de
identidad. Unos paisanos míos, vascos,
se tomaron mucho interés, y a los pocos
días me dieron la dirección de la casa
de un grabador, también de origen
vasco, que vivía en las afueras de la
ciudad.
»Era un viejo misterioso y solitario
que estaba rodeado de pájaros y gatos…
mezcla que no entiendo muy bien. Su
especialidad era la restauración de
manuscritos antiguos. Después de una
sesión muy larga y hermética, pues el
hombre no hablaba apenas y se limitaba
a hacernos preguntas sueltas, aceptó la
operación. Creo que me lo gané
hablándole de Bilbao y de personas que
ambos conocíamos. El hombre salió de
España a raíz de la guerra civil y tenía
una nostalgia casi obsesiva… Mientras
manipulaba con mi pasaporte, yo, para
que no desanimase, le contaba cosas de
nuestra tierra. El pasaporte lo falsificó a
la perfección. Tardó casi cuatro horas,
quedó sin huella de mi nombre y
naturaleza y escribió el texto nuevo con
una letra exactamente igual al resto de lo
escrito. Se quedó con el carnet de
identidad y me pidió que fuera dos días
después. Con el nuevo pasaporte me
cambié de hotel. Llamé por teléfono a
mi mujer. No había novedad. Se había
ratificado la lista de muertos declarados
oficialmente el primer día. Yo no sé qué
error cometieron en la lista de embarque
los de Barajas, que yo era el único que,
habiendo viajado en el segundo avión,
figuraba como pasajero del primero…
Incluso nos indemnizó la compañía de
aviación. Dejé pasar unos cuantos días
más, hasta que mi mujer me comunicó
que ya estaba instalada en Barcelona.
Yo, lagarto, lagarto, tomé el tren y me
reuní con los míos. Vivimos primero en
un hotel y nos veíamos con ciertas
precauciones. Allí pasamos unos
cuantos meses. Para cubrir un poco mi
vida decidí tomar unas representaciones
por libre y viajaba de vez en cuando
estudiando cuándo y dónde pondríamos
el huevo.
Ellas alquilaron un piso en
Barcelona y yo con mi moto —me gusta
que me dé el aire—, en uno de mis
viajes de agente comercial y pescador,
llegué a Tomelloso. Le tenía querencia a
La Mancha, porque la familia de mi
mujer es oriunda de este terreno. Y me
gustó el pueblo por la condición
pacífica de sus vecinos, poca afluencia
de forasteros y la proximidad de
Ruidera, que desde el primer momento
me impresionó mucho… Me inventé el
truco de la pensión para poder entrar en
la casa de mi viuda con toda libertad…
Y aquí vivo tranquilo y feliz desde hace
medio año… Tranquilo y feliz, cazando
y pescando, perdiendo el tiempo a mi
aire, como soñé siempre.
Tomó un sorbito de la copa, y volvió
a darle a la pipa. Luego siguió:
—Ya ven ustedes que eso de la
verdadera libertad sólo se consigue con
la muerte.
—O con el dinero —añadió don
Lotario.
—Sí… Los hombres hemos
construido una sociedad tan rara, tan
primitiva, que todavía el dinero, que
debía ser un medio para mantenerse
vivo, casi es un fin… Perdemos la salud
por alcanzar la medicina… Es una
monstruosidad que nada pueda
conseguirse sin dinero, ni siquiera la
paz, ni siquiera pasar la corta temporada
que es la vida un poco de acuerdo con
nuestros gustos y naturaleza. Hemos de
hipotecar… todo, para subsistir.
Grotesca tragedia. En fin, caballeros —
añadió en tono de conclusión—, éste soy
yo y ésta es mi verdadera historia… Y
como vivo fuera de las leyes de los
hombres, en sus manos estoy.
Y extendiendo las palmas de las
manos en vago ademán de entregarse a
la justicia, quedó mirando a sus
escuchantes.
Plinio se pasó el índice bajó la
tirilla del cuello de la guerrera y habló
al fin con tono desmayado:
—Pero supongo, amigo, que su
interés de que esta comida se celebrase
en Entrelagos no era exclusivamente
para contarnos su historia personal, que
lo mismo nos la podía haber contado en
el mesón de Argamasilla, que estaba
más cerca.
—Esto está muy bien dicho, Jefe;
algo falta por contar que a usted le
interesa mucho, aunque no me negará
que mi historia no es moco de pavo, y
que nada tiene que ver conmigo, aunque
el contárselo sea un deber de
conciencia. Pero, si no le importa, antes
de pasar a ello, me gustaría saber su
decisión oficial sobre mi caso.
—Yo, amigo Echevarría, no estoy en
esta comida de servicio. Somos sus
invitados. Nos ha hecho una confidencia
amistosa, que yo le agradezco y que
tanto don Lotario como yo guardaremos
mientras vivamos.
—Pero su deber…
—Mi deber sería proceder si se
tratase de una denuncia presentada en
forma por cualquier persona o si hubiera
daño para terceros. Pero hasta ahora no
aprecio daño por ninguna parte. Su
«muerte» le ha traído la felicidad y ha
permitido además que otra persona
resuelva su vida al ocupar su puesto.
—Pero ha habido una compañía de
seguros, otra de aviación y un montepío
que han pagado indebidamente.
—Déjese usted de finuras. En este
mundo que han hecho los abogados, lo
que importa son los papeles. Y según
ellos usted está muerto. Las compañías
de seguros y todas las demás no pagan
contra muertos sino contra papeles.
Todo está en orden. Ésas son las reglas
del juego… Además, que no quiero
pensar en el trabajo que nos costaría
resucitarle. No merece la pena. Mientras
pueda tirar de muerto, por nosotros
adelante. Lo que acabamos de escuchar
ya está olvidado. Usted siga con su caza
y su pesca, hospedándose en la pensión
Ondarreta, que si no hay mayor novedad,
la G. M. T. no le molestará jamás.
—Estaba seguro de su reacción,
Manuel González. Totalmente seguro. Yo
tengo cierta maña para conocer a los
hombres y usted es un excepcional
ejemplar humano.
—Muchas gracias por el cumplido, y
vamos a lo mío, si no le importa, que se
está haciendo tarde.
—Antes de pasar a ese segundo
capítulo, me gustaría satisfacer una
curiosidad.
—¿Cuál?
—¿Por qué le llaman a usted Plinio?
El Jefe se sonrió por la inesperada
pregunta del hombre del casco rojo.
—Pues se lo voy a decir al contao.
El apodo de Plinio es de herencia. Yo
tuve un tío abuelo que pasó algunos años
en el seminario de Ciudad Real, según
creo. Sus compañeros, los guácharos de
cura, le llamaban Plinio por no sé qué
cosas del latín. Se corrió el apodo al
pueblo y desde entonces todos los
descendientes por rama directa, ya que
se casó, y por ramas laterales, nos
llaman los Plinios… Ya no queda más
Plinio que yo y mi hija.
—Comprendo. El latín ha dado lugar
a muchos motes en esta patria de curas.
Cuando yo estudiaba en el colegio de
Bilbao, al conjugar el presente de
indicativo del verbo sum, siempre me
equivocaba, y en vez de decir en el
plural: sumus, estis… Decía: «setis»,
sunt… Y todos los compañeros me
llamaban «el Setis». Ahora la gente está
más educada y los apodos no cunden.
—Bueno, señor Setis, pues
volvamos al tema… —dijo Plinio ya
impaciente.
—Volvamos, señor Plinio.
Y los tres se rieron de buena gana.
—Usted, Manuel —dijo el vizcaíno
fingido frotándose las manos con
gravedad—, me deja vivir en paz en
Tomelloso y a cambio voy a darle la
pista sobre el caso de la mujer muerta en
la Hormiga.
Don Lotario, al oír aquello, se sentó
en el mismo borde de la silla, y, todo
oídos, clavó ambos codos en la mesa.
Plinio, sin inmutarse, sacó el «Caldo».
—Hace unos días, hacia media
tarde, subí aquí a tomar un café y algo
de dulce. Como ahora, que estas horas
serían, el comedor estaba vacío. Yo me
senté en esta mesa, que es la que me
gusta, y en aquélla que está junto al
ventanal había dos mujeres. Eran la
única clientela y no me apercibí de ellas
hasta después de sentarme. Hablaban
entre sí, pero en pocos minutos se fueron
acalorando hasta el apasionamiento.
Hablaban en un idioma que me pareció
sueco u holandés. Luego supe que era
sueco. Por esto y por lo enzarzadas que
estaban, no les debía de importar nada
que yo las oyese. Una de ellas era rubia,
muy rubia, con los ojos azules, guapa y
bien hecha, aunque con ademanes un
tanto varoniles. La otra era morena, de
pelo negro, menos guapa, pero más
femenina… aunque no demasiado. Las
dos llevaban pantalones oscuros y
blusas claras. Las dos se atacaban con
parecida furia sin dejar de beber y
fumar. La rubia era la más agresiva.
Bebían jerez… Y no parecían gente
ordinaria, aunque por el ímpetu de la
discusión lo disimulaban bastante
bien… Llegó el momento en que
voceaban tanto, que salió un camarero a
pedirles que hablasen más bajo. La
rubia, muy enfadada por la reconvención
del camarero, tiró un billete sobre la
mesa con muy malos modos y tomando
del brazo a la morena, como si llevase
prisa, marcharon.
