Nos fuimos temprano a casa del abuelo,
porque aquella mañana iban a llevar el
«auto». Esperamos sentados en una pila
muy alta de madera. El olor dulzón de
los chopos recién cortados, con ramas
todavía verdes, nos impregnaba las
ropas. El sol llenaba todo el patio.
Desde el taller llegaba el ruido de las
máquinas. La impaciencia nos hacía
hablar continuamente.
—¡A que va a ser mejor que el de
don José!
—No; yo creo que va a ser igual que
el del Gordito; lo dijo mi papá.
Lo que sabíamos seguro es que en
todo el pueblo había sólo cinco autos, y
con el del abuelo iban a ser seis.
Habían sacado los tílburis y la
tartana de la cochera, que esperaba
vacía, con las puertas de par en par, la
llegada del Ford flamante.
—Verás qué susto se van a llevar las
gallinas —decía Salvadorcito,
mirándolas picotear por el patio, con
jubilosa compasión.
La tartana y los dos tílburis estaban
como desahuciados en los porches que
servían de almacén de madera.
Colgados de las paredes de la
cochera quedaron frenos, bocados, sillas
y colleras de los caballos que,
pensábamos, no era decoración muy
adecuada para la residencia del Ford
nuevo.
—Yo creo que el auto tendrá por lo
menos dos bocinas —dijo mi primo.
—¡Qué barbaridad! ¡Dos bocinas!
—Sí, sí, sí, que me lo dijo el abuelo:
una de aire y otra de claxon.
—Pero no son bocinas, ¡bocazas! Es
una bocina y un claxon.
—Buenooo…
—Mi papá dice —interrumpió
Salvadorcito— que con un coche se
puede llegar hasta el fin del mundo que
habitamos.
Se escuchó un bocinazo lejano.
—¿Oís?
Luego un petardeo que se
aproximaba.
—¡Ya viene! ¡Ya viene!
Nos pusimos en pie sobre la pila de
madera, sin atrevernos a bajar al suelo.
Más bocinazos, y por fin el Ford se
cuadró muy lentamente frente a la
portada para hacer la maniobra de
entrar.
El reflejo del sol sobre el parabrisas
nos deslumbró un segundo.
La abuela y la tía, que cosían en el
mirador que daba al patio, abrieron las
vidrieras de par en par, que nos lanzaron
otro destello.
El Ford entró triunfalmente, como un
tingladillo metálico, altirucho y
vacilante.
Salvadorcito llevaba razón. Las
gallinas salieron disparadas, derrapando
al tomar curvas tan rápidas, con un ala
desplegada y la otra barriendo.
Todos los operarios aparecieron en
las ventanas del taller, y las
barnizadoras en la puerta del jaraíz, que
servía de obrador cuando no era
vendimia.
Venía al volante don Antonio, el
íntimo amigo del abuelo, que dio dos
vueltas completas al patio sin dejar de
tocar la bocina, mientras el abuelo nos
saludaba a todos con la gorra en la
mano. Por fin pararon en el centro del
patio y descendieron solemnemente.
Luego, todos: nosotros, los operarios
(sin respeto alguno), las barnizadoras, la
abuela, la tía, papá y el tío, avanzamos
desde nuestros sitios hasta rodear el
coche Ford modelo T. Y mirábamos en
silencio aquel «portento del progreso
humano». El abuelo y su amigo Antonio
sonreían superiores. El pobre Ford
negro (con el tiempo lo pintaron color
aceituna) aguantaba tantas miradas,
protegido por sus reflejos y misterio.
Sin darnos cuenta entraron varios
vecinos y Lillo, el amigo del abuelo, que
era muy alto y siempre bromeaba.
El tío se puso en cuclillas para mirar
el coche por debajo y todos hicimos
igual, menos las mujeres.
—Por nada del mundo me subiría yo
en eso —exclamó una vecina.
—Pues no dices mal —respondió mi
abuela, a quien parecía dirigirse la
vecina, y que desde luego estaba
dispuesta a subir a la primera
insinuación.
Lillo, que era carretero, luego de
mirar y remirar mucho los bajos del
auto, dijo que si aquellas ruedas no
serían pequeñas para tanto peso. El
abuelo sonrió con suficiencia y le
preguntó si quería ponérselas de pinas.
Don Antonio añadió que los ingenieros
americanos lo tenían todo muy bien
calculado.
Cuando los comentarios empezaron
a decaer, dijo don Antonio al abuelo:
—Venga, Luis; voy a darte la
primera lección de conducir. Dale a la
manivela.
Y el abuelo, muy diligente, se fue al
rabito quebrado que era la manivela.
Don Antonio se subió al volante. Todos
nos apartamos un poco.
El coche, como respuesta a los
esfuerzos congestivos del abuelo,
disparó unos tiritos, pero en seguida se
calló. El abuelo, casi enfurecido, volvió
a darle con tantas ganas, que se le iban
las gafas.
—Coño, coño —dijo Lillo.
Como el abuelo interpretase
aquellas exclamaciones de su amigo
como acusación de menos valer, sin
apenas tomar resuello, volvió a girar el
hierro con tal ímpetu, que el auto
empezó a temblonear y ya hizo un ruido
continuo. El abuelo se subió rápido y
cerró la portezuela, poniéndose en
actitud hierática. Don Antonio tocó la
bocina de goma, las mujeres dieron un
grito y todos nos apartamos.
—Coño, coño.
El coche, muy despacio, comenzó a
dar vueltas por el patio. Don Antonio
hablaba al abuelo con grandes voces por
el ruido del motor. Vimos en seguida que
a cada nada el coche cambiaba de ruido,
se aceleraba, casi se paraba, y era
porque el abuelo ya iba aprendiendo a
poner las manos en las cositas.
—¡Cuidado, Luis, que eres muy
nervioso! —gritaba la abuela.
Había ido allegándose mucha gente
de la calle y formábamos un círculo muy
grande de personas para ver evolucionar
el auto.
Una vez, el abuelo, que llevaba el
volante cruzando los brazos ante el
cuerpo de don Antonio, hizo una mala
curva y asustó a todos los de aquel
rodal.
—¡Luis!
—¡Coño!
—¡Ahí va, ahí va, abuelo! ¡Eres el
más valiente! —dijo el primo tan pronto
vio que enderezaba el coche.
Entre la gente de la calle llegó la
Antonia, la ciega, que, después de
escuchar un rato, le preguntó a Lillo:
—¿Cómo es? ¿Cómo es? ¿Como un
carro?
—Sí, como un carro con cuatro
ruedas pequeñicas.
—¿Y va solo?
—Solito, como un animal.
—¡Válgame Dios!
Cuando ya estaba el sol en lo más alto,
dejaron de ensayar y entraron el auto en
la cochera. Entonces la abuela y las
chicas se pusieron a lavarlo con unas
gamuzas y agua y a nosotros nos dejaron
subir un ratito.
El abuelo y Lillo no se cansaban de
mirarlo mientras lo lavaban.
—¡Coño, Luis, qué tiempos!
Entonces el abuelo —don Antonio,
que era conservador, ya se había ido—
habló del progreso de las ciencias, de
Blasco Ibáñez, de don Melquíades
Álvarez y de la democracia americana,
gracias a la cual se hacían autos, y no en
pueblos «retrospectivos» como España.
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