Plinio, apenas salió el sol, se
encontró con los ojos abiertos y mirando
a la ventana. No se oía nada. Dio un par
de vueltas entre las sábanas, recordando
al enano en pijama, con la mano en la
bragueta cuando saltó de la cama.
Decidió levantarse. Se afeitó con calma,
y bajó al bar solo. No quiso despertar a
don Lotario.
El mozo del bar, mientras unas
mujeres limpiaban, sacaba los primeros
vapores de la cafetera. En la puerta,
preparando las cañas, estaba el
pescador solitario. Plinio lo saludó
mientras esperaba el café. El hombre le
respondió muy fino y, luego de un corto
silencio, le dijo:
—Si fuese usted tan amable de
sostenerme la caña a ver si deshago este
nudo.
Le echó la mano y cuando llevaban
unos segundos de manejo, entre palabras
banales, le dijo como sin darle
importancia:
—El Comisario Perales me ha dado
muchos recuerdos para usted.
Plinio lo miró sorprendido.
—¿Cuándo lo ha visto?
—Hace poco. Es una buena persona
y a usted lo estima mucho… Bueno, esto
ya está. Voy a ver si hay más suerte esta
mañana.
Y sin añadir palabra, se puso la caña
sobre el hombro, salió y montó en su
coche.
Plinio quedó con las manos en los
bolsillos del pantalón y cara de bobo.
Oyó salir el vapor de la cafetera y
volvió a la barra.
A aquellas horas echaba de menos
los buñuelos de la Rocío. Las galletas
que en el hotel le daban para mojar en el
café le resultaban aburridísimas. Y el
hombre masticaba con resignacion.
—Oye —preguntó al barman—.
¿Este señor que ha salido con la caña,
viene por aquí mucho?
—No, es la primera vez, que yo
sepa.
—¿Cómo se llama?
—Don Eusebio.
Plinio pensó si sería él quien echó el
sobre la noche pasada bajo la puerta de
la habitación de don Circunciso.
—¿Y tú sabes qué oficio tiene?
—No, señor.
Plinio sacó la lista de huéspedes y
miró lo que recordaba muy bien:
«Eusebio García. Empleado de
Hacienda».
Con cara inexpresiva siguió con el
café y las galletas pesadísimas.
—Esta noche tocan voces —dijo el
del bar como para sí.
—Ya, ya.
—Otra vez tendremos fiesta.
—Seguro.
Como no aparecía nadie, se salió a
echar el primer pito a la puerta del bar.
Paseó tomando la fresca perfumada de
romero y le dio una patada a un cantillo.
De pronto se acordó del Ignacio y de su
brindis al pie del apartamento. Sonrió y
pensó «Ay, que leche de vida». Volvió al
bar. Le cegaba tanta claridad. En la
puerta se cruzó con don Circunciso y su
«Vida». Llevaba el hombre un suéter
rojo monísimo, pantaloncitos
bombachos grises, gorra de visera y
gafas ahumadas. Plinio le cedió el paso,
y el tiete pasó tan tieso. Sin decir ni
gracias. Ya en el campo dio un par de
respirones profundos y luego,
poniéndose de puntillas, limpió el
parabrisas del Minimorris con una
gamuza, metió al perrazo y arrancó
Colgada arriba.
Plinio pidió otro café.
Por fin bajó don Lotario, tan
relustro, planchado y la sonrisa de todas
las mañanas.
—Oye, Manuel. He estado pensando
una cosa.
—Usted dirá.
—Que esta noche, en vez de
quedarnos aquí como pasmarotes
esperando las voces, debemos
apostamos por ahí a ver si se observa
algo.
—Ya estaba yo en eso.
—Nos largamos sin decir nada, a
ver qué pasa.
—Nos apostamos hacia la derecha,
que es por donde vocearon la otra
noche, según el magnetófono de Blas.
—Eso está bien pensado.
—El que vocea, como no haya una
trampa mecánica, no puede estar muy
lejos.
—No creas, que aquí por el abrigo
de los montes, si el viento es propicio,
todo puede oírse, aunque no esté cerca.
—Pero hasta cierto límite.
—Claro…
—¿Sabe usted lo que le digo?
—¿Qué?
—Que no me encuentro muy a gusto
en este caso de las voces… Si es que es
caso.
—No es para menos… ¿Y en el
otro?
—Menos.
—A to siempre te pasa igual. Te
desanimes con na.
—Déjese usted. A mí me gusta entrar
y salir, preguntar a unos y a otros,
recorrerme el pueblo siete veces. Lo que
se dicen casos movidos. Pero estar aquí
esperando la hueva, no va conmigo.
—Hijo, Manuel, cada caso tiene su
historial clínico.
—Será eso… Vamos a convencer a
las mujeres para hacer una
excursioncilla a la Cueva de
Montesinos.
—No me digas.
—Sí, daremos un garbeo a ver si
vemos algo.
—Algo que hable en chino, querrás
decir.
—Eso.
—Joder que tío.
Las mujeres no demostraron
demasiado interés por ir a la Cueva de
Montesinos, pero como nunca la habían
visto y Manuel estaba tan animado,
dijeron que ¡hala!
Iban en el cochecillo despacio.
Dejaron atrás la San Pedra. Pasaron ante
la venta de Maese Pedro, muy adornada
con ruedas de carro sobre las cales, y
otros artefactos folclóricos. Cerca de la
antigua ermita de San Pedro, está el
camino que lleva al Castillo de
Rocafrida. Por fin llegaron ante unas
murallas de piedra, que abrían puerta
con dos pilares. En uno de ellos estaba
escrito con letras blancas: «Cueva de
Montesinos». Y en el otro: «Propiedad
particular».
—Antes la gente tenía cosas y no les
ponía carteles. Ahora todo el mundo te
lanza la posesión a los ojos.
—Hombre, qué le voy a decir. No se
ha fijado usted que ante el pinar de toda
la vida, que está junto a la fábrica de la
luz, han hecho una cerca de alambres y
colocado muchos carteles diciendo que
todo aquello es propiedad particular.