»Como pueden ustedes comprender
fácilmente, me olió de qué clase de
mujeres se trataba. Y lleno de
curiosidad eché tras ellas. Abajo tenían
un coche rojo, un “Volvo” con matrícula
sueca. Subió la rubia al volante y abrió
la otra portezuela para que entrase la
morena. Pero ésta, de pronto, echó a
correr hacia la carretera. La rubia la
llamó varias veces, pero la otra,
desalada, cruzó la carretera por la
cuneta y tomó la dirección del pueblo.
La rubia, al darse cuenta que la
mirábamos unos cuantos desde la barra
de abajo, con gran parsimonia, se bajó
del coche, encendió un cigarro, pasó al
bar y pidió un whisky. La observé un
buen rato con disimulo. No les exagero
si digo que en menos de media hora se
tomó unos seis whiskys y se fumó qué sé
yo los cigarrillos. Hasta que de pronto
me entró la curiosidad de saber qué era
de la otra. Salí con disimulo, tomé la
moto, y despacito, eché carretera
adelante hacia el pueblo, con los ojos
bien abiertos y la luz larga para ver
mejor. No llevaría corrido un kilómetro
cuando la vi parada haciéndome señal
de autostop. Me detuve. Dijo:
»—Yo ir ahí, cerca.
»—¿Al pueblo?
»—No, más, más.
»Le indiqué que se subiera al porta y
continué el viaje a buena marcha. Ya
cerca del castillo de Peñarroya me pidió
que parase. Así lo hice y me rogó casi
por señas que la aguardase un poco y
alumbrara con el faro de la moto hacia
el pantano. Corrió hacia un remolque
que había entre el monte. Estaba claro
que su intención era apartarse de allí. Yo
temía que la rubia apareciese de un
momento a otro, si no se desnucaba por
la carretera con la trompa que debía
tener. Aguardé un poco mirando
impaciente hacia Ruidera, pero en
seguida volvió la morena con un montón
de ropas sobre el brazo y una maletita
pequeña. La pobre también debía de
tener mucho miedo —pensé entonces—,
porque antes de subirse otra vez en el
porta, recelosa, miró hacia la parte de
donde veníamos.
»—A Argamasilla, ¿eh?, por favor
—me dijo apretándose mucho a mí.
»Dije que sí, sujetamos aquel
desordenado equipaje como pudimos y
reemprendí la marcha. Noté que
sollozaba sordamente sobre mi espalda.
Al cabo de un buen rato le pregunté:
»—¿Qué le pasa?
»No contestó y siguió con su
lloriqueo. Bastante antes de llegar a la
Alavesa apareció el “Volvo” rojo. Yo
apreté. Nos pasó disparada. Era una
loca. Claro que yo con la morena detrás
no pude poner la máquina a todo gas.
Paró la rubia bien delante de nosotros y
casi interceptándonos el paso. Al lado
de la cuneta hacía señas para que me
detuviese.
»—¡Siga, siga! —gritó la morena
apretándose más a mí.
»Aminoré la velocidad, simulé que
paraba y haciendo un viraje peligroso
rebasé el “Volvo”. Estoy seguro que la
rubia estaba llorando también. Sólo le vi
la cara un segundo pero me pareció
enrojecida, con la boca entreabierta y
los ojos húmedos. Luego, unos gritos
lastimeros, que debido a la marcha que
puse la moto, pronto dejé de oír… Es
curioso, en seguida de pasar a la rubia,
la que iba conmigo dejó de llorar. Estoy
seguro de que volvió la cabeza hacia
atrás varias veces… Nunca me había
pasado nada igual. Había oído hablar
mucho, como todo el mundo, de estas
pasiones de los homosexuales, pero
nunca las creí tan primarias. Es de las
pocas cosas de mi vida que no olvidaré
jamás.
El vizcaíno fingido, como en lo
sucesivo lo llamó don Lotario, que en
sus años mozos fue muy leído, contaba
muy bien este episodio.
El hombre, más bien frío e
inexpresivo, ahora transpiraba un poco y
parecía excitado con su propia relación.
Cargó la pipa con pausa y la
encendió con más pausa todavía. Don
Lotario, que no debía de tener ya sobre
el borde de la silla más que el coxis,
incontinente, preguntó:
—¿Y qué más?
El de Zumárraga, que resultó de
Bilbao, sonrió ante la infantil ansiedad
del albéitar, y continuó con aire de
narrador casi profesional:
—Al poco, nos llegaron de nuevo
las luces del coche rojo. Yo no aceleré.
Con cálculo esperé la reacción de mi
pasajera… No rechistó. Ni me decía
«sigue, sigue», como antes. Ni me decía
«pare», si es que sabía decirlo… Es
curioso que unos momentos antes,
cuando me abrazó, me hice ciertas
ilusiones de que aquella morena
rebotada del catre femenino podía ser un
ligue… Y conste que yo nunca fui
ansioso de mujeres. Pero al observar su
última reacción, cambié de parecer.
El puñetero de Zumárraga dilataba
adrede el clímax de su historia. Plinio
lo notó y se solazó solabios, sobre todo
viendo la cara de don Lotario.
—¿Y qué? —volvió el veterinario.
El relator se contuvo la risa con
mucho oficio y continuó cada vez con
razones más morosas:
—El «Volvo» se puso a nuestra
altura otra vez, pero sin adelantarnos. La
rubia conducía con la cara vuelta hacia
la morena. Así fuimos un par de
kilómetros. Y entonces, sin perder
nuestro nivel, la rubia empezó a tocar el
claxon, pero ¿cómo diría yo?, de una
manera muy suave, muy suave. Como si
fuese una señal convenida y acariciante.
Algo así: «ta, ta ta», «ta, ta ta», «ta, ta
ta». Parecía recordar, pedir, rogar… El
«Volvo» iba a nuestro lado, casi
rozándonos. Las caras de las dos suecas
debían de estar bastante juntas. Sin duda
se miraban con fijeza, con deseo. El «ta,
ta ta» cada vez era más grave a la vez
que más largo, casi suspiroso. Yo notaba
que la morena se ablandaba, que
apretaba sus brazos que rodeaban mi
cintura, que respiraba con mayor
perímetro… Y de pronto, entre el ruido
de los dos motores, oí que emitía unos
ruidos. Todavía no sé si reía o lloraba,
pero lo que decía, con lágrimas o con
júbilo contenido, era algo que se parecía
al «ta, ta ta» del claxon de la rubia.
Como una respuesta de asentimiento y
entrega.
»Por fin, como presentía, mi
compañera de viaje me dio unos
golpecitos en la espalda a la vez que me
decía casi en el oído:
»—Pare, pare…, por favor.
»Aminoré la marcha. El coche hizo
igual sin perder la altura. Frené. Frenó.
La rubia bajó calmosa y se puso delante
de nosotros con el cigarrillo en la boca,
las piernas un poco abiertas y la mano
en la cintura. Tenía talante de seguridad,
de poder. Bajó la morena con sus ropas
y maletín a cuestas.
»—Gracias…, muchas gracias —me
dijo con voz sorda y sin mirarme a los
ojos.
»La otra le abrió la portezuela del
coche y mi compañera de viaje entró
dócilmente. Sin decirme media palabra
la rubia tomó el volante, maniobró para
volver sobre el camino, avanzó sólo
unos metros y aparcó junto al
canalillo… No quise saber más. ¿Para
qué? He pensado que tal vez éste fue mi
error. Me vine para casa y no volví por
estos parajes hasta dos días después. Ya
no estaba el remolque blanco junto al
pantano… ¿Para qué llamaba aquel
claxon con su “ta, ta ta”? ¿Para el amor
o para la muerte? No sé.
El de Zumárraga pidió más coñac.
Parecía seriamente preocupado con su
propia historia. Don Lotario estaba más
tranquilo y Plinio sin decir ajo.
Mientras traían el licor anduvieron con
el tabaco. Bebidos los primeros tragos,
y disparados los primeros humos, el
vizcaíno emprendió su recitado aunque
ya con aire menos suspensivo:
—El día que tuve el gusto de
conocer a ustés, cuando me recogieron
en la carretera, alguien dijo a primera
hora en el Hogar del Pescador, donde yo
estaba desayunando, que un pastor había
encontrado en la Hormiga, casi en la
linde del Sotillo, el cuerpo de una mujer
muerta. Me acordé, naturalmente, de la
historia de mis bolleras y salí hacia el
sitio. A pesar de que tenía la cara
deshecha y el cuerpo deformado, era
ella, la morena que vino conmigo… Y
ésta es la historia y pista, amigo
Plinio… perdón, Jefe, que le tenía
reservada. Mi deber, lo sé muy bien, era
el decirle todo esto cuando ustedes me
encontraron con la moto averiada. Se me
había estropeado al regresar de la
Hormiga camino de casa… Pero dada
mi situación legal, decidí pensarlo con
calma. ¿Usted lo comprende, no?
Primero pensé firmemente no decir
nada, pero cuando comprobé que
ustedes empezaban a rondarme y visitar
mi casa… y sobre todo, cuando me
enteré de la clase de hombre y de
policía que es usted… y don Lotario,
reconsideré el tema. Esta mañana, como
le dije, sobre la presa del pantano de
Peñarroya di el último repaso a mi
decisión e iba a presentarle la cuestión
de confianza, en el momento que
llegaron ustedes. Y aquí acabo, que,
como dicen en su pueblo, he hablado
más que Melquíades.
