Si no es porque lo despierta Lotario pasadas las nueve, se levanta a
la hora de los levitas, como antes
llamaban en el pueblo a los señoritos.
—Pero, Manuel, ¿en qué piensas?
Que ya hemos desayunado y te
esperamos para ir a Villahermosa.
Le hablaba con el faria en la boca,
mientras Plinio, en pijama, sentado en la
cama, se restregaba los ojos y
recomponía la cabeza.
—Venga, alivia.
—Espere usted unas chuscas.
Y mientras se afeitaba, le contó sus
pesquisiciones de la madrugada por la
planta baja del hotel.
—Claro que es muy inseguro. Pero
lo más probable es, que quien entró por
la ventana las dos noches de las voces,
fue la señorita del 10.
—¿Quién, Manuel?
—Esa tremendona que vio mi mujer
haciendo gimnasia. La Gala.
Don Lotario, al acabar su narrativa
el Jefe, se quedó con la boca prieta y los
ojos meditativos. Y al fin rompió:
—Pues no vas a volverla a oír entrar
por la ventana.
—¿Por qué?
—Porque hace una hora o cosa así
pagó la cuenta y se largó.
—Mecagüenla.
—Marchó con don José en su
furgoneta.
—La puta… Para un día que me
duermo, fíjese. Y que anoche estuve
tentao de llamar en su cuarto y entrar,
pero me dio reparo. Me dije, a partir de
mañana a esta no le quito ojo.
—Y ahora que me acuerdo, llevaba
un ojo totalmente amoratado y un
esparadrapo sujetando una gasa junto a
la sien. Ha dicho que se escurrió anoche
al subir la escalera.
—Mientras me acabo de arreglar
baje usted corriendo y pregunte a doña
Josefa dónde fue su marido.
—De compras.
—Sí, pero dónde.
—Vale. Voy
Cuando Plinio bajó, don Lotario
seguía de plática con doña Josefa.
—Nada que hacer, Manuel. Don
José fue a Alcázar porque hay buen
mercado de pescados. Y a la Gala le
habrá dao tiempo de tomar alguno de los
muchos trenes que pasan por allí en
todas direcciones.
—Es de Madrid, ¿no?
—Creo que sí.
—Deme el fichero, doña Josefa.
—… Aquí está. Es de Cádiz, pero
vive en Madrid.
—A ver que tome bien la dirección
de la psicóloga.
—Esa tenía de psicóloga lo que yo
—dijo la dueña.
—En fin, no aventuremos juicios.
¿Podría pasar a echar un vistazo a su
habitación?
—No faltaba más. Pero padre —
asomó su hija—, ¿no viene usted a
desayunar? Que sus amigos quieren salir
para Villahermosa.
—Que esperen un poco, guapa, que
voy al contao.
En la mesilla había muchas
revistas tontorronas. Plinio miró
minuciosamente el cuarto de baño. Todo
estaba bastante sucio, pero no
encontraba nada de particular.
Miró las almohadas con calma.
—SÍ, aquí hay un restregón de
sangre.
—Y aquí otro mayor —dijo don
Lotario señalando la parte alta de la
sábana de arriba.
—¿No se ha fijado si llevaba
heridas en las piernas?
—Iba en pantalones.
—Es casi seguro que no se curó
aquí.
—¿Por qué, Manuel?
—En el cuarto de baño no hay ni un
hilo de gasa.
Dieron más vueltas, removieron y
miraron entre las revistas.
Por la escalera, dijo pensativo a don
Lotario:
—Desde Villahermosa llamaremos
al Comisario Perales a ver si pueden
darnos una información de esta Gala.
Las mujeres de Plinio, de muy buen
humor, tenían a sus conalmorzantes
embobados contándoles cosas del Jefe.
Por eso, nada más verlos entrar,
callaron.
—Vaya, vaya con Manuel. De modo
que cuando te afeitas le hablas al espejo
como si fuera el detenido de turno —le
espetó el Faraón.
—Calle, chivato —le dijo Gregoria
sonriendo.
—Ya os están contando mis
individualidades.
—Lo que más gracia me ha hecho —
terció Braulio— es que silbas mientras
duermes. Lo corriente es roncar, o dar
suspiros, pero el tocarse a punta de
labios la Rosa del Azafrán entera, es lo
nunca visto.
—Exageraciones de esta.
—No padre, que yo lo he oído
también.
—Sí, Manuel. Silbas un trocillo y te
callas. Al cabo de un rato, otros
compases. Y eso desde que nos
casamos.
—¿Y silba cuando está contento o
siempre?
—Cada dos o tres noches, esté
alegre o sentío.
—Pues, hija, eso de dormirse con
música debe de ser gustoso
—¿Y qué cantar silba?
—No es conocido y bastante
desperdigao. Se ve que con el sueño no
hila bien.
—Yo, cuando hice la mili —dijo el
Faraón—, tenía un vecino de cama que
algunas noches se incorporaba, con los
ojos cerrados y todo, y echaba un
discurso contra el Rey. Pero luego de
día, cuando estaba en sus luces, y salía
el tema político, resulta que era
monárquico.
—Coño, qué raro. Sería bueno saber
con qué bando acabó la guerra
(Braulio).
—A lo mejor lo persiguieron en las
dos zonas a la vez (Don Ricardo).
Eran casi las once cuando salieron
en los autos. Las mujeres prefirieron
quedarse en Ruidera. Un poco apretados
fueron todos en el coche del catedrático.
Pasaron las lagunas verdes claras y
cruzaron el pueblo. Había animación en
las callecillas sin pavimento y con
nombres de lagunas. Casas pequeñas
con puerta y ventana. Una mujer, con
gran ahínco, se dedicaba a borrar los
ramos verdes que había en las fachadas.