Eso de que una laguna y sus orillas sea
propiedad particular es lo nunca visto. A
este paso veremos carteles en medio del
mar: «Propiedad particular. Prohibido el
paso». La gente está dispuesta a
apoderarse de todo y además a
escribirlo.
—Es verdad. Yo no sé como los
ruidereños no se sublevan y liberan esa
laguna cautiva que es una vergüenza.
—A lo mejor es que es propiedad de
verdad.
—Pues si es posible esa barbaridad
que no lo digan.
Subieron la cuesta de almagra, de
carrascas crispadas y piedras
verdirrojas, donde se halla la tan
mentada cueva. El paraje es anchura de
tierra sanguina, acosada de montes y
piedras recias entre árboles escasos y
desordenados. Y la Cueva en sí es boca
desperfilada por los hundimientos, de
unos cuatro metros de anchura, entre
piedras desnudas. Por tanto visiteo y
tránsito, la entrada está casi monda, sin
aquellas cambroneras, cabrahigos,
zarzas y malezas que vio Cervantes.
Cueva, como tantas cosas, cuyo mito
sobrepasa la rústica realidad.
Cerca había una furgoneta grande y,
a su vera, un grupo de jóvenes sentados
en el suelo, escuchaban lo que otro, de
pie, leía en voz alta. Ni el lector ni los
escuchantes se alteraron por la llegada
del seílla de don Lotario. Primero
salieron del auto los hombres y luego las
mujeres, estirándose las faldas y
componiéndose el pelo. Plinio fue hacia
la Cueva, que no visitaba hacía
muchísimos años, seguido del
veterinario. Las mujeres quedaron
mirando el agujero pedroñero, sin
entender muy bien el objeto de un viaje
para ver aquello nada más.
Plinio, apoyándose en la piedra del
techo, comenzó el leve descenso con
muchísimo cuidado, pues por las lluvias
recientes estaba todo muy escurridizo, y
alumbrándose con la linterna. En las
masas roqueras que podríamos llamar
bóvedas, había grabados nombres
completos, iniciales y algún corazón con
su flecha.
—¿No bajáis, mujeres?
—Quita… Os esperamos aquí.
Entraron hasta la concavidad donde,
según Cervantes, «cabía un gran carro
con sus mulas». Hoy hasta allí se cuelan
lucecillas por algunos agujeros que
horadaron sin duda las filtraciones. Se
sentaron a la fresca, pero no se
determinaron a descender por la
pendiente resbaladiza. En el silencio se
oía el riachuelo subterráneo que vierte
en la San Pedra. Y desde aquella
oquedad, vuelto de espaldas a la sima,
se veía el recuadro de luz muy irregular
que dibujaba la salida y, en primer
término, las mujeres de Plinio con los
brazos cruzados y cara de interesarles
sobre todo lo que hacían y decían los
del corro que escuchaban al lector, que
ahora se oía muy bien desde la cueva.
«… ex quo videbatur
triginta aut quadraginta
molinos venti et pene Quijotus
vidit eos, volvit cabezam ut
dicere escudero sao: Ventura
guiar pasos nosotros melior
quam nos potebamus esperare:
vide in illo altozano triginta aut
magis descomunales gigantes
con quibus ad escapem volo
facere batallam et quitare vitan
et con suis despojis nos fiemus
ricos…».
—¿Qué lee ese que no entiendo
nada?
—Me parece que un Quijote en latín
macarrónico, Manuel.
—A lo mejor, seminaristas de estos
modernos.
—Posiblemente, porque leen en latín
y no en chino… ¿Y por qué has dicho
seminaristas modernos con retintín?
—Sí, de esos que ahora se ponen en
contra de los ricos.
—A buenas horas, mangas verdes
Judas vendió a Cristo y nadie ha vuelto
a rescatarlo. Sigue aún en poder de los
compradores.
—Eso ocurre con to, don Lotario.
Así que sale algo bueno, espiritual y que
puede arreglar el mundo, hay listos que
lo compran para su descanso y
beneficio.
—Es natural. El mundo es de los
más. Y los más, son tontos o
mercachifles… Los hombres, sólo de
uno en uno pueden salvarse por un ideal
grande. Así que se agrupan, infunden
temor, y los mercan.
—Todas las religiones del mundo,
Manuel, están en manos de los
poderosos y a los poderosos halagan.
—Por eso debe de ocurrir ahora
algo muy malo para que se pongan los
curas al lado de los pobres…
—… La crisis definitiva o un
puentecillo hasta que el capital halle
nueva formula de traerlos al redil.
—Mientras el dinero exista, no
habrá nada grande en el mundo.
—¿Y si no hay dinero, que va a
haber, Manuel?
—Ah, eso es el gran misterio que
está por descubrir. Hasta que no se
invente la manera de sustituirlo por algo
que ignoro, no se arreglarán las cosas.
Entonces cada hombre será lo que de
verdad es y no un hijo del miedo. La
vida es muy corta y cada vez se
necesitan más cosas. Los billetes son
vales para adquirir casi todo lo que en
la tierra existe. Y su poder amaga al más
soliviantado… No queda tiempo para
sentir ni pensar nada que no sea el
conseguir dinero. La vida así es la
mayor corruptela que pueda pensarse.
Liaron un caldo al frescor de la
mazmorra y después de unas chupadas
salieron agarrándose bien a las piedras
para no resbalar.
—¿Y decís que a ver esto vienen
muchos turistas? —les preguntó la mujer
de Plinio.
—Sí que vienen, sí.
—Pues no le veo el chiste.
—Madre, es por el aquel del
Quijote.
—Sí, será por eso, que si no…
—Señor Plinio —gritó uno del corro
—, se le ofrece una copa.
Manuel sonrió y se acercó a ellos.
El que leía dejó y todos se pusieron en
pie para saludar al Jefe de la G. M. T.
—Vosotros no sois de por aquí.
—Pero a usted se le conoce en todas
partes. Somos del Seminario de Toledo.
¿No andará por aquí de caso?
—Ca, estamos de excursión.