Eran las siete de la tarde. El
restaurante estaba completamente solo.
Por las vidrieras se veía el agua verde
violáceo que el crepúsculo da a las
lagunas. Una motora llena de niños y
mujeres con pañuelos a la cabeza, hacía
garabatos de espuma sobre el cristal
oscuro. El sol clavaba su rojo escarlata
en el vidrio de un chalet próximo. Los
árboles, cansados del día tan largo,
parecían desear la noche para tumbarse
a dormir entre las junqueras; y un
pescador, con la caña al hombro y un
morral en la mano, caminaba cabizbajo
y paso torpe. Las lagunas se engullían un
día más de su millonaria historia, sin
enfado ni alegría, obedientes a la
mecánica infallable de la naturaleza. El
hombre envejece cada noche y la tierra y
sus aguas se encogen de hombros con
secular indiferencia. El mundo está muy
duramente hecho.
Plinio y don Lotario nada
comentaron cuando el vizcaíno concluyó
su cuento. Y el hombre, ante tan
embarazoso silencio, llamó a un
camarero que asomó por allí para pagar
la nota.
—¿Qué cree usted que pudo pasar
ahí? —preguntó Plinio al fin,
entornando los ojos—. ¿Tiene algún
presentimiento?
—No tengo la menor idea.
—Lo de las magullaciones de la
víctima me vale. Pero el saco de
plástico, el arrastrarla antes del
embalaje, y sobre todo, el dejarla ahí tan
a mano, en un lugar que de cierta manera
habían frecuentado ellas… ante testigos
especiales, como usted, me desorienta
mucho.
—Eso es verdad. Pero era ella. Y ya
sabe usted cómo suelen ser las pasiones
de esta gente. Aparte de que debía haber
algo entre las dos que no funcionaba.
Vaya a saber.
—Ya, ya. Pero de todas formas,
después de la pasión viene la calma, y la
rubia, por lo que usted dice, debía de
ser una mujer bastante cerebral como
para dejar la muerta tan a la vista.
—Amigo Jefe, yo no soy policía.
Sólo testigo de cuanto he contado sin
quitar una coma.
Plinio se puso de pie, se ajustó bien
el correaje que había dejado holgar unos
puntos para facilitar la digestión de
companajes y licores, se encasquetó la
gorra y dijo a sus comensales:
—¿Y si diésemos una vuelta por
donde tenían instalado ese remolque?…
Por pura curiosidad.
—Como usted quiera —replicó el
de Zumárraga poniéndose también
vertical.
Salieron con las piernas entumecidas
por tan larga sentada. Plinio y don
Lotario subieron al «Seiscientos» y el
vizcaíno, con el casco rojo bien
embutido en la testa, echó delante con la
moto.
Corría un viento vendimiador,
amoroso. El sol echaba cubos de sangre
sobre los puntos más despejados de la
carretera brillante. Obreros en bicicleta
culeaban sudorosos al subir las cuestas.
A veces se cruzaba un conejo
enloquecido. Otras, breñeaba una
perdiz. Cantaban grillos inocentes. Las
viñas barbudas de oro trepaban los
modestos oteros trazando paralelas
infinitas.
Gañanes de Peñalosa,
no diréis que no os aviso,
he de quitarle a la Rosa
—debajo de los parrales—
el virgo,
recitó don Lotario con aire muy enfático
al pasar ante la finca de ese nombre.
—Coño, ¿qué es eso? —preguntó
Plinio, que nunca le había oído aquel
recitado.
—Son unos versos antiguos que
decían en Carrizosa y que yo ahora, al
leer Peñalosa, se me ha ocurrido
trasladar.
—Está bien eso… «Caseros de
Peñalosa…». Yo lo que recuerdo es un
cantar de aquí que decía, pizca más o
menos:
En Peñalosa un pastor
comía gachas tan despacio,
que la gente le decía:
gacha-paso, gachapaso.
—También es ésta buena:
El moño tienes tan gordo
que tengo la presunción
que debajo dél escondes
lo que sólo he visto yo.
Muy cerca de la presa y bajo unos
árboles los esperaba el de Zumárraga
que, sin quitarse el casco y con las gafas
alzadas sobre él, parecía un marciano
con cachimba.
Don Lotario, al verlo y mientras
frenaba, dijo, siguiendo el aire
cancionero:
Ahí tienes al de Zumárraga
con el casco encasquetao,
que en el caso de la
Hormiga
nos vino pintiparao.
—Por aquí estaban, poco más o
menos —señaló y dijo a manera de
saludo. Plinio y don Lotario,
aprovechando los últimos rayos del sol,
husmearon por aquellos alrededores.
Había puntas de cigarrillo, envoltorios
de papel, botellas de whisky, pero nada
que denotase violencia.
Después de esta inútil pesquisición,
Plinio miró hacia el próximo y ruinoso
castillo de Peñarroya y dijo:
—Vamos a ver si la santera vio u
oyó algo.
—Eso contando con que esté
levantada —apostilló don Lotario.
Fueron a pie. Pasaron entre los
muros derruidos hasta el patio de armas
a donde da la ermita de la Virgen de
Peñarroya. Allí mismo vivía la santera.
Ésta, que todavía bordaba sentada en la
puerta, con los ojos muy pegados a la
labor, miró hacia los visitantes con
prevención.
En medio de aquella soledad, entre
ruinas y a las últimas luces, vestida de
negro y los paños blancos entre manos,
parecía un cuadro antiguo. Un cuadro
callado e inmóvil, un cuadro figurativo
hasta la náusea.
Era una mujer todavía joven. Alta,
fina y con una severidad tridentina. Allí
vivía sola con las limosnas y lo que
sacaba de bordar. Llevaba una especie
de túnica negra que le llegaba casi hasta
los tobillos, sujeta con un escapulario de
cuero.
—Buenas tardes, mujer.
—Con la paz de Dios vengáis —
respondió poniéndose de pie y en actitud
defensiva—. ¿Qué se ofrece?
—¿Usted recuerda de ver dos
extranjeras que estuvieron por estos
alrededores hace unos días?
—No.
—¿Ni oyó gritos, ni risas o algo?
—No. Yo sólo vi una mujer inmoral
que en un descuido mío entró en la
capilla con pantalones.
—¿Sólo una?
—Una he dicho.
—¿Rubia o morena?
—Morena. La eché a empujones y
me hizo un ademán lascivo.
Y no consiguieron sacarle más. Allí
quedó, como una flecha negra, con el
bordado blanco entre las manos.
Antes de montar en sus vehículos, a
la salida de la ermita, Plinio hizo una
breve tertulia con sus acompañantes.
—Bien mirado —les dijo—, creo
que éste es un asunto resuelto. Lo
comunicaré al juez de Argamasilla para
que haga la diligencia que deba… Claro
que a usted —dijo al vizcaíno— le
tomarán declaración.
—Es natural.
—Usted cuenta lo que vio y en paz.
Yo le echaré una mano… Y ahora, siga
su vida de difunto pescador, que don
Lotario y yo lo hemos olvidado todo.
—De acuerdo, Jefe. Creo que los
dos hemos cumplido como caballeros.
—Hale, vamos al pueblo que yo
tengo allí otra faena.
Se despidieron del vizcaíno del
yelmo rojo y siguieron camino.
En seguida que llegaron al
Ayuntamiento, Plinio preguntó si ya
había denuncia en forma del rapto visto
por Eufrasiete la noche anterior.
—Nada, Jefe —le dijo Maleza—.
Silencio total… Y todo el pueblo sabe
ya lo que nos chivó Eufrasio, pero ya
digo, chitón. He estado husmeando por
todos sitios, pero en caso de variante
sólo dicen mentiras…
—¿Como por ejemplo?
—Como que seis hombres con facas
la cosieron a puñalás y la echaron en la
«rubia» hecha una sangría… Como que
el ladrón es un tratante de blancas, que
quiere exportarlas al extranjero porque
las putas de España son muy
apreciadas… Y como que si hay suelto
por el pueblo un vampiro americano que
sólo se alimenta de sangre de hembra
moza. Ya le digo a usted, fantaserías.
—Querrás decir fantasías, Maleza.
—No; he querido decir fantaserías,
que es vocablo de mayor engranaje.
—Estás tú bueno.
—Fantaserías y hombrosexuales,
que son dos palabrejas que me he
inventado para mayor elocuencia, Jefe,
que el hablar que usamos va estando
muy visto y va a dejar de ser
«compañero del Imperio», como dice
Eufrasiete… que por cierto, ahora que
me acuerdo, le está esperando desde
hace un rato.
—Todavía no es la hora.
—Pero qué quiere usted. El hombre
no vive desde que vio lo que dice que
vio.
—Bueno, bueno, dile que pase.
Eufrasiete Rosauro venía
endomingado, con corbata y zapatos
negros de punta fina. El hombre estaba
viviendo los momentos más intensos de
su vida desde que fue soldado y lo
destinaron a Ceuta. Allí parece que
empezó su afición a la Historia de
España y de sus Indias. Plinio
recordaba, riéndose, cierta vez que
recitó a sus amigotes del Casino de San
Fernando un párrafo de este corte:«… se
citó luego con Montezuma a la entrada
de la encantadora Tenochitlán (Méjico),
capital de ensueño, rodeada de canales y
calzados» (calzadas).