Pasaron la Ossa. Camino de
Villahermosa, chaparrales. El terreno
pierde la valentía de las curvas y
abultaciones que alcanzó en Ruidera, y
se modula suave mece-tierra, meceverde,
mece-repechos y colinas. Entre
sembradíos, sabinares con las puntas
levemente declinadas por el viento.
Algún cortijo al fondo, escaso de
árboles, como mal avenido con la
carretera. Y riachuelos menguados que
alientan pordioseros el paisaje…
Sabinares con olor a hembra encamada.
Por Villahermosa se veían hombres
aburridísimos, como sin saber dónde ir.
Se pararon en la plaza, donde está la
iglesia que quería ver el catedrático.
Iglesia grande, de traza nórdica, con
gran portada gótica. Alta torre poligonal
y chapiteles de pizarra. En una plaza de
casas bajas, la iglesia parecía excesiva,
como para una ciudad que ya no existía.
El Faraón soltó unos versos, que según
él, cantaban los antiguos del pueblo:
En lo alto la torre
hay un nido de borricos.
Cuando rebuznan los grandes,
alzan el rabo los chicos.
Mientras don Julián y sus amigos
entraron a ver la famosa iglesia, Plinio y
don Lotario marcharon a la Central de
teléfonos. Iban por las calles seguidos
de sus sombras y de las miradas de
algunas mujeres que puerteaban
curiosas. A pesar del planchado matinal
que le hicieron sus mujeres, el traje de
Plinio seguía bastante arrugado, de
suerte que, junto al empaque relamido
de don Lotario, parecía algo su criado.
Por la ventana de una escuela se oía a
unas niñas cantar una retahíla
multiplicativa. Y una vieja,
posiblemente centenaria, sentada en el
poyete de su puerta, con zuros infantiles,
echaba de comer a unas palomas. El
grupo era tan parejo de bulto que daba
la impresión o de que ella se achicaba
para estar a la altura de las palomas, o
que estas se agrandaban para verle el
albo pelo a la viejecilla.
La conferencia tardó poco, y cuando
dieron al comisario Perales las señas de
la Gala psicóloga, este les preguntó:
—Pero ¿qué ha hecho?
—No sé qué le diga de momento.
Creo que nada gordo.
—Usted siempre con sus cosas.
—Por favor, cuando sepa algo lo
comunica a Tomelloso. Es lo más
seguro. Por lo demás seguimos con igual
temperatura.
—Comprendo Plinio de la Mancha.
Saludos a don Lotario… Llamaremos.
¡Ah!, y pregúntele que cuándo se debe
vacunar de la rabia a un perro.
—¿Me lo dice en serio o en
metáfora?
—No, hombre, en serio. Es que mi
mujer se ha empeñado, y tenemos perro.
—Bueno, pues se lo paso, que aquí
está conmigo.
—Como no podía ser menos.
Luego llamó a Tomelloso.
—Ya sé que se puso usted anoche
hecho una sopa, Jefe.
—Qué bacín eres, Maleza. No se te
pasa una aunque sea en Ruidera. Oye,
llama al comisario de Alcázar de mi
parte, a ver si localizan en la estación a
una rubianca muy buena que se llama
Gala, que ha ido con don José, el dueño
del hotel de Ruidera.
—¿Pero que se ha ido de ligue?
—No, hombre, no, que la ha llevado
a Alcázar en su coche.
—Bueno, ¿y qué?
—Si está ella que no la dejen
marchar hasta comunicar conmigo, y si
sólo ven a don José, que me llame
enseguida al hotel diciendo dónde ha ido
la Gala Rodríguez, qué ha hecho, con
quién se ha visto, etc. En fin, lo que se
pueda saber… y si te llega de Madrid
algo para mí me lo comunicas en
seguida.
Volvieron a la plaza. Como ya
habían visto la hermosa iglesia los
otros, decidieron acercarse a Fuenllana,
porque don Ricardo dijo que allí tenía
un buen amigo y estaba a un paso.
Todavía era temprano.
Iban despacio, recreándose en la
limpieza mañanera, en el relajo del
campo después de la prematura tormenta
nocturna. Toda la naturaleza parecía
pasiva, femeninamente pasiva, con
evaporaciones líricas y susurros quedos.
Hay jornadas en las que la tierra se pone
tensa, pujante hacia el cielo. Y cobra
dureza de formas y de líneas, de
robustos volúmenes, de sombras
radicales, que agarran la vista del
hombre que pasa. Pero en otras jornadas
como aquella mañana, el paisaje se
acloca y enteta como un niño dormido.
Queda en suspiro matiz. Dispuesto a
admitir el pequeño valer del hombre.
Todo era liviano, sin gravitaciones de
color, viento o bulto. Maganto, echadón,
recibidor. Los cinco hombres del coche
iban transidos por aquella levedad. La
tierra, cuando amaina, como el mar, se
maternaliza, mima el oído, la vista y el
corazón del que pasa. En esos ratos el
hombre se desterra, se desunce del
imperio telúrico, y se siente amo
espiritual de cuanto pisa. Algo
trascendente, propenso a la mística, a la
efusión lírica, a la amatoria, a la
reconciliación con la dura bandeja, tan
adusta, que nos soporta el corto tiempo
de la vida, mientras ella pervive hasta la
consumación del planeta. Y en aquel
silencio sensitivo, que ni se oía el motor
del coche, dijo de pronto Braulio con
aquella voz de predicador soliloquiero,
de hombre que de pronto se sitúa más
arriba:
—Es curioso que no me acuerdo en
absoluto de lo que hice anteayer.
Había tal son de autenticidad en su
dicho que nadie replicó.