Les ofrecieron cervezas que sacaba
de un frigorífico pequeño el seminarista
gordo con la camisa a cuadros. Las
mujeres también tomaron y el lector
enseñó el libro a don Lotario. Era el
conocido Quijote Manchequi de
Ignatium Calvum. Plinio, con astucia, se
las arregló para que cada uno dijese
algo hasta comprobar que ninguno de
ellos tenía acento argentino. Aquello del
«Quijote» en latín macarrónico, de los
seminaristas, y de Plinio como
personaje popular, sin fachendas ni
mixtificaciones, le iba muy bien a aquel
paisaje cabrahiguero, con la Cueva de
Montesinos al lado. Cueva también de
traza sin artificio… Si hubiese sido
cueva altanera, no le hubiera ido a don
Quijote. Como no le iban los castillos
de verdad, ni los duques de verdad, ni la
enamorada de romance carolingio, ni los
gigantes de carne y hueso. Que
Cervantes sabía muy bien qué cueva
elegía para seguir el hilo de su befa
heroica. Por ello, los turistas
inteligentes que caen por Ruidera y
Montesinos no buscan el gran
monumento de la naturaleza o de los
hombres sino la lisura, la sencillez y la
rusticidad que conviene a un héroe que
no buscó sus aventuras en Grecia,
Niquea o Gaula, lugares de gesta
ensoñada y de novela rosa medieval
sino en los parajes más antiaventureros
de España. Cervantes para desmitificar
los libros de caballería, que enloquecían
las cabezas más vanas de aquel tiempo,
puso a su héroe entre los romerales
manchegos, ventas y molinos; pastores,
arrieros y demás gentes de haceres
rutinarios. Las lagunas de Ruidera ya
son otra cosa. Por eso Cervantes, al
hablar de ellas, recurre a la mitología
tópica. Imponen por su misteriosa
soledad, el espejo de sus aguas
encantadas y su son al verterse.
Antiguamente, cuando estaban rodeadas
de bosques tupidos, el paisaje tendría
una estampa más guerrera y nórdica.
Pero ahora, pelado el contorno, quedado
en monte bajo, desgarrones de tierra y
cortes rojinegros de piedra
indomeñable, se establece un contraste
muy llamativo, entre el cerco villano y
la grandeza miradera de las aguas… Por
último, ahora mismo, los chalets,
apartamentos, hoteles y bares,
americanizan un poco el paraje dándole
aire de campus en vacaciones… En el
fiando, el «Quijote» es una novela
idílica, pero, más que de pastores
virgilianos, de pastores reales, de gentes
modestísimas entre breñales e
inocencias… De «bucólica grotesca»,
que dijo Eugenio Noel. Don Quijote y
Sancho, como los que ahora mismo
rodean la cueva, tenían ese idilismo de
tierras poco asistidas, donde la tosca
poesía no es invento, sino fruto de musa
candorosa.
Los seminaristas acompañaron a los
Plinios hasta el auto de don Lotario y los
despidieron alzando las manos. Las
mujeres contestaron a la despedida
meneando ramillos de romero. El lector
le decía ahora, a voces y a manera de
despedida: «… Fermosae dominae, ego
sum contentus faciendi favorem
petitum…».
Antes de acercarse a la carretera,
Plinio, atento a sus disimuladas
pesquisiciones, dijo de acercarse al
inmediato Castillo de Rocafrida.
Llegaron con el coche hasta donde les
fue posible. Entre carrascas torcidas y
sin orden, sobre piedras suaves y verdes
rurales de aquella parte del Campo de
Montiel, treparon hasta el Castillo del
romance. Hoy, y ya en tiempo de
Cervantes, quedado en restos de
murallas asomadas entre piedras verdegrises,
verdealmagre, y verde grietas, en
su soledad de versos sin batalla.
Ya arriba, respiraron a gusto. Una
señora mayor con aspecto de extranjera,
hacía fotos adoptando actitudes muy
graciosas. La Gregoria y su hija se
sentaron en el suelo. Esta, inclinándose
un poco, olía un altísimo tomillo.
—Qué bien huele, madre.
La señora que bajaba apoyada en un
bastón metálico, se detuvo ante ellos con
gesto un poco militar, y acento
extranjero:
—Ustedes señores, ¿son de por acá?
—Algo… de Tomelloso.
—¿Y cómo consienten que en
aquella escayola pegada al muro hayan
puesto los primeros versos de un
romance que nada tiene que ver con este
castillo, habiendo, como hay un romance
precioso que canta Rocafrida?
—Mire usted, nosotros no…
—¡Es el colmo! —dijo la extranjera
a modo de despedida—, se lo voy a
decir a don Dámaso en cuanto llegue a
Madrid… Han debido de creer que
todas las fuentes frías de España son la
de este castillo.
—Que barbaridad y cómo se ha
puesto la señora.
—Debe de ser por aquellos versos
que se ven allí.
—Vamos a ver. ¿Y quién es ese don
Dámaso?
—Uno de la Academia.
En la lápida de escayola estaban
escritos cuatro versos del romance de
Fontefrida.
—¿Y qué versos debían de haber
puesto?
—Unos que empiezan:
En Castilla hay un castillo
que le llaman Rochafrida
al castillo llaman Rocha
y a la fuente llaman frida…
—Pero tampoco es para ponerse así.
—Ea, si la mujer se lo ha estudiado
bien y ahora ve esto… Y es que hay por
ahí cada erudito en equivocaciones.
Durante más de una hora rastrearon
por los caminillos y recodos que hay
hasta la carretera, sin que Plinio viese
Seat alguno ni hombre con pelaje
argentino. Al filo de mediodía, y para
cambiar de condumio, decidieron
llegarse a la Ossa, para que las mujeres
probaran los galianos que allí prepara
Santillana.
Volvieron a encontrar el burro
muerto junto a la cuneta. Unos cuervos,
al oír el motor, levantaron el vuelo. El
restaurante está a la entrada del pueblo.
Junto a la puerta había algunos coches
estacionados. Pasaron primero al bar,
saludaron a todos y se confirmaron de
que había galianos preparados. Ya en el
comedor se sentaron junto a un ventanal,
por el que entraba un sol delgado, un sol
limón, que llenaba los platos y los
vasos, los panes y saleros, y trepaba por
los brazos y los hombros de la hija de
Plinio, hasta metérsele por el escote con
guiño sicalíptico.