»—¿Pero qué es eso de calzados?
—le preguntó uno.
»—Ah, yo lo que dice el libro…
Serían zapaterías, digo yo».
Entró Eufrasiete, digo, con aire
resoluto y la cara henchida de
satisfacción.
—¿Qué hay Eufrasio?
—Pues nada, que como me citó
usted, pues me dije: voy para allá con
tiempo sobrao.
—Has hecho bien —le respondió
Plinio sin dejar de observar lo majo que
venía.
—Y sabrá usted que me han hecho
una entrevista para el Lanza, periódico
de toda la provincia.
—¿No me digas?
—Como lo oye.
—Me alegro, hombre. ¿A que has
dicho algo de la historia del país?
Eufrasio se rió entre orgulloso y
ruborizado.
—Natural… yo estoy fuerte en ese
libro.
—¿Y qué ha sido?
—Pues lo que el general Narváez
dijo a la reina cuando volvió al poder, o
sea —y poniéndose muy serio, sacó el
siguiente párrafo de su prodigiosa
memoria—: «Esto ha sido un drama en
que se repartieron los primeros papeles
un rey, un clérigo y una monja…». Ya
sabe usted, Manuel, el general le tiraba
a dar a sor Patrocinio y al padre
Quiroga.
—Bueno, y ¿eso qué tiene que ver
con el caso?
—Hombre, así como tener que ver
no creo, pero yo lo he dicho, ¿sabe
usted? Y ahí queda… y regium
exequatur…
—¿Cómo?
—Nada, cosas mías.
—Oye, Eufrasio —le reconvino
Plinio con cara de duda—, ¿tú estás
seguro de que has visto todo lo que me
contaste anoche?
—Si empezamos así me enfado…
Encima que vengo a hacerle un
servicio… —dijo muy digno y con
ademán de marcharse el del
Culovistoso.
—Bueno, bueno… anda. ¿Y qué más
les has dicho a los del Lanza?
—Hombre, que es usted el mejor
policía de Europa, y que como decía el
cardenal Cisneros: «El olor de la
pólvora le agrada mucho más que los
suaves perfumes de la Arabia».
—Las cosas como son. Esto está
muy bien traído… Bueno, y sabrás que a
estas horas nadie ha venido a denunciar
el robo que viste.
—Ya me lo ha dicho Maleza. ¿Es
raro, eh?
—¿Cómo era la «rubia» que se llevó
a la moza? ¿Grande o chica?
—Ya le dije que grande… Y lo de
que la robada sea moza lo dice usted. A
lo mejor era casada, vaya usted a saber.
—¿Oscura o clara?
—Clara. Ya se lo dije a usted
anoche.
—¿Tenía letreros o no?
—No los vide… También se lo…
—¿Los hombres eran de chaqueta o
de blusa?
—De chaqueta, pero no señoritos.
—¿Y la chica era alta o baja, joven
o vieja?
—Pero ya se lo dije anoche, Jefe…
Usted lo que quiere es ver si fantaseo…
Si sabré yo las mañas de la armada. No
pude calibrar bien, pero ya le dije que
me pareció entrada en carnes sin mayor
dato.
Plinio dio unos paseos por el
despacho con aire desalentado.
—Yo, Manuel, ¿qué quiere usted?,
no sé más. Lo he pensado muy rebién y
no recuerdo nadica más… Ése es mi
informe de la ley agraria, como decía
don Melchor Gaspar de Jovellanos, y no
tengo más que decir.
—Ay, Gaspar, Melchor… y Baltasar.
Veremos qué sale de esto… He
convocado a todas las furgonetas que
hay en el pueblo a ver si al echarles un
vistazo nos das alguna luz.
—Eso está muy bien. Claro, que a lo
mejor no fue del pueblo… digo yo. Y
entonces no va usted a convocar a todas
las del reino.
—Desde luego.
—Me hago el cargo que por algo hay
que empezar.
Entró Maleza sin pedir permiso:
—Jefe, ya están ahí todas las
«rubias» del pueblo. Sólo falta una de
dos caballos que está en Herencia.
—Es igual. ¿Están también los
dueños y chóferes?
—Están, y muy preocupados. Todos
los coches están pegaditos a la fachada
del Ayuntamiento.
—Pues vamos a la operación. Tú,
Eufrasio, te subes al balcón del salón de
sesiones, que debe de estar pizca más o
menos a la altura de la ventana de tu
casa, desde la que viste el rapto de la
hembra. ¿Estamos? Y yo voy a hacer
desfilar a todas las «rubias», una por
una, alrededor de la plaza, para que
puedas mirarlas a tu sabor. ¿Vale?
—Vale.
—Y fíjate muy bien a ver si la
identificas. Súbete que yo voy a darles
instrucciones a los propietarios. Maleza,
que vengan todos.
Eufrasio salió con aire reposado,
casi majestuoso, como de sujeto que está
muy en primería. Maleza, que iba tras él,
casi se tropieza con el cabo Rasuras,
que quería entrar en aquel instante.
—Jefe —dijo—, que Braulio y un
joven quieren verle. Dicen que es
urgente.
—Que pasen. Oye, Maleza, que
aguarden las «rubias» y que el Eufrasio
no se asome al balcón hasta nuevo
aviso, no vaya a echar un discurso
histórico a la población.
En seguida apareció en la puerta
Braulio el filósofo, Antoñito Bolado, el
hijo de Eusebio Bolado el ex muletero, y
don Lotario.
—¿Qué dice esta buena gente? —
preguntó Plinio.
—Oye, Manuel, ¿qué haces con
tantas camionetas juntas? ¿Es que vas a
trasladar el pueblo a Argamasilla? —
dijo el filósofo.
—Quita, hombre, quita; menudo
pitote.
—Me han dicho éstos una cosa que
creí que debías saberla antes de nada —
dijo don Lotario.
—Sentaros.
—Tú conoces a Antoñito Bolado,
¿no? —dijo Braulio.
—Sí, hombre.
—Es que verás…
Antoñito Bolado, que no contaría
más de veinte años, tenía una pinta de
andaluz de tablao flamenco. Llevaba
traje de alpaca oscuro, camisa blanca
sin corbata, pantalón ceñido y botitas de
tacón. Moreno, carilargo, con largas
patillas negras, a cada nada se ponía una
mano sobre el muslo y la otra en la
cadera, como si fuera a salir por
fandangos de Huelva. Aparte de este
semeje de operario de Manolo Caracol,
era chico formal, que no cantaba,
toreaba, ni tocaba, y que estaba muy
bien visto entre las mozas de medio pelo
socioeconómico, porque sus padres
tenían muchas perras. Primero las hizo
con el tráfico mular y ahora con el
tractorista. El padre, cuando las mulas,
llevaba blusa negra de seda, con borlas,
cayada negra también y gorra de visera.
Desde los tractores vestía como un
agente comercial de altura. Pero el hijo,
más conservador, seguía con aquel
atuendo de cantaor para turistas.
Braulio, con su cara de patricio
romano, respondió de esta manera a la
mirada interrogante de Plinio:
—Estaba yo comiendo, sabes,
Manuel, cuando me llegó aquí el amigo
Bolado. Sabe que tú y yo somos amigos
y me vino a consultar si una sospecha
que tiene sería conveniente comunicarla
a tu autoridad. Yo, después de pensarlo
un poco, decidí que sí. Llamé, me
dijeron que estabas fuera y en el Casino
hemos estado esperando hasta que
apareció don Lotario y me comunicó que
ya estabas aquí… No me gusta meterme
en estos terrenos, pero todo lo que sea
echarte una mano siempre me place, y
creo que esta mano puede ser de
enjundia. Y Bolado tiene la palabra.
—Que gracias, Braulio, que eres un
gran amiguete. Y tú dirás, Bolado.
Antoñito Bolado, al ver que le
llegaba el turno, encogió la nariz, se
puso la barbilla sobre la mano, cuyo
brazo descansaba en el muslo, y
entreabrió la boca… «Atiza, éste ahora
va y canta», pensó Plinio. Pero se limitó
a entreabrir la boca para preguntar con
tono misterioso:
—¿Usted sabe, Jefe, quién es mi
novia?
—No… Vamos, no recuerdo.
—Sí, hombre… —cortó Braulio.
—Un momento, Braulio, un
momento. Déjeme a mí contar la cosa
con el copero debido —le cortó a su vez
el Bolado, que parecía dispuesto a que
su número luciera de verdad.
Braulio se calló con un gesto casi
cómico y se llevó la diestra a la boca.
—Verá usted —siguió el Antoñito
con pausa, así que vio franco el callejón
—, yo tengo relaciones con una chica de
este pueblo hará unos dos años. Es una
excelente muchacha. Católica fetén, sin
antecesores amorosos y ama de su casa,
como nos gustan a los hombres,
hombres. Desde que nos arreglamos, no
mira la calle como no sea conmigo. No
va al cine si no viene su hermana, para
evitar tentaduras. De futboles y de
bailes, si no es con un servidor, los
ignora. Viajes, desde que estoy yo por
medio, no ha hecho en su vida… Digo
mal, salvo cuando la operaron de la
apendicitis en Madrid, trance en el que
naturalmente no hay peligro casual…
Pues a lo que iba. Yo he tenido que estar
tres días fuera para asunto de negocios.