—Llevo dándole vueltas a la bodega
de los hechos y los dichos, que es la
memoria, y no consigo cuajar ninguna de
mis acciones de hace dos noches. Fue
como jornada en blanco, que se me
quedó en la cama. Vivimos días y días,
meses y años, y a la hora de poner en
movimiento la memoria resulta que no
se nos filtra casi nada. A la hora del
balance: después de apretarnos hasta
saltar los tornillos del recordador, toda
nuestra historia se reduce a un puñadito
de jirones de estampas, de momentillos,
de palabras sueltas, de retratos cortados,
chuchurríos y descoloridos… Cuando
quiero recordar cosas de mi madre, sólo
me afloran dijes chiquitines. La veo
sentada junto al fogón, dándome sopas,
mirándome con ojos fijones y tristes…
Las llamas de las cepos y sarmientos, la
cuchara cerca de mi boca, y aquellos
ojos cargados de tristeza. Otra reliquia
que me quedó fue el abrazo tan prieto,
tan de corazón a corazón y de hueso a
hueso, que me dio cuando me fui al
servicio. Aquel abrazo todavía lo llevo
en mi natura con la misma apretación…
Y luego, la tercera estampa, en el
catafalco. Tan dura, tan pajiza, como si
yo no le tocara nada, y cuantos rodeaban
su cuerpo presente le fueran ajenísimos.
Fíjate, treinta años con ella, y por más
que aprieto mi sesera no consigo
estrujar otras presencias de mi madre. Y
si de ella, que fue mi causa y mi amor,
quedan tan endebles memorias, ¿qué
puede recordar uno de tantas jornadas y
personas que pasaron sin tocarte nadica?
De todo un año a lo mejor sólo nos
queda una esquirla de lo visto y
sentido… La boda de Zacarías, no sé
por qué. El entierro de Zafra. Aquella
puta del Canto Grande que tenía un lunar
en el pecho. Cuando se hundió el balcón
grande del Ayuntamiento el día que el
Candojo ganó la gran carrera ciclista. Y
aquella mañana de la guerra que
mandaron poner banderas de colores
adictos en todas las ventanas… Podría
seguir con cuarenta o cien dibujos más
de lo que uno fue y presenció durante
toda la vida, pero ahí acaba cuanto flota
de todo lo que uno fue y pasearon sus
ojos y entendederas… Y resulta, cosa
bien desasosegante, que tantas penas,
trabajos, decires y acuestes; comidas y
ciberas del pijo, quedan al cabo de los
años en tan chico almacén… Todo esto
me hace pensar que, de verdad, sólo
vivimos en el día en que estamos… Y si
me apuras, la hora que chaspo. Lo
demás, aventó total. Se ve uno en el
espejo, encanecido, la cara surcada y el
cuerpo sin fibra, y recuerda sus efigies
anteriores como perdido. Y tanto
destrozo de presencia y ánimo, de
decires y miradas (me pregunto muchas
veces ante el espejo), ¿para qué sirvió si
aina recuerdo lo que fui? A cada paso,
con la punta del pie empezamos un
camino, que a la vez borramos con el
talón. Andares inútiles, de los que sólo
queda memoria de alguna piedra del
camino, o de una huella de nuestro pie
grabada en el barro seco del tiempo. Lo
mismo que desaparece de nuestro
cuerpo lo que comemos cada día, se
anula lo que vivimos. Y sólo
permanecen destilaciones ínfimas,
pegadas en las paredes de la vasija de la
memoria…
Hizo una pausa, con el gesto
entornado hacia el paisaje sumiso, que
aprovechó el catedrático para decir:
—Muy bien traído todo, Braulio.
Pero ¿has pensado qué infierno sería la
vida si recordásemos puntualmente
todos nuestros pesares? Si todo el
pasado lo llevásemos dentro, bullente,
como usted diría, enloqueceríamos
enseguida. El olvido de lo que fuimos en
los momentos malos… y en los buenos
si me apura, nos permite creer que cada
día es nuevo, que nacemos cada
amanecida. Nos permite ser
inconscientes de nuestros errores
repetidos y limitaciones y volver a ellos
mil veces con frescura y desparpajo. Si
tuviéramos esa memoria que usted pide,
nuestro magín sería una película de
millones de metros que nos repetiría
hasta la demencia los mismos haceres y
dichos, ademanes y copiados errores.
Sería el más patético infierno que
imaginar pudiera un tridentino.
A Braulio lo dejó pensaroso el
razonamiento del catedrático, aunque le
picó lo del tridentino.
—Es verdad —reaccionó al fin
levantando la mano con desánimo—.
Vivir es dejar de ser desde el mismo
momento que se nace, hasta la dejadez
cabal del sepelio. No enterramos días,
sino cachos, rodajas de nuestro vivir,
cada hora más lacio y repetidor.
Empezar a ser es empezar a
demolernos… Y la gran medicina, como
bien dice aquí el señor licenciado, es no
recordar nada o casi nada de lo
demolido… Y sólo queda, como
testimonio de que pasamos, ese
sonsonete de pocas memorias, buenas y
malas, y el formato cada día más
deslucido que nos vemos en el espejo;
estropajo, cada jornada más reseco, de
lo que empezamos a ser. Por eso yo,
cada vez envidio más a los que hacen
libros y cuadros, y siento que no me
dieran instrucciones para saberlos hacer,
porque ellos, de alguna manera, dejan
rúbrica de lo que sintieron y pensaron,
mientras que los demás, apenas
plegamos el párpado, caemos en el
olvido sin remedio… Y llega día que
hasta se borra nuestro nombre de los
registros.
—De acuerdo, pero sólo en parte.