Para hacer boca pidieron vino de la
Cooperativa de Tomelloso y berenjenas
de Almagro, que vieron comían los de
una mesa próxima, con muchos
chorriteos y colgar de picante.
—Galianos. ¡Huy, qué buenos,
madre!
—Espérate que los arreglen y luego
hablas.
—Es que hace mucho tiempo que no
los comemos.
—Es muy difícil hacerlos bien. Mi
abuelo fije maestro galianero.
—Tu abuelo Matías fue perito en
tortas de pastores (siempre lo decía mi
padre), pero en el pueblo el verdadero
maestro en la cocción y punto del guiso
fije mi abuelo Plinio el Viejo.
—Hombre, ¿cómo no? ¡Estaría
bueno que mi familia ganase en algo a la
tuya!
—Si no es que lo diga yo, Gregoria.
Había un refrán en verso que se cantaba
en las quinterías:
Al mejor galianero de Tomelloso
le llaman Plinio el Viejo,
… aunque sea mozo.
—Entonces no digas más. Dejemos a
mi abuelo Matías como el mejor tornero
y en paz… Era yo muy chica cuando
murió, pero todavía recuerdo verlo
amasar la harina sin levadura, con agua
y sal, sobre una piel de oveja extendida
en el suelo. De rodillas y arremangado,
trabajaba la masa hasta dejarla en la
dureza y espesura que él sabía, sin
quitar el ojo de la hoguera hecha con
romeros, cagarrutas y cajones secos, que
hacen la brasa ideal para cocer las
tortas de pastores.
—Vaya mezcla de aromas y de
pestes, madre.
—Sí, exactamente excrementos de
ganado ya secos, que llaman sirle, junto
con leña de romero aclaró don Lotario.
—Y cuando la masa estaba en su
punto y en figura de tortas de dos cuartas
de anchas y un dedo de recias, las metía
entre dos capas del rescoldo de la
hoguera de sirle y romero, que es muy
liviano. Y así las tenía hasta que a su
nariz llegaba el olor del punto.
Entonces, las desarropaba del cisco, y
las sacaba tan finas, con sus bulloncicos
tostaos, el borde más recio, y algunas
ampollejas cubiertas con álgaras o
biznas ronchonas… Cómo me acuerdo
de aquel olor de las tortas de pastores
recién hechas en el ejido de la quintería.
—Bueno, ya que has contao lo de
las tortas de pastores que era la
especialidad de tu abuelo Matías,
déjame a mí que cuente cómo hacía los
galianos mi abuelo Plinio el Viejo y así
tenemos la comida completa.
—Nos están ustedes poniendo a don
Lotario y a mí la boca hecha agua.
—Escucha, Alfonsa. Primero, en la
sartén grande, hacían un sofrito de jamón
y cebolla. Cuando estaba en su punto, le
echaban los conejos, perdices y liebres,
en la cantidad que pedía el número de
comensales. Parece que lo veo
removiendo el cucharón, dándole la
claridad de la llama en la cara.
—Oye, Manuel, y deja que te
interrumpa. Estoy pensando, ¿por qué en
el cantar decían que tu abuelo era mozo?
—Porque se llamaba Mozo de
segundo apellido.
—Es verdad.
—Cuando los trozos de caza
empezaban a dorarse, echaba un tomate,
y en seguida lo rehogaba todo con un
vaso de vino. Y ya así, apaciguado el
freír con el blanco, cubría bien con agua
toda la fritanga de caza y tomate, le
echaba una cabeza de ajos, un ramillete
de tomillo y dos hojas de laurel, y lo
dejaba cocer todo tres o cuatro horas…
Entonces, apartada la sartén, sacaba las
tajadas de carne, y echaba al caldo sólo
las tortas troceadas a pellizcos. Luego
los conejos, liebres y perdices
deshuesados y ya dejaba hervir todo
junto hasta darle punto cabal.
»Punto que estriba en no dejarlos
secos ni caldosos, sino asociación muy
aparente de trozos de carne y de torta,
entre una sustancia espesorra sabrosona.
Los galianos son comida de mollas,
porque los huesos de la caza quedan
fuera, y sólo conviven entre tantos
sabores la carne blanda, casi filachá y
las tortas hechas sopas blandorras y
sustanciosas.
—Pero te dejas muchos detalles,
Manuel.
—Hombre, como que yo hablo, no
guiso…
En esas estaban cuando llegó el
mozo con la gran fuente de galianos
color oro sucio, rezumando olores de
tomillo y laurel. Entre los amarillos de
la torta dos veces cocida, la carne
deshuesada.
La Gregoria empezó a hacer platos.
El mozo trajo dos tortas enteras de
pastores, para ayudar al moje. Y entre el
sol tan fino que se echaba sobre el
mantel, el manjar y los cubiertos, se
alzaban los humos saludadores. Movían
las cucharas y los vasos de tinto, se
abrían y cerraban las bocas
complacidas… y por un poco tiempo, el
rito de vivir tomaba empaque maestoso
y casi feliz.
Después del café se volvieron a
paso lento, viendo las aves seguir el
camino del solespones. Ya a la altura
del carreterín que lleva a Tomelloso,
apreciaron miles de pájaros, en
bandadas lisas y anchísimas como
banderas gigantes sacudidas al aire, que
iban y venían haciendo estrecheces y
anchurones; lutos tupidos y de pronto
mantillas clarionas por el esparcimiento
de las aves. Era un juego precipitado de
ires y venires el de aquel cortinón de
piares, que tan pronto se alzaban a
cielos superiores, como rozaban las
barbas del candeal.
—Cucha, cucha, coño. Pare usted
don Lotario.
De pronto, parecían súbitamente
orientados, y toda aquella tropa se
disparaba con sus miles de alas, hacia
un punto remoto en las alturas. El cielo
quedaba limpio y sin piares… Y al
minuto reaparecían como negrura
enorme, tirada desde algún avión o
mirador celestial, que venía a
encobertar a los del suelo.