Llego esta mañana, voy a verla, y sus
padres… que son gente de lo más serio
de este pueblo, me dicen que no está,
que se ha ido a Ibi, a ver a su tía, que
está casada con uno que trabaja allí.
Comprenderá usted que me ha llamado
la atención este viaje, sin aviso. O había
urgencia que no me habían aclarao, o
ese viaje tiene su aquél. Quiero decir
que lo habrían pensao con tiempo y yo,
el novio, tendría noticia, ¿estamos?, si
hubiera sido normal. Pero ca, el padre y
la madre, mis futuros suegros, que se ha
ido a Ibi, que se ha ido a Ibi, que era
muy urgente y acabe usted de
explicaciones. Yo, claro, rápido, me he
puesto en comunicación con sus amigas.
Ninguna sabía cosa alguna de ese viaje.
He ido a la estación y el Jefe, que es mi
compadre, no la ha visto por los
andenes. ¿Ella sola a Ibi, de repente?
Nanai. Hasta que me he enterao, a
última hora de la mañana, de lo del
rapto que vio el Eufrasiete Rosauro
desde su ventana. Y como mi novia vive
en la misma calle del Eufrasiete, pues
me he dicho, ciertos son los toros; y los
padres, claro está, no me han querido
decir la verdad, porque es natural, han
pensado, y con mucha razón, que yo
quiero mucho a su hija, pero que con una
fruta averiada este servidor no se casa.
—¿Y por qué sabes tú que va a estar
averiada? —le cortó Plinio.
—Hombre, Jefe, supongo yo que el
sujeto que está robando mujeres en este
pueblo no se las va a llevar para que le
frían huevos al plato… Eso se cae de su
peso. O es pá matarlas, como ha pasado
con la de la Hormiga, o es pá follarlas,
como ha pasado con la Rosita Granados.
Y yo, naturalmente, no me caso con una
mujer muerta… y menos follada.
—Entonces, tú, Bolado, ¿las
prefieres muertas a folladas? —le cortó
Braulio el filósofo con los ojos muy
abiertos.
—Hombre, es un decir —respondió
un poco confuso.
—Ah, vamos… Porque entre virgo y
vida, preferible es la vida. Yo, antes me
caso con una incompleta que con una
fiambre, pues si que la diferencia…
Don Lotario, que había estado
apretándose por no estallar al escuchar
la última razón del filósofo, empezó a
reír con tal juego de babas y lágrimas a
la vez, que contagió al Jefe y al mismo
Braulio, y durante un buen rato el pobre
Bolado se encontró abandonado y más
que corrido.
—Como diría Eufrasiete —glosó el
veterinario, sin dejar de reírse—, es
mejor casarse con la querida de Godoy
que con doña Inés de Castro, insepulta.
—Bueno, bueno, vayamos al grano
—cortó Plinio, esforzándose por volver
a la seriedad—. Sigue, Antoñito.
—No tengo más que decir —afirmó
mosqueadísimo—, ná más que yo creo
que la mujer que robaron anoche es mi
novia.
—No me parece mala deducción. Lo
único que te falta por decirme —dijo
Plinio—, porque supongo que ya habrás
agotado la suspensión de tu relato, es
cómo se llama tu novia.
—Ah, es verdad. Mi novia es la
Clotilde Lara, la hija de Rufino Lara,
alias el Monje.
Plinio quedó pensando y, tal vez sin
darse cuenta, movió la cabeza
afirmativamente.
—La deducción no estaba mal hecha
por el chico —aclaró Braulio—, porque
los Monje, de toda la vida de Dios, ya
sabemos cómo son. Antes la muerte que
el más mínimo filete. Honra antigua a
carta cabal. En esa casa, oración, vigilia
y de fornicativa lo precisico.
—Hombre —añadió el veterinario
—, siempre se ha dicho que Rufino, que
tiene la casa llena de cuadros sagrados,
el día que quiere hacer la picardía, le
dice a su mujer: «Rosaura, vuelve los
cuadros que vamos a hacer uso del
matrimonio».
Con esta glosa se reanimó Antoñito
Bolado, que debía de estar hasta los
pelos del puritanismo de sus futuros
suegros, y dijo:
—Qué me va a decir usted a mí, si
en esa casa no solamente se dice hasta
mañana, si Dios quiere, como todo el
mundo; sino buenas tardes, si Dios
quiere; hasta luego, si Dios quiere, y
vamos a acostarnos, si Dios quiere…,
aunque estén al lado de la cama.
—Desde luego, seguro que no hay
otra gente en el pueblo que le dé a Dios
tanto trabajo —añadió el filósofo
sonriendo.
—Eso es pá mear y no echar gota —
reforzó el Bolado.
—Bueno —concluyó Plinio—, pues
te agradezco la sospecha, Antoñito. Tú,
cállate como un muerto, hasta que te
avise, que esta noche mismo comienzo
las indagatorias… Una cosa: ¿te dijo
ella alguna vez si alguien la seguía,
amenazaba, escribía o cualquiera
irregularidad?
—No, señor… Bueno, y si ha
ocurrido no me lo dice. Ya sabe usted…
—Entiendo. Bien, pues vamos a
suspender la sesión, que tengo ahí
esperando al parque móvil de
Tomelloso… Y si queréis ver la
maniobra, esperaros.
Y sin esperar respuesta dijo a
Maleza, desde la puerta, que pasaran los
dueños y chóferes de las «rubias».
—Nos quedaremos ahí en el zaguán,
Manuel —dijo don Lotario, muy
diplomático.
—De acuerdo.
Los «rubieros», que eran poco más
de la docena, entraron uno a uno con
muchísimo respeto. Los que venían
cubiertos se despegaban la boina de la
cabeza muy suavemente, como si fuera
un esparadrapo y tuvieran miedo a
hacerse mal. Formaron un semicorro
junto a la mesa de Plinio, que estaba en
su sillón con cara de mucha autoridad.
Cuando todo estaba en orden y callados
los últimos saludos, el Jefe, mirándolos
sobre los aros de las gafas, les dijo:
—Señores… Muchas gracias por
haber venido. —Hubo carraspeos que
querían decir «de nada»—. Anoche,
como habréis oído, utilizando una
furgoneta como las vuestras, se ha
cometido un delito importante en
Tomelloso… Al menos así parece. A
una mujer que iba por la calle de Don
Quijote, a eso de las once de la noche,
la cogieron entre dos hombres y la
hicieron subir en una «rubia» grande.
Alguien vio esto desde una ventana de la
casa número quince de esa calle. Ni
sabemos quién es la mujer robada, ni
quiénes los ladrones… Mi deber,
naturalmente, es sospechar de todo el
mundo, en principio…
Se oyeron más carraspeos de
probable disconformidad y Plinio los
miró en redondo con gesto severo.
—Decía que mi deber es sospechar
de todos hasta que se aclare el caso. El
testigo de lo ocurrido anoche está en un
lugar de esta casa. Y cada uno de
ustedes, por el orden que yo indique, me
van a hacer el favor de darle una vuelta
a la plaza con su vehículo. Procuraré
entretenerles lo menos posible.
—Yo, Manuel, anoche no estaba en
el pueblo.
—No importa. Vamos a proceder a
la prueba con todos. Luego, tiempo
habrá de hablar.
—Hombre —repitió tozudo el de
antes—, es que sospechar de uno así,
por las buenas, habiendo pasado la
noche en la carretera…
—Por favor… Si las cosas son
como usted dice… que no dudo, todo
quedará aclarado en seguida. Dar una
vuelta por la plaza no cuesta trabajo.
Menos trabajo que enredarnos aquí a
decir cada uno su razón… Díganme sus
nombres, sean propietarios o chóferes,
para hacer una lista y establecer el
orden.
—Y alguno falta —dijo otro.
—Ya lo sé. Usted primero, dígame
su nombre, apellido y número de
matrícula.
Así que acabó la lista y encomendó
a Maleza el orden que debían seguir,
subió al salón de sesiones para ver la
prueba junto a Eufrasio, que estaba en el
balcón mirando a la plaza con aire
meditativo.
Muchos desocupados, al ver aquella
batería de furgonetas ante el
Ayuntamiento, curioseaban desde las
aceras y terrazas de los bares y Casino.
Eufrasiete, cuando llegó Plinio, dio
a su cuerpo una erección ostensible y
tiró el pito.
Maleza mandó marchar en el
momento oportuno las furgonetas de dos
caballos ya que sólo iban a desfilar las
grandes. Igualmente, el mismo cabo, con
gran diligencia, había ordenado que
cada conductor estuviera junto a su
coche, como en una revista de policía.
Cuando todo estuvo en orden, miró hacia
el balcón. Plinio le hizo señal con la
mano para que empezase el carrusel.
Eufrasio entornó los ojos y se dispuso al
examen con aplicación.
Maleza, según las instrucciones
recibidas, dio orden de empezar el
desfile coche por coche con indicación
precisa de darle la vuelta a la plaza y
luego detenerse casi debajo del balcón
central y a unos dos metros de la
fachada. Para que todo resultase bien,
había puesto Maleza a varios guardias
que daban la salida, ordenaban el parón
y luego el sitio de aparcar.