Porque los libros y cuadros, como usted
dice, resultan más valiosos para el autor
que para los otros. Me explico: Lo que
los demás puedan pensar de nosotros
después de la muerte importa tan poco…
como lo que pensaran antes de nacer. El
verdadero valor de la obra de arte es
para el propio creador. Porque al
releerse, mirar sus lienzos o escuchar
sus músicas, «ve» sus ideas y sentires
pasados, cosa que no podemos los que
no trasladamos nuestras vivencias por el
cable del pensamiento escrito, pintado o
tocado. Todo se olvida menos lo que
«nos» decimos por arte. Pues el tiempo
anula, y hasta nuestro cuerpo, como
usted dice, se desmiente cada jornada en
su metamorfosis destructora. Pero lo que
se dijo, pintó o armonizó, queda para el
propio autor, que es el que importa,
como retrato vivísimo de parcelas de su
vida anterior… El que el arte sugiera a
los ajenos cosa de su pasado, es otro
cantar.
—Pero ciertas obras, como ocurriría
con el recuerdo perennal de lo vivido,
también serán dolorosas para el autor si
las repasa.
—Seguro, amigo Braulio, que ocurre
a muchos creadores. Pero ello crece mi
tesis…
—… Y de las historias del mundo
de los países tampoco se recuerda más
que un puñaillo de cosas.
—Cierto, es la misma mecánica en
colectivo. Pero así como el individuo,
aunque a veces trate de engañarse, de
creerse otro, la repetición de los tic de
su ser acaban por vencerlo y resignarlo
a su condición, la historia, que es
memoria acopiada por muchos, suele ser
muy cernida y mixtificada. Y procura
sólo recordar aquellas cosas que
convienen a los manejadores de turno.
El recordar con detalle la historia de
cualquier país, tal y como fue,
provocaría una náusea colectiva, que
acabaría con la humanidad en menos
tiempo que la bomba atómica.
—Total, señor catedrático, que
según usted, lo que permite que la vida
de todos y cada uno siga, es el olvido.
—Por supuesto, gracias al santo
olvido, de lo demás y de lo propio,
estamos cada día dispuestos a
reempezar, y a acometer los mismos
errores, tanto en la vida personal como
en la colectiva. Por eso habrá observado
usted que a pesar de los adelantos
técnicos, la condición humana varía
poco en lo sustancial. Cambian
ostentosamente los contornos del
hombre, pero él apenas. El hombre de
nuestro tiempo es difícil que muera de
apendicitis o de pulmonía, como ocurría
a nuestros padres. Puede ir a la luna y
ver lo que pasa a miles de kilómetros en
muy pocas horas, pero continúa con las
mismas experiencias, digamos íntimas,
que los precedentes, por esa falta de
memoria de cómo somos, de cómo
fueron los que nos precedieron. En los
errores políticos repetidísimos es donde
más se aprecia la amnesia humana.
—De donde se saca que la falta de
memoria que yo decía es bonísima para
conformarse cada cual con lo cañamón
que es, pero, al tiempo, es malo para
saber los cañamones pequeñísimos que
somos todos. Lo que vale para que el
hombre se mantenga tieso, no vale para
que las multitudes aprendan en la
generación ajena.
—Bien resumido, Braulio, bien
resumido.
—Y uno a conformarse con lo
poquísimo que de sí mismo recuerda
cada día. ¡Na!
Al entrar en Fuenllana callaron
ambos filósofos. Plinio y don Lotario
habían escuchado reverentes, y el
Faraón refrendó:
—Resumiendo, que como mejor se
está es como somos. Pues menudo
infierno recordar todos los días los
dolores de aquel en que nos hicieron la
fimosis.
—Pero ¿es que a ti te la hicieron?
—Clarito, don Lotario. Poco antes
de casarme. Porque lo mío era catral. Un
volumen tan aparente de minga como la
que poseo… y perdón por la inmodestia,
pero terminada en punta, como cabeza
de pez. Usted no sabe las que yo pasaba
a la hora de la irritación. Era un
manantial de naturaleza con la
compuerta echá. Y así que me quitaron
la rodajilla y aquel cabezudo salió al
aire, qué desahogo, coño. Qué
comodidad en la fornicativa. Qué mirar
cara a cara y sin temores el túnel de la
contraria.
En la Plaza de Fuenllana preguntaron
por la casa del amigo de don Ricardo.
Las calles estaban casi vacías. Algún
viejo sentado al sol. Unas mujeres
sacudían mantas en un patio. Bandadas
de vencejos, asustados por el ruido del
auto, cruzaron la calle. El pueblo
aparecía semiabandonado.
—Los pueblos del corazón de
España se acaban —exclamó don
Ricardo—. Pueblos pequeños, pobres,
levantados a la vera de un convento,
fuente, señorío feudal o cruce de
caminos. Pueblos de pan llevar y de
hambres frecuentes, ya no tienen razón
de ser. Las mocedades emigran por falta
de una industrialización bien repartida o
de lugar para asechanzas turísticas. La
mecanización del campo permite vivir
lejos del predio y las gentes quieren
vida de otra hechura. Todos estos
pueblos en breve serán solar olvidado…
Por lo que decíamos de la memoria,
Braulio… A La Mancha nadie le ha
hecho caso en su puñetera historia. Valió
para lo que valió en su tiempo. Fue
criada y mandadera entre los cuatro
puntos cardinales de España, y ahora la
quieren dejar como solar, como campo
que produzca sí, pero administrada
desde lejos. Los pueblos del interior de
España se acaban…
Llegaron a la casa del amigo de
Ricardo. Les abrió la portada una mujer
magra, vestida de negro y el mandil gris
oscuro. También acudió un hombre con
boina. Después de mirarlos mucho los
dejaron entrar. Cruzaron un patio grande.
Se veía bajo un tejadillo la bodega
abandonada con telarañas y bombas
oxidadas. En un rincón, cubas deshechas
en montones de duelas. Pasaron a otro
patio mayor, con cobertizos declinantes,
carros destartalados, destrozadoras de
uva oxidadas, jaulas vacías. En todas las
habitaciones de la casa, muebles finos
de otro tiempo, deslucidos. Estantes con
libros viejos. Búcaros empolvados.