—Qué pájaros locos, madre. Nunca
vi nada así.
Hubo un momento que bajaron tanto,
y tan piando, que el coche y el paisaje
quedaron salpicados de trinos
rebotantes… Por fin, organizados como
flecha anchísima, apuntaron hacia
poniente, bajo el cielo ya casi rojo.
Enseguida quedaron lejos, cometa
pequeñísimo.
Al anochecer y poco después
de los osseros, empezaron a llegar
curiosos al bar del hotel con el
propósito de tomar algo y esperar la
hora de las voces. Visita inesperada y
temprana fue la de Braulio, el Faraón y
don Ricardo el director del Instituto.
Antonio el Faraón, al ver sentados ante
una mesa a don Lotario, Plinio y sus
mujeres, dio un vozarrón para remedar
las de medianoche.
Don Circunciso, en su mesa de
siempre, con el whisky, el jamón y su
«Vida», puso cara de muy mal genio al
oír la gamberrada.
—Anda con Dios, lo que faltaba —
entresuspiró la mujer de Manuel.
—Esta noche, que el gran jefe Plinio
va a descubrir al autor de las voces
tormentosas, pago yo cuanto tome la
tertulia.
—Venga, Antonio, no bromees y ten
compostura.
Los hermanos Riofrío, que cenaron
al atardecer se sentaron donde solían
tomar la manzanilla, y muy juntas las
caras, cuchicheaban sin parar. Cuando
uno hablaba, la otra escuchaba con aire
muy concentrado y siseando mucho con
la cabeza y al revés.
—Pues sí Manuel, no nos vamos de
Ruidera hasta que no descubras la boca
que da las voces. Yo me he echado tres
mil duros en el bolsillo para pagar las
pensiones de todos hasta que surta el
hallazgo —volvió el Faraón.
Como Braulio cuchareaba del café
con los párpados bajos y el gesto de
mucha concentración, le dijo Plinio:
—¿Y tú, Braulio, qué rebinas?
—Poca cosa, porque este paraje me
disminuye mucho el pensadero.
—¿Es que no te gusta Ruidera?
—Sí que me gusta, Manuel, pero me
da miedo. Mejor dicho: aprensión.
Cuando el sol cae y las aguas se
oscurecen sin otra manifestación que
algún reguerín de luna, si la hay, doy en
sentir que se acaba el mundo y me quedo
solo en este laguerío esperando la canoa
de la muerte… Por estas tierras vino
siempre mucho loco, pues alteran el
alucinatorio y se siente uno prójimo de
los que inquilinan en el más allá.
—Ya está este con sus muerterjos.
Como que no da gusto bañarse en las
aguas tan claras, luego comer como Dios
manda, y más después echar una siesta
bajo los pinos esos que tienen
encarcelados los de la luz.
—Hombre, Antonio, si yo de día no
le pongo reparos a Ruidera. Mi
aprensión es de noche, cuando cobra ese
empaque de panteón, los espejos del
agua se anegran, choquetean las alas de
los pájaros luteños, se oyen los
casqueríos de entre lagunas, y la luna da
a las aguas color de lápida… De
verdad, Antonio, que este paraje de
noche siempre tuvo poder fantasmal.
Ahora ya, con las luces y los edificios
que han hecho inspira menos respeto…
Mi abuelo contaba que, en las guerras
carlistas, una moza que se volvió loca
porque le habían quemado al novio en
una hoguera de pinos, se escondió entre
los bosques que entonces había, y vivió
muchos meses sola y llorando. Cuando
se le destrozó la ropa, vistió de ramas.
Y por más que le hicieron ojeos los
paisanos, no la conseguían. Se hizo tan
ágil, suave de paso y oreja, que apenas
oía ruido humano corría como zorro
hasta los lugares menos sabidos. En las
noches se oía su llanto sobre las aguas
negras. Y murió tostada como su novio.
Porque una noche que se prendió fuego
el monte, la vio de lejos un casado que
la deseó siempre, y con astucia trepó
hasta ella. Cuentan muchas versiones de
cómo lo recibió y de lo que pasó entre
ellos. Lo más seguro es que el casado
quiso aprovecharse de la serrana, que
era más pura que una torta de pastores.
Y al no poder resistir ella el empuje del
adúltero, simuló que cedía, lo abrazó a
gusto, y se dejó caer de espaldas sobre
la hoguera sin desasirlo. Prefirió
matarlo y morir entre llamas, a perder el
virgo… Encontraron los dos esqueletos
sobre las cenizas. El de él encima y
anudado tensamente por la nuca con los
brazos de ella.
—Como doña María Coronel —dijo
el catedrático, la que con fuego mató sus
fogueras.
—Pero aquí, jefe Ricardo, las que
mató fueron las fogueras de él, porque
ella, según la historia, sólo quiso a su
novio, el tostado por el enemigo.
—¿Y el novio qué era, carlista o
liberal?
—Qué más da, compadre
veterinario; la raza es la misma en todos
los costados de esta España de nuestros
dolores. No hay ideologías buenas e
ideologías malas, sólo penuria mental y
almas recocidas… Cuando hay guerras
nadie sabe cuál es el bando campeón de
sangres… Claro que el tiempo siempre
es progresista.
Cuando acabó Braulio sus patéticos
decires, quedó la tertulia meditabunda,
como si un refrior histórico dominase
las médulas. Menos mal que el run run
cada vez mayor de los que acudían a la
barra deshizo la aprensión y los humores
volvieron a su tono.
Los dueños del hotel hablaban con
unos y con otros y ayudaban a servir en
el bar. No cesaban de llegar
tomelloseros, argamasilleros de Alba,
manzanareños osseños, fuenllaneros y
villahermosos.
Las Reinas, madre e hija, paradas en
la puerta del bar que daba al hotel,
buscaban con inspección altiva donde
sentarse. En vista que no había sillas ni
quien se las ofreciera, la madre, con
gesto de reina gobernadora, dijo en voz
alta:
—Señor hostelero, por favor. ¿Es
que no hay asientos para dos huéspedes
fijas de esta hostería de mierda?