El ceremonial había alcanzado una
espectacularidad imprevista. Las aceras
estaban repletas de gente y no se
escuchaba más que el ruido del motor de
la furgoneta de turno.
Los dos hombres del balcón miraban
la maniobra en silencio. Plinio, de
reojo, observaba al testigo Eufrasio. De
cierta manera, aquello parecía un
examen, penosísimo, eso sí, para sacar
el carnet de conducir.
La verdad era que Maleza se estaba
portando muy bien. En demasiado
militar, pero bien.
Salía la «rubia» de turno, daba la
vuelta, paraba luego donde le indicaba
un guardia, que abría las puertas de atrás
del vehículo para mayor simulación de
lo ocurrido la noche anterior en la calle
de Don Quijote, las cerraba de nuevo, y
le hacía seguir despacio hasta aparcar
en el lugar indicado.
Eufrasio, con un lápiz y un
cuadernillo con pastas de hule negro,
hacía algunas apuntaciones.
Cuando acabó el circuito, la gente
espectadora seguía en silencio, como en
espera de algo más importante. Eufrasio
miraba perplejo sus notas y Plinio,
después de dejarlo reflexionar unos
instantes, le preguntó:
—¿Quieres que den los coches otro
rodeo, o te basta?
—Me basta —dijo con suficiencia.
—Bueno, pues, vamos a ver tus
conclusiones.
Entraron en el salón de sesiones,
cuyas luces encendió el mismo Plinio, y
Eufrasio, sin perder su aire importante
tan súbitamente adoptado, empezó a
mirar con esforzado interés los cuadros
que el maestro Francisco Carretero legó
para adornar todo aquel senado
municipal.
Don Lotario, que había subido sin
poder contener su impaciencia, quedó
mirando la extraña escena que
formaban: Plinio, en el centro del salón,
con las manos en la cadera, en espera
nada paciente, y Eufrasio, mirando los
cuadros como si fuese el mismísimo don
Enrique Lafuente.
—¿Qué hace? —le preguntó al
guardia al tiempo que le alargaba un
«Caldo».
—Pues no tengo idea… pero como
el hombre es así, un poquillo gilipollas,
pues que se está dando postín.
—¡Bendito sea Dios!
Encendieron los pitos mientras el
otro seguía su examen, y cuando
hubieron echado un par de chorros de
humo:
—¡Eufrasio! —gritó de pronto
Plinio.
—¿Qué, Jefe? —respondió el otro
con cierto susto.
—Que te dejes las pinturas para otro
día, que estamos esperándote medio
pueblo.
—Perdón, perdón, es que a mí la
pintura del hermano Francisco me gusta
mucho.
—Bueno, pues te vienes mañana, y
te estás aquí todo el día hasta que te la
aprendas tan de memoria… como la
Historia de España.
—Es verdad, es verdad.
—Venga, ¿qué has sacado en claro
de todo este carrusel?
—Pues… —empezó, mirando sus
notas y con aire dubitativo— que entre
tres «rubias» de las que han desfilado
anda el juego… Entre la dos, la cuatro y
la siete.
—¿Y no te determinas por una más
que por otra?
—No.
—¿Y las tres tienen un siete en la
matrícula?
—Anda, coño, pues no me he fijao.
—¡Ay, Dios mío, ay, Dios, y ay,
Dios! ¿Conque ahora salimos con ésa?
¿Pero entonces qué has apuntado?
—Bueno, no se ponga así, Manuel,
que eso está tirao. Como tengo escrito
el orden del desfile, ahora mismo, desde
el balcón, tomo las matrículas… Que
buena vista sí tengo.
—Venga, anda y no te equivoques.
¡Qué orden habrá escrito este hombre,
santo Dios!
El Eufrasio volvió al balcón. Don
Lotario cabeceaba en señal de
compadecer al famoso testigo y Plinio
murmuró:
—Sí, quien con chicos se acuesta,
aromático se levanta. Te parece qué el
historiador.
—No creas que éste es el único
cima de su familia —dijo don Lotario.
—No me lo diga usted. Si ya sé que
éste es cima desde la misma teta.
Entró Eufrasio mirando a su
cuaderno, con cara de mayor confusión.
—Eufrasio, coño, ¿que vamos a
estar aquí hasta que amañane? ¿Qué te
pasa?
—Que ninguna de las que yo había
señalado tiene un siete en la matrícula.
—Te digo que te adoro… Oye, ¿y no
has visto si alguna de las que no has
guipado tiene un siete?
—No…
—Pues anda, vuelve al balcón,
moreno, a ver si hay algún siete en esas
matrículas. Ay, Manolo, baja y llévate a
éste.
Don Lotario se reía.
Por fin volvió Eufrasio, alborozado.
—Jefe, Jefe, hay dos con siete.
—¿Y en qué se diferencian de las
que habías elegido?
—¿En qué? Pues bien mirado, en
nada. También son claras y marca
«Seat».
—Total, macho, que todas las
furgonetas grandes y claras pueden
haber sido, porque en lo de que tenía un
siete en la matrícula la «rubia» de
anoche, tampoco creo yo que estás muy
firme.
—Hombre, usted, Manuel, es que le
hace dudar a cualquiera.
—No, Eufrasio, yo es que tengo que
trabajar con certezas, porque si no,
fíjate, qué concierto de violón.
—… Yo diría que vi un siete…
También pudo ser un uno…
—Sí, o el jeme del Pirolo. Bueno,
vamos abajo a ver qué hacemos, porque
todo este circo ha sido de balde.
Y con grandes señales de su mal
humor salió hacia la escalera delante de
todos. Pero se oían tantas voces
asustadas, abajo, que guardia y séquito
tuvieron que acelerar el paso.
Se oía indistintamente: «¡Ponerlo
boca abajo! ¡No, ponerlo boca arriba!
¡Boca arriba y sostenerle la cabeza!
¡Apartaros! ¡Dejad pasar el aire!».
—¿Qué sucede? —gritó Plinio
desde el primer descansillo con gran
energía.
—A Rosario, que le ha dado un
ataque —le aclaró Maleza.
Don Lotario se adelantó y rompió el
corro.
El tal Rosario, chófer de una de las
«rubias», yacía en el suelo, pálido,
vibrante como una cuerda de guitarra y
echando espumarajos por la boca. Un
alguacil le tenía la cabeza levantada.
Rosario era un retaquillo, con la
cabeza muy ovoide y las cejas negras.
Tenía fama y pinta de hombre retraído y
enfermo. Por eso, sin duda, le llamaban
El Sietemachos.
Sobre la improvisada cabecera de la
mano del alguacil aparecía con las
manos enclavijadas y enseñaba unos
dientes menudos, hincados en la lengua,
tapizados de espuma.
—Creo que es un ataque epiléptico
bastante fuerte —dijo don Lotario a
Plinio—. Ponerle algo bajo la cabeza,
no se descalabre.
Y él mismo hizo una pelota dura con
su pañuelo y lo puso entre los dientes
del enfermo.
Mandó el Jefe a un número para que
avisasen al médico de la casa de
socorro y desalojó el zaguán, ordenando
a los furgoneteros que pasaran al cuerpo
de guardia hasta que les avisasen.
Dejaron allí al enfermo al cuidado
de dos guardias, y Plinio, con don
Lotario y Eufrasio, salieron a la plaza
para ver de cerca las furgonetas claras
con siete y sin siete.
En la puerta del Ayuntamiento
seguían el Bolado y Braulio, muy
distraídos al parecer con aquel
accidente circulatorio-automovilístico y
popular.
—Manuel —dijo el filósofo a media
voz—, esto ha estado pero que muy
divertido. El público lo está pasando
muy requetebién. Como ahora mismo
fueses capaz de descubrir quién es el
raptor, a la vista del respetable, como un
prestidigitador, te llenabas de gloria
hasta el valle de Josafat.
—No lo veo fácil —le respondió
Plinio sonriendo—. Y a propósito,
Braulio, ¿quieres cenar en el Alhambra
conmigo y con don Lotario?
—Eso está hecho.
—Oye y pregunta al Bolado a qué
hora se acuestan los Monje, a ver si nos
da tiempo a cenar antes de hacerles la
visitica que tengo pensada para esta
noche.
—Vale. Aquí aguardo a que termines
la operación, para proceder a la cena.
—Ah, y al Bolado, despáchatelo.
¿Corriente?
—Corrientísimo.
Plinio, con su lista de «rubias» en la
mano, que estaba bien hecha y no como
la de Eufrasio, fue llamando a cada uno
de los dueños de las «rubias» claras,
para que le abriesen las puertas de atrás
y poder inspeccionar a gusto.
El público presente, al ver a Plinio
y a don Lotario operar a quirófano
abierto, guardaba un silencio de duelo.
Tanto, que el Jefe casi tenía que hablar
bajo a sus interlocutores por miedo a
que le oyesen, por lo menos, desde la
Posada de los Portales.
Cada chófer le abría su furgoneta y
Plinio entraba en el interior para mirar
bien todos los rincones con una linterna.
Y la verdad es que, a cierta distancia,
todo aquel juego de entradas y salidas,
de apagones y encendidos de linterna,
resultaba un rato misterioso.