Cuadros al óleo entre sombras. Más
jaulas vacías. Se entreveían alcobas con
camas altas, y colchas de colores sin
lustre. Mecedoras y sillas curvadas con
asiento de rejilla. Casa que debió de
tener muchos habitantes en tiempos
mejores. El profesor estaba en su
despacho estilo español, recargado de
tallas siniestras. Había estantes de
libros hasta el techo. Títulos, orlas,
cestas con revistas y periódicos
antiguos. El profesor, ya jubilado, con la
barba de días y en pijama, leía a la luz
de una ventana entre montones de
papeles y libros que cubrían la mesa de
corte austríaco.
Como la vieja les abrió sin previo
aviso, el profesor los recibió
mirándolos sobre las gafas, con el gesto
insípido. Al reconocer, por fin, a don
Ricardo, avanzó con los brazos
alargados y la boca blanda.
Se sentaron en el tresillo de
damasco rojo, y bebieron copas de
mistela. El hombre oía hablar a su amigo
con gesto infantil. Y de vez en cuando
echaba una ojeada a los acompañantes,
como para cerciorarse de que estaban
allí. Plinio, don Lotario, el Faraón y
Braulio labieaban la mistela con cara de
retratados, no de presentes. El profesor,
sujetándose los pantalones del pijama,
sacó un tomo de su diario, entre otros
veinte que llenaban un anaquel y empezó
a enseñarle recortes de periódicos
antiguos, fotogramas y hojas
manuscritas. En una de las fotos
aparecía el profesor, muy joven,
rodeado de alumnos. Uno de ellos era
Ricardo. El hombre se embebía con
aquellos recuerdos.
—Fíjate, fijate, Ricardo.
Y leía unos párrafos escritos por él
con motivo de una excursión a El
Escorial con sus alumnos universitarios
en los años treinta. Citaba nombres de
ausentes y muertos. De exiliados, de
maestros que fueron. Se veía que sólo
vivía para aquel ayer. Cuando de pronto
recordaba que estaban allí los amigos de
Ricardo, aunque estuvieran las copas sin
mediar, las rellenaba de mistela, y
volvía a su diario y a su conversación
con Ricardo.
Braulio, en aquel mundo de
recuerdos, pensaba en la plática que
trajeron el profesor Ricardo y él, desde
Villahermosa, sobre la memoria humana.
Por fin la conversación se generalizó
cuando el catedrático de Tomelloso le
preguntó a su maestro si había mucha
emigración en el pueblo.
—Ya lo creo que la hay, hijo, ya lo
creo. Ya no quedan más que mujeres,
niños y ancianos. Y menos mal que la
gente se distrae con la televisión. Así
que llega la hora se queda el pueblo
vacío. Aquí nunca hubo teatro ni casi
cine. Se ha pasado de la nada a la
televisión. Ya no hablan. Se meten en
casa y pasan las horas muertas pegados
a la pantalla, mirando lo que pasa por
ahí en Madrid y en el mundo que nos
dejan ver. Qué fenómeno más raro. De la
nada a la televisión. Ella tiene bastante
culpa de las emigraciones. Ven otra vida
y se van. Más que por causas
económicas, por cambiar… Yo no tengo
televisión, prefiero leer y escribir mi
diario… Muchas veces he pensado que
cuando muera te lo dejaré a ti, Ricardo.
¿A quién si no? En el piso que tiene mi
hija en Madrid no caben todos los
tomos. Ni además le importa. Y menos a
mi yerno, que es un imbécil… Paso los
días enteros aquí solo o doy un paseíllo.
Pero prefiero esto a Madrid. Aquello me
marea. Además, ya no entiendo nada…
El otro día, sin embargo, pasó algo
gracioso. Como la tapia del último
corral está medio hundida desde hace
qué sé yo los años, un señor se metió en
esta casa creyendo que el corral era
todavía calle. Un chico joven. Se le
había estropeado el coche en la
carretera y venía en busca de un
mecánico. Hablamos un buen rato. Ya
digo, era un argentino muy simpático.
Al oírlo, a Plinio se le tenso el
ánimo y se disponía a hacerle una
pregunta muy directa, pero al acordarse
de las prevenciones de don Circunciso,
pilló vuelta a su hablar:
—Qué raro, un argentino por aquí.
—Ahora con el turismo ya se sabe.
Me dijo que venían a visitar los lugares
cervantinos.
—¿Y pudieron arreglar el coche?
—No sé, lo encaminamos a casa de
Juan, que sabe algo de motores.
El hombre volvió en seguida al tema
de sus recuerdos, a mostrarle trozos del
diario a Ricardo.
Cuando se despidieron los
acompañó hasta la puerta de los
trascorrales, sin dejar de sujetarse los
pantalones del pijama con la mano. Don
Ricardo y el maestro se despidieron con
mucha efusión. El pobre quedó un ratillo
junto a la portada.
Dieron una vuelta por el pueblo. Se
veían muchas casas cerradas, como
abandonadas. Por la ventana de una
cuadra sin reja asomaba la cabeza de un
mulo muy serio.
—Viendo el diario de mi maestro se
habrá acordado usted de nuestra
conversación de antes, ¿eh, Braulio?
—Vaya, sí.
Plinio apenas atendía a nada desde
que oyó lo del argentino. Por primera
vez le pareció real aquel oscuro caso en
que ayudaba a los de Madrid de manera
tan solitaria.
Apenas llegaron al hotel,
Plinio buscó a don José para saber de la
Gala. Hacía poco que había vuelto y
descargaba la furgoneta, pero ya lo
había puesto su mujer al corriente.
—Pues nada, me pidió si la quería
llevar a Alcázar, y dije que sí. Al llegar
la dejé en la estación y en paz.
—¿Y no habló nada en todo el
camino?
