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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 30 de noviembre de 2017

Cuentos republicanos (Plinio) El coche nuevo



Nos fuimos temprano a casa del abuelo, porque aquella mañana iban a llevar el «auto». Esperamos sentados en una pila muy alta de madera. El olor dulzón de los chopos recién cortados, con ramas todavía verdes, nos impregnaba las ropas. El sol llenaba todo el patio. Desde el taller llegaba el ruido de las máquinas. La impaciencia nos hacía hablar continuamente. —¡A que va a ser mejor que el de don José! —No; yo creo que va a ser igual que el del Gordito; lo dijo mi papá.

Lo que sabíamos seguro es que en todo el pueblo había sólo cinco autos, y con el del abuelo iban a ser seis. Habían sacado los tílburis y la tartana de la cochera, que esperaba vacía, con las puertas de par en par, la llegada del Ford flamante. —Verás qué susto se van a llevar las gallinas —decía Salvadorcito, mirándolas picotear por el patio, con jubilosa compasión.

La tartana y los dos tílburis estaban como desahuciados en los porches que servían de almacén de madera. Colgados de las paredes de la cochera quedaron frenos, bocados, sillas y colleras de los caballos que, pensábamos, no era decoración muy adecuada para la residencia del Ford nuevo. —Yo creo que el auto tendrá por lo menos dos bocinas —dijo mi primo. —¡Qué barbaridad! ¡Dos bocinas! —Sí, sí, sí, que me lo dijo el abuelo: una de aire y otra de claxon. —Pero no son bocinas, ¡bocazas! Es una bocina y un claxon. —Buenooo… —Mi papá dice —interrumpió Salvadorcito— que con un coche se puede llegar hasta el fin del mundo que habitamos.

Se escuchó un bocinazo lejano. —¿Oís? Luego un petardeo que se aproximaba. —¡Ya viene! ¡Ya viene! Nos pusimos en pie sobre la pila de madera, sin atrevernos a bajar al suelo. Más bocinazos, y por fin el Ford se cuadró muy lentamente frente a la portada para hacer la maniobra de entrar. El reflejo del sol sobre el parabrisas nos deslumbró un segundo. La abuela y la tía, que cosían en el mirador que daba al patio, abrieron las vidrieras de par en par, que nos lanzaron otro destello.

El Ford entró triunfalmente, como un tingladillo metálico, altirucho y vacilante. Salvadorcito llevaba razón. Las gallinas salieron disparadas, derrapando al tomar curvas tan rápidas, con un ala desplegada y la otra barriendo. Todos los operarios aparecieron en las ventanas del taller, y las barnizadoras en la puerta del jaraíz, que servía de obrador cuando no era vendimia.

Venía al volante don Antonio, el íntimo amigo del abuelo, que dio dos vueltas completas al patio sin dejar de tocar la bocina, mientras el abuelo nos saludaba a todos con la gorra en la mano. Por fin pararon en el centro del patio y descendieron solemnemente. Luego, todos: nosotros, los operarios (sin respeto alguno), las barnizadoras, la abuela, la tía, papá y el tío, avanzamos desde nuestros sitios hasta rodear el coche Ford modelo T. Y mirábamos en silencio aquel «portento del progreso humano». El abuelo y su amigo Antonio sonreían superiores. El pobre Ford negro (con el tiempo lo pintaron color aceituna) aguantaba tantas miradas, protegido por sus reflejos y misterio.

Sin darnos cuenta entraron varios vecinos y Lillo, el amigo del abuelo, que era muy alto y siempre bromeaba. El tío se puso en cuclillas para mirar el coche por debajo y todos hicimos igual, menos las mujeres. —Por nada del mundo me subiría yo en eso —exclamó una vecina. —Pues no dices mal —respondió mi abuela, a quien parecía dirigirse la vecina, y que desde luego estaba dispuesta a subir a la primera insinuación.

Lillo, que era carretero, luego de mirar y remirar mucho los bajos del auto, dijo que si aquellas ruedas no serían pequeñas para tanto peso. El abuelo sonrió con suficiencia y le preguntó si quería ponérselas de pinas. Don Antonio añadió que los ingenieros americanos lo tenían todo muy bien calculado.

Cuando los comentarios empezaron a decaer, dijo don Antonio al abuelo: —Venga, Luis; voy a darte la primera lección de conducir. Dale a la manivela.

Y el abuelo, muy diligente, se fue al rabito quebrado que era la manivela. Don Antonio se subió al volante. Todos nos apartamos un poco. El coche, como respuesta a los esfuerzos congestivos del abuelo, disparó unos tiritos, pero en seguida se calló. El abuelo, casi enfurecido, volvió a darle con tantas ganas, que se le iban las gafas. —Coño, coño —dijo Lillo. Como el abuelo interpretase aquellas exclamaciones de su amigo como acusación de menos valer, sin apenas tomar resuello, volvió a girar el hierro con tal ímpetu, que el auto empezó a temblonear y ya hizo un ruido continuo. El abuelo se subió rápido y cerró la portezuela, poniéndose en actitud hierática. Don Antonio tocó la bocina de goma, las mujeres dieron un grito y todos nos apartamos. —Coño, coño. El coche, muy despacio, comenzó a dar vueltas por el patio. Don Antonio hablaba al abuelo con grandes voces por el ruido del motor. Vimos en seguida que a cada nada el coche cambiaba de ruido, se aceleraba, casi se paraba, y era porque el abuelo ya iba aprendiendo a poner las manos en las cositas. —¡Cuidado, Luis, que eres muy nervioso! —gritaba la abuela.

Había ido allegándose mucha gente de la calle y formábamos un círculo muy grande de personas para ver evolucionar el auto. Una vez, el abuelo, que llevaba el volante cruzando los brazos ante el cuerpo de don Antonio, hizo una mala curva y asustó a todos los de aquel rodal. —¡Luis! —¡Coño! —¡Ahí va, ahí va, abuelo! ¡Eres el más valiente! —dijo el primo tan pronto vio que enderezaba el coche.

Entre la gente de la calle llegó la Antonia, la ciega, que, después de escuchar un rato, le preguntó a Lillo: —¿Cómo es? ¿Cómo es? ¿Como un carro? —Sí, como un carro con cuatro ruedas pequeñicas. —¿Y va solo? —Solito, como un animal. —¡Válgame Dios! Cuando ya estaba el sol en lo más alto, dejaron de ensayar y entraron el auto en la cochera. Entonces la abuela y las chicas se pusieron a lavarlo con unas gamuzas y agua y a nosotros nos dejaron subir un ratito.

El abuelo y Lillo no se cansaban de mirarlo mientras lo lavaban. —¡Coño, Luis, qué tiempos! Entonces el abuelo —don Antonio, que era conservador, ya se había ido— habló del progreso de las ciencias, de Blasco Ibáñez, de don Melquíades Álvarez y de la democracia americana, gracias a la cual se hacían autos, y no en pueblos «retrospectivos» como España.


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