El Jefe, sin despegar el pico, se
limitaba a recorrer la furgoneta con gran
detenimiento a la luz de su lámpara.
Cuando después de un buen rato
acabó la operación, Plinio ordenó a los
dueños o chóferes de todas las «rubias»
oscuras que se marcharan y a los de las
claras que permaneciesen en el cuerpo
de guardia.
El médico de la casa de socorro
confirmó el diagnóstico que el
veterinario hizo a Rosario y después de
tomar una serie de medidas, aconsejó
que permaneciese allí hasta que fuese
oportuno enviarlo a su casa.
Al primer chófer que mandó llamar
Plinio fue a Gumersindo Hermoso,
propietario de una de las «rubias», que
se dedicaba a hacer portes. Gumersindo,
que era un chico joven con cara de buen
natural y seso despierto, vestía de
«mono» y llevaba la uña del meñique
muy larga.
Cuando entró, cerró la puerta. Plinio
le ofreció asiento y sin más preámbulos,
con mucha pausa, se sacó del bolsillo
una horquilla del pelo y quedó con ella
entre el pulgar y el índice.
—Esta horquilla estaba en tu
furgoneta. ¿De quién puede ser,
Gumersindo?
Gumersindo Hermoso no se alteró:
—De una mujer. Digo yo.
—Hombre, ya. No va a ser de don
Edesio. Quiero decir que de cuál mujer.
—Pues de la Faustina Revuelta, de
la María Revuelta o de la Ildefonsa
Novillo, que las llevé esta misma tarde
a Alcázar a la consulta de don Rafael
Mazuecos.
—Ya… —respondió Plinio sin
disimular su desolación.
—Porque otras mujeres, Jefe, no han
subido en mi coche desde la semana
pasada, que yo sepa.
—Y anoche, ¿qué hiciste?
—Jugar al dominó en el Casino de
Tomelloso hasta que cerraron, porque,
desgraciadamente, hasta el viaje de esta
tarde a Alcázar, he estado dos días sin
hacer un maldito servicio. Puede usted
comprobarlo fácilmente.
—De acuerdo. Gracias y puedes
retirarte.
Plinio tomó nota y mandó entrar a
otro de los chóferes. Y en menos de
media hora despachó a todos menos al
pobre Rosario que, naturalmente, no
estaba en condiciones de dar luces sobre
nada ni nadie.
Cuando todo estuvo despachado,
despedido Eufrasio, desaparecidas
todas las «rubias» menos la de Rosario,
que continuaba en la puerta del
Ayuntamiento, y dispuestos para
marcharse a cenar en el bar Alhambra,
ya que según Braulio hasta media noche
los Monje estaban visibles, se le ocurrió
mirar a quién servía Rosario. Su
propietario era don Adolfo García
Caballero. Plinio cerró el cuaderno de
notas y salió.
Se llevaron a Rosario en una camilla
y pensó Manuel que haría lo posible por
tratar con él al siguiente día.
Cuando los tres cocenantes salieron para
el bar Alhambra, los espectadores de la
plaza se habían movido y todo aparecía
con su aspecto normal.
En el bar tenían una mesa reservada
por orden de Braulio y sentados en ella
empezaron el acto cenatorio con unas
cervezas fresquitas y un plato de
cortezas.
—A mí me gustan mucho las
cascaras de gorrino —dijo Braulio
masticando sonoramente una corteza
rizada como un bucle.
Con cáscaras de gorrino
y vino de Tomelloso,
aunque seas mequetrefe
te pondrás gordo y hermoso,
dijo don Lotario.
—¿De dónde ha sacado usted eso,
señor de la albeitería? —preguntó el
filósofo a don Lotario.
—Está puesto, pizca más o menos,
en el Mesón del Mosto, que es una rica
taberna de tomelloseros y de productos
del país que hay en Madrid.
—Pues según ese verso, si Rosario
comiera cascaras y bebiera vino, no le
darían esos ataques —dijo el Jefe.
—¿Sabes, Manuel, que desde esta
tarde me empiezan a entrar ganas de que
me hagas tu ayudante? Coño, qué bien lo
estoy pasando con tanto misterio liado.
—Hombre, esto de lo policial es la
mejor distracción para viejos como
nosotros. Menuda mina. Lo malo es que
los casos se dan muy espaciados —
confirmó el veterinario.
—Nada, Braulio, quedas admitido.
Don Lotario, tú y yo formaremos el trío
especial.
—Hecho. Yo no soy hombre de
ocurrencias policíacas, tú lo sabes. Pero
sí soy de confianza, disfruto mucho con
estas cosas y, sobre todo, os puedo
servir para el comentario.
—Eso —dijo don Lotario—, tú de
cronista… Bueno, de cronista oral.
—Como Sócrates el griego, que me
dijo un día el párroco.
No obstante aquella conversación,
por el aspecto reservado de su visita y
el carácter retraído de la familia Monje,
Plinio decidió ir él solo. Si había
confidencias que hacer, tendrían menos
empacho en decirlas a él solo que ante
testigos. De modo que el filósofo y el
veterinario quedaron, no sin cierta
murria, en la terraza del San Fernando,
mientras Plinio enderezaba sus pasos a
la casa de la presunta raptada.
—Joder con el Manuel —exclamó
Braulio cuando se quedó solo con el
albéitar—, vaya empiece que me da en
la colaboración. Después de llevarle yo
la pista, nos deja sentados en la puerta
del Casino y se va solo a por el fruto.
—Hombre —le contestó el otro
sonriente—, este oficio tiene muchas
teclas y Plinio conoce muy bien el paño.
Ocasiones vendrán a montones.
—Ná, ná. Me borro de la sociedad.
A mí, no. Al primer tapón zurrapa, no.
Mal empiece. Me borro.
—Pareces un muchachete, Braulio.
—Ni muchachete, ni órdigas, que
debía haber iniciado esta noche mis
funciones y nada más. Nos ha jorobao.
—Tú y yo somos los mejores amigos
de Manuel. Así lo dice él.
—Sí, sí, amigos, pero el borrico en
la linde. Manuel es muy suyo y siempre
quiere los laureles para él.
—No digas tonterías. Manuel es un
santo.
—Sí, san Pericón, todo el dinero al
bolsón.
«Juraría, juraría —se dijo Plinio ya a
pocos pasos de la casa de los Monje—
que aquella sombra que se ha ocultado
en el callejón de enfrente era el
Bolado».
Llegó a la puerta y tocó el llamador
con mucho tiento. Era la mejor casa de
la calle de Don Quijote, con dos pisos.
Le pareció oír que se había movido la
persiana de uno de los balcones en
seguida de su primera llamada, pero se
hizo el ignorante. Volvió a llamar con
más fuerza. Al cabo de unos segundos
abrieron la puerta con mucha suavidad.
El abriente era el Monje padre. Tan
derecho. Con su gorra de visera negra.
Su chaqueta del mismo color. Pantalones
de corte y botas de elástico. Por la calle
siempre llevaba sombrero, y a Plinio le
extrañó la gorra. El hombre quedó
mirando al Jefe con los ojos muy
tiernos, sin saber qué decir. Ante esta
acogida, Plinio, durante unos segundos,
tampoco despegó los labios. Pero no era
cosa de estar así mucho tiempo.
—¿Puedo entrar, amigo? —le
preguntó Manuel con voz de novio.
—Sí —respondió con voz apenas
perceptible y ampliando el hueco de la
puerta, pero sin soltarla.
Entró Plinio, cerró el Monje y de
nuevo quedaron en el portal mirándose
frente a frente, en silencio.
Plinio pensó si le habría sentado
mal la cena. No reaccionaba como solía.
Ahora, el Monje miraba al suelo con
las manos puestas en la espalda. Sin
hacer el menor ruido, apareció bajo el
arco del portal la Monje. Alta, también
vestida de negro, con las faldas muy
largas para el tiempo en que vivimos. El
pelo brillante y recogido en moño y las
manos cruzadas bajo el pecho; quiero
decir muy bajas. También quedó clavada
y silenciosa. Los tres parecían figuras de
retablo. Sin pasado ni futuro. Sin más
razón de vida que la de estar entre
aquellos ángulos, superficies y luces.
Por un momento, Plinio pensó si los tres
estarían ya muertos. Si estaría ante una
fotografía de los periódicos de mañana.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que
llegó? ¿Se habría resuelto ya el rapto de
la primera Sabina? ¿Vivía todavía don
Lotario? ¿Qué noche cenaron en el bar
Alhambra? No se oía por la calle un
solo ruido. Ahora, el Monje padre
miraba al suelo. La Monje lo miraba a
él, mejor dicho, lo traspasaba con la
mirada, como si fuese un vidrio,
mirando algo que estaba detrás. Y Plinio
pensó en las ánimas del purgatorio y en
el zaguán del cielo. Tal vez así lo
recibirían a él sus padres y abuelos el
día que llegase a ocupar su coche-cama
definitivo. Lo aguardarían así, sin
necesidad de hablar. Porque la verdad
era que él, ahora mismo, no tenía
necesidad de preguntarles a aquellos
señores por su hija. Todo estaba claro.