—No… bueno, sí, cosas corrientes.
—¿Tampoco dijo nada de las
heridas?
—Lo que explicó aquí, que se había
caído.
—Aparte de en la frente y el ojo,
¿sabe usted si tenía contusiones en otra
parte del cuerpo?
—Algo debía de tener en la pierna,
porque a veces se tocaba, pero como
llevaba pantalones…
Plinio y don Lotario se miraron.
—¿Y dónde le dijo que iba?
—A Madrid… ¿Cree usted que esta
tiene relación con las voces?
—No puedo decirle. Pero estoy casi
seguro que esa chica entró al hotel a eso
de las tres de la madrugada, por la
ventana de su cuarto, las dos últimas
noches que hubo voces.
—Entonces sí tiene que ver.
—O que salía para oírlas mejor
(Lotario).
—Lo que no sé es qué pintaba aquí.
Tenía poco trato con los huéspedes, y se
pasaba la mayor parte del día en el
cuarto.
—¿Nunca vino nadie a preguntar por
ella?
—No.
—¿Cuántos días ha estado?
—Como quince. Ahí lo tendré.
—Es decir, desde que empezaron las
voces poco más o menos.
—Sí… pero ella no es la que
voceaba.
—Claro que no.
—No entiendo, Manuel.
—Ni yo.
En el bar esperaban las mujeres
tomando naranjada y patatas fritas.
—Cómo se nota que sois mujeres
honradas y cabales —les dijo el Faraón
—, míralas nada de whiskys, ginebras y
vermutes como toman las perdidas.
La hija sonrió y la madre le remató:
—No se puede decir de ti lo mismo.
—¡Uh, qué lástima! Yo cervecica na
más y algo de vino. Lo menos que puede
beber un hombre. A mí el whisky me
sabe a zapato.
Plinio, que entró el último por la
puerta del bar que daba al hotel, al ver a
don Circunciso en la mesa de siempre,
se inclinó un momento y acarició al
perro.
El liliputiense le echó un reojo fugaz
y siguió con el vaso. El guardia se sentó
con los amigos y mujeres.
—Aquí las tienes, encurdándose.
—¿Qué tal la mañana, hermosas?
—Pues ea, dimos un buen paseo.
La Reina hija, que tomaba el té junto
al matrimonio con niños, les decía con
énfasis:
—Porque mamá es la mujer más
dulce y sentimental que pueda
imaginarme… ¡qué amor el suyo! ¡Qué
ternura de trato! Nos crio como malvas,
como capullos calientes. Siempre en la
hora de las atribulaciones y amarguras
de la vida, tuvimos su aliento y su
sonrisa… Mamá es igual que la Virgen.
—Qué gusto una madre así —le
respondió la señora de verdad
emocionada.
—Pero qué me va usted a decir si ya
lo llevamos oyendo qué sé yo el tiempo
—dijo Plinio, guiñando el ojo a su hija.
Al cabo de un rato, don Circunciso,
muy serio, con el perro de la correa, y
sus pantalones cortos, pasó ante ellos
tan repeinado.
—¿Cómo sería este de recién
nacido? —exclamó el Faraón.
—Pues lo mismo que ahora, pero sin
barba.
Pasado un cuarto de hora, Plinio,
pretextando algo, subió a la habitación
del liliputiense. Dio un golpe con los
nudillos y oyó el adelante chillón.
El hombre estaba sentado en la
cama. Recibió con la mirada severa de
siempre, pero impaciente a Plinio.
—¿Qué hay de nuevo, Manuel?
Siéntese.
Plinio le refirió lo que contó el
profesor de Fuenllana del joven
argentino que se le rompió el coche.
Don Circunciso quedó mirando al
suelo, fumando su purazo, y moviendo
en el aire las piernecillas.
—Puede ser un buen servicio,
Manuel.
—Ha sido la casualidad. Como iba
tan acompañado no quise hacer más
averiguaciones.
—Para que ocurran ciertas
casualidades hay que estar al acecho…
Bien, espere mis órdenes. Dentro de un
rato marcharé a Fuenllana. Si hay algo,
le avisaré esta noche… Estamos en un
momento delicado. No lo sabe usted
bien.
—No, no lo sé.
—Menuda suerte tiene.
Plinio bajó la escalera hablándose
con gestos solitarios. Vio que se había
sumado a la tertulia López Torres. Por lo
visto andaba buscando aires que pintar
en aquel lagunario y se había hospedado
en el hotel un par de días. Con el pelo
blanco muy hueco, sin corbata, la cara
de cepa seca, y moviendo a compás
nervioso las manos sarmentosas, decía
cosas de pájaros, Plinio le escuchaba
echando de vez en cuando los ojos por
la ventana, tras una canoa muy señorita
que hacía giros y elevaba espumas.
Después de cenar el bar estaba
muy solitario. Los hermanos Riofrío,
como todas las noches que no tocaban
voces, salieron a dar su paseíto junto a
los lagos, como ellos llamaban a las
lagunas. A última hora de la tarde,
Braulio, el catedrático y el Faraón se
volvieron al pueblo. Las mujeres de
Plinio hablaban con doña Josefa en otra
mesa. Plinio y don Lotario tomaban café
junto a López Torres que andaba
cucharilleando la manzanilla. Los
justicias se refirieron a su encuentro con
los pastores junto a la San Pedra. Y a lo
que uno les dijo sobre los muertos que
andaba sueltos por aquellos pueblos,
particularmente desde la guerra. López
Torres se rio abriendo mucho los ojos y
las manos puestas en las rodillas
sucintas:
—Si a ese lo conozco yo. Tiene una
imaginación de fuego. Una vez que fui a
pintar una tablilla por allí me contó que
en Las Labores, donde él pasó varios
años, había una mujer que cada nueve
meses paría pompas de jabón muy
gordas y azulencas.