Tal fue el grito, que la gente calló, y
quedó mirando a la Reina hierática.
—Señora, perdone, pero creo que se
han acabado ya todas las sillas que
había a mano, y no puedo obligar a
nadie a que se levante… Y sobre todo,
no admito insultos, por muy huéspedes
fijas que sean.
—Por favor, por favor —dijo la
dueña—, voy a la cocina a ver si
encuentro algunas.
—Señora, mi hija y yo no nos
sentamos en sillas de cocina.
Plinio y don Lotario, que habían
hecho ademán de ceder su plaza, al oír
aquello se resentaron con adustez.
—Pues lo siento mucho, pero si no
quieren sillas de cocina tendrán que
estar de pie si continúan en el bar.
—Ni en el bar, ni en el hotel. Haga
el favor de darnos la factura
inmediatamente.
—Está bien —gritó don José, y salió
seguido de las dos Reinas.
Apenas idas, comenzaron los
comentarios.
—Esas dos tías son de los tiempos
de los duros de plata —dijo el Faraón.
Don Circunciso, a pesar de que
debía de sentirse enormemente
incómodo con tantas voces, apreturas y
bacinerías hacia su corta persona,
parecía dispuesto a aguardar la función
voceadora de aquella noche.
Plinio echó un ojeo y comprobó que
de los huéspedes fijos faltaba don
Eusebio el pescador, el matrimonio con
hijos pequeños, y la señora estupenda
que llamaban Gala. El coro de los
justicias, por miedo de perder el sitio,
cenaron de tapas allí mismo. Junto a una
ventana se situaron Blas y el de
Argamasilla con sus magnetófonos. Se
veía el cielo capotón con algún
relámpago lejano. El ahogo era grande,
y los Plinios comisqueaban rodeados
por todos lados. Las mujeres tomaban
las cosas ya con bastante serenidad.
Apenas dieron las once, Plinio y don
Lotario decidieron hacer su descubierta.
—Volvemos al contao —dijo Plinio
a los suyos por toda explicación y, sin
más, salieron entre los empujones y las
caras interrogativas de algunos
rodeantes. Pero ante la escena que se
desarrollaba en recepción, no tuvieron
por menos que detenerse. Doña
Margarita madre, con las manos juntas,
decía con tono de función:
—Don José y doña Josefa, por el
amor de Dios, no permitan que dos
damas desvalidas tengan que salir a
tales horas de la noche de este hotel
señorial, a merced de la alimaña que da
las voces… Confieso que me excedí por
tanta descortesía… Pueden cobrarme el
doble si así lo desean, que medios no
me faltan, pero no nos ponga en la calle,
por sus antepasados se lo pido, don
José… En nosotras tienen ustedes dos
servidoras fraternales, dos admiradoras
de este negocio noblemente turístico…
A Plinio y a don Lotario les hubiera
gustado seguir allí para ver completo
aquel paso de comedia antigua, pero el
tiempo les apremiaba y salieron después
de hacerle un visaje al hostelero, que
con la factura en la mano no sabía qué
réplica dar a la transición de las Reinas.
Salieron a pie hasta la carretera.
Había una especial calma y, entre las
nubes densas y corredoras que se
copiaban en las lagunas, de vez en
cuando la raya de un relámpago, que
luego se hacía ruido lontanero.
Rebasaron el pinar con la laguna
cautiva, pues les pareció sitio
demasiado próximo, y anduvieron
despacio, sin hacer ruido, echando ojos
hacia todo el contorno. No se veía un
alma. Los curiosos andaban en el bar o
en las ventanas de los pocos
apartamentos que había ocupados. Nadie
se lanzaba a andulear a aquellas horas.
Iba Plinio pegado al lado de las lagunas
y don Lotario al del monte. El cielo se
cerraba por momentos y el silencio se
hacía más fino. De pronto se abrió un
relámpago universal, rápida la
redundancia del trueno que meció los
montes, y unas gotas calientes llenaron
de sarpullidos sonadores la laguna. Y a
poco, el caer fue tan recio, que no se
veía laguna, lentisco, ni perfil de monte,
a no ser cuando repetía relámpago
cresteando el cielo. Plinio y don
Lotario, metidos en una oquedad del
monte y alejados de los pocos árboles
de por allí, aguantaron la caladera con
los brazos cruzados y las barbas en el
pecho.
—Esta noche —dijo don Lotario—
con semejante aparato, ni voces ni na.
—Pienso en lo que dirán de nosotros
las mujeres.
Tan fuerte era el empujón de la nube,
que en seguida se sintió correr el agua
sobre la carretera pendiente. A pesar de
estar muy pegados al monte, el agua les
venía abondo.
—No te creas que el acierto…
—No me diga usted. Y así de
mojaos no hay quien investigue na.
—Como decía un pastor de mi tía
cuando tronaba: «Santa Bárbara, vuelve
el culo pa otro lao».
—Es tormenta muy madrugadora,
pero bien acelerá.
Tardó en amainar y hacerse un poco
de luz en el cielo. Tiempo suficiente
para que Plinio y don Lotario chorreasen
como canalones. El Jefe se llevó la
mano miedosa al bolsillo de la
americana y halló el paquete de «caldo»
hecho un estropajo.
—¿Qué hacemos, Manuel? —
preguntó el veterinario con voz casi de
lloro.
—Ya metíos en agua, esperemos a
ver si vocean.
Aumentaba el refrior del cuerpo, y
don Lotario sacó unos Celtas que
preservó en el bolsillo del pantalón.
Consiguió encender. A la claridad que
crecía se veían cruzar pájaros nocheros.
Tornaba la paz a las lagunas, y al oído
las escorrentías que con la calma
cobraban serenidad de cantos reidores o
calderones, según el desnivel.
Plinio miró el Acutrón a la luz del
mechero y vio que faltaba muy poco
para las doce.
—La cosa está al caer… si es que
cae.
—No me imagino desde donde
pueden vocear por aquí.
—Yo tampoco.
—Lo cierto va a ser la pulmonía.
—No será tanto.
—Joder, si tengo mojá hasta la
camiseta.
Don Lotario se echó el aliento en las
manos húmedas. Y cuando Plinio
chupaba el cigarro con mucha
profundidad y agachando la cabeza para
que no le cayesen gotas de agua sobre la
brasa, como un desgarrón, asedado por
la distancia, sonó el grito una sola vez:
—¡Aaaaaaaaaaaah!
Una sola, pero con rabia superior al
de la última noche. Sin respirar
aguardaron un segundo más.
—Ya… Esta noche no lo han oído
desde el hotel.
—Entonces hemos hecho bien en
salirnos.
—No sé que le diga…
—Venga, vámonos ya.
Torpes por el peso de la ropa,
siguieron el camino casi a tientas,
porque el cielo se emborronaba de
nuevo. Iban callados, con los pasos
cortos y el oído presto.
Unos doscientos metros más allá del
refugio oyeron algo. Plinio puso la mano
sobre el hombro del veterinario para
que se detuviese. Fue el golpe de la
puerta de un coche. En seguida el ruido
del motor y unos faros encendidos. El
coche después de salir de una parte muy
próxima venía hacia ellos. Se pegaron a
un lado de la carretera. Hubo un
momento en el que la dirección del
coche titubeó. Pero el conductor optó
por apagar los faros y rebasarlos a gran
velocidad.
—Los cabrones no han querido que
viésemos la matrícula.
—Ya.
—¿Y sabe usted lo que le digo?
—¿Qué?
—Que quienes van en ese coche
saben quiénes somos.
—Tal vez lleves razón.
—En fin, algo es algo. A lo mejor el
remojón no ha sido en balde.
—¿Tú crees, entonces, que esos o
ese son los de las voces?
—Yo no digo eso… Pero más cerca
andaban de ellas que nosotros.
Friolento y chapoteando sobre el
agua de sus propios zapatos, volvieron
al hotel sin perder la vigilancia. Todavía
antes de llegar cargó otra vez la
artillería del cielo y reincidió el
chaparrón, aunque más piano.
—¿Habéis oído vosotros algo,
jefes? —se adelantó a preguntarles
Honorio.
Plinio asintió con la cabeza.
—¿Sí? Pues aquí ni letra.
—No me extraña porque esta noche
ha sido bastante lejos.
—¿Y habéis visto algo?
Plinio dudó un momento:
—No…
—Te parece si y cómo se han puesto
—ausionó la Gregoria.
—Nos pilló la tormenta.
—¿Y las voces eran como las de las
otras noches? —volvió Honorio.
—Sí… Ta vez más tristes. Pero sólo
una.
—Pero suban ustedes al contao a
cambiarse de ropa, que así van a coger
una pulmonía, padre.
El enanillo seguía sentado a su mesa,
con el «Vida» al lado y echando reojos
muy serios a unos y otros.
Las Reinas, que por lo visto habían
superado la trifulca con los del hotel,
estaban medio encajonadas junto al
futbolín.
En la barra seguía la animación de
copas y cafeses, unos segundos
suspendidos durante el diálogo de Plinio
y Honorio.
—Venga, muchachos, cambiaros
pronto y tomad algo caliente. Nosotros
nos quedamos a dormir. ¿Dónde vamos a
ir con lo que está cayendo? —dijo el
Faraón.
Plinio, ya en el cuarto, con la luz
apagada, se asomó a la ventana y miró
hacia todos lados. Se desvistió sin dejar
la vigía, pero nada anormal se oía ni
veía. Se secó bien con la toalla y se
puso un jersey largo. Ya caldeado
encendió un «caldo» de los que tenía en
la maleta. Hasta que no fumaba tabaco
de hoja no se sentía conforme. Echó otro
vistazo por la ventana y, con gesto de no
comprender, se bajó.
El veterinario ya estaba en el corro
con otro traje, su corbata y todo. Les
pusieron café caliente con coñac del
pueblo. Plinio vio que ya no estaba el
enano.
—Para una noche que venimos
nosotros dijo el Faraón se llevan las
voces más allá. No te creas que… Es
que no damos una. Venga, tomamos unas
tortejas de Alcázar para rehacer
calorías.
—Siempre tomando, siempre
tomando —dijo de pronto Braulio con
una exaltación que no venía a cuento.
—Anda la leche y con las que salta
este. Pues mejor es tomar que dar —dijo
el Faraón.
—Y es que nos creemos que el
cuerpo tiene tantas necesidades como
inventa nuestra fantasía, y nos pasamos
el día echándole cosas calientes, cosas
frías, humos y salivas. La tradición de
las hambres, nos hace creer que el
cuerpo siempre tiene que estar lleno,
que el descanso de la tripa es la muerte
y no damos paz al diente ni a la lengua.
En vez de pensar sobre la vida y
observarla como episodio tan corto y
misterioso que es, sólo sabemos pasarla
ensilando. Yo me imagino el cuerpo en
su tiniebla de tubos blancos y depósitos
húmedos, harto de recibir tanto pan y
tanto campanaje, tanto vino, leche y
demás caldos bebibles. Pobre cuerpo,
qué trajín de zurrires, qué entra y saca
de cosas innecesarias. La mayoría de los
mortales son un tubo digestivo puesto en
pie, sin otro pensamiento que hincharlo,
ni otro remedio que el sueño, ensayo
diario de la función muerte. Todo
nuestro furor y energía lo empleamos en
defender el ensile y el reposo. Millones
de seres humanos viven para comer y
holgar, sin hacer nada para que mejore
la vida de los sucesivos. Sólo los pocos
sabios que en el mundo fueron son,
mandaron esas preocupaciones a la
rinconera de lo imprescindible y
trabajaron por el bien humano, o por
descubrir la gran incógnita del ser aquí,
y del ser o no ser al contao del tránsito.
Desde que nacemos sólo nos enseñan a
cosear, a ir detrás de menudencias y
condumios, dejando el gran problema de
la ultravida… si es que lo hay. O al
menos de componerse una mejor
convivencia entre los que venimos sin
saber por dónde.
—Oiga, señor Braulio, eso de que
no sabemos por dónde vinimos, es negar
la evidencia —saltó el Faraón—
porque cada cual, por poco que le
viviera su madre, sabe su procedencia y
hasta el rodal exacto por el que le
echaron a la luz.
Braulio quedó con el gesto
confundido como siempre que le
interrumpían y, al fin, afilando los ojos
con rabia, dijo:
—Señor Faraón, cuando como en tu
caso no se está en condiciones de
entender mis parlas, lo menos que puede
hacer uno es callarse y no salirse con
interpretaciones virulas. Comprende
para siempre que entre tu mente y la mía
hay diferencias montescas. Y cuando yo
hable, al menos por un respeto, aunque
no entiendas, porque la tripa te llega
hasta el pescuezo, no me salgas con
sandunguerías carnavaleras.
—Oye, amigo Braulio, que ya estoy
harto de oírte presumir de la talla de tu
cerebro y de creer que los demás, y yo
el primero, somos atajo de berzas. Y ya
que te aguantamos esos discursos tan
hartones, déjanos al menos que
respondamos a nuestro aire, para así
poder sobrellevar la carga de tu
maestría… Que nos tienes hartos a todos
los del pueblo con tanta toma de palabra
y sabihondeces.
—Un momento —terció el
catedrático—, Faraón que aquí el amigo
Braulio es de verdad hombre de
superior inteligencia y mejor decir. Y
cuando él habla, quien quiera escucharlo
por lo que fuere, debe marcharse o
callarse pero no salirle con respuestas
rebajadas.
—Gracias, don Ricardo.
—Tampoco la cosa es para ponerse
así —remontó Plinio—, porque si es
verdad la superioridad de Braulio, y que
es de gusto y provecho escucharle,
también lo es que estamos en un pueblo
de gentes sencillas y con pasares muy
repetidos y hay que hacerse consentidor
de preguntas, chistes y respuestas que,
aunque no vengan muy a pelo, están
faltas de mala intención.
—Lleva razón, Manuel, y ruego al
amigo Antonio el Faraón que me
perdone la demasía. Cuando hablo me
pongo un poco fosco, ya lo sé. Y si es
verdad que hablo alzado e incluso bien,
del pueblo soy como los demás y cada
cual tiene derecho a contestar del modo
que sabe y de acuerdo con su humor y
entendimiento del mundo. Me parece
que el orgullo es la más inhumana de las
presunciones, porque, dada la miseria
que todo hombre arrastra desde la
placenta hasta la fosa, es ridículo que
alguien se crea mayor que el que tiene
enfrente, por muchos atributos
imperecederos que crea poseer. Además
que yo soy liberal de sangre, y de
liberales es oír y comprender a todo el
mundo. De modo que pelos a la mar, que
amigos somos y la vida estrecha. ¿De
acuerdo Faraón?
—De acuerdo hermano Braulio. Y
conste que me gusta más oírte hablar que
a mi hija reír, pero a veces me aprietan
las chisterías y hay que dejarme
desahogo, porque, como dice aquí el
amigo Manuel, es sin mala intención y
creído que gusto a todos. Además, y no
es mentira oportuna, Braulio, te quiero
más que a mis entretelas.
—Así se habla, Antonio. Y así se
habla, Braulio —dijo Manuel.
Algunos de la barra se habían
acercado al corro al oír la discusión,
pero los más, desanimados por la falta
de voces y aventuras, desfilaban sin
amainar.
—Nosotras vamos a dormir ya —
dijeron las mujeres.
Quedaron los hombres un tiempo sin
saber por dónde romper.
—Mañana vamos a ir a
Villahermosa —dijo el catedrático—,
quiero ver la iglesia. ¿Se vienen
ustedes?
—A… lo mejor sí (Plinio).
Plinio, sin encender la luz de su
habitación, comprobó que no había carta
del enano. Cerró y se acodó en la
ventana abierta. Había dejado de llover.
No se veía nada. Sólo de cuando en
cuando el parpadeo de un relámpago.
Las luces de dos ventanas del hotel que
daban a la Colgada, las apagaron con
poco intervalo. De vez en cuando
echaba un reojo al reloj. No se oían
cigarras ni pájaros. Sólo atenuado, el
ruido cantor de los torrentes lagunarios.
Alguien empezó a roncar con mucha
grandilocuencia en el cuarto inmediato.
El depósito del cuarto de baño goteaba.
Plinio dio una cabezada. Se rehizo. Y en
seguida le sobresalió, como hacía
noches, el ruido muy discreto de una
ventana que cerraban abajo. Se puso en
tensión. Levantado de la silla, con los
labios apretados, lio un cigarro. Sería el
último de la noche. Ya estaba bien de
pitos. Le dio dos chupadas y lo
despachurró sobre el cenicero. Se quedó
en calcetines. Abrió la puerta de su
cuarto con mucho pulso, y salió. La luz
del pasillo y escalera estaban
encendidas. Bajó haciendo oído. Todo el
hotel dormía. Llegó a la planta baja. En
aquel pasillo las luces estaban
apagadas. Bajo una de las puertas
flotaba cierta claridad, como si
estuviera encendida la luz lejana de la
mesilla de noche. De pronto se oyó el
correr de un grifo. Esperó. Otro ruido de
un vaso. Por fin cesó el grifo.
Desapareció la claridad leve y abrieron
una puerta, sin duda la del cuarto de
baño. Quien allí andaba iba descalzo y
sin encender la luz de la habitación. Lo
que él creyó luz de mesilla era del baño.
Ya no se oía nada. Esperó todavía un
buen rato. Según la cuenta, la ventana de
aquella habitación daba a la laguna.
Apartándose un poco encendió el
mechero y miró el número. Era el 10.
Quedó pensativo. Realmente no podía
entrar. No fuera acolarse. Volvió por el
mismo camino. Al llegar a su cuarto
miró la lista de huéspedes. El número
10, como él suponía, lo ocupaba la
psicóloga, la vecina de su mujer y su
hija, Gala la tremendona. Encendió la
luz y se desnudó muy despacio, haciendo
cábalas que no veía claras.
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