Todo era verdad. Tal y como se lo había
contado el novio. E imaginaba las
habitaciones de aquella casa llenas de
cuadros de santos. Las sábanas
blanquísimas de las camas. Muchos
rosarios colgados de los cabeceros.
Botellas de incienso en la despensa y
una imagen de la Purísima, una imagen
enorme, en un rincón del comedor de
respeto. En el baúl largo del camarón
estarían las mortajas preparadas entre
bolas de naftalina y en otro baulito
amarillo las ropitas de aquel niño
Monje que murió hace más de treinta
años en el frente de Teruel. Sí, estarían
las ropas del niño Monje y el último
traje, el de color marrón, aquél que
estrenó en su última feria, la de 1935. La
hija de los Monje, la raptada, había
nacido muy tarde. Sobre los años
cuarenta. Debió de ser un esfuerzo
enorme del matrimonio puritano para
sustituir a aquel pobre Daniel, muerto de
frío en Teruel. Se dijo por el pueblo que
a la madre Monje le había dado mucha
vergüenza parir ya tan vieja. Que doña
Consuelo, la profesora de partos, se las
vio y se las deseó para que la
parturienta pusiese sus vergüenzas de
manifiesto. La Monje madre se
comportaba como si la hija le hubiese
llegado por acto adulterino. El bautizo
fue de madrugada, entre sombranoches y
mantones. Y la niña no fue conocida por
la vecindad hasta que hizo la primera
comunión, cuando apenas tenía seis
años. Plinio repasaba en su memoria
todos estos recuerdos. Y veía al Monje
padre en las procesiones del silencio,
con el bastón de su cofradía, los ojos
perdidos hacia los balcones oscuros, y
rezando obstinadamente, con toda el
alma en las palabras latinas y españolas.
Pero Plinio —ahora de pronto la
recordaba— se sonreía para sus
adentros al pensar en la figura de la hija.
No parecía de aquella raza de gentes
erectas y lisas, de aquella familia de
gesto torturado y carnes magras.
Clotilde, desde muy joven, casi niña, fue
un reventón de la naturaleza. Sus tetas,
duras y salidas, debían de ser una
profanación en aquel ambiente casi
monástico. Su culo alto, redondo y
volatinero; aquellas piernas jugosas y de
tan visible repisa… Aquella dentadura,
hecha para la risa sin fatiga, aquel lunar
en el labio y, sobre todo, aquel guiñar de
ojos cuando miraba, debía de ser un
pecado vivo para sus padres
preconciliares. Apenas la dejaban salir
a la calle. Debía de parecerles una
denuncia de no sé qué enconados
regodeos y delicias, logrados ante los
cuadros vueltos a las horas
espaciadísimas de la fornicación
matrimonial. Debían de considerarla
como la exhibición de un pecado. ¿De
dónde, señor, salieron aquellas tetas
rebosantes? ¿De qué vientre y de qué
falo aquella sonrisa de revista musical?
¿Cómo era posible que de un hogar
casto hubiese surgido aquella cara tan
lindera al cachondeo y al grito
espasmódico? Debía de resultarles
como tener una hija negra, o como haber
parido a una vedette de vientre rotador
que desfila como nadie a la hora del
apoteosis. Plinio estaba seguro que
entre tanto cuadro de santos, tanta
penumbra, tanto rosario, tanta mirada
severísima, debía de haber un lugar en
la casa lleno de perfumes y bragas
celestes; de sostenes tendidos, de barras
de labios, de ligueros modernos y
espejos envidiables. Que debía de haber
una cama con colchones de mirahuanos y
suspiros, huellas de uñas clavadas y
pintajos de carmín en el embozo. Y tal
vez, dentro de algún armario, un bidé
suculento con flores violetas y aroma
del oscurísimo triángulo. Y, ¿por qué, en
un ataque de arrepentimiento, en un
monstruoso acto de contrición, aquel
matrimonio talar no podía haber
emparedado a la hija sanguina, a aquel
cuerpo de la misma hechura de la que
debía de tener en diapositivas el famoso
y cada vez más olvidado Satanás?
Pensando estas cosas, a Plinio se le reía
el sobaco del alma. Coño, estaría bueno
que la hubieran enterrado bajo la parra y
hecho una hoguera con sus ropas
frívolas, perfumes, compresas, cartas
amorosas, esmalte de uñas y sábanas de
hilo… Nunca se dijo nada de Clotilde.
Apenas salía. Era de misa diaria.
Bolado fue su primer novio. Pero el que
la veía no podía olvidarla. Iba siempre
seria y mirando al suelo, pero si alguien
le hablaba o echaba un piropo, se abría
de risas y de poros como una flor
tropical. Sí, se le escapaba la naturaleza
a chorros. Una naturaleza llena de
cantares contenidos, de gritos ahogados,
de saltos maestros y de besos sin fin. Un
día —lo recordaba ahora— se dijo que
un perro, ¿rabioso?, mordió en el culo a
la pobre moza. Fue por los paseos de la
estación. Menudearon los chistes y las
imágenes desbocadas. ¡Qué perro más
listo! También podría haber ocurrido
que Bolado se sintiera un cristiano
impaciente y la hubiera raptado. Era de
mucha listeza aquello de sospechar que
la raptada la noche anterior era su
Clotilde. Pensaba Plinio que había
madrugado demasiado. Para aquel padre
y aquella madre el robo de su hija era un
escándalo sin precedentes en toda su
alcurnia de gente fanática del sexto
mandamiento. Pero también debía de
parecerles natural hasta cierto punto, por
aquella naturaleza pecaminosa que de
siempre hallaron en su despampanante
muchacha. Justa penitencia por tan
frondoso pecado. Plinio leía en los
rostros de aquellas figuras estáticas esta
contradicción, este doble dolor, esta
plazuela de los sentimientos entre dos
calles opuestas.
Tirafondos. Le obsesionaba esta
palabra, que oía a los ebanistas:
«tirafondos». Allí había un tirafondos…
Un tirafondos, sí señor. Pero tampoco
valía esta suposición. Bolado no había
robado a su novia. A su manera, Bolado
era otro adorador de la pureza, de la
fórmula social, del rito, del virgo
servido la noche de bodas en bandeja de
plata o enganchado sobre un palillo de
oro sobre la tarta nupcial. Bolado,
donjuán particular, loco por crótalos y
faldas de lunares, que siempre soñó con
cortijos y forzamientos entre olivos de
su Andalucía entrevista, a la hora de
casarse, como les suele pasar a todos
los donjuanes, quería hacerlo por lo
derecho. Con la póliza de seguros más
completa, con la virtud más cantada, con
la castellana más estrecha. Y con los
labios más intocados. Habría cálices
antiguos en los taquillones de aquella
casa de los Monje, capillas en muchos
rincones, túnicas de nazareno, papeles
de bulas, libros de horas de varias
generaciones, estampas de santos con el
margen de papel bordado, cuadros que
recordaban una famosa peregrinación a
la Virgen del Pilar; cicatrices de las
cadenas que arrastró el Monje padre en
una procesión de Viernes Santo… Tal
vez el viernes de aquel mismo año en
que nació el pecado carnal de su hija. O
el viernes del año en que le afloraron
los pechos con una dimensión
pecaminosa. En aquella casa todo era
claro y lógico. De una lógica
escolástica, sin fallos. Buena gente los
Monje. Antigua como una catedral
gótica, pero buena gente. Entregada en
cuerpo y alma a la regla dos veces
milenaria. No, ni ellos mataron a su hija,
ni se la robó el Bolado. Estaba la
Clotilde tan buena como la Sabina,
aunque en estilo un poco menos salvaje,
y la había raptado la misma mano que se
llevó, adonde fuera, aquellos pelos
lujuriosos como chorros de amor que
caían por las piernas de la Sabina
Rodrigo, la de la casa del ciprés, de la
abuela mal hablada, de la hermana
canija y resentida. El Rómulo
acaparador de estas Sabinas, un Rómulo
a buen seguro agrio y rijoso castellano,
tenía buen gusto. Debía de estar
logrando a aquellas horas el gran sueño
de su vida, el sueño de coleccionar y
tirarse a las mejores hembras del
pueblo. Qué tío, qué arquitecto de
cachondeces y suspiros. Pobres,
aquellos Monje, parados en su portal…
Mejor que les devolviesen a su hija
muerta, que pinchada por aquel fauno
secreto. El mundo está lleno de faunos
secretos que sueñan con formar
conventos de ricuras para
desgranárselas tarde a tarde como un rey
de las mil y una noches. Que sueñan con
adornar todas las galerías de su casa con
legiones de pechos tempraneros, de
culos tarabillas y caderas incesantes.
Que siempre ven entre las tinieblas de
su alcoba ojos que parpadean, labios
que se fruncen, relámpagos de brazos y
sobacos oscuros. Sería para los Monje
como si les trajeran a su Clotilde
degollada. Imposible para vivir. Todo
estaba perfectamente claro para Manuel
González.
Cuando llegó a su casa no recordaba
lo que había hablado con el matrimonio
Monje. No recordaba si había hablado
algo o todo quedó en aquella presencia
inmóvil en el portal de la casa, bajo la
alta lámpara en forma de estrella azul…
Tan distraído, que volvió a su casa
rodeando, sin pasar por el San
Fernando, donde de debían de esperarle
entre bostezos sus amigos don Lotario y
el filósofo.
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