—¿Cómo dice, Antonio?
—Sí, que se le empezaba a hinchar
la barriga como a una preñada, y a los
nueve meses le llegaban los dolores
naturales. Llamaban a la comadrona,
hervían el agua y preparaban todo lo que
se precisa para estos casos, y cuando
llegaba el momento, en vez de soltar un
llorón, le salían de la alcancía pompas
gordas como globos azules que llenaban
la habitación.
—Anda, coño.
—Sí, y que cuando saltaba la última
pompa, la barriga se le quedaba tan
natural. Y que el coño de ella, fíjate la
imaginación, Manuel; soltaba entonces
una risotá.
—Ay qué tío.
—Sí… y que los globos se quedaban
muchos días flotando por las calles de
Las Labores.
—¿Y lo cuenta tan serio?
—Lo mismo que os ha contado lo de
los muertos que andan por Ruidera.
Como pasa tan largas soledades siempre
se está imaginando historias.
A las once López Torres se fue a la
cama.
—Bueno, Manuel. ¿Y cómo van las
investigaciones de tu caso secreto?
—No sé, don Lotario.
—¿Cómo que no sabes?
—Como que no sé. Porque yo estoy,
según le dije, de auxiliar, para
encarguitos de na.
—Pues anda. —Le dio una chupada
al cigarro y quedó con el gesto de
amargura que siempre le dejaba el
hablar del caso solitario de Plinio.
Este vio que las mujeres bostezaban
desde lejos. El único chico que quedaba
en la barra abría también la boca sin
medida. Había acabado la televisión,
aunque nadie le prestó mucha atención, y
se apreció gana general de irse a dormir.
Plinio y don Lotario sólo esperaban
consumir el último cigarro. Don José
entró en el bar a echar el vistazo final y
dar la orden de cierre. Y precisamente
cuando se dirigía a la mesa donde
estaban el guardia y el veterinario, de
pronto, rompiendo el silencio casi
absoluto que filtraba la ventana abierta,
y con más intensidad y aproximación
que nunca, se oyó el grito rápido y
medianochero:
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah!
¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah!
El chico de la barra se despabiló
asustado y quedó con los ojos muy
abiertos. Plinio y don Lotario con las
fumadas en el aire.
—¡La voz! —gritó a su vez la mujer
de Plinio.
—Se ha oído como nunca —
reaccionó el chico de la barra muy
impresionado.
—¡Vamos! —dijo Plinio poniéndose
en pie.
—¿En el coche, Manuel?
—Sí.
Treparon hasta la carretera.
—Tire usted Colgada arriba… Pero
no deprisa. Dé la luz larga.
—Esta noche no tocaba, se conoce
que han perdido la cuenta.
Se veía gente asomada a los pocos
apartamentos habitados.
A unos trescientos metros, sentados
en una piedra muy abrazados, vieron a
los hermanos Riofrío.
—Pare usted no sea que estos hayan
visto algo.
Al ver que se paraba el coche y dos
hombres iban hacia ellos, el hermano
Riofrío preguntó con voz medrosa:
—¿Quién, quién es?
—Somos nosotros, los de
Tomelloso, no se asuste.
—Qué horror, qué horror, ha sido
horroroso —dijo el hermano apretando
la mano de Plinio.
—Vuelvan al hotel tranquilos. Por
ahí no hay nadie. Nosotros vamos a dar
una vuelta hasta más arriba.
—No, no por favor, llévennos con
ustedes. Mi pobre hermano es incapaz
de moverse.
Tomándolos del brazo los subieron
en el coche.
—¿Han visto ustedes algo?
—No señor, no hemos visto nada,
sólo hemos oído. Salimos confiados en
que esta noche no tocaba… Tal vez el
aire venía a favor y ha sido horripilante.
—Eso, horripilante.
—Una voz furiosa, más furiosa que
nunca. Voz irracional… Mañana mismo
nos vamos de este hotel. ¿Verdad,
hermana?
—Ay, sí, por lo que más quieras.
—¿No han oído o visto pasar algún
coche?
—No señor, sólo la voz, la voz
horripilante.
Anduvieron un kilómetro más sin
hallar nada. Todo estaba silencioso y
enlunado. Cuando fue posible dieron la
vuelta. Los hermanos Riofrío rezaban en
voz baja.
Los dejaron en el hotel. Plinio y don
Lotario decidieron hacer otro recorrido,
pero a pie. Iban muy despacio ahora
hacia la aldea. Un perro ladraba lejano.
Debía de ser un perro pequeño y chillón.
La luna, cuando quería, copiaba sobre
las aguas quietas y astrales los bravos y
bajos montes ibéricos que cercan las
lagunas.
Al doblar una curva, oyeron una
conversación. Varias personas hablaban
excitadas en la puerta de un chalet.
—Hace más de una hora que se
despidió de nosotras —decía una chica.
—¿Más de una hora?
—Dimos un paseo hasta Entrelagos,
como todas las noches antes de cenar y
marchó.
—¿Pero antes de las voces?
—Claro que antes.
—Vamos a ver qué pasa —dijo
Plinio a don Lotario.
Quienes hablaban eran el
matrimonio propietario del chalet, su
hija y un señor. Al oírlos llegar
intentaron conocerlos entre la sombras.
—Buenas noches. Soy Manuel
González, el Jefe de la Guardia
Municipal de Tomelloso.
—Ah, ¿es usted Plinio? —dijo la
dueña.
—El mismo. ¿Pasa algo?
—Sí, la hija de este señor, que es de
Madrid, se despidió de mi hija hace más
de una hora y no ha llegado a su casa,
que está a unos trescientos metros.
—¿Qué edad tiene?
—Diez y ocho.
—¿Y estando las cosas como están
la dejan ir sola?
—Como es la que vive más lejos,
todas las noches la acompañábamos las
amigas, pero esta, como no estábamos
más que las dos y no tocaban voces, dijo
que se iba sola.
—¿Habéis visto algo o alguien que
os haya llamado la atención?
—No señor. La gente de siempre
poco más o menos. Los vecinos de por
aquí.
—Vamos hacia allá mirando bien si
les parece.
—Tú no hace falta que vengas —le
dijo el dueño a su mujer.
Los dos hombres, la chica y los de la
justicia, bajaron hasta la carretera,
camino de la casa de Solita, que así se
llamaba la desaparecida.
Plinio dispuso de avanzar
desplegados. Él iba en la parte más
lindera a la laguna. Al doblar una curva
vieron un chalet con las luces
encendidas.
—¿Quién vive allí?
—Es nuestra casa.
—Vamos a ver. No sea que haya
vuelto.
Subieron una rampa suave de tierra y
piedras, pasaron entre varios coches.
Una señora todavía muy joven, al oírlos,
se asomó a la ventana abierta.
—¿Qué pasa? —preguntó con ansia
a su marido.
—¿No ha vuelto?
—No.
Al ver a la amiga de su hija se fue
hacia ella malconteniendo los sollozos.
—¿Pero a qué hora se vino?
—Hace más de una hora se vino ella
sola.
—Ay, Dios mío, Dios mío. ¿Qué le
habrá podido pasar?
Quedaron en la puerta. La madre
cada vez más nerviosa. La amiga, con
los brazos cruzados, miraba al suelo.
Dos hermanos pequeños de Solita
salieron en pijama y con cara de miedo
se agarraron a los pantalones de su
madre. El padre dijo a Plinio con aire
muy decidido:
—No le importará a usted que
denuncie la desaparición a la Guardia
Civil.
—Creo que es lo que debe hacer.
—Pues voy ahora mismo —dijo
dirigiéndose al coche.
—Yo voy con usted —dijo el padre
de la amiga—. Mi hija acompañará a la
señora mientras volvemos.
Plinio y don Lotario se consideraron
despedidos y marcharon también. Como
la luna aclaraba mucho, siguieron un
poco el paseo sin ver nada de particular.
—¿Qué se te ocurre, Manuel?
—Absolutamente nada.
—Pero algo imaginarás.
—Imaginar imagino muchas cosas.
Pero casi nada de lo que he imaginado
en mi vida resulta luego cierto.
—No exageres. Muchas veces los
pálpitos te salen calcaos.
—No tan calcaos. Además que, en
este caso, hasta ahora, ni pálpitos ni
leches. No sé si será porque todo ocurre
de noche. Pero me da la impresión que
estamos ante un retrato velado.
—Lo raro es que en tan corto
espacio nadie haya visto algo cuando
suenan las voces.
—¿Usted asocia la posible
desaparición de esta chica con el caso
de las voces?
—Claro… ¿Y tú no?
—Hombre… Pero a base de echarle
imaginación.
—¿Es que si no a qué coño vas a
asociarlo?
—Joder, que estamos obsesionados
con eso de las voces y todo se lo
achacamos. Pues sí que no pueden
ocurrir cosas.
—Claro que sí, pero no tan juntas.
Plinio, con aire rápido y sin avisar,
dio la vuelta.
—Yo lo que pienso don Lotario, es
que el de las voces, debe ser un sujeto
tan corriente, que a nadie despierta
sospechas.
—No está mal traído eso que dices.
—Si hubiera algún tío raro por estos
contornos, todo el mundo diría que era
él.
—Y estás convencido, aunque no lo
declaras, que la desaparición de la Gala
tiene algo que ver con las voces.
—Tanto como convencido… Esta
noche, siempre a fuerza de imaginación,
he pensado en ello.
—¿Por qué?
—Ah, no sé.
—¿Y el enano?
—¿El enano, qué?
—Que si no lo implicas un poco en
esto.
—No, ese no. Ese…
—¿Ese qué?
—Que ese no.
Cuando llegaron al hotel —el bar ya
estaba cerrado— encontraron a don José
en recepción, haciendo sus números.
—¿Han visto ustedes algo?
—Nada. ¿Y por aquí hubo alguna
novedad?
—Sólo una… Mejor dicho, dos.
—¿Cuáles?
—Primera, que los hermanos Riofrío
han pedido la cuenta y el coche a
Madrid. Se marchan mañana. Están muy
asustados.
—Ya me lo habían dicho. ¿Y la
segunda?
—La segunda, que don Circunciso
por una parte y don Eusebio el pescador
por otra, no han vuelto a dormir.
—¿No dejaron nada dicho?
—No. Y don Circunciso es
puntualísimo para todo.
—Noche de desapariciones, por lo
visto.
Cuando subían la escalera le hurgó
don Lotario:
—Me parece, Manuel, que no vas a
tener más remedio que unir al
liliputiense al fenómeno de las voces.
—No.
Así que se dijeron el hasta mañana,
Plinio miró en su cuarto y no vio aviso
ninguno. Después, de puntillas, se fue a
la habitación de don Circunciso, que,
como dijo el hotelero, estaba cerrada.
Y sin saber por qué, nunca lo hacía,
cerró con llave la puerta de su cuarto y
comenzó a pasear. De vez en cuando
echaba un vistazo por la ventana. Pasada
una hora, bajó despacio hasta recepción.
El dueño ya no estaba. Quedaba
encendida la luz pequeña del escritorio.
Cogió la llave de la habitación de don
Circunciso. Volvió a subir. Abrió.
Encendió la luz. Vacía. La cama
arreglada, con el pijamilla sobre la
colcha y el cajón con la almohada verde
para «Vida». Hizo un gesto de no
comprender, volvió la llave al casillero
y subió definitivamente a su cuarto con
intención de descansar